What is an epigram? A dwarfish whole;
Its body is brevity, and wit its soul.
E. H. Coleridge
“¡Levantaos, vagos! ¡El campo, para quien lo trabaja!” Sentencia escrita con brocha gorda en un cementerio de Santiago de Compostela (Concostrina 23)
El epitafio es un género del discurso que nace ligado a la muerte; momento, por antonomasia, solemne y doloroso. Y como es natural, del acontecimiento que lo origina y del sitio material para el que se elabora se desprenden algunos de sus rasgos característicos, como la gravedad de su tono y su concisión y brevedad. Sin embargo, además de cumplir una función pragmática, en ciertos casos los epigramas funerarios logran ir más allá y alcanzar un nivel artístico. Asimismo, el epitafio ha sido recreado literariamente; es decir, que ha servido para construir ficciones, que naturalmente han renovado el género. Con todo, como muchos otros géneros llamados menores, a pesar de contar con una larguísima trayectoria, aún no ha recibido el lugar que merece en el mapa de la historia literaria.
Como cualquier otro discurso social, el epitafio es susceptible de ser reacentuado de forma paródica. Así, cuando la muerte se integra a la fiesta de la vida, el epigrama funerario se convierte en una forma que permite establecer una comunicación jocosa y de complicidad con el otro. Se echa mano del género para burlarse lo mismo de las personas y sus vicios que de las buenas costumbres, o de determinados arquetipos culturales. Aquí me interesa observar algunas de sus manifestaciones, de fuerte raíz grotesca y popular, en las que la muerte colinda con la risa. Pero antes de entrar de lleno en la vertiente de mi interés, me parece necesario situar el origen del género y hacer una revisión, así sea somera, de sus características más importantes.
Tal vez convenga establecer límites entre este género y otros que le son cercanos por distintas razones. Existe en la cultura occidental una gran cantidad de formas laudatorias, orientadas a celebrar la gloria, la grandeza, la virtud de algún personaje eminente, como la oda, que es, en los términos clásicos, una composición en verso breve, pero dirigida a una celebridad que no ha muerto. Mucha mayor cercanía se puede observar con la elegía que, para la antigüedad, “procedía ya de las ceremonias fúnebres (llantos e inscripciones en honor a un difunto), ya de las acciones de gracias votivas que acompañaban las obladas de los fieles” (Marchese y Forradellas, 2000: 155); sin embargo, los epitafios se grababan en las tumbas, de ahí la concentración expresiva, a diferencia de las elegías, que eran composiciones versales y vivían más en la exclamación o en el papel. Entonces, los epigramas funerarios pueden presentar una gran variedad formal porque no están sujetos a un modelo rígido, pueden ser en verso o en prosa, pero casi siempre son breves, por el mismo origen que les dio vida.
I
Los epigramas, inscripciones breves, en principio grabadas sobre un soporte material duro -como piedra, metal o cerámica- surgen en la Grecia arcaica, entre los siglos VIII-V antes de Cristo. Su función era eminentemente práctica: votiva, honorífica o sepulcral. Para la época helenística, sin embargo, además de estas formas originales se escriben otras con fines meramente literarios, que ofrecen una gran variedad temática: amorosos y satíricos, entre otros.1 Así pues, si se toma en cuenta tanto su función como su soporte material se pueden distinguir dos tipos de epigramas: por un lado, los “reales” o epigráficos -inscritos sobre superficies duras, aunque en muchas ocasiones se tiene noticias de ellos de forma indirecta, por medio de las citas de diversos autores-, cuyo origen se remonta al siglo VIII a. de C.; por el otro, los “ficticios” o literarios, de temas muy diversos y compuestos con una clara finalidad artística, que aparecen con frecuencia en el siglo IV a. de C., aunque algunos creen que existían ya un siglo antes. Ambos grupos perviven hasta la actualidad.
A lo largo de la historia, la epigrafía ha cumplido una función importante como medio de comunicación social.2 Desde la antigüedad griega y romana contribuye a la difusión de ideas políticas (se promulgaban leyes o se reconocía a los personajes públicos). En el medievo la escritura estuvo ligada directamente al poder político y religioso, con funciones propagandísticas. Para el Renacimiento, las inscripciones se hacían principalmente en monumentos públicos y en mausoleos. En la edad contemporánea también se han puesto al servicio de la propaganda ideológica, por lo que se exhiben en los edificios públicos, ya sea de corte civil o religioso. Abundan durante los regímenes totalitarios. Un ejemplo tristemente célebre de este tipo de escritura se puede encontrar en la inscripción que se colocó frente a algunos campos de exterminio nazi, en Alemania, como los de Auschwitz I y Dachau, que rezaba “Arbeit mach frei” -‘El trabajo os hará libres’- (Crespo, 2014 : 28-30).
Desde luego, la epigrafía ha tenido gran importancia también en el ámbito individual y familiar, sobre todo en el funerario. El epitafio (del griego epi‘sobre’ y taphos ‘tumba’) forma parte de la epigrafía funeraria. Es la escritura relativa a la muerte que se emplea en diversos tipos de enterramiento. No es aventurado afirmar que a lo largo de la historia llegó a convertirse en el género más importante de la poesía epigráfica.
Si en los tiempos más remotos los enterramientos se señalaban con piedras amontonadas sobre un túmulo, más adelante estas se sustituyeron por estelas (piedras rectangulares que se colocaban encima de las tumbas) en las que se escribía el nombre del difunto. Este sencillo monumento sepulcral, el más difundido en el mundo griego, comenzó a ser decorado con pinturas y grabados desde la época micénica; más adelante se incluyó la imagen del difunto y un poco después aparecieron escenas de la vida real que aludían a las actividades cotidianas. En otras ocasiones se recreaba la manera o las circunstancias en que las personas habían muerto.
Los epitafios no son en modo alguno textos homogéneos; cumplen tareas muy diversas que van mucho más allá de la simple y práctica identificación del difunto y de su fecha de fallecimiento (datos referenciales). Algunos, desde luego, desempeñan una función básicamente informativa, que con frecuencia se acompañan de alguna frase estereotipada; otros le otorgan un espacio importante a la expresión de emociones y opiniones, por lo que utilizan un lenguaje más personal y adoptan múltiples formas. Por ejemplo, se intenta llamar la atención sobre las virtudes del muerto, o se hace hincapié en los sentimientos de dolor de los deudos, o se busca que el viandante realice alguna acción, como rezar por la salvación del alma del difunto.3 Veamos un conmovedor ejemplo, en el que queda plasmado el dolor de una mujer por la muerte de su hijo, a los diecisiete años:
¡Ay, Anticles cuitado! ¡Ay de mí, la infeliz, que de un hijo único en la flor de la edad vi la pira! Aun no habías cumplido dieciocho, hijo mío, a tu muerte y yo gimo llorando mi vejez solitaria. ¡Ojalá a la mansión tenebrosa yo baje del Hades! Ya ni el alba me es grata ni del sol los rayos. ¡Ay, Anticles cuitado de triste destino! ¡Si fueras médico de mis penas quitándome la vida! (Antología palatina, 1978: 104).
Desde luego, no puedo detenerme a considerar en detalle las variedades de inscripciones sepulcrales que han existido a lo largo de la historia, ni mucho menos las repercusiones de cada una en términos de la concepción de la vida y de la muerte. Lo que puedo anotar de momento es que el epitafio, ya sea en verso o en prosa, tiene fundamentalmente un carácter conmemorativo, ya que busca, además de honrar a los difuntos, conservar vivo su recuerdo entre los hombres y las mujeres que los suceden.4 De tal forma que el muerto conserve un vínculo con la vida, en la memoria de los otros, lo que, en un principio, se consigue a través de la mera inscripción de su nombre. Recordemos con María Luisa Del Barrio Vega que
En la Antigüedad el nombre era de suma importancia. No era un signo convencional que representara la cosa, era la cosa misma. No era externo al hombre sino una parte esencial de él. Reflejaba el ser de su portador, y era una manera de que éste siguiera existiendo una vez muerto (Del Barrio, 1992: 18).
Pero no solo importaba el nombre grabado, era necesario que se pronunciara en voz alta; de ahí la costumbre griega de colocar las tumbas al borde de los caminos y de hacer en la inscripción fúnebre un llamado público a quien pasara frente a ella y la leyera; ya fuera al lector (lector), al caminante (uiator) o al viajero (hospes), para que, al detener por un momento su marcha, dedicara su pensamiento y su voz, e incluso su llanto, a la memoria del difunto:
Derrama tus lágrimas, lector, déjate vencer por este despiadado azar (Poesía epigráfica latina, vol. 1: 37).
Quienquiera que seas, caminante, derrama tus lágrimas por este adolescente (Poesía epigráfica latina, vol. 1: 38)
Colocado a la vista de cualquiera que pase frente a él, es frecuente que en el epitafio se interpele al público. En la actualidad, si bien las tumbas ya no se ubican en las vías públicas sino en los cementerios, se continúa invocando al viandante, en lo que se ha denominado la llamada al caminante, y no es extraño que se le solicite una tarea concreta. Esta llamada, puesta en boca del monumento funerario, del autor del sepulcro o del propio difunto, presenta algunas variantes
Como cualquier otro género literario, los epígrafes dan cabida también a la ficción; desde las apelaciones directas al lector, ya sea por parte del difunto o del propio soporte material (puerta, lápida, etc.), hasta los fingidos diálogos entre el difunto y el paseante, o entre aquél y el dedicante; o el uso literario, en fin, de la primera persona en epígrafes que otros encargaron y redactaron (Fernández, 1998: 59).
Las peticiones pueden constituir una simple exhortación a la lectura de la inscripción, en la que aparece el nombre del difunto, o solicitar la compasión del caminante -e incluso sus lágrimas, como se vio líneas arriba-; o que se le dedique alguna ofrenda, o transmita algún mensaje a sus deudos -que en ocasiones es la noticia misma de su muerte, o el deseo de que sus familiares se encuentren bien y gocen de una larga vida-.
Viajero, es un placer que te hayas detenido a mis pies. ¡Que te vaya bien y tengas salud! ¡Duerme tranquilo! (Poesía epigráfica latina I: 38).
Viajeros del mar, Aristón, cireneo, os suplica a todos que digáis, por Zeus Hospitalario, a su padre Menón que su vida perdió en el Egeo y que yace al lado de las icarias rocas (Antología palatina, 1978: 60).
Naturalmente, suele haber ahí expresiones del dolor que la muerte trae consigo, salvo en casos excepcionales, como veremos más adelante. Sin embargo, no es extraño que se manifieste el deseo de que familiares y amigos alcancen el consuelo. Dicha intención puede ponerse en boca incluso del propio difunto. Entre los argumentos que se esgrimen para lograr el sosiego son frecuentes algunos tópicos, entre los que destaca la idea de que la muerte no solo es el destino común de todos los humanos, sino que supone también el fin de los sufrimientos -de ahí la “famosa sentencia de que los amados de los dioses mueren jóvenes” (Del Barrio, 1992: 27)-. Por lo demás, resulta asimismo un alivio pensar que la fama, o al menos el nombre, puede trascender a la muerte. Es por eso que la memoria constituye un elemento fundamental para afrontar la finitud de la existencia humana. ¿Qué queda de nosotros si no el recuerdo de quienes hoy nos rodean? ¿Qué pervive si no el reconocimiento de lo que somos en el pensamiento de los demás? Los epitafios contribuyen, sin duda, a esa memoria. Veamos un ejemplo en el que queda asentada la idea de la pervivencia del nombre, tras haberse perdido los restos mortales de un ser humano. Se trata de una inscripción que aparece en el cenotafio en honor a Evipo, que al parecer erigieron los supervivientes de un naufragio:
Viajero, que pasas y ves mi sepulcro vacío, cuenta a Meleságoras, mi padre, cuando llegues a Quíos, que a mí y a mi nave y mi carga un funesto Euro perdió y de Evipo no resta sino el nombre (Antología palatina, 1978 I: 133).
Por lo que respecta al elogio del difunto, que se realiza mediante la enumeración de sus virtudes, casi siempre engrandecidas, resulta difícil discernir cuán apegadas estaban a la realidad, ya que lo más frecuente es la idealización del personaje.
Aquí está enterrada Victoria que, de apariencia muy hermosa, más hermosa aún por sus costumbres aventajó a todas las mujeres en encantos (Poesía epigráfica latina I: 39).
En este punto vale la pena mencionar que estas valoraciones de corte ético o moral constituyen una buena fuente de información para observar lo que en determinado momento de la historia se ha tenido por noble y elevado. Del Barrio explica cómo estos criterios han variado a lo largo de los años y en las distintas sociedades. Si en la época griega arcaica, por ejemplo, la virtud más elevada era la valentía del guerrero que moría en defensa de su patria, para el siglo V a. de C. se destacaban la moderación y la prudencia como las principales virtudes de un buen ciudadano. En cambio, ya en la época helenística se ponderaban sobre todo las cualidades relacionadas con la vida familiar y social, lo que hacía que un ciudadano fuera reconocido por el grupo al que pertenecía, por ejemplo, el intachable desempeño de un oficio, o las manifestaciones de piedad hacia los dioses (Del Barrio, 1992: 22-23).
Otras ideas importantes que pueden distinguirse en los epigramas funerarios son las relativas al destino de los hombres tras la muerte, íntimamente ligadas a las creencias filosófico-religiosas. Son habituales también las consideraciones a propósito de la brevedad de la vida, así como las advertencias y amenazas dirigidas a quienes profanan las tumbas. “Te ruego por los dioses de los infiernos, seas quien fueres, que no profanes nuestro cadáver, que no atravieses este lugar” (Poesía epigráfica latina I: 41).
Llama la atención cómo en ciertos momentos de la historia, hablar sin tapujos de las dificultades para enfrentar la finitud de la existencia humana y de la muerte lleva a los deudos a emplear fórmulas eufemísticas, sin referencias directas. Esto, como se sabe, ocurre así en la actualidad, pero se pueden rastrear abundantes ejemplos de siglos anteriores. Así, suele hablarse del camposanto como de un lugar de descanso, o aludir a la muerte con fórmulas como “subir al cielo” o “pasar a mejor vida”, que buscan atenuar el dolor y el miedo que nos produce:
El niño5
Luisito P*. G*.
subió al Cielo el 15 de julio de 1947
a los 6 años
Tus padres y tus hermanos no te olvidan (Crespo, 2014: 77).
Otra fórmula recurrente es la que se deriva de asociar la muerte con el sueño o el reposo. Es un claro eufemismo que busca dar la idea de que morir equivale a estar en plácido descanso, alejado por completo de los sinsabores de la vida.
Daniel V*. M*.
27-8-1990 14-12-1990
Siempre estarás con nosotros
Duerme mi niño con los ángeles del Cielo
Lloran en la tierra sus seres queridos (Crespo, 2014: 73).
Vale la pena observar cómo el epitafio anterior se estructura oponiendo la idea de descanso y bienestar que conlleva la muerte con el dolor que sufren los que permanecen en la tierra. Es así como, por influencia de la visión cristiana del mundo, se asigna a la muerte un valor positivo.
Como hemos visto, muchas de las preocupaciones que se plantea el ser humano a propósito de la muerte se materializan en los cementerios. Desde luego, ahí se pueden leer más signos que los que proporcionan los propios epitafios. No solo coexisten los rasgos lingüísticos con los elementos no verbales o iconográficos, sino que las condiciones paratextuales o los ámbitos específicos en los cuales se inscriben resultan también muy significativos. Así, a resultas de una observación atenta de los cementerios se pueden descubrir valiosas manifestaciones sociales, culturales, artísticas y religiosas que dan muestra tanto del lenguaje del arte, como de las costumbres y la historia cultural de una comunidad.
II
Ahora bien, como señalé al principio, de este vastísimo universo me interesa seguirle la pista, así sea de manera provisional, a una forma peculiar de epigramas funerarios, tanto epigráficos como literarios, en los que la risa aparece como un elemento central; es decir, aquellos que tratan la muerte -y por lo tanto la vida- de manera jocosa o humorística, lo mismo que paródica, irónica o sarcástica. En ellos se percibe la impronta de la estética de lo grotesco,6 caracterizada por entrelazar la muerte con la vida, al desconocer las fronteras entre ambos universos, y por hacer prevalecer la risa ante la ominosa presencia de la muerte. En esta revisión será importante también no perder de vista que la risa y sus manifestaciones culturales tienen siempre un carácter histórico. Es decir, que no en todas las épocas reímos de la misma manera ni de los mismos asuntos.
Hasta donde he podido investigar, existen pocos ejemplos de epitafios de la antigüedad clásica en los que la risa dé la tónica dominante (desde luego, existieron los epigramas cómico-satíricos, pero casi nunca adoptaron la forma del epitafio). En esa época, aparecen tan solo de manera esporádica -y así continúa durante el medievo-. Con todo, de la Antología palatina (1978), que recoge epigramas helenísticos (del 323 al 100 a. C.), recupero un par de ejemplos, atribuidos al poeta Leónidas de Tarante, en los que encontramos una dosis de risa sarcástica. El primero es un epitafio mordaz y satírico dedicado al yambógrafo Hiponacte, cuyas composiciones poéticas parecen haber tenido el mismo carácter cáustico que se aprecia en su propio epigrama funerario:
En silencio, viajeros, pasad, no despierte la avispa
punzante que dormida descansa en su tumba.
Hace poco, muy poco, que en paz de Hiponacte está el alma,
el que ladraba incluso contra sus propios padres.
Tened, pues, cuidado, pues son sus palabras de fuego
y hasta desde el Hades saben hacer daño (Antología palatina, 1978: 99).
En el mismo tenor, el segundo, dedicado a una vieja borracha llamada Marónide:
Yace aquí la vieja esponja de tinajas,
la beoda Marónide, sobre cuya tumba
hay una copa ática bien visible a todos.
Bajo tierra gime, mas no por los hijos
ni el esposo a quien dejó en la indigencia,
Recordemos que la misoginia en la poesía griega ha sido ampliamente reconocida. Se consideraba a la mujer como un ser irracional, presa fácil de todos los apetitos carnales, como la lujuria y la embriaguez. La mujer borracha aparece en varias ocasiones dentro de la Antología palatina (1978). En el caso del epitafio anterior, Marónide, la protagonista-víctima de Leónidas, es tan borracha que, tras la muerte, lejos de sufrir por sus hijos o su marido, se lamenta por la falta de una copa de vino.
Como vemos, en ambos casos se le ha dado una vuelta de tuerca al género, y en lugar de señalar las virtudes del muerto, se hace escarnio de sus defectos. Sin embargo, se mantienen muchos de sus rasgos. En el primero, por ejemplo, se le habla directamente al viajero que pasa frente a la tumba mientras que el segundo comienza con el deíctico habitual en los epitafios “reales”.
Del mundo latino he podido encontrar un poema de Marcial (c39-c103)7, en el que hace uso de la forma del epitafio para burlarse de una vieja libidinosa, llamada Plucia, quien incluso después de muerta continúa mostrando su apetito sexual, al excitarse por la cercanía del calvo Meritón, enterrado junto a ella:
Hija de Pirra, madrastra de Néstor,
a quien una Níobe joven vio canosa,
un Laertes viejo llamó abuela,
Príamo ama, Tiestes suegra,
sobreviviente ya a todas las cornejas,
enterrada al fin en este sepulcro, se pone cachonda
Plucia con el calvo Melantión (Marcial, 1997: 197)
Este epitafio forma parte de las composiciones satíricas de Marcial, en las que mortifica y escarnece las costumbres de su época que considera reprobables y merecedoras de censura. De entre sus víctimas preferidas están las viejas lascivas. Una de sus estrategias favoritas para señalar su desvergüenza es la exageración grotesca. Así ocurre en este epitafio, en el que la exageración lleva al poeta a considerar a la vieja contemporánea y pariente de personajes mitológicos que se distinguen por su longevidad. Tal es el caso de Pirra, una de los dos supervivientes de la inundación universal que ordenó Zeus, a causa de que Prometeo entregara a los hombres el fuego que había robado; lo que indica que Plucia es tan vieja como el inicio del mundo. Por lo que respecta a los elementos distintivos del género, podemos observar cómo en este epitafio aparece el recurso del aguijón final o fulmen in clausula -es decir, la puntilla final en la que los poetas latinos exhiben todo su ingenio-, al señalar que ni siquiera después de morir mengua el apetito sexual de Plucia.
Con todo, son pocos los epitafios humorísticos de la Antigüedad. Esta situación cambia radicalmente a partir del Renacimiento, cuando incluso se pone de moda su escritura. Es notable el caso del Barroco español (de manera especial durante los siglos XVI y XVII), por la profusión de epitafios literarios. No debe olvidarse que en este periodo los profesores de retórica, tanto en las escuelas municipales como en las eclesiásticas, enseñaban a sus estudiantes la composición de epigramas funerarios como una forma cotidiana de expresión literaria (López, 2008: 824).
El epitafio literario de los Siglos de Oro por lo general se orienta hacia dos polos contrarios: la alabanza o la injuria. En ambas vertientes el poeta busca hacer gala de su talento artístico, ya que con frecuencia el éxito dependía de las facultades para alabar a los benefactores o vituperar a los enemigos.8 Es así como el epitafio, al denostar a personas que aún están vivas, asume un carácter satírico o burlesco, sin que ello signifique que desaparezca en su forma original, como expresión de duelo destinada a honrar a los difuntos. Y al igual que en tiempos pasados, los epitafios “reales” no siempre se grabaron en las tumbas, ya que con frecuencia se exponían en grandes carteles “que se colocaban en la iglesia durante las exequias o en el catafalco -si se trataba de un noble o alguien de gran importancia pública”-. Con todo, la inmensa mayoría constituía simplemente un ejercicio literario (López, 2008: 828).
En Donaires del Parnaso -obra publicada en dos partes, que integra la producción poética de Alonso del Castillo Solórzano (1584 -¿1648?),9 leída por su autor en las Academias de la Corte, en Madrid, a principios del siglo XVII-10 encontramos algunos divertidos ejemplos que bien vale la pena comentar. Pero antes de hacerlo quisiera dar una imagen del ambiente que imperaba en estas academias, de prácticas nada solemnes, en las que se otorgaba un importante espacio al cultivo de la broma. Tanto es así que “las sesiones solían concluir con un vejamen, pieza satírica en que el poeta nombrado fiscal se burlaba uno por uno de los académicos que acababan de leer sus composiciones para rechifla de todo el auditorio”. Lo mismo ocurría en los certámenes y concursos, que ofrecían la ocasión para que “los participantes hicieran gala de su ingenio en el tratamiento jocoso de los temas más chuscos” (López, 2003: 25).
Castillo Solórzano escribió diversos epitafios, la mayor parte de ellos en décimas o redondillas, formas métricas adecuadas para la brevedad que se espera del género, y en las que podía mostrar su agudeza e ingenio, aunque en algunos casos eligió el soneto. En estas composiciones chocarreras, el poeta fustiga tanto defectos físicos como morales. El autor lanza sus dardos lo mismo hacia un borracho que a una dama amiga de estafar, o a un mal poeta, a una hechicera, a un hombre flaco y hablador, a un necio, y a una dama en extremo delgada. El epitafio que traeré a colación está dedicado al tipo femenino más criticado en su obra: me refiero a la mujer sablista y vividora.
Pero vayamos poco a poco. El epitafio que me interesa observar cierra el Romance 28 de la segunda parte de Donaires del Parnaso y lleva por título “De la gata de Venus” (López, 2003). Se trata de una parodia de una fábula de Esopo, muy conocida en la época, titulada: “La comadreja y Afrodita”, aunque también existe otra versión, conocida como “La gata convertida en mujer”. Ambos relatos son muy similares, pero me quedaré con la primera versión. En esta, una comadreja, que se enamora de un joven muy apuesto, le pide a Afrodita que la convierta en mujer. La diosa accede y transforma al animalito en una hermosa mujer. En cuanto la ve, el mancebo se enamora de ella y la lleva a su alcoba. En este momento Afrodita, deseando saber si la comadreja ha mudado su instinto, o solo su aspecto, suelta un ratón a media estancia. Al punto la joven mujer, olvidando su nueva condición, se lanza a perseguir al ratón, con la intención de comérselo. La diosa, en castigo, la vuelve a su antigua naturaleza. La moraleja es la siguiente: “Así, también los malos por naturaleza, aunque cambien de estado, no mudan desde luego de carácter” (Esopo, 2000: 36).
Por su parte, el romance de Castillo Solórzano cuenta la historia de una dama tan codiciosa como licenciosa: “Flora, ambiciosa mujer, / que fue con todo mancebo / si garduña de las almas, / de las bolsas arañuelo; / tan solícita buscona, / que dio al gaticino gremio, / en la ciencia de arañar, / sutilísimos preceptos”. Al igual que su antecedente latino, Flora fue primero una gata que dejó de serlo, gracias al favor de Venus, para casar con un joven. Pero a diferencia de la versión original, Flora muere: “Llegó la muerte, / verdugo de todo vital aliento, / y quitóle siete vidas / con el golpe de su acero. / Y ahora, aunque sepultada / en el antiguo pellejo, / sirve de cazar ratones, / para limpiar los carneros” (López, 2003: 519-520). Cierra el romance el siguiente epitafio:
Yace aquí quien transformó
Venus de gata en mujer,
el pellejo pudo ser,
mas las uñas, eso no.
Gatuna en esto quedó,
repara cuando las vieres
barloventear mercaderes
que, por más que se te embocen,
por las uñas se conocen
los diablos y las mujeres (López, 2003: 520).
Así pues, el poema hace escarnio del prototipo de mujer aprovechada -creada por Venus-, dispuesta a cualquier artimaña para sacar ventaja, que usa las uñas para robar, como “los diablos y las mujeres”. Véase, sin embargo, cómo el poeta se apega a fórmulas comunes como el “Aquí yace”, con el que comienzan múltiples epitafios.
Hay numerosos y notables ejemplos de los grandes ingenios de la época. Quevedo, por hablar de uno de los más grandes, cultivó los epitafios tanto de índole elogiosa como burlesca. En estos últimos, aprovecha con maestría las posibilidades de inversión satírica que ofrece este género y transforma la alabanza al difunto en una crítica burlona de sus vicios. Veamos al menos un par de ellos.
A un avariento
(redondillas)
En aqueste enterramiento
humilde pobre y mezquino,
yace envuelto en oro fino
un hombre rico y avariento.
Murió con cien mil dolores,
sin poderlo remediar.
Tan sólo por no gastar,
ni aun gasta malos humores. (Quevedo, 1963: 1171).
A un médico
Yacen de un home en esta piedra dura
el cuerpo yermo y las cenizas frías.
Médico fue, cuchillo de natura,
causa de todas las riquezas mías.
Y agora cierro en honda sepultura
los miembros que rigió por largos días,
y aun con ser Muerte yo, no se la diera,
si dél para matarle no aprendiera. (Quevedo, 1963: 1170).
Ambos epitafios se insertan, sin lugar a dudas, en la larga tradición satírica que ha hecho escarnio tanto de los avaros como de los médicos, hasta convertirlos en figuras cómicas arquetípicas. Recordemos que el avaro ha sido un personaje ridiculizado desde la comedia latina, en la Aulularia de Plauto. Otro tanto puede decirse de la figura del médico, que con el paso de los siglos ha llegado a convertirse en la de un elaborado pícaro; siendo objeto de burla su indumentaria, su lenguaje inaccesible, su falta de eficacia, así como su avaricia e impunidad…11
Vale la pena mencionar que no pocas veces los epitafios jocosos o satíricos aparecen insertos en una obra literaria mayor. De los Siglos de Oro no se puede ofrecer más alto ejemplo que los que encontramos en el Quijote de Cervantes. Al cierre de la primera parte hay seis, de tintes paródicos y burlescos, cuyos autores ficticios son todos miembros de la Academia de Argamasilla:12 Monicongo, Paniaguado, Caprichoso, Burlador, Cachidiablo y Tiquitoc. Como vemos, sus nombres mismos anticipan el tono que tendrán sus composiciones. Detengámonos tan solo, a manera de ejemplo, en el epitafio que en forma de soneto le dedica Paniaguado a Dulcinea:
“in laudem dulcineae del toboso”
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pecho y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjuez, a pie y cansado
(culpa de Rocinante). ¡Oh dura estrella!,
que esta manchega dama y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella,
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños (Quijote, parte I, cap. LII: 531).
El juego empieza con el contraste que se genera entre el título en latín, que anuncia de manera pomposa que se trata de una alabanza a Dulcinea, y el tono injurioso que aparece sobre todo en la primera cuarteta. Esto se observa con claridad desde el primer verso, cuando califica su rostro de “amondongado”, es decir, gordo y tosco. Continúa la descripción llamando la atención sobre su “ademán brioso”, que bien podría tomarse por exaltado y nada femenino, y sobre sus altos pechos, que en el contexto de rebajamiento que se da pueden evocar tanto una sexualidad acentuada como su gran tamaño.
En el último capítulo del Quijote hay otro epitafio, cuyo autor -nos informa el narrador- es el bachiller Sansón Carrasco. Transcribo completo el epitafio en cuestión:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco (Quijote, parte II, cap. LXXIV: 1105).
De entrada, hay dos indicios importantes que nos permiten percibir la burla y el juego en estos versos: los adjetivos “espantajo” y “coco” con que Sansón Carrasco moteja a don Quijote. No hay que perder de vista también que Sansón Carrasco, el autor de estos versos, es “muy grande socarrón […], de condición maliciosa y amigo de donaires y de burlas” (Quijote, parte II, cap. III: 567); por lo demás se trata de un personaje que en alguna medida es la antípoda del Hidalgo manchego -recordemos que intenta curar al loco, y que lo enfrenta, y al final derrota, asumiendo la identidad de Caballero del Bosque, primero, y la del Caballero de la Blanca Luna, después-. Por lo menos se puede tener como ambiguo el calificativo ya que si don Quijote no es fuerte físicamente hablando, su espíritu sí que lo es. Me parece claro, entonces, que hay señales de burla en este epitafio (al tiempo que se parodia el género epigráfico mortuorio), pero también se reconoce en él la grandeza del personaje que supo “morir cuerdo y vivir loco”. Y no solo eso, ya que en los dos últimos versos de la primera estrofa se nos informa que, a pesar de todo, don Quijote sigue vivo ya que la muerte no triunfó sobre la vida del noble caballero.
No es materialmente posible seguir aquí la pista de las formas que fue adquiriendo el epitafio a lo largo de los siglos posteriores, pero no puede perderse de vista que se siguieron esculpiendo en las losas funerarias todo tipo de inscripciones de despedida a los difuntos, a veces de carácter grave y solemne, pero que también a lo largo de los siglos XVIII y XIX los ingenios populares siguieron jugando con algunos de los motivos que habían movido a mofas en las centurias pasadas; como ejemplo consigno el siguiente registrado en el Calendario de Simón Blanquel de 1862: “Aquí yace un santo mártir/ Que casó con una bella;/ Fue canonizado en vida/ Porque tuvo cruz y estrella” (Blanquel, 1862: 47).
Vayamos ahora a los epitafios satíricos o burlescos, de carácter auténtico o epigráfico -es decir, que aparecen verdaderamente en una sepultura-, y a los que se tienen popularmente por tales. Algunos de estos últimos circulan en las redes sociales y son falsamente atribuidos a personajes famosos -aunque, para mi sorpresa, muchos de ellos parecen haber sido retomados por algunas personas y se encuentran efectivamente inscritos en sus tumbas-. Tal es el caso del adjudicado a Groucho Marx: “Perdonen que no me levante”, que de ninguna manera está en su sepulcro, pero que ha sido esculpido en al menos cinco lápidas, identificadas por Nieves Concostrina en diversos cementerios españoles. Es notable cómo algunos de estos epitafios, como el anterior, se burlan de las “buenas maneras”, al llevar al terreno de lo absurdo una fórmula de etiqueta. Otros juegan con el sentido de las palabras; tal es el caso del falsamente atribuido a Johann Sebastian Bach, que reza “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”.
Detengámonos un poco en aquellos que hacen escarnio de figuras arquetípicas, como la suegra, concebida en el imaginario cultural como un personaje metiche, estorboso, del todo indeseable.13 A Groucho Marx también se le atribuye el siguiente epitafio apócrifo, dedicado a su suegra: “RIP, RIP, ¡hurra!”. Como puede verse, en él se sustituye la primera parte de la exclamación popular de júbilo, “¡Hip hip hurra!”, con la abreviatura de la expresión latina Requiescat in pace, tan usada en el ámbito funerario; con ello se logra un ingenioso epitafio que, lejos de expresar dolor, celebra la muerte de tan odioso personaje. En el Cementerio alegre de Rumania, del que hablaré un poco más adelante, existe un epigrama similar, movido por el mismo espíritu jocoso: “Aquí descansa mi suegra. Si hubiera vivido otro año más, yo ocuparía su lugar” (Concostrina, 2017: 183).
Desde luego, no podrían faltar los dedicados a escarnecer la figura del médico, personaje que -como se ha dicho- ha sido satirizado desde siglos atrás. En internet encontramos algunos que vale la pena mencionar: “Yo les decía que este médico no era de fiar”, “La operación de próstata fue un éxito. Ya no me levanto para orinar”. En este último, escrito en primera persona, se logra una inversión humorística cuando el emisor celebra que ya no se tiene que levantar a orinar, no porque se haya curado, sino porque se ha muerto. Un epitafio similar, identificado por la periodista española Nieves Concostrina, se encuentra en un cementerio de Cataluña: “Josep Verned me dijo: / Yo que sin males pasé, / robusto y alegre viví, / un médico, no diré quién, / sólo un día me visitó / y un vomitivo me ordenó. / Respondí que no lo quería. / Él dijo que me curaría / y morí al siguiente día” (Concostrina, 2017: 158).
Importa observar que, en estos epitafios, reales o ficticios, la muerte da la ocasión para establecer una comunicación jocosa con el otro. En ellos se construyen, con breves trazos, personajes que insinúan una historia. Tal es el caso de muchos de los que aluden al matrimonio. Algunos apuntan a cuestiones eróticas: “Aquí yace mi marido, al fin rígido”, “Aquí yace mi mujer, fría como siempre”. Otros tantos se ríen de la infelicidad que causa la vida en pareja, señalando el alivio que proporciona la muerte del compañero: “Señor recíbela con la misma alegría con la que te la mando”, “La he perdido después de cuarenta y tres años de matrimonio. Más vale tarde que nunca”.
Estos ejemplos, en los que encontramos una fuerte huella de la imaginación popular, nos hablan no solo del disfrute que proporciona el burlarse de los antagonistas cómicos por excelencia, sino de la necesidad del ser humano de reírse de la muerte -que tanta angustia nos causa-. Considero que el despliegue de ingenio de sus autores, muchas veces anónimos, es puesto al servicio del afán por desacralizar el final de la existencia, y quizá establecer contacto con visiones estéticas y filosóficas antiguas, que le permitían al hombre relacionarse con la muerte desde una perspectiva ligera, marcada por la risa y ligada a la ancestral estética de lo grotesco.
Finalmente, tras este breve recorrido por la epigrafía funeraria jocosa, quisiera dedicar unas líneas a los pórticos de algunos cementerios. Muchos de ellos tienen inscripciones que se dirigen a los viandantes con el objeto de recordarles su condición de mortales: “Hoy yo, mañana tú” o “Aquí os esperamos” (Concostrina, 2017: 42-43). Otros, amenazan claramente a los impíos; y algunos de ellos no pueden ocultar una dosis de sarcasmo. Tal es el caso del que se encuentra en Bollullos de la Mitación del municipio de Sevilla, en el que el hablante es el cementerio mismo: “Avaros, que guardáis vuestro dinero; opulentos, que al pobre despreciáis; soberbios, que de Dios os olvidáis, meditad y temblad; aquí os espero” (Concostrina, 2017: 25).
Así pues, los camposantos, por más hermosos que lleguen a ser, y los hay muy hermosos, son por antonomasia lugares sombríos y lúgubres, donde el ser humano enfrenta con pesar la finitud de su existencia. Sin embargo, hasta donde yo tengo noticia, hay una excepción que rompe la norma y vale la pena mencionar. Me refiero a un cementerio moderno, el Cementerio alegre, de la aldea de Sapanta, en Rumania, donde las tumbas -no de piedra fría, sino de llamativos colores- se han convertido en un atractivo turístico. Sus cruces de madera están pintadas con un fondo azul brillante, decoradas con escenas de la vida cotidiana y acompañadas de versos que hablan de las costumbres de quienes yacen bajo tierra.14 Los poemas son más bien juguetones, aunque algunos tienen un toque de indiscreción al hablar, por ejemplo, de las infidelidades del difunto o de su afición a la bebida. Por lo común, los versos están escritos en primera persona, por lo que al leerlos se crea la ilusión de estar sosteniendo un diálogo directo con alguien que ya habita “el otro mundo”. La página web de este cementerio nos da un ejemplo, traducido al inglés, de este tipo de versos: “Here I rest. / Stefan is my name. / As long as I lived, I liked to drink. / When my wife left me, / I drank because I was sad. / Then I drank more / to make me happy. / So, it wasn’t so bad / that my wife left me, / Because I got to drink / with my friends. / I drank a lot, / and now, I’m still thirsty. / So you who come / to my resting place, / Leave a little wine here”. Salta a la vista que estos monumentos populares no constituyen grandes obras de arte, y es muy probable incluso que en la construcción de un sitio como este hayan influido aspectos comerciales. Con todo, llama la atención la capacidad que ha tenido una pequeña comunidad para sonreírle a la muerte.