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Cultura y representaciones sociales

versión On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.17 no.33 Ciudad de México  2022  Epub 05-Mayo-2023

 

Artículo 2. Casos

Lilith y Eva
Estereotipos frente a mujeres usuarias de sustancias En proveedores de servicios de tratamiento residencial

Lilith and Eva Stereotypes to women who use drugs among providers of residential treatment for drug abuse

Angélica María Ospina Escobar1  1
http://orcid.org/0000-0003-0768-5252

1Centro de Investigación y Docencia Económicas


Resumen

Este estudio analiza los estereotipos de género que, sobre las mujeres, predominan en los proveedores de servicios residenciales de tratamiento al uso problemático de sustancias. Se realizaron entrevistas a profundidad para comprender las percepciones de personas proveedoras de servicios residenciales de tratamiento (n=28) y usuarias (n=23) frente a las barreras de acceso a tratamiento que enfrentan las mujeres. En las percepciones de las y los proveedores de servicios predominan dos estereotipos frente a las mujeres usuarias: la rebelde (Lilith) y la víctima (Eva). Ambos estereotipos psicologizan las barreras que enfrentan las mujeres para acceder a tratamiento para uso de sustancias, refuerzan el estigma hacia mujeres usuarias, invisibilizan los factores estructurales de desigualdad que enfrentan, y acentúan las brechas de atención entre hombres y mujeres.

Palabras clave:  estereotipos; género; uso de sustancias; tratamiento para uso de sustancias; México; adicciones

Abstract

This study analyzes the existing gender stereotypes toward women who use drugs in the discourses of directors of rehabilitation centers. We conduct in-depth interviews among directors of rehabilitation centers (n=28) and women users of these services (n= 23) to understand their perceptions of women’s barriers to accessing treatment. Two stereotypes predominate in directors’ perceptions regarding the barriers to accessing residential treatment among women with drug abuse disorder: the rebellious (Lilith) and victimized woman (Eva). Both stereotypes psychologize women’s impediments in accessing substance use treatment, making the structural factors of inequality invisible, reinforcing stigma towards women who use drugs, and consolidating the existing gaps in access to services among men and women.

Keywords: stereotypes; gender; treatment; substance use; addictions; México

Introducción

La investigación sobre uso de sustancias ilegalizadas2 en México se caracteriza por su carácter androcéntrico, desde el cual se invisibilizan las necesidades particulares de las mujeres usuarias y al género como categoría de desigualdad estructural que condiciona las posibilidades de acceso a los servicios de atención (Romo, 2006; Romero et. al, 2011). El androcentrismo que atraviesa el cómo se piensa el uso de sustancias y su atención en salud pública produce unos discursos que normalizan y reproducen estereotipos de género que afectan de manera más negativa a las mujeres (Romo-Avilés, 2010).

Este texto busca, por un lado, describir los estereotipos de género presentes en los discursos de proveedores de servicios de tratamiento para el uso problemático de sustancias en México y, por el otro, mostrar la manera en que estos estereotipos se erigen en barreras de atención para las mujeres usuarias. El texto está organizado en cinco apartados. En el primero se caracteriza la demanda de servicios de tratamiento residencial para el uso de sustancias y la oferta de estos servicios en los establecimientos reconocidos por la Comisión Nacional Contra las Adicciones (Conadic, 2021). En el segundo se discute el concepto de estereotipos de género y su asociación con la exposición a distintos tipos de violencia hacia mujeres. En el tercer se describe la estrategia metodológica a partir de la cual se construyeron y analizaron los datos y en el cuarto, correspondiente a la sección de hallazgos, se presenta el análisis de los estereotipos encontrados hacia las mujeres usuarias utilizando los mitos de Lilith y Eva. Por último, se concluye presentando el punto de vista de las mismas usuarias en relación con sus experiencias de tratamiento residencial y su relación con los proveedores de estos servicios.

El argumento que guía el análisis es que la mayor estigmatización del uso de sustancias ilegalizadas que recae sobre las mujeres limita tanto la oferta de servicios de tratamiento como su acceso a ellos. Incorporar la perspectiva de género en el análisis de la oferta de tratamiento para uso de sustancias psicoactivas es esencial para proveer servicios de calidad y para confrontar estereotipos existentes en relación con las personas que usan sustancias ilegalizadas.

Género, uso de sustancias ilegalizadas y acceso a tratamiento residencial en México

En México, sólo el 9.9 % de la población entre 12 y 65 años reporta haber usado una sustancia ilegalizada alguna vez en su vida, de los cuales, el 2.7 % lo ha hecho al menos una vez en el último año y sólo el 0.6 % presenta uso problemático (Villatoro-Velázquez et al., 2017). En las mujeres, la situación de uso problemático de drogas es mucho más focalizada, en tanto sólo el 4.3 % reporta haber usado alguna sustancia ilícita al menos una vez en su vida, el 1,1% reporta haberlo hecho en el último año y sólo 0.2 % presenta uso problemático (Villatoro-Velázquez et al., 2017). Aunque los hombres presentan prevalencias más altas de consumo, en las mujeres el aumento en las prevalencias de consumo ha sido mayor en comparación con el observado en hombres (López-Méndez et al., 2021; Medina-Mora et al., 2011).

En cuanto al acceso a tratamiento los datos evidencian que mientras el 20.3 % de los varones con uso problemático de sustancias han accedido a tratamiento, en las mujeres la proporción es de 12.8 % (Villatoro-Velázquez et al., 2017). Si bien La Norma Oficial Mexicana para la prevención, tratamiento y control de las adicciones (NOM-028) clasifica la oferta de tratamiento para el uso de sustancias en ambulatorio y residencial, la mayoría de las personas que acuden a tratamiento en México lo hacen en instituciones que ofrecen alternativas residenciales (74 %) (Villatoro et. al, 2017). Ello se debe a la preponderancia de una visión manicomial frente al tratamiento del uso de sustancias que se consolidó en el país durante la segunda mitad del siglo XX en detrimento de la oferta de tratamiento ambulatorio y de base de comunitaria (Ospina-Escobar, 2021).

No existe un registro oficial de servicios ambulatorios de tratamiento para el uso de sustancias en México, por lo que sólo se cuenta con datos para servicios públicos. La oferta pública incluye las 341 unidades de los Centros de Atención Primaria en Adicciones (Uneme-Capa) (Conadic, 2018) y las 106 unidades de los Centros de Integración Juvenil (SSA, 2022). Adicionalmente, Marín-Navarrete, Medina-Mora y Tena-Suck (2016) reportan la presencia de más de 20,000 grupos de Alcohólicos y Narcóticos Anónimos.

Por su parte, la oferta de tratamiento en modalidad residencial en México incluye 11 unidades de hospitalización de Centros de Integración Juvenil,3 45 centros residenciales públicos y 2 108 establecimientos residenciales privados, de los cuales solo 1,045 están registrados (Lobo, 2021) y 299 son reconocidos por la Conadic (2021). Es decir, según estos datos en México sólo el 14.2 % de los centros residenciales que ofrecen tratamiento para uso de sustancias se acogen a las normas que rigen estos establecimientos según la NOM-028. Al respecto, es importante considerar la diversidad de enfoques de tratamiento que se ofrecen en los centros residenciales y su heterogeneidad en términos de la calidad de los servicios que ofrecen (Ospina-Escobar, 2021).

Un análisis de las características de los servicios residenciales de atención al uso problemático de sustancias en México muestra que de los 299 establecimientos reconocidos por Conadic (2021) sólo el 37.5 % (n = 112) atiende a mujeres y sólo el 10.4 % (n = 31) es exclusivo para mujeres (Ospina-Escobar, 2022). Este análisis evidencia que el tratamiento que se ofrece en estos establecimientos suele ser más largo y costoso para las mujeres en comparación con el que se ofrece a los varones4 (Ospina-Escobar 2022).

En términos de la demanda de atención, los datos muestran que las mujeres suelen acceder a estos servicios principalmente siendo menores de edad. En contraste, los varones acceden a estos servicios mayoritariamente después de los 20 años5. Sin embargo, la edad promedio al primer uso de una sustancia ilegalizada es similar para ambos sexos (Villatoro et. al, 2017), es decir, frente al mismo comportamiento, a las mismas edades, más mujeres que hombres son encerradas de manera más temprana en sus biografías. Para comprender las diferencias aquí expuestas en el acceso a servicios de tratamiento entre hombres y mujeres, es necesario incorporar una perspectiva de género. Por género se entiende “los conjuntos de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores sociales que las sociedades elaboran a partir de la diferencia anátomo-fisiológica, [y que, entre otras cosas], dan sentido al relacionamiento de las personas en tanto seres sexuados” (Barbieri, 1993:149). Desde esta perspectiva, se plantea que los hombres y las mujeres tienen motivaciones, prácticas y trayectorias diferenciadas de consumo de sustancias psicoactivas (Romo-Avilés, 2010), y enfrentan barreras específicas de acceso a servicios de tratamiento para el uso problemático.

Reconocer al género como un sistema de desigualdad estructural entre sujetos considerados masculinos o femeninos que impone formas de ser, de pensar, de sentir y de comportarse según la adscripción a lo femenino o lo masculino, resulta esencial para entender los resortes sociales que explican el menor acceso de las mujeres a los servicios de atención al uso de sustancias ilegalizadas en el país y las características diferenciadas de los servicios que ellas reciben, pues más allá de la existencia de recursos limitados para la atención, estas barreras dan cuenta de cómo se materializan los estereotipos de género frente al uso de sustancias y cómo desde dichos estereotipos se diseña el sistema de atención y cuidados para este fenómeno particular.

En este texto se analizan y describen los estereotipos frente a las mujeres usuarias de sustancias ilegalizadas en proveedores de servicios residenciales de atención. El argumento que guía el análisis es que los estereotipos de las y los proveedores de servicios de tratamiento frente a las mujeres con uso problemático de drogas inciden en la posibilidad de ofrecer o no servicios de tratamiento a mujeres y en las características de los servicios que se les ofrecen en comparación con los servicios que se ofrecen a varones. Para ello resulta necesario precisar qué se entiende por estereotipos.

Estereotipos de género y consumo de sustancias

Los estereotipos son construcciones sociales que reflejan las percepciones del observador sobre lo que hacen las personas en su vida cotidiana (Eagly y Steffen, 1984). Como tal, los estereotipos se definen como creencias sobre las características atribuidas a un grupo de personas, que expresan valoraciones positivas o negativas hacia este (Eagly y Mladinic, 1989). En ese sentido, los estereotipos de género están estrechamente ligados con roles sociales tradicionales asignados a hombres y mujeres, y con la distribución desigual de poder entre unos y otras (Eagly y Steffen, 1984).

La literatura sobre estereotipos de género los clasifica en descriptivos y prescriptivos. Los primeros hacen referencia a las características culturalmente construidas sobre la apariencia física, roles y comportamientos que caracterizan a hombres y mujeres (Burgess y Borgida, 1999). El componente prescriptivo, por su parte, hace referencia a las características, roles y comportamientos a los que se espera que hombres y mujeres se ajusten (Burgess y Borgida, 1999). El juego entre los componentes descriptivos y prescriptivos de los estereotipos de género sirven para naturalizar la distribución desigual de poder entre hombres y mujeres, ayudando a mantener el funcionamiento del sistema social a través de la perpetuación de ciertos modelos de comportamiento (Eagly y Steffen, 1984).

En general, los estudios han identificado que las características prescriptivamente más intensamente asociadas a las mujeres son ser cálida y amable, interesada en los niños, sensible, amistosa, leal, limpia, atenta a las apariencias, paciente, educada, alegre, cooperadora y sana (Prentice y Carranza, 2002, p. 273). La literatura muestra la persistencia de estos estereotipos a lo largo del tiempo, a través de castigos como la desacreditación, el acoso y la violencia sexual (Burgess y Borgida, 1999), pero también a través de mecanismos sutiles de coacción como el paternalismo y la condescendencia (Becker y Sibley, 2016). Ambos mecanismos favorecen la preservación del statu-quo y retrotraen a las mujeres de la vida social, desincentivando su participación en movimientos de reivindicación de sus derechos (Becker y Sibley, 2016).

La violación a las prescripciones de los estereotipos de género supone para la persona enfrentar diversas formas de castigos y devaluaciones (Burgess y Borgida, 1999; Prentice y Carranza, 2002). En el caso específico de las mujeres que se salen de los roles tradicionales de género la literatura muestra que son particularmente vulnerables a que se degraden sus habilidades interpersonales y su personalidad (Burgess y Borgida, 1999; Prentice y Carranza, 2002).

En este estudio, el uso de sustancias ilegalizadas por parte de mujeres es considerada una práctica que viola las prescripciones estereotipadas de cómo se debe comportar una mujer, en primer lugar, porque un cuerpo “intoxicado” no es un cuerpo apto para desarrollar los roles de madre y cuidadora, en tanto se concibe que el uso de sustancias en las mujeres pone en peligro el proceso mismo de gestación y la posterior crianza de los hijos (Ettorre, 2015). En segundo lugar, el uso de sustancias supone una orientación hacia el placer individual que va en contravía del control de los impulsos y deseos, y la supresión de la búsqueda de placer que, según Furlong (2006), son elementos fundantes de la subordinación femenina. En esta línea, Lagarde y de los Ríos (2015), plantea que lo imperdonable de la mujer usuaria de sustancias es, en primer lugar, su incapacidad de control porque es sobre su integridad que se construye la seguridad vital en el grupo doméstico y la reproducción social de la especie. En segundo lugar, resulta imperdonable que estas mujeres dejan de ocuparse de otros para ocuparse de sí mismas, que prefieran otras actividades a las domésticas.

En este proceso, el discurso médico en torno al uso de sustancias y las “adicciones” ha jugado un rol central en la administración contemporánea de los comportamientos “desviados”, de modo que los comportamientos que antes resultaban inmorales o no-deseables, ahora son catalogados como síntomas o como enfermedad (Zola, 1972). El proceso de medicalización favorece que las etiquetas de enfermedad sean usadas por la sociedad general y que la restricción de derechos y privilegios de los etiquetados como “enfermos” no sean vistos como castigo, sino como tratamiento. Así, quien es clasificada como “adicta”, queda bajo custodia y sujeta a un poder absoluto (Lagarde y de los Ríos, 2015), en este caso, el que se ejerce en los centros de tratamiento para uso de sustancias.

Link y Phelan (2001), llaman la atención sobre la necesidad de considerar el carácter estructural y relacional de la construcción de estereotipos, de modo que los atributos que se ligan a los grupos sociales no son una característica “real” de las personas, sino que son el producto de un proceso de designación o etiquetaje de personas que pertenecen a determinados grupos sociales. En particular, el discurso de la enfermedad crea la normalidad, clasifica a los sujetos que no pertenecen a ella, marginando a quienes rompe con los imperativos sociales (Lagarde y de los Ríos, 2015).

Siguiendo a Link y Phelan (2001), el primer paso en ese proceso de designación de una persona a un determinado grupo es la sobresimplificación de las características a través de las cuales se les atribuye su pertenencia a dicho grupo. A través de esta sobresimplificación se niega la diversidad de las maneras en las que se expresan las características que se atribuye al grupo. En nuestro caso, el estereotipo de la mujer “adicta” sobresimplifica la diversidad de patrones de consumo de sustancias que puede tener una mujer e invisibiliza las condiciones estructurales que conllevan a que este comportamiento se torne problemático.

En segundo lugar, la construcción de estereotipos refleja la asignación de estatus social entre diferentes grupos, producto de procesos histórico-políticos que buscan reproducir la subordinación de ciertos grupos sociales. Esta asignación diferencial de estatus corresponde con valoraciones y actitudes específicas hacia los grupos sociales subordinados. En este caso, la clasificación como “adicta” incluye una valoración negativa y actitudes de rechazo y/o de conmiseración moral (Lagarde y de los Ríos, 2015), que refuerzan la asignación restringida de estatus hacia estas mujeres. La asignación de estatus afecta de manera profunda las interacciones sociales, naturalizando las relaciones de dominación-sumisión y legitimando tanto la inferioridad moral de unos como la superioridad de otros (Goffman, 2006).

En nuestro caso, a las mujeres usuarias de sustancias no sólo se les asigna un estatus menor que el de los varones, por su condición de mujeres, sino además un estatus menor que el de una mujer no-usuaria por involucrarse en una práctica que va en contra de su rol de género.

En tercer lugar, Link y Phelan (2001) plantean que la identificación y elección de la característica a través de la cual las personas son etiquetadas y conformadas como grupo social -la “adicción” en este caso- es una categoría creada culturalmente que toma significancia en un momento histórico particular. En ese sentido, los autores plantean la necesidad de preguntarse por las fuerzas sociales, culturales y económicas que mantienen el foco de atención en esa característica particular (Link y Phelan, 2001, p. 368).

“La locura es siempre un producto histórico-social” (Lagarde y de los Ríos, 2015, p. 55), es decir, responde a las contradicciones particulares a las que se encuentran los sujetos según su momento histórico y su posición social. En particular, la “adicción” se consolida como problema social durante la segunda mitad del siglo XX, en el marco de una profundización de la sociedad capitalista, cimentada en los valores del trabajo, la racionalidad, la autorregulación emocional y la postergación en la búsqueda del placer (Escohotado, 2016). En este proceso, los discursos médicos han tenido una importancia capital en legitimar la prohibición del uso de ciertas sustancias psicoactivas a través de la medicalización de su consumo, de la construcción del sujeto “adicto” como carente de autonomía y de los dispositivos de encierro como estrategias preferidas de intervención (Escohotado, 2016). Por otro lado, el aumento de la “adicción” en mujeres en México se corresponde con los cambios que ha experimentado este grupo social en términos sociales y culturales en las últimas décadas (Lagarde y de los Ríos, 2015). Entre ellos, el aumento en los niveles de escolaridad y de participación laboral y política, la reducción de la fecundidad (Zavala de Cosío, Coubés y Solís, 2016), así como las mayores demandas de inclusión social y de derecho a una vida libre de violencia. Todos estos cambios han alimentado nuevas y viejas tensiones en el campo de los estereotipos asociados a lo femenino y lo masculino y con ello, nuevos conflictos, nuevas fuentes de sufrimiento personal y nuevas construcciones en torno al placer (Álvarez Enríquez, 2020).

El argumento que se desarrolla en el texto es que el menor acceso a servicios de tratamiento para mujeres y la mayor duración y costo de estos son formas de disciplina impuestas a las mujeres “adictas” por transgredir los estereotipos prescriptivos de género. El análisis de los estereotipos de género presentes en los discursos de las personas proveedoras de servicios de tratamiento residencial para el uso problemático de sustancias, en relación con las características de las mujeres usuarias de estos servicios y las barreras que enfrentan para acceder a tratamiento, ofrece una ventana para dar cuenta de cómo los estereotipos se transforman en prácticas sistemáticas de discriminación y exclusión social, las cuales minan las posibilidades de las mujeres usuarias de construir patrones menos problemáticos de uso de sustancias.

Metodología

El análisis que aquí se presenta es producto de un proyecto de investigación más amplio sobre el sistema de atención y cuidado al uso problemático de drogas, financiado por la Comisión Económica para América Latina y el Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (Pires y Santos, 2021) y uno más específico sobre la política de drogas del gobierno de San Luis Potosí (Madrazo, 2020).

En 2019 se realizaron entrevistas a proveedores de servicios residenciales de tratamiento y a mujeres usuarias de estos servicios en los estados de Baja California, Sonora, Chihuahua y San Luis Potosí, México. El objetivo de estas entrevistas fue explorar las barreras que, desde su punto de vista, dificultan el acceso de mujeres a estos servicios. En total se realizaron 28 entrevistas con proveedores de servicios residenciales de tratamiento y 23 con mujeres usuarias de los servicios de atención.

Las personas proveedoras de servicios residenciales de atención son mayoritariamente varones (n=18). Se encuentran diferencias importantes en las características de las y los proveedores de los servicios de tratamiento residencial según el sexo de las personas que atienden. Mientras los proveedores de servicios de tratamiento que atienden a varones (n = 18) son todos varones, con edades entre 30 y 60 años, todos pares o expertos por experiencia, los proveedores de servicios de tratamiento que atienden a mujeres (n = 10) son mayoritariamente mujeres (n=9), todas profesionales, con edades entre 25 y 45 años.

Las mujeres usuarias de los servicios de atención entrevistadas para este estudio tienen edades entre los 20 y los 35 años y una escolaridad menor a preparatoria completa. La mayoría realiza trabajos manuales de baja calificación y proviene de hogares cuyos padres realizan ocupaciones de baja calificación. Es decir, las participantes son de origen social pobre y se mantienen en esta condición al momento de la entrevista. La mayoría ha sido internada en servicios residenciales más de tres veces (n = 20). En la mayoría de los casos (n = 19) los internamientos tuvieron lugar antes de los 20 años, lo que corrobora cualitativamente las tendencias observadas en los datos cuantitativos. Si bien todas las participantes reportaron haber sido internadas de manera involuntaria al menos una vez en sus vidas, aquellas entre 30 y 35 años reportaron también haberse internado de manera voluntaria con la intención de controlar su uso de sustancias ilegalizadas en un momento de su biografía donde sintieron que estaban poniendo en peligro sus vidas.

Todas las personas participantes consintieron de manera voluntaria participar en el estudio. En el texto se utilizan seudónimos para proteger la identidad de las personas participantes y la confidencialidad de la información que proporcionaron. El comité de ética de la Secretaría de Salud de San Luis Potosí aprobó la realización del estudio (oficio núm. 29209; expediente 16S.2 del 26 de junio de 2019). Las entrevistas fueron audiograbadas, transcritas y posteriormente codificadas a través de Atlas.ti utilizando como base los temas del cuestionario.

La codificación se realizó siguiendo una perspectiva inductiva a partir de la lectura directa de las transcripciones. Posteriormente los códigos se agruparon en cuatro grandes categorías: (1) estereotipos hacia mujeres usuarias; (2) la identidad de “adicta”; (3) características de los servicios y; (4) barreras de atención.

El análisis arrojó que los relatos de las y los proveedores de servicios entrevistados en torno a las barreras de atención en mujeres estaban relacionados con los estereotipos que unas y otras proyectaban sobre las mujeres usuarias.

Hallazgos

En este apartado se analizan los estereotipos de género encontrados en los relatos de proveedores de servicios de atención al uso problemático de sustancias al preguntarles sobre las barreras de acceso a tratamiento en mujeres usuarias. Mientras en mujeres proveedoras de servicios residenciales que atienden mujeres prevalece una representación de las mujeres usuarias como víctimas, sujetos vulnerables y/o con poca capacidad de agencia; en los varones proveedores de servicios residenciales que no atienden mujeres prevalece una representación de estas mujeres como transgresoras, manipuladoras, rebeldes y, en general, personas “difíciles” de tratar.

Utilizo las figuras míticas de Eva, la compañera arrepentida de Adán, y la de Lilith, la mujer fatal, que abandona a Adán ejerciendo su autonomía e independencia, a modo de símil para condensar el contenido de los estereotipos prescriptivos de género encontrados hacia las mujeres usuarias de sustancias en los discursos de las personas proveedoras de servicios de tratamiento residencial entrevistadas. La representación de las mujeres usuarias como víctimas corresponde al arquetipo de Eva, mientras que su representación como transgresoras, corresponde al arquetipo de “Lilith”. Estos estereotipos connotan valoraciones negativas hacia las mujeres etiquetadas como “adictas” y encarnan actitudes de conmiseración moral y rechazo respectivamente (Lagarde y de los Ríos, 2015).

Los mitos de Eva y Lilith me permiten dar cuenta del carácter colectivo de los estereotipos de género relacionados con el uso de sustancias en mujeres y de cómo se configuran a modo de saber que justifica los modos de relacionarse y de ofrecer servicios de tratamiento a mujeres, al tiempo que invisibiliza las desigualdades estructurales que enfrentan estas mujeres y sus necesidades particulares de atención.

Las Lilith. Problemáticas, seductoras, rebeldes y conflictivas

“yo soy Lilith, la innombrable, la Shejinah, la primera mujer de Adán. Soy mujer y soy demonio; el demonio del deseo, la mujer que se introduce en los sueños lúbricos, la del pubis de fuego; el demonio de la rebeldía, la mujer insumisa”

Dey, 2012:6

Según el mito hebraico, Lilith fue la primera esposa de Adán, creada por Dios exactamente igual que aquel, “con arcilla del suelo” (Dey, 2012, p. 7). Lilith es considerada la primera mujer libre de la historia porque no aceptó la imposición de Adán de estar siempre debajo de él durante el acto sexual. Ante la negativa de Adán de cambiar de posición y su exigencia de obediencia y sumisión, Lilith pronuncia el nombre innombrable de Dios, liberando todo su poder interior y huye del paraíso para refugiarse en las cavernas. Tras su huida, Dios la manda a buscar para que regrese al paraíso, pero ella se niega porque ello supone aceptar su subordinación frente a Adán (Dey, 2012). Lilith, la mujer independiente e insumisa es representada en la mitología como un demonio, la perdición de los varones, siempre provocadora, liberada de la culpa, antítesis del mito de la mujer abnegada y obediente.

Las principales características que los varones proveedores de servicios de tratamiento residencial atribuyen a las mujeres usuarias de sustancias son similares a las de Lilith: su carácter manipulador, su libido incontenible y su rebeldía extrema. Desde su punto de vista, estas tres características las convierten en personas conflictivas y problemáticas y, en esa medida, son representadas como “difíciles de manejar” y como causantes de problemas de convivencia al interior de los centros, lo que, desde su punto de vista, justifica que no les ofrezcan acceso a tratamiento.

Las mujeres son más complejas que los vatos [hombres]. Para empezar, los vatos no cambian con esto de las hormonas. Tú conoces un vato y ya sabes dos, tres cómo es, pero con las morras no es así. Cambian, a veces en el mismo día, están de buenas y luego de malas y luego tristes, sin que les hayas hecho nada, no más así son. Los vatos son más… ¿cómo decirte?... como más predecibles, más fáciles. Si hay que reprenderlo lo reprendo, pero si lo hago con una mujer, ya viene el llanto y la chingadera … ¿Si me entiendes?... No sé cómo explicarte… Es que las mujeres son manipuladoras por naturaleza y si a eso le sumas la adicción, ¡no’mbre, imagínate!… (Director centro de tratamiento residencial para varones en Ciudad Juárez, Chihuahua, 53 años).

Al negarles el acceso a tratamiento, el orden ideal de los varones es protegido de los peligros que amenazan las transgresoras (Douglas, 1973). A través de esta separación radical, se actualiza la idea de que “las mujeres no usan drogas”, al tiempo que se construye a las mujeres transgresoras como doblemente malvadas, por su transgresión a los estereotipos de género y por poner en peligro a los varones (Douglas, 1973).

Así, la dualidad desde la cual se construyen los estereotipos de género por parte de los proveedores-varones de servicios de tratamiento entrevistados conlleva a la construcción de una otredad subyugada (Bauman, 1993) que conjuga las características atribuidas a lo no-deseable/permitido, femenino y que opera a modo de espejo frente a lo deseable/permitido masculino. Emocional versus racional, manipuladora versus confiable, hormonal versus estable, conflictiva versus fácil de manejar. Desde esta dualidad las mujeres usuarias, en su condición de mujeres fallidas (Lagarde y de los Ríos, 2015) son construidas como algo incomprensible, lo que favorece su exclusión del limitado sistema de atención, pero también su descalificación.

El estereotipo de la “adicta-manipuladora” es uno de las representaciones más comunes entre los proveedores entrevistados y en particular, el uso de la seducción como táctica de manipulación. Desde su punto de vista, estas mujeres, tienen una sexualidad incontenible que tienta a los varones, quienes no pueden contenerse, lo que les ocasiona problemas de diversa índole al interior del centro y en últimas los pone en peligro. En particular, destaca el conflicto cuando una mujer usuaria acusa de acoso sexual a un director de un centro de tratamiento. En estos casos no hay un cuestionamiento por las relaciones de poder que se sostienen entre las usuarias y los directores, sino que la responsabilidad se les asigna enteramente a aquellas, en tanto otredad subyugada.

Las chavas aprenden del poder que tienen entre sus piernas y lo usan. Te seducen y luego dicen que las estás acosando. Eso le pasó a un padrino. Se metió en una relación con una de las chavas en su centro y luego ella lo acusó con su familia y estuvo en broncas porque ella era menor de edad… Es que hombre es hombre y tenemos sangre en las venas [risas]… No puedes pedirle a un hombre que se contenga ante la seducción de las mujeres y como te digo, las adictas son muy muy manipuladoras, te hacen caer (Director centro de tratamiento residencial para varones en San Luis Potosí, 35 años).

Por otro lado, resalta en los relatos de los varones entrevistados el estereotipo de la hipersexualidad de las mujeres “adictas”. La literatura sobre los estereotipos prescriptivos de género plantea que las mujeres que violan los mandatos de género al ser percibidas como muy rudas, al realizar ocupaciones o prácticas sociales consideradas masculinas, suelen no ser vistas como víctimas de acoso sexual, en tanto no son consideradas vulnerables por parte de los varones con quienes comparten los ambientes de socialización (Becker y Sibley, 2016; Burgess y Borgida, 1999).

De este modo, el acoso sexual que enfrentan las mujeres que violan los estereotipos prescriptivos de género puede ser entendido como una forma de hacer cumplir los mandatos de género, en este caso, en torno a la disponibilidad sexual de las mujeres en relación con los varones que detentan el poder (Burgess y Borgida, 1999).

Parafraseando a Douglas (1975), el castigo de las mujeres usuarias de sustancias por transgredir las fronteras que las separan de los varones es obedecer a los deseos sexoafectivos del director del centro. Ello explicaría la invisibilidad de la violencia sexual que ocurre en estos espacios y su normalización y justificación en los discursos de los varones aquí entrevistados. Desde estos discursos, los varones “sólo” responden a las insinuaciones de las mujeres usuarias y de ninguna manera las agreden, son ellas, quienes mienten, manipulan, e incitan a aquellos.

En este punto es interesante constatar que las relaciones entre internas y directores son permitidas, pero no así entre ellas y otros internos bajo el argumento que sus “características contaminantes”, utilizando las categorías de Douglas (1975), es decir, su alevosía, hipersexualidad y rebeldía, ponen en peligro el proceso de recuperación de los varones. Pareciera entonces que sólo el líder el grupo tiene la fuerza suficiente para contrarrestar los poderes contaminantes de las mujeres usuarias que ingresan a los centros de tratamiento.

Me ha pasado en centros mixtos que hay un vato que le está echando ganas y de repente llega una morra, le coquetea y empiezan a tener una relación y luego, luego, todo se viene abajo, empiezan los celos, el ego, ya quieren salirse los dos, el craving se intensifica… Es muy complicado ponerles la tentación adentro [dar acceso a mujeres en el centro de tratamiento] (Director centro de tratamiento residencial para varones en Ciudad Juárez, 42 años).

En tercer lugar, se encuentra en los discursos de los proveedores de servicios de tratamiento para adicciones la descripción de las mujeres usuarias de sustancias como personas extremadamente rebeldes, que se niegan a aceptar las estrategias de tratamiento ofertadas en el centro, a abrirse a la terapia y a las dinámicas de grupo que se proponen en estos espacios.

…Es que son bien tercas, se cierran y no hay forma de hacerlas entrar en razón. Les dices es blanco y ellas, no más por contreras, te dicen que es negro. No se abren a los compartimentos del grupo, no aceptan que es su adicción lo que las ha llevado a vivir todo lo que les ha pasado… Aceptar que tienen una enfermedad es el primer paso, pero en ellas es más difícil… No sé... Es como si estuvieran más resentidas… o no sé, porque no más no obedecen, traen un ego que es bien difícil de doblegar, aunque las encierres o las dejes sin comer… Todo les vale, ellas siguen con sus ideas… (Director centro de tratamiento residencial para varones en Hermosillo, Sonora, 32 años).

Esta descripción de la rebeldía de las mujeres usuarias de sustancias contrasta con las características esperadas según los estereotipos prescriptivos de género de amabilidad y calidez, cooperación y paciencia. Como lo plantean Burgess y Borgida (1999), la violación de estas prescripciones de género suscita antipatía por parte de los varones proveedores, en este caso, por negarse a aceptar las reglas y dinámicas del tratamiento. La derogación de la personalidad de las mujeres usuarias y de sus habilidades interpersonales legitima su exclusión del sistema de atención. La loca, escribe Lagarde y de los Ríos (2015, p.503), “al perder su vida privada [por el internamiento] deja de ser persona, pierde todos los derechos, incluso el de la protesta, en el cual, en estas condiciones es considerado un síntoma de locura”. Esta negación de la subjetividad de la mujer usuaria explicaría porque los proveedores de servicios de tratamiento para uso problemático de sustancias no se cuestionan por qué las mujeres usuarias encuentran más difícil abrirse a compartir sus experiencias en las dinámicas de grupo o cuáles experiencias ellas perciben por fuera de las dinámicas de consumo.

Algunas de las mujeres usuarias entrevistadas relataron que para ellas compartir sus experiencias de trauma y violencia sexual en un dispositivo de atención grupal les resulta muy incómodo y lo perciben como posible fuente de agresiones y/o señalamientos por parte de compañeros varones internados. Así mismo, mencionaron que son temas muy privados para ellas de los cuales prefieren no hablar. Las experiencias de trauma y violencia sexual requerirían dispositivos específicos de atención, que no sólo no son pensados en los centros de tratamiento mixtos, sino que pareciera que en estos espacios se minimizan estas experiencias de trauma. Así, la negación de las mujeres a compartir estas experiencias es representada por parte de algunos directores de los centros como “rebeldía” asociada a la “personalidad de la adicta”.

Vemos entonces cómo en las estrategias discursivas aquí descritas, convergen diferentes atributos de maldad de las mujeres (su rebeldía, su sexualidad, su capacidad de manipular) con la saturación de naturaleza de su condición de mujeres, a través de la cual son construidas como sujetos no confiables. Estas estrategias discursivas encuentran en el discurso médico un campo de legitimación de construcción de las mujeres usuarias de sustancias como el “otro contaminante” que atenta contra el orden masculino imperante en estos centros de tratamiento (Douglas, 1973). Desde el discurso médico, las personas usuarias son representadas como interlocutores no-válidos y/o no-confiables, pues su “condición” supone unas características devaluadas de su personalidad, como ser mentirosas y/o manipuladoras. Así, el discurso médico, en tanto discursos de verdad (Foucault, 1992), refuerza esta construcción de las mujeres usuarias como otredad abyecta, despojadas de verdad. Puestas en este lugar de otredad abyecta las mujeres no sólo son sobreexpuestas a situaciones de violencia sexual, sino que las violencias que enfrentan al interior de los centros de tratamiento son minimizadas e invisibilizadas al tiempo que obstaculizan su acceso a procesos de justicia, reparación y garantías de no repetición.

La naturalización de estas representaciones estereotipadas en relación con el género y el uso de sustancias ilegalizadas entre directores varones de centros de tratamiento conlleva no sólo al reforzamiento de los roles tradicionales de género, sino que favorece el ensanchamiento de desigualdades estructurales entre unos y otras, en este caso, expresado en el menor acceso a servicios de atención al uso de sustancias en las mujeres y en la naturalización de las violencias que enfrentan en estos espacios, mismas que han sido ampliamente documentadas (OSF, 2016) y que hacen parte de un continuum de violencias en razón del género, pero también de la clase social y la generación. En las entrevistas con mujeres directoras de centros de tratamiento para uso de sustancias en mujeres, no hubo mención a características particulares de estas que las hicieran más o menos proclives a generar conflictos de convivencia al interior de los centros y/o que dificultaran su “control” dentro de estos establecimientos. En esa medida, es posible plantear que los estereotipos de género desde los cuales se construye un imaginario en torno a la mujer “adicta” entre los varones directores de centros de tratamiento aquí entrevistados se erigen desde el lugar de superioridad moral y de privilegio que construyen para sí estos varones adultos, perpetuando como ya se mencionó las asimetrías de poder entre mujeres y hombres usuarios de sustancias ilegalizadas.

Los directores de centros de tratamiento se constituyen así como operadores del biopoder (Foucault, 1997) que les concede el Estado y la autoridad médica para gestionar los cuerpos “adictos”. La humillación, la desvalorización, la “saturación” de naturaleza que les impregna a las mujeres los discursos de los directores de centros de tratamiento y la invisibilidad de las violencias que enfrentan en estos espacios, son técnicas disciplinarias que operan sobre estos cuerpos insumisos. A través de estas técnicas disciplinarias no sólo se pretende “domar” a las “adictas”, sino enviar un mensaje a las mujeres no-consumidoras de los peligros que supone la rebeldía de consumir sustancias ilegalizadas, buscando con ello su sujeción a los mandatos tradicionales de género.

Las Evas. Víctimas y vulnerables

El mito de Eva cuenta que esta, a diferencia de Lilith, es hecha por Dios a partir de una costilla de Adán. La historia cuenta que Eva cae en la tentación de probar el fruto prohibido y, además, se lo da a probar a Adán, razón por la cual ambos son expulsados del paraíso. A diferencia de Lilith, Eva está arrepentida de su falta, está cargada de culpa y vergüenza y es a través del sufrimiento (“parirás a tus hijos con dolor”) que encuentra redención y que puede aspirar a ser re-incluida en la sociedad que la expulsó. La culpa y la sumisión son las características de Eva que encuentro recurrentes en los discursos de mujeres proveedoras de servicios residenciales de tratamiento al uso de sustancias, en relación con las mujeres que atienden, encarnando una actitud de conmiseración moral hacia ellas.

En particular, lectura de las mujeres proveedoras de servicios de tratamiento sobre las barreras específicas que enfrentan las mujeres usuarias para acceder a servicios está atravesada por el estereotipo de “la mujer adicta” que es “víctima” de la manipulación de su parejas varones, de las violencias al interior de sus hogares y del abandono de sus familias de origen. Esta percepción de las mujeres usuarias como vulnerables lleva a concebirlas como objetos de protección y cuidado.

Lo principal que observamos aquí es que mientras las mujeres visitan a los varones cuando están en tratamiento, porque son sus parejas, sus hermanos, sus hijos, o sus padres, a ellas no las visita casi nadie. Ellas les traen comida, insumos de aseo, cigarros, todo lo que ellos necesiten; en cambio ellas no tienen quien las apoye para internarse. Normalmente no tienen cómo pagar su ingreso y cuando las familias les pagan el ingreso, no las visitan, entonces no tienen ni lo básico: el champú, el jabón, toallas sanitarias… Lo que ellas ocupen. Entonces yo creo que es más duro para ellas estar rehabilitándose y darse cuenta de ese abandono por parte de su familia. Por eso considero que el tratamiento con ellas es menos efectivo, porque resienten ese abandono (Psicóloga centro de tratamiento residencial de mujeres, Hermosillo, Sonora, 28 años).

Desde esta victimización de las mujeres usuarias de sustancias, las dificultades que encuentran para acceder a servicios son “psicologizadas” y no se cuestionan cómo los mandatos tradicionales de género están en el centro de los procesos de abandono que estas mujeres enfrentan. En general, las proveedoras de servicios explican este abandono desde la patologización de las dinámicas familiares y de las violencias que estas mujeres viven en estos escenarios.

Los relatos de las mujeres usuarias dejan de ver de manera mucho más clara cómo opera la discriminación por fallar al ideal de sobriedad. Así, la transgresión al orden de género que supone el uso de sustancias ilegalizadas conlleva al aislamiento social como un castigo que, a su vez, es sostenido con representaciones sobre la “mujer adicta” como egoísta e inmoral. Siendo a Lagarde y de los Ríos (2015), las mujeres que fallan, que trasgreden la norma, son encerradas en “murallas terapéuticas”, deben ser aisladas para proteger a los otros y para protegerlas de sí mismas.

Los relatos de las mujeres usuarias muestran cómo el estereotipo de “la mujer adicta” pareciera atentar contra la respetabilidad de la familia. Esta mujer, en tanto fuente de vergüenza para la familia, requiere ser ocultada, separada y excluida. Mientras el uso de sustancias en varones favorece el apego a los roles tradicionales de género, en las mujeres la inmoralidad y/o libertinaje que supone el uso de sustancias ilegalizadas resulta insostenible, al contradecir los mandatos de abnegación y cuidado que se asocian a lo femenino. Esta hipótesis permite visibilizar los resortes estructurales que explican los menores apoyos que reciben las mujeres por parte de sus familias y que no puede ser reducido a un problema de conflictividad familiar.

Yo si he querido internarme, pero no tengo cómo pagar. Aquí un centro cobra mínimo mil pesos a la semana y no los tengo… No tengo cómo conseguirlos, ni cómo juntarlos, porque vivo al día. Cuando era más chavalilla [más joven] si me apoyaban en mi casa y hasta me metieron en un anexo y todo, pero desde que volví a las andadas [a usar sustancias ilegalizadas] ya haz de cuenta que perdí todo su apoyo… Ya soy yo sola, no cuento con ellos para nada… (Susy, 28 años, Ciudad Juárez).

La noción de ‘codependencia’ es otra de las formas en las que se expresa el estereotipo que sobre la mujer usuaria de sustancias como víctima proyectan las proveedoras de servicios de tratamiento para adicciones. Esa noción les permite explicar la permanencia de las mujeres en relaciones abusivas tanto con sus parejas -casi siempre varones- como con algunos miembros de sus familias de origen, ello en tanto son representadas como esclavas de los deseos de otros, incapaces de ejercer su autonomía y priorizar su bienestar.

Para mí, la principal barrera de acceso a tratamiento en mujeres es el ideal del amor romántico que ellas han construido. Ellas no quieren defraudar a esas parejas y entonces se dejan manipular. Muchas veces ellas quieren entrar a tratamiento, pero son ellos los que no lo permiten porque ellas sostienen la adicción de ambos y entonces, si ellas se internan a ellos les toca resolver lo de sus dosis. Otras veces entran a tratamiento, pero son incapaces de romper con la codependencia que han construido con ellos y entonces abandonan o recaen. Para ellas consumir con la pareja es como una prueba de amor (Psicóloga centro de tratamiento residencial de mujeres, Hermosillo, Sonora, 34 años).

De nuevo, la construcción estereotipada de “la mujer adicta” como víctima simplifica y psicologiza la complejidad del significado que toman las relaciones de pareja en contextos de exclusión social grave. Ante el contexto generalizado de estigmatización y violencia en el que viven la mayoría de las mujeres usuarias participantes de este estudio, la pareja se construye como un ideal que representa un refugio, un espacio de solidaridad y compasión que las humaniza. En últimas, la pareja es una conexión en un universo de vínculos rotos y/o erosionados. Por ello, no basta con plantear que la codependencia dificulta el acceso a tratamiento, sino que es necesario problematizar las relaciones sexoafectivas entre hombres y mujeres que usan sustancias y entenderlas en el marco más amplio de intercambios sociales a los que unos y otras tienen o no acceso. Las mujeres participantes de este estudio tienen menos acceso a fuentes de reconocimiento, afecto y estatus que sus pares varones y ello contribuye a consolidar el lugar central que ocupa la pareja como fuente de estabilidad y apoyo.

Ustedes los normaloides [las personas no-usuarias de sustancias ilegalizadas] nos juzgan porque solo nos juntamos con adictos, pero es que aquí en el barrio, cuando la raza [las otras personas] ya sabe que una es adicta, nadie te da quebrada [se relaciona con ellos], es como si tuviéramos rabia, o sabe qué. Si vas caminando por esta banqueta, se pasan a la otra, así, bien feo, entonces al final nos juntamos con puro adicto. Pero ¿sabes? Entre nosotros nos apoyamos porque sabemos cómo se siente que tu familia no te hable, que te discriminen… Por eso el amor que nos damos es más real, digo yo, porque no hay interés, porque yo no tengo nada y él no tiene nada. Yo consigo pa’ la dosis, él me hace respetar con los locos de allá para que no se pasen de listos, y así… (Isabel, 32 años, Hermosillo).

Esta perspectiva paternalista del tratamiento dirigido a mujeres y la actitud de conmiseración moral incentiva que se prolonguen los tiempos de tratamiento bajo el argumento de que estas están “protegidas” en la institución y sólo se recomienda que regresen a sus espacios de cotidianidad una vez están “fuertes”. Becker y Sibley (2016) plantean que el paternalismo hacia las mujeres es una expresión de sexismo benevolente, que, a diferencia del sexismo hostil, provee formas de control que se ven como deseo de protección y cuidado. Sin embargo, desde esta perspectiva paternalista las mujeres se ubican en una posición de subalternidad, en este caso, por su incapacidad de cuidarse a sí mismas, lo que perpetúa su subordinación. Esta forma de sexismo benevolente requiere de la aceptación por parte de las mujeres del discurso médico en relación con su “problema de adicción”, operando así un proceso político de aculturación y obediencia (Lagarde y de los Ríos, 2015). Sólo la aceptación de su condición y de todas las reglas del internamiento les garantiza su cura y su consiguiente salida del encierro.

Becker y Sibley (2006) afirman que el sexismo hostil se suele dirigir más hacia mujeres que no se conforman con los roles tradicionales de género y su reacción es el castigo y la expulsión, como en el caso de las Lilith. En contraste, el sexismo benevolente suele dirigirse hacia mujeres que aceptan ciertas prescripciones de género y, a cambio de mantener estos roles tradicionales, en este caso, vía la expresión de arrepentimiento y culpa por el uso de sustancias, se convierten en objeto de afecto y compasión. Así, la benevolencia se erige como una herramienta de cooptación de estas mujeres a quienes se les impone docilidad a cambio de recibir atención y cuidados.

La culpa, plantea Lagarde y de los Ríos (2015, p. 506) es el elemento central de los cautiverios de las mujeres. La culpa enmascara las contradicciones en las que viven las mujeres pobres usuarias de sustancias y les impide tramitar el enojo y la frustración que estas contradicciones generan en su día a día y que son aliviadas a través del uso compulsivo de sustancias. La culpa subraya la condición de mujer caída y la enunciación de sí misma desde una identidad deteriorada, desde el estigma. A través de la culpa se expresa la adhesión al estereotipo, la renuncia a la trasgresión, el deseo de volver al “buen camino”.

Ni Evas ni Liliths. La voz de las mujeres

En los relatos de las mujeres usuarias de sustancias se enuncian de manera clara las contradicciones, dificultades y conflictos que enfrentan estas mujeres para vivir el ideal femenino de la madre, la mujer bonita, la mujer contenida (Lagarde y de los Ríos, 2015). Desde antes de iniciar su trayectoria de uso de sustancias, algunas de las mujeres participantes de este estudio se enfrentaron a la contradicción de vivir en una familia que las violentaba, que no les preveía de lo básico y desde esa soledad estructural tuvieron que convertirse muy prontamente en proveedoras económicas de sus hogares. Ser madres no significó para muchas ellas pasar a ser proveídas y/o protegidas por un varón, sino, en muchos casos doblar sus exigencias y enfrentar nuevas violencias. La contradicción que encarnan estas mujeres es que cumplir con las exigencias domésticas que se le imponen supone trasgredir el rol de mujer impuesto socialmente, salir al espacio público, dejar solos a sus hijos, mostrarse demasiado agresiva, demasiado independiente. Desde este lugar, el uso compulsivo de sustancias puede ser entendido como una defensa cultural ante las contradicciones que la habitan (Lagarde y de los Ríos, 2015).

El uso de sustancias aparece en algunos relatos como un acto de autonomía, como un espacio donde tienen un respiro, donde ellas se ponen primero y por un momento dejan de ser para otros. Sin embargo, el estigma asociado al uso de sustancias en conjunto con los constreñimientos estructurales que enfrentan en su día a día terminan haciendo de este espacio una trampa en el que se construyen patrones de uso problemático que requieren atención. Al llegar a este punto, las mujeres enfrentan tres barreras principales de acceso a servicios de tratamiento, que justo subrayan las contradicciones que imponen sus cautiverios. su rol de madre y/o cuidadora; su rol de proveedora económica principal del hogar; y su desconfianza frente a los centros de tratamiento y de los centros de atención profesionales de salud en general. En estos relatos resalta cómo los estereotipos de género construidos hacia las mujeres usuarias operan como barreras para visibilizar y atender sus necesidades particulares de atención.

Para internarse, las mujeres con hijos(as) requieren, por un lado, contar con una red de apoyo que les cuide a sus hijos e hijas mientras están en tratamiento y, por el otro, que estén dispuestas a asumir esa separación como un elemento esencial para mejorar sus condiciones de salud. Lo primero es más bien la excepción que la regla. A medida que se complejizan las trayectorias de uso de sustancias ilegalizadas, las mujeres van perdiendo redes de apoyo social y familiar y van a quedan a expensas de sí mismas o de las redes conformadas por otras personas usuarias (Castillo y Gutiérrez, 2008; Lobo, 2021; Giacomello, 2020; Romero et al., 1996). En el segundo caso, una proporción importante de mujeres usuarias vivieron experiencias de violencia física y sexual en sus hogares de origen que, en algunos casos, incidió en el inicio del uso de sustancias y/o la salida temprana del hogar (Castillo y Gutiérrez, 2008; Giacomello, 2020; Romero et al., 1996). En estas mujeres dejar a sus hijos/hijas en los escenarios donde ellas mismas fueron violentadas es impensable. Por último, la relación con los hijos/hijas suele ser una fuente de apoyo y de inspiración que les ayuda a mantenerse en pie cada día a pesar de la severidad de las violencias que enfrentan cotidianamente. En estos contextos, separarse de sus hijos/hijas es privarse de un vínculo que resulta estructurante para ellas.

Si pensé en internarme, pero está el problema de con quien dejo a mi hijo el más chico. Mi amá me tiene a los tres más grandes. Con ella viven bien… El problema es… que… no me deja verlos…Ni acercarme, ni nada…. Entonces si dejo a J con ella mientras me aliviano, lo pierdo también. Ya he perdido mucho y no quiero perderlo a él (Vivi, 22 años, Ciudad Juárez).

Así, no es que los hijos sean una barrera al tratamiento, sino que la maternidad y el uso de sustancias se han construido como alteridades, identidades y roles irreconciliables y, en esa medida, los dispositivos de atención no contemplan estrategias para su integración, pues resulta impensable en tanto la sobriedad aparece como requisito para gozar del derecho de ser madre. Sin embargo, a partir de los relatos de las participantes del estudio, de mis propias observaciones en campo y de los resultados de otros estudios sobre uso de sustancias en mujeres (Ettorre, 2005; Giacomello, 2020; Lobo, 2021), es posible constatar que una proporción importante de mujeres usuarias logran compatibilizar su rol de madre con sus dinámicas de uso de sustancias y que, incluso, en algunos casos y bajo ciertas condiciones, las sustancias facilitan el cumplimiento del rol materno en contextos caracterizados por la falta de apoyos sociales, comunitarios y/o familiares que favorezcan un ejercicio menos precarizado y contingente de las maternidades.

Ustedes [refiriéndose a las personas no-usuarias de sustancias] pueden pensar que soy mala madre, pero yo me aseguro de que no le falte nada. Yo me sé administrar, ¿me entiende? Para que vaya a la escuela y tenga sus cosas y para que no me vea mal. En la mañana, antes de terminar de trabajar fumo un poco de cristal [metanfetamina], así ya estoy sobres [alerta] […]llego a la casa para alistar todo lo que se necesita para la escuela. Después ya me inyecto tantita shiva [heroína], unas 10 rayas, para poder descansar. Cuando regresa comemos y, para el bajón, me doy un par de toques con cristal. En la noche que salgo a trabajar, ahí me inyecto otra vez shiva para que no me dé la malilla, pero mezclada con un 50 de cristal para poder aguantar toda la noche bien (Sandra, 25 años, Tijuana).

La mayoría de las mujeres entrevistadas que habían iniciado sus trayectorias de consumo antes de ser madres manifestaron su deseo de disminuir el uso de sustancias durante los momentos de embarazo y puerperio. En muchos casos, estos esfuerzos los han realizado en soledad y con sus muy escasos recursos (Ospina-Escobar, 2020). El que la mayoría de los centros de tratamiento no reciba a mujeres embarazadas y que en los albergues para mujeres embarazadas sin hogar no se acepte a mujeres usuarias de sustancias, deja ver el desamparo institucional que enfrenta esta población y cómo el estigma de “mala madre” asociado al estereotipo de “la mujer adicta” las convierte en sujetos no-elegibles de apoyos sociales.

Desde el estigma construido de “malas madres” y bajo el supuesto de que un cuerpo intoxicado no es un cuerpo apto para ejercer la maternidad (Ettorre, 2015), se populariza un discurso oficial en el que las mujeres son culpabilizadas no sólo de su “adicción”, sino también de los problemas de salud con los que nazcan sus hijos(as) y los problemas socioemocionales y de comportamiento que desarrollen durante su infancia, invisibilizando la falta de apoyos, la precariedad y la contingencia en las que viven muchas mujeres en México.

Desde estos estigmas hacia las mujeres usuarias se erige una manera de intervención estatal que privilegia la separación de los hijos e hijas como única opción para asegurar “el bien superior de la infancia”, invisibilizando la importancia que tiene para las infancias el que las madres puedan recibir apoyos estatales (acceso a viviendas, tratamiento ambulatorio, servicios especializados de salud materna, guarderías y comedores) que les permitan ejercer su derecho a la maternidad de manera segura tanto para ellas como para sus hijos e hijas. En este contexto, la separación de las mujeres con uso problemático de sustancias de su hijos e hijas por parte del Estado, así como la falta de acceso a servicios sociales para ejercer la maternidad, pueden leerse como formas de castigo institucionalizadas ante su condición de transgresoras de los mandatos de género.

Además de la presencia de hijos, tener dependientes económicos y/o ser la principal proveedora de sus hogares es identificado por parte de las mujeres entrevistadas como una barrera de acceso a los servicios de tratamiento. Para estas mujeres, internarse para atender el uso de sustancias supone poner en peligro el sustento y la sobrevivencia no sólo de sus hijos e hijas, sino en muchos casos de sus padres, madres, abuelos(as) y/o sobrinos, personas que se encuentran en condición de dependientes económicos, bien por ser adultos mayores o con discapacidad, o por ser menores de edad.

Los estereotipos que se han construido desde las narrativas ficiales frente a la “adicción” llevan también a declarar incompatibles el uso de sustancias ilegalizadas y la proveeduría económica. Debido a las barreras que enfrentan las “mujeres adictas” para acceder al mercado laboral, la mayoría no tiene más opción que disputarse la sobrevivencia a través de actividades diversas y muchas veces complementarias, como la mendicidad, robos pequeños en tiendas y supermercados, trabajos eventuales, venta de objetos que encuentran en la basura, recolección y venta de material reciclable, venta de pequeñas cantidades de drogas, trabajo sexual, entre otros (Lobo, 2021; Ospina-Escobar, 2020).

La multiplicidad de fuentes de ingresos que resulta necesaria para suplir sus necesidades personales y las de sus dependientes económicos, hace que estas mujeres estén ocupadas la mayor parte del tiempo y, en consecuencia, tengan pocos espacios y tiempo para el cuidado de sí mismas. Parafraseando a Lagarde y de los Ríos (2015), son mujeres cautivas en las exigencias que supone su rol de cuidadora, son mujeres para otros. En estas poblaciones en contextos de exclusión social grave, cada minuto, es una oportunidad de hacer un poco de dinero. Compatibilizar las jornadas laborales con los servicios de tratamiento para mujeres resulta esencial para mejorar su acceso a estos servicios.

Es que no hay tiempo para ir a hablar de nuestros problemas o para esperar en una sala a ver si nos atienden o no. El talón es la prioridad, porque nadie va a venir a darme dinero para mi cura, para el hotel, para la comida, para las cosas de mi hijo, hay que chingarle. ¡Qué tal que me anexara!, lo pierdo todo… Mi cantón, mi hijo, mi trabajo… (Ruby, 36 años, Ciudad Juárez).

En tercer lugar, las mujeres entrevistadas expresan que no acuden a servicios de atención al uso de sustancias por la desconfianza que han construido hacia los y las proveedoras de servicios de los dispositivos tradicionales, principalmente por los abusos que ellas mismas han experimentado en los centros de tratamiento residencial o en sus relaciones terapéuticas con psiquiatras, psicólogos(as) y/o trabajadores(as) sociales, o bien por las experiencias que han escuchado por parte de sus pares.

Pues más que nada el miedo…. Porque la neta entras y no sabes hasta cuándo te van a tener aquí… A muchas nos traen con engaños y ya cuando llegamos ya nos encierran… Es bien fuerte… Luego hay lugares donde el padrino te acosa y ya sabes cómo van las cosas, si quieres algún beneficio o que no te ponga en friega, pues tienes que aflojar… Si le dices a tus familiares, no te creen, porque para ellos eres adicta y ya, sólo quieres fugarte. Entonces te acostumbras a que calladita estás más bonita… Ya a mi edad, si piensas en alivianarte, no es que no reconozcamos que tenemos un problema como dicen los loqueros, pero da miedo no saber qué te vas a encontrar cuando cierran esa puerta y por eso lo piensas mucho y pues intentas controlarte tú misma … (Andrea, 30 años San Luis Potosí).

En general las participantes del estudio refieren no sentirse escuchadas por las y los proveedores de servicios; que los servicios no responden a sus necesidades específicas de atención; y que tienen que adaptar sus discursos, reflexiones, sentires y experiencias a lo que las y los proveedores de servicios esperan escuchar para evitar ser castigadas o estigmatizadas durante el internamiento, o bien para que su proceso de internamiento no se prolongue de manera indefinida en el tiempo (Giacomello, 2020; Lobo, 2021).

Sin embargo, estas quejas son catalogadas en los discursos de las y los proveedores de servicios como parte de la “personalidad adictiva” y por tanto son ignoradas. Desde este discurso se patologiza y se invalida la necesidad de escucha que plantean las mujeres usuarias, el deseo de ser reconocidas como sujetos más allá de las sustancias que consumen y, más importante aún, se les despoja de su voz, de su condición de interlocutor válido que tiene algo que decir frente a su proceso de tratamiento. La cura, requiere la aceptación de la estructura de dominación que plantea el tratamiento y sus discursos de verdad, obedecer el discurso médico, aceptar su condición, expresar la culpa y el arrepentimiento.

Comentarios finales

Las formas en que las sociedades conciben y regulan el uso de sustancias y a las personas que las usan, refleja la posición que se le otorga a esta práctica. En particular, la hegemonía de los discursos médicos y de salud mental frente a esta práctica social la posicionan como una amenaza para el ideal del cuerpo y la mente saludable. Desde este lugar, la medicalización se configura como un discurso y una tecnología de poder (Foucault, 2012) para tratar los cuerpos “adictos”.

Desde esta hegemonía médica, en los últimos 20 años se ha posicionado en México el tratamiento residencial como principal alternativa de atención frente al uso de sustancias, en detrimento de otras opciones de carácter comunitario o ambulatorio que permiten fortalecer los vínculos de las personas usuarias con las comunidades a las que pertenecen (Ospina-Escobar, 2021).

El análisis de las entrevistas realizadas con proveedores de servicios de atención al uso de sustancias en diferentes estados de la República y con mujeres usuarias de sustancias de estratos pobres, evidencia cómo la construcción de estereotipos frente a estas mujeres y la persistencia de estos constituyen barreras estructurales de acceso a servicios de atención para ellas y contribuyen a explicar los diferenciales de género encontrados en los servicios que se ofertan para uso de sustancias. En particular, el menor número de establecimientos disponibles, los tratamientos más prolongados en el tiempo y más costosos.

De este modo, las construcciones de género también estructuran los sistemas de atención en salud. La literatura especializada evidencia que los consumos de sustancias ilegalizadas en mujeres tienen costos sociales y familiares muy particulares y diferentes a los que atraviesan los varones. Sin embargo, los dispositivos de atención invisibilizan esas diferencias, al plantearlas discursivamente como una consecuencia del uso de sustancias o de relaciones patológicas que construyen las mujeres usuarias en el marco de estos consumos en sus diferentes escenarios de interacción social.

Por otro lado, los discursos prevalecientes sobre las mujeres que usan sustancias ilegalizadas revelan cómo se construye la idea de mujer usuaria como problema social y en cuanto tal, como sujeto de intervención pública. Una intervención que parece estar más orientada a reforzar el estigma y la separación de las mujeres usuarias de otros usuarios varones, de otras mujeres no-usuarias y de sus redes familiares y sociales, que a aliviar las condiciones estructurales de desigualdad y exclusión social en las que desarrollan sus vidas las mujeres participantes de este estudio. En ese sentido, la naturalización y reproducción de estos estereotipos terminan coadyuvando a la producción de subjetividades y de experiencias de mujeres usuarias de sustancias ilegalizadas que los refuerzan, configurándose a modo de profecía autocumplida a través de complejos procesos de etiquetaje, discriminación, exclusión social, disciplinamiento de los cuerpos e internalización del estigma (Link y Phelan, 2001), que a su vez invisibilizan el rol del Estado como garante de los derechos fundamentales de estas mujeres.

La manera cómo actualmente se estructuran los servicios de atención al uso problemático de sustancias, terminan entonces reforzando el aislamiento de la mujer “adicta”. Se le aísla por su peligrosidad, por la amenaza que representa en la reproducción social. Es convertida en “espejo maquiavélico” en el que las otras mujeres se pueden reflejar y reconocerse ajenas a ella, aceptando el costo de la trasgresión y asumiendo la obediencia frente al Orden de género impuesto (Lagarde y de los Ríos, 2015).

Se identificaron dos tipos de estereotipos frente a “la mujer adicta” entre proveedores de servicios de tratamiento residencial para uso problemático de sustancias. El de la mujer rebelde -la Lilith- y el de la víctima -la Eva. La primera es caracterizada a partir de sus atributos como egoísta, autocomplaciente y poco confiable por el exceso de libertad y autonomía que exhibe su consumo de sustancias ilegalizadas, lo cual se traduce en su representación como mujeres conflictivas, hipersexuales y problemáticas, la actitud construida hacia ellas por parte de proveedores de servicios de atención es de rechazo. La segunda es caracterizada por su poca capacidad de agencia, menos conflictiva, pero pasiva; presa de los deseos de los otros y particularmente de su pareja varón, la actitud construida hacia ellas es la de conmiseración moral. Frente a la primera, el internamiento busca “rehabilitarla”, esto es, disciplinarla para que se apegue a los roles asignados a su condición de mujer. Frente a la segunda, el Estado o la familia interviene para salvarla. Ambos estereotipos homogenizan las condiciones diversas en las que viven las mujeres usuarias de sustancias que acuden a servicios de tratamiento y refuerzan su subordinación a estructuras desiguales de poder a través de la psicologización de sus malestares.

El limitado capital social de las mujeres usuarias de sustancias ilegalizadas participantes de este estudio, el control que ejercen sus parejas sexuales y/o sus familias sobre sus dinámicas de uso de sustancias, su imposibilidad de separarse de sus hijas e hijas para poder ingresar a tratamiento, su rol de proveedoras principales en sus hogares, su coerción a través de la hostilidad por parte de algunos proveedores de servicios y su cooptación a través de la benevolencia de otros, son formas en que se materializan el estigma y la discriminación hacia ellas y la incompatibilidad que se ha construido discursivamente entre el uso de sustancias ilegalizadas y la condición de lo femenino.

El uso problemático de sustancias, parafraseando a Lagarde y de los Ríos (2015), debe ser entendido como una manifestación más de las condiciones de miseria, opresión y represión en el que viven millones de mujeres en México. Una búsqueda desesperada por construir autonomía sobre sus cuerpos, su tiempo, sus placeres. Un intento de trastocar las prioridades y elegir una actividad gratificante para sí misma en detrimento de los otros. Lo trágico es que no siempre el uso de sustancias responde a esta búsqueda de autonomía, sino también al esfuerzo por cumplir todas las exigencias que se le imponen. Así, “la adicción”, como bien sugiere Lagarde y de los Ríos (2015) debe ser conceptualizada en el marco de las contradicciones contemporáneas bajo las cuales se performa la feminidad en México, entre la búsqueda de autonomía y libertad, la idealización de la maternidad y la familia patriarcal y el cumplimiento del rol de proveedora-madre-cuidadora, en el contexto de maternidades en soledad.

La discusión en torno al papel que cumplen los procesos de estigma, discriminación y producción discursiva de la categoría “mujeres adictas”, conlleva a subrayar la importancia de ofrecer otras alternativas de atención y, en particular, a considerar los aportes de los tratamientos de base comunitaria para repensar la hegemonía del discurso médico frente al uso de sustancias ilegalizadas (Ospina-Escobar, 2021) y la necesidad de construir nuevas narrativas desde las cuales las mujeres usuarias puedan construir subjetividades por fuera de los estereotipos impuestos por los regímenes patriarcal-prohibicionista y por fuera de los encierros que supone la familia, el trabajo, el centro de tratamiento. Desde los modelos comunitarios de atención se promueve el reconocimiento de otras personas en situaciones similares a las personales y la construcción de vínculos desde ese reconocimiento del sufrimiento colectivo y del apoyo mutuo como claves en la recuperación. En ese proceso, politizar el consumo de sustancias desde el derecho al placer resulta clave para poner en el centro la autonomización de sus cuerpos y la experiencia de un cuerpo para sí.

Referencias

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1Cátedra Conacyt Adscrita al Programa de Política de Drogas. División de Estudios Multidisciplinares. Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Región Centro. https://orcid.org/0000-0003-0768-5252

2 A lo largo del texto prefiero usar el adjetivo ilegalizada a ilícita o ilegal para resaltar el carácter social y político de la clasificación de una sustancia como lícita e ilícita. En ese sentido, el carácter lícito o ilícito de una sustancia psicoactiva no depende de la sustancia en sí misma, sino que es una construcción cultural que se forja al calor de pugnas entre diversos actores sociales en cada territorio.

3 Los Centros de Integración Juvenil son una organización paraestatal adscrita a la Secretaría de Salud

4 Mientras el 65 % de los establecimientos que atienden hombres los tratamientos tienen una duración de entre 3 y 6 meses y en el 33 % de los casos la duración es mayor a seis meses, entre aquellos que atienden mujeres, el 50 % de los casos reportan una duración de entre 3 y 6 meses y en el 46 % de los casos la duración se extiende por más de seis meses (p<0.001). Los costos de tratamiento en los centros que admiten a mujeres son en promedio $9,462 (usd$473 aprox.) más costosos en comparación con los centros que admiten varones (p<0.001). Asimismo, el número de establecimientos que atiende a mujeres, cuyos servicios son gratuitos es menor que aquellos que atienden a varones (n=13; 12% vs. n=49; 18%) (p<0.001). (Ospina Escobar, 2022).

5El 46 % de las mujeres que acudieron a servicios residenciales de tratamiento eran menores de edad; mientras que el 39.2 % de los varones que ingresaron a tratamiento lo hicieron a partir de los 35 años. Los varones menores de 20 años representan el 20.6% del total de hombres ingresados a estos servicios (SSA, 2022).

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