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Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades

versión On-line ISSN 2007-9176versión impresa ISSN 0185-4259

Iztapalapa. Rev. cienc. soc. humanid. vol.44 no.94 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 17-Mar-2023

https://doi.org/10.28928/ri/942023/atc1/latargerej 

Artículos tema central

Una perspectiva constructivista y cultural de los conflictos por agua en Morelos, México

A constructivist and cultural perspective of water conflicts in the State of Morelos, Mexico

1Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (CEMCA), Ciudad de México, México jade.latargere@cemca.org.mx


Resumen

En lugar de focalizarse en los problemas que afectan el recurso hídrico, este artículo centra su atención en la identidad de los grupos que luchan por el agua. A partir de la revisión de diversas situaciones de conflicto por agua que han surgido en el estado de Morelos por la construcción de nuevas infraestructuras y equipamientos, se muestra que en los últimos años, son sobre todo las comunidades campesinas las que se han movilizado en torno al problema hídrico. Con base en la teoría cultural de Mary Douglas y Aaron Wildavsky, se argumenta que seleccionan el riesgo hídrico porque resulta importante para su organización cultural y política. Se pone de relieve que tras la reforma al estatuto de las tierras ejidales en los años noventa, los ejidos han perdido sus referentes identitarios y gran parte de su poder político. Se argumenta que, en este contexto, el agua ha adquirido un valor estratégico para la supervivencia del grupo. Se propone de esta manera una interpretación constructivista y cultural de los conflictos por agua en Morelos.

Palabras clave: comunidades campesinas; construcción social; riesgo hídrico; infraestructura; tierra

Abstract

Instead of focusing on physical problems of water resources, this article is interested in the identity of groups that struggle for water. Considering recent conflicts that have occurred in the State of Morelos, we show that water problem concern mostly peasant communities. Basing on the cultural theory of risk of Mary Douglas and Aaron Wildavsky, we argue that they select water risk because it results important for their cultural and political organization. We explain that after the land reform of the nineties, the ejidos have lost their identity references and the main part of their political power, so water has acquired a strategic relevance for the cultural and political survival of the group. Doing this, we propose a constructivist and cultural interpretation of water conflicts in Morelos.

Key words: Peasant communities; social construction; water risk; infrastructure; land

El agua es motivo de numerosos conflictos en México. En el último inventario exhaustivo realizado hace casi 20 años, Jaime Sainz y Mariana Becerra enlistaban, con base en la revisión de nueve periódicos de circulación nacional, la existencia de 3800 situaciones de disputa por agua durante el periodo 1990-2002 (Sainz y Becerra, 2003). Aunque este inventario no se ha actualizado, una rápida revisión de la prensa muestra que los conflictos por el líquido han seguido en los últimos años. Se relacionan con la construcción y puesta en marcha de nuevas infraestructuras hidráulicas -el acueducto independencia en Sonora y la presa El Zapotillo en Jalisco-, el traslado de agua -de México a Estados Unidos, del Estado de México a la Ciudad de México-, o la ineficiencia del servicio de agua potable.

Evidentemente, debido a su recurrencia, los conflictos por agua constituyen un hecho social que ha atraído la atención de numerosos investigadores. Aun cuando se han estudiado desde diferentes perspectivas teóricas (Vargas y Soares, 2019), se ha privilegiado los enfoques de tipo naturalista, que interpretan los conflictos como el resultado de las condiciones de escasez y deterioro que afectan el recurso. Ya sea desde la ecología política o desde el estructuralismo funcional, se tiende a considerar que los conflictos son el producto de afectaciones físicas (resultado, eso sí, de una serie de desigualdades políticas y sociales), como si existiera una relación mecánica entre el nivel de escasez o deterioro del recurso y las movilizaciones sociales.

Sin embargo, los árboles moribundos y el agua putrefacta no se convierten por sí solos en seres humanos que protesten. Los autores que se han interesado por la construcción de los problemas ambientales y de los riesgos (Douglas y Wildavsky, 1983; Hannigan, 1995; Eder, 1996; Beck, 2001; Lezama, 2004; Cirelli, 2006) han probado que la existencia de un problema físico no siempre desencadena una movilización social: por una parte, la población tiene un conocimiento muy parcial de los problemas físicos que afectan el planeta; por otra parte, no se moviliza sobre los problemas que resultan más apremiantes desde el punto de vista científico, sino sobre los que desde su perspectiva representan una amenaza para su vida y bienestar. Las sociedades en función de sus valores, sus patrones culturales, su modo de organización social y política, desarrollan diferentes actitudes y sensibilidades frente a una misma situación biofísica (Douglas y Wildavsky, 1983; Adams, 1995; Le Breton, 2012). Así, las aguas residuales en México son valorizadas como un recurso por ciertos grupos de agricultores y consideradas por otros como agua sucia (Cirelli, 2006).

Adoptar un enfoque constructivista no significa negar la realidad de los problemas físicos que afectan el recurso hídrico sino dar su importancia a los procesos que han permitido que una situación particular se convierta en un tema de preocupación social. La perspectiva constructivista nos invita a centrar nuestra atención en los grupos que se movilizan por el agua, en su identidad, en la percepción social y cultural que tienen del problema, lo cual puede contribuir a mejorar nuestro entendimiento de los conflictos por el líquido vital.

Dado que dicho enfoque es muy amplio, en este artículo nos contentaremos con explorar algunos argumentos de la teoría cultural de Mary Douglas y Aaron Wildavsky, que a nuestro parecer abren pistas de reflexión interesantes para entender por qué el agua se ha vuelto un tema de preocupación para las comunidades campesinas de Morelos. El principal postulado de la teoría cultural es que los riesgos a los cuales un grupo social presta atención son seleccionados con base en criterios culturales, sociales y políticos: “valores comunes conllevan temores comunes” (Douglas y Wildavsky, 1983: 8). La gente es sensible a los riesgos que amenazan su forma de vida, su modo de organización social, su supervivencia (1983: 9 y 42). Douglas y Wildavsky identifican tres grandes formas de organización social o grupos -los grupos individualistas, los grupos jerárquicos, los grupos sectarios-, cada uno de los cuales posee su propio portafolio de riesgos. Explican que son los grupos sectarios los que resultan más sensibles a los riesgos ecológicos, ya que este tipo de peligro sirve a sus objetivos morales y políticos: les permite asentar la distinción entre el orden interior, visto como lo único bueno y correcto, y el orden exterior, fuente de maldad y de peligros; la existencia de una amenaza exterior también favorece la expulsión de algunos miembros, lo que a mediano plazo permite mantener la cohesión del grupo (1983: 121).

Consideramos que la teoría cultural puede ayudarnos a poner al descubierto la existencia de una dimensión identitaria en los conflictos por agua en el estado de Morelos. Desde la primera década del siglo XXI, la construcción de nueva infraestructura en esta región -fraccionamientos, gasolineras, termoeléctrica- ha generado varias movilizaciones sociales, protagonizadas en su mayoría por ejidos y comunidades campesinas. A pesar de que estos proyectos involucran una multitud de aspectos ambientales, que van desde la producción de basura hasta la contaminación del aire, las comunidades campesinas han priorizado el riesgo hídrico. Eso nos lleva a suponer, en concordancia con los postulados de la teoría cultural, que este tema posee una relevancia estratégica para ellas. Concretamente, se argumenta en el artículo que en un contexto en el cual las comunidades campesinas han perdido gran parte de su poder y del control que ejercían sobre el territorio, el agua constituye un objeto sumamente importante para su supervivencia identitaria y política.

Estas reflexiones se formulan a partir de los datos que recopilamos durante nuestra investigación doctoral, la cual combinó diferentes métodos de investigación: entrevistas cualitativas, investigación documental de archivo, revisión de la prensa y seguimiento de las acciones legales presentadas. Al interesarnos por las acciones de movilización que ocurrieron en Morelos entre 1985 y 2010, pudimos identificar cómo ha evolucionado la percepción del tema del agua para las comunidades campesinas y cómo han cambiado sus modalidades de protesta. Recolectamos suficiente información para poder esbozar conjeturas acerca de los motivos que las llevan a considerar el agua como un tema de preocupación. Estos motivos no se deducen de lo que claman alto y fuerte los actores, sino de sus estrategias y prácticas, de lo que callan y no dicen, ya que como bien lo señala Douglas, la mayoría de los involucrados no tienen conciencia de los supuestos políticos y morales que los empujan a preocuparse por determinado peligro.

Este artículo está dividido en cuatro apartados. En el primero se explican los aportes que puede ofrecer la teoría cultural para el entendimiento de los conflictos por agua, en complemento de otros marcos de análisis. En el segundo, presentamos algunos datos sobre la situación del agua en Morelos. Mostramos que a pesar de que no existe escasez del líquido en la región, las comunidades campesinas han concentrado su atención en el riesgo hídrico en los proyectos de infraestructura. En el tercer apartado ponemos énfasis en que esta percepción es relativamente nueva y ha sido propiciada por ciertos cambios en la legislación y en las modalidades de urbanización. En la última sección explicamos, en concordancia con los postulados de la teoría cultural, cómo tras las reformas al estatuto de las tierras ejidales, el agua se ha vuelto un recurso sumamente estratégico para la supervivencia de las comunidades campesinas: asegura la cohesión identitaria del grupo y le permite reafirmar su control sobre el territorio.

Los aportes de la teoría cultural para el análisis de los conflictos por agua

Los conflictos por agua constituyen fenómenos complejos cuyo origen no radica únicamente en el deterioro del recurso, sino también en factores de tipo histórico, legal, político e identitario. Debido a esta complejidad, resulta prácticamente imposible realizar un análisis exhaustivo del tema y se debe privilegiar cierto enfoque teórico al momento de estudiarlo, que enfatice unos elementos en detrimento de otros. La decisión de estudiar el conflicto a partir de determinado marco teórico no debe interpretarse como el resultado de una visión parcial que busque reducir la controversia a una única y exclusiva interpretación, sino como una postura epistemológica orientada a detectar algún aspecto importante en el proceso de aparición de la dinámica de oposición. Así, Laura Valladares, en su libro titulado Cuando el agua se esfumó. Cambios y continuidades en los usos sociales del agua en Morelos 1880-1940 (2003), privilegia el enfoque histórico y relaciona los conflictos hídricos existentes en la región del río Amatzinac, en el oriente de Morelos, con diversos errores técnicos que se cometieron al momento de poner en práctica el reparto agrario. Pone al descubierto que los ingenieros no tomaron en cuenta que no todas las tierras de las haciendas se regaban de manera simultánea y entregaron volúmenes de agua superiores a los que realmente existían. Esta situación generó conflictos entre los diversos pueblos, ya que cada uno quiso hacer valer la dotación que le había sido otorgada. Por su parte, Nohora Guzmán privilegia otro tipo de enfoque e interpreta los conflictos hídricos como el resultado del pluralismo jurídico que prevalece en México. En una investigación sobre conflictos hídricos en el municipio de Huitzilac (2012) muestra cómo los esquemas de manejo local del agua entran en contradicción con la reglamentación gubernamental y los distintos grupos en oposición ostentan diferentes formas de legitimar sus derechos.

Otras investigaciones, como las de Karina Kloster (2007) y Arsenio González Reynoso (2012), centran su atención en la dimensión política de la conflictividad por agua en México. Insisten en que la conflictividad por agua, tal como se expresa en la actualidad, también se relaciona con los cambios del régimen político mexicano, pues bajo la dictadura del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la población tenía la costumbre de negociar obras con el gobierno a cambio de su voto y de su apoyo político. Tras la transición democrática de los años noventa, las reglas del juego político cambiaron: el gobierno federal dejó de ser la única institución competente en materia de agua y se cerraron los canales de comunicación que permitían resolver de manera negociada las demandas de líquido. Bajo este nuevo régimen político, los inconformes no tienen otra opción que recurrir a la movilización social para obtener una solución a sus reivindicaciones, lo que explica la intensidad de los conflictos hídricos que han surgido en los últimos años.

Como lo exponen Sergio Vargas y Denise Soares (2019), los conflictos por agua en Morelos y en México se han analizado desde una gran diversidad de enfoques. Sin embargo, una dimensión que ha sido relativamente poco estudiada es el componente identitario. Es decir, los conflictos por agua han sido analizados como un problema histórico, un problema de traslape jurídico, una construcción política; sin embargo, rara vez se han interpretado como conflictos identitarios en los cuales está en juego la permanencia de un sistema de organización social, política y cultural. Esta situación resulta bastante paradójica porque existen numerosas investigaciones que ponen de relieve el papel central que desempeña el agua en las comunidades indígenas y campesinas. Estudios como los de Daniel Murillo (2018; 2019) y Ariana Mendoza Fragoso (2019) en torno a las ontologías indígenas muestran que el agua es el soporte de numerosas prácticas rituales y mitos; delimita lugares sagrados y marca la forma en que los pueblos ven y se apropian del espacio, contribuyendo a la creación de paisajes y territorios simbólicos. En el estado de Morelos, Jacinta Palerm (2005) y Nohora Guzmán (2012) han probado que existen numerosas formas de organización comunitarias alrededor del agua, tanto en comunidades indígenas como campesinas.

Consideramos que la teoría cultural de Mary Douglas y Aaron Wildavsky puede resultar útil para entender mejor la dimensión identitaria de los conflictos por agua. Esta teoría pone de relieve que un grupo se moviliza sobre los problemas que son relevantes para su sistema de organización. Detalla que un grupo selecciona un peligro porque es esencial para la reproducción de su forma de vida, así como su cohesión y supervivencia política. Así, desde la perspectiva de la teoría cultural, el tema del agua es definido como un problema relevante por las comunidades campesinas no solo porque asegura la permanencia de una forma de organización cultural, sino sobre todo porque permite el mantenimiento de ciertas modalidades de organización política. En este sentido, la teoría cultural ofrece una visión bastante novedosa de la dimensión identitaria, al presentar el agua como constitutiva de una identidad política orientada a conservar y ganar poder y no solo de una identidad cultural o étnica.

La teoría cultural de Douglas y Wildavsky ha sido muy criticada por su rigidez y su “reduccionismo sociológico”, ya que plantea que el papel y los valores de los individuos se derivan de las estructuras sociales (Girard, 2013). Se ha argumentado que propone una concepción sobresocializada del individuo en la medida en que se deducen los riesgos a los cuales uno es sensible en función de la organización social a la cual uno pertenece (2013). Por otra parte, su uso puede plantear varios problemas metodológicos, ya que, en las movilizaciones en contra de la construcción de infraestructuras, no siempre es posible identificar la existencia de un grupo que hubiera antecedido a la acción colectiva y al posicionamiento del problema en las arenas públicas; la formación de un grupo es muchas veces el resultado de la acción colectiva (Borraz, 2008; Callon et al., 2001). También se ha señalado que, en la realidad empírica, los individuos, lejos de pertenecer a un único grupo, ostentan una multitud de afiliaciones, lo que vuelve difícil encajarlos en un solo sistema de valores, como lo propone la teoría cultural (Girard, 2013).

A pesar de estas críticas, la teoría cultural nos parece un enfoque interesante para analizar los conflictos hídricos protagonizados por las comunidades campesinas en el estado de Morelos. Contrariamente a lo que argumentan algunos autores, la teoría cultural no propone una visión estática de los riesgos. No plantea que una organización social esté siempre proclive a seleccionar el mismo peligro; pone énfasis en que la percepción de un peligro puede evolucionar en función del contexto social y político. En Risk and Culture, Mary Douglas y Aaron Wildavsky hacen referencia al problema de la contaminación del agua en Europa y subrayan cómo este peligro se convirtió en un tema de preocupación pública cuando se volvió posible acusar a los judíos de envenenar los pozos (1983: 7). De esta manera, la teoría cultural nos invita a poner en relación la preocupación que las comunidades campesinas manifiestan por el problema hídrico con diversos cambios políticos, jurídicos y sociales que han ocurrido. Lejos de motivar reflexiones descontextualizadas, la teoría cultural se muestra capaz de enmarcar el análisis en torno a la conflictividad hídrica dentro de las discusiones sobre la evolución y mutación de los ejidos, que tienen gran vigencia hoy en día. Al igual que lo hacen otros autores desde otros enfoques teóricos (Escobar y Sánchez, 2008), permite reflexionar sobre el papel que juega el agua para el campesinado mexicano y su articulación con la tierra. Al interesarse por las razones que han llevado a las comunidades campesinas a preocuparse por el agua, la teoría cultural abre un diálogo oportuno con las investigaciones que han analizado la evolución de la institución ejidal tras la reforma al artículo 27 constitucional. Retoma parte de las observaciones formuladas por los investigadores sobre la pérdida de poder de las comunidades campesinas (Leonard y Velázquez, 2007; 2010; Torres-Mazuera, 2012; Torres-Mazuera y Appendini, 2020), pero también permite profundizar en la reflexión, al poner de relieve, al igual que lo hace Antonio Azuela en un artículo reciente (2021), que el agua es un tema que permite afianzar el poder de los ejidos.

En este sentido, la teoría cultural puede tener aportes significativos para el estudio de la conflictividad hídrica. Este artículo se centra en el análisis de cuatro situaciones de conflicto que han surgido en el estado de Morelos desde los años 2000. Si bien las comunidades campesinas no forman un grupo homogéneo, consideramos que el análisis que se presenta a continuación puede servir al entendimiento de otras situaciones de conflicto que se han presentado en la región. Eso no significa que la teoría cultural sea pertinente para explicar todas las situaciones de controversia alrededor del agua. Existen obviamente conflictos intra e intercomunitarios que responden a una dinámica muy diferente. Sin embargo, en este artículo, por cuestión a la vez de síntesis y sintaxis, se hace referencia a las “comunidades campesinas” de manera genérica.

El agua, un “riesgo” en muchos proyectos de infraestructura en Morelos

Morelos, un estado sin escasez de agua

El estado de Morelos es limítrofe de la Ciudad de México y de los estados de México, Puebla y Guerrero. La totalidad de su territorio se ubica en la cuenca hidrológica del río Balsas que presentaba en 2004 una disponibilidad de agua de 2703 m3/hab (Kauffer, 2006). Esta disponibilidad natural media per cápita se redujo de manera importante en los últimos años, al bajar a 2002 m3/hab. en 2012 y 1896 m3/hab en 2014 (CONAGUA, a). Sin embargo, de acuerdo con el indicador desarrollado por la hidróloga sueca Malin Falkenmark, la disponibilidad natural media per cápita sigue siendo relativamente favorable: el estado de Morelos únicamente presenta problemas de escasez de agua moderados u ocasionales (Kauffer, 2006).

La disponibilidad natural media per cápita toma en cuenta la disponibilidad de agua subterránea y superficial. Si tomamos en cuenta únicamente los datos del agua subterránea, la Comisión Estatal del Agua señala que el estado de Morelos está dividido en cuatro cuencas, de las cuales tres tienen disponibilidad de agua y una se encuentra en equilibrio (CEAGUA, 2017).

Otra observación de interés en relación con la situación hídrica del estado es que no existe gran infraestructura de transferencia de agua. A pesar de que las tres grandes zonas metropolitanas de la región -la de Cuernavaca, la de Cuautla-Ayala y la de Jojutla- concentran más de 70 % de la población, no se ha tenido que idear grandes proyectos de transferencia de agua para satisfacer la demanda de agua de los residentes urbanos, como en muchas otras regiones del país.1 Se sigue recurriendo al agua subterránea para satisfacer las necesidades que van surgiendo.

Estos datos no significan que se cuente con abundancia de agua en Morelos. Por un lado, las corrientes superficiales conocen grandes fluctuaciones a lo largo del año, lo que dificulta el aprovechamiento de las aguas superficiales por la población y puede inducir problemas de escasez relativa. Por otro lado, en materia de agua subterránea, el superávit es modesto, pues la disponibilidad del acuífero Cuautla-Yautepec es de apenas 6 hm3 /año. En cuanto al acuífero Tepalcingo-Axochiapan, acaba de catalogarse en equilibrio después de años de déficit (CEAGUA, 2017). Sin embargo, no existe escasez absoluta en Morelos, es decir, carencia de líquido.

Ciertamente, existen otros problemas que afectan al recurso hídrico. Así, de acuerdo con los datos de la Comisión Nacional del Agua, Morelos figura entre los estados de la República que más aguas residuales generan por habitante, con un caudal superior a los 100 m3 por habitante y por año (CONAGUA, b). Es al mismo tiempo uno de los estados que menos trata las aguas residuales municipales, con una cobertura de apenas 30 % (CONAGUA, b), lo que genera obviamente un grave problema de contaminación.

Sin embargo, desde una perspectiva constructivista es interesante observar que no existe escasez de agua en Morelos, y que la situación hídrica de la región no resulta particularmente grave desde un punto de vista biofísico. Nos lleva a plantear que si los actores movilizados, en este caso las comunidades campesinas, seleccionan el tema del agua como un riesgo, es ante todo por razones culturales; porque, como lo señalan Mary Douglas y Aron Wildavsky, este recurso tiene una relevancia particular para su supervivencia y organización cultural y política.

El agua, un tema percibido como un riesgo en muchos proyectos de infraestructura

El estado de Morelos ha sido la escena de varias movilizaciones por el agua desde los años 2000. En una investigación destinada a detectar patrones geográficos de conflictos por agua, César Bazán Pérez y Manuel Suárez Lastra (2014) registraron 659 noticias relacionadas con conflictos por agua en Morelos entre 2000 y 2010. Dentro del inventario que realizan, detectan la existencia de un tipo de conflicto específico, relacionado con las infraestructuras que el gobierno y las empresas privadas buscan implementar.

El más emblemático de estos conflictos es el de los 13 pueblos, que acaparó la atención de la prensa local y nacional durante varios meses entre 2007 y 2008. Se originó por la decisión tomada por las autoridades de distintos niveles de gobierno de autorizar la construcción de un fraccionamiento de más de 2000 casas, llamado la Ciénega de Tepetzingo, a escasos kilómetros del manantial Chihuahuita.2 Este manantial sirve desde varias décadas para el suministro de agua potable de 10 pueblos del sur de Morelos3 y la irrigación de cuatro ejidos.4 13 pueblos5 se movilizaron durante meses para obtener la cancelación de este fraccionamiento, argumentando que el aforo del manantial disminuiría por la perforación de nuevos pozos y que su fuente de agua se contaminaría con las aguas residuales del complejo residencial. Llegaron incluso a bloquear las carreteras del sur del estado para que el gobierno escuchara sus demandas, sin lograr ningún resultado concreto. No fue sino hasta 2011 cuando lograron la cancelación de la construcción del fraccionamiento, gracias a la demanda que interpusieron ante el Tribunal de lo contencioso administrativo.

El conflicto de los 13 pueblos tuvo una gran resonancia por las alianzas estratégicas que las comunidades en lucha lograron forjar y los recursos que usaron para posicionar sus demandas en las arenas públicas (Neveu, 2011). Sin embargo, varios otros proyectos de infraestructura o desarrollo territorial en Morelos han provocado conflictos por el agua. En 2005 y 2006 ocurrió uno importante en la ciudad de Cuautla por la construcción de una nueva gasolinera llamada Millenium 3000. Cientos de colonos del fraccionamiento Manantiales se opusieron al proyecto, argumentando que esta gasolinera constituía un riesgo para el agua, ya que estaba construida sobre los manantiales naturales que alimentan el pozo El Calvario, el cual abastece a más de 150 000 habitantes (Veraza, 2006). Con el apoyo de residentes de otros barrios de la ciudad, formaron el Frente en Defensa del Agua y realizaron durante meses acciones de protesta para obtener la cancelación del proyecto. Presentaron incluso una demanda ante el Tribunal Latinoamericano del Agua, que fue aceptada. Estas acciones permitieron postergar la apertura de la gasolinera, pero no su cancelación definitiva. Después de que muriera una de las principales oponentes al proyecto en un dudoso accidente vial en Jalisco, la fuerza del movimiento mermó y la gasolinera entró finalmente en operación.

Otro conflicto de la misma índole fue el protagonizado por el ejido de Moyotepec, en Ayala. En 2008, estaban en construcción dos nuevos fraccionamientos residenciales, Villa Verde y Villa de los Arcos, cerca del manantial Axocoche que es utilizado para la irrigación y como centro acuático. Considerando que el manantial podría verse afectado por la perforación del pozo y la descarga de aguas residuales, los ejidatarios empezaron a presionar al presidente municipal para que revocara las autorizaciones otorgadas; luego encomendaron, vía la Asociación de Usuarios de Regantes que los representa, un estudio geológico para determinar si existía efectivamente un riesgo de afectación. Después de que los resultados del estudio confirmaran la posibilidad de una afectación, los ejidatarios decidieron presentar una demanda ante el tribunal agrario para solicitar la suspensión de las obras, con el argumento de que la perforación del pozo les impediría utilizar su dotación de agua y que la Comisión Nacional de Agua (CONAGUA) otorgaba las autorizaciones de manera irresponsable, sin conocer la disponibilidad real en la cuenca. El Tribunal resolvió a su favor, obligando a las empresas inmobiliarias a parar los trabajos de edificación y abandonar las casas a medio construir.

Finalmente, otro conflicto de interés para nuestro argumento es el generado por la construcción de la termoeléctrica de Huexca. Esta disputa tiene múltiples aristas, ya que el proyecto incluye, además de la edificación de la termoeléctrica, la construcción de un gasoducto que pasa a pocos kilómetros del volcán Popocatépetl. Sin embargo, la piedra angular del asunto es el agua, ya que la termoeléctrica requiere alrededor de 245 litros por segundo para funcionar. El gobierno federal planeaba obtener este volumen de la planta de aguas residuales de Cuautla y llevar el líquido hasta la central, a través de un acueducto de 12 kilómetros de longitud, cuya construcción está prácticamente terminada. Sin embargo, varios ejidos del municipio de Ayala, en especial los de Anenecuilco y Tenextepango, se han opuesto al proyecto, argumentando que al desviar las aguas residuales de la ciudad que son actualmente vertidas en el cauce del río Cuautla se afectarían los derechos de uso y aprovechamiento que tienen sobre la corriente. Los ejidos han organizado manifestaciones, interpuesto recursos de amparo en los juzgados; incluso mantienen desde hace casi tres años un plantón en la comunidad de San Pedro Apatlaco para impedir que el gobierno termine el último tramo de acueducto que le falta concluir. Hasta 2021 habían logrado evitar la puesta en marcha de la termoeléctrica.

Podríamos detallar más los acontecimientos de cada conflicto, pero lo que nos interesa aquí es destacar las dimensiones más relevantes de su dinámica. Es posible apuntar que todas las situaciones descritas son conflictos de implantación de infraestructura en los cuales los grupos movilizados seleccionan la contaminación y/o escasez de agua como el riesgo principal de los proyectos. Para Mary Douglas, el concepto de riesgo es muy cercano al de peligro (Douglas y Wildavsky, 1983); indica que un riesgo es un peligro en torno al cual no hay consenso y cuya magnitud resulta difícil estimar con exactitud. Menciona como ejemplo la contaminación. Algunos autores como Olivier Borraz establecen que el riesgo es una calidad que se atribuye a una actividad, una sustancia o una instalación que genera cierta incertidumbre para los intereses y valores de los individuos, grupos u organizaciones (2008). Son percibidos como riesgos los organismos genéticamente modificados, la lluvia ácida, el calentamiento global, las antenas de celulares, etcétera.

Esta última definición es muy interesante, ya que permite inferir que el riesgo no es inherente a ningún objeto. En ciertos casos, puede radicar en la infraestructura o el equipamiento que los gobiernos quieren implementar. No obstante, en las cuatro situaciones aquí descritas, no es principalmente la infraestructura lo que constituye un peligro y genera incertidumbre para la población, sino la escasez y contaminación del agua que derivan de su implantación en el territorio. La escasez y contaminación del agua son el problema en torno al cual no existe consenso y cuya magnitud resulta difícil evaluar.

Esta situación llama la atención ya que estos proyectos de infraestructura involucran una multitud de dimensiones, más allá del tema del agua: la pérdida de terrenos agrícolas, el derribo de árboles, los cambios de usos de suelo, la generación de residuos sólidos, el ruido, los contaminantes químicos. En realidad, en el conflicto en torno a la gasolinera Milenium 3000, el primer aspecto que generó la oposición de los vecinos fue el derribo de árboles (Veraza, 2006). En el caso del conflicto en torno a la termoeléctrica, los opositores han alertado sobre la existencia de distintos peligros, en especial el riesgo de construir un gasoducto en una zona volcánica y las diversas afectaciones que la central generará en la vida de los habitantes de Huexca: lluvia ácida, ruido, contaminación del suelo, etc. (Muñoz Ramírez, 2020). Sin embargo, al final, el principal problema que trasciende en las arenas públicas es el tema del agua, tanto su escasez como su contaminación. Es el problema que se difunde en los periódicos, pero también en la arena jurídica, como lo revelan los diferentes recursos y amparos que los grupos inconformes han presentado.

En un primer nivel, se puede considerar que la selección del tema del agua responde a una estrategia de los opositores para lograr que gente de otras regiones y otros sectores apoye su causa. El tema del agua une más fácilmente que el de la contaminación o del ruido, que se relacionan más con reivindicaciones de tipo NIMBY6 (Melé, 2016). También podemos formular la hipótesis de que los grupos inconformes seleccionan esta causa porque existen recursos jurídicos en la legislación mexicana para frenar proyectos de infraestructura por el tema del agua. Al haber ocurrido todos estos conflictos en Morelos también pudo suceder un proceso de aprendizaje: al ver que la causa del agua permitió a algunos grupos detener la implementación de los proyectos, otros decidieron explorar esta vía de acción. Es particularmente verosímil en el caso del conflicto en torno a la termoeléctrica de Huexca: los ejidos Anenecuilco y Tenextepango, que están entre los principales opositores al proyecto, tienen una relación estrecha con el ejido Moyotepec, que interpuso hace más de 10 años una demanda ante el tribunal agrario por la privación de su dotación de agua.

Todas estas hipótesis son admisibles. Sin embargo, la teoría culturalista de Douglas nos invita a considerar que la selección de un riesgo no se hace únicamente para ganar apoyo y lograr el éxito de la causa, sino sobre todo para asegurar la supervivencia y cohesión del grupo. Desde esta perspectiva, resulta especialmente interesante observar que en tres de las cuatro situaciones de conflicto que presentamos, los grupos que se movilizan son ejidos, pueblos, comités de agua potable. Esta situación indica que, al parecer, son protagonizadas por un grupo social específico: las comunidades campesinas, es decir, las comunidades que surgieron de los ejidos y que se crearon a partir de la Revolución mexicana y conservan una forma de organización y un tipo de relaciones específicas, aun cuando su actividad principal ya no sea la agricultura (Warman, 1976:15). Es posible argumentar, de conformidad con lo que señala Douglas, que las comunidades campesinas seleccionan el agua como un riesgo porque este tema resulta especialmente relevante para ellas.

Al igual que las poblaciones indígenas, las poblaciones campesinas de Morelos tienen una forma particular de relación con el agua. Los que lucharon al lado de Emiliano Zapata no pedían únicamente tierra para cultivar, sino también agua, recurso sin el cual solo es posible cultivar la tierra unos meses al año. Al terminar la Revolución mexicana, el gobierno distribuyó agua a las comunidades y ejidos recién formados, además de tierras. En Morelos, muchos ejidos y comunidades recibieron en dotación el agua de los manantiales, primero para la irrigación, luego para suministrarla a los centros de población. Desarrollaron un vínculo especial con el agua, primero porque muchas veces contribuyeron activamente a la creación de estas redes de agua, segundo porque estas redes influyeron también en su forma de organización social, territorial y política. Los canales de irrigación, los diferentes elementos de las redes -depósitos, válvulas- servían como lugar de reunión y esparcimiento y contribuyeron al proceso de apropiación del espacio, a la formación de paisajes con valor estético. Nosotros planteamos que la relación que las comunidades campesinas de Morelos tienen con el agua es tan estrecha que incluso es posible hablar de la existencia de una cultura hidráulica (Latargere, 2018).

Sin embargo, la teoría cultural de Mary Douglas nos invita a ir más lejos y considerar que un grupo determinado no selecciona únicamente un riesgo porque es importante para su cultura, sino porque se torna esencial para su cohesión y supervivencia política. Apunta que un problema que siempre había estado presente puede convertirse de repente en un peligro porque cobra otro sentido social y político. Señala que ocurren cambios externos -por ejemplo, tecnológicos-, e internos -en la organización del grupo-, que permiten que un tema que no era considerado como un peligro acapare de repente la atención del grupo.

La construcción social de un riesgo

El agua, una preocupación relativamente nueva

El activismo social de las comunidades campesinas no es un fenómeno nuevo en Morelos. En los setenta, muchos políticos y empresarios, buscando sacar provecho de la cercanía del estado con la capital del país, idearon la construcción de grandes infraestructuras de tipo residencial y turístico en la región. Muchos de estos equipamientos se planearon sobre las tierras de los pueblos y ejidos, que se habían visto beneficiados con el reparto agrario y poseían alrededor de 80 % de la superficie de la entidad (Sarmiento, 1997: 65). Para conservar el bien por el cual habían luchado durante la Revolución, las comunidades campesinas emprendieron diversas acciones y movilizaciones. La comunidad de Ahuatepec, por ejemplo, presentó un reclamo ante la Suprema Corte de Justicia para recuperar 500 hectáreas de las cuales el empresario Agustín Legorreta la había despojado para construir un fraccionamiento residencial (1997: 49); a pesar de las evidentes irregularidades cometidas por el empresario, las cuales incluían el cambio del régimen de tenencia comunal a privada, la Corte falló a favor de los fraccionadores. En 1974, los comuneros de Tetelcingo también intentaron recobrar la posesión de sus tierras que habían sido invadidas por particulares y el ingenio de Casasano; aunque contaban con el apoyo del Consejo Agrarista Mexicano, fueron duramente reprimidos por la fuerza pública (1997: 69).

Otras movilizaciones tuvieron más éxito. En 1975, los ejidatarios de Xoxocotla ocuparon por la fuerza 35 hectáreas de la ribera del lago de Tequesquitengo que les habían sido arrebatadas por la empresa Terrenos y Turismo S.A.; tras esta acción, se promulgó un decreto que ordenaba la restitución de sus tierras (Sarmiento, 1997). El pueblo de Xoxocotla también logró evitar la construcción del aeropuerto que el gobernador Armando León Bejarano pretendía edificar en sus tierras; Cuentepec, la edificación de un velódromo; Tepoztlán, la de un teleférico.

Aunque muchas de las movilizaciones arriba mencionadas conciernen a comunidades campesinas que también son indígenas,7 lo destacable aquí es observar que en aquella época, el principal tema de preocupación de los pueblos era la tierra y el territorio (1997: 66). Aunque es posible admitir que las luchas también tenían por objetivo la defensa de los recursos naturales, sobre todo tratándose de comunidades para quienes el concepto de territorio no se limita a la tierra y abarca los recursos que permiten la reproducción física y cultural del grupo, lo cierto es que el tema del agua no fue visibilizado como un problema que existiera de manera independiente al de la tierra. Como lo señala Sergio Sarmiento en el recuento que hace de la lucha social en Morelos, la cuestión ecológica fue un tema bastante marginal en el estado de Morelos hasta la década de los noventa.

No es que no existieran problemas de agua en aquella época. Desde finales de los sesenta comenzaron a implantarse grandes proyectos industriales que transformaron por completo el paisaje hídrico de la región. En el municipio de Juitepec, en particular, se instaló la llamada Ciudad Industrial del Valle de Cuernavaca (CIVAC), que tuvo un gran impacto en los pueblos aledaños: se empezaron a secar los manantiales y a contaminar los apantles. Sin embargo, como lo evidencia Víctor Hugo Reséndiz, en una investigación sobre el pueblo de Jiutepec (2011), esta situación no generó en aquel momento quejas u oposición: los ejidatarios se limitaron a tapar los apantles para reducir las molestias que generaban las descargas industriales. Aceptaron la contaminación del agua, en contra de la promesa del progreso y la posibilidad de acceder a los productos de consumo y un empleo estable en el sector industrial (Reséndiz, 2011:72).

La actitud que la comunidad de Jiutepec adoptó ante el deterioro del agua no fue un caso particular. Muchos manantiales se secaron en los años setenta y ochenta; sin embargo, las comunidades campesinas no se movilizaron ante esta situación.

Las entrevistas que realizamos son muestra de que en aquella época las comunidades campesinas interpretaban la desecación de manantiales como un fenómeno natural, relacionado con el terremoto de 1985, e incluso a veces como un fenómeno sobrenatural. Así, los ejidatarios de Alpuyeca atribuyeron la desecación de uno de los manantiales que surtía el centro acuático Palo Bolero a la división que prevalecía dentro de la comunidad y que generó la huida de los “aires de la lluvia” (Saldaña, 2010). Ante esta situación, no pudieron hacer otra cosa que adaptarse.

En algunos casos, los problemas de agua eran vistos como una consecuencia de la mala gestión del recurso. La escasez del recurso que vivía la comunidad de Xoxocotla en los años ochenta, por ejemplo, fue interpretada como un problema de distribución: demasiados pueblos utilizaban el agua del manantial Chihuahuita. La estrategia de Xoxocotla fue tratar de negociar un nuevo reparto del agua, que diera prioridad al uso urbano sobre el uso agrícola y después solicitar equipamientos -cisternas domiciliarias- para que la población pudiera adaptarse a la falta de líquido.

Si bien hubo ocasiones en que los pueblos presionaron al gobierno para encontrar una solución a los problemas de agua que vivían, no lo hacían de manera pública: se contentaban con enviar cartas al gobierno, muchas de las cuales iban dirigidas al mismísimo presidente de la República, ya que en un régimen político vertical, recurrir al eslabón político más alto resultaba un camino estratégico de negociación. El Archivo Histórico del Agua resguarda varias cartas de las comunidades que se abastecen del Chihuahuita, en las cuales alertan a las autoridades sobre la introducción de una nueva línea de conducción de agua o la instalación de un vivero en los alrededores del manantial.8 No fue sino hasta los años 1990-2000 cuando las comunidades campesinas empezaron a movilizarse masivamente alrededor del agua y a posicionar este tema en la arena pública .

Una transformación de la percepción, propiciada por algunos cambios concretos

¿Qué ocurrió para que las comunidades campesinas empezaran a percibir el tema hídrico como un riesgo? Muchos autores apuntan que este proceso tiene su origen en una transformación de la experiencia sensible (Cefaï, 2009), una pérdida de familiaridad (Borraz, 2008). De repente, un fenómeno que era visto como algo normal, natural deja de serlo y adquiere el carácter de anormal. Así, en los años noventa, las comunidades campesinas dejaron de vivir las afectaciones hídricas como una situación normal y comenzaron a percibir la escasez y contaminación del agua como un problema, un riesgo que exigía una respuesta en términos de acción pública.

En este artículo no nos interesa relatar a detalle el cambio de experiencia que vivieron los campesinos de Morelos, el cual se puede reconstituir a través del relato de los propios interesados.9 Lo que nos interesa es identificar los procesos que han propiciado esta pérdida de familiaridad, este cambio de experiencia. Daniel Cefaï (2012) apunta que la experiencia está siempre situada, se inscribe en un contexto institucional, en un medio ecológico. Por lo mismo, algunos acontecimientos -la publicación de una nueva norma, la aparición de una nueva tecnología- pueden fomentar un cambio de experiencia, de percepción. Esta observación concuerda con lo que señala Mary Douglas en Risk and Culture. La investigadora inglesa observa que una tecnología o un nuevo proceso social puede alterar nuestra percepción de lo normal y aceptable (1983: 32). Sin embargo, señala que este cambio de percepción tiene como trasfondo una desconfianza en las instituciones que han producido la tecnología (1983: 34). En este sentido, es importante observar que la postura de los campesinos morelenses ante el desarrollo se ha modificado radicalmente entre los años setenta y noventa. En los años 1970, los habitantes de los pueblos de Morelos creían firmemente que el desarrollo industrial y urbano les aportaría crecimiento económico, empleo y prosperidad. Estaban dispuestos a aguantar los inconvenientes del desarrollo con el fin de conseguir sus beneficios. Como se advierte en el libro que Victor Hugo Reséndiz dedica al pueblo de Jiutepec, los ejidatarios aprobaron la construcción de la Ciudad Industrial del Valle de Cuernavaca (CIVAC) con tal de conseguir la pavimentación de las calles, un coche: “Yo lo vi con mucha alegría porque pensé que la industria iba a ocupar a nuestra gente y que, además de eso, iba a pagar un buen impuesto y que el municipio se iba a ir para arriba. Pero resultó lo contrario, no fue así” (Ramón Maya, citado en Reséndiz, 2011: 40).

El mito del desarrollo se desmoronó de manera evidente a finales del siglo pasado. No es solamente que a los campesinos ya les importen los efectos colaterales del desarrollo, sino que han dejado de ver el desarrollo como el único camino posible. La antropología del desarrollo ha contribuido a difundir la idea de que el desarrollo constituyó un invento, un paradigma históricamente situado, que como tal puede desinventarse y reinventarse (Escobar, 1999). Este nuevo esquema de pensamiento ha permeado los movimientos de resistencia alrededor del mundo. Empezaron a idear nuevas realidades, al margen de las representaciones y los esquemas del desarrollo

-experiencias que Arturo Escobar engloba bajo el término de postdesarrollo-. Martínez-Alier, en su libro The environmentalism of the poor (2002), observa algo similar. Apunta que los movimientos campesinos e indígenas del Tercer Mundo portan otro lenguaje de valuación: no ponderan la pérdida de pesquerías, la desaparición de bosques en términos económicos como lo plantea el paradigma del desarrollo, sino en términos de la desaparición de un espacio de vida, pérdida que resulta invaluable. Eso se comprueba perfectamente en el caso de los campesinos que se oponen a la termoeléctrica de Cuautla. Uno de ellos expresa: “Somos felices comiendo del maíz que sembramos. El grano lo generamos nosotros mismos, hacemos la mezcla para la alimentación de los animales y nosotros producimos carne y leche” (Florencio Aguilar Castro, citado en Muñoz Ramírez, 2020: 94). Podemos formular la hipótesis, en concordancia con lo que plantea Douglas, de que este nuevo lenguaje de valuación ha llevado a los campesinos a reevaluar las afectaciones que producen las grandes infraestructuras y catalogarlas como algo inaceptable.

Ahora bien, regresando a lo señalado por Daniel Cefaï, consideramos que a la par de esta pérdida de fe en el desarrollo, han ocurrido otros cambios que han transformado la experiencia y percepción que las comunidades campesinas tenían de los problemas hídricos. El primer cambio fue la publicación de una nueva legislación en materia de agua, que impuso una serie de restricciones a los agricultores. En 1991, reapareció el cólera en México. Este brote epidémico convirtió la contaminación del agua en un tema de interés público. Para proteger la salud de la población, el gobierno federal implementó el programa Agua Limpia, que volvió obligatoria la cloración del agua destinada al consumo humano. Además, se publicó en 1993 la norma NOM-CCA-033-ECOL-1993, que fija las condiciones bacteriológicas que deben cumplir las aguas residuales de origen urbano o municipal para ser usadas en el riego de hortalizas y productos hortofrutícolas.

Estos cambios regulatorios tuvieron un impacto concreto para muchos usuarios, en especial para los campesinos, quienes fueron obligados a abandonar el cultivo de las hortalizas y sustituirlo por otros. Olivia Sparza y Alfonso González (1996) consideran que la NOM-CCA-033-ECOL-1993 afectó a 2 000 campesinos en Morelos, 3 500 obreros agrícolas y 36 000 hectáreas de tierras, es decir, alrededor de 2 % de la superficie cultivable del estado. De hecho, al momento de la entrada en vigor de la norma, los campesinos realizaron importantes movilizaciones en Morelos, denunciando que las autoridades les imponía el costo económico de la contaminación, de la cual también eran víctimas.

Como lo plantean algunos investigadores (Soares et al., 2005), es posible considerar que estos cambios regulatorios contribuyeron a transformar la experiencia que los campesinos tenían de la contaminación. A partir del momento en que los usuarios no pueden cultivar hortalizas, ya no es posible considerar la mala calidad del agua como una situación normal y aceptable. Las restricciones impuestas por el Estado mexicano sirvieron como dispositivos de categorización (Cefaï, 2012), que moldearon la experiencia que los campesinos tenían de los problemas hídricos; propiciaron que el agua fuera percibida como contaminada por los coliformes fecales, altamente dañina para la salud humana.

Otro elemento que, a nuestro parecer, contribuyó a que los campesinos empezaran a percibir de otra manera los problemas hídricos fue la transformación de las modalidades de urbanización. Si bien el estado de Morelos ha sido la escena de una intensa expansión urbana desde por lo menos los años setenta, fue a partir de los noventa cuando comenzó la construcción masiva de fraccionamientos de interés social en territorios periurbanos. Lejos de ser anecdótico, este proceso ha jugado un papel en la construcción del riesgo hídrico. Primero, por su magnitud: entre 1990 y 2010 se han edificado 403 466 viviendas en la región.10 Segundo, por las personas que son afectadas: la mayor parte de estos fraccionamientos se han edificado en terrenos agrícolas, ya que el precio de venta de este tipo de terrenos es muy atractivo para los desarrolladores inmobiliarios, con el resultado de que sean los campesinos los que padecen en primer lugar las afectaciones hídricas.11 Es significativo en este sentido que dos de los cuatro conflictos que describimos en este artículo conciernan a la construcción de complejos residenciales.

Es posible considerar que esta forma de urbanización, al producir impactos masivos y fuertemente localizados, generó una nueva percepción de las alteraciones hídricas. No es lo mismo que un canal de irrigación reciba las aguas usadas de cuatro casas en diferentes puntos, a que reciba las de 2 000 viviendas en un solo lugar. Dado que el origen del problema es fácilmente identificable, la experiencia de la alteración hídrica se transforma: el agua ya no es solo sucia, sino contaminada por las aguas residuales de los fraccionamientos.

Estos fraccionamientos tienen otra característica importante para la construcción del riesgo hídrico: dejan entrever de manera intuitiva una cadena de responsabilidades, ya que es evidente que la construcción de complejos residenciales de esta dimensión requiere toda una serie de autorizaciones, lo que permite a los campesinos responsabilizar al gobierno por los problemas que generan. La cuestión de la responsabilidad es fundamental. Mary Douglas explica que las sociedades tienen la necesidad de responsabilizar a alguien por sus problemas y que esta necesidad no ha desaparecido con la modernidad: el proceso a través del cual la sociedad prioriza y selecciona los riesgos responde más a la lógica simbólica que prevalece en las sociedades primitivas que a una lógica racional.

Se puede contrargumentar que en los setenta ya se habían construido varios fraccionamientos -Tabachines, Burgos, Ahuatepec-, que generaban los mismos impactos hídricos e implicaban una cadena de responsabilidad similar. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre los complejos residenciales de hoy y de ayer. La mayoría de los desarrollos inmobiliarios de los setenta estaban destinados a la clase alta; cada casa tenía su propio jardín y su propia alberca. Para la población morelense, estos fraccionamientos representaban la perspectiva de obtener un empleo estable relativamente bien remunerado, como jardinero, cocinero o guardián de seguridad. Los complejos inmobiliarios de los últimos años son de interés social, están integrados por casas de dimensiones muy reducidas y únicamente tienen áreas verdes y recreativas colectivas. Lejos de representar la posibilidad de obtener un empleo, son vistos como un foco de pobreza y delincuencia y levantan numerosas críticas entre los vecinos de los pueblos aledaños, que temen la saturación de los servicios de educación y salud. Esta diferencia explica por qué las nuevas modalidades de urbanización han generado un cambio de percepción en torno a los problemas hídricos. Como lo señala de nuevo Mary Douglas, un riesgo debe permitir la critica social para poder acaparar la atención pública.

Postulamos de esta manera que los cambios en la legislación y las modalidades de urbanización, además de la pérdida de fe en el desarrollo, han contribuido a generar una nueva experiencia de las afectaciones hídricas. Sin embargo, para entender cómo se construyó el riesgo hídrico debe tomarse en cuenta otra dimensión señalada por Douglas y Wildavsky: la relevancia política e identitaria que tiene el agua para la supervivencia del grupo. Mostraremos en la última parte de este artículo cómo, después de la reforma al estatuto de las tierras ejidales de 1992, el agua ha adquirido un valor verdaderamente estratégico para las comunidades campesinas.

El agua, un recurso estratégico para las comunidades campesinas

La tierra, principal referente identitario y fuente de poder político de las comunidades campesinas

Douglas apunta que cada grupo selecciona los peligros que sirven a sus objetivos políticos internos. Explica que los grupos sectarios son sensibles a los riesgos ecológicos, ya que la existencia de un peligro exterior acrecienta la necesidad de formar parte de una organización. Al mismo tiempo, legitima las expulsiones de quienes son sospechosos de complotar con el exterior, lo que permite mantener el grupo pequeño y refuerza su cohesión. Evidentemente, las comunidades campesinas no corresponden al modelo de grupo sectario descrito por Douglas, pues ella asienta que la principal característica de este tipo de organización es la afiliación voluntaria. Sin embargo, el análisis de Douglas invita a preguntarnos qué puede aportar el agua a los objetivos políticos internos de las comunidades campesinas.

La razón de ser de las comunidades campesinas es la posesión de un territorio, que se encuentra sujeto parcialmente al régimen de propiedad colectiva. Este tipo de institución tiene larga tradición en México, pues durante la época colonial, la Corona española otorgó a los pueblos de indios la posesión de tierras. Sin embargo, en el siglo XIX, con el auge del liberalismo, las comunidades dejaron de ser reconocidas como entidades políticas y perdieron su territorio. Privados de tierras, los campesinos se encontraron sin medio de subsistencia y fueron obligados a trabajar como peones en las haciendas de los terratenientes, en condiciones a veces cercanas a la esclavitud. Al estallar la Revolución, la reintegración de las comunidades agrarias se convirtió en la principal demanda del movimiento de Emiliano Zapata, que la consideraba una vía para reactivar la agricultura campesina. Aunque esta demanda no era compartida por todas las facciones revolucionarias, se reconoció la propiedad colectiva de la tierra en la Constitución de 1917. Al otorgar tierras a los ejidos y comunidades, el Estado pretendía garantizarles un medio de subsistencia y evitar que se reprodujera lo ocurrido en el siglo XIX, cuando unos cuantos lograron acaparar el sustento de muchos. Por eso, las tierras ejidales y comunales fueron catalogadas como inalienables, imprescriptibles e inembargables.

Aunque el papel asignado a la tierra por el Estado era la producción agrícola, es posible considerar que, con el tiempo, adoptara otras funciones para las comunidades campesinas. A un nivel simbólico, se convirtió en el principal referente identitario del grupo. La tierra constituía el mito fundador de la comunidad, el legado de sus hazañas heroicas e históricas, un elemento distintivo que le confería su peculiaridad, como productora de arroz, caña o nopal. Debido a su carácter inalienable, se convirtió en un referente intergeneracional y un símbolo del modo de vida campesino, al constituir un sustento que permitía escapar, aunque fuera en parte, al sistema capitalista. A un nivel material, la tierra proporcionó un amplio poder a los órganos de representación de las comunidades campesinas. Si bien el carácter inalienable de la tierra no impidió su compra-venta, las transacciones se encontraban bajo la regulación de las autoridades ejidales (Warman, 1976). En los casos de acaparamiento y expoliación de sus tierras, las autoridades ejidales guardaban la posibilidad de presentar un recurso de inconformidad ante el tribunal agrario. Aunque los ejidos no siempre tuvieron éxito ante los tribunales, estos recursos muestran que las comunidades campesinas ejercían un control sobre la tierra, un control sin duda imperfecto pero que constituía una forma de poder.

Algunos autores han mostrado que el poder de las autoridades ejidales era incluso más amplio. Además de regular el control de la tierra, se encargaban de la gestión del espacio local, de la construcción de la infraestructura comunitaria y de la obtención de los servicios públicos (Hoffman, 1997). En un régimen que funcionaba como un sistema clientelista (Bizberg, 2003), era a través de sus órganos de representación que los campesinos podían acceder a los apoyos que ofrecía el régimen. El comisariado ejidal desempeñaba el papel de intermediario, de representación política de los campesinos, hablando en su nombre y negociando sus demandas a cambio de su apoyo político, un papel similar al de funcionario gubernamental (Melé, 2011).

Esta situación cambió en los noventa, cuando el entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, reformó el estatuto de los terrenos ejidales, permitiendo su incorporación al mercado de tierras. Si bien la reforma al artículo 27 constitucional no generó la desaparición de la institución ejidal, como habían pronosticado ciertos análisis, podemos considerar que fragilizó el poder de las comunidades campesinas y alteró sus referentes identitarios. Por una parte, al decretar que las parcelas ejidales podían venderse, la tierra dejó de funcionar como un elemento de cohesión en la comunidad. Aun cuando se conserva en los hechos, el territorio fundacional ya no constituye un ideal intergeneracional porque se encuentra bajo la amenaza permanente de disolverse en pedazos, al ser adquirido por gente ajena a la comunidad. Los pueblos campesinos se han quedado de esta manera sin referente identitario, en un momento en que viven profundas transformaciones culturales al haber sido propulsados al mercado capitalista.

Por otra parte, al legalizar la venta de terrenos, las autoridades ejidales perdieron el control que ejercían sobre su territorio. Una vez que un ejido entró en el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (procede) y adoptó el dominio pleno sobre las parcelas, las operaciones de compra-venta ya no necesitan la aprobación de la asamblea ejidal, puesto que forman parte del ámbito privado. Las autoridades ejidales -comisariado o asamblea- se contentan con levantar un acta que da fe de la transacción (Leonard y Velázquez, 2007). La reforma al estatuto de las tierras ejidales ha llevado de esta manera a una situación en que se pueden realizar grandes proyectos residenciales en las tierras de los ejidos, sin el consentimiento de la comunidad. Así, para edificar el fraccionamiento La Provincia en el municipio de Tlaltizapán -¡un fraccionamiento que incluía 6 428 casas de interés social!-, la empresa inmobiliario Geo se contentó con negociar en privado la venta de 16 parcelas agrícolas que sumaban en total una superficie de 20 hectáreas. Aunque efectuó algunos trámites administrativos con las autoridades gubernamentales, no tuvo que consultar a las autoridades ejidales que solo guardan un control sobre algunos aspectos secundarios, como la desincorporación de caminos.

A la par de esta reforma legal, ocurrieron otras transformaciones que minaron todavía más el poder de las comunidades campesinas. Como vimos, las autoridades ejidales desempeñaban la función de representante político, negociando la introducción de servicios públicos e infraestructuras en el territorio del ejido. La aparición de una nueva modalidad de urbanización, basada en la construcción de fraccionamientos cerrados, ha fragilizado este papel, ya que, dentro de los complejos residenciales, son las empresas inmobiliarias las responsables de proveer los servicios. Al mismo tiempo, el régimen corporativista del PRI ha sido sustituido por un nuevo régimen político, caracterizado por la competencia partidista, pero también por el reforzamiento del poder municipal. En los territorios rurales, son los municipios los que se encargan de realizar las obras de pavimentación o de desarrollo que requiere la población. Estos cambios políticos han marginalizado a las autoridades ejidales, que perdieron el poder que ejercían en el campo del gobierno local (Leonard y Velázquez, 2007).

Es posible argumentar que, en este contexto de deconstrucción identitaria y pérdida de poder político, el tema del agua ha adquirido un valor plenamente estratégico para las comunidades campesinas.

El agua, un recurso estratégico en el contexto de la desregulación de la tierra

Para asegurar su sobrevivencia como grupo, las comunidades campesinas necesitan dotarse de una nueva identidad territorial y reafirmar su poder sobre el territorio, dos objetivos a los cuales el tema del agua les permite acercarse.

El agua resulta relevante para el grupo de las comunidades campesinas, ya que permite situar su fundación en la Revolución mexicana. Aun cuando muchas localidades campesinas se han urbanizado, para la mayoría de los ejidatarios, el agua sigue remitiendo en primera instancia a la dotación de agua que les fue atribuida para la irrigación. Evidencia de ello es que el asunto de la dotación es central en dos de los conflictos que analizamos: tanto en el caso de la movilización en contra de los fraccionamientos en Ayala como en el conflicto en torno a la termoeléctrica de Huexca, lo que alegaron los ejidos ante los tribunales fue que la construcción de estas infraestructuras les impediría hacer uso de su dotación. Ahora bien, aunque las dotaciones de agua fueron otorgadas varios años después del reparto de tierras, constituyen una conquista directa de la Revolución mexicana y, por lo tanto, mantienen presentes las hazañas heroicas que condujeron a la creación del ejido, contribuyendo a su reconstrucción identitaria.

Al mismo tiempo, el agua delinea un territorio ideal, que puede sustituir al formado por la tierra en otro tiempo. La reforma al estatuto de las tierras ejidales ha provocado la desintegración del territorio de las comunidades campesinas; sin embargo, no ha llevado a la desaparición de las redes de agua que sirven a la irrigación. Cuando una parcela con derecho a riego se vende y se reconvierte para uso urbano, el volumen de agua que estaba asignado para el riego de la parcela se pierde,12 pero cuando existen regantes abajo, se deben conservan los canales para que los demás usuarios puedan ejercer su derecho de riego. Se han mantenido de esta manera las redes de irrigación, incluso cuando una gran cantidad de parcelas han sido vendidas y reconvertidas al uso urbano, como ocurre en algunos barrios de la ciudad de Cuernavaca. Estas redes permiten delimitar el territorio fundacional del ejido, el espacio apropiado por la comunidad, en lugar de la tierra que ya no cumple esta función.

El tema del agua ofrece la ventaja adicional de establecer una diferenciación entre los miembros de la comunidad originaria y los que vienen de fuera. Si bien una persona que compró una parcela ejidal para fines agrícolas puede hacer uso de la dotación de agua, este tipo de situación es poco frecuente en Morelos. En realidad, las redes que sirven para la irrigación de las tierras del ejido son del uso casi exclusivo de los ejidatarios, lo que crea una frontera con los otros, los que no pertenecen a la comunidad. Las redes de agua que sirven para el consumo de la población también permiten establecer una distinción entre originarios y fuereños. En muchas comunidades, no se permite que quienes se han instalado recientemente en el territorio se conecten a la red de agua potable y se les obliga a construir su propio sistema de suministro de agua. Esta medida no está orientada únicamente a asegurar la viabilidad de los servicios de agua potable, sino también a preservar el privilegio de los originarios de tener agua de manantial, un agua que se considera de mejor calidad para el consumo humano. En cualquier caso, ha llevado a la situación en que, en muchas comunidades, originarios y avecindados se abastecen con diferentes sistemas. Cuando no es posible obligar a los recién llegados a construir su propio sistema de suministro, se ha llegado a la situación de cobrar tarifas diferenciadas a originarios y fuereños, como en el pueblo de Tepoztlán donde las cuotas de agua varían si uno es dueño o inquilino del inmueble. El agua cumple así los objetivos identitarios de las comunidades campesinas, porque también las mantiene como un grupo diferenciado del resto de la población.

En un segundo nivel, es posible observar que el agua da a las comunidades campesinas la posibilidad de reafirmar su control y poder sobre el territorio. Para entender este punto es importante ahondar un poco más en la dinámica de los conflictos que hemos descrito aquí. Por lo general, se tiende a interpretar los conflictos hídricos como conflictos por el acceso al agua. Así, el de los 13 pueblos fue visto como una lucha en la cual comunidades históricamente marginadas se movilizaron por defender la poca agua que tenían. Por eso, la principal solución del gobierno estatal para apaciguarlos, tras meses de protesta, fue perforar pozos en las distintas comunidades que se abastecen del manantial Chihuahuita, con la idea de que un mayor volumen de agua garantizara la paz social. Sin embargo, en una investigación que dedicamos al conflicto de los 13 pueblos (2018) hemos demostrado que las comunidades en lucha no se movilizaban únicamente para defender su acceso al agua, sino también, y sobre todo, para proteger y conservar el manantial Chihuahuita y la red de agua que abastecía. El peligro asociado con la construcción del fraccionamiento no era únicamente la falta de agua, sino también la desaparición de determinados elementos materiales, que tenían una relevancia espacial, visual, cultural, identitaria y política para los habitantes de las comunidades. En el pueblo de Xoxocotla, el manantial Chihuahuita es un símbolo de la astucia y pericia de la comunidad. Los habitantes de Xoxocotla suelen contar que, en los años 1930, Lázaro Cárdenas, que era en aquel entonces candidato a la Presidencia de la República, hizo una visita al ingenio de Zacatepec y se detuvo en el camino en Xoxocotla. Muerto de sed, pidió un vaso de agua y los habitantes le dieron a probar el agua del canal, que era muy salada. Al darse cuenta del horrible sabor del agua que tomaban, Cárdenas prometió llevar agua a Xoxocotla si era elegido presidente y cumplió su promesa. De acuerdo con la historia oral, propuso a los habitantes perforar un pozo, pero la gente no quiso y pidió a Cárdenas el agua del manantial Chihuahuita que se encontraba a más de 15 kilómetros de distancia y que tenía un sabor excepcional.

Podríamos ahondar más sobre esta dimensión, pero lo que nos interesa apuntar aquí es que al luchar por el agua, las comunidades campesinas defienden la permanencia de determinadas huellas y elementos materiales en el territorio: canales, manantiales, reservorios, etc. Ahora bien, como lo señala Vincent Veschambres (2008), las reivindicaciones de tipo patrimonial no responden solamente al objetivo de conservar elementos que tienen un valor cultural, sino también al de hacer visible la presencia del grupo en el espacio. Los manantiales, las canales de irrigación, los viejos depósitos de agua no constituyen un patrimonio para todos; las comunidades campesinas los reconocen como una herencia, un referente identitario, un símbolo de la lucha colectiva, pero no así los nuevos residentes urbanos. En este sentido, es posible argumentar que, a través del agua, las comunidades campesinas afirman su presencia en el espacio y demuestran su existencia ante los otros.

Podemos ir más lejos y considerar que al seleccionar el tema hídrico, las comunidades campesinas no solo consolidan su presencia en el espacio, sino que asientan su poder político sobre él. El tema del agua les permite frenar la construcción de infraestructuras y fraccionamientos, les ofrece un recurso para cuestionar la legitimidad de los proyectos, en sustitución de la tierra cuya venta ya no es objetable ante los tribunales. Como vimos, el ejido Moyotepec logró la cancelación de dos fraccionamientos, argumentando que no podría hacer uso de su dotación de agua y que la CONAGUA no conocía con precisión la disponibilidad de agua en la cuenca.13

Usando los mismos argumentos, el ejido Ticumán obtuvo la suspensión de las obras de construcción del acueducto que debía conducir las aguas residuales de Cuautla hasta la termoeléctrica de Huexca. Aun cuando el tema hídrico no permite detener los proyectos de infraestructura, ofrece a las comunidades campesinas la posibilidad de opinar sobre la dinámica de desarrollo territorial y reivindicar un control sobre el espacio y su devenir. En nombre de la defensa del manantial Chihuahuita y de la protección de los mantos acuíferos, los 13 pueblos se posicionaron en contra de la política territorial del gobierno mexicano, criticando la expansión inmobiliaria desenfrenada y reivindicando otra lógica de desarrollo. No pudieron frenar la construcción de casas,14 pero lograron que diferentes actores denunciaran la política de desarrollo territorial del gobierno mexicano, entre ellos el Tribunal Latinoamericano del Agua, que, en su sentencia de 2009, recomienda a las autoridades mexicanas cancelar las concesiones de agua otorgadas a nuevos desarrollos habitacionales, agroindustriales y clubes de golf.

Al mismo tiempo que el agua permite a las comunidades campesinas ejercer una forma de control sobre el espacio, legitima la existencia de ciertas formas de organización comunitaria. En el conflicto de los 13 pueblos, la lucha fue liderada por los miembros de los comités de agua potable; en el caso del conflicto de la termoeléctrica de Huexca, por los integrantes de los comisariados ejidales. El tema del agua garantiza así la continuidad de un cierto número de instituciones que se han visto seriamente debilitadas tras la reforma al estatuto de las tierras ejidales; les otorga poder y visibilidad en un momento en que han perdido su ámbito de acción predilecto, la tierra. Por eso, el tema hídrico tiene una relevancia verdaderamente estratégica para las comunidades campesinas.

Reflexiones finales

En este artículo hemos mostrado que, en el estado de Morelos, la gran mayoría de los conflictos por agua relacionados con proyectos de infraestructura han sido protagonizados por comunidades campesinas. Aunque estas infraestructuras y equipamientos involucran diferentes tipos de riesgos, las comunidades campesinas han posicionado el tema del agua como el principal peligro de estos proyectos en las arenas públicas. Apuntamos, con base en la teoría cultural de Mary Douglas y Aaron Wildavsky, que el tema del agua sirve los objetivos políticos e identitarios del grupo. Tras la reforma al estatuto de las tierras ejidales de los años noventa, las comunidades campesinas han perdido sus referentes identitarios y gran parte de su poder político. En un contexto de profunda desestructuración política, el tema del agua tiene una relevancia estratégica para el grupo porque le permite dotarse de una nueva identidad, afirmar el control que ejerce sobre el territorio y garantizar la continuidad de sus instituciones de representación política.

Aunque la teoría cultural de Douglas y Wildavsky ha sido criticada por su rigidez, se muestra capaz de vincular el interés que las comunidades campesinas tienen por el tema hídrico con distintos cambios políticos, económicos y sociales que han ocurrido en los últimos 30 años. Como lo vimos, el agua no siempre ha sido percibida como un tema relevante por las comunidades campesinas. No es sino hasta los noventa cuando distintos cambios, entre ellos la pérdida de fe en el desarrollo, la transformación de las modalidades de urbanización y la aparición de una nueva legislación en materia de agua, propiciaron un cambio de percepción en torno al tema hídrico. Lejos de suscitar reflexiones descontextualizadas, la teoría cultural ofrece un diálogo fructífero con otras investigaciones que se han interesado por la evolución de la institución ejidal en el contexto neoliberal (Leonard y Velázquez, 2007; Leonard y Velázquez, 2010; Torres-Mazuera, 2012; Torres-Mazuera y Appendini, 2020) y por la articulación que existe entre agua y tierra (Escobar y Sánchez, 2008). ¿Constituye el agua un sustituto de la tierra, o bien su contraparte?

De esta manera, el enfoque constructivista aporta una luz sumamente interesante sobre la conflictividad hídrica. En un contexto en el cual la atención se centra más que todo en los problemas que afectan al recurso hídrico, el enfoque constructivista invita a reflexionar sobre el significado que tiene el agua para los grupos que se movilizan. Desvela la existencia de un resorte identitario en los conflictos por agua, al poner de relieve que lo que está en juego en estas situaciones es la permanencia de ciertos sistemas de organización social, política y cultural.

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1Caso, por ejemplo, de las ciudades de Hermosillo, Querétaro, Monterrey, etcétera.

2Este fraccionamiento estaba ubicado en el municipio de Emiliano Zapata.

3Tlaltizapán, San Miguel 30, Santa Rosa 30, Xoxocotla, Pueblo Nuevo, Acamilpa, Temimilcingo, El Mirador, Benito Juárez, Tetelpa.

4Ejido Tetecalita, ejido Temimilcingo, ejido San Miguel 30 y ejido Santa Rosa 30.

5Aunque solo 10 comunidades se abastecen del manantial Chihuahuita, otras tres se unieron al movimiento: los pueblos de Tetecalita y Huatecalco, que usan el agua de un manantial aledaño al Chihuahuita para la irrigación; y el pueblo de Tepetzingo, donde se iba a construir el fraccionamiento.

6Acrónimo que significa “Not In My Backyard” (no en mi patio trasero).

7Esta situación puede ser atribuida al hecho de que las comunidades indígenas mantenían una relación menos clientelar con el régimen político y estaban más propensas a llevar a cabo acciones de movilización y protesta.

8Véase en especial: Carta del ejido Temimilcingo al Presidente Luis Echeverría para denunciar que el agua de riego del Chihuahuita va a ser desviada hacia la Laguna de Tequesquitengo para fines turísticos, 13 de febrero de 1974. Archivo Histórico del Agua, Fondo Aguas Nacionales, caja 3966, exp. 64283, f. 5.

9Para mayor información sobre el cambio de experiencia que vivieron los campesinos, referimos a Latargere (2018).

10INEGI, Censos de Población y Vivienda, 1990 y 2010.

11En muchos casos, las aguas residuales de los complejos inmobiliarios son vertidas en los canales de irrigación.

12Legalmente, este volumen debe restarse de la dotación total de agua que está atribuida al ejido, pero en los hechos no siempre se procede a la actualización del volumen de agua concesionado al ejido.

13Juicio de amparo en materia agraria 101712009, Juzgado Segundo de Distrito del Décimo Octavo Circuito del Estado de Morelos.

14En 2011, el Tribunal de lo Contencioso Administrativo resolvió finalmente que los permisos de uso de suelo que había otorgado el municipio de Emiliano Zapata para la construcción del fraccionamiento La Ciénega de Tepetzingo eran irregulares, lo que permitió la cancelación definitiva del proyecto. Sin embargo, entre tanto, otros cuatro fraccionamientos se construyeron en los alrededores del manantial Chihuahuita.

Citar como: Latargère, Jade (2023), “Una perspectiva constructivista y cultural de los conflictos por agua en Morelos, México”, Iztapalapa. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 94, año 44, enero-junio de 2023, ISSN: 2007-9176; pp. 49-82. Disponible en <http://revistaiztapalapa.izt. uam.mx/index.php/izt/issue/archive>.

Recibido: 15 de Abril de 2021; Aprobado: 01 de Octubre de 2021; Aprobado: 30 de Diciembre de 2022

Jade Latargère

Investigadora en el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (cemca). Es doctora en geografía por la Universidad de Tours, maestra en Estudios Urbanos y Ambientales por El Colegio de México y Sciences-Po París. Sus líneas de investigación se centran en los conflictos relacionados con la gestión y el manejo de los recursos naturales (agua, residuos sólidos, área natural protegida), temas sobre los cuales ha publicado varios artículos y capítulos de libros. Ha participado en varios proyectos de investigación internacional (DeSCRI, ANR Bluegrass). A la par de sus actividades de investigación, ha participado en diversas iniciativas de conservación del agua y del medio ambiente en México. Es autora del cuento infantil Elena y el agua, que busca concientizar a los niños sobre los cambios que han ocurrido en los usos del agua en Morelos en los últimos 50 años.

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