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Cultura y representaciones sociales

On-line version ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.2 n.3 Ciudad de México Sep. 2007

 

Artículos

 

El racismo y las tres formas básicas de combatirlo

 

Saúl Velasco Cruz

 

Doctor en Sociología y Profesor Investigador de la Universidad Pedagógica Nacional de México.

 

Resumen

Este artículo realiza una revisión de las tres propuestas principales para combatir la discriminación racial, la xenofobia y la exclusión. El autor plantea que la promoción de la filosofía de la tolerancia, las leyes contra la discriminación racial y la educación escolarizada tienen atributos distintos que pueden ser usados en la lucha contra la discriminación racial. Sin embargo, el éxito en esta misión requiere, en primer lugar, que se distinga con claridad las diferentes esferas de acción de cada una de ellas y, en segundo lugar, que se establezca la manera como esas tres alternativas puedan actuar reforzándose mutuamente.

 

Abstract

This article is a review of three main proposals to attack racial discrimination, xenophobia and exclusion. The author considers that promote the philosophy of tolerance, lams against racial discrimination and education have different attributes that can be used in the fight against racial discrimination. Nevertheless, the success in this mission needs, first, to distinguish with clarity the different spheres of action and, secondly, to establish the may as these three alternatives could operate reinforcing themselves mutually.

 

Introducción

Uno de los males sociales más acendrados a lo largo de la historia de las sociedades es sin duda el racismo. La recurrencia del racismo a lo largo de todos los tiempos, así como su alta versatilidad, que le permite adaptarse y renovarse en cada nueva época, ha dado mucho de que hablar en la literatura. Pero quizá por la gran complejidad de este fenómeno, la energía de los estudiosos parece haberse consumido en la exploración de su naturaleza. Parece haber quedado hasta ahora pendiente el tema de su ataque, más propiamente dicho de la importancia, o quizá debiéramos decir, de la urgencia de establecer formas y mecanismos sistemáticos para erradicarlo.

Ciertamente, casi toda la literatura que se ocupa del racismo destaca la importancia de luchar contra él (Wieviorka, 1992, Castellanos, 2000). Más aún, de ahí se han desprendido propuestas para contrarrestarlo, para neutralizarlo y para prevenirlo. Pero estas propuestas (unas de carácter filosófico, otras de índole legal y algunas de corte educativo) no han sido formuladas de manera articulada. De ahí que su acción no haya sido hasta ahora sistemática y como consecuencia, sus resultados tampoco han sido del todo efectivos. Mientras tanto, los estragos que este mal social sigue provocando no admiten mayor demora en la construcción de una alternativa articulada y sistemática para combatirlo.

A mi juicio, ésta es la tarea que debieran atender con urgencia quienes estudian el fenómeno del racismo y sus males afines como la discriminación, la exclusión y la xenofobia. Ciertamente, la exploración de la complejidad del racismo dista mucho de ser un tema concluido, pero no puede obviarse que hay una necesidad cada día más apremiante de combatirlo.

Un punto de arranque en esta dirección lo constituye el reconocimiento de las propuestas de batalla contra el racismo. Existen por lo menos tres alternativas importantes que buscan minar las fuerzas perversas de este fenómeno. Una de ellas es la que plantea la tolerando, en su sentido filosófico normativo, otra es la de las leyes internacionales y locales contra la discriminación y el racismo y otra más es la que está a cargo, o debería estar a cargo, de los sistemas educativos escolaridades. Cada una de estas alternativas, como intentaré demostrar en este artículo, tiene una esfera de acción distinta, esto es, no corresponden a propuestas en disputa; pero hace falta establecer claramente las competencias y los límites de cada una de esas esferas para poder definir las posibles líneas de articulación y complementariedad entre ellas.

 

El principio de la tolerancia

A lo largo de muchos años ha sido prácticamente una regla básica buscar en la tolerancia los argumentos no sólo para permitir la libre competencia de ideas, puntos de vista diversos y posiciones políticas distintas, sino también para evitar la exclusión, la discriminación y la xenofobia fundadas en el racismo.

Desde la epístola sobre la tolerancia de John Locke (1991) —en la que el tópico central es el asunto religioso—, pasando por el ideal de la pluralidad puramente política, hasta nuestros días en que lo usual es que se añada a la pluralidad política el tema de la pluralidad cultural, étnica, etcétera, la filosofía, la filosofía política y la ciencia política han consolidado toda una tradición normativa de la tolerancia (Walzer, 1998).

Muchos son los escritos de teoría y filosofía política que apelan al sentido normativo de la tolerancia y prescriben su observancia. Y en momentos de creciente pluralismo étnico, religioso, moral, etc., en los cuales la convivencia se torna conflictiva, las más distintas disciplinas sociales prescriben la tolerancia como recurso para garantizar la convivencia pacífica. Más aún, muchos personajes que intervienen en la confección de las políticas de instituciones como la ONU o la UNESCO se encargan de difundir y hacer pública las virtudes de la tolerancia (De Lucas, 1997).

Así, por ejemplo, en su propuesta de establecimiento del año para la tolerancia, en 1995, la UNESCO suscribió lo siguiente:

La tolerancia es el reconocimiento y la aceptación de las diferencias entre personas. Es aprender a escuchar a los demás, a comunicarse con ellos y entenderlos. Es el reconocimiento de la diversidad cultural. Es estar abierto a otras formas de pensar y a otras concepciones, apertura derivada del interés y de la curiosidad, así como el negarse a rechazar lo desconocido. Es el reconocimiento de que ninguna cultura, nación o religión tiene el monopolio del conocimiento o de la verdad. Es una forma de libertad: estar libres de prejuicios, libres de dogmas. La persona tolerante es dueña de sus opiniones y de su conducta. Es una actitud positiva hacia los demás, exenta de todo aire de superioridad (citado en Toscano, 2000: 173).

Pero hay que decir también que no sólo se difunden y se aclaran las virtudes de la tolerancia como lo hace la UNESCO en el texto anterior; también se prescribe como una actitud, como un modo de vida. En este tenor, Kofi Annan planteó, el año del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que:

La tolerancia, base de la sociedad civil y de la paz, nos permite ver en la diversidad de culturas no un obstáculo para el respeto de los derechos humanos o, lo que es peor, una justificación para las violaciones que de ellos se comenten, sino una fuente de riqueza en la que todos debemos beber (1998: 13).

Vista de este modo, la tolerancia es entonces una especie de tabla de salvación, el recurso por excelencia para alcanzar el estado ideal de lo que hemos referido como la convivencia pacífica. Retóricamente es un recurso incuestionable que ha funcionado y que seguirá haciéndolo muy seguramente no sólo como argumento válido sino como señal, como guía de la acción práctica, incluso como recordatorio de cuál debe ser la conducta a seguir en escenarios de diversidad.

Pero conviene no perder de vista que la tolerancia es una virtud de alcances más limitados de lo que se ha querido ver cuando se la piensa como una virtud con cualidades para promover la convivencia pacífica. La tolerancia es, como acertadamente nos lo recuerda Manuel Toscano, una virtud modesta. "Su modestia reside en que es una virtud de mínimos". Esto es, dicho en otras palabras, la acción de tolerar significa que quien tolera "permite algo que le disgusta o reprueba [o que] lo permite a su pesar", y nada más (2000: 186).

La tolerancia en su significado preciso, como lo afirma este autor,

no requiere del tolerante una actitud curiosa o abierta, que contemple las diferencias culturales, religiosas o sexuales como algo enriquecedor, más bien, debemos presumir lo contrario. Tan sólo supone que la persona se abstiene de perseguir o impedir la conducta tolerada.

Todo lo que pueda resultar a partir de ese punto no será ya un asunto propiamente de la tolerancia. Pues podemos decir, siguiendo a Toscano, que...

... en la medida en que se extiende la idea de que hay algo de valor que debemos reconocer en los [demás, en sus] diferentes cultos y confesiones, o las creencias religiosas de nuestros conciudadanos dejan de interesarnos, disminuye la oportunidad misma de la tolerancia (2000: 186).

Aún así, sigue siendo necesario prescribirla. Pero ocurre que aunque existan buenas razones para observarla, los ciudadanos de carne y hueso no siempre estarán dispuestos a sujetarse a ella en su convivencia. Esto se debe fundamentalmente a que se trata de una virtud de difícil observancia. Por ello es que para combatir los fenómenos excluyentes y discriminatorios como el racismo, la prescripción puramente normativa de la tolerancia es insuficiente. Las propuestas de leyes contra la discriminación y el racismo parecen encontrar su fundamento en esta circunstancia, pues su propósito es precisamente obstaculizar las fuerzas de la intolerancia.

 

Las leyes contra la discriminación

A diferencia de la alternativa que prescribe de manera general observar la tolerancia como forma de vida en circunstancias de creciente pluralidad, la propuesta legal promueve el establecimiento o la creación de leyes contra la discriminación y el racismo. Esta modalidad, hay que decirlo, es una alternativa derivada de la anterior que reconoce la legitimidad de la tolerancia para enfrentar al racismo, pero que a diferencia de aquélla plantea, mediante la ley, un elemento disuasivo de la exclusión fundada en la discriminación racial.

Los sustentos legales de esta fórmula quizá haya que ubicarlos en la ya lejana declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, de 1789. Pero sin duda, la referencia obligada es la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, pues en su marco se formó la iniciativa que habría de dar origen a la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, aprobada por las Naciones Unidas en 1965.

Ciertamente, algunas constituciones políticas desde mucho antes contenían enunciados que buscaban prevenir la discriminación fundada, entre otras razones, en el racismo, como es el caso de la Constitución Política de México en su artículo primero. Pero la verdadera iniciativa de luchar en contra de la discriminación racial mediante la ley data de 1965. Y en esto hay que tener en cuenta el papel catalizador de los horrores racistas ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial y de las secuelas que ese fenómeno siguió proyectando hacia finales de la década de 1950 y principios de 1960 (Lerner, 1991: 68).

La Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, en el párrafo inicial de su artículo primero, señala que la discriminación racial...

... denota toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública (Lerner, 1991: 72).

Según prescribe la misma convención en su artículo segundo, los Estados que la han suscrito se comprometen...

... a no incurrir en ningún acto o práctica de discriminación racial contra personas, grupos de personas o instituciones y a velar porque todas las autoridades e instituciones públicas, nacionales y locales, actúen en conformidad con esta obligación (Lerner, 1991: 75).

Más aún, el artículo cuarto señala, entre otras, las siguientes obligaciones de los Estados:

a. declarar punible conforme a la ley toda difusión de ideas basadas en la superioridad o en el odio racial, toda incitación a la discriminación racial, todo acto de violencia o toda incitación a tales actos, así como toda asistencia a las actividades racistas, incluida su financiación;

b. declarar ilegal y prohibir las organizaciones que promuevan la discriminación racial e inciten a ella, así como la propaganda racista;

c. impedir que las autoridades o instituciones públicas, nacionales o locales, promuevan la discriminación racial o inciten a ella (Lerner, 1991: 80).

La aplicación de esta Convención es competencia del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD). Este organismo ha estado activo desde 1969. Con algunos altibajos, durante toda su existencia su función ha sido importante, entre otras cosas, como lo ha señalado Lerner, para examinar a fondo los informes de los Estados partes, para emitir recomendaciones, para establecer relaciones con "organismos involucrados en la lucha contra la discriminación" (como la UNESCO y la Organización Internacional del Trabajo, OIT), y aun para "alentar a los Estados a incorporar en sus respectivas legislaciones las disposiciones de la Convención, o enmiendas a tal efecto" (Lerner, 1991: 97-98).

Aunque no todos los Estados han cumplido con sus compromisos y deberes, lo cierto es que la CERD, como órgano de aplicación de la Convención, ha sido muy importante, quizá no tanto, como lo ha señalado Lerner (1991: 67), "para poner freno a la discriminación e incitación por motivos raciales", pero sí muy probablemente para recordarle a cualquiera que tenga memoria, y que sobre todo desee usarla, que la comunidad internacional, a través de uno de sus convenios, desaprueba la discriminación racial y sus formas anexas, todas ellas lesivas a los derechos humanos.

Ahora bien, conviene señalar que además de la Convención que hemos venido comentando, existen otros instrumentos internacionales con intenciones semejantes promovidas desde la ONU y la UNESCO como son: la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones (ONU, 1981), la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (ONU, 1979), la Convención sobre los derechos del niño (ONU, 1989) y la Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales (UNESCO, 1978).1

En conjunto, todos estos documentos contienen un complejo de recursos legales para inhibir las prácticas discriminatorias a nivel internacional. De ahí la importancia de alentar su vigencia, pese a que a veces resulte prácticamente imposible imponer sanciones a los agentes que la comunidad internacional identifica como violadores directos de las leyes internacionales en la materia.

Pero más allá de los ámbitos internacionales, el recurso legal contra la discriminación es de gran importancia en los ámbitos internos de los países que lo han incorporado en su legislación propia. Porque si bien es cierto que algunas infracciones en materia de discriminación alcanzan proyección internacional, muchas, o quizá la mayoría, por diversas razones no logran trascender la dimensión local, y es en esa esfera donde deben ser atendidas y juzgadas. Si existen leyes contra la discriminación en este ámbito, existirán poderosas razones para que las instituciones oficiales y los organismos privados, así como los funcionarios, gobernantes y la sociedad en su conjunto, se abstengan de cometer infracciones de este tipo. Y si las cometen, el aparato jurídico provee los mecanismos para sancionarlas.

Por otra parte, algunos Estados que han suscrito los tratados internacionales sobre la discriminación racial han demorado mucho tiempo en legislar en la materia. México es uno de estos casos. Después de treinta años de espera, por fin el 9 de junio de 2003, el presidente de la república, Vicente Fox, firmó el decreto con el que se expide la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación (Venegas, 2003). Esta ley buscará poner en práctica lo que estipulan los tratados y convenios internacionales con respecto a la discriminación, siguiendo lo que en esta materia prescribe el artículo primero constitucional. Este artículo prohibe desde hace mucho tiempo...

... toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las capacidades diferentes, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto menospreciar los derechos y libertades de las personas.

Sin embargo, no existía hasta ahora ninguna ley reglamentaria que normara su observancia.

La expectativa que esta ley plantea con respecto al combate a la discriminación racial es ciertamente muy alta, pero como ocurre a nivel internacional, la existencia de una ley no garantiza que la discriminación vaya a ser suprimida. En todo caso, el potencial de la ley hacia las conductas y acciones discriminatorias es sólo inhibitorio.

La supresión de la discriminación, si es que esto es posible, no puede conseguirse simplemente con el amago de la ley. Ciertamente la ley es un recurso invaluable, pero es un recurso insuficiente si no se apoya directamente con medidas que prevengan de manera persistente y sistemática la formación de las conductas discriminatorias y racistas, como las que la educación es capaz de promover.

 

La alternativa educativa contra la discriminación racial

En contraste con las dos modalidades previas, la tercera forma de combatir la discriminación racial no se ocupa directamente de contrarrestarla apelando a la tolerancia (en su definición filosófica general), ni de inhibirla mediante la ley, sino más bien de prevenirla y en todo caso de neutralizarla. Su esfera de acción descansa en el área de competencia de la educación.

Difícilmente puede ponerse en duda la capacidad de la educación para engendrar las virtudes ciudadanas, pero no sólo para engendrarlas sino también para cultivarlas y para fomentarlas en la conducta y en los hábitos de los ciudadanos que reciben su influjo (Gutman, 2001).

Es verdad que, contrario a lo que por mucho tiempo se ha creído, la educación no puede resolverlo todo, pero sí es importante el papel preventivo que puede ejercer con respecto a la discriminación racial y la intolerancia.

En materia de virtudes ciudadanas, se ha dicho que la educación no es sólo un asunto de la escuela, sino también de otras instituciones sociales. Por ejemplo, para algunos, el mercado desempeña un papel educativo importantísimo. Entre ellos se encuentran, según Kymlicka, los teóricos de la derecha. Para estas personas,

... al alentar la liberalización de los intercambios, la desregulación, el debilitamiento de los sindicatos y la reducción de los beneficios sociales... el mercado promueve la civilidad... [es decir, el mantenimiento de] normas de igualdad en la vida pública de la sociedad...

y por tanto, la observancia de los principios contra la discriminación (2001: 261).

Sin embargo, como se ha observado con toda claridad, el mercado ciertamente "enseña a tener iniciativa, pero no sentido de la justicia, ni de la responsabilidad social" (Mulgan, 1991: 39).

Pero si el mercado no puede enseñar virtudes cívicas, se ha sugerido que la participación política, en cambio, cuenta por sí sola con lo necesario para ello. Oldfield, uno de los así llamados demócratas participativos, por ejemplo, sostiene que la participación política es...

... el mecanismo por el cual los individuos pueden llegar a acostumbrarse a cumplir los deberes de ciudadanía. La participación política ensancha las mentes de los individuos, los familiariza con los intereses situados más allá de su entorno y circunstancia personales y los anima a reconocer que es a los asuntos públicos a lo que deberían prestar atención (1990: 184).

No obstante, tal como lo señala Kymlicka, la "creencia en la función educativa de la participación es al parecer demasiado optimista", pues no existe ninguna garantía de que los ciudadanos movidos por la acción política vayan a participar "responsablemente, es decir, teniendo en cuenta el bien público y no su propio interés o sus prejuicios" (2001: 263).

Por su parte, los teóricos de la sociedad civil confían en el poder y en la capacidad de la sociedad civil a través de sus organizaciones voluntarias "para incentivar y promover la civilidad y el autocontrol" que requieren las democracias saludables (Kymlicka, 2001: 263). Walzer, por ejemplo, admite que "la civilidad que hace posible la política democrática sólo puede ser aprendida en las redes asociativas" (1992: 104).

Pero lo cierto es que muchas de estas asociaciones de la sociedad civil, como lo admiten algunos autores, pueden reproducir formas de intolerancia e incluso alentar directamente la discriminación. La familia, por ejemplo, puede ser "una escuela de despotismo que enseña el dominio del hombre sobre la mujer". Otro caso es el de las iglesias que a menudo son intolerantes frente a otros credos; también los grupos étnicos pueden enseñar a guardar prejuicios contra otras razas (Kymlicka, 2001: 264).

Con todo, podemos seguir creyendo en la capacidad de la sociedad civil para enseñar muchas otras virtudes cívicas, pero no existe ninguna garantía de que la sociedad civil como tal en sus distintas formas de organización pueda cultivar las virtudes como la tolerancia y la no discriminación. Algo parecido puede decirse entonces con respecto al mercado y a la participación política. Pero no es el caso de la educación escolarizada. La escuela parece contar con mejores recursos en esta materia.

En general, la dedicación de la escuela en el tema de las virtudes cívicas ha sido una tarea que se le atribuye desde que se tiene memoria de ella. Sin embargo, con respecto a la tolerancia y a la no discriminación, la historia nos remite a fechas verdaderamente recientes, por ejemplo, al surgimiento de los distintos pactos, declaraciones y convenciones contra la discriminación racial, la xenofobia y la intolerancia "que se han elaborado sucesivamente desde la creación de la ONU" (Tuvilla, 1998: 68).

Dentro de estos instrumentos internacionales hay dos tipos. Uno que hace recomendaciones generales sobre la importancia de atender los asuntos de la discriminación y la intolerancia en diferentes ámbitos sociales, incluida la escuela, y otro que se refiere exclusivamente al papel de la educación escolarizada en el tema.

El primer tipo comprende a la mayoría de los instrumentos internacionales mencionados en el apartado anterior. En cambio, el segundo incluye la Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza (adoptada en 1960 por la Conferencia General de la UNESCO y en vigor desde 1962), la Convención sobre los derechos de la infancia (adoptada por la ONU en 1989 y en vigor desde 1991), la Recomendación sobre la educación para la comprensión, la cooperación y la paz internacionales y la educación relativa a los derechos humanos y las libertades fundamentales (aprobada por la Conferencia General en 1974), el Congreso internacional sobre la enseñanza de los derechos humanos (celebrado en Viena, en 1978), la Conferencia intergubernamental sobre la educación para la comprensión, la cooperación y la paz internacionales y la educación relativa a los derechos y las libertades fundamentales, con miras a fomentar una actitud favorable al fortalecimiento de la seguridad y el desarme (celebrada en la sede de la UNESCO, en abril de 1983) y el Congreso internacional sobre la enseñanza, la información y la documentación en materia de derechos humanos (celebrado en Malta en septiembre de 1987).2

Ciertamente existen diferencias significativas entre estos instrumentos internacionales, sobre todo con respecto al grado de definición de las competencias de la educación en la materia que nos ocupa. Sin embargo, en ningún caso la acción contra la intolerancia, la xenofobia y la discriminación deja de ser un conjunto de enunciados puramente prescriptivos. Esto sin duda es inevitable, porque son solamente recomendaciones generales emitidas por instituciones internacionales como lo son la ONU y la UNESCO. No obstante, si en algún lado queda claro que el asunto de la prescripción sobre temas como la tolerancia y la no discriminación es insuficiente, es en la educación.

En el terreno de la educación escolarizada la enseñanza de la tolerancia y la no discriminación es insuficiente mientras no trascienda el nivel puramente conceptual. Dicho en otros términos, esto significa que las virtudes cívicas antes referidas necesitan ser ejercitadas de manera práctica para poder anclarlas en las conductas y en los hábitos de los ciudadanos en formación. De otro modo los resultados son limitados e insuficientes.

Esta parece haber sido la lectura que dio origen a los modelos educativos que se propusieron introducir en la práctica educativa directa el tema de la interacción entre culturas distintas, utilizando los valores de la tolerancia y la no discriminación. Me refiero, en primer lugar, a los modelos de educación multicultural y educación intercultural que surgieron más o menos en la década de 1960 —el primero en países de influencia anglosajona como Estados Unidos, Canadá, Australia y el Reino Unido, y el segundo en países de la Europa continental como Francia y Alemania—; y luego al modelo de educación intercultural que se ha ido desarrollando en muchos lados del mundo desde finales de la década de 1990.

 

Los modelos de educación multicultural e intercultural de la década de 1960

Los modelos de educación multicultural y educación intercultural que surgieron en la década de 1960 buscaban hacer frente a la discriminación y al racismo estableciendo formas de atender a la diferencia desde la escuela.

El modelo multicultural, que surgió básicamente en los Estados Unidos al cobijo de las luchas civiles de la década de 1960 y que se extendió poco después hacia países como Canadá, Australia y el Reino Unido, se propuso incorporar en la educación escolarizada las reivindicaciones de igualdad de oportunidades —incluyendo las reivindicaciones de clase social— enarboladas por distintas minorías étnicas, religiosas, de género, etcétera (Husen, 1984, McCarthy, 1994, Sales y García, 1997).

Por su lado, el modelo de educación intercultural en la Europa continental se presentaba paralelamente —también desde la educación escolarizada— como un modelo de atención a la diversidad cultural, ocasionada por la llegada de población inmigrada de orígenes nacionales diversos en busca de ofertas de empleo en países como Francia y Alemania (Muñoz, 2000, García, et al, 2002, Kremers, 2000). Ambos modelos fueron fuertemente criticados por sus errores y por las limitaciones en sus logros.

En forma particular, el modelo intercultural fue criticado por su enfoque restrictivo, es decir, porque concentró, en primer lugar, su interés en la atención educativa de los hijos de los inmigrantes en los niveles básicos y, en segundo lugar, porque fue puesto en práctica exclusivamente en los lugares en donde la población inmigrada era más notoria por su volumen.

En cambio, el modelo multicultural fue criticado, entre otras cosas, como lo señala McCarthy, porque terminó...

... depositando una enorme responsabilidad sobre los hombros de los profesores en la lucha para la transformación de las relaciones raciales en las escuelas (1994: 68).

Dicho de otro modo, este modelo fue criticado por no establecer con claridad la frontera que limitaba su capacidad de atender, y en algunos casos hasta de resolver, las diferencias étnicas, de género y clase social en la escuela, con respecto a lo que correspondía a otros ámbitos sociales ubicados más allá de la esfera escolar, por ejemplo, a las instituciones encargadas de las políticas redistributivas y sociales del Estado. En resumen, podemos decir que la crítica a este respecto tenía un sustento realista, porque en su afán de promover y perseguir la igualdad de oportunidades, tal como lo planteaban los movimientos civiles de la década de 1960, el modelo de educación multicultural pareció olvidar que para que se hiciera realidad la posibilidad del "éxito escolar para todos los grupos culturales, preservando su identidad y auto-respeto" (Sales y García 1997: 36), era importante que la educación escolarizada no actuara sola, porque en el tema de la justicia social, en el ámbito que sea, la responsabilidad también es de otras instituciones sociales y políticas.

En conjunto, ambos modelos educativos fueron criticados por ser alternativas educativas para las minorías, esto es, por orientar su atención exclusivamente hacia ciertas áreas y niveles educativos donde la diversidad cultural era altamente notoria (Meroño, 1996, García, et al., 2002). Esta crítica marcaría la crisis definitiva que ambos modelos habrían de vivir hacia finales del siglo XX.

No obstante, hay que señalar en su defensa que fueron modelos con propósitos inéditos y que eso los llevó a pagar el precio de la innovación, sobre todo porque surgieron cuando la discusión sobre el tema del reconocimiento de la composición culturalmente diversa de las sociedades actuales estaba comenzando. De hecho, los reclamos civiles de las minorías y los reclamos políticos de los nuevos movimientos sociales de las décadas de 1960 y 1970 que los habían incentivado, también alentaban la ruptura de la ceguera que las sociedades habían mantenido frente a su propia diversidad cultural.

En cualquier caso, pese a sus errores y limitaciones, resulta por demás evidente que estos modelos educativos ayudaron a demostrar fehacientemente que la tolerancia y la no discriminación en la educación escolarizada son asuntos relacionados con la interacción directa entre los actores que hacen la diversidad. Precisamente, esto fue lo que ha permitido que sus objetivos originales hayan sido recogidos por un modelo que los ha venido a sustituir. Ese modelo es el de la educación intercultural en su versión actual.

El surgimiento del modelo intercultural de nuestros días se ubica en un momento en que en muchos países se ha pasado de la simple constatación de la composición multicultural de las sociedades actuales (multiculturalismo fáctico) a su reconocimiento legal (multiculturalismo de derecho). También, hay que decirlo, se ubica en un momento en que se discute abiertamente la posibilidad de interacción y de contacto entre culturas distintas, no solamente como un asunto escolar, sino como una forma de vida en las sociedades democrático-liberales actuales que han reconocido legalmente su composición culturalmente diversa. En suma, podemos decir que la alternativa de educación intercultural de nuestros días, surge precisamente como una alternativa que busca promover el ideal de interacción y de contacto equitativo entre las diversas culturas que cohabitan en una misma sociedad, tal como lo ha planteado la perspectiva teórica de la interculturalidad (Malgesini y Jiménez, 2000: 127-136).

 

La educación intercultural de comienzos del siglo XXI

La educación intercultural de estos momentos es una alternativa en construcción que busca en lo esencial prevenir la intolerancia y la discriminación por razones culturales, raciales y de clase social, y fomentar el contacto y la interacción equitativa de las diferentes culturas en todos los niveles educativos imaginables (García, et al, 2002).

La finalidad de esta perspectiva educativa es, como lo admite Tuvilla,

... formar a los ciudadanos en el conocimiento, comprensión, y respeto de las diversas culturas existentes a través del aumento de sus capacidades de comunicación e interacción que propicien actitudes favorables a la pluralidad de ideas... Se trata en definitiva de la formación de valores y actitudes (respeto a las personas y a sus culturas, superación del etnocentrismo, lucha contra todo tipo de discriminación...) de solidaridad. Actitudes básicas que pueden resumirse en la valoración positiva de la propia identidad, así como la de la cultura de los otros (1998: 178).

En estos términos, el propósito central de la educación intercultural es a fin de cuentas preparar a la ciudadanía para la convivencia en la sociedad multicultural actual (Brotons, 1994).

No obstante, la contribución de la educación escolarizada a la realización del ideal interculturalista de contacto e interacción equitativa entre culturas distintas es ciertamente limitada. Como lo señaló Puig Rovira,

... la escuela puede hacer algo al respecto. Pero sería ingenuo creer que la escuela conseguirá ella sola este objetivo. Nos parece, pues, imprescindible que junto con una tarea escolar de concienciación, de compensación de déficits y de desigualdades, de integración personal y cultural, también haya una tarea política que se plantee el racismo, la xenofobia y la discriminación en toda su amplitud. Sin este parámetro político, la escuela no tiene excesivas garantías de éxito (Puig Rovira, 1992, citado en Meroño, 1996: 28).

Efectivamente, la educación escolarizada no lo puede hacer todo en esta materia, pero sí puede contribuir sustancialmente en ello, sobre todo si hay un trabajo coordinado con las otras esferas de acción identificadas. En el caso específico del combate a la discriminación, la intolerancia y la xenofobia, la escuela requiere del apoyo extraescolar de la prescripción política de las virtudes cívicas de la tolerancia y de la no discriminación, pero también del apoyo insustituible de la ley.

Como hemos intentado demostrar en este capítulo, cada esfera tiene limitaciones, pero lo que cada una de ellas es capaz de hacer puede servir muy bien como complemento de las acciones de las demás. Si esto se puede hacer, las posibilidades de éxito para combatir al racismo, la discriminación y la xenofobia pueden elevarse sustancialmente.

Por otra parte, este planteamiento nos remite directamente a la necesidad de separar lo que la educación es capaz de realizar de lo que le está vedado. La educación no puede garantizar la inclusión política de la diversidad cultural en los órganos de gobierno. Tampoco puede asegurar la igualdad económica, pues sólo puede contribuir indirectamente a la resolución de los problemas de justicia social que se ubican más allá de la esfera de competencia de la educación escolarizada.

Ciertamente con una acción como ésta las posibilidades de la educación en materia de prevención y combate al racismo —y de lo que aquí hemos denominado como sus males afines— parecerán menos ambiciosas de lo que son hasta ahora, pero serían más realistas. De eso no cabe la menor duda.

 

Conclusiones

Este artículo comenzó señalando que existen tres alternativas para hacer frente y combatir al racismo y sus males afines. A continuación se identificaron las principales características de cada una de esas alternativas y se demostró que ninguna de ellas es suficiente por sí misma para hacer frente a la discriminación, la intolerancia y la xenofobia. Dado que estos fenómenos son de largo aliento y que su capacidad de mutarse y reconvertirse está más que probada, es necesario que al menos estas tres modalidades que buscan atacarlo actúen reforzándose mutuamente.

Pero mientras cada alternativa encuentra su mejor acomodo y organización para trabajar de forma coordinada con las demás, quizá lo más importante en estos momentos sea que tanto las propuestas teóricas de la cultura política como las iniciativas de leyes contra el racismo y la discriminación se fijen más en el curriculum educativo y busquen impactarlo directamente. Después de todo, las dimensiones profundas del prejuicio social y del odio de grupo, como lo observaron Horkheimer y Adorno (2002), se alimentan desde los niveles educativos que actúan desde la primera infancia y, podríamos añadir ahora, se refuerzan sistemáticamente con los planes educativos subsecuentes.

 

Referencias

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Brotons, M. (1994). "Educación intercultural en la escuela", en: Documentación Social, Madrid, Revista de estudios sociales y de sociología aplicada, núm. 9, pp. 129-146.         [ Links ]

Castellanos, Alicia (2000). "Racismo", en: Laura Baca, Judit Bokser, et al (ed.) Léxico de la política, México, FCE, pp. 608-617.         [ Links ]

De Lucas, Javier, et al. (1997). La tolerancia, Valencia, Fundació Bancaixa.         [ Links ]

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Notas

1 Sobre estos instrumentos internacionales, véase Tuvilla (1998: 65-103).

2 Para más datos al respecto se puede consultar Tuvilla (1998).

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