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Cultura y representaciones sociales

versão On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.7 no.13 Ciudad de México Set. 2012

 

Artículos

 

Transculturas pospopulares. El retorno de las culturas populares en las ciencias sociales latinoamericanas1

 

Post-popular trans-cultures. The return of popular cultures in the Latin-American social sciences

 

Pablo Alabarces*

 

* Pablo Alejandro Alabarces (1961) es un sociólogo argentino. Es licenciado en letras por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires (1987) y Magister en Sociología de la Cultura por la Universidad Nacional de General San Martín (1999). En 2002 se doctoró en filosofía en la Universidad de Brighton, Inglaterra. Actualmente es Profesor Titular del Seminario de Cultura Popular en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires. También trabajó como Coordinador del Grupo de trabajo "Deporte y Sociedad" de CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales) (1999 - 2003). Además es Profesor Titular de la cátedra Sociología del Deporte en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Dicta asimismo clases de posgrado en otras universidades de Argentina y Latinoamérica, entre ellas la Universidad Estadual de Campinas (Brasil) donde inauguró la Cátedra de Estudios Argentinos en el 2003.

 

Resumen

Se habla de retorno de lo reprimido –lo expulsado, lo violentado, lo desaparecido– o de lo silenciado: el estudio de las culturas populares latinoamericanas fue objeto de esa operación de desplazamiento, contemporánea a la década neoliberal que consolidó, con la legitimidad de los procesos democráticos, la pauperización, fragmentación y exclusión social que cerró el siglo XX en nuestro continente. Suerte de corolario de ese movimiento fue la expulsión de las culturas populares de las agendas de investigación, disueltas en categorías que se reclamaban más adecuadas e idóneas para el análisis en tiempos de transformación: entre ellas, auroleadas por el éxito del mercado editorial y académico, las de hibridación, descolección y desterritorialización. Sin embargo, veinte años más tarde, asistimos tanto a un proceso de reapertura de esas agendas como a la reaparición de categorías y sujetos desplazados: el nuevo éxito político de los relatos nacional-populares, por ejemplo, aún a despecho de la crítica que los mismos merecen, hablan más de continuidades y, nuevamente, retornos, antes que de disoluciones y clausuras.

Palabras clave: culturas populares, Latinoamérica, ideología, música, cine.

 

Abstract

This text talks about the return of the suppressed - the expelled, the forced, the missing - or silenced. The study of popular Latin-American cultures was the object of this operation of displacement, contemporary to the neoliberal decade that was consolidated, thanks to the legitimacy of the democratic processes, the pauperization, fragmentation and social exclusion that ended the 20th century in our continent. A sort of corollary of this movement was the exclusion of popular cultures of the research agendas; they were dissolved in categories that claimed to be more adequate and suitable for the analysis in times of transformation. Among them those of hybridization, decollation and deterritorialization glorified by the success of the publishing and academic market. Nevertheless, twenty years later, we are facing a process of reopening of these agendas and the reappearance of some categories and displaced subjects; for example the new political success of the national–popular narratives, in spite of the critique that they deserve, talk more of continuities and, reappearances, instead of dissolutions and closings.

Key words: popular cultures, Latin America, ideology, music, cinema.

 

1. Permítaseme comenzar con un largo ejemplo

En 1931, el (ya entonces) famoso cantante argentino de tangos Carlos Gardel filmó su primera película sonora, Las luces de Buenos Aires. En realidad, en 1930 había filmado 15 cortos sonoros interpretando sus éxitos con acompañamiento de guitarras: el cine sonoro había llegado a Buenos Aires en junio de 1929, y algunos empresarios argentinos habían adquirido la tecnología Movietone para registrar imagen y sonido simultáneamente. El director Eduardo Morera tuvo entonces la idea de filmar a Gardel, el más exitoso cantante popular argentino de la época: esos cortometrajes, de pocos minutos cada uno –y de los que se han conservado once–, pueden ser vistos como una suerte de videoclips avant la lettre –aunque, por supuesto, sin relato icónico superpuesto–.

Lo cierto es que Las luces... fue filmado para la Paramount, pero en su versión francesa: la gran major estadounidense tenía una sucursal francesa, Les Studios Paramount, que concentraba la producción en francés y español para exportación (en esas épocas solía filmarse el mismo film en distintos idiomas, hasta la llegada de los subtítulos y el doblaje). Por eso mismo fue filmado en Francia, en los estudios Des Études Réservoirs, situados en la Île-de-France. Los exteriores, por su parte, se hicieron en el municipio francés de Évreux, en el departamento de Eure, en la Alta Normandía; allí se reprodujo un típico rancho gauchesco que permitiera la filmación de las escenas rurales. El guión fue de un argentino, Manuel Romero, y un español, Luis Bayón Herrera, aunque es justo reconocer que toda la carrera de Bayón transcurrió en Argentina –ambos fueron posteriormente prolíficos y reconocidos directores de cine popular. Los guionistas se habían conocido con Gardel en París. Pero no dirigieron el film: la Paramount le encargó el mismo al chileno Adelqui Migliar o Millar, que había actuado en cine en la época muda para luego dirigir filmes en español en Francia y en italiano en Italia. Millar prefería al actor español Florián Rey en el papel de Anselmo, reservado a Gardel, pero la Paramount apostaba al estrellato de Gardel e impidió, así, que este extraño producto se tornara más radicalmente global.

No olvidemos, claro, que ésta no era la primera vez del tango en la cinematografía universal. Además de los cortos de Gardel, hacía ya diez años que The four horsemen of the Apocalypse había cimentado la carrera de Rodolfo aka Rudolph Valentino, transformándose en la sexta película muda más exitosa de la historia, relegando incluso a The kid, de Charles Chaplin, del mismo 1921.2 Según el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, la vestimenta de gaucho de Valentino en el film, mientras baila un tango con la norteamericana Beatrice Domínguez, es una imposición de una mirada colonial; aunque, o quizás justamente por eso, tan dominante que impuso un modo de representación fílmico de los gauchos, representación hasta ese entonces administrada por la burguesía argentina (citado por Archetti, 2003b).

Lo cierto es que Las luces... es una película espantosa, que hoy sólo puede causar gracia y es visible únicamente aprovechando las posibilidades del fast-forward. Su argumento es previsible y tedioso, aunque ofrece aristas muy interesantes para el análisis. Anselmo (Gardel) es un gaucho cuya novia, Elvira (Sofía Bozán), es una brillante cantante aficionada. Hasta ellos llegan unos empresarios de Buenos Aires en busca de nuevos valores para sus espectáculos; tras escuchar a Elvira, le ofrecen un contrato. Elvira acepta y Anselmo, a regañadientes, la respalda. Por supuesto, al llegar a Buenos Aires es seducida por el empresario Villamil (Manuel Kuindós), que intentará obtener sus favores sexuales. Para ello, la noche del estreno del show la invita a una fiesta casi orgiástica, donde Elvira se emborracha y es dejada en ropa interior por Villamil y sus secuaces. Pero de pronto llega Anselmo, quien preocupado por la ausencia de noticias de su novia y sospechando que había sido capturada por las luces corruptoras de la gran ciudad, había viajado para ver el estreno. Anselmo abofetea a Elvira y a Villamil, para luego escapar y refugiarse con Pablo (Pedro Quartucci) en un bar cercano. (A todo esto, el personaje de Pablo es el de un ex boxeador metido a cantante y bailarín: exactamente la historia de Quartucci, que había ganado una medalla de bronce en boxeo en los Juegos Olímpicos de París en 1924). Allí, Anselmo interpreta "Tomo y Obligo", de Gardel y Manuel Romero, mientras bebe para olvidar la vergüenza y el dolor del abandono.

Finalmente, los acontecimientos se precipitan. En una nueva presentación de Elvira, dos gauchos empleados de Anselmo la secuestran enlazándola desde un palco, para luego llevarla a la estancia donde Anselmo espera, triste, cantando canciones folklóricas. Elvira pide su perdón, que Anselmo concede antes de los títulos finales.

Como puede verse, nada hay aquí fuera de los códigos del melodrama, del que el cine popular y el tango toman sus matrices: una historia de amor y traiciones, con final feliz, con villanos descomunales y aliados bondadosos y fieles. Las novedades o, al menos, lo que más nos interesa para el análisis de nuestro ejemplo, se esparcen por toda la película. Entre otras, como hemos señalado, esa condición global o al menos transnacional de la producción, que incluye al espectáculo teatral mismo que se pone en escena y del que Elvira será la nueva estrella: una mezcolanza de folklore, tango, danza clásica y fox-trot, con artistas vestidos de boxeadores, de bailarinas con tutú y zapatillas o de gauchos, ante una platea uniformada con traje de etiqueta. Es posible que el espectáculo no sea producto de la mente afiebrada de los productores del film: todos los artistas formaban parte de la compañía del teatro porteño Sarmiento, que habían partido en gira española y encontrado el film como una forma de acrecentar sus ingresos. Por eso, es factible que se tratara de un espectáculo ya ensayado en los teatros; eso no debilita su condición híbrida –si se me permite el anacronismo–.

Pero hay otras marcas en las que podemos detenernos. El gaucho Anselmo, por ejemplo: en realidad, es el propietario de la estancia donde comienza la trama. Si bien se viste con ropas codificadas como gauchescas –codificadas, como dijimos, por Rodolfo Valentino una década atrás–, y esa vestimenta es compartida por todos los actores del medio rural, estos últimos se hallan en posición subalterna respecto de Anselmo. Esto no es una interpretación crítica: simplemente, lo llaman "patrón". Es decir que Anselmo representa a un miembro de la burguesía terrateniente argentina, aunque su vestimenta, su lenguaje y sus predilecciones musicales lo ubiquen, democráticamente, junto a sus subordinados. Ampliamente, lo rural se representa de modo arcádico, significando un repertorio de virtudes criollas; en esa representación, entonces, la condición social queda desplazada por una relación funcional –dirigente-dirigido– que disimula la oposición de clase. Por supuesto, además, Anselmo es un buen patrón.

Frente a esta representación, el mundo de la ciudad tampoco ofrece fisuras, pero con valores contrarios. Fiel a la representación polar y dicotómica de los géneros de masas, el film ofrece a todos los citadinos en posiciones malvadas o ridículas: ya en el comienzo, la extrañeza y repugnancia de los empresarios porteños frente a la rueda de mate, la tradicional infusión argentina; en el nudo, la vileza del empresario Villamil, que intenta ejercer una suerte de derecho de pernada sobre sus artistas –derecho que, por otra parte, el mito ya había consagrado como parte del imaginario del mundo artístico–. Lo notable es que esta representación polar de dos mundos enfrentados contradice minuciosamente la tradición de la civilización versus la barbarie, tal como había sido codificada casi un siglo antes por Domingo Sarmiento en su Facundo, de 1845. Claro: la polaridad había sido invertida, en las primeras tres décadas del siglo, por la misma burguesía argentina que la había impuesto como relato hegemónico de la patria –y no por el éxito de algún populismo contra-hegemónico, sino como respuesta de una clase dominante ante el avance revoltoso de otra subalterna–. Esa transformación, debida ampliamente a la necesidad de proponer una nueva narrativa que asimilara a las masas inmigratorias europeas del cambio de siglo, ya era, hacia 1930, ampliamente difundida y aceptada. Por otro lado, formaba parte de relatos aún más antiguos: lo arcádico greco-latino frente al industrialismo anglosajón, polaridad recuperada desde 1900 por el uruguayo José Enrique Rodó en su Ariel y difundida por el arielismo entre los públicos cultos latinoamericanos de la época. Públicos que, vale la pena recordarlo, no veían las películas de Gardel.

Finalmente, cuando Anselmo se refugia en el bar con Pablo, escucha una melodía en guitarra y violín. Entonces pregunta: "¿Conoce esa música? ¿Conoce las palabras de esa canción?", para luego comenzar a cantar "Tomo y obligo", entre las miradas solidarias de los parroquianos, varios de ellos visiblemente borrachos (¿acaso de un eco del borracho de The four horsemen... en una situación similar?). Es el único tango reconocible como tal en todo el film; Gardel interpreta apenas otras dos canciones (en realidad, la misma dos veces), una milonga campera de su repertorio folklórico. En "Tomo y obligo", un gran tango, aparecen los tópicos que ya se habían vuelto clásicos en el tango canción: el abandono del hombre por la mujer, el dolor, el despecho, la nostalgia de un tiempo mejor –más feliz. Los tangos, explica Archetti (2003a), enseñaban a los hombres a ser hombres en relación con las mujeres: frente a los mandatos del coraje viril del mundo rural, el tango ofrecía una educación sentimental masculina en un mundo urbano y moderno, que debía excluir, por ejemplo, el crimen como castigo por la infamia:3

Y hoy al verla envilecida y a otros brazos entregada,

fue para mí una puñalada y de celos me cegué,

y le juro, todavía no consigo convencerme

cómo pude contenerme y ahí nomás no la maté.

Pero ese relato pedagógico, en este caso, se contamina con la diégesis del film, y obliga a Gardel a proponer un ambiente rural... aunque está cantando en un bar urbano:

Si los pastos conversaran, esta pampa le diría

de qué modo la quería, con qué fiebre la adoré.

Cuántas veces de rodillas, tembloroso, yo me he hincado

bajo el árbol deshojado donde un día la besé

Finalmente, en un hallazgo interpretativo (Gardel es tan mal actor como maravilloso cantante), el verso final ("que un hombre macho no debe llorar") se contradice con el llanto del cantante. La educación sentimental del hombre muestra su complejidad: en un género arrasado de machismo, cuya danza es un despliegue de la dominación masculina corporizada,4 el mandato viril explícito se disuelve en el llanto "femenino", a causa, recordemos, de la "traición" femenina o de la autonomía de la práctica femenina, que venía abandonando hombres desde el primer tango canción, "Mi noche triste", de 1917.

 

2

Entre otras cosas, para eso sirve la cultura: para aprender a ser hombres y mujeres. Como en general la cultura –toda: popular, de masas, culta, oficial, hegemónica, subalterna, contracultura, nacional, regional, barrial, juvenil, negra, originaria, tradicional– es administrada por hombres, es más posible que las mujeres deban aprender a ser mujeres en sus márgenes, en sus fisuras o en sus contradicciones.5 O en sus contraindicaciones: en la cumbia villera argentina de la década pasada, por ejemplo, el sexismo desaforado de una parte de sus letras –sexismo reproducido hasta el hartazgo por su puesta en escena audiovisual, en la televisión o en los clips de difusión– parece señalar la reproducción al infinito de la dominación masculina. En "Pamela", de Los Pibes Chorros, una de las bandas emblemáticas del género, la protagonista es descripta como una adicta incansable al sexo oral, lo que la coloca en una posición de pura satisfacción masculina –así como, en otras ocasiones, esa satisfacción es provista por el sexo anal–. Sin embargo, esta interpretación no estaría completa si dejáramos de lado el hecho de que la letra acepta que la decisión de practicar sexo oral es enteramente femenina:

Pamela tiene un problema

no la puede dejar de chupar

con todas las ganas la agarra y le da

Es decir: no media imposición masculina ni un pago. La práctica es placentera, no se limita a brindarle placer al macho (placer que, en realidad, no es nombrado en la letra). Inclusive, las figuras predominantes en el género a la hora de nombrar el placer –siempre sexual– son las mujeres. Las figuras masculinas son usualmente delictivas u objeto de la represión policial. El placer, insisto, parece ser únicamente femenino.6

Como señala Carozzi en un libro reciente (Semán y Vila, 2011), en la cumbia villera reaparecería la educación sentimental masculina del tango que analizaba Archetti: los hombres aprenden a través de la cultura popular cómo comportarse e interpretar a las mujeres en un mundo cambiante. Al terremoto de la modernidad argentina que el tango ayuda a procesar, le sucede el terremoto de la crisis argentina de fin de siglo XX que la cumbia narra e intenta comprender.

Pero, para finalizar esta larga introducción, la cumbia de fin de siglo significa nuevamente un proceso de mezcolanza: un ritmo tradicional colombiano, argentinizado en múltiples variaciones –cumbia colombiana, santafesina, norteña, romántica, santiagueña, villera, etc.– y transformado en una suerte de música de clase (obrera: o al menos, la música de los pobres), con notorias influencias del hip hop norteamericano en su enunciación, en su tímbrica y en su puesta en escena corporal, y que circula por toda América Latina, aunque sin confundirse con la cumbia peruana o mexicana, objeto a su vez de variaciones y combinaciones; e incluso, apropiaciones por parte de sectores medios, que lo someten a transformaciones y recombinaciones electrónicas que ambientan fiestas llamadas Zizek, en honor del escritor esloveno –quien, a su vez, se casó con una estudiante argentina–.

Es decir: la elección de estos ejemplos –mi análisis de ambos– quieren mostrar la necesidad de reponer el análisis empírico: uno de los problemas que aquejó a la investigación en culturas populares durante más de una década fue el reemplazo del análisis minucioso de objetos concretos por ejemplificaciones apresuradas en las que se buscaba exactamente aquello que se quería encontrar, los rasgos más o menos fáciles de leer que señalaran su adecuación con categorías ya establecidas e irreductibles. O en su defecto, se evitaba el análisis de los textos en la convicción de que los públicos populares, ahora llamados audiencias, disponían de infinitas capacidades para producir, con ellos, nuevos objetos maravillosos... que tampoco se sometían al análisis. En algunos casos, incluso, los nuevos textos producidos por los públicos eran pura inferencia del analista: por ejemplo, las milagrosas operaciones que John Fiske encontraba entre las jóvenes audiencias de Madonna.

Pero además, he tratado de acentuar las continuidades entre mis ejemplos, aún en la radicalidad de la distancia temporal. El primero ocurre a comienzos de los años 30 del siglo XX; el segundo, en sus postrimerías y hasta la actualidad. Y muestran las continuidades de la mezcla, la contaminación, los préstamos e intercambios culturales –rítmicos, lingüísticos, icónicos–, las combinaciones temporales, los desplazamientos espaciales, los desplazamientos entre géneros del espectáculo –el cine, la música popular, el teatro, el deporte–, la migración de cuerpos y símbolos, las relaciones de dominación, los colonialismos, los mitos rurales y urbanos, las funciones culturales.

Continuidades que nos hacen pensar que es hora de acabar, de una vez por todas, con la categoría de hibridación.

 

3

Lo que quiero señalar aquí es que los procesos de intercambio, mezcla y contaminación se desarrollaron y se desarrollan continuamente, por lo menos desde la aparición de la cultura de masas; que no se trata de fenómenos novedosos, propios de una presunta etapa posmoderna de la cultura latinoamericana; que no habría en los fenómenos y procesos culturales en la contemporaneidad rasgos que los distingan de modo radical de aquellos que ocurrieron a comienzos de la modernidad latinoamericana –modernidad urbana, original, trunca, inconclusa, desarrollista o caótica–: quiero nombrar con modernidad a todos los procesos del siglo XX latinoamericano que trataron, justamente, de hacer entrar al continente en el siglo, en la mayoría de los casos con enormes contradicciones y en todos los casos con profundas injusticias.

No quiero decir, con esto, que nada ha cambiado: todo ha cambiado. Absolutamente todo. Pero esa transformación de todas las esferas condujo en las ciencias sociales latinoamericanas a la petición de que debían cambiarse, en consecuencia, todas las categorías con las que habíamos tratado de entender nuestras sociedades y, entre ellas, nuestras culturas. La categoría de hibridación surgió en esa dirección: una presunta etapa posmoderna de la cultura habría transformado los compartimentos estancos y las colecciones, disolviendo los límites entre lo culto, lo popular y lo masivo, reconvirtiendo toda la cultura en procesos de hibridación. Y se nos ofreció la categoría casi como un fetiche, como la palabra mágica que desplazara el análisis de los objetos –y su necesaria puesta en relación con los cuerpos, las materialidades, las economías que los soportaban o sufrían– por su descripción: no hay más clasificaciones, toda cultura es híbrida, se sentenció. Como quieren señalar mis ejemplos, toda cultura siempre fue híbrida: pero analizar qué entra en la mezcla, cómo, bajo qué relaciones de poder, era otro cantar.

 

4

Dice García Canclini en La globalización imaginada, de 1999:

Más que para reconciliar o emparejar a etnias y naciones, la hibridación es un punto de partida para deshacerse de las tentaciones fundamentalistas y del fatalismo de las doctrinas sobre guerras civilizatorias. Sirve para volverse capaz de reconocer la productividad de los intercambios y los cruces, habilita para participar en varios repertorios simbólicos, para ser gourmets multiculturales, viajar por patrimonios y saborear sus diferencias (198).

El pánico antifundamentalista es una de las causas que invoca, en 2001, cuando prologa la reedición de Culturas híbridas: "es posible que el debate contra el purismo y el tradicionalismo folklóricos nos haya llevado a privilegiar los casos prósperos e innovadores de hibridación" (19). Pero allí reside un primer problema. García Canclini eligió mal sus adversarios, y decidió pelear contra dos fantasmas: un populismo entonces en retirada, o mejor dicho, desplazado por un neo-conservadurismo integrado con ropajes y lenguajes neo-populistas, y un fundamentalismo del que sólo quedaban, en el mundo latinoamericano, rastros vagos, lejanos o museificados. Sin embargo, no supo leer que el año en que Culturas híbridas aparecía rumbo a un destino de estrellato era el comienzo de la década neoliberal, para la que argucias como el hibridismo eran perfectamente isotópicas. La pelea contra el fundamentalismo, pelea inútil y ganada de antemano, se hacía con ropajes neoliberales.

Asimismo, se concedía condición de novedad a lo que siempre había existido: las transacciones y negociaciones que todos los actores culturales y sociales habían emprendido desde que cualquier sociedad se había estructurado como sociedad jerárquica y de clases. Para dominar vía la coerción –también la coerción exige la negociación–, o para hegemonizar a través del consenso infinitamente producido; y también para resistir, acomodarse, sufrir o gozar en los intersticios. La lucha de clases fue siempre más complicada que, simplemente, una lucha de clases: las clases también descansan, negocian, se olvidan de la lucha, y luego vuelven a emprenderla. La cultura de masas y la modernidad sólo agregaban complejidad y nuevos escenarios: no cambiaban los términos básicos del intercambio. Los fenómenos de interculturalidad –también tan antiguos como la pulsión exploratoria y conquistadora de las sociedades– que los imperialismos habían puesto de manifiesto tampoco eran novedosos, y habían llevado a al menos tres generaciones de intelectuales latinoamericanos a pensarlos, analizarlos y discutirlos, mediante los mestizajes, las fusiones, las transculturaciones, las criollizaciones, los sincretismos. Estos conceptos no carecían de poder explicativo, aunque el análisis y el debate mostraran las limitaciones o las especificidades. La categoría de hibridación se propuso como "un término de traducción", pero en el mismo movimiento se exhibió como fetiche.

Y el segundo problema es que consistía en una desenfrenada exhibición narcisista del analista como intérprete: el gourmet multicultural era el propio antropólogo, que producía un desplazamiento desde sus propias prácticas para universalizarlas. Un ejemplo, ofrecido como producto de un análisis empírico que nunca se había producido, da buena cuenta de esto: el concepto de descolección. En realidad, las culturas populares siempre habían sido descoleccionadoras: podían juntar el tango y el folklore, como mostramos en nuestro ejemplo, o la poesía modernista junto con los argots, como el lunfardo –como, nuevamente, había hecho el tango en los años treinta–; o someter lo culto a la parodia, o invertir el poder carnavalescamente. La novedad era que los intelectuales, seducidos por un neo-populismo liberal que no se animaba a confesar su nombre, se proponían como practicantes de la hibridación. A eso le sumaban la lectura veloz de algunas transformaciones tecnológicas: el control remoto y la videocasettera se transformaban, en sus manos, en gadget sintácticos capaz de producir operaciones textuales inesperables en un ama de casa o en un empleado bancario –que producían otras operaciones, textuales o no textualizadas, pero no con el control remoto o con una videocasettera que a duras penas les servía para reproducir VHS rentados–.7 Las mezclas que el control remoto le permitía al analista se transformaban en afirmaciones universales: el ombligo del antropólogo, su experiencia cotidiana, se absolutizaban como teoría.8

(En La comunidad imaginada hay otro ejemplo lastimoso de esta operación: en la página 216 García Canclini nos relata cómo su propia experiencia de argenmex, la distancia que el exilio provocaba, le había permitido entender al mismo tiempo la miopía de sarmientinos civilizados y de populistas barbáricos. Preciso comprender esto como chiste, para no entenderlo como burla hacia tantos historiadores y sociólogos que habían entendido y explicado los dimes y diretes del binarismo civilización/barbarie sin necesidad, siquiera, de irse de vacaciones).

 

5

Exigir una opción entre el populismo y el fundamentalismo como puntos de vista suponía proponer una elección falaz, que implicaba –como toda operación intelectual– una asunción política. En realidad, como todos sabemos, en el mundo, la vida y la cultura hay muchas más que dos opciones; al menos, mientras que no se trate de una operación diálectica que proponga las opciones como tesis y antítesis. Nada había de dialéctica en el mecanismo cancliniano, sino un mecanismo retórico que consistió (que aún consiste) en proponer todo el tiempo argumentos –o ejemplos– de a pares, construyendo permanentemente opciones que debían ser rechazadas. El cierre de Culturas híbridas es ejemplar en ese sentido: "cómo ser radical sin ser fundamentalista". En realidad, el radicalismo cancliniano evocaba su condición argentina: su radicalismo era el de la Unión Cívica Radical, partido político argentino que, sin haber formulado jamás un programa ideológico consistente, oscila y osciló por más de cien años entre posiciones vagamente socialdemócratas o manifiestamente neoliberales. No había tal posibilidad radical, que se difuminaba en el temor antifundamentalista; había un nuevo fundamentalismo, el del mercado y la sociedad civil, las dos trampas del neoliberalismo triunfante. Como señala Beasley-Murray, sólo quedaba una sociedad civil basada en el mercado y aliada con el Estado para proteger alguna especificidad cultural: un regreso culturalista y consumista a la sociedad civil, que mantenga "la esperanza de reforma devolviéndoles a los sujetos subalternos un sentido de la racionalidad y la agencia" (Beasley-Murray, 2010: 121), una operación despolitizadora y aculturadora:

El precio que paga el subalterno es que sus actividades son reconocidas sólo en tanto estén de acuerdo con el concepto de razón que se les impone; sólo en tanto la eficiencia y la modernización continúen siendo el fundamento de la sociedad civil. A dichos actores se les va a atribuir una agencia, pero en los términos de la teoría social. Todo lo que queda fuera del marco se vuelve invisible, y la tarea democrática se convierte en reemplazar las relaciones afectivas y culturales, percibidas como distorsivas de la transparencia gerencial, por una sociedad civil racional (ibíd., 122).

Lo que quedaba definitivamente expulsado, en este modelo, era la resistencia subalterna, transformada en actuación o ritualidad: "las únicas opciones que les quedan a los dominados son la negociación o la obediencia" (ibíd., 78).

Esto alcanza su clímax en Consumidores y ciudadanos, de 1994, donde, como afirma Gareth Williams,

... el propósito último (...) es simplemente reconocer que la novedad de la hibridez posmoderna es esencialmente la del mercado y el consumo de masas (Williams, 2002: 126).

Frente a eso, Williams reclamaba que...

... no es posible pensar acerca de ideas como ciudadanía y democracia (incluso, política) en la ausencia de reflexión sobre la miseria, y en su relación con los regímenes de verdad del estado geo-económico liberal y el mercado (ibíd., 135).

Todo eso estaba ausente. Lo que campeaba como argumento, por el contrario, era el sambenito de la ciudadanía construida en el consumo, reemplazando cualquier otra afiliación, simbólica o experiencial: las clases se transformaban en comunidades imaginadas de consumidores.

Parafraseo mi propia discusión cuando en 2002, en Fútbol y Patria, comencé a debatir este periplo teórico: la radicalidad de este movimiento llevó a García Canclini a proponer la idea de las identidades "posmodernas" como transterritoriales y multilingüísticas (1994: 30), identidades globalizadas y estalladas frente a las viejas interpelaciones monoidentitarias. Finalmente, esta multifragmentación implicaba una atomización tribal, como argumentaba discutiendo con Norbert Lechner: "Lechner habla de un 'deseo de comunidad' que cree encontrar como reacción al descreimiento suscitado por las promesas del mercado de generar cohesión social", decía García Canclini, para luego refutar sin mayor empiria:

Cabe preguntarse a qué comunidad se está refiriendo. La historia reciente de América Latina sugiere que, si existe algo así como un deseo de comunidad, se deposita cada vez menos en entidades macrosociales como la nación o la clase, y en cambio se dirige a grupos religiosos, conglomerados deportivos, solidaridades generacionales y aficiones mediáticas. Un rasgo común de estas "comunidades" atomizadas es que se nuclean en torno a consumos simbólicos más que en relación con procesos productivos. (...) Las sociedades civiles se manifiestan más bien como comunidades interpretativas de consumidores, es decir, conjuntos de personas que comparten gustos y pactos de lectura respecto de ciertos bienes (gastronómicos, deportivos, musicales) que les dan identidades compartidas (ibíd., 195-196).

Hay en este debate dos líneas: por un lado, lo que para Lechner parecía ser un dato sociológico, el deseo de comunidad, para García Canclini se transformaba en dato puramente cultural, los consumos simbólicos. Pero hay también un repliegue teórico: porque como señala Mirta Varela, el concepto de comunidad interpretativa es una categoría que produce sujetos infinitamente fragmentados, a pesar de que originalmente era el concepto que permitía, por el contrario, superar la atomización al infinito de las subjetividades lectoras (Varela, 1999). García Canclini no prestó atención a este movimiento: seducido por la categoría, la capturó sin problematizarla –y sin referenciarla–.9 El tribalismo futbolístico, por ejemplo, sería entonces una de las formas en que las múltiples comunidades interpretativas se articulan, describiendo el retorno a la atomización, a la celebración de los fragmentos: frente a eso, la persistencia de la celebración nacionalista deportiva incluso por parte del mercado lo tuvo muy sin cuidado –como, en general, toda empiria que contradijera sus afirmaciones–. La identidad se transformó así en puro consumo socio-estético, en un relato sin estructura ni determinaciones, en la celebración de consumidores más o menos entusiastas. Estas visiones de la identidad –tribal o nacional– defendidas por García Canclini, si bien discutían exitosamente con los viejos fundamentalismos derechistas, terminaron excluyendo de la descripción –porque no podían contenerla– toda posibilidad de identidad que no fuera socio-estética, y especialmente aquella que confíe en una articulación política, o mejor aún, modernamente política; con lo que, malgrado sus reclamos, sus argumentos se volvieron coherentes con el neoliberalismo hegemónico (Alabarces, 2002: 230).

Para decirlo en palabras de John Kraniauskas,

La hibridez se acercaría entonces a no ser otra cosa que la cobertura ideológica de la reterritorialización capitalista, fuera de la cual queda todo aquello que no sea sumible a tal reterritorialización, y que pasa así a ocupar el lugar de lo subalterno con respecto de la nueva hegemonía. Si lo subalterno es lo excluído con respecto de toda relación hegemónica, la hibridez resulta un concepto clave en el proceso mismo de naturalización de tal exclusión (Kraniauskas, 1992).

Lo que Kraniauskas no podía saber en 1992 era que la hibridez, la descolección y la desterritorialización –concepto que no me voy a detener a analizar: remito en extenso a la brillante deconstrucción que propone Rogério Haesbert, 2011– tenían otro destino: el de instituir una nueva hegemonía teórica que garantizara traducción y financiamiento, el de presentar un pensamiento rentable en un mercado académico en crisis.10

 

6

Y que contribuyera a disolver el concepto de cultura popular. En las transiciones democráticas latinoamericanas, como explican Grimson y Varela (1999), la preocupación por lo popular había alcanzado el centro académico, porque remitía a los nuevos sujetos de la ciudadanía reconquistada. En 1987, el colombiano Jesús Martín-Barbero abría De los medios a las mediaciones con una larga explicación histórica de la constitución del sujeto llamado pueblo, de sus devaneos y deconstrucciones, para luego organizar toda la argumentación en torno de esa categoría. A pesar de lecturas apresuradas y nuevamente neoliberales, el texto de Martín-Barbero, tan rápidamente transformado en una mala Biblia, no quería más que preguntarse por la supervivencia de lo popular, por su continuidad expropiada y despolitizada, pero persistentemente alternativa: no había democracia sin lo popular, porque la pregunta del análisis cultural era por la hegemonía, y eso suponía una condición de dominación y de subalternidad, y no precisamente su celebración, sino su impugnación.

Sin embargo, el propio Martín-Barbero organizaba su argumentación en dos series que facilitaron su apropiación en clave conservadora: la primera, el anti-adornismo militante, que hacía responsable a la "rama adorno-horkheimeriana" de la Escuela de Frankfurt de todos los males de la crítica cultural latinoamericana, frente a un benjaminianismo un tanto sencillista que transformó a "La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica" en una suerte de vulgata populista. La segunda: un antimarxismo paradójicamente organizado en torno de cuatro grandes marxistas como Benjamin, Gramsci, Raymond Williams y Edward P. Thompson. Esto conducía al análisis de Guillermo Sunkel de la representación de lo popular en la prensa popular chilena: Sunkel encontraba que la prensa popular, a partir de la utilización de una matriz simbólico-dramática, representaba de modo más potente y acabado el mundo popular, frente a una prensa de izquierda que, organizada por la matriz racional-iluminista, desplazaba de esa representación todo lo que no fuera estricta y explícitamente político. La consecuencia no era necesaria, pero se sacó: la izquierda y el marxismo eran incapaces de representar, entender o analizar el mundo popular.11

La recepción continental del libro de Martín-Barbero fue penosa: rápidamente aligerada del ímpetu crítico de los sesenta y setenta, nuestra academia latinoamericana pareció privilegiar una lectura más obvia, que estaba en los márgenes de Martín-Barbero y con mala voluntad: lo popular estaba en lo masivo... y allí estaba bien guardado. Cuando el hibridismo cancliniano reconcilió todos los fragmentos de nuestra posmodernidad neoconservadora, los noventa se volvieron decididamente neo-liberales y neo-populistas, en una celebración paradójica: los noventa fueron –pudieron ser– neopopulistas porque el pueblo ya no existía. Como señalan, nuevamente, Grimson y Varela, la dimensión del conflicto y la lucha de clases se vio anulada, "no ya por un optimismo desenfrenado, sino por un pesimismo terminal" (1999: 97). Ese pesimismo condujo, una década después, a un reemplazo alborozadamente optimista, en que las mismas posiciones podían ser sostenidas como progresistas, en medio de la reaparición de los discursos neo-populistas ahora reconvertidos en superación del neoliberalismo. Pero eso ya no es historia teórica: es presente y debate.

 

7

Lo popular, entonces, había dejado de existir. Muerto de mala muerte, muerto de silencio. Si lo popular había debido ser violentado académicamente para ser transformado en objeto de saber –ésa era la principal enseñanza de de Certeau (1974)–, la academia volvía sobre sí misma y decretaba, en su expulsión del mapa de lo nombrable, una muerte peor: la del significante.12

Exactamente entonces, en el año 2000, la colega gaúcha Claudia Fonseca decía: "Hoje, o 'popular' decididamente não está na ordem do dia. Os interesses acadêmicos seguiram outros rumos. Nos livros, teses, e projetos de pesquisa, o termo não aparece mais" (Fonseca, 2000). Pero pareciera que lo que estaba en crisis eran las palabras con las cuales hablar de lo popular:

O exame do jargão acadêmico, empregado para descrever as pessoas que não participam da cultura dominante, revela as etapas dessa evolução. De uma "massa anônima", "amorfa" ou simplesmente "aqueles que servem de antinorma" dos anos 60, eles tornaram-se protagonistas de "classes" (trabalhadoras ou populares) nos anos 80, para voltar ao status de "pobres" nos anos 90. O risco desta nomenclatura é um retorno à imagem de vazio cultural, de uma população vítima –quando não ignorante ou alienada– esperando passivamente que as forças da modernidade a elevem à condição humana (108).

Y siendo justificadas las críticas a esas nociones, se preguntaba Fonseca, ¿es que acaso eso significaba la desaparición del objeto que estas categorías describen? Lo que se presume una mera discusión nominalista, es una discusión teórico-política central. ¿Esto significa que en tanto estos conceptos no describen adecuadamente la realidad desaparece el objeto? Dice Claudia Fonseca entonces, de modo muy inteligente:

A questão se coloca: que fazemos daqueles que, remexidas as classificações, ficam no lote comum dos "pobres"? (...) Onde estão os debates capazes de aprofundar nossa compreensão das alteridades inscritas no jogo da estratificação social? Onde estão os novos termos que levam em conta a negociação das fronteiras simbólicas na sociedade de classes? (ibíd., 109).

Para luego concluir:

Para acompanhar os 'tempos modernos', seria preciso que as ciências sociais olhassem de perto justamente os fenômenos que, no início, foram relegados depressa demais às margens de nossas preocupações. O que parecia ser um vestígio do passado se manifesta agora como um sinal do futuro. Para evitar que noções como 'cidadania' e 'sociedade plural' também se percam no palavrório dos chavões políticos, devemos recuar o suficiente para escrutar os diferentes sistemas de simbolização no seio da sociedade moderna e reconhecer que, entre estes, o aspecto de classe não é de menor importância (ibíd., 113).

En los últimos años parecemos –queremos– asistir a una suerte de resurgimiento de la categoría y de sus problemas. Nos jactamos de nuestro lugar en este proceso, al menos en la academia argentina; lugar que compartimos con otros colegas y otros pliegues. El mundo popular está recuperando visibilidad académica, producto de nuevas investigaciones que escapan al latiguillo de los estudios sobre pobreza –un argumento que desplaza más que lo que muestra, que insiste en colocar al mundo popular en un espacio de pasividad dispuesto a ser rescatado por alguna política compensatoria– y que buscan recuperar la complejidad de ese mundo: de su vida cotidiana, de su sexualidad, de sus organizaciones territoriales, sociales y políticas, de sus relaciones novedosas con el trabajo o con su ausencia, de su relación con la escuela, de su relación con la violencia –escapando rigurosamente a los motes y estereotipos que nos hablaban de una estructuración naturalizada de la violencia cotidiana popular–. Y también en relación con sus consumos o con sus producciones simbólicas, con todo aquello que hemos insistido en llamar culturas populares. Y muchos otros tópicos que aquí se nos escapan.13

Esa recuperación es multidisciplinar, aislada o cruzada, y pluri-metodológica: es antropológica y es sociológica, circula por las escuelas de comunicación o por la teoría política, se nutre de la crítica literaria y de la semiótica, de la etnografía y del análisis cultural. Precisa, como diremos más adelante, de la producción de mucha más empiria. Y como venimos señalando, precisa de un intenso debate teórico, que relea los materiales viejos para entenderlos como residuales –en el sentido de Williams– y permita producir los nuevos, los que se instituyan como emergentes. Estamos en ese momento de la teoría, y este texto quiere trabajar en ese sentido: pero estamos también en ese momento de las políticas de lo popular, si es que nuestra tarea sigue teniendo algún sentido político.

 

8

Porque todo espacio donde se ponen en juego las relaciones de poder es un espacio político. Para decirlo con palabras de Josefina Ludmer, refiriéndose a la gauchesca, el indigenismo, la literatura sobre el esclavismo:

Estas textualidades específicamente latinoamericanas hacen pensar que la literatura, cuando trabaja a dos voces, con las dos culturas, las politiza de un modo inmediato. Funde lo político y lo cultural porque funde los lenguajes con relaciones sociales de poder. Y porque no hay relación entre culturas sin política porque entre ellas no hay sino guerra o alianza (Ludmer, 1994: 9).

Si nuestras sociedades están lejos de la igualdad y la democracia, debemos entender que son espacios donde las dos voces –para ser brevemente esquemáticos– están permanentemente en juego, mostrando sus relaciones de diferencia y de desigualdad, porque no pueden disolverse, porque están estructuradas sobre relaciones de poder. Y no puede haber entre ellas sino guerra o alianza; vale decir, conflicto.

Pero nuevamente la petición histórica: la que permite leer aquello que en determinado momento es capturado, despolitizado y pierde toda dimensión conflictiva. ¿Quién nombra hoy lo popular? Si es el conflicto, si es el desvío, si es la insurrección, ¿quién pronuncia ese nombre? Una respuesta adecuada a esta pregunta está en la base de nuestras preocupaciones: arriesgar ese nombre es hoy nuestra tarea principal. Y eso nos exige, como insistimos e insistiremos, audacia analítica, rigor empírico, creatividad interpretativa: por ejemplo, para leer la continuidad de lo político en los lugares donde parece disolverse. Para usar un argumento que hemos desplegado en otro lugar: debemos despegarnos de la creencia en un único tipo de politización, de un ligero etnocentrismo que confía en una politicidad moderna, ilustrada y prescriptiva (Alabarces et al., 2008). La politización popular discurre por zonas muy plurales. En nuestro análisis de la cumbia villera argentina, por ejemplo, la plebeyización exacerbada, que se argumenta como un ethos popular (villero) y se reconoce y exhibe como subalterna, puede ser leída como una politización aunque sea por posición: porque señala un diferencial –una desigualdad exasperada– precisamente en tiempos en que toda desigualdad se pretende escamoteada.

 

9

Hace diez años, en un primer ensayo que quería comenzar a rediscutir la teoría hegemónica, dije que la superficie de la cultura de masas contemporánea eliminaba los cuerpos, la violencia y la política. Debo reescribir esto drásticamente. La cultura de masas contemporánea ya no precisa suprimir nada: simplemente, administra la representación, jugando con el límite y el exceso y el desborde. Lo que se hace es más sencillo, y más tradicional: se interpreta, se controla, se fija el límite. Esto es así y así debe ser pensado, afirma la cultura de masas, y toda otra versión será definitivamente ridiculizada. Y como juego un poco más complejo, se somete lo plebeyo –lo que pensábamos como expulsado– a un régimen perverso: la plebeyización, que consiste simplemente en cancelar lo plebeyo como un diferencial propio de las clases populares. La plebeyización pasa a ser una gramática extendida en la producción de discursos sociales de las clases medias y medias altas, especialmente en su captura mediática, que expande –se apropia de– significados tradicionalmente sobre-marcados por las clases populares al resto de la estructura social. Se transforma en una retórica –pretendidamente– democrática justamente por sus marcas –pretendidamente– más plebeyas: la grosería, la alusión sexual, la ausencia de tonos medios, el esquematismo, el populismo conservador, la futbolización del vocabulario, del sistema de metáforas o de la simple cotidianeidad. Una estética plebeya se cumple entonces solamente como farsa y como burla, como un modo del discurso que simula aceptar para poder humillar.

Nuestra proposición inicial, entonces, debe ser reescrita. En la avalancha, el desborde, la exageración, la sobre-representación de la cultura de masas contemporánea, no podemos confundir exceso con democracia, populismo conservador con reparación simbólica. La proposición se vuelve imperativo: como siempre, pero más que nunca, la pregunta crucial y democrática del análisis cultural es ¿quién habla? No sólo, aunque también, sobre sus tonos o sus ruidos, sobre los gritos o los susurros, sobre los modos y las opacidades, los estilos y los consumos, como ya dijimos, sino sobre los cuerpos y las voces; pero pensados como problema de representación y de enunciación. Quién habla, quién representa. Qué es lo dicho y qué es lo representado. Y muy crucialmente, quién administra, autoriza, disemina esa representación y esa voz.

 

10

Aunque no debe ser solo una práctica analítica: es también una práctica de representación, o un reclamo de representación. Como dice Carlos Monsiváis:

La crónica y el reportaje se acercan a las minorías y mayorías sin cabida o representatividad en los medios masivos, a los grupos indígenas, los indocumentados, los desempleados y subempleados, los organizadores de sindicatos independientes, los jornaleros agrícolas, los migrantes, los campesinos sin tierras, las feministas, los homosexuales y las lesbianas. Cronicarlos es reconocer sus modos expresivos, oponerse a la idea de la noticia como mercancía, exhibir la política inquisitorial de la derecha, cuestionar los prejuicios y las limitaciones sectarias y machistas de la izquierda militante, precisar los elementos recuperables de la cultura popular (Monsiváis, 2006: 126).

 

11

Como decía Claudia Fonseca, el desafío es pensar la diferencia en la estratificación: y eso nos exige reponer el hecho de la dominación. Todo artificio cultural tiene espesor simbólico, pero todo artificio cultural entra en relaciones de dominación, que son las que constituyen la dimensión de lo popular. Eso es lo único que no puede suprimirse en el análisis. El pueblo no existe como tal, no existe algo que podamos llamar pueblo, no existe algo que podamos llamar popular como adjetivo esencialista, pero lo que existe y seguirá existiendo en cualquier sociedad de clases es la dominación, y esa dominación implica la dimensión del que domina, de lo dominado, de lo hegemónico y de lo subalterno. Eso es lo popular: una dimensión simbólica de la cultura que designa lo dominado. Donde, siguiendo la petición de los estudios subalternos, género, etnia, edad, territorio se integran como articulaciones particulares de esa economía de subalternidad, pero no se estructuran como contradicciones principales.

El estudio de las culturas populares nos exige, claro que sí, permanentes estrabismos –que no significan escamoteos: hay que mirar todo el tiempo todo el mapa–. Las prácticas populares, desde el afecto a la artesanía, pasando, claro, por la revuelta; y también sus experiencias, en tanto que representadas. Y también los textos otros, los que representan, en tanto implican, como dice Ludmer, la alianza o la guerra: en la música popular o en la televisión, cuando representan o cuando esconden y obliteran –otro modo de representar, que es el silencio y la censura por parte de los que administran los flujos de discursos en toda sociedad de clases–. Sin olvidar nunca que entre esos administradores estamos nosotros: los académicos, los intelectuales, cómplices durante más de una década de la agudización del reparto desigual de la renta latinoamericana –reparto desigual que siempre nos encontró del lado adecuado, como bien señaló Bourdieu: fracción dominada de la clase dominante–.

 

12

Esta afirmación exige un programa de trabajo. Una abundante producción de nueva empiria, rigurosa y extendida, sobre los campos enormes que siguen abiertos a la exploración: la música y el baile popular, la sexualidad, la cotidianeidad, la espacialidad, el trabajo, la fiesta, la ceremonia, la religiosidad, la creencia, la política –ampliada hacia aquello que parece pre-político e incluso no-político–, la creatividad, la magia, el conservadurismo, el mundo urbano, el rural, la violencia, la migración. Y también, y con nueva energía, la cultura de masas en toda su amplitud y complejidad. Pero no en la ausencia o el titubeo teórico: estamos intentando formular, rediscutir, puntos de partida –siempre debatibles y siempre prestos a la reformulación– con potencia y posibilidades. Debemos poder combinar, en suma, la producción de nuevas empirias sometidas al triple juego de una teoría enérgica, un análisis creativo y una interpretación riesgosa –porque debe poner a prueba, continuamente, nuestras convicciones.

Entonces, quiero proponer como cierre seis ideas para repensar, a partir de mis afirmaciones anteriores, las políticas culturales latinoamericanas. Si, como señalé, nuestro trabajo analítico tiene un sentido político, una de sus principales posibilidades es la de permitir proponer acciones democratizadoras que superen el planteo hegemónico hasta hoy, que limitaba a cosméticas estatales o a protecciones y subsidios particulares sobre las industrias culturales. Un cuadro como el que intenté describir, un mapa de exclusiones, jerarquías y desigualdades, debe tener como contraparte un horizonte claro: la posibilidad de la cultura democrática, de la cultura común donde la jerarquía cede lugar a la igualdad simbólica. En esa dirección quieren caminar estos breves apuntes.

a. Preguntarse por el lugar de las culturas populares en una política cultural es plantear un problema básico de democratización. Pero un problema complejo: porque no interroga sólo sobre el acceso a determinados bienes (en este caso, culturales, artísticos, simbólicos), sino también por el acceso a condiciones de producción (de esos bienes, pero a la vez, más ampliamente, a condiciones de producción de cualquier discurso: básicamente, el derecho a la voz); y también, de un modo no menos importante, al derecho a la visibilidad y a administrar los modos de esa visibilidad. Lo popular nombra, en la América latina contemporánea, y de manera radical, aquello que está fuera de lo visible, de lo decible y de lo enunciable. O, cuando se vuelve representación, no puede administrar los modos en que se lo enuncia: normalmente, desde un miserabilismo hegemónico. A los efectos de complejizar aún más ese panorama, estamos en un estado inédito de la cuestión, porque al mismo tiempo, esa exclusión radical se inviste, como dijimos, del plebeyismo como retórica dominante, lo que supone la exhibición de un democratismo falaz que esconde la radicalidad de la exclusión material y simbólica a la que se ven sometidas nuestras clases populares. Una política cultural democrática debe, entonces y en primer lugar, desmontar diagnósticamente la simulación de la hiperrepresentación y reponer, política y eficazmente, el derecho imprescriptible al simbolismo de todos los grupos y clases sociales. Que lo tienen y lo ejercen: pero sin el poder de imponer sus condiciones de circulación.

b. Por otro lado, pero en el mismo sentido: una economía de lo cultural que progresivamente ha desplazado la intervención estatal para confiar en la administración privada de lo público o en la intervención aleatoria de los organismos de la sociedad civil, implica un agravamiento de las posibilidades de los sectores populares para proponer, apenas, las condiciones de circulación o recepción de sus simbolismos: porque en tiempos del mercado, esas clases están excluidas minuciosamente de sus mecanismos de legitimación y producción, condenados a sus migajas o a sus saldos (o a sus circuitos clandestinos e ilegales). Al mismo tiempo, víctimas de su propia debilidad política, no pueden ejercer su capacidad de intervención (restringida a mecanismos defensivos) a través de organismos de mayor legitimidad y visibilidad como las ONGs. La dependencia de la acción estatal es, entonces, máxima.

c. Consecuentemente, una política cultural democrática, que atienda a la problemática de los sectores populares como usuarios, productores y practicantes de bienes simbólicos, debe ser ejecutada de manera poderosa por el Estado. Si bien esa acción debe tender a la descentralización, a conferir progresivamente fuerte autonomía a organismos y organizaciones propias de dichos sectores, sin el impulso inicial y sostenido en el tiempo de la acción estatal esa democratización será imposible. No pueden ser las industrias culturales las mayores beneficiarias de esas acciones: las organizaciones populares lo requieren con más urgencia y más justicia.

d. La problemática de las culturas populares está íntimamente ligada a cuestiones de discriminación, diversidad, diferencia y pluriculturalismo. Una política cultural democrática deberá vincular la cuestión de lo popular al persistente problema de los variados etnocentrismos que caracterizan a la cultura latinoamericana contemporánea: racismos, xenofobias y sexismos van de la mano con el etnocentrismo de clase hegemónico en la vida cotidiana y en los medios de comunicación. La regulación y la sanción estatal debe atender a las manifestaciones de racismo; y en el mismo nivel, al racismo clasista.

e. Simultáneamente, debería evitarse la tentación folklorizante, típica de las políticas culturales conservacionistas y neo-románticas ancladas en las retóricas nacionalistas. Si no se entiende que las culturas populares contemporáneas mayoritarias son urbanas (lo son desde hace más de setenta años), toda política seguirá siendo anacrónica y antidemocrática, más allá de gestualidades, a veces, progresistas. Esto no implica, sin embargo, desatender la persistencia de manifestaciones primordialmente rurales (no solo limitadas a la canción folklórica: pasan también por la narración oral, la arquitectura, modos de trabajo y de organización del paisaje, las artesanías, las cocinas, etc.) que deben ser defendidas con políticas patrimonialistas, que no puedo desarrollar aquí...

f. Las políticas culturales han oscilado históricamente entre tibios intentos distribucionistas (el reparto precaria y pretendidamente igualitario de los bienes o la posibilidad de acceso a los bienes considerados legítimos por la tradición cultural occidental), descripciones populistas (conferir legitimidad a las prácticas populares sin consideración a las relaciones de poder que distintas producciones culturales sufren en una sociedad jerárquica) o la ausencia de toda intervención, confiando en la democratización por el mercado (como señalamos, una pretensión imposible). En las últimas décadas, esto llevó a una confianza omnímoda en una presunta capacidad democratizante de los medios masivos de comunicación, que en algunas sociedades está siendo cuestionada duramente. Ninguna política cultural democrática puede confiar en el mercado ni en los medios, fuera de una política decidida del Estado como regulador de los flujos simbólicos. En ese contexto, esa política cultural deberá atender simultáneamente:

i. al distribucionismo cultural, pero radical y de masas; no restringido a los públicos urbanos; sin limitaciones prejuiciosas sobre las capacidades de los públicos populares; evitando centrarse en el espectáculo de masas como único modo de producción; desplegando a la vez políticas sobre la gráfica, la música, la plástica, la danza, lo audiovisual, lo digital; en una estrecha vinculación con la escuela pública como escenario privilegiado de la distribución democrática de los bienes simbólicos, pero también espacio fundamental del reconocimiento de la pluralidad simbólica no estratificada; con una fuerte intervención estatal, a través de su propio circuito de medios pero también sobre los medios de comunicación de actividad privada, en el diseño de las ofertas, tendiendo a su ampliación, riqueza y diversidad, en todos los niveles: retóricos, estéticos y lingüísticos.

ii. al apoyo a la creatividad, en torno de la mecánica de talleres y centros culturales que favorezcan la producción de bienes simbólicos por nuevos actores, sin limitaciones legitimistas de géneros o formatos; pero a la vez con una fuerte vinculación con mecanismos que garanticen la circulación de esos nuevos bienes (con todo tipo de acción afirmativa como las cuotas de pantalla, los espacios mediáticos gratuitos, el circuito de las salas y galerías oficiales, que deberían multiplicarse);

iii. a la revalorización y puesta en circulación de bienes culturales populares, pertenecientes al patrimonio folklórico o novedosos (la acción política o sindical entendida como simbolización, las memorias, los relatos orales, el deporte, el juego, etc.), evitando su confinamiento a canales precarios o dependientes de padrinazgos clientelares.

No cabe duda de que estas líneas son a la vez ambiciosas e insuficientes. Ambiciosas porque proponen un escenario de cambio radical respecto del que nuestras culturas presentan cotidianamente; insuficientes, porque olvidan, aunque sólo analíticamente, que estos cambios sólo serán posibles mediante una intervención política. Y las relaciones entre intelectuales, academia y acción política deberían ser tema de una nueva conferencia, no de ésta. El horizonte de la intervención política debería permanecer siempre dentro de nuestras posibilidades, y de nuestras apuestas como intelectuales, y también, por qué no, de nuestro deseo. Valga esto como afirmación provisoria, sino de un programa de acción, al menos de las propias convicciones.

 

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NOTAS

1 La primera versión de este texto fue la Conferencia dictada en el marco del Seminario Cultura y representaciones sociales, en el Instituto de Invetigaciones Sociales de la UNAM el 22 de junio de 2012, gracias a la gentil invitación de Gilberto Giménez. Recojo aquí discusiones que me han acompañado los últimos diez años; y trato de sintetizar también los comentarios y críticas, anteriores y posteriores a la conferencia, de Valeria Añón, Libertad Borda, Carolina Duek, Carolina Justo Von Lurzer, Mercedes Liska, Mercedes Moglia, Verónica Moreira, Malvina Silba, Carolina Spataro, María Terán, Leandro Aráoz Ortiz y José Garriga Zucal.

2 Dicho sea de paso, Chaplin y Gardel se conocieron en Niza, Francia, en 1931: ambos ya eran grandes estrellas del espectáculo internacional, aunque Gardel debutaría en los Estados Unidos recién en 1933. Chaplin estrenó City Lights en ese 1931, usando como tema principal del film la canción "La violetera", compuesta por el español José Padilla Sánchez pero sin indicarlo en los títulos... Gardel y Romero habían trabajado con Padilla en España.

3 Por supuesto que esta enseñanza coexiste con su contradicción, porque la cultura popular no funciona como un manual escolar, sino con avances y retrocesos. En 1927, Julio Navarrine, con música de Geroni Flores, propone en "A la luz del candil" la confesión del crimen: "Arrésteme sargento/y póngame cadenas" (...) Las pruebas de la infamia/las traigo en la maleta/las trenzas de mi china/y el corazón de él".

4 Carozzi (2009) indica que esa dominación también tiene contradicciones: por ejemplo, que la mujer finja su aquiescencia y su subordinación, como parte de la táctica herética del dominado. Debo esta observación a Carolina Spataro.

5 O al revés: que las mujeres aprenden unos modos específicos de "ser mujer" precisamente porque la cultura está administrada por varones. En todo caso, lo que aprenden en los márgenes son las multiplicidades de "formas de mujer" posibles, aprenden la condición plural de una feminidad bastante homogeneizada en esa cultura gestionada por varones o, incluso, para ser más precisos, por el masculino cultural (que puede encarnarse en cualquier sujeto). Debo esta observación a Carolina Justo Von Lurzer.

6 Me acotan Libertad Borda y Carolina Spataro: esto puede solaparse con la pornografía, con la fantasía de que la mujer disfruta inexorablemente haciendo aquello que en realidad es la fantasía masculina. Parecería que si se habla de la sexualidad de los varones ella es siempre placentera y cuando se habla de la de las mujeres, ésta siempre es subordinada al placer masculino.

7 Carolina Spataro me acota con precisión cuán anacrónicos suenan estos gadgets en tiempos de hiper-tecnologización de la vida cotidiana. Pero las posibilidades de las computadoras y los teléfonos celulares, o la radical transformación en la producción y el consumo musical que significó la digitalización masiva no alteran el juicio: pluralizan los ejemplos de las combinaciones a disposición de los usuarios, pero no los independiza de condiciones y determinaciones (materiales o simbólicas). En el celular, los usuarios populares siguen combinando músicas populares: todas ellas pirateadas o bajadas ilegalmente, traficadas en circuitos de enorme informalidad. Pero de modo alguno las combinan con obras de John Cage o siquiera Beethoven, ni siquiera versionado por Waldo de los Ríos: otro anacronismo, en este caso de este analista.

8 Posiblemente la crítica más demoledora a esta confusión entre analista y usuario esté en Frow, 1995. Una dirección similar siguen Frith y Savage, 1997.

9 Años después compruebo que esta cita –que su ausencia– implicaba otros dos mecanismos canclinianos. Uno: el desprecio al que sometía a sus adversarios, fueran ellos Norbert Lechner, Marta Traba, los estudios subalternos o el marxismo. Otro: el escamoteo. En toda la obra de García Canclini no hay una sola mención a que el concepto de comunidad interpretativa había sido creado por el crítico literario Stanley Fish.

10 Debo esta indicación a Carolina Duek.

11 Esto llevaba también a que los alumnos latinoamericanos de comunicación, indigestados de barbericanclinismo, propusieran fórmulas tales como "los marxistas no entendían al pueblo, en cambio Thompson...".

12 Insisto en mis argumentos: tomémonos el trabajo de revisar las convocatorias de conferencias latinoamericanas, en sociología, antropología y comunicación, durante los años noventa. El término popular –para no hablar del anacronismo pueblo– había desaparecido del vocabulario.

13 Por cierto que esta reaparición también debe ser pensada en relación con la de los relatos nacional-populares: el mentado "giro a la izquierda" de la mayoría de las sociedades latinoamericanas podría ser criticado como la hegemonía de populismos. Progresistas, pero populismos. En ese contexto, la reaparición de estas temáticas puede ser tanto producto de ímpetus democratizadores y emancipatorios como de simples concesiones a una moda nacional-popular. Es llamativo, para ejemplificar con el caso argentino, que algunos trabajos que se inscribirían en el movimiento de recuperación de la temática se limitan a asumir los listados de objetos, pero persisten en un neo-canclinismo ortodoxo que cuestiona el conflicto y la subalternización como organizadores, o que propone disolver la noción de resistencia, sustancializando, por el contrario, la "capacidad de agenciamiento" (Rodríguez, 2011). Así, el populismo recae en su vieja costumbre: celebrar una producción autónoma de sentido popular que no puede superar su condición subalterna, porque el proyecto populista no lo prevé ni permite. Esta discusión, por supuesto, exige otro artículo.

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