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Cultura y representaciones sociales

On-line version ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.12 n.24 Ciudad de México Mar. 2018

https://doi.org/10.28965/2018-024-05 

Sección temática (Dossier)

Algunas de las paradojas del creer: una mirada psicoanalítica, sociológica y antropológica

Some of the paradoxes of believing: a psychoanalytic, sociologic and anthropologic perspective

Fernando Manuel González* 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales. Universidad Nacional Autónoma de México


Resumen:

Lo que pretendo analizar con este escrito son algunas de las diversas maneras de creer, así como la ilusión en política y su relación con lo invisible. También pretendo establecer una diferencia entre la fe y cierto tipo de creencias que van inscritas en lo que Regis Debray denomina las “comuniones humanas”, las cuales necesariamente implican un tipo de trascendencia.

Palabras clave: Desmentida; ilusión grupal; tumba vacía; efecto oráculo; agnosticismo epistemológico

Abstract:

What I aim to analyze with this text are some of the diverse ways to believe and the illusion in politics, and their relationship with the invisible. To establish a difference between the Faith and certain types of beliefs that are encompassed within what Regis Debray calls the “human communions”, which necessarily imply some sort of transcendence.

Keywords: Denial; Group illusion; empty grave; Oracle Effect; epistemological agnosticism

Exordio

Yo era católico, pero he perdido la fe, aunque hay una diferencia

profunda entre no creer más en Dios y decir: Dios no existe. (Eco, 1989: 25).1

Y en efecto, no confundir ambas cosas resulta fundamental. Eco añade algo más a esta diferenciación que lo coloca como agnóstico, cuando en su diálogo con el cardenal Martini, dice respecto del ateo que se le escapaba su psicología, “porque kantianamente no veo cómo se pueda no creer en Dios, suponiendo que pueda probarlo” (Eco y Martini, 2014:113). Sin embargo, eso no descartaba, para Eco, que la persona que no hubiera “tenido jamás una experiencia de la trascendencia”, o la hubiese perdido, estuviera incapacitada para “dar un sentido a la propia vida y a la propia muerte” (ibíd).

Desde la perspectiva descrita por Eco, se percibe claramente la diferencia con respecto a la sostenida por Emile Cioran, a quien Fernando Savater describe como “un religioso contrariado”. Es decir, “que nunca le perdonó a Dios que no existiera” (Hermoso, 2017). 2De ahí el vaivén de sus posiciones que lo llevan a hacer afirmaciones tan contrastantes como la siguiente:

La creación del mundo no tiene otra explicación más que el temor de Dios a la soledad. En otros términos, nuestro rol, el de las criaturas, no es otro que distraer al creador. Pobres bufones de lo absoluto. (Ibíd).

¿Pero acaso, según la ortodoxia católica, no eran tres personas distintas y…? Parece que a veces los triángulos fatigan.

Introducción

Con esto que vengo de citar ya introduje una serie de nociones, como las de creencia, fe y existencia -que no son equivalentes-, y que pueden terminar por intimidar al más temerario y dejar por la paz cualquier intento de dilucidación de lo que se juega en este territorio comanche que constituye el universo de las creencias.

Y no necesariamente saldré vivo del intento. Para ello, me avocaré a cuatro tipos de abordajes disciplinarios; el del Psicoanálisis;3 el de una antropología del creer (Michel de Certeau), el de una perspectiva sociológica a partir de la “ventriloquia de la usurpación” respecto a la representación política en P. Bourdieu, y el de la diferencia entre el “momento electoral” y el “momento gubernamental”, según P. Rosanvallon. Y finalmente, haré alusión al libro de R. Debray intitulado La crítica de la razón política (1981).

I. Versiones psicoanalíticas para pensar la cuestión de las creencias en su relación con lo invisible y la falta

1. El fetichismo y la creencia paradójica

Parto del supuesto de que el Psicoanálisis permite pensar algunas cosas respecto a las maneras de creer, que trascienden con creces el universo religioso. Cuando Freud analiza el fetichismo construye la teoría del Complejo de la Castración, lo cual lo lleva a pensar la cuestión de...

“La eficacia simbólica de la diferencia de los sexos”, [en segundo lugar], el análisis de un modo particular de creencia fundada sobre la desmentida (Verleugnung), […y, finalmente], el de la discriminación de una estructura del Yo en su relación con la realidad: la escisión (clivaje o Ichspaltung), [de] dos actitudes psíquicas opuestas que coexisten paralelamente, sin relación dialéctica entre sí. (Pontalis, 1970: 10-11).

Será fundamentalmente el asunto de la denominada “desmentida” lo que guiará este primer abordaje. J. B. Pontalis señala que el aporte de Freud en su artículo intitulado “El fetichismo” (1927), en el cual describe la articulación entre castración simbólica y la creencia que se instaura consecutivamente con la desmentida o retracción,4 fue por un tiempo “relativamente desconocida”, porque no era fácil sacar las consecuencias, ya que en la formulación de Freud:

El objeto de la desmentida es la realidad de una percepción, aquella de la ausencia de pene en la mujer, “percepción que le sería insoportable al niño y traumatizante en el sentido fuerte -abriendo una brecha no reabsorbible- en tanto que atestiguaría la realidad de la castración”. (Pontalis: 1970: 11).

Pero al hablar de la “realidad de una percepción que le sería insoportable al niño”, se introduce un tipo de razonamiento no exento de paradoja, ya que se está suponiendo que lo que se percibe es precisamente “una ausencia” o una falta.

Hay que admitir -añade Pontalis-, que esta ausencia sólo puede ser “percibida” gracias a que ella contradice un “prejuicio anterior”, prejuicio que postula que todos los seres humanos tienen un pene y que prescinde de la diferencia de los sexos. (Ibíd).

Se trata, como señala Freud, de una “teoría sexual infantil” que no está en posibilidades de pensar la diferencia anatómica. La cual enfrenta al niño a la cuestión de la invisibilidad por este sesgo, que puede resultarle traumático. Tenemos aquí uno de los primeros enfrentamientos con lo invisible que, como se verá, tiene más de una posibilidad de ser “percibido”. En este caso, lo que no está y “debería” estar se torna “visible” e invisible al mismo tiempo gracias a que se le puede contrastar con la teoría sexual que lo presupone, y, por lo tanto, se instaura una discordancia entre saber y creencia, lo cual lleva al infante a desplegar las posibilidades contenidas en su teoría sexual pretendiendo sacar las consecuencias, por ejemplo: la equivalencia entre el enunciado: “la mujer no tiene pene” (“percepción” que supone una afirmación primaria), y esta otra: “la mujer está castrada” (teoría) con su implicación: “yo soy, como la mujer, castrable por el padre”.

En ese momento originario del fetichismo, la diferencia de los sexos cesa de ser insignificante, y es admitida y percibida, pero ella no es solamente percibida, localizada como diferencia anatómica: ella es reconocida, pero como una ley de la naturaleza en la cual el sujeto rechaza reconocerse. Es en ese momento cuando se efectúa la discordancia entre saber y creencia, discordancia que expresa la fórmula: “ya lo sé, pero aun así”, localizada en el lenguaje corriente por Octave Mannoni. (Pontalis, 1970: 11).

Se trata de una discordancia no total entre saber y creencia, ya que el saber se insinúa de una manera tortuosa, por ejemplo, con la introducción del fetiche que alude a que ya no cree como antes, pero “aun así”… 5

Y en este punto se introduce el relevo del citado Octave Mannoni, el cual, siguiendo a Freud, señala que no sería verdad que el niño conserva intacta la creencia en el falo femenino, porque la paradoja radica en que

No hay duda de que la conserva, pero también la ha abandonado. […] Lo que ante todo es repudiado es el desmentido que una realidad inflige a una creencia.

[…] El fetichista ha repudiado la experiencia que le prueba que las mujeres no tienen falo, pero no conserva la creencia de que lo tienen; conserva un fetiche, porque ellas no tienen falo.6 No sólo no se ha borrado la experiencia, sino que se ha vuelto imborrable para siempre, ha dejado un estigma indeleble que marca para siempre al fetichista. Lo que se ha borrado es el recuerdo. (Mannoni, 1973: 10).

En resumen, el “pero aun así” en este caso es el fetiche. Y no hay que confundir la desmentida con la denominada “disonancia cognoscitiva”, ya que ésta última implica la idea básica de que cuando la realidad contradice flagrantemente una creencia, el individuo, en lugar de renunciar a ésta, se aferra a ella. Y, por otra parte, tampoco con la escotomización, ni menos aún, con la alucinación. Si el fetichista alucinara el falo materno, estaríamos en otro registro.7

Esta primera experiencia en la cual se instaura la Verleugnung del falo materno, constituye para Mannoni el primer modelo de las desmentidas que se le presentarán a los individuos a lo largo de su vida.

Pero los problemas no hacen sino comenzar, ya que Mannoni parte del supuesto de que existen diferentes maneras de creer y, además, que la creencia “supone el soporte del otro”. (Mannoni, 1973: 26).

1.2. Otras maneras de creer donde la desmentida se hace presente

Octave Mannoni alude a dos casos que permiten dibujar otras maneras de creer, en los cuales las creencias aparecen a vistas y sin el sesgo de lo inconsciente que es más fácil de percibir en la desmentida fetichista. Veamos.

LOS HOPIS Y LOS KATCINA. A partir de las descripciones que un indio hopi, Talayesva, hace de su iniciación en la creencia en los espíritus que habitan de manera mística las máscaras que se denominan katcina -los cuales se manifiestan en cierta época del año-, Octave Mannoni va a ejemplificar una variante de la desmentida, que abandona la clínica del fetichismo por un dato antropológico.

Primeramente, alude a ciertas analogías que se dan entre los katcina y Santa Claus, dado que ambos se interesan por los niños y también, en ambas fiestas, los padres están en connivencia para mistificar a los niños. Pero a diferencia del bonachón y un poco superyoico de Santa Claus, los katcina son figuras terroríficas a los que hay que aplacar, porque su interés por los niños estriba en que se los quieren comer. Por lo tanto, las madres hopis protegen a sus hijos ofreciendo a los katcina trozos de carne y, a cambio, los katcina les dan a los niños albondiguillas de maíz piki “que en esta ocasión está excepcionalmente teñida de rojo” (Op. Cit: 13).

Talayesva relata que un día, cuando estaba por realizarse la danza de los katcina, descubrió a su madre cocinando el piki rojo, lo cual lo trastornó. Cuando llegó la noche y los katcina distribuyeron los regalos, se negó a aceptar el piki, pero descubrió que el piki que le daban era amarillo y eso lo calmó. Como bien señala Mannoni:

En aquella oportunidad Talayesva pudo eludir la obligación de abandonar su creencia, gracias a la astucia de una madre perspicaz. En cambio, no sabemos muy bien qué ha pasado con el otro juicio: “mi mamá me engaña”. (Ibíd).

Cuando llegó el momento de la iniciación, los padres y los tíos, que hasta ese momento se presentaban con sus máscaras, se revelan tal como son y se las quitan. Se podría esperar que en ese momento la creencia en los katcina cayera estrepitosamente. Sin embargo, las cosas no son tan evidentemente simples en este caso. Talayesva dice que le vino una fuerte rabia al ver entre los desenmascarados a su propio padre.8 Y no era para menos, aunque ya había sufrido el primer anuncio, gracias a su madre, de la mistificación a la que era sujeto, pero ahora se le confirmaba que, en efecto, sus dos figuras de autoridad mistificaban al unísono. Pero, añade Mannoni:

Lo que con todo derecho será desconcertante es que esta ceremonia de demistificación, y el desmentido infligido a la creencia en los katcina, terminen siendo el fundamento institucional de la nueva creencia en los katcina, que constituye la parte esencial de la religión hopi. La realidad -los katcina son los padres y los tíos- debe ser repudiada gracias a una transformación de la creencia.9

Ahora se dice a los niños: ustedes saben que los verdaderos katcina ya no vienen como antaño a bailar en los pueblos. Ahora sólo vienen en forma invisible y en forma mística habitan las máscaras los días de danza. Un Voltaire hopi hubiera dicho sin duda que, puesto que los engañaron una vez; ¡no los engañarán dos veces! Pero en oposición a ello, los hopi distinguen la mistificación con que se engaña a los niños de la verdad mística en que se le ha iniciado. Y el hopi puede decir de buena fe, y en una forma que no es por cierto exactamente la misma que la que encontramos en análisis: “yo sé que los katcina no son espíritus, son mis padres y mis tíos, pero aun así los katcina están allí cuando mis padres y mis tíos bailan enmascarados. (Mannoni: 14).

En este caso de desmentida, no hay necesidad de constituir un fetiche, o si se quiere, ya está culturalmente constituido de manera colectiva en las máscaras. Pero esta vez lo que debería estar visible no falta como invisible, por extraño que parezca formularlo de esa manera; sólo sufre una reconfiguración, ya que, si antes de la “caída” o desfallecimiento temporal de la creencia, lo invisible de los katcina parecía necesitar de los humanos desconocidos por el niño para manifestarse de esa curiosa manera; ahora puede el sujeto saber quiénes son, sin que sufra merma la manifestación de los espíritus que invisten las máscaras. Pero “aun así”, la creencia en los espíritus ya no se reinstala tal cual como antes de la “caída” de las máscaras. Ahora el soporte que prestan los otros para consolidar la creencia se instaura de otra manera.

De la iniciación hopi a la transubstanciación

Respecto a la creencia hopi, la transubstanciación católica introduce una variante. Lo que pretende operarse en el ritual de la consagración a partir de sus fórmulas performativas:10 “este es mi cuerpo” y “esta es mi sangre”, es nada menos que la conversión “real” en el cuerpo y la sangre de Cristo. O si se quiere, el pasaje que transfigura esa materialidad desnuda y alba (la hostia), o roja (el vino), en un tipo de invisibilidad “contundente” en la cual se hace presente el cuerpo y la sangre de Cristo muerto en la cruz. Es decir, que se trataría de un invisible presente.

Se puede afirmar que en este caso la hostia cambia de “substancia sin cambiar los accidentes”, como afirman lo que sostienen la tesis realista de la consagración. Pero en todo caso se da una cierta diferencia con el caso de los katcina, ya que, en estos últimos, de entrada, los individuos enmascarados que danzan frente a los niños serían, tal cual, los espíritus. Y viene luego el momento en que se desarticulan los individuos de las máscaras, para luego pasar a la fase en la cual éstas remiten a la invisibilidad de los “espíritus”.

En el ritual de la consagración, desde el principio se les muestra a los niños -y a los adultos- de manera visible el material de la que está hecha la hostia en su contundente materialidad. Por lo tanto, en esta primera fase no está todavía presente el invisible divino y, por lo tanto, no existe una caída parcial para después terminar por reafirmar la creencia, como en el caso de los katcina. Más bien, ocurre a la inversa: lo que no tiene ningún elemento más allá de lo que se ve, va a adquirir una nueva sustancialidad ante sus ojos, gracias al ritual de la operación consagración. Nueva sustancialidad reiterativa, por así decirlo, porque la misa tiende a volver siempre presente el sacrificio de Cristo.

No hay pues “caída” o desfallecimiento temporal de la creencia y luego reafirmación, sino, en todo caso, confirmación de una creencia previa. Porque antes del realizar la acción consagratoria, los fieles que asisten a misa se supone que ya creen en lo que va a ocurrir. Y su creencia se reafirmará si el oficiante cumple fielmente el ritual de la consagración.

Por ello el ritual de la consagración no juega de manera idéntica al de los hopis, ya que fomenta un doble reforzamiento de lo que previamente se cree gracias al habitus11 católico ya consolidado. El catolicismo es una religión a la que le resulta casi insoportable la duda,12 y cuando éstas se dan, ciertamente no es porque propositivamente las fomente. Aunque sí ponga en duda a los que califica como “falsos invisibles” de sus competidores.

Por lo tanto, a diferencia del hopi que al menos introduce una duda puntual antes de reafirmar la creencia, en el catolicismo cuesta más trabajo tomar distancia de la creencia para eventualmente dejarla “caer” o que caiga a pesar del sujeto; en este último caso, a la manera de San Pablo, quien pasa de perseguidor a misionero de lo que persigue. En su caso, lo que cayó sólo se desplazó y se reafirmó de otra manera.

En síntesis, a diferencia de las máscaras, la hostia no engaña de entrada, ni cae como soporte, solamente sufre una “abolición” y transubstanciación si se cumple puntualmente el ritual a vistas. Por lo tanto, se puede también aplicar en este caso la fórmula de la desmentida: “ya sé que es sólo trigo y vino, pero aun así, sé que, a partir de las palabras de la consagración, se convierte verdaderamente en el cuerpo13 y la sangre de Cristo, aunque no lo vea”. Pero a diferencia del fetichista, se trata de un hecho colectivo y cultural que prepara para sumir sin disonancia el acto transfigurador y, además, no se busca afirmar que algo debió estar en donde no existe, sino que va a estar si se cumplen ciertas condiciones.

Hasta aquí tenemos tres tipos de experiencias en relación con lo invisible: una, en la que el niño pretende ver lo que nunca estuvo, ni menos aún, lo que falta; otra, que sufre al principio de un “exceso de visibilidad”, ya que cree que los seres enmascarados que bailan frente a él son los espíritus encarnados de los katcina, hasta que se produce el desencarnamiento que permite investir a los invisibles espíritus ya sin fisuras molestas; y una tercera, en la cual la visibilidad de la hostia y el vino adquirirán por la fe una cualidad invisible contundente que aludirá a la “presencia real” del cuerpo y la sangre de Cristo. Esta operación teológico-ritual llevó siglos para terminar de consolidarse, ya que tanto San Agustín como San Ambrosio, por ejemplo, todavía aludían a una concepción alegórica y figurativa del sacramento.14

Pasemos ahora a analizar de manera muy sintética una cuarta manera en la que algo se manifiesta de una manera enigmática. Pero esta vez no en un pene “faltante” o unos espíritus en las máscaras o el cuerpo de Cristo en una hostia, sino en la inmensidad del cielo.

De la visibilidad e invisibilidad de los ovnis

En este caso, las fechas son importantes, porque los denominados más tarde “objetos voladores no identificados” (OVNIS), aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial, el 24 de junio de 1947. Y el primero que los “vio” fue Kenneth Arnold, quien el último martes de junio del año citado vio volar, desde su avión privado, nueve objetos cerca del monte Rainier [en Seatle]. Él reporta esta observación a los periodistas [y después de los artículos de éstos, se forjó la expresión “platillo volador”]. (Lagrange, 1990: 94).

Pero eso que vio, en la medida en que no tenía las coordenadas perceptivas para dar cuenta como hubiera querido de lo observado, quedó como objeto enigmático. De ahí que su testimonio quedó en suspenso en la medida en que no pudo terminar de configurar eso que vio. Y entonces, buscó reforzar lo experimentado a partir de los testimonios de otros testigos de fenómenos análogos.

Muy pronto recibió la solicitud de un periodista, llamado Raymond Palmer, para que publicara su experiencia en su revista. Además, le hizo una segunda solicitud, la de ir a encuestar a dos marinos que, patrullando en la isla Maury cerca de Tacoma, vieron seis discos voladores, uno de los cuales “estaba en dificultad, y asistieron a una explosión y vieron caer materia que golpeó su faro” (Op. Cit: 96).

O sea que, muy rápidamente, el primer testigo se convirtió en encuestador y, por cierto, según reporta el investigador Lagrange, bastante escéptico con sus encuestados cuando menos al principio. No voy a seguir las vicisitudes del caso, sólo me interesa aludir al poblamiento del cielo por un tipo de objetos bastante secularizados y tecnificados, que se diferencian de las apariciones, por ejemplo, de la Virgen en sus diferentes versiones.15 Las cuales, como la de Medjugorje, no eluden por cierto presentarse por los cielos en la era de la técnica, como certeramente denomina la antropóloga Elisabeth Claverie a las apariciones de esta virgen (Claverie, 1990).

El investigador Arnaud Esquerre, tratando de entender el hecho de que, si bien la aparición de estos relatos tiene fecha precisa de manifestación, piensa que no surgen sin más de la nada como los objetos que intentan describir, y emite la hipótesis de que “los relatos de acontecimientos extraterrestres serían una variación estructural de las historias de fantasmas más antiguas” (Faure, 2016). Es decir, que derivarían de una estructura anterior:

Los relatos directos de acontecimientos extraterrestres […] son relatos de fantasmas en el cielo, es decir, a una distancia difícilmente evaluable, pero al alcance del ojo. [Y entrarían según el citado autor] en la categoría de una experiencia vivida que no sería ni subjetiva ni objetiva, sino como tercero excluido que no se deja reabsorber, debido a la incertidumbre que impregna el relato de eso que ha sido vivido. (Esquerre, 2016: 214).

Y añade otras consideraciones, por ejemplo, la de que, a pesar de las distancias geográficas entre los testigos, la gran mayoría de los relatos se asemejan en su estructura:

Los testigos miran el cielo y ven alguna cosa que, en general, no hace ruido. Y de pronto, la cosa se sustrae a su vista. […] La particularidad de los relatos extraterrestres de los acontecimientos extraterrestres es que su punto culminante se encuentra precisamente en la desaparición del objeto. Si permaneciera visible, se comprendería qué es.16

[…] El término OVNI esta “culturalmente disponible” y permite dar un nombre a una cosa misteriosa. (Esquerre, 2016: 214).

Y remata aludiendo a lo “enigmático” que está en el corazón de los relatos que analiza. Esta vez se trata de un tipo de creencia en seres extraterrestres que tienen la particularidad de, primero “exhibirse” para luego tornarse ojo de hormiga.17 ¿Se trata acaso de una especie de exhibicionistas tímidos? Habría que saberlo.

El citado autor compara los relatos fantásticos de los extraterrestres con los de la novela policíaca18 y los diferencia claramente; entre otras cosas, abundando en lo ocurrido a Kennneth Arnold en su experiencia inédita, y señalando que este tipo de narraciones “reenvían a una cosa presente, visible, pero incalificable: es la cosa misma la que rompe con el orden normal de las cosas y no los indicios”. (Op. Cit: 150).

Y como los que dicen haberlos visto y dan cuenta de ello lo hacen, en general, ante la policía o los científicos, éstos, como es obvio, enmarcan los testimonios en los dispositivos que utilizan, y entonces los testigos se ven compelidos, en la mayoría de los casos, como bien lo señala Esquerre, a tratar de hacer valer que ni están locos, ni que tampoco estaban bebidos en el momento de “ver”, etcétera. Lo cual los coloca en lo que el citado investigador denomina el “principio de denegación”. Como en el caso de una mujer militar que en 1979 conducía bajo la lluvia su auto, y de pronto vio en el cielo “una gran ala plana” gris y silenciosa. La mujer cierra su relato afirmando: “yo sigo sin creer en los platillos voladores, y sin embargo soy sincera en mi declaración”.

Si un testigo puede señalar que sabe de la cuestión, haciendo énfasis en que entiende de lo que habla, al mismo tiempo debe marcar una distancia, porque si se muestra demasiado interesado, se vuelve sospechoso. Otra manera en que el narrador puede darle peso a su relato consiste en señalar que él no ha sido jamás testigo, hasta ese momento, de un acontecimiento extraterrestre.

Entre el testimonio de la militar y el de Kenneth Arnold ha transcurrido suficiente tiempo. Ella ya habla de platillos voladores. Pero comienza con una denegación: “yo no creo en …” Digamos que aquí se da una especie de desmentida: “Ya sé que no son -o no creo que son- platillos voladores, pero, aun así, yo los vi”. O la otra variante: “yo creo que se trata de extraterrestres, pero no estoy muy seguro de lo que vi”. O todavía: “no sé de qué se trata, es la primera vez que veo eso que no termino de saber qué es”.

Como se puede apreciar, se trata de diferentes maneras de producir la desmentida y de constituir las creencias. Y no todas tienen el mismo sesgo “traumatizante”, ni se colocan de la misma manera en relación con lo visible e invisible. Ni, por lo tanto, remiten a lo mismo.

2. La ilusión como creencia herida

Cuando menos se ve, más se cree. Jacques Tourneur (Op. Cit: 69-70).19

Fórmula que por cierto es generalizable. Una segunda vía freudiana tomará el capítulo 5 de Psicología de las masas y análisis del yo (1921), que analiza la cuestión de la ilusión grupal y, por lo tanto, un tipo de creencia que se da cuando un conglomerado de individuos cree que comparten un mismo objeto. En este capítulo Freud avanza algunas cuestiones respecto al momento en que esta ilusión se desagrega y cae la creencia en el objeto compartido.

Digamos que estaríamos en el otro extremo del enfoque anterior, porque en aquel se trataba de cómo una creencia es amenazada y busca reforzarse como creencia paradójica a partir de objetos, teorías o rituales. Pero en esta segunda perspectiva se trata más bien de dar cuenta de cómo se desarticula una ilusión-creencia que a primera vista aparece como “homogénea”. En este punto intercalaré un enfoque sociológico, apoyándome en la noción del “misterio del ministerio” que maneja Pierre Bourdieu, que complementa el planteamiento freudiano. Y también recurriré a las reflexiones de Pierre Rosanvallon.

Pasemos ahora al planteamiento freudiano contenido en el capítulo citado. En una lectura de primer grado, se puede decir que de lo que ahí trata, como ya adelanté, es de la caída de una ilusión como creencia. Pero me parece que se puede desdoblar el texto en otra (s) perspectiva que conecta con aquella que analiza respecto al fetiche, a la vez que se diferencia de ella.

Comencemos por lo más obvio. El planteamiento freudiano en el capítulo aludido permite bordear la cuestión de la caída de la ilusión grupal como creencia herida, es decir, cuando alguien, por alguna razón, sufre un cuestionamiento radical de la certeza en la que suponía sostenerse, y aparece de golpe algo más que una duda. Y, por lo tanto, se genera irremediablemente una distancia con respecto a la certeza que antes lo habitaba como si hasta ese momento hubiera sido algo comprensible y obvio.

Cuando viene el desmoronamiento de la ilusión / creencia, el ex creyente comenzará a preguntarse a la manera del ex enamorado: ¿cómo pude haber sido capaz de creer o de amar a… y de esa manera? Pero eso no quiere decir que aquel que ha creído y se ha enamorado esté seguro de que, de ahí en adelante, en virtud de la razón o de la ciencia con mayúsculas, no volverá a vivir ese tipo de experiencias envolventes y totalizantes que no necesariamente eligió, pero que experimentó. Es decir, que esa distancia constatada no lo librará necesariamente de nuevas inmersiones en el amor y las creencias, o en el amor como sobreestimación y singularización del objeto amado. Una consecuencia sale de todo esto: si las creencias tienen algo que ver con adhesiones, certezas y percepciones sujetas a equívocos y a un tipo de amor, entonces no pueden ser reducidas al sólo ámbito de lo religioso, so riesgo de simplificar las cosas.

2.1. Las protesis que permiten la creación de las grupalidades

El malentendido tiene una función social […]: para que la vida

continúe siendo vivible vale más no profundizar. Vladimir Jankélévitch (1980).

Pero ¿en qué consiste para Freud la ilusión grupal, o esa pasión por “hacerse uno” de la que habla Jacques Lacan cuando describe el enamoramiento, se esté o no en relación de comparecencia con un líder?

Una masa -dice Freud- es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí y su yo. (Freud, 1979: 109-110).

Esa creencia, mientras se mantenga, sostendrá la pasión unificadora. La cita puede prestarse a más de un equívoco, porque pareciera que Freud supone que, efectivamente, los individuos han depositado “un mismo objeto” en el lugar de su ideal y que, de rebote, se han identificado entre sí. Ahora bien, en el caso de que hubiera sido así, se presupone que previamente estaban ya de alguna manera grupalizados sin saberlo, y sólo no habían encontrado la oportunidad para objetivarlo, por ejemplo, manifestándose visiblemente en un lugar.

Sin embargo, en esta primera aproximación Freud no afirma que, para que se dé el tipo de relación que describe, los individuos tengan necesariamente que estar compartiendo a vistas un mismo espacio. Digamos que basta creer que se está compartiendo el mismo objeto. Por esa razón el vienés, no bien termina de afirmar lo anterior, añade que, tanto en la Iglesia y como en el Ejército, rige idéntico espejismo [ilusión], a saber: hay un jefe que ama por igual a todos los individuos de la masa. De esta ilusión depende todo; si se la deja disipar, al punto se descompone (op. Cit: 89-90).

En este caso se concibe la ilusión como un espejismo por el cual se sostiene una creencia como certeza, sin que se presuponga necesariamente la copresencia. Se trata del espejismo del objeto supuestamente idéntico que induce a los individuos a experimentarse como “equivalentes” en el máximo grado de impersonalización, lo cual no deja ver una segunda silenciosa operación: la que ejerce la instancia unificadora, en este caso la del que se denomina “jefe”.

Entonces tendríamos una especie de autoproducción a la manera del fetichismo, pero esta vez el de la mercancía, que teoriza Marx. Pero lo que subyace al argumento freudiano, por la manera de rematarlo al final, es que en realidad se trata de un complejo haz de relaciones muchas veces heterogéneas que confluyen en el punto unificador supuestamente auto-producido.

Y este haz de relaciones implica que los individuos grupalizados como masa no puedan pensar en un primer momento que en realidad están inmersos en una especie de ilusión de la ilusión. Me explico. Creen que comparten un mismo objeto, pero en realidad su centro unificador es el producto en un buen número de casos, de una “imagen-acumulación”, concepto trabajado por Freud en otro texto, el de “La interpretación de los sueños” (1900), 21 años antes, y que alude a la noción de “condensación”, pero también de “desplazamiento”. El sueño paradigmático de la “inyección de Irma” sirve de ejemplo para fundamentar la ilusión de la ilusión.20

La imagen-acumulación que se manifiesta en el sueño de Irma está constituida por un haz de escenas y relaciones que se conforman, entre otras posibilidades, por homofonía, analogía y oposición, con la característica específica de que en su aparentemente tersa superficie no se manifiesta la citada heterogeneidad. Freud señala: “en el discurrir del sueño va cambiando el significado de la personalidad de Irma, pero sin que se modifique la imagen suya que veo en el sueño”. (Freud, 1979: 299).21

Precisamente es lo que se puede también pensar en relación con un líder, un objeto o un símbolo. En el caso del sueño, sólo las asociaciones del soñante permiten descomponer el efecto condensatorio que induce una imagen-acumulación, en este caso aparentemente homogénea, y percibir la heterogeneidad que la habita. Pero los individuos grupalizados en su momento fuerte no asocian, sólo experimentan, en general, la ya aludida “pasión por hacerse uno”.

Esta operación de despositación silenciosa tiene su dialéctica, sobre todo en el caso del líder, si nos atenemos a lo que Freud añade en su propuesta cuando afirma:

Si la necesidad de la masa solicita un conductor, éste tiene que corresponderle con ciertas propiedades personales. Para suscitar la creencia de la masa, él mismo tiene que estar fascinado por una intensa creencia. (Freud, 1979: 77).

No hay que dejar escapar esta alusión a “la necesidad de la masa que…”, puesto que implica la posibilidad de que todo ensamblaje humano, como ya señalé más arriba a propósito de lo que dice Debray respecto a las “comuniones humanas”, tenga esta necesidad de un referente que lo trascienda, y que tenga diferentes manifestaciones: sea encarnado en un líder, en una idea o en un símbolo… Volveré más adelante sobre esto.

Ahora bien, se puede pecar de optimismo al suponer que existiría necesariamente una adecuación, en la misma frecuencia, en esta circularidad dentro de la cual los emisores y los receptores se intercambian posiciones. Pero basta con creer que, efectivamente, es posible, para que la pretendida adecuación tenga eficacia. Digamos que la ilusión de la ilusión adquiere, por así decirlo, más densidad, porque como bien señala Jesús Martin Barbero, existen diversas “gramáticas de recepción”.22 Y si el equívoco no se disipa, eso marcha.

Se puede todavía aludir a una situación, respecto al liderazgo y al amor, que llevaría las cosas más allá de la supuesta suave adecuación entre receptores y emisores, y que se puede ejemplificar con Michel Foucault cuando, refiriéndose al delirio de persecución, lo describe así: “La persecución es un poco como el amor, no tiene necesidad de reciprocidad para ser verdadera. La persecución no consiste en tener un perseguidor sino en sentirse perseguido.” (Foucault, 1984).23

En este punto, Lacan toma el relevo de Freud y de Foucault al señalar que “cada uno sabe que no ha sucedido jamás que entre dos se hagan sólo uno”, para añadir inmediatamente

Que en la cuestión del amor se parte de la premisa de que, si éste es verdadero, tiene una relación con lo Uno, [pero esto] no hace jamás salir a nadie de sí mismo […] Ese Uno del que todo el mundo se llena la boca es, de entrada, de la naturaleza de ese espejo de lo Uno que se cree ser. (Lacan, 1975: 46).24

Dos fórmulas complementarias acerca del amor permiten hacerse una mejor idea de la posición de Lacan. La primera -con dos finales posibles-, inspirada en el Banquete de Platón,25 dice: “el amor es ofrecer eso que no se tiene a alguien que no lo quiere”. (Roudinesco, 1988: 334). Y sin traicionarlo demasiado, podría añadirse: “y que no es lo que se supone”. Este otro final de la fórmula no es del todo análogo al anterior, porque en el segundo el desconocimiento de lo que se ofrece se potencia con el de quien lo “recibe”. 26La primera fórmula, con sus dos finales, implica la noción de deseo, “en tanto deseo de otra cosa. [Es de…] la conjunción del deseo con su objeto en tanto inadecuado [que] surge esa significación que se denomina amor”. (Lacan, 1991: 47).

La segunda fórmula, articulada sin duda a la que vengo de citar, implica propiamente la transferencia analítica configurada por el amor. De ahí que el psicoanalista francés afirme que es “imposible comparar la transferencia y el amor y medir la parte, la dosis, de eso que hay que atribuir a cada uno” (ibíd.) Y añade: “aquel a quien yo supongo el saber, yo lo amo”. (Lacan, 1975: 64).27

Como mínimo, tres características saltan a la vista de estas formulaciones: 1) en ambas fórmulas la reciprocidad no es necesaria, aunque se pudiera presuponer; 2) se afirma que la adecuación entre las partes es sencillamente imposible; y 3) que la “relación” se da a partir de una disimetría básica: la del amante y la del amado. Por lo tanto, se entiende mejor el malentendido que Lacan adelantaba respecto al supuesto de que el amor tendría “relación con lo Uno”, aunque la fórmula para la transferencia parece aludir a que una de las partes tendría alguna conciencia de su posición asimétrica o disimétrica cuando se dice que “aquel a quien yo supongo el saber…”, etcétera.

Sin embargo, cuando Lacan, siguiendo a Platón, caracteriza al amante (érastes) “esencialmente por eso que le falta, [pero] él no sabe eso que le falta”, las cosas se complejizan aún más. Y, sobre todo, cuando describe al sujeto amado (éromenos) “como siempre situado como aquel que no sabe eso que él tiene […] y que configura su atractivo”, puede rematar diciendo que...

... entre los dos no hay ninguna coincidencia. [Ya que] eso que le falta a uno no es aquello que estaría escondido en el otro. Eso es todo el problema del amor. [En éste] se encuentran [siempre] el dolor [el desgarramiento] y la discordancia. (Lacan, 1991: 53).

Visión ésta de Freud, reinterpretada por Lacan, que algunos tildarán de muy pesimista. Pero también se pueden ver las cosas menos dramáticamente, por ejemplo: mientras los enamorados terminan de dar cuanta -o medio dar cuanta- de lo que creen que los convoca, les ofrece en muchos casos gozos insospechados, producto del cúmulo de equívocos que velan las discordancias básicas. Pues basta con que el amado se lo crea y que pretenda responder a la demanda que se le dirige como si supiera de qué se trata, para que se viva a fondo el circuito amoroso en su claustrofóbica plenitud.

Termino este apartado citando de nuevo a Lacan, por si alguien se quedó con alguna duda acerca de cómo encaraba las cosas respecto al amor: “el nada por nada es el principio del intercambio [amoroso…] No hay mayor don posible que el don de lo que no se tiene” (Bautista, 1995: 10), a diferencia de la máxima prueba del don cristiano, que postula que no hay mayor don que el de dar la vida por el otro.28

2. 2. Interludio sociológico. El misterio del ministerio (P. Bourdieu)

El planteamiento sociológico de Pierre Bourdieu respecto al portavoz de los grupos, que muchas veces se puede confundir con el dirigente, añade un elemento interesante y complementario a los planteamientos hasta ahora expuestos, respecto a la ilusión grupal. El sociólogo francés señala que:

Toda una amplia serie de efectos simbólicos que actúan todos los días en la política descansan en una especie de ventriloquia usurpadora que consiste en hacer hablar a aquellos en cuyo nombre se habla. [Se trata…] del efecto oráculo [que implica…] en hacer creer que “yo soy otro”, que el portavoz, simple sustituto simbólico del pueblo, es verdaderamente pueblo.

El efecto de oráculo es la explotación de la trascendencia del grupo en relación con el individuo singular, [que se] logra por una persona que efectivamente de alguna forma es el grupo (Bourdieu, 1984: 52).

Digamos que el efecto oráculo capitaliza la trascendencia del grupo a partir de una especie de sinécdoque que termina por representar el todo por la parte. Un todo que debe aparecer como homogéneo para que el portavoz o el líder pueda utilizar dicha trascendencia grupal para hacer creer que “yo soy otro”. Añade Bourdieu que la acción política fundada sobre la delegación siempre está amenazada por la expropiación usurpatoria:

[…] Esta circulación circular desconocida del reconocimiento está en el origen del capital del poder simbólico que el mandatario, ejerciendo una acción simbólica […] tiene sobre el grupo, del cual es el substituto encarnado. (Bourdieu, 2001: 10).

Entonces el miembro individual del grupo tiene que elegir entre ser un simple agregado sin fuerza, o renunciar a la palabra para ser representado por aquel que “habla en nombre del grupo, pero también en su lugar” (ibíd: 11) y por tanto le expropia la palabra en nombre de la totalidad que lo desingulariza. No está de más, como señala Bourdieu, que los que conforman las grupalidades políticas sepan cómo se produce en buena medida la opinión y la representación.

De nueva cuenta, aparece ahora desde otra perspectiva la cuestión de la trascendencia en los grupos, pero haciendo más énfasis en la cuestión de la “usurpación de la representación”.

Aquí conviene introducir parte de las reflexiones de P. Rosanvallon respecto a algunas características del gobierno en democracia. Entre otras muchas cosas, este autor intenta pensar la diferencia entre el “momento electoral” y el “momento gubernamental”. Además de tomar en cuenta los efectos de la globalización de la economía para las democracias, señala que:

En un mundo inestable, en donde la economía de un país depende del crecimiento en China y del precio del petróleo, la sola variable sobre la cual hay la posibilidad de actuar de manera ilimitada, son la credibilidad y la confianza. Como la Sociología muestra, sobre estas dos cualidades es posible fundar una hipótesis sobre los comportamientos futuros de una persona. Lo que se reprocha a los políticos es que no se pueden hacer hipótesis sobre sus comportamientos futuros, pues están demasiado definidos por la volatilidad. [...] Un desplazamiento está en proceso de operarse, aquel de una política de programas a una política de personas. […] Gobernar hoy es tratar de sobrevivir, es seducir. (Daumas et Bouchet, 2015).

Pero ¿cómo gobernar con una clase política cada vez más separada de la ciudadanía? De ahí los movimientos de ciudadanos que cada vez se contentan menos con ser reducidos a ser puramente electores. Porque, entre otras cosas, según Rosanvallon la...

... distinción entre poder mayoritario y voluntad general o interés general ha sido muy poco reflexionada. Se hace como si el mayor número valiera por la totalidad. Primera asimilación doblada de una segunda: la identificación de la naturaleza de un régimen con sus condiciones de establecimiento. La parte valiendo por el todo y el momento electoral valiendo por la duración del mandato.

[…] Esta doble ficción fundadora ha aparecido progresivamente como la expresión de una insoportable contra-verdad. […] El pueblo no se aprehende más como un bloque. […] Pueblo es ahora también el plural de “minoría”. Las condiciones de una buena representación se encuentran trastocadas. (Rosanvallon, 2008: 90-91).

Digamos que aquello a lo que alude Bourdieu respecto a la “ventriloquia usurpatoria”, aquí se encuentra más tematizado en las condiciones estructurales de la instauración del régimen democrático que implican, entre otras cosas, la diferenciación del ya aludido momento electoral y su posterior “decepción” cuando propiamente se pasa al momento de la acción de gobernar.

La clave de una retórica de campaña consiste para cada candidato en hacer cuerpo con sus electores, mientras que la posición de los gobernantes está funcionalmente distanciada. […] El momento de la elección está marcado por la expresión de proyectos e ideas contradictorias permitiendo a cada uno clarificar las atracciones y repulsiones que determinarán su elección. El mecanismo de identificación, incluso relativa con un candidato, cumple una función esencial. Contribuye al sentimiento propiamente político de producir algo común con los otros. (Op. Cit: 91).

Pero en el momento de gobernar, los electores se tornan gobernados y ya no es posible prolongar sin más el momento identificatorio anterior. Y, por lo tanto, nadie puede pretender en democracia “encarnar él solo al pueblo”; a lo más, puede pretender “representar a la mayoría del ‘pueblo elector’ ”. Por eso, para preservarla, Rosanvallon añade que más allá de la oposición entre partidos que forman parte consustancial de ella, es necesario que la democracia repose también sobre instituciones reflexivas e imparciales.

Pero el peligro es querer confundir los dos registros. Es llevar a una confusión el abogar por el rebasamiento de los partidos y la realización de una política de “buenas voluntades”. Pero también es caer en una confusión simétrica el querer transponer en todas partes la elección partidista.

La vía democrática implica organizar una forma de dualismo entre instituciones que pertenecen al mundo de la decisión mayoritaria y aquellas que se ligan a un imperativo más exigente de justificación. (Ibíd: 92).

Intervienen aquí tres instancias y actividades: los partidos, el gobierno en ejercicio y las instituciones imparciales. Esta discriminación de la complejidad democrática permite mirar la cuestión de la ilusión grupal freudiana y la usurpación bourdiana de una manera más abarcativa.

Los límites del planteamiento hasta ahora expuesto, que va de Freud a Lacan pasando por Foucault y Bourdieu,29 tienen que ver: 1) con la escala elegida y sus pretendidas continuidades inter-escalas (¿es acaso lo mismo la escala del amor entre dos atravesados por lo tercero -lo supuestamente Uno- que la escala colectiva de las masas?); 2) dejan de lado la historicidad y el contexto en el cual los lazos se instauran y se experimentan, y configuran los habitus (en el sentido de Bourdieu); 3) presuponen una especie de “capital de fe” transhistórico, otorgado por una mayoría, y presto a ser utilizado a su favor por una minoría “esclarecida” (o, desde una perspectiva complementaria, se piensa esas relaciones desde una especie de ontología psíquica -si esta barbaridad puede decirse-, apta para toda ocasión); 4) vuelven equivalentes las grupalidades y neutralizan las mediaciones institucionales, así como las diferentes lógicas de todos los subsistemas sociales; 5) tienden a dejar fuera los procesos sociales al poner el énfasis en la foto fija, etcétera.

¿Acaso esto que acabo de describir devalúa los aportes psicoanalíticos? No lo creo, sólo les señala algunos límites que, en el caso de que los psicoanalistas no los tomen en cuenta, pueden terminar por creer que poseen una teoría omniabarcativa y omnicomprensiva que puede sustituir a la Historia, a la Sociología y a la Antropología. Con lo cual desembocarían en una especie de disciplina no “castrada”, para usar un término caro al aporte lacaniano.

Creo que, hechas estas aclaraciones, podemos retomar de nuevo las cosas en el momento en el cual un tipo de creencia parece caer radicalmente, a diferencia de las que más arriba describí bajo la noción de la desmentida, en las cuales se mantiene unidas inextricablemente la caída de la creencia y su paradójica reafirmación, aunque esta última, irremediablemente modificada.

2.3. Cuando la creencia “cae”. El enigmático caso de la “tumba vacia”

La imagen deseada se desvanece. Tú te ahogas en tus propis reflejos.

Octavio Paz

Para ejemplificar y tratar de resolver este caso digno de una figura compuesta que se podría denominar Sherlock Freud, me referiré al ejemplo que el creador del Psicoanálisis refiere en el citado capítulo V del texto de la Psicología de las masas... Este texto va en el sentido de la caída de una ilusión como creencia. Se trata del caso de una grupalidad, la católica, altamente institucionalizada que, en parte se sostiene en el cuerpo ausente de su fundador, del cual se afirma que resucitó y que está en cuerpo y alma, glorioso, en algún lugar invisible e inatacable, y por lo tanto, desprovisto a estas alturas de toda incertidumbre al respecto. El citado caso lo extrae Freud de una novela de C. Ranger Gull publicada en 1903, intitulada When It was Darkt, en la cual el autor afirma que en realidad Cristo no habría resucitado al tercer día, sino que José de Arimatea lo habría trasladado al amparo de la noche a una tumba de su propiedad. 1,900 años después, el cuerpo o, más bien, los huesos o el esqueleto, reaparecen.30

Con este descubrimiento, el supuesto de la resurrección se viene abajo,31 si nos atenemos a la frase de San Pablo: “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”. En la novela citada se afirma que la institución cristiana estalla y se disemina cuando el objeto Cristo, como Dios resucitado que todos habían puesto en el lugar de su creencia, se revela un espejismo al convertirse en un cadáver como los otros. En este caso elegido por Freud, parecería aceptar que efectivamente todos habrían puesto “un mismo objeto” en el lugar de la certeza de la resurrección.

Esta vez, a diferencia de lo adelantado con respecto al fetichismo, las cosas toman otro giro, porque no se trata de decir: “aquí debería estar un cadáver, sino al contrario, aquí no debería de estar porque -creencia interpuesta, esta vez religiosa-, resucitó y está en otro lugar”. No se tolera la presencia en la tumba, porque se supone que de manera consistente habitaría otro espacio, el cual estaría marcado, entre otras cosas, por la invisibilidad; condición que lo vuelve, en este caso, impermeable a la desilusión, lugar invisible habitado por un cuerpo glorioso, que permitirá generar una profusa configuración de lugares vacíos que ocuparán sus vicarios por los siglos de los siglos, siempre apoyándose y hablando en nombre de ese invisible divino resucitado. Se comprenderá que se trata de una manera elegante de manejar la desaparición y la muerte, con desmentida incluida. Pero esa vez, como ya lo señalé, cambiando la primera percepción de una supuesta presencia por la de una necesaria ausencia. Desmentida que, en parte, se podría incluir en la broma del tío que militaba en el Ejército realista, y que en la Guerra de independencia uruguaya tuvo que fusilar, para su desgracia, a su propio sobrino que luchaba en el bando contrario, diciéndole, para consolarlo: “no se apure, sobrino, que la muerte es un ratito”.32 Lo mismo para el caso de Cristo, pero con una diferencia: “sí ya sabemos que efectivamente murió un ratito, pero aun así, creemos que luego resucitó”.33

La novela a la que alude Freud, sin duda simplifica mucho las cosas, pues según ella, la creencia cayó estrepitosamente. Sabemos que el “aun así” ha caminado por otros senderos. Digamos que, en este caso, la ficción se quedó, por decir lo menos, corta.

Incluso teólogos críticos que trabajan a partir de una teología histórica como, por ejemplo, Hans Küng, han enfrentado el asunto de la tumba vacía con argumentos dignos de ser tomados en cuenta. Por ejemplo, los siguientes:

Dicho sin rodeos. Con la tumba vacía, en sí, no se puede probar la verdad de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Esto sería una clara petición de principio: se presupone lo que habría que demostrar. Pues por sí misma, la tumba vacía sólo dice lo siguiente: “Él no está aquí” (Mc, 16, 6). Y hay que añadir expresamente, por no ser en modo alguno evidente: “ha resucitado” (Mc, 16, 6) […] Así como en todo el Nuevo Testamento no hay nadie que afirme haber estado presente […] durante el hecho mismo de la resurrección […] así tampoco hay nadie que asegure que su fe en el Resucitado proviene de la tumba vacía […] La mayor parte de quienes se adhieren a la exégesis crítica de la Biblia llega a la convicción de que las historias en torno a la tumba son ilustraciones legendarias del mensaje de la resurrección. (Küng, 2000: 107-108).

Ahora bien, si de la tumba vacía sólo se puede deducir “aquí ya no está”, o más precisamente, “Él no está aquí”, pero no que resucitó, ¿de dónde se puede deducir la apuesta de la resurrección y en qué se sostiene? Porque se comprenderá que en el razonamiento de Küng se entrecruzan sin confundirse dos lógicas, la de la exégesis de los textos bíblicos y la de la fe que, al parecer, permite dar el salto a la afirmación: Él resucitó. Si éste no fue el caso ¿ello tiene una importancia secundaria para los católicos? Me imagino que ese fue el caso, y por lo pronto deja de ser Dios o una de las personas de la Trinidad para pasar a ser un humano cualquiera. Pero me estoy metiendo en terrenos que no me incumben del todo. Aunque, aun así…

Recurramos, para continuar con la cuestión de la tumba vacía, a Michel de Certeau. Éste la mira desde la conformación de diferentes cuerpos que pretenden cubrir una ausencia. Veamos cómo:

El “desprendimiento” donde se instaura el Logos tiene por referencia la pérdida misma del cuerpo que debía ocupar el lugar de todos los otros, el de Jesús, de tal manera que la palabra “evangélica”, nacida de esa desaparición, debe tomar ella misma a su cargo la producción de cuerpos eclesiales, doctrinales y “gloriosos”, destinados a ser los sustitutos del cuerpo faltante. (De Certeau, 2003: 157).

Pero se trata de un faltante de nueva cuenta diferente al faltante que detecta el fetichista. El desprendimiento del que habla De Certeau implica que el cuerpo faltante de Cristo como acontecimiento fundante, ayuda a desprender al cristianismo de “su origen étnico y de la realidad biológica, familiar y hereditaria del cuerpo judío” (De Certeau, 1982: 181). Ya que Jesús, como cuerpo faltante que “deja lugar”, permite que una serie de figuras se coloquen “bajo el doble signo de una fidelidad y de una diferencia. [Figuras] que no repiten jamás el Evangelio, pero que no serían posibles sin él” (De Certeau, 1987: 211), produciendo una inagotable articulación de diferencias que se reclaman del “invisible viviente”.34

Pero De Certeau, al poner el énfasis en la tumba vacía, deja de lado la otra cara del acto de desaparición, el lugar en donde se instaura el cuerpo glorioso como presencia plena. En esa “dialéctica” de la desaparición / plenitud se consolida la solidez bimilenaria de la Iglesia Católica.

Volvamos a la perspectiva avanzada por Freud. Éste, al utilizar la novela citada que postula que Cristo finalmente se volvió un muerto como los otros, pretende por lo menos dos cosas: primero, desacralizar la profusa y variada genealogía cristiana, como años más tarde lo hará con la judía desde otros postulados de una manera radicalmente iconoclasta, al escribir al final de su vida El Hombre Moisés. En segundo lugar, y que es lo que interesa para el tema que pretendo desarrollar, vislumbrar la posibilidad de enfrentar la caída radical de una creencia como ilusión. Caída radical que toma un camino diferente al de Umberto Eco, cuando éste cita el dicho de Chesterton que reza así: “Desde que los hombres no creen más en Dios, no es que no crean en nada, sino que más bien creen en no importa qué” (Eco, 1989: 27). Lo que Freud abre como problemática a ser explorada no puede ser abarcada del todo, por ejemplo, por los brillantes y sugerentes trabajos de Danièle Hervieu Leger y Renée de la Torre, cuando analizan los trayectos de los “peregrinos” y los “convertidos” a diferentes creencias y espiritualidades.

Me parece que se ha explorado menos en nuestro medio lo que denomino “caída radical de una ilusión como creencia”. No la aparente evidencia de que algo cayó, sino las maneras y los porqués. Y no me refiero al modelo mítico de San Pablo, que sirve para pensar inversamente a los descreídos que sufren una conversión a la vista de un relámpago que de pronto los ilumina y los libra de su ceguera ante lo trascendente, y caen rendidos ante su manifestación.

Sabemos que no es nada fácil describir la caída, porque cuando el desilusionado radical despierta, “el dinosaurio ya no sigue ahí”. Cuando se deja de creer,35 ya se está irremediablemente del otro lado y algo se le escapará al ex creyente respecto de lo que hasta un momento previó, vivió y sintió. Nunca estará en condiciones de poder describir la manera en que estuvo literalmente sumergido en su anterior universo, ya que en las creencias no se trata solamente de un tipo de adhesión a una serie de enunciados, sino también a formas de existencia que -parafraseando a Norbert Lechner-, poseen el “poder normativo de lo fáctico” creyente, que instaura maneras de vivir y sentir que no se conmueven con argumentos -hasta que sí-, a diferencia del pensamiento científico en el cual la posición de base está a habitada por la duda y la reconsideración de lo probado.

Y es precisamente el “hasta que sí” lo que Freud deja en barbecho, pero apunta al menos a problematizar la caída “radical” de la creencia que no busca rápidamente substituirse. La cuestión es por qué en algunos casos no es posible ya desplazarla hacia un peregrinaje abierto o a una nueva conversión-transfiguración que fije y mantenga las premisas de la anterior, aunque con nuevos contenidos o pretendidamente tales.

Cuando se produce esa doble imposibilidad del no retorno y del no desplazamiento, tampoco prospera la vía del “pero aun así”, y entonces es posible plantear este tipo de interrogación. Digamos que, en esta época de profusión de creencias religiosas, políticas y espirituales aludida por Chesterton, se trata de interrogarse acerca de lo que le pasa a esa minoría de ex creyentes políticos y religiosos que se vuelven agnósticos, como Eco, o ateos como Freud, los cuales no pueden creer, aunque lo quisieran, en lo que se les cayó, ni tampoco buscan sustitutos.

¿Pero cómo y por qué no buscan substitutos? Por lo pronto al “mirar” cara a cara el agujero sin imagen, y tener que aceptar, aunque sea a regañadientes, que no hay nada allí donde se creía que habitaba una verdad contundente e incluso “revelada”. En estos casos, la vía religiosa, que no lo sagrada (Debray), queda fuera. Y es hacia ahí donde creo que apunta el ejemplo utilizado por Freud, y más tarde por Lacan, cuando tematizam la cuestión de lo Real.

Para terminar este apartado, quisiera aludir a este respecto a una experiencia de Umberto Eco cuando tenía 13 años, que según él fue decisiva para terminar como agnóstico. Y como este tipo de eventos no siguen necesariamente una estricta ortodoxia, lo sucedido a Eco le ocurrió en un partido de fútbol:

Mientras que yo observaba con distancia los movimientos insensatos que tenían lugar en la cancha, tuve la impresión de que el alto sol del mediodía envolvía de una luz fría los hombres y las cosas, y que delante de mis ojos se desarrollaba un espectáculo cósmico sin significación […] Por primera vez yo dudé de la existencia de Dios y pensé que el mundo era una ficción sin finalidad.

Aterrorizado a la salida del estadio, fui a confesarme con un sabio capuchino que se asombró de mi extraña idea, porque gentes dignas de fe como Dante, Newton, Manzoni… habían creído en Dios sin problema. Confuso frente a ese consensus universal, yo remití una docena de años mi crisis religiosa. Yo digo todo esto para explicar que, desde siempre, el fútbol está ligado para mí a la ausencia de finalidad y a la vanidad de todo, y que de hecho el Ser no es sino, o no puede ser sino un agujero. (Eco, 1985: 247-248).

Justo es decir que la cosa comenzó ya inclinada por una distancia, porque Eco era de esos jóvenes que cuando intentaba jugar fútbol era capaz de meter el balón en su propia cancha. Así que ya venía prejuiciado con respecto a dicho deporte. Y más aún, por las burlas a las que fue sometido por sus compañeros. O sea, psicología de manual de por medio, más de alguno se vería tentado a descalificar la experiencia relatada Y si además el sol se volvió su cómplice, pues qué decir, se lamentaría quizás el sabio capuchino.

2.4. Y ¿realmente existen creencias que caen a veces radicalmente?

Pero no bien termina uno de plantearse el problema que vengo de enmarcar, que la duda surge de nueva cuenta de manera insidiosa a la manera de una modalidad de la desmentida ya descrita: qué tal si ya sé que no creo, pero, aun así, ¿realmente es posible postular sin más un descreimiento sin fisuras en todos los planos de la vida? Otra voz salta a la palestra para decirme: “¡ojo!, te recuerdo que hay diferentes maneras de creer y no sólo aquellas con núcleo duro o religioso”. Agradezco la advertencia y sigo.36

Y esta vez me apoyo en Emil Cioran, quien con su feroz humor podría afirmar quizás que se podrían detectar las huellas de estas certezas originarias, pretendidamente perdidas, en la misma operación que intenta desmontarlas, por ejemplo, cuando escribe: “Como todo iconoclasta, he destrozado mis ídolos para consagrarme [a analizar] sus restos.” (Cioran, 1990: 96). ¿Se trataría acaso de aceptar finalmente que no hay escapatoria posible, y que eso que ahora pretendo al intentar analizar diferentes maneras de creer no sería sino la otra cara de la creencia que formaría sistema con ella? O si se quiere, ¿se tratará de una especie de creencia -descreída o deslavada-, que conservaría la fascinación cautivadora que tenía antes la creencia sin tapujos? Esto lo postularían los creyentes, quizás con una sonrisa y diciéndose(me): “hagas lo que hagas, siempre terminarás rindiéndole un homenaje, aunque sea involuntario y oblicuo, a eso que ahora pretendes desmontar, como hacen los niños con los juguetes, para saber qué tienen adentro, hurgando en su luminoso vacío, que no sería necesariamente lo mismo que la nada”. ¿Será?

En todo caso, no es lo mismo la operación que desmonta y analiza los “restos” de la certeza, que la operación por la que ésta impedía mediante el poder normativo de lo fáctico desplegar un razonamiento: “es así porque es así, y punto”. Será quizá la otra cara, pero no su par análogo.

Aunque de nueva cuenta no está demás tomar en consideración la reflexión de Fabrice Hadjadj cuando escribe: “No es suficiente destruir los ídolos para destruir la idolatría: el iconoclasta se arriesga a caer en esa idolatría más baja que es la fascinación por su propio acto […] destructor”. (Hadjadj, 2008: 58). Siempre se puede pecar de soberbia. Pero no faltarán confesores dispuestos a “perdonar” si alguien se presta a esto. O un psicoanalista para problematizar la “culpa”. O sea que, quien habita estos parajes, no se libra de caminar por el filo de la navaja.

Interludio epistemológico metodológico

Por lo pronto, este tipo de problematización conlleva tener que explicitar una posición que permita encarar con pertinencia el complejo objeto de las creencias, más allá del campo religioso, pero abarcándolo también. Hablar de analizar creencias como objetos de investigación implica que ya se dio un proceso de secularización del pensamiento, y por lo tanto, un distanciamiento que destotaliza lo que antes pretendía cubrir la percepción. De otra manera seria imposible plantearse las cosas, por ejemplo, como “sociología de las maneras de creer”.

1. Albert Piette describe la doble perspectiva que para mí resulta hasta ahora ser la postura más convincente del investigador de las religiones y de los universos político-ideológicos, aunque no sin añadir, pero, aun así… De lo que habría que dotarse, según él, es de:

Un teísmo metodológico para significar que las Ciencias Sociales de lo religioso toman en cuenta el hecho de que, en las acciones y situaciones que estudian, se encuentran puestas en juego de una u otra manera referencias a realidades meta empíricas, [o] a “entidades invisibles”. [Y a su vez,] de un agnosticismo epistemológico para significar que las Ciencias Sociales, en su trabajo de objetivación científica de la realidad, suspenden los juicios en cuanto a la cuestión de saber si esas “entidades invisibles” existen y si es legítimo y meritorio establecer cualquier relación con ellas.

La religión es entonces una actividad simbólica que tiene su consistencia propia. (Piette, 1999: 23).

El “pero aun así…” de mi posición implica que el supuesto del teísmo metodológico implica una referencia a un Dios, siendo así que el universo de las creencias desborda esta referencia. Se trata más bien de aceptar de entrada, sin prejuzgar, lo que los sujetos dicen creer, aunque trascienda la referencia a un Dios.

En esta manera de enfocar las cosas, no hay ventaja especial para el que cree e investiga como para el que dice no creer en aquello que investiga. Implica, en todo caso, analizar diferentes maneras de distanciamiento y acercamiento al objeto de estudio. Para el que dice no creer, la distancia parece estar más “asegurada”, pero la puede llegar a racionalizar de tal manera que termine por escapársele los tipos de existencia que induce, al creer que está más allá de cualquier prejuicio. Y puede terminar como si se tratara de supersticiones, es decir, como gestos totalmente desvinculados del contexto que analiza y en el cual investiga.

Por otra parte, para el que cree en lo que al mismo tiempo pretende analizar, la cosa puede resultar más “complicada”, porque implicaría una especie de disociación reglada: de día soy investigador que pretende describir y tratar de explicar lo que analizo y de noche me entrego sin distancia a eso que analizo.

En la perspectiva de Piette, la doble posición a la que alude y que debe permanecer articulada permite instaurar un tipo especial de distanciamiento, que ayuda a alejarse de la militancia tanto pro como anti. Perspectiva que para el investigador en Ciencias Sociales se complementa con aquella de no otorgar ningún privilegio a las instituciones o grupos religiosos, como si se tratara de un caso aparte. Aunque sin perder de vista su singularidad.

2. Frente a esta posición que acabo de citar, estaría aquella otra que constata la secularización del pensamiento y sus efectos en las Ciencias Sociales cuando éstas enfrentan el universo de las creencias, y más específicamente, las religiosas. Se podría decir que, en este segundo caso, las citadas ciencias tienden a analizar las creencias religiosas desde la perspectiva del ateísmo metodológico y epistemológico, sea militante -o no-. Lo cual las coloca frente a los objetos de estudio mencionados desde una posición crítica que se acerca a la ejercida por los que Paul Ricoeur denominó “Los maestros de la sospecha” -Nietzsche, Marx, Freud, etcétera-. Desde esta perspectiva, los estudios tienden a diluir las creencias en otra cosa más allá de lo que pretenden representar. Con postulados del tipo: “esto que analizo en realidad no es más que el producto de…”

Michel de Certeau constata que cuando se comenta el adjetivo “religioso”,

... éste, deviene un enigma, [ya que] cesa de determinar los métodos empleados, las verdades consideradas y los resultados obtenidos. La dificultad de pensar los hechos religiosos en términos de ciencias humanas […] proviene […] de una nueva situación epistemológica [ya que…] es lo pensable lo que ha sido secularizado. (De Certeau, 1987: 196).

Para De Certeau, como sacerdote jesuita e historiador, esta constatación lo lleva a postular la dimensión de lo sobrenatural más a partir de una apuesta que de una afirmación de su existencia. Por eso ahonda sin anestesia acerca de los cuestionamientos que el pensamiento secularizado implica para la Teología.

Para el teólogo -dice-, el lenguaje religioso es también un producto, pero de la inteligencia de la fe, condicionado por la cultura […] Fundamentalmente él anuncia un “esencial” que funda la realidad y anima la historia: vuelve visible, bien que de un modo misterioso, una acción de Dios.

Pero en el campo de las Ciencias Sociales […] los signos cristianos se ven despojados de su privilegio con relación a otros fenómenos socioculturales. Lejos de ser puestos aparte, como enunciados verdaderos; sostenidos por alguien [o algo] que se revela, son considerados productos y elementos de las organizaciones sociales, psicológicas e históricas.

[…] La relación dominante no es la del enunciado religioso con la “verdad” que afecta una creencia, sino la relación de este enunciado como síntoma de una construcción […] histórica o psicológica, donde se inscribe un desciframiento de conexiones entre fenómenos aparentemente heterogéneos.

[…] En suma, el contenido religioso esconde sus condiciones de producción. Es significante de otra cosa de eso que dice. […] El psicoanalista, el sociólogo y el historiador son aquellos que no se dejan atrapar por el juego de las representaciones, y que saben captar otro significado diferente del sentido inmediato afirmado. (Op. Cit: 191-193).

Desde esta perspectiva, los criterios epistemológicos para sostener con nitidez una “ciencia de las religiones” se tambalea y tiende a producirse un desvanecimiento de la especificidad de los objetos religiosos vistos como síntomas de otra cosa. Para enfrentar estas cuestiones contamos con las dos propuestas descritas, y no se trataría sólo de elegir una de las dos, porque me parece que se transversalizan y se afectan, y al inclinarse más por una de las dos, dejaremos irremediablemente algo sin observar. La propuesta de los maestros de la sospecha toma un partido muy definido, desde el momento en que no se limita a describir, sin juzgar, lo que observa, al remitirlo a otra cosa más allá de lo manifiesto. La de Piette busca mantener la consistencia y especificidad propia del universo simbólico religioso, tomándolo por moneda críticamente contante.

2. 5. El cruce de dos heteronomias. El caso de Gregorio Lemercier

Veamos ahora un ejemplo que puede dar luz sobre el cruzamiento de dos heteronomías en un monje benedictino de los años sesenta del siglo pasado, ejemplo que ayuda a plantear de otra manera la relación que muchas veces se simplifica cuando se opone la fe a la razón conviviendo en un mismo individuo, considerándolas como incompatibles sin más. Me refiero a la heteronomía religiosa y a aquella otra que remite al postulado del inconsciente -o de lo inconsciente-.

Ahí donde hay religión, [es decir], estructuración religiosa del espacio humano social -afirma Marcel Gauchet-, hay esa doble experiencia de lo invisible en la extrañeza de un cuerpo que deja de pertenecernos, y en el borramiento de sí en provecho de una verdad que habla en nuestro lugar […] La figura de un inconsciente personal emerge y deviene concebible gracias a una reformulación [de estas] experiencias de alteridad. (Gauchet, 1998: 201).

Se trata del Prior Gregorio Lemercier, del convento de Santa María de la Resurrección en Cuernavaca, México. La experiencia que relata el citado monje le ocurre la noche del 4 de octubre de 1960.

Estaba yo acostado sobre mi espalda, despierto en mi cama. De pronto, vi ante mí una multitud de relámpagos de todos colores. Era un espectáculo sumamente bello […] Me volteé sobre mi lado izquierdo. Entonces apareció sobre la pared de mi celda como una pequeña pantalla, sobre la cual vi una sucesión de rostros humanos. Ese calidoscopio se detuvo sobre un rostro muy bello, de una gran bondad. En ese preciso momento grité: “Dios mío, ¿por qué no me hablas así?”. Y de inmediato comencé a llorar con extrema violencia, invadido por la conciencia profunda de ser amado por Dios. […] Quería decirle que podía hacer conmigo lo que quisiera, pero tuve miedo de que lo tomase en serio. Tenía el sentimiento profundo de no merecer ese amor a causa de mis pecados. […] Y todo se resumía en un sentimiento de derrota, de dominio de Dios sobre mí.

Al día siguiente, temiendo volverme loco -yo era un hombre duro, seco, cerebral […], extremadamente escéptico ante cualquier misticismo- […], fui a ver al presidente de la Asociación Mexicana de Psicoanálisis. Entré al psicoanálisis tres meses después. (Lemercier, 1968: 21).

La experiencia extrema de estar literalmente sumergido en algo con visos “místicos” que le inclina a entregarse al personaje luminoso y bello que le hace experimentar el ser profundamente amado por Dios, pero que simultáneamente le hace sentirse culpable y pecador, permite asistir a una descripción “en vivo” de aquello que Marcel Gauchet describe a propósito de la presentificación de la doble experiencia de lo invisible, que conlleva la heteronomía religiosa. Pero con una diferencia, ya que el citado monje describe que, a pesar de la inmersión, mantuvo una mínima distancia,37 por ejemplo, cuando al ofrecerse en los términos que en parte recuerdan la oblación y las palabras de la Virgen: “hágase en mí según tu palabra”, tuvo miedo a la entrega sin condiciones. Y terminó por interpretar la experiencia arrolladora en términos de la otra heteronomía, o del otro habitus que también lo conformaba: el psicológico o psicoanalítico, ya que se describe como “extremadamente escéptico” ante las experiencias calificadas de “místicas”; de ahí que tema que en realidad se estuviera volviendo “loco”.38

No fue necesario mirar al cielo ni entrar a una cueva para “ver”, sino que le bastó enfocar la vista hacia la pared de su celda que se hizo de “pantalla”. La experiencia del citado monje se sitúa en los inicios de la era televisiva y ya adentrados los tiempos del cine. Probablemente ahora bastaría dirigir la vista hacia la pantalla del celular.

Se trató del cruce de dos heteronomías en un mismo sujeto, en el cual la secularizada va a servir por lo pronto de contención a la otra. Con lo cual parece manejarse en el modelo descrito más arriba por De Certeau: en realidad esta experiencia que crees consistentemente religiosa “no es sino la manifestación de otra cosa”, por ejemplo, de tu posible locura. Finalmente, no fue ni lo uno ni lo otro, sino como relata Lemercier a continuación:

El 8 de marzo [de 1961] se descubrió un cáncer en mi ojo izquierdo, el cual fue extirpado al día siguiente. […] Y no me cabe la menor duda de que esta experiencia decisiva de la noche del 4 de octubre de 1960 está en relación profunda con el principio del cáncer. Desde entonces veo mejor. […] La larga ascesis del psicoanálisis me ha llevado a una vida espiritual que no habría podido alcanzar en treinta años de vida monástica. (Lemercier, 1968: 22).

Ahora bien, lo fisiológico indujo un tipo de alucinación en código religioso.39 Lo notable es encontrar a un monje en el México de los sesenta del siglo pasado, conformado de esta manera por dos hábitus que a primera vista parecen tan discordantes. Y más aún, dispuesto a utilizar esta tecnología laica denominada psicoanálisis para cultivar su “ascesis espiritual”, incluso concediéndole, hasta cierto punto, una primacía sobre las milenarias tecnologías monacales.40

Con respecto a la noción de alucinación, es importante remarcar que su introducción implica un cambio epistemológico substancial de la experiencia subjetiva. Veamos por qué:

La alucinación no puede ser reconocida en un mundo donde la aparición es común […] La alucinación se diferencia como experiencia específica en una sociedad en la cual la aparición llega a ser problemática […] La aparición [entonces] llega a ser un milagro de tal manera excepcional que la alucinación llega a ser pensable.

Su nacimiento [como concepto] data de 1814, 1815. [Pero] la mayor parte de los psiquiatras serán incapaces de pensarla durante mucho tiempo porque el concepto pone completamente en causa los puntos de referencia de la experiencia subjetiva desde el punto de vista de la articulación de lo visible /invisible [o] exterior /interior. La alucinación es un test crucial. Eso que se ofrecía bajo el signo de la objetividad de lo invisible es renviado hacia la subjetividad. (Gauchet, 2003: 194-195).

A raíz de su experiencia alucinatoria, a Gregorio Lemercier se le hizo más claro este trastrocamiento de lo subjetivo y de lo invisible, y siguiendo a su mentor intelectual, el padre Laberthonnière, buscó profundizar en lo que éste denominaba “la experiencia subjetiva de la fe”. Por otra parte, a pesar de la importancia otorgada a la herramienta psicoanalítica, no sólo no perdió la fe, sino que la utilizó para “purificarla” y tornarla más firme. En términos irónicos se podría decir que para él el psicoanálisis fue una especie de detergente. Se trató, en todo caso, de la utilización de una tecnología laica al servicio de la fe. O, en otros términos, se podría decir -parafraseando al Evangelio- que en su caso “las puertas de las Ciencias Sociales no prevalecieron contra la Iglesia”. Lo cual, me imagino, frustró en parte las perspectivas de los psicoanalistas intervinientes.

Y en el hilo de la reflexión realizada hasta ahora, se puede afirmar que aplicó algo del siguiente tenor: “ya sé que la fe puede estar conformada por una serie de representaciones culturales y por experiencias que la tergiversan, pero, aun así, existe algo ‘esencial’ que hay que volver a recuperar en su prístina pureza”. O en los términos, también parafraseados, de una de las corrientes del Psicoanálisis, se trató de una apuesta para recuperar “el filo cortante de la verdad cristiana” o del origen de los benedictinos. A cada quien su ascesis y “retornos a…”, con sus consiguientes operaciones purificatorias.

El creyente secularizado Gregorio Lemercier no sólo buscó saber más acerca de la -y de su- experiencia subjetiva de la fe, sino que también cuestionó las seguridades con las que los psicoanalistas que analizaron a los monjes de su convento y a él mismo, parecían vivir su incredulidad. Desgraciadamente, respecto a ésta, no contamos con documentos que nos indiquen si aceptaron el reto; sólo tenemos algunas muestras parciales de la superioridad que pareció habitarlos por vivir como ateos, que no como agnósticos. Por ejemplo, utilizan -refiriéndose al convento en el cual intervienen- metáforas del tipo “útero convento”, habitado por un conjunto de monjes, “fetos” que huyen del mundo y a los que habrá que rescatar y de nueva cuenta traerlos a la cruda realidad del mundo. Invistiéndose con ello, dichos psicoanalistas se invisten en una especie de “parteros psíquicos”.

Los citados psicoanalistas se apoyan en lo que podríamos describir como un “invisible”, esta vez profano, denominado inconsciente. Cuando durante la experiencia psicoanalítica el prior es interrogado acerca de si no le resultaba paradójico utilizar la terapia psicoanalítica inventada por un ateo para explorar la experiencia de la fe, respondió sin inmutarse lo siguiente:

Esta desconfianza y este temor se explican perfectamente por eso que yo denominaré “el pecado original del Psicoanálisis”. [Es decir], el hecho de que Freud y, después de él, las primeras generaciones de psicoanalistas han aceptado como un dato originario, si no es que como un dogma, su propia no creencia sin someterla a un análisis riguroso, como ellos lo hicieron con la creencia y sin sospechar todo lo que esa incredulidad podría contener de religioso.

[…] Incluso los psicoanalistas creyentes permanecen en la superficie cuando se trata del sentimiento religioso. (Agencia AP, 1966: 6).

¿Cómo se podría saber ese “supuestamente religioso” que contendría la incredulidad no analizada? Y por contraste, ¿existiría una diferencia con la analizada? Esta última, ¿estaría expurgada de la creencia religiosa o siempre estaría bajo sospecha, como lo señalé más arriba? En este caso, sería el creyente religioso el que se colocaría en una posición de superioridad condescendiente. Sin embargo, el no analizar el ateísmo como lo propone, por ejemplo, Umberto Eco, lleva a consideraciones que pueden resultar caricaturales ante las diferentes maneras del creer religioso. Veamos ahora un ejemplo de esto, citando a uno de los analistas del convento que participó al final de la experiencia: me refiero al Dr. José Luís González Chagoyán.

FMG - ¿Desde qué marco de referencia interpretaban la creencia [de los monjes]?

JLGCH - Desde el Psicoanálisis. No había ninguna piedad por lo religioso.

FMG - El convento en donde actuaron era una institución “total”, transversalizada por la institución benedictina, la que a su vez dependía en parte de Roma y estaba situada en el contexto de una diócesis, la de Cuernavaca ¿Tenían idea de la complejidad del territorio que intervenían?

JLGCH - Sí, pero nos importaba “un pito”. Importaba la gente y su análisis, y no nos importaba […] su religión. […] Los veía, y me reía igual que en mi casa de eso de la religión.

¿Cuál creencia, cuál Dios?; a mí no me hables de otro mundo, háblame de éste. ¿Cómo te masturbas? ¿Qué haces cuando rompes la ley del silencio? ¿Qué haces cuando te emborrachas con los trabajadores? Háblame de la homosexualidad. ¿Cuánto de esto está distorsionando la labor de la Institución? (González, 2011).

Como se puede apreciar, para el citado y poco “piadoso” Doctor no parece existir ningún tipo de problematización respecto a cómo intervenir e interpretar desde lo que él considera un aporte “psicoanalítico” respecto al factor religioso. Al parecer, en su perspectiva se puede diluir éste e incluso descalificar el universo de sus analizantes. Todo parece reducirse a una superestructura que sirve para ocultar las verdaderas cuestiones a ser tratadas. Superestructura de la que se puede eventualmente hacer mofa.

Tampoco parece reparar en que el tipo de dispositivo grupal que aplicaron no estuvo a la altura de la complejidad que se jugaba en ese convento. Pero, finalmente muestra, cuando menos en este caso, la supuesta superioridad de la que se inviste uno de los psicoanalistas que interviene atendiendo la demanda de sus clientes monjes. En las intervenciones de los otros dos psicoanalistas, que son los que llevaron efectivamente la tarea más duradera del análisis, no deja de traslucirse una inextricable mezcla de misión redentora y un cierto moralismo imbuido de superioridad que recuerda a los confesores puntillosos, pero sin absolución posible. Pero también, un intento de contención de su supuesta “ventaja” atea. Pero, evidentemente, su actuación no se redujo sólo a eso, de otra manera hubiera sido difícil que los monjes no sólo aceptaran analizarse con ellos, sino también mantener la experiencia por varios años.41

Tiempo después de terminada la experiencia, Lemercier afirmó que ésta fue un fracaso e hizo una crítica muy pertinente al dispositivo grupal utilizado. Y, por otra parte, al poco tiempo de disuelto el convento -mediados de 1967- por su enfrentamiento con Roma, dijo también que su Iglesia no le temía a Freud sino a la sexualidad. Cito finalmente la posición del citado monje respecto a cómo pensaba la relación entre su creencia religiosa y el Psicoanálisis.

En la medida en que la religión se vive como una espacialidad al margen de la vida ordinaria, sustituyéndose a los valores humanos, cualquier nueva insistencia sobre otros valores humanos suscita el temor de perder la religión, como si aquellos no pudieran crecer sino en detrimento de ésta. Pero de hecho sucede lo contrario: los dos perecen juntos. Frente a esta situación, el psicoanálisis, lejos de evaporar o disolver lo “religioso”, tiende a transformarlo, interiorizándolo, y a madurarlo en una religión que asume todos los valores humanos y los impregna cada vez más de lo divino. Se puede aplicar al Psicoanálisis lo que decía el texto sometido a discusión de los padres conciliares sobre las “realidades terrenales”: “aquel que se esfuerza en penetrar, con perseverancia y humildad, los secretos de las cosas y los seres, aun cuando no tenga conciencia de ello es conducido por la mano de Dios”. (Lemercier, 1968:3).42

Siguiendo a Laberthonnière, Lemercier busca rebasar la antinomia: natural-sobrenatural. Nada de vivir como habitando una realidad paralela. Pero, además, con ese nuevo razonamiento por parte del ex monje, el psicoanálisis ya no sólo ayudaría a conocerse y a purificar la fe, sino que incluso serviría para “impregnar” de divinidad los valores humanos, aún sin saberlo. O sea, cristianos a su pesar, aunque no clandestinos. Ante la supuesta superioridad de los ateos de enfrente, los de casa tienen con qué responder. En resumen, si los psicoanalistas del convento creyeron -como Freud y Ferenczi en el momento de su viaje a los Estados Unidos- que el Psicoanálisis les traería la peste, sus esperanzas resultaron fallidas. Ya que, al menos en parte, fueron vistos como ayudantes de la divinidad.

Una cosa que se volvió clara a Lemercier fue la relación: psicoanálisis-sacerdocio. Pasado el tiempo, él consideró la posibilidad de que se instituyeran sacerdotes analistas como “una contradicción en los términos, [ya] que pone al paciente ante un monstruo de dos cabezas, puesto que las funciones del sacerdote y del analista son totalmente diferentes”. (Leñero, 1966: 86).

Entonces, los intentos de vampirización impregnación de la técnica terrena por la divina, tenía, al parecer, ciertos límites para él. Mientras duró la experiencia, el padre prior ya no sólo fue la autoridad y el padre espiritual de sus monjes, sino que se convirtió hasta cierto punto en auxiliar de los psicoanalistas, según relata. Pues, cuando sus dirigidos presentaban resistencias a continuar el análisis, él los animaba a seguir, y buscaba detectar parte de sus motivos. Y al aceptar someterse al psicoanálisis, estuvo dispuesto a abandonar parcialmente el lugar preponderante que ocupaba antes del inicio de la experiencia. Podía alegar en su favor que, como cualquiera, él también tenía inconsciente y por lo tanto no gozaba de ningún privilegio. Tal fue el caso.

Pero hay que dejar establecido que Lemercier, a pesar de su crítica atendible al ateísmo de los psicoanalistas, finalmente mantuvo su fe y su creencia en una verdad revelada, e incluso, probablemente, más reforzada después de pasar por la “purificación” psicoanalítica. Es decir, que el planteamiento freudiano de la tumba vacía en este caso tuvo sus límites.

Ahora bien, si se intentara aplicar en este caso la típica y simplificadora dicotomía entre fe y razón a los dos actores principales de este acontecimiento -monjes y psicoanalistas-, se dejaría sin entender una buena parte de lo que ahí se jugó. Desgraciadamente, dicha experiencia no parece haber sido retomada y continuada por los descendientes de ambos, cuando menos en el caso de México. Ni siquiera cuando el cuerpo de los sacerdotes se comenzó a desacralizar y a “sexualizar” a partir del lado más violento, el de la pederastia, se han escuchado las palabras del padre prior del convento de Santa María -y después líder del Centro Psicoanalítico Emaús-: “la iglesia no le teme a Freud sino a la sexualidad”. Si le hubieran hecho caso…

2.6. El delirio paranóico, la certeza y el místico

Como ya lo he adelantado, las creencias, cuando están consolidadas, tienen la particularidad de investir a los individuos con certezas. Es decir, que no hay posibilidad de razonarlas dado que se presentan como algo que ya está ahí, sin que, por otra parte, se haya asistido a su génesis. Como en el fetichismo de la mercancía de Marx, parecen otorgarse valor y consistencia propia. Lo cual no quiere decir necesariamente que los creyentes lo sean de tiempo completo y estén incapacitados para ejercer otras lógicas, incluso científicas.

Voy a tomar un camino arriesgado: hacer la analogía entre el delirio paranoico y las creencias, cuando éstas se constituyen a partir de una certeza sin fisuras. Para ello me referiré a los planteamientos de Jacques Lacan.43 Este autor afirma que el paranoico vive su delirio como si poseyera una significación, significación que Lacan enfoca de una manera no exenta de paradoja cuando dice que:

Él no la sabe, pero ella se [le] impone, y para él es perfectamente comprensible. Y es precisamente porque ella se sitúa sobre el plan de la comprensión como un fenómeno incomprensible, si se puede decir así, que la paranoia es para nosotros tan difícil de aprehender, y que por lo tanto es por eso [mismo] de un gran interés. (Lacan, 1981: 30).

Lacan, que sí parece saber lo que el paranoico ignora: cómo se le impone la creencia, añade que, en la formación de los psiquiatras y psicoanalistas, una de las cosas que habría que evitar es el momento donde, al creer que han comprendido, se “precipitan” para realizar una interpretación. Señala que esa comprensión se explicita de manera ingenua por la fórmula “el sujeto ha querido decir esto”. Pero lo que más bien resulta, según Lacan, “es que no lo ha dicho”.44 Por lo tanto, para el citado psicoanalista no tiene importancia que el sujeto delirante, en su explicación de sí mismo o en su “dialogo” con el psiquiatra, resulte más o menos comprensible, En cambio, lo que sí resulta digno de consideración es que el núcleo del delirio es inaccesible, inerte, estancado en relación con toda dialéctica.

[…] Tomemos la interpretación elemental. Ella tiene sin duda un elemento de significación, pero ese elemento es repetitivo, y procede por reiteraciones. […] El fenómeno está cerrado a toda composición dialéctica.

[Por ejemplo…], en la psicosis pasional […], si se pone el acento sobre la prevalencia de la reivindicación, es que el sujeto no puede aceptar tal pérdida, tal daño, y que toda su vida parece centrada alrededor de la compensación del daño sufrido y la reivindicación que conlleva. (Op. Cit: 31).

Evidentemente no estoy hablando de englobar en la paranoia las creencias religiosas, sólo hago la analogía con el núcleo duro que poseen las creencias consolidadas, que tienden también a poseer una “inercia dialéctica” respecto a cómo se impone la “comprensión”. Aunque eso no descarta que algunas creencias se desplieguen e incluso lleguen a notables sofisticaciones en la reflexión sobre sus enunciados argumentativos, por ejemplo, en la historización de los tipos de escritura que componen los textos bíblicos, o a recreaciones y re-significaciones que se dan en lo que parecía inerte.

Recurramos al ejemplo clásico del caso de Daniel Paul Schreber y a su alucinación-delirio-auditiva nocturna, y veamos la diferencia con respecto a la alucinación visual “televisiva” de Gregorio Lemercier, en la cual éste último, a diferencia del juez alemán, recupera muy pronto una distancia relativa.

Una noche única, el Dios inferior (Arriman) apareció… su palabra retumbó ante las ventanas de mi dormitorio con una poderosa voz de bajo… Lo que había dicho sonaba de un modo que no era amigable. Todo parecía calculado para inspirarme terror y temblor y la palabra podredumbre (Lüder) se escuchó muchas veces, expresión muy frecuente en la lengua fundamental (Grundsprache) cuando se trata de hacer sentir el poder y la cólera de Dios al hombre que él quiere aniquilar. Pero todo lo que se decía era auténtico (echt), ninguna frase memorizada… Entonces la impresión que dominaba totalmente en mí no era el temor sino la admiración ante lo grandioso y lo sublime. De esta manera, a pesar de los insultos contenidos en las palabras, el efecto producido en mis nervios fue benéfico. (Schreber, 1975: 121).

A riesgo de caer en la “comprensión”, Michel de Certeau realiza ciertas analogías entre esta lengua fundamental a la que alude Schreber y la experiencia de los místicos cristianos de los siglos XVI y XVII. Guiándose por la palabra Lüder (podrido, carroña, cadáver), dice que en la mística:

Se lleva a cabo un proceso que desvanece los objetos de sentido, comenzando por Dios mismo, como si tuviera por función clausurar una episteme religiosa al borrarse a sí misma, y producir de esta manera la noche del sujeto que marca el fin del día de la cultura. Me parece que, con relación a nuestro tiempo, los desarrollos analíticos tienen una función histórica semejante: trabajan por manifestar la deserción de una cultura por sus representantes (“burgueses”) y, por este debilitamiento de una economía productora de sentido cavan el lugar de otra que sería el más allá de lo que sostiene aún la crítica analítica. A este respecto, la mística y el psicoanálisis presuponen, ayer con relación a las Iglesias “corruptas”, hoy a través del “malestar de la cultura”, la experiencia tan “clara” e intolerable en Scheler, “que hay -para hablar como Hamlet- algo podrido en el reino de Dinamarca. (De Certeau, 2003:127).

La podredumbre dictada por una voz que lo aniquila y que constriñe al sujeto a tener vocación de carroña, profiere

El secreto que sostiene la epifanía divina de la cual Schreber porta la marca (Eindruck) grabada o escrita sobre su cuerpo en admiración ante lo “grandioso” y lo “sublime”. Dictada por una voz, la podredumbre del sujeto es la condición para que haya institución teatral de la “omnipotencia en toda su pureza”. […] La palabra inscribe en la nada [o en la mierda] al testigo de la gloria. (Op. Cit: 128).

[…] Ser llamado basura o mierda es ser adoptado por la familia noble. Hay allí una estructura que ha funcionado en toda familia religiosa, antes de redescubrirlo en las instituciones ideológicas, políticas, psicoanalíticas.

El nombramiento, en efecto, le asigna un sitio; es vocación de ser aquello que dicta. […] Al creerlo, Schreber “encarnará” su nombre; querrá, dice, “entregar su cuerpo a la venta como el de una puta”. […] La palabra escuchada designa precisamente esta transformación […] Circunscribe el objeto de la creencia. (Op. Cit: 129-130).

A diferencia de Lemercier, Schreber, cautivado y literalmente sumergido en la creencia que lo nombra, aceptará sin cortapisas el “haz de mí lo que quieras”.

Otro caso menos sofisticado respecto al creer sería el de aquella mujer cubana a quien, aprovechando la visita de Juan Pablo II a Cuba, un periodista le preguntó si creía en Dios, y ésta respondió: “en esas estoy, muchacho”. ¿De qué se trataría aquí?, ¿acaso de una fluidez en la cual no se ha instalado una certeza? ¿O de una certeza diferida que aguarda momentos más turbulentos, enfermedad grave, o amenaza de muerte, para por fin consolidarse? A saber.

3. Una antropologia del creer

Desde esta perspectiva, se podría decir -inspirándose de nueva cuenta en Michel de Certeau y en el título de su libro La faiblese de croire-, que la creencia está habitada, a pesar de la certeza que induce, por una debilidad o fragilidad en relación con el saber, ya que camina por los senderos de la adhesión y la verosimilitud, y no por los de tener que probar algo.

El historiador Alfonso Mendiola, uno de los estudiosos más acuciosos de la obra del historiador y jesuita francés, resume de manera precisa esa primera concepción de la creencia en De Certeau:

Primero, el creer se opone al saber, el “sé” es distinto del “creo”; segundo, la fuerza del creer está en que no es algo voluntario y, tercero, la formalidad del creer es lo que siempre está de trasfondo en toda comunicación […] Con esto se puede ver que la antropología histórica de la creencia se convierte en una teoría de la transmisión de la herencia […] de una generación a otra. (Mendiola, 2009: 50).

En este caso, la creencia cambia de estatuto y ya no se reduce a una descripción puramente psicológica, puesto que se basa no tanto en una adhesión que no sabe o busca saber, sino en una promesa y en un diferimiento, como señala de nueva cuenta De Certeau en un texto presentado en 1981 (De Certeau, 1981), texto que Alain Boureau resume en su parte medular de la siguiente manera:

El proceso de creencia se define por la ausencia de un bien deseado (la certeza), por lo cual el gozo es trasladado a un futuro por la mediación de un contrato que une al sujeto a los otros en una institución. (Boureau, 2002:134).

Por lo tanto, como añade A. Mendiola, el término creer presenta una constelación de usos. Dentro de ellos se encuentran los siguientes:

a) tener confianza en alguien o en algo; b) creer en la realidad o en lo que uno ve; c) fiarse de lo que se dice. Lo que une a los tres significados de la palabra “creer” es que siempre se instaura una relación. Creer no es una sustancia sino una relación. Esa relación puede ser con una persona, un objeto, lo que se construye como real -lo visto- y, por último, con lo que se dice.

[…] creer es depender de “eso” que puede o no responder al acto que creo. […] la estructura de la creencia es temporal. Esto es, está abierta al futuro como incertidumbre. (Mendiola, 2009: 54-55).

En el caso de Cristo como “desaparecido viviente”, implica un tipo de “razonamiento” más o menos así: creo que resucitaste y, por lo tanto, creo en tu promesa. Y aceptar la promesa es diferir e instaurar en dicha apuesta la incertidumbre. ¿Alguien responde o responderá? Evidentemente el cuerpo de Cristo perdido en las brumas de los siglos se volvió inatacable desde un tipo de investigación empírica simplificadora. Lo importante es que detrás o al fondo -incluso arriba- de la tumba vacía, se instauró un cuerpo glorioso e invisible, pero muy presente. Y eso ha resistido la marcha de los siglos.

Y a diferencia del Cristo resucitado, el cuerpo sacerdotal de la Iglesia católica, que es vicariante por estructura, puede hasta cierto punto ser des-idealizado y cuestionado al igual que el aparato, como si se tratara de un resto desprendible y sujeto a combustión; pero su crítica o posible caída con ave fénix incluida, no amenaza automáticamente al incombustible e idealizado glorioso que venció a la muerte.

El Invisible divino, al permanecer en el “exterior” / interior del lugar vacío que ocupan y desocupan por los siglos de los siglos sus vicarios ministros al ritmo de sus muertes, cuestionamientos, dimisiones y jubilaciones, puede mirar con simpatía los beneficios que otorga el dispositivo completo de la tumba vacía. Un caso paradigmático, al respecto, es el que propone Ignacio de Loyola en sus Ejercicios, (como bien señala R. Barthes), en los cuales crea un dispositivo que lleva al ejercitante a lo que se denomina “indiferencia ignaciana, […] no querer nada para sí mismo, estar disponible como un cadáver, perinde ac cadavre” (Barthes, 1971: 75). Se trata de permanecer indiferente a las alternativas que lo habitan a uno para “llegar al sentido más profundo, el signo liberado por la divinidad”, (op. Cit: 47) y poder de esta manera realizar una “buena elección”. Pero tomando en cuenta que los citados signos no son necesariamente contundentes, entonces no le quedará al ejercitante, en su diálogo con la divinidad al que supone que le “habla”, sino hacer de la suspensión misma de la marca un signo último. Es decir, que se trata de una ascesis que implica...

...la aceptación reverencial del silencio de Dios, el asentimiento dado no al signo, sino al retardo del signo. [Con lo cual…] la escucha se transforma en su propia respuesta, y de suspensiva, la interrogación deviene de alguna manera asertiva: la cuestión y la respuesta entran en un equilibrio tautológico.

[…] La mantica se clausura, pues transformando la carencia de signo en signo, ella logra incluir en su sistema ese lugar vacío y sin embargo significante que se denomina el grado cero del signo: ofrecido a la significación, el vacío divino no puede amenazar, alterar o descentrar la plenitud ligada a todo lenguaje cerrado. (Op. Cit: 78).

Todo lo que acabo de describir respecto de Cristo implica tratar de darle una vuelta de tuerca al modelo de la tumba vacía de Freud al señalar que, con el fin de que se produzca la ilusión religiosa cristiana, es condición que el primero sea poseedor de una naturaleza mixta divina y humana, y que, colocado como humano ante la muerte, al mismo tiempo la sufra y la trascienda como Dios. Y, además, que logre habitar un tipo de invisibilidad en la que se manifieste como el invisible viviente, incluso como “grado cero del signo”, y que permita la producción de una serie de lugares vacíos con una función vicariante que ocuparán aquellos que hablarán en su nombre.

En el caso de los ejercicios ignacianos y su dispositivo, “el signo liberado por la divinidad” parece cumplirse en una perfecta circularidad, ya que, tanto si se “manifiesta como si se coloca en el “grado cero del signo”, de todos modos “habla”. Por lo tanto, la incertidumbre está muy atenuada.

Se puede decir que Cristo es a la vez aquel que sostiene el sistema, y la causa trascendente para ser predicada y defendida. Entonces tendremos La Causa, el personaje invisible, la red de lugares vacíos vicariantes, la institución jerarquizada como Iglesia, la tradición, las escrituras y los fieles.

Cuando una institución ha logrado tal grado de poder simbólico -tumba vacía y lugares vacíos vicariantes- con “desaparecido viviente” y “parlante”, incluido el mensaje “revelado”, les sugiere a los aspirantes a iconoclastas que, por favor, no simplifiquen las cosas y, sobre todo, que por lo pronto se tomen con calma los amaneceres radiantes sin trascendencia, ya que no faltará una legión de ávidos que reclamarán sin reposo estos “invisibles” contundentes.

4. La cuestión de la grupalidad y del inconsciente político

Ahora será necesario, para avanzar hacia el final de este ensayo, darle la palabra a Regis Debray y a sus atendibles propuestas contenidas en su libro Critique de la raison politique (Debray, 1981), en el cual intenta responder a la cuestión: ¿de dónde le viene a los hombres la irreductible necesidad de pertenecer y de creer? Así como aquella otra que denomina “trascendencia grupal,45

La cual implica que el grupo no pueda asumir su identidad sino por intermedio de alguien que lo representa -que desde esta perspectiva deviene necesariamente carismático- y que le ofrece la gracia de mirarse a sí mismo a través de otro, [lo cual] parece ser un hecho insuperable. Y me parece que este operador de cohesión46 es un invariante de toda estructura de poder. (Enthoven, 1981: 120-121).

Esta manera de encarar las cosas para tratar de darse cuenta del “inconsciente político” va a implicar que Debray no trate de abordar sus interrogantes ni desde la psicología de las masas, ni desde la historia, sino apoyándose en el Teorema de Gödel, o sea, desde la lógica, ya que dicho teorema apunta a la incompletud de todo sistema.

El deber de creencia no es un imperativo moral, sino una necesidad lógica; ella se deduce de eso que denomino “incompletud” del grupo que yo generalizo aplicando al orden político eso que dice el teorema de Gödel en el orden lógico. Ese teorema demuestra que ningún sistema puede fundar su verdad sin recurrir a un elemento que le es exterior. Dicho de otro modo, ningún sistema es demostrativo de sí mismo. […] De ahí la figura del Mediador, es decir, del jefe carismático. […]

N.O. - ¿Eso quiere decir entonces que es racional que haya algo irracional en un grupo?

R.D. - Esa es, en efecto, una explicación naturalista de lo sobrenatural social. Y para un materialista como yo, es un resultado no despreciable. Ella permite rechazar también la abdicación ante lo inefable -y el “retorno de lo sagrado” y compañía- así como también la estupidez del Señor Homais, para quien la religión no es más que la infancia tonta de la humanidad. Se puede expulsar a los jesuitas, igualmente al buen Dios, pero ellos retornarán entrando por la ventana: eso se denomina, por ejemplo, “socialismo real”.

[…] Le corresponde a la política ofrecerles un contenido empírico a estas categorías trascendentales: ayatola, secretario general, presidente de la República […] Es necesario que el mediador represente alguna cosa diferente de sí mismo: Proletariado; Justicia, Derechos del Hombre, Alá, quien quiera que sea. La libertad política implica escoger entre las mayúsculas. (Op. Cit: 121-122).

Agentes de trascendencia, denomina Anquetil a estos mediadores. Pero dichos Agentes, como los vicarios principales de Cristo -es el caso de los Papas-, no pueden bastarse a sí mismos, y por eso Debray señala en uno de los capítulos -intitulado El Complejo de Constantino-, que la divinización extrema de los emperadores romanos contribuyó a una desintegración del Imperio Romano, porque la multiplicación de divinidades fragmentaba las creencias al máximo. Y que el golpe de genio de Constantino fue auto-proclamarse vicario de Cristo.

En su comentario al texto de Debray, Gilles Anquetil lo cita en una parte de su libro donde habla del Complejo de Constantino:

La personificación real de lo sagrado social (el nosotros soy yo) tiene todo para ganar de una despersonalización aparente del poder (poco importa mi persona, es a ustedes a los que pertenece mi poder). Desprendiéndose de su divinidad en el Otro, Constantino se la niega a sí mismo; y entonces le fue posible gobernar, es decir, hablar en nombre de otro sin hacer reír. (Anquetil, 1981: 24).

Anquetil señala pertinentemente que al presentarse Constantino sólo como “depositario” y no como “propietario” del poder divino, salva el Imperio y funda la Cristiandad. De ahí que sintetice, inspirado en Debray, diciendo que “no hay escapatoria para el tiempo inmóvil de la trascendencia, el tiempo de la desgracia colectiva y de la ilusión. [Porque...] lo sagrado no tiene edad”. Y termina su comentario con una cita del autor de Critica de la razón política: ésta “debe callarse delante de la utopía, pues el sueño no se refuta” (ibíd.)47

De ahí el título de su comentario, “Regis contra Debray”, pues al escribir este texto, el citado autor acepta su esquizofrenia reglada entre el filósofo que busca dar cuenta de la razón política y el militante que se la juega en la utopía.

En todo caso, para el filósofo y militante francés las ilusiones políticas y religiosas se emparientan, y no hay ventaja para ninguna. Y a pesar de que la posición de Debray pueda ser interpretada como un homenaje al inmovilismo político (hay elementos para pensar así), no lo es de una manera total. Ya lo sé, pero… En un comentario al respecto, no exento de ironía, afirma lo siguiente:

No exageremos nada; la historia puede modular los cultos necesarios del mismo modo que para un individuo, por el hecho de crecer y llegar a ser normal, ella consiste en administrar la maldición de Edipo. Es mejor saber que algo en nosotros quiere matar a papá y desposar a mamá, que descubrirlo en un cruce de caminos. De la misma manera, el desmontaje del inconsciente político no nos libera de la maldición que ahí habita, pero nos permite, sin embargo, manejarlo a lo mejor lúcidamente.

[…] Es evidente que toda sociedad sin creencias fuertes es una sociedad que muere. Lo religioso y lo político es, si usted quiere, la enfermedad del grupo; pero la curación de esa enfermedad sería la muerte del grupo. (Enthoven, 1981: 121).

Digamos que este “kantiano” ha puesto bajo la lupa de la crítica lo que denomina “la Ingenuidad de las Luces”, cuando señala:

Que creían que la inteligencia puede disipar el Mal, que era suficiente con expulsar a los jesuitas o a los espíritus perversos para hacer nacer una sociedad justa y razonable. […] En mi libro, yo no he retenido sino un solo principio: desprendámonos de la idea del bien y del mal para comprender eso que pasa en un grupo, desde el momento en que existen los intereses y efectos de poder. (Op. Cit: 109).

Hay que tratar de evitar, como señala años después Debray continuando con su teorema de Gödel, la confusión entre “una oferta religiosa particular, con un mínimum de sacralidad”, ya que ciertas operaciones “fundadoras y fundamentales” son necesarias para constituir grupalidades o instituciones más o menos viables:

De entrada, trazar una frontera, delimitar una muralla, inventar una membrana -física o moral- para distinguir un adentro y un afuera. Luego, ofrecerse un origen, sea un padre de convención (un Abraham…), un acontecimiento fundador […] un ideal [libertad…] un tótem (Lenin o Mao), un Principio Supremo (La Constitución…) […] Después, habrá que dotar al grupo de un relato genealógico […] y finalmente, establecer una jerarquía interna.

[…] Estos [cuatro…] elementos vienen en conjunto, uno implica al otro, no hay prioridad. […] forman el corazón de la ingeniería asociativa, constituyen eso que se puede llamar “inconsciente político de la humanidad”. […] Los templos tienen la vida dura… (Debray, 2005: 77-79).

Para cerrar, nos referiremos a una creencia con culto de la personalidad incluido, que no logró consolidarse en la larga duración, aunque sí pasó y consumió los cuatro pasos de la ingeniería asociativa de la que habla Debray; pero que, a diferencia del cristianismo, no rindió los frutos esperados porque estaba demasiado ligada a concreciones en lo terreno. Y a pesar de que apostó también por las mayúsculas, manejó de manera diferente su relación con la invisibilidad.

Colofon: donde se confirma que existen diferentes tipos de promesas, algunas de las cuales no soportan mucho la incertidumbre

-¿Cómo es el más allá? -preguntó motu proprio, Olga Felegrini -Igual que acá. (Ibargüengoitia J: 1978)

Habría que evitar la tentación de transponer la imagen de la “caída del Muro de Berlín”, que condensa la desagregación no violenta del bloque soviético, con el de la tumba vacía. Pareciera que el texto que cita Freud para tratar de dar cuenta de una posible destrucción novelada de la institución católica, en realidad hubiera sido escrito con dedicatoria futurista para la sociedad totalitaria soviética.

A diferencia de lo que dice De Certeau al afirmar que las instituciones -las Iglesias, sobre todo- promueven “un conjunto de procesos generadores de credibilidad por el hecho de retirar lo que prometen” (De Certeau, 2003: 138 ), se produjo otro matiz en la perspectiva de la ausencia del bien deseado en el caso del imperio soviético, ya que, al parecer, las promesas no se podían diferir indefinidamente sin mostrar frutos tangibles.

El imperio soviético, si bien tenía como uno de sus ejes discursivos la fraternidad de los explotados y los anhelos de justicia de una parte de la humanidad -lo cual implicaba un formidable combustible para hacer soñar e instaurarse de tiempo completo como militantes de los amaneceres que cantan-, a diferencia de las Iglesias cristianas48 tenía que dar pruebas empíricas a corto y mediano plazo de que su mesianismo sí era de este mundo. Y, por lo tanto, no era posible diferir indefinidamente el sacrificio de varias generaciones que esperaban ansiosas el final de la lucha de clases para instaurar por fin el reino de la justicia y la paz.

Desgraciadamente, ocurrió que las citadas generaciones se quedaron habitando una especie de limbo represivo, con Lubianka y Siberia incluidas, en el afán de querer acelerar el futuro totalizado por la justicia más allá de las directivas del Comité Central. Y ¿qué se les iba a ofrecer a cambio mientras tanto?

Por lo pronto, a falta de una tumba vacía con cuerpo glorioso en alguna parte, un mausoleo medianamente pleno, con la momia de Lenín como huésped de honor.49 Se comprenderá que no es lo mismo estar como momia, sujeto a un tratamiento constante para mantener un simulacro de cuerpo -el cual ha sido vaciado de sus órganos y sólo cubierto por una delgada capa de piel-, que presentarse como alguien que efectivamente venció a la muerte después de haberla degustado, y además, hacer mutis ausentándose -que no desapareciendo- de una determinada manera de la escena. Así como en el capitalismo hay clases, también las hay en las maneras de desaparecer, invisibilizarse y persistir en el tiempo.

Algo no marchó en el caso de la momia revolucionaria institucional de Lenín, ya que resultó demasiado cercana, demasiado humana. El que alguien haya tenido la peregrina idea de terminar de “asesinarla”, y otro más, de intentar dinamitarla, habla de que probablemente pensaban que podían controlar su específico “casi más allá” poniéndole definitivamente un límite. “Ya sé que está muerto, pero a lo mejor no del todo”. Pero no dio para una creencia consistente de largo plazo, aunque sí para un culto a la personalidad, por no haber logrado esa distancia y trascendencia contundente que instaura lo sagrado.

Es decir, que el más allá estaba todavía demasiado acá. Eso de tener que proteger al cadáver porque muestra demasiado su vulnerabilidad no ayuda para producir una creencia como se debe, porque el despojo momificado no permite que llegue a constituirse la invisibilidad necesaria al objeto sacralizado.50 Y, obviamente, no se trata sólo de mandarlo a una tumba que la volviera no visible, que no es lo mismo que invisible.51

Digamos que careció de ese tercer término que otorga la invisibilidad sacralizada y lograda, porque en el caso de Lenín, el cadáver y el personaje no daban sino para una dualidad, a pesar de que se hubiera investido en el misionero de una mayúscula, como mandan los cánones a los que aspiran a la trascendencia inatacable. Su momia quedó atrapada en una especie de entre dos: en un tiempo embalsamado y suspendido, parodia de vida eterna. O inspirándonos en la aportación de Juan Rulfo, podríamos decir que se trata de una momia muerta “a medias”, o para ser más precisos, muerta sin terminar de “llegar al más allá”,52 aclarando que no se trata del mismo más allá promovido por el cristianismo.

Tiempo embalsamado y suspendido, pero que termina por roer la pretensión sacralizadora o por dejarla muy maltrecha. Tiempo envuelto en la nostalgia de un proyecto que se fue a pique. Y como dijo en algún lugar Rafael Azcona: “la nostalgia huele a nardos putrefactos”. Una trascendencia que no mostró los frutos anunciados en la tierra, porque su proyecto era de aquí. Y como el proyecto de justicia que promovía el socialismo terminó totalizado por el socialismo real, como si no hubiera más posibilidades que las que ocurrieron, lo aparentemente sólido se desvaneció en el aire.

Y si, además, su momia competidora, la de Stalin, terminó descralizada y enterrada, me imagino que abrió una grieta de desconfianza en la adoración consagratoria. En cambio, en el caso de Cristo -como dijera De Certeau en una cita hecha más arriba-, implicó “dejar el lugar al padre y, al mismo tiempo, a la comunidad poliglota y a la pluralidad de la escritura”; porque en esa comunidad plural en su relación con el origen, se da lo que De Certeau denomina “un progreso de ausencia”.

Ya que hay desaparición de un ídolo que fijaría la vista: desvanecimiento de todo objeto especular y “primitivo” susceptible de ser circunscripto por un saber; pérdida de un “esencial” dado inmediatamente en la imagen y en la voz. [….] Jesús es el desaparecido viviente, […] A la vez el “faltante” y la “permisión”. (De Certeau, 1987: 214-225).

Pero ¿por qué ese desaparecido viviente sí se consolidó a diferencia de otros? No alcanzo a saberlo de una manera convincente, aunque ya adelanté algunas consideraciones.

Del modelo de la momia de Lenín y de otros, se puede extraer al menos la contraparte invertida de lo que afirmaba Jacques Tournier, citado más arriba: “cuanto más se ve, menos se cree”. Fórmula contundente que alguien podría matizar añadiendo: “menos cuando no”, por aquello de la fórmula extraída de Tomás, el discípulo de Cristo: “ver y tocar para creer”.

De las ventajas de los aparecidos sobre las momias

La mente es un cine de barrio que proyecta almas de otras épocas.

(Villoro, 2017: 11).

Si comparamos la rígida momia de Lenín -o de cualquier otro- con las prestaciones de los “aparecidos”, rápidamente caemos en la cuenta de que la primera está en desventaja. 53Estos últimos tienen la cualidad de combinar dos territorios, el de la invisibilidad no radical y el de las manifestaciones intermitentes. Y no sólo eso, ya que tienden a interactuar con los vivos. Juan Villoro describe cómo fue educado por sus mayores, al igual que tantos otros niños mexicanos, respecto a los “espectros”. Por lo pronto, se le recomendaba no huir de éstos, ya que se trataba de “criaturas tristes y desvanecidas que no buscaban otra cosa más que hacer acto de presencia. [Villoro aclara] que la primera condición para avistar un espíritu consiste en creer en ellos” (Op. Cit.) 54

En los tiempos que corren, añade el citado escritor, “la luz eléctrica llegó para complicarle la vida a los fantasmas, pero no acabó con ellos por completo. […] Siempre se puede contar con un apagón para ver aparecidos” (Ibíd). Aunque afirma, con razón, que el arrastrar cadenas sólo es posible verificarlo en construcciones coloniales o consideradas suficientemente antiguas. Pero, ciertamente, no en condominios. Y las cosas se complican aún más para gozar de las prestaciones espectrales, porque la mirada contemporánea “no tiene que esforzarse demasiado para buscar seres virtuales, pues los tiene en la pantalla.”(Ibíd). Los tiempos en que el expresidente Plutarco Elías Calles asistía puntualmente a sus sesiones espiritistas, obviamente expurgadas de cardenistas, nos parecen ya lejanos. Pero sería pecar de optimista afirmar que ese universo de los aparecidos, con ayuda de sesiones espiritistas o sin ellas, desapareció sin más.

Epílogo provisorio

Al término de este recorrido podría decir que traté de explorar diversas maneras de creer, utilizando el proteico concepto de la desmentida que construyó Freud, pero, siguiendo a Octave Mannoni, busqué aplicarla a otros horizontes. El otro eje transversal fue la noción de “invisibilidad trascendental” que no se debe confundir, como ya señalé, sólo con lo no visible, noción que intenté relacionar con las aludidas maneras de creer.

Y exploré la sugerencia de Freud contenida en el ejemplo de la tumba vacía, en la cual, como señalé, estaba la apuesta de que no sólo no hay una verdad revelada -con inefable incluido-, ni por lo tanto un cuerpo glorioso, sino un hueco sin representación y un cadáver como los otros, lo que a veces conduce a la caída estrepitosa de creencias “duras”, en el caso del cristianismo, por intermedio del desmontaje del supuesto invisible resucitado, y en el del marxismo, por la crítica al socialismo realmente existente y la exhibición de sus momias patéticas.

Pero tengo que reconocer que, en parte, desemboqué -y me quedé corto-, en la explicación de por qué hay algunas maneras de creer que son casi inexpugnables y otras que aspiran a ser tales, pero no terminan de consolidarse, ¡sea por Dios o por lo Real! (Lacan dixit).

Como colofón, pienso que ahora estamos presenciando otra manera de vivir las momificaciones: la “resurrección digital”, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la actriz de la Guerra de las Galaxias: aquí no hay momia ni desaparecido viviente, sino reaparecida virtual.

Finalmente, la cuestión de las maneras de creer y de dejar de creer, o simplemente de trasladar las creencias a otras situaciones análogas (tratadas de manera tan parcial en este breve texto), nos enfrentan a una profusión de posibilidades que nos prometen días plenos de interrogaciones e investigaciones futuras.

Las combinaciones entre eso que llamamos convicción y lo que denominamos comportamiento son relaciones inestables (que adquieren combinaciones múltiples). Al contrario de lo que sucedía en sociedades tradicionales, la práctica no es la más transparente a la objetividad de una creencia. (De Certeau, 1981: 369).

Termino este recorrido con una cita del sociólogo Jean Bauberot, que nos remite a los aportes substanciales de las Ciencias Sociales frente a aquellos que estiman

Que la religión sería la “muleta” de una persona incapaz de [sostener] un pensamiento autónomo, pero igualmente de aquellos otros que, a la inversa, consideran que un ateo sería un ser incompleto; el saber de las Ciencias Sociales indica que la creencia, lo simbólico, y no sólo la religión, constituyen un fenómeno universal. (Boubérot, 2017).

Ciudad de México, diciembre de 2017.

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1Y cultivando la ironía, el semiólogo que hizo su tesis doctoral acerca de Tomás de Aquino, dijo de éste: “me curó milagrosamente de mi fe”. (Arias, 2016). En género parodia se podría decir, como señalan algunos alcohólicos, que “la religión es como la bebida, siempre perseguida pero nunca vencida”.

2A partir del prólogo que escribió a la edición en castellano del libro del rumano intitulado Lágrimas y santos.

3O más bien, de un tipo de psicoanálisis, porque no pretendo representarlo como si sólo existiera una mirada y lectura respecto a éste. Me baso en la afirmación de Michel de Certeau, según la cual que el Psicoanálisis es un “universo estallado”. “De la India a California, de Georgia a Argentina, tanto el freudismo como el marxismo están “estallados”. Las grandes instituciones profesionales que han sido formadas para defenderlo contra los avatares del tiempo, más bien lo dejan al trabajo diseminador de la historia. Es decir, a las divisiones entre culturas, naciones, clases, profesiones, generaciones. […] Negar este hecho sería ideologizar la teoría y/o fetichizarla. Tampoco existe el “buen lugar” que pudiese garantizar una interpretación exacta de Freud […] La institución localiza, no autoriza”. (De Certeau, 2003: 42-43).

4O “repudio.” (Repudiation). Esta palabra aparece en sus escritos a partir de 1923, siempre en pasajes que se refieren explícita o implícitamente a cuestiones de creencia. “Así, para remediar la insuficiencia de los índices, podemos remitirnos a la palabra Verleugnung cuando buscamos las referencias a esos pasajes”. (Mannoni, 1973: 10).

5En cambio, el neurótico, una vez asumida la caída de su teoría sexual, no necesitará utilizar la desmentida de esa manera.

6Subrayado de Fernando M. González.

7 Respecto a esta última, aludiré más adelante al caso del monje benedictino Gregorio Lemercier.

8Como dato interesante, si comparamos el desenmascaramiento del Subcomandante Marcos por la Procuraduría General de la República en la Televisión a partir de dos fotos, nos encontramos con el hecho de que a esas alturas no importó demasiado. Me explico: Sebastián Guillen Vicente ya había “desaparecido” en Marcos, como pasamontañas parlante y mano escribiente. Digamos que, a diferencia de los hopis, el pasamontaña diluyó al encarnado Guillen Vicente. Por otra parte, en el caso del luchador el Santo, él era su máscara, poco importaba saber cómo se llamaba quien la portaba. En este caso, la Procuraduría General de la República felizmente no estaba interesada en desenmascararlo. Y en el féretro posó como lo que fue, el Santo.

9Subrayado de Fernando M. González.

10«Cuando decir es hacer»

11Concepto central de Pierre Bourdieu.

12Como toda religión que se respete, dirán algunos.

13Cuerpo que según Klossowski hace desaparecer con el acto de la consagración “las transgresiones de la carne”. (Klossowski, 1988: 40-42).

14Ver al respecto el intéressante libro de Schefer (2007).

15Para aprehender estas apariciones existe a disposición de los videntes una serie de relatos y una iconografía de larga data, que los vuelve todo menos enigmáticos. Entre las cuales, la de Guadalupe se distingue porque dejó su imagen plasmada en un ayate.

16Subrayado de Fernando M. González.

17No así en el caso del cine, donde vienen sea a atacar a los terrestres o a exhibir su inermidad como ET.

18Por lo pronto no hay crimen ni cadáver, ni ataques a la seguridad etcétera.

19Declaraciones del director a raíz de su película (Tourneur, 1942). Citado en la presentación del ciclo “Les Oeuvres Majeures, 50 ans d ́amour du cinema”, Action Écoles, mayo de 2006.

20Es llamativo que Freud no recurriera a este concepto para insertarlo como uno de los eslabones que, creo, le faltó a su reflexión acerca de la ilusión grupal.

21Freud ofrece en el citado libro otros tipos de condensación en las cuales sí se nota la heterogeneidad, por ejemplo, un rostro en el cual conviven rasgos de dos personas.

22Freud, como siempre, es todo menos simple, y todavía supone otro modelo de liderazgo, a saber, que “el padre de la horda primordial era libre. Sus actos intelectuales eran fuertes e independientes, aun en el aislamiento, y su voluntad no necesitaba ser refrendada por los otros. En consecuencia, suponemos que su yo estaba poco ligado libidinalmente, no amaba a nadie fuera de sí mismo.” (Op. Cit: 117). En este caso se daría una especie de solipsismo, por el que no se ve claramente de qué manera podría interesarle el amor de las masas ni menos aún el recibir de éstas un investimento cual- quiera. Se bastaría a sí mismo. En este caso, ¿Freud estaría insinuando que la máxima desadecuación entre el líder y la masa provocaría la posibilidad de jugar hasta las últimas consecuencias el equívoco de la ilusión grupal? En todo caso, esta concepción del “padre de la horda” como autosuficiente, se emparienta de alguna manera con la noción de fetichismo de Marx.

23 Texto leído un día después de la muerte del filósofo, en Radio France Culture.

24 Para tratar de ser más precisos, no es estrictamente Lacan quien necesariamente lo dice así, dado que se trata del texto revisado por su yerno Jacques A. Miller. Y la cuestión se plantea así: en la medida en que se ha pasado de un seminario hablado al proceso de escritura, y existen diferentes versiones de éste, las palabras no se trasladan tal cual, con sus énfasis, pausas, silencios, etcétera.

25 Señala el citado psicoanalista que la expresión “ofrecer eso que no se tiene”. (Lacan, 1991: 148).

26 Lacan añade que “cuando existe en alguna parte el sujeto que se supone saber [...] hay transferencia.” (Lacan, 1973: 210).

27Si tomáramos a la letra esta última fórmula de Lacan, éste pudo eventualmente regocijarse de que se prestaba a ser doblemente amado, sea como sujeto “supuesto saber” y también como “sujeto saber no supuesto”, por ejemplo, cuando dictaba su Seminario. De esta manera, el alumno que asistía a éste y luego como analizante a su diván, podía gozar de las dos maneras de enfrentarse al “saber” aludido. Aunque me imagino que se prestaba a algunas confusiones. A menos de que Descartes acudiera a ayudarlo, para insinuarle al oído las ideas claras y distintas. De otra manera, lo que amenazaba con caer en el análisis, para que pudiera “atravesar el fantasma”, se podía reforzar de nuevo ante la brillante exposición del que sostenía el Seminario.

28Esa posición de Lacan, asumida tal cual y trasladada a otra escala, la de la política, sin duda podría volver escéptico e impermeable a cualquier intento de transformación en ese ámbito. Y aquí convendría preguntarse, por ejemplo ¿cómo respondió en su momento el citado cuando los nazis ocuparon por años su país, si es que ya en parte pensaba así y lo aplicaba al amor a la patria? Cuestión a investigar.

29Habría que aclarar que, en el caso de los aportes que Bourdieu y Foucault desarrollaron a lo largo de su vida, para nada sería plausible la serie de puntualizaciones que hago respecto a los planteamientos psicoanalíticos. Simplemente ocurre que, al recortar dos citas de ellos que convenían a lo que estaba planteando, podría dar la impresión de que no tomaban en cuenta la cuestión de los contextos y las escalas. Para nada es su caso.

30 Felizmente no existían todavía ni los nazis ni los narcos, ni algunos políticos priistas mexicanos con sus técnicas de desaparición más profesionales. Escribo acerca de esto en el contexto y el momento en que se dieron los brutales asesinatos y desapariciones de los estudiantes de Ayotzinapa, entre otros muchos, y de la reaparición en el Citlaltépetl (Pico de Orizaba) de unos alpinistas barridos por una avalancha hace casi cincuenta años. Cuando menos en este último caso, la Naturaleza se mostró generosa después de liquidarlos previamente.

31 Hay que aclarar que en los tiempos de esta novela aun no existía la prueba por el DNA.

32“Anécdota” que me fue relatada por el psicoanalista uruguayo Carlos Pla.

33A diferencia del citado “sobrino”.

34Creo recordar que leí esta expresión en algún lugar de la obra de Roland Barthes.

35En eso que se creyó.

36Le advierto a un lector suspicaz y con mala leche, que no oigo la citada voz. Todavía no deliro, francamente. Soy en todo caso delirante de closet, o eso creo.

37O la recuperó muy pronto. Conviene señalar que esta alusión a la “mística” por parte de G. Lemercier no enfrenta la radicalidad de ésta, ya que, como bien señala Roland Barthes, “es bien conocido que, desde un punto de vista místico, la fe abismal es oscura, sumergida, fusionada (dice Ruysbrock) en la tenebra inmensa de Dios, que es “el rostro de la nada sublime” [...] En pocas palabras, las imágenes no ocupan sino ́la superficie del espíritu ́. [Es elevarse hacia] la Desnudez sin imagen”. (Barthes, 1971: 69).

38La diferencia de posición de Lemercier respecto a otras concepciones más ortodoxas de la aparición, se puede detectar con mayor nitidez, por ejemplo, si citamos la posición de un teólogo del nivel de Joseph Ratzinger cuando fue a visitar el santuario de la Virgen de Fátima en 2010. Afirma que la aparición es “un impulso sobrenatural que no proviene sólo de la imaginación de la persona, sino en realidad de la Virgen María, de lo sobrenatural. [...] Un impulso de este tipo entra en un sujeto y se expresa en las posibilidades del sujeto. El individuo está determinado por sus condiciones históricas, personales, temperamentales y, por tanto, traduce el gran impulso sobrenatural según sus posibilidades de ver, imaginar, expresar. Pero en estas expresiones articuladas por el sujeto se esconde un contenido que va más allá, más profundo, y sólo en el curso de la historia podemos ver toda la hondura, por decirlo así, “vestida en esta visión posible a las personas concretas”. “De este modo yo diría también aquí que, además de la gran visión del sufrimiento del papa —en el relato de Fátima— que podemos referir al papa Juan Pablo II en primera instancia, se indican realidades del futuro de la Iglesia, que se desarrollan paulatinamente”. En Sandro Magister, “¿Iglesia perseguida? Sí, por los pecados de sus hijos”. http://chiesa.espresso.repubblica.it/ (2010, 14 de mayo). Para Benedicto XVI las apariciones tienen como mínimo un doble estatuto y, por lo tanto, un doble fondo: expresar impulsos sobrenaturales adecuados a las condiciones históricas del sujeto que los recibe, y estar impregnadas de un espíritu profético que poco a poco se irá develando. Al parecer no tiene dudas de que se dan y se seguirán dando, porque siguen actuantes sin desfallecimientos lo que él denomina “impulsos sobrenaturales”. Para Lemercier, en cambio, su alucinación orgánica (que no psicótica), no lo condujo a un orden sobrenatural, sino al “interior” de su psiquismo y a interrogarse acerca de su estado mental.

39Bromas aparte, si hubiera sido Cristiano Ronaldo el que la hubiera padecido, habría, quizás, alucinado a Messi.

40Para un análisis más pormenorizado ver (González: 2011).

41 Al menos, claro está, que se hubieran investido en “masoquistas profesionales” y hubieran hecho de eso su “gozo”.

42 Fray Gabriel Chávez de la Mora, el arquitecto del convento, resume así su relación con la experiencia psicoanalítica: “Para mí, el psicoanálisis fue un complemento y sí me funcionó. Claro, lo sacramental, lo litúrgico, la gracia del Espíritu Santo no entra- ban en el tema. Nuestra antropología cristiana bíblica, o lo que significaba la observación monástica, el valor del silencio, de la fraternidad, la adoración, dependencia, entrega a Dios, creo que faltó haberlos tratado con los psicoanalistas de manera más comprensiva”. (González, 2010). En esta mirada, el mundo que constituía la realidad monacal parece haber quedado intocado y en paralelo. Digamos que su mirada no tiene el optimismo del padre Prior. Pero entiende que los psicoanalistas iban a lo suyo —tipo José Luís González—, claro, con el riesgo de desvanecer en el aire lo que singularizaba a sus interlocutores. Si para estos últimos la religión era vista en general como infantilización, ilusión, defensa o superestructura, entonces les resultó muy difícil entender con quiénes se las estaban viendo.

43Con las salvedades hechas más arriba.

44También se dan casos de aplicar la llamada escansión cuando el psicoanalista pretende que su paciente está a punto de “precipitar” algo de la significación, o para “ayudar- le” a realizarla.

45Y en esto recuerda lo ya citado por Pierre Bourdieu —pero dándole otro giro—, y obviamente, por Freud y Lacan.

46Subrayado: Fernando González.

47Existe un interesante debate entre Marcel Gauchet y Regis Debray acerca de los supuestos invariantes de la Ilusión religiosa y política y de la historización de lo que Gauchet denomina “salida de la religión”, que no es para nada la eliminación de ésta. Lo comentaré en otra ocasión. Se intitula : “Du religieux, de sa permanence et de la possibilité d ́en sortir”. Le Debat.

48Que si fallan en sus promesas en la tierra, tienen por lo menos el doble recurso de aludir a que Dios impuso una prueba para purificar al pecador o que la promesa sólo se instaura después de la muerte.

49O en otros territorios geográficos, un mausoleo con huesos del Che invisibilizados.

50 Y para colmo resultó un despojo oneroso, por el costo que implicó su mantenimiento.

51 Para el caso, lo que le ocurrió al despojo del “padrecito de los pueblos” —Stalin—, el cual (una vez que su despojo abandonó la compañía de Lenín) reposa en una tumba, ya que no dio para la sacralización que se le buscaba promover.

52Los subrayados los extraigo de un excelente comentario de (Villoro, 1999: 79-80).

53Hay incluso momias itinerantes como aquella de Fray Servando Teresa de Mier. (Ver: Domínguez, 2004).

54O también para mostrar un tesoro, o para insinuar que rogaran por ellos. E, incluso, para “jalarle los pies” al vivo y matarlo de un susto. Etcétera.

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