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Cultura y representaciones sociales

versión On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.6 no.12 Ciudad de México mar. 2012

 

Contribuciones

 

El primer y el último encuentro con Jan de Vos

 

Rodolfo Lobato

 

Una primera vez

Quienes tuvimos el privilegio de tratar a Jan de Vos, recordamos con frecuencia el momento en que lo conocimos por primera vez. Encontrarlo fue una verdadera revelación. Como muchos de sus amigos, recuerdo muy bien ese primer momento que, además, apunté en mis notas del 15 de abril de 1976. Nos encontramos en lo que parecía ser casi el paraíso (aunque en realidad no lo era tanto), en el ejido Tzeltal de San Jerónimo Tulijá, en la Selva Lacandona.

Este ejido del municipio de Chilón, se encontraba en medio de una selva exuberante pero que comenzaba a desmontarse con rapidez, y quedaba todavía el recuerdo de las caobas centenarias que habían sido extraídas por la compañía maderera. Quedaban, por fortuna, los ríos con aguas y cascadas cristalinas, fauna abundante y sobre todo, ¡pocos mosquitos! San Jerónimo tenía miles de hectáreas con tierra de relativa buena calidad y sus habitantes comenzaban a dedicarse a la ganadería extensiva de bovinos. El ejido tenía un poblado central de unas 80 casas de madera con techos de lámina o de cartón, con una plaza o parque central, que en su parte sur tenía una gran iglesia en construcción. El poblado contaba con unos 400 habitantes más otros 300 que se encontraban dispersos en 10 pequeños poblados ubicados en los límites de sus terrenos, con el fin de proteger sus tierras de invasiones de otros ejidos.

Había sido fundado por tzeltales de Bachajón y de Chilón, que escapaban del alcoholismo, de la violencia homicida, y tanto de la falta de tierras como de los conflictos agrarios, así como de las acusaciones de brujería en sus comunidades de origen de la Sierra. Se establecían en las tierras bajas de la selva impulsados por los "ingenieros" del Departamento Agrario, que les repartían las tierras, y que se hacían ricos con las fortunas que les cobraban por sus "buenos oficios". Los tzeltales al contar con tierras y cierta seguridad habían podido, en general, mejorar su nivel de vida y hasta enriquecerse con un poco de ganado. Pero no escapaban tampoco completamente a los conflictos y las divisiones de los que venían huyendo. En ese entonces San Jerónimo era también la base de operaciones más importante de la Misión Jesuita de Bachajón en la región de la Selva.

Esta Misión era reconocida porque había logrado "pacificar y civilizar" toda una gran región tzeltal. Uno de sus misioneros, Mardonio Morales, que conoció a los fundadores en las tierras altas antes de que migraran, se vino acompañándolos desde los años sesenta y trataba de ayudarles en su nueva vida. La Misión además de sus labores pastorales, les apoyaba, a tramitar legalmente su tierra, a realizar proyectos de agua potable, de educación, de salud, de cooperativas de consumo y para la construcción de escuelas e iglesias. Con este apoyo y el esfuerzo propio de los colonos, era sin duda uno de los mejores y más bellos ejidos de la región, y que, además, le brindaba una amable hospitalidad a los fuereños como yo.

 

La llegada del Padre Juan

En ese tiempo trabajaba yo para el Servicio Forestal en proyectos agropecuarios, en varios ejidos de la región. Proyectos que pretendían ser de desarrollo comunitario, tomando algunos modelos chinos, que me proponía mi maestro Ricardo Ferré. Trabajaba especialmente en San Jerónimo Tulijá, donde las autoridades del ejido me habían prestado una cabañita, a un lado de la pista aérea y cerca del río, que hacía las veces de casa y oficina (justamente donde hoy en día se ha construido una flamante Clínica de Salud con apoyo de los zapatistas y ONG europeas). Estaba esa mañana, en esta cabañita, leyendo, cuando llegaron niños corriendo alegremente para avisarme que llegaban el Padre Juan y otros miembros de la Misión en una camioneta. Yo no tenía idea de quién podría ser ese Padre Juan, pero me sorprendió un poco que llegara por carretera, cosa no muy frecuente por ese entonces.

A pesar de estar tan cerca la Misión, sólo como a 70 kilómetros en línea recta, el venir por tierra significaba que el padre Juan y su acompañantes habían realizado un largísimo recorrido (atravesar parte del estado de Tabasco y recorrer en total alrededor de 500 kilómetros) pasando por: Ocosingo, San Cristóbal, Teapa y Zapata en Tabasco, y por el aserradero de Chancalá. Dependiendo del estado de las carreteras, se podían ocupar, en el mejor de los casos, varios días de camino. Por eso, la mayoría de los miembros de la Misión preferían la opción de viajar en avioneta, que hacía el trayecto sólo en 15 o 20 minutos. Únicamente el padre Mardonio, prefería hacer el camino a pie y pasaba casi un mes fuera en visitas pastorales de pueblito en pueblito, hasta regresar de nuevo a Bachajón.

Dejé mis lecturas de ese día y me dirigí al parque a saludar a los recién llegados. Me encontré en el camino con la madre Nancy, una monja norteamericana, que conocía yo desde hacia un año y que estaba encargada del funcionamiento y contabilidad de la cooperativa de consumo (cuyo mejor negocio, desgraciadamente, era la distribución de la Coca-Cola en la región) y que venía una vez al mes para ayudar a los directivos de la cooperativa. Nancy me confirmó la llegada del Padre Juan, y con una sonrisa me adelantó que era un jesuita belga joven, guapo y simpático, y que cantaba muy bien, y que valía la pena conocerlo y escucharlo.

Allí, en una esquina del parque, encontré al Padre Juan: un hombre ciertamente apuesto, alto, rubio, de ojos claros, con una gran sonrisa, y rodeado por una veintena de niños, mujeres, muchachos y jovencitas. El contraste era evidente entre su persona y la de los tzeltales: bajitos de talla, con sus cabellos negros y muy morenos. Todos querían saludarlo, las mujeres rompían su timidez habitual para extenderle muy delicadamente la mano al saludarlo, casi sin tocarlo. Cargó algunos bebés e intercambio algunas palabras en tzeltal con las mamás. Se veía alegre y muy contento de estar con toda esa gente. En un momento volteó a verme, un poco intrigado por mi presencia y alguien le dijo: "es el ingeniero Lobato, nos está ayudando con una hortaliza, en la parcela de las mujeres." Jan de Vos tenía entonces 40 años, pero se veía mucho más joven; yo tenía 23.

 

Una conversación

Se dirigió hacia mí y amablemente me saludó. Dimos unos pasos juntos y entablamos una corta plática en medio de niños que corrían alrededor nuestro. Comenzó a hacerme preguntas, ¿Qué me preguntó y qué le dije yo? Todo ya se me olvidó completamente. Quizás solamente le dije que no era agrónomo sino antropólogo, (pero que no podía evitar que la gente se dirigiera a mí de esa manera) y que quería hacer una tesis sobre los tzeltales de la Selva. En cambio lo que me dijo Jan se me quedó grabado desde entonces.

Me habló desde el principio de una manera muy abierta y sincera. Había llegado de Colombia hacía casi tres años, porque le habían dicho que se quería fundar una Universidad Campesina, pero que el proyecto no se había llevado a cabo. Existían diferencias dentro del mismo grupo promotor, y como él era extranjero le pidieron que permaneciera al margen. Y entonces, mejor lo pusieron a estudiar la historia de los tzeltales. Había tomado la encomienda muy en serio desde hacía dos años y había ya estado en los archivos de la Ciudad de Guatemala y de Sevilla recabando documentos coloniales.

En un primer momento había querido estudiar la rebelión tzeltal de 1712, pero no había podido encontrar en los archivos el informe clave de un capitán español que había participado en la "pacificación" (cuyo nombre olvidé), y esto lo había obligado a cambiar sus proyectos de investigación.

En unos cuantos minutos más me explicó, con pasión, lo que sí había encontrado: me habló de la conquista española de la Selva Lacandona, de la fundación de San Cristóbal, de Bartolomé de Las Casas, de esa famosa rebelión de los tzendales de 1712, de las variaciones regionales de la tradición oral bachajonteca de Juan Lopez, (muy presente todavía y que trataba sobre la misma rebelión), de la Batalla del Sumidero, de una serie leyendas de los españoles que quería comparar con las leyendas indígenas, y finalmente, de la tesis de doctorado que estaba redactando para la Universidad de Lovaina.

Estábamos los dos, en medio de la plática, abstraídos completamente del entorno, cuando Jan volteó y observó a las mujeres y muchachas descalzas, o con sandalias de plástico, vestidas con blusas de listones multicolores, o con humildes vestidos estampados de poliéster, y que lo esperaban junto con algunos de los viejos principales del ejido. Entonces se disculpó conmigo, porque tenía que preparar la misa del día siguiente. Mi tiempo se había terminado. Él tenía que dejar su oficio de historiador y retomar sus obligaciones de pastor. Me percaté desde ese día que Jan era ya una estrella en acenso; una estrella admirada, buscada, esperada y seguramente también envidiada.

Jan me enseñó que esos indios que estaban a nuestro lado tenían una historia muy antigua y que era posible acceder a ella. Esa historia estaba en los archivos coloniales y en sus tradiciones orales que habría que saber descifrar. Además estos mayas de los nuevos ejidos de la selva estaban en realidad regresando a la tierra de sus ancestros, porque choles y tzeltales habían habitado la región antes de la Conquista, sólo que habían sido sacados por frailes y conquistadores españoles.

Por la tarde vi de nuevo a Jan que estaba en la casa del catequista Mariano y que entrevistaba a algunos viejitos sobre las historias y leyendas que conocían, entre ellas, las de Juan López. Salió un momento para saludarme de nuevo y decirme lo que estaba haciendo e inmediatamente regresó a sus labor de investigador.

 

Procesiones, Juan López, amor y revolución

Al día siguiente hubo una procesión que pasaba por el poblado antes de entrar a la iglesia. Iban las mujeres con sus grandes velos blancos, seguidas por sus hijos y por los hombres, sin sombrero, y todos desfilaban muy serios, y en completo silencio, atrás de Jan y las religiosas. No me acuerdo de la misa y si fue Jan quien la ofició, sólo observé en mis notas que me había impresionado la iglesia que se estaba terminando: era grandísima, como una enorme bodega o almacén donde cabían muchas almas.

Más tarde, sentado en medio de la pista de aterrizaje me encontré al viejito don Santiago, del poblado de Paraíso, que era conocido como brujo y hechicero, y porque nunca paraba de contar sus cuentos e historias. Estaba rodeado de una audiencia de una docena niños y jóvenes, que escuchaban atentamente sus historias, reían y le hacían preguntas. Para mi sorpresa al viejito Santiago contaba precisamente la historia de Juan López. El personaje de esta historia tenía 100 hijas y en una guerra por el control del pueblo de Bachajón, mató a muchos soldados con todo y su capitán. Estos soldados llevaban sus gallinas, ganado, pavos, cerdos; y todos, soldados y animales, murieron en la batalla. Lo único que se había salvado en este enfrentamiento habían sido dos pequeños colibríes. ¡Jan tenía razón! La tradición oral del Rey Indio, Juan López, estaba todavía muy presente entre los bachajontecos y ahí tenía yo la prueba palpable, y advertía cómo las jóvenes generaciones se interesaban por estas leyendas. Me pregunté si Jan había hablado el día anterior también con don Santiago y le había refrescado la memoria de esas historias y leyendas; o si realmente esa tradición oral estaba tan presente en estos lugares que la podía uno escuchar en cualquier momento. O tal vez había sido sólo el azar que me había permitido escucharla.

Al atardecer, después de haberme bañado en el río, me reuní con el grupo de la Misión, en el parque central. Sentados sobre el pasto, encontré de nuevo a Jan afinando su guitarra, rodeado de algunos seminaristas y de las madres Nancy y Esther. Había muchos niños, jóvenes y adultos, todos muy atentos y esperando que el padre Juan se lanzara a cantar. No nos defraudó. Acompañado por su guitarra nos cantó canciones sudamericanas de amor, de revolución y del padre guerrillero colombiano Camilo Torres. Eran unas bellas canciones y quedé sorprendido por la vena artística y revolucionaria de Jan. Las religiosas, los jóvenes seminaristas y yo mismo habíamos cantado, acompañado algunas de las canciones. Noté que en cambio el público local sólo nos había observado con alegría, pero en silencio. Esa música les era extraña, y seguramente la mayoría no entendía siquiera las letras en español, ni el significado que tenían esas canciones para nosotros los fuereños y urbanos que llegábamos a su ejido.

Obscureció, y Jan dio por terminado su concierto, después de poco más de una hora de canciones. Nos despedimos contentos y todos los presentes nos fuimos a acostar, alumbrados en la obscuridad por nuestras inseparables lámparas de mano de pilas. Jan me seguía sorprendiendo cada vez más por sus talentos. Antes de dormir no pude dejar de pensar en unas declaraciones de Bob Dylan, sobre la poca trascendencia política de sus canciones y daba el ejemplo de los Republicanos españoles: "que a pesar de que tenían las mejores canciones, habían perdido la guerra".

 

La despedida

A la mañana siguiente, temprano me despedí de Jan, que estaba ya abordo de la camioneta color gris, con el logotipo de la Misión y con un techo de plástico en la parte trasera. No recuerdo con quién iba, quizás con los seminaristas y algunas personas que querían un "aventón" para poder salir del ejido. Iba a visitar otros ejidos en la selva, porque quería tener una mejor idea de la región, del paisaje y de cómo se estaba desarrollando la colonización indígena de la selva; lo que le iba a ayudar a tratar mejor los temas que estaba escribiendo. Le pregunté si regresaría pronto, pero me dijo que no, que se iba a dedicar casi exclusivamente a redactar su tesis, pero que lo podría encontrar en los próximos meses en la Misión de Chilón o en San Cristóbal. Me dio su verdadero nombre —ya no era Juan, sino Jan de Vos— y su dirección, que en realidad era la dirección de un amigo suyo, Kees Grootenboer, en la calle Josefa Ortiz de Domínguez.

Al escribir su nombre en mi libreta me equivoqué, y lo escribí en francés como Jean. Se dio cuenta y me lo corrigió, su nombre era en realidad flamenco y se escribía: Jan. Para mí, en ese momento, fue sólo un pequeño detalle de ortografía. No me daría cuenta del alcance de ese detalle, de que Jan era flamenco, hasta muchos años más tarde, cuando conversé con él después de visitar la región flamenca de su país, percibir su larga historia y los conflictos pasados y actuales con la comunidad hablante de francés. Era la primera vez que él corregiría alguno de mis errores escritos, pero no sería la última.

Seguimos platicando un poco. Todo mundo dentro de la camioneta comenzaba a desesperarse de que no termináramos de despedirnos. Nos dimos entonces rápidamente la mano y la camioneta desapareció en el polvoriento camino maderero que llevaba hasta el crucero Piñal, donde seguía hacia el norte, al poblado de Pénjamo en Tabasco y que al sur se internaba en los ejidos de la Selva.

Fue un encuentro que recordaré siempre, no solamente porque quedé fascinado con la personalidad y conocimiento de Jan, sino también por razones que son difíciles de explicar, ligadas a la intensidad emocional de ese momento. Dos ladinos, dos caxlanes* extranjeros (porque seguramente yo era tan extranjero o más que Jan) se encontraban en medio de un pueblo de indios y compartía unas cuantas palabras, unos conceptos, pero que con seguridad rebelaban los sueños comunes de revolución y liberación, que estaban detrás; además de que los dos caxlanes, trataban de entender ese mundo indígena que deseaban transformar, y que les fascinaba y atraía tanto, y que al mismo tiempo les era tan extraño.

Ahora me queda claro que Jan tenía muchas cosas que transmitir. Estaba realmente entusiasmado por lo que había encontrado. Se le habían abierto las puertas que daban acceso a un mundo humano que consideraba fascinante: el de la época colonial en América, a través de la sociedad chiapaneca. Su trabajo de historiador le permitía percatarse que ese conocimiento era necesario para conocer y entender la sociedad chiapaneca contemporánea, y poder fomentar el proceso de liberación de los indígenas.

Ahora me sorprende, al releer mis notas, lo claro que tenía ya, su proyecto de trabajo como historiador para los siguientes decenios, proyecto que acometería con mucho trabajo, con gran disciplina y rigor. Esa vez, con unas cuantas palabras, me había abierto, de par en par, las puertas de la historia colonial y moderna de Chiapas. Ya no me quedaría sino leer sus libros para conocer los detalles.

 

Al paso de los años

A partir de ese día nuestras vidas se cruzarían en incontables momentos, yo me volvería un admirador suyo casi incondicional y me dedicaría a seguirle los pasos; lo cual no era sencillo. Cuando llegaba a buscarlo a la Misión de Chilón estaba en San Cristóbal o en Guatemala; y cuando lo buscaba en San Cristóbal estaba en Chilón. De hecho tardaríamos muchos meses para volvernos a encontrar después de esa primera vez, en el convento de Chilón. Nos comenzamos a ver un poco más cuando me fui a trabajar al Centro de Investigaciones Ecológicas del Sureste, en San Cristóbal, y el camino hasta Chilón mejoró notablemente. Muchos de nuestros encuentros fueron frutos del azar, y sucedieron en alguna calle o tienda de San Cristóbal, en alguna oficina de Palenque, en algún camino de la Selva o en la casa de algún amigo común que nos invitaba, como Elena Fernández Galán y Kees Grootemboer. Para mí siempre fue un placer encontrarlo, porque siempre aprendía algo de nuevo con él.

Con la publicación de su tesis de doctorado, que como decía Juan Pedro Viqueira, se leía casi como una novela, comenzó a destacar de una manera notable en el mundo académico que lo descubría con admiración. Todavía recuerdo las primeras líneas de su introducción que me impactaron mucho:

El Miércoles Santo del año de 1695, a las doce del día, un fraile franciscano se hallaba en la cima de una colina (...). Contemplaba con suma satisfacción lo que durante cuarenta días de marcha fatigosa había llenado sus sueños y compensado sus esfuerzos (...). No cabía duda: el misionero había encontrado la cabecera legendaria de los indios lacandones, la última tribu indígena insumisa de Chiapas (...) y escribía:

(...) me voy luego en nombre del dulcísimo Jesús al pueblo de Nuestra Señora de los Dolores a anunciarles a sus habitantes la Paz de Dios y de el Rey.

Los libros de Jan los leería y releería como a ningún otro autor, porque compartía sus sueños y, especialmente, la pasión de entender lo que estaba pasando en la Selva Lacandona. Me regaló muchos de sus libros, también los compré para tener siempre a la disposición varios ejemplares. Los regalaba a los amigos y los llevaba siempre conmigo a los diferentes lugares donde me trasladaba a vivir.

Con el tiempo llegué a considerar a Jan como heredero de los antiguos cronistas coloniales, pero deshaciendo casi todas las leyendas importantes que pesaban sobre la historiografía chiapaneca: que los llamados actualmente lacandones no eran los verdaderos lacandones coloniales sino unos impostores, que los indios chiapanecas no habían intentado un suicidio colectivo para escapar de los españoles, que la conquista de Chiapas era muy diferente a la historia oficial y que la anexión a México había sido uno de los primeros fraudes electorales de nuestra historia.

Asistí a una memorable presentación suya en San Cristóbal sobre Juan López durante la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, donde por cierto causó gran revuelo la ponencia de Bob Laughlin, donde criticaba a los antropólogos mexicanos que no aprendían las lenguas indígenas. Llegué también a asistir a muchas de las presentaciones de sus libros. En 1988 en el Museo Tamayo de México presentó su libro sobre los madereros tabasqueños y ahí conocí por primera vez a su esposa, Emma Cossío. El levantamiento zapatista en 1994 nos sorprendió a ambos en la Ciudad de México, y tuvimos varias reuniones para tratar de compartir nuestros puntos de vista e información.

En los últimos años comencé a releerlo con renovado interés. Encontraba en sus textos cosas nuevas que no había visto antes. Especialmente una segunda o tercera relectura de Nuestra raíz* me maravilló y me dio temas para poder discutir con Jan. Desgraciadamente, viviendo ahora en París, de nuevo me costaba trabajo volverlo a encontrar. Así, cuando lo buscaba en México estaba en San Cristóbal, o cuando lo buscaba en San Cristóbal estaba en Sevilla. Tampoco pude asistir, como hubieran sido mis deseos, a la ponencia magistral de Jan que estaba prevista en la Reunión Internacional de Mayistas en la Ciudad de México. Por ello buscaba una oportunidad para reencontrarlo de nuevo.

 

El último encuentro

Por fortuna puedo, por fin, coincidir en San Cristóbal con él. Llegó con emoción a su casa, atrás de la Iglesia de Guadalupe. He tomado un taxi en el centro. El chofer esquiva a los peatones y bicicletas, así como los puestos para las fiestas patrias en la calle Real de Guadalupe. Al bajarme del automóvil me dice: "¡Ah, viene a la casa del señor Jan! ¡Ya vio usted el mural que mandó pintar?" Admiro la pintura en la barda de la casa, donde se mezclan las imágenes de los mayas antiguos y modernos. Jan me abre la puerta, Emma nos espera. El mural fue realizado por un amigo suyo, pero todavía no está terminado. Contemplo su casa y su patio. La mañana está soleada y el cielo es de un azul intenso. Su biblioteca, como de costumbre perfectamente ordenada, adornada con pinturas y esculturas que representan a los mayas de Chiapas y Guatemala.

Agradezco que me reciba. Le comento sobre mis relecturas de sus libros y las ideas que me van surgiendo para interpretar la historia de Chiapas. Aunque mis ideas están todavía en una forma muy embrionaria, voy a escribir unas notas y se las voy a enviar para que me dé su punto de vista. Me encuentro feliz de discutir, como sólo puedo hacerlo con él.

Recordamos con nostalgia nuestro primer encuentro en San Jerónimo Tulijá. Ha pasado ya tanto tiempo, pero sigue tan presente. "Jan, ¿no recuerdo si me hablaste esa vez de Fray Pedro Lorenzo? pero luego fue el primer libro que me regalaste, ¿verdad?"

Me dice que a propósito de libros me quiere regalar su último libro: Vienen de lejos los torrentes.* Entra a su biblioteca y trae el libro, en su primera página escribe: Para Martine y Rodolfo, con el afecto de siempre, Jan. Jobel, 10 de septiembre de 2011.

Al momento de leer la fecha me despierto, y comprendo que toda esta última conversación ha sido un sueño a lo Borges. Me encuentro en realidad a miles de kilómetros de San Cristóbal, en una mañana soleada, pero en mi departamento de París, sentado en mi mesa de trabajo alrededor de sus libros y me he inventado este último encuentro, que nunca se dio, ni se pudo verificar. Jan murió hace ya varias semanas el 24 de julio pasado y se ha llevado con él algo de mí. Espero algún día terminar las notas sobre mis lecturas de sus libros.

 

París, septiembre de 2011

 

Notas

* Nombre con el cual los indígenas designan a los blancos y mestizos. La palabra "caxlan" también es utilizada para referirse a la lengua castellana http://www.sipaz.org/glosario/glosesp.htm (ed.)

* 2001, Nuestra raíz, México, Clío-CIESAS. [Texto en español y toztzil, versión original en español, Jan de Vos (Xwañ Wax); traducción al ch'ol de Tila: Juan Jesús Vázquez Álvarez] (ed.         [ Links ])

* 2010, Vienen de lejos los torrentes. Una historia de Chiapas. México, Conaculta-Chiapas (ed.         [ Links ])

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