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Dilemas contemporáneos: educación, política y valores

versión On-line ISSN 2007-7890

Dilemas contemp. educ. política valores vol.8 no.spe4 Toluca de Lerdo jul. 2021  Epub 20-Sep-2021

https://doi.org/10.46377/dilemas.v8i.2809 

Artículos

Del desastre planetario: el Antropoceno y su pregunta política

On the planetary disaster: the Anthropocene and its political question

Andrés Pereira Covarrubias1 

1Doctor en Ciencias Sociales. Investigador Asociado al Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (CIGIDEN). Correo electrónico: andres.pereira@cigiden.cl


Resumen:

El artículo desarrolla una reflexión en torno al problema de los desastres y su política a partir de la noción de Antropoceno y del escenario catastrófico que refiere, especialmente amenazante para el modo de vida occidental. Se presenta un entramado de narrativas globales y latinoamericanas en tanto respuestas a lo que se identifica como la pregunta filosófico-política más radical que plantea: «qué hacer» ante los crecientes desastres, considerando que el «sujeto» de la acción y la libertad moderna es parte fundamental del problema. Se expone así la elaboración de una imaginación sobre otros modos de ser de la política, desde vertientes teoréticas que buscan desplazar y superar al sujeto como único polo agencial, así como tensionar geopolíticamente esta problemática.

Palabras claves: Antropoceno; política; desastres; Latinoamérica; sujeto

Abstract:

The article develops a reflection on the problem of disasters and its politics based on the notion of the Anthropocene and the catastrophic scenario it refers to, especially threatening to the Western way of life. A network of global and Latin American narratives is presented as responses to what is identified as the most radical philosophical-political question posed: "what to do" in the face of growing disasters, considering that the "subject" of modern action and freedom it is a fundamental part of the problem. Thus, the elaboration of an imagination about other ways of being of politics is exposed, from theoretical aspects that seek to displace and overcome the subject as the only agency pole, as well as to geopolitically stress this problem.

Key words: Anthropocene; politics; disasters; Latin America; subject

Introducción

Para pensar la relación entre política y desastres de manera radical, a diferencia de otras discusiones, no puede sino convocarse a todas las ciencias del conocimiento humano, y ciertamente, conocimientos y saberes más allá de las ciencias. Un campo de discusión inter-trans saberes y disciplinas que se conforma a partir de la emergencia de una categoría, contingente como todas, que viene a nombrar una situación inescapable y límite para la humanidad tal como la hemos conocido y comprendido hasta hoy: el Antropoceno.

El término Antropoceno (anthropos: hombre, y kainos: nuevo o reciente) es una categoría geológica inventada por el químico atmosférico Paul J. Crutzen y el biólogo Eugene Stermer en el año 2000, para referir a una nueva era en la medida de tiempo geológico que marca el fin del Holoceno -los 12.000 años de la última etapa del período Cuaternario-. El Holoceno se habría extendido desde el fin de la glaciación hasta nuestros día, habilitando las condiciones geofísicas que permitieron la aparición del Homo sapiens, el desarrollo de la agricultura y el poblamiento de los distintos rincones de la tierra, dando origen a nuestra civilización; sin embargo, esta etapa geológica habría sido consumada por la era «del Hombre» o Antropoceno.

Aunque para su formalización oficial como unidad en la Escala de Tiempo Geológica aún faltan ciertas fases institucionales (Cearreta, 2016), la invención del Antropoceno como categoría ya habría llegado tarde en relación a lo que busca referir. Cuando la geología y otras ciencias ya discutían en torno a los problemas biofísicos y geológicos del planeta, desde fines de los años ochenta y principio de los noventa en el campo de las humanidades recién se establecía la agenda dominante sobre la «globalización». De hecho, la alarma sobre el posible y cercano colapso ecológico ya había sonado a principios de los años setenta, con el informe del MIT y el Club de Roma, «Los límites del crecimiento» (1972), mismo año que se desarrolló la Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, conocida como Conferencia de Estocolmo. En concreto, lo que se comenzaba a plantear tenía que ver con la naturaleza antropogénica del cambio climático y de las transformaciones geológicas (Chakrabarty, 2009); es decir, la consideración de la actividad humana como nueva fuerza telúrica (Crutzen, 2002) que implicaba un estadio irreversible y mutaciones de larga duración en el sistema tierra (University of Leicester, 2016).

La civilización humana como «agente geológico» habría tenido, como efecto, situaciones concatenadas y acumulativas de gran impacto para los existentes humanos y no humanos del planeta. El cambio climático, por ejemplo, como fenómeno mundial está directamente relacionado con un intenso período de aumento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases dañinos para la atmósfera que han producido el llamado «efecto invernadero». La Organización Meteorológica Mundial de las Naciones Unidas ha señalado que si el nivel preindustrial de dióxido de carbono era aproximadamente de 278 «partes por millón» (ppm), representando una situación de equilibrio entre la atmósfera, los océanos, la tierra y la biósfera; a partir de la fase industrial, las actividades humanas tales como la quema de combustibles fósiles, han terminado por alterar ese balance natural, aumentando dicho nivel exponencialmente (World Meteorological Organization, 2016). De hecho, en abril de 2020, y pese reportes de mejoras localizadas en la calidad del aire en muchos lugares del mundo dadas las medidas de confinamiento para enfrentar la pandemia del SARS-CoV-2, la concentración promedio de CO2 en la atmósfera fue de 416,21 ppm, lo que significó niveles que serían los más altos de los últimos 800.000 años (ONU Medioambiente, 2020). A consecuencia de esto, se ha producido, entre otros fenómenos, derretimientos en los casquetes polares, los que durante 2019 alcanzaron su extensión mínima histórica (National Snow and Ice Data Center, 2019) y de distintos glaciares, aparejado a un aumento en la acidez de los mares.

Por otro lado se ha producido una sobreexplotación del uso de los suelos del planeta, sobrecargándolos con productos químicos tóxicos, además de la contaminación de las aguas, el extendido agotamiento de ríos, lagos y napas subterráneas, cuya intervención ha producido cambios en sus ciclos biogeoquímicos; esto es, una alteración masiva de sus ciclos continentales por el drenaje de las zonas húmedas del planeta y las decenas de miles de centrales hidroeléctricas que retienen más del 15 % de los flujos de los ríos en todo el planeta.

A todo lo mencionado, cabe agregar, el aumento exponencial de la población humana, que ha crecido más de 8 veces desde 1750 (US Census Bureau, 2019), con una impresionante tasa anual de demanda de recursos y servicios ecológicos, que excede todo lo que la Tierra puede regenerar año a año. Este último fenómeno se conoce como «sobregiro ecológico», y el año 2020, por ejemplo, ya en el mes de agosto estábamos sobregirados a nivel mundial (Global Footprint Network, 2020).

Por otro lado, los daños que todo esto ha provocado a la cadena alimentaria y a la trama general de la vida sobre la Tierra, han significado una disminución dramática de biodiversidad, reduciendo, fragmentando y destruyendo ecosistemas con la consecuente extinción sin precedentes de especies bajo patrones sistémicamente conectados. Todos estos efectos los estamos experimentando de las maneras más inéditas y dramáticas; sin ir más lejos, con las enfermedades llamadas «zoonóticas», tales como la pandemia de la COVID-19: la última nueva enfermedad infecciosa que surge de nuestra colisión con la naturaleza (Armstrong et al., 2020). Las llamadas «áreas de refugio» de biodiversidad que hasta ahora habían albergado especies y organismos para su sobrevivencia en condiciones desfavorables y que permitieron mantener la diversidad del tejido de la vida, han sido destruidas.

Además de los múltiples efectos mencionados de cada vez mayor intensidad, resulta realmente escalofriante anoticiarse de las consecuencias desastrosas a mediano y largo plazo que se pueden proyectar en relación con los medios de subsistencia, la biodiversidad, la salud humana y de los ecosistemas, la infraestructura y los sistemas alimentarios (IPCC, 2018). Considerando las imágenes apocalípticas que estas sugieren -por ejemplo, el riesgo de las ciudades costeras por el aumento del nivel del mar, vastas zonas de la tierra desertificada, inseguridad alimentaria, sequías, sobrepoblación, inundaciones por eventos extremos, aumento de temperaturas insoportables para la vida (no solo) humana, multiplicación de megaincendios forestales, colapso de los ecosistemas por la extinción de especies y pérdida de biodiversidad-, resulta evidente que la vida social tal y como se ha pensado e intentado organizar hasta ahora, no se podrá sostener ni proyectar por mucho más tiempo; lo que se prefigura, ante las predicciones científicas verdaderamente desoladoras, es una distopía social radical. La misma Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR), en un último reporte sobre la intensificación e impactos de eventos geofísicos y climáticos extremos en lo que va de este siglo, observa desesperanzadoramente que continuamos sembrando las semillas de nuestra propia destrucción, pese a las advertencias de la ciencia y a la evidencia de que estamos convirtiendo nuestro único hogar en un «infierno inhabitable» para millones de personas, especialmente para los más vulnerables (UNDRR & CRED, 2020). Lo que estamos experimentando no solo como modernos sino como civilización, ya no cabe en las categorías fundamentales de pensamiento occidental, produciendo una parálisis, un terror filosófico ante lo que para las generaciones más próximas será un desierto ecológico y un infierno sociológico (Danowski & Viveiros de Castro, 2019).

Dipesh Chakrabarty, en un texto muy decisivo e introductorio a la problemática del Antropoceno en las humanidades y ciencias sociales, plantea que mediante dicho concepto la ciencia estaría constatando el borramiento de la independencia y la distancia entre la cronología de la historia humana y el tiempo geológico. El pensador da en un clavo muy pertinente al llamar la atención sobre una relación de necesidad, jerárquica y binaria entre categorías fundamentales de la Modernidad y la acción humana sobre la naturaleza. Plantea Chakrabarty que, desde su construcción, la «mansión de las libertades modernas» -mansión en la que, por cierto, solo cupo una porción pequeña de la población mundial- «descansa sobre una base en la que el uso de combustibles fósiles es cada vez mayor. La mayoría de nuestras libertades ha provenido hasta ahora de un uso intensivo de la energía» (Chakrabarty, 2009, p. 58). De tal manera, el llamado «Ciudadano Sujeto», como problema filosófico cuya contingencia resulta profundamente contradictoria e insostenible en el seno de la misma Modernidad (Balibar, 2013) y como «el» habitante soberano de susodicha mansión, vuelve a quedar en la mira, esta vez probablemente de manera definitiva e irreversible, como el «sujeto del desastre». Dicho de otro modo, uno de los componentes clave de la organización del mundo en la Modernidad occidental, a saber, la idea de libertad del ciudadano, está profundamente imbricado -hasta un nivel tectónico- con las transformaciones de las que da cuenta la categoría del Antropoceno. La intervención traumática de la ontología moderna en los tiempos y ciclos de la biósfera ha sido condición de posibilidad de la libertad, la constitución de ciudadanía y la postulación de su fundamento. No hay ya porvenir que restituya el derecho de una libertad ignorante de estas condiciones de posibilidad.

En este sentido, no se trata entonces simplemente de invocar a la filosofía como una posibilidad más desde donde abordar un problema que es de orden geológico, ecológico o ambiental. Más bien se trata de comprender que si «el Hombre» se ha desocultado como sujeto tectónico y biológico decisivo, es porque estamos frente a un fenómeno que no es de otra naturaleza que radicalmente filosófica. No puede ser asumido como un problema «para» la filosofía sino uno «de» la filosofía, en su sentido de inherencia. Tanto la polaridad entre naturaleza y libertad, como el «corte ontológico entre sujeto humano y objeto de naturaleza, constitutivos de la Modernidad occidental industrial, están seriamente cuestionados a la hora del Antropoceno» (Bonneuil & Fressoz, 2020, p. 274).

Si bien el concepto mismo aún está en evaluación para oficializarse, la definición del llamado «Golden Spike» (Gradstein et al., 2004), esto es, la marca de una capa estratigráfica que para la geología contendría registros de la influencia del hombre, y por tanto, señalaría el inicio del Antropoceno, es también objeto de debate. De hecho, estas discusiones se han extendido a diversos campos de estudio, provocando hipótesis divergentes respecto del evento histórico que habría dado origen a esta época, del status y la pertinencia misma del concepto y -ciertamente- sobre «qué hacer» ante este escenario apocalíptico. Las vertientes críticas que de allí surgen han conformado diversas «agendas» teóricas según sea la lectura estratégica que se hace respecto del concepto del Antropoceno, su especificidad y su causas; en el fondo, todas perspectivas que han constituido modos de politizar o interpretar de alguna manera la ecología política que supone el concepto original de Antropoceno (Baquedano Jer, et al., 2018).

Ante este escenario de incertidumbre y perplejidad, de a poco se ve brotar la pregunta espontánea por el «qué hacer», buscando estrategias de pensamiento para responder la pregunta radical que plantea el Antropoceno. En principio, se puede sintetizar que estas estrategias de lectura han compartido la necesidad de interrogar la separación histórica, política, ontológica entre humanidad y naturaleza, entre lo social y lo natural.

El Antropoceno, en rigor, es una narrativa acerca del fin de un mundo, que se ha convertido y propagado rápidamente como una abstracción absoluta, como un fetichismo que omite sus especificidades concretas. Esto no quiere decir necesariamente deshacerse del concepto Antropoceno sino tal vez asumirlo como un concepto en disputa que abre un campo abigarrado de narrativas contrapuestas o convergentes, del cual emergen diferentes respuestas y propuestas de salida a la crisis, un diagnóstico que «abre puertas, tiende vínculos, nos desafía a entablar una conversación, a pensar la problemática socioecológica desde un lugar más amplio en términos de contextos disciplinarios, incluso de tradiciones teóricas, entre las ciencias de la tierra y las ciencias humanas y sociales» (Svampa, 2019, p. 23).

Sin lugar a dudas, lo que el Antropoceno obliga es a abordar este acontecimiento desde una miríada de puntos de vista, que ya no se posicionan -como hasta ahora se entendió la «crisis medioambiental»- desde un afuera ficticio y superable, como si fuera una crisis cualquiera. A diferencia del término «crisis», que apunta a un estado transitorio, el Antropoceno se ha instalado como un punto de no-retorno, como una narrativa acerca del fin que solo es posible observar desde el límite interno del final que relata.

Desarrollo

«¿Qué hacer?». Narrativas del desastre planetario para un pensamiento político otro

La cuestión se plantea, en consecuencia, como el encuentro dramático con los límites de «nuestro» mundo. Ante la magnitud del fenómeno que enfrentamos y el terror filosófico paralizante que suscita, el horizonte de imaginación de los relatos dominantes parecería reducirse a dos opciones: «un mundo sin nosotros» -que implicaría la desaparición de nuestra especie de la faz de la tierra- o «nosotros sin mundo» -relativo al porvenir de una humanidad trascendente e inevitablemente desafectada de su relación con la Tierra: una poshumanidad (Danowski & Viveiros de Castro, 2019).

Uno de los problemas que plantea esta cuestión para el pensamiento así tal como se presenta, es que como macronarrativa del fin del mundo humano no provoca una nueva imagen que salga de las coordenadas de la imaginación moderna y su formulación como representación para «el hombre» («nosotros») colocado por sí mismo en el centro, aunque este sea un centro extinto o en extinción. Desde estas coordenadas se ha abierto un abismo entre la dimensión ética y la inercia que ha tomado la dinámica de la sociedad global en contra de sí misma. Se plantea así un dilema que excede el radio de acción de posibles definiciones ético-políticas, sobre todo dada la compleja forma del actual ordenamiento mundial.

La dimensión planetaria del problema exigiría encararlo de manera conjunta y coordinada, lo cual iría a contrapelo de las diferenciales necesidades, temporalidades y relaciones de poder que se juegan en un tablero de estados naciones interdependientes, organizados en sus territorios, política y económicamente bajo las directrices de una Modernidad capitalista que es, justamente, parte del problema. Es más, aquí la asincronía y diferencialidad escalar de necesidades no es una dificultad subsanable sino condición estructural del orden mundial. A escala global, se trataría entonces de una solución desestructurante de las condiciones que hacen al actual orden mundial. La pregunta por el «qué hacer» no se resuelve por tanto con una estrategia política más amplia que intente abarcar el problema en toda su dimensión; como un otro sujeto a la altura de su propio desastre. Estamos, en rigor, con una pregunta que nos pone ante el ser mismo de la política; por eso, desde dentro de este orden mundial, desde dentro de «este mundo» y su ontología constitutiva, el problema parece no ser resoluble y enrostra el límite abisal del proyecto occidental moderno.

Ahora bien, en este contexto y en contra de la respuesta por el «qué hacer» se ha visto aparecer respuestas de tipo antihumanista radical, cuya lectura del Antropoceno desemboca en una renuncia absoluta a cualquier tipo de ética ecológica y rayando en una complicidad con el actual curso de las cosas. Desde allí se ha llamado la atención sobre el fenómeno de revaloración de la hipótesis de Gaia (Bondi, 2015) -original del químico inglés James Lovelock-, la cual concibe a la Tierra como un macroorganismo que, por sí mismo, podría y se encargaría de mantener la vida y su propio equilibrio. Esta representación habría contribuido a establecer cierta perspectiva antihumanista según la cual el ser humano ya no tendría que preocuparse por «qué hacer» respecto de las consecuencias de sus acciones en el medioambiente sino fundamentalmente ocuparse por dejar de ser humano. En otras palabras, constituiría un llamado a la humanidad a retornar a su estado «natural» como cualquier otra especie animal bajo la idea de que será la Tierra misma la que se encargará de restaurar la situación. Sería lo equivalente al reverso de la representación moderna del mundo.

Sin embargo, si bien no adherimos a esta hipótesis, tampoco creemos que se trata de hacer simplemente lo contrario, vale decir, invocar una reivindicación moral para restablecer el valor de la «acción racional» orientada por una responsabilidad ética. Y en ningún caso, ciertamente, si esta reivindicación es con base en una supuesta originariedad, universalidad e inevitabilidad de la conciencia moral del ser humano (Kant, 1797) y en la consecuente necesidad por erigir una otra ontología humanista. Por cierto, revisar la comprensión dominante de la naturaleza, disolver sus límites conceptuales y consecuentemente informar la comprensión moral del Antropoceno (Trachtenberg, 2015) es, en efecto, un paso necesario; pero yendo más allá, ¿hasta qué punto una reivindicación de la actividad humana orientada por una búsqueda de «habitabilidad» en el Antropoceno, tendiente a desdibujar valiosamente los rígidos límites conceptuales entre humanidad y naturaleza, y a poner sobre el horizonte una dimensión con-formada, coproducida, por todos los existentes humanos y no-humanos, no estaría igualmente cargada por un valor ético subjetivo respecto de cómo enfrentar y habitar «con responsabilidad» el Antropoceno, sin terminar de desprenderse ni de superar el pensamiento político de la Modernidad, el sujeto (del desastre)?

En lo sucesivo presentaremos algunas de las narrativas y propuestas de pensamiento político, de otro ser de la política que se han desarrollado en relación al escenario del Antropoceno y a la pregunta que este impone.

Gaia y su cosmopolítica a ras de suelo

Para Bruno Latour, quien ha remitido también a la noción de Gaia para dar cuenta de la compleja dimensión política que inexorablemente se ha puesto en escena con el devenir del Antropoceno, esta figura no apunta en ningún caso a una personificación de una especie de «ser sintiente». Si bien el concepto es asumido por Latour considerando que cada organismo, mediante el desarrollo de su propia tarea espontánea, contribuye a un balance energético general, en rigor, Gaia tendría que ver con una cuestión relacional, es decir, con un sistema colaborativo más que con una concepción teológica.

Su comprensión de Gaia se vincula con su Teoría del Actor-Red, que supone la construcción de una suerte de «ontología plana», cuyo principio apunta -en términos generales- a sostener que la causa para la ocurrencia o existencia de cualquier cosa, yace en la constitución de una o más entidades actuales (lo que denomina «actantes», sean humanos o no-humanos) que son definidas exclusivamente por sus relaciones. El pensador francés se sirve de la figura de Gaia para nombrar al mundo como la complejidad de una trama general de intencionalidad distribuida no jerárquicamente, toda vez que se entiende que cada agente en la Tierra acciona «intencionalmente» en su entorno en función de su propio beneficio, modificándolo y modificando con ello también a sus vecinos (Latour, 2017).

Resuena de fondo aquí una recepción de la filosofía deleuziana-spinoziana que se observa a través de la comprensión de la Naturaleza como sustancia absoluta que «comprende todo, contiene todo, al mismo tiempo de ser explicada e implicada por cada cosa» (Deleuze, 1996, p. 13). Un poder o potencia que no sería sino el poder de Dios (un Dios inmanente) y cuya ley suprema -conatus- es concebida originalmente por Spinoza como el esfuerzo de autopreservación en el ser, en la existencia. Este conatus, como potentia agendi, como potencia/derecho de cada cosa de actuar o producir efectos necesarios, y a la vez inseparablemente poder ser afectada siempre y necesariamente, es lo que Latour retoma de filósofo holandés como «potencia de actuar» (Latour, 2017). Con ello busca desinscribir la subjetividad humana como polo agencial y de intencionalidad y la toma solo como parte de una Naturaleza a la que se le devuelve, en su totalidad, la «potencia de actuar». En palabras de Latour: «Ser un sujeto no es actuar de forma autónoma con respecto a un marco objetivo, sino compartir la potencia de actuar con otros sujetos que han perdido igualmente su autonomía. Es precisamente porque nos vemos confrontados a estos sujetos -o más bien cuasi sujetos- que debemos abandonar nuestros sueños de dominio y dejar de temerle a la pesadilla de vernos prisioneros de la «naturaleza». En cuanto uno se acerca a seres no humanos, no encuentra en ellos la inercia que nos permitiría, por contraste, tomarnos por agentes, sino, al contrario, posibilidades de actuar que ya no carecen de vínculo con lo que somos y con lo que hacemos» (Latour, 2017, pp. 1289-1295).

Este intento de redefinición de la subjetividad en una dirección distinta a su comprensión como agencia autónoma, constituye una búsqueda de salidas en articulación con «agencialidades» más allá de la esfera cerrada de la humanidad. En ese sentido, Latour plantea que hemos entrado en un «Nuevo Régimen Climático» (2017), caracterizado por la desestabilización del cuadro físico y del suelo seguro en los cuales se había desarrollado la historia de los modernos -desestabilización provocada por la entrada en la política de todo aquello que hasta ahora perteneció a la dimensión exterior de la naturaleza-. Como ha sostenido, en el reparto moderno «a la ciencia le corresponde la representación de los no humanos pero tiene prohibida toda posibilidad de apelación a la política; a la política le corresponde la representación de los ciudadanos pero le está prohibido tener una relación cualquiera con los no humanos producidos y movilizados por la ciencia y la tecnología» (Latour, 2007, p. 57).

Representado el dominio de la «naturaleza» por la ciencia y el de «lo humano» por la política, el Nuevo Régimen Climático, vale decir, la irrupción multiforme de la cuestión de los climas y del vínculo con su gobierno (Latour, 2017, p. 97) -y con el gobierno de los desastres implicados, podemos agregar-, pone en escena la «politicidad» que se juega bajo dicha división constitutiva de la Modernidad. Ciencia y política: dos ramas que, en tanto estén separadas, tienen autoridad propia, pero no constituyen sino parte de un mismo régimen de gobierno. De ahí, que para Latour, el concepto de Antropoceno haya venido no solo a volver inútil esta drástica separación moderna, sino que también la cartografía bipolar entre lo global y lo local. Allí lo «Terrestre» ha intervenido como nuevo polo de atracción y viene a designar una «geopolítica» que no se corresponde ya con el marco donde se desarrollaba la acción política humana. Lo Terrestre ha dejado de ser el telón de fondo, e irrumpe como agente específico de acción política, uno que ahora participa plenamente de la vida pública (Latour, 2019, p. 65). Esto ha abierto la posibilidad para reconfigurar el ya «antiguo» dominio de lo social o de lo humano, hacia lo que denominará el dominio de los «Terráqueos» o «Terranos»: seres que ante esta situación planetaria, y buscando asumir su parte de responsabilidad respecto del Antropoceno, establecerían la disputa por la redefinición y el control de la Tierra en contra de las reparticiones establecidas por los humanos modernos que terminaron con el Holoceno (Latour, 2014b).

Dicha idea, que parece invocar seres de una ficción posapocalíptica, no constituye sin embargo ninguna entelequia; se corresponde precisamente con un modo de referir a las coordenadas antagónicas que surgen de la conflictividad socioecológica misma. Un antagonismo que emerge frente a la expansión destructiva del capitalismo montada sobre la concepción moderna de naturaleza y que, en Latinoamérica; por ejemplo, se expresa en las denominadas conflictividades socioambiental y socioterritorial. Si hasta el siglo pasado se trató de la cuestión social y las lucha de clases, el siglo XXI es «el de la nueva cuestión geo-social» (Latour, 2019, p. 94), cuando es preciso cartografiar un nuevo mapa de luchas geosociales para identificar los intereses en juego, alianzas y antagonismos. En ese territorio se ve aparecer, consecuentemente, el carácter universal que adquiere la particularidad de cada una de estas luchas.

Por otro lado, para Latour, el concepto de Antropoceno, además de gatillar una nueva filosofía de la ciencia y la demarcación de un territorio sobre el cual construir otras reparticiones, otros espacios desde una nueva idea de ‘lo público’; señalará también la emergencia de otra noción de tiempo, muy distinto al tiempo modernista y a su enraizamiento espacial. Sostiene que lo que parece realmente nuevo la etiqueta «Antropoceno» (aparte de la inusual colaboración entre la geología, la historia -o incluso la geohistoria- la política y la filosofía), es que modifica simultáneamente los marcos espaciales y temporales en los que se sitúa la acción; cambiando los pilares principales sobre los que se ha establecido la metafísica de la ciencia desde la «bifurcación de la naturaleza» (2014b, p. 27).

Atendiendo a que la «crisis» de la naturaleza no sería entonces sino una crisis del dominio de la objetividad, vale decir, de los presupuestos ontológico y epistemológicos que definen y establecen históricamente su ámbito -i.e., en el espacio y en el tiempo-, se trataría para Latour de salir de las ya inservibles representaciones modernas de la «naturaleza» y de su distinción, para dar paso a una política que -ya no enfrentada a la ciencia sino junto a ella- constituya un proceso de recolección y articulación de las asociaciones de humanos y de no-humanos cada vez más amplia, i.e., una «composición» progresiva de un mundo común tendiente a una extensión de la democracia hacia los no-humanos (Latour, 2013). Un cuerpo político que aumente el grado de conexión entre nodos de una naturaleza que ya no es externa sino inmanente a un ensamblaje de «entidades contradictorias que deben ser compuestas como un conjunto» (Latour, 2012, p. 72). Yace aquí para Latour una clave política indispensable para imaginar -a través de un sujeto colectivo de actantes- un «nosotros» capaz de asumir su parte de responsabilidad en el Antropoceno y volver conmensurable la brecha en apariencia irremontable entre la dimensión del fenómeno del Antropoceno y nuestra subjetividad.

Una subjetividad que, huelga decir, bajo el esquema latouriano no parece querer renunciar a nociones modernas como las de acción, voluntad y conciencia individual, y a una axiología jerarquizante implícita.

En línea con estos planteamientos, aparece el pensamiento de la filósofa estadounidense Donna Haraway, quien desde un ecofeminismo transespecies, ha intentado evitar el futurismo y desprenderse del Anthropos y del Capital como relatos totalizantes, para concebir el Antropoceno más como un «evento-límite» que como una nueva época de impresión apocalíptica.

Haraway ha sostenido, con una impronta afirmativa de la vida en sus multiformas, que si bien es cierto que el Antropoceno marca discontinuidades radicales y evidentes respecto de la era geológica que dejamos atrás, podría llegar a constituir una etapa transitoria y de continuidad en lo que denomina Chthuluceno, si nos abocamos a la tarea de «cultivar, unos con otros, en todos los sentidos imaginables, épocas por venir en las cuales se puedan reconstruir los refugios» (Haraway, 2016, p. 17). Refutando el «reino» metafísico de lo trascendente para situarse en la inmanencia de la creatividad arraigada en la materia, la pensadora apunta a la disolución de «lo humano» y de los lazos que unen incontestadamente la genealogía, el parentesco y la especie, para justificar una propuesta de generación de lo que llama «parentescos raros», vale decir, el establecimiento de vínculos entre humanos y no-humano de modo tal que la noción de «pariente» se convierta en una «categoría salvaje». «[A]lgo diferente/algo más que entidades conectadas por sus ancestros o su genealogía. El suave movimiento de desfamiliarización puede parecer, por un momento, un error, pero después (con suerte) aparecerá siempre como correcto. Hacer-parientes es hacer personas, no necesariamente como individuos o como seres humanos. (…) (como categoría, cuidado, pariente sin lazos de sangre, parientes paralelos y muchos otros) expande la imaginación y puede transformar la historia» (Haraway, 2016, pp. 21-22).

La recomposición semántica que sugiere Haraway de la palabra «pariente» se justificaría en el hecho de que todos los organismos de la Tierra son parientes en un sentido profundo -tan profundo como la raíz humus del Homo, hacia donde habría que conducir precisamente a este último para su descomposición-. Desde una concepción de los seres singulares ya no como especies separadas sino en tanto ensamblajes, «parentesco» se vuelve una palabra que supone un ensamblaje lógico, contingente e insustancial. Para Haraway, todos los seres pueden estar paralelamente, semióticamente y genealógicamente ensamblados en un común redefinido por la materia, por lo corporal: «[N]os necesitamos recíprocamente en colaboraciones y combinaciones inesperadas, en pilas de compost caliente. Devenimos-con de manera recíproca o no devenimos en absoluto» (2019, p. 24). Restaría luego la tarea de activar esos ensamblajes generando, produciendo parientes «sin-chtónicamente, sin-poéticamente. Sea lo que sea que seamos, necesitamos hacer-con -convertirnos-en, componer-con- los “terranos” (…)» (Haraway, 2016, p. 21).

Es importante mencionar, que con la noción de «sin-poiesis», la pensadora marca una diferencia y contraste ineludible con respecto de la concepción de «autopoiesis» de los sistemas vivos, la que ha sido entendida como condición necesaria y suficiente para caracterizar la organización de estos (Maturana & Varela, 1998, p. 73) en tanto unidades autónomas y autoproducidas1.

Para Haraway, si «es verdad que ni la biología ni la filosofía pueden continuar apoyando la noción de organismos independientes en entornos; es decir, una suma de unidades interactivas más contextos/reglas, entonces el nombre del juego es, sin lugar a dudas, simpoiesis. El individualismo limitado (o neoliberal) enmendado por la autopoiesis no es lo suficientemente bueno, figurativa ni científicamente: hace que nos desencaminemos por senderos letales» (Haraway, 2019, p. 75).

Por este motivo, adoptar la noción de «simpoiesis», que significa «generar-con», apunta a entender un «común» de ensamblajes en el que nada es en rigor autopoiético, nada se hace a sí mismo, los sistemas son deconstruidos por la evidenciación de su generación colectiva, sin límites espacio-temporales autodefinidos, con la información y control distribuidos entre sus componentes. Simpoiesis es, en definitiva, «una palabra apropiada para los sistemas históricos complejos, dinámicos, receptivos, situados. Es una palabra para configurar mundos de manera conjunta, en compañía. La simpoiesis abarca la autopoiesis, desplegándola y extendiéndola de manera generativa» (Haraway, 2019, p. 120).

Por otro lado, conformando una sinergia conceptual afín a Haraway y a Latour, otra influyente pensadora que ha buscado también «intervenir» desde los Estudios sobre Ciencias y Tecnologías (STS por su acrónimo en inglés) en este debate sobre el «qué hacer» ante el Antropoceno, ha sido la filósofa de origen belga Isabelle Stengers. En ella, ya la idea misma de «intervención» tiene una connotación especial y distintiva respecto de esta problemática. «Intervenir», en Stengers, no tiene que ver con incorporarse en una discusión buscando convencer discursivamente a un adversario, sino que apunta más bien a provocar una ralentización del tempo de la querella, ralentización que tiene el objeto de hacer sentir, pensar, imaginar. Para la filósofa no se trata de enfrentar el problema de cómo «proteger» la naturaleza de los destrozos humanos, sino más concretamente de que nos enfrentamos con una naturaleza capaz de perturbar seriamente nuestros saberes y vidas, nuestras categorías de pensamiento y hasta el pensamiento mismo. Ante eso, el desafío es desigual, pues «no podemos, bajo ningún concepto, dejar a los responsables de los desastres que se anuncian la tarea de darles respuesta. A nosotros nos corresponde crear una manera de responder, para nosotros pero también para las innumerables especies vivas que arrastramos en la catástrofe. Y esto cuando ese “nosotros” solo existe virtualmente, en cuanto requerido por esa respuesta que hay que dar» (Stengers, 2017, p. 38).

Para Stengers, es necesario crear una respuesta ante lo que en este contexto define como la «intrusión de Gaia», intrusión que caracterizaría a los desastres que se están viviendo y anunciando. La pregunta radical que plantea esta intrusión no espera respuesta. De lo que se trata es más que simplemente plantear una solución a un «problema». La «intrusión de Gaia» es una cuestión del orden del acontecimiento, por lo que la respuesta a la pregunta que impone le es indiferente, es retrospectiva y debe formularse en relación tanto con aquello que la habría provocado como con las consecuencias que está desencadenando progresivamente. La propuesta política de Stengers respecto de esta pregunta radical que instala Gaia es que en tanto su respuesta deviene causa común -actualizada en dispositivos concretos, en situaciones concretas- y a la vez resulta inapropiable, constituye lo que llama un «operador de igualdad». Una igualdad que es entendida disociada de la relación equivalencial y, sin presuponerse, se traduce en «operaciones de producción de igualdad» (Stengers, 2017, p. 141), las que buscan, más allá de un «respeto» por las diferencias y divergencias. Las diferencias, desde esta perspectiva, se «honran» en el sentido de un hacer percibir aquello que hace que el otro importe. Bajo esta idea es la divergencia aquello «que hace que un aspecto de este mundo sea importante» (Stengers, 2017, p. 143).

Stengers plantea que lo que hay de fondo en su propuesta de práctica política es una «cosmopolítica», la cual en su formulación no considera ni discute el término kantiano homónimo (Kant, 2011); más bien reniega de este pues lo que entiende por «cosmos» no tiene nada que ver con lo que Kant considera el ciudadano autoafirmado en el mundo, ni con su «comunidad universal». La propuesta cosmopolítica de Stengers es elaborada de manera sui generis para cobrar sentido en situaciones concretas, en el corazón mismo de prácticas modernas (y no en las fronteras de la Modernidad), sin perseguir como horizonte la creación de un «buen mundo común». Se trata, por el contrario, de ralentizar necesariamente la marcha en la construcción de ese mundo común, mediante la creación de un espacio de duda y vacilación respecto de lo que hacemos.

La propuesta cosmopolítica no es entonces un proyecto que busque abarcar los múltiples mundos o englobar los cosmos particulares que se nieguen a ser englobados. El cosmos, lejos de ser un telos, «tal como figura en el término cosmopolítica, designa lo desconocido de estos mundos múltiples, divergentes; las articulaciones de las que podrían llegar a ser capaces, contra la tentación de una paz que se quisiera final, ecuménica, en el sentido en que una trascendencia tendría el poder de exigirle a lo que diverge que se reconozca como una expresión meramente particular de lo que constituye el punto de convergencia de todos» (Stengers, 2014, p. 21).

El cosmos en tanto tal no tiene representante, no tiene jerarquías ontológica ni epistemológica, no exige nada, no autoriza ninguna respuesta definitiva. El cosmos es un «operador de igualdad», no en la medida en que busca crear equivalencia y poner de acuerdo a todo el mundo sino básicamente en prohibir el olvido y la humillación (Stengers, 2014, p. 39) de potenciales víctimas ante una decisión. Esta prohibición significa otorgar a toda decisión su mayor dificultad, impidiendo atajos, simplificaciones y distinciones axiológicas a priori entre lo que cuenta y no cuenta, y obliga a experimentar aquello que podría recuperar la capacidad de sentir, imaginar, pensar y actuar juntos. En esto consiste la ralentización, y constituye una condición sine qua non de la creación política. Aquí política se entenderá no en su sentido representacional sino de experimentación, que traduce la lucha política en operaciones de «producción de repercusiones, por la constitución de “cajas de resonancia” tales que lo que les sucede a unos haga pensar y actuar a los otros, pero también que lo que logran unos, lo que aprenden, lo que hacen existir, se convierta en otros tantos recursos y posibilidades experimentales para otros» (Stengers, 2017, p. 152).

Tal como lee el mismo Latour, a propósito de la política en la cosmopolítica de Stengers, esta operación impide que «cosmos» signifique una lista finita de entidades a considerar a la vez que impide la clausura prematura de la política. Esta cosmopolítica debe, en última instancia, abrazarlo todo, «incluyendo el vasto número de entidades no-humanas que hacen que los humanos actúen» (Latour, 2014a, p. 48).

Latinoamérica y el Antropoceno: lecturas y tensiones geopolíticas

Las lecturas en clave latinoamericana respecto del Antropoceno han apuntado, en términos generales, a una crítica del relato totalizante que construye dicho concepto y marcan un distanciamiento dialogando con consideraciones de carácter ecológico-estructural del modo de acumulación capitalista (Moore, 2017). Desde una perspectiva predominantemente ecomarxista, remiten la genealogía del Antropoceno a las relaciones de producción que comienzan a articularse desordenada y desigualmente con el despunte del capitalismo histórico, en profunda relación con la expansión colonial.

Entre las intervenciones que vale la pena mencionar por su relación con la pregunta filosófico-política del Antropoceno, se encuentra, por ejemplo, el planteamiento de la antropóloga colombiana, Astrid Ulloa (2017). Ulloa ha cuestionado el sentido y la pertinencia de las nociones del Antropoceno y Capitaloceno para pensar sus implicancias para América Latina. Las interpretaciones críticas de estos conceptos respecto de la región no podrían sino vincularse con la conflictividad socioambiental y dinámicas extractivistas, las que están en directa relación con la conquista y la colonia. Para la autora, si bien el llamado «giro antropocénico» ha hecho posible una mayor valoración e incidencia del conocimiento científico-académico en los procesos de toma de decisiones a nivel global o nacional, para Latinoamérica el debate ha generado reflexiones y discusiones sobre al menos cuatro procesos asociados al Antropoceno, a saber: una «geopolítica del conocimiento, diferenciación territorial, desplazamiento de los extractivismos y falta de reconocimiento de otras ontologías y epistemologías» (Ulloa, 2017, p. 63).

Ulloa sostiene que cuando a la luz del Antropoceno se concibe al cambio climático como un problema global que solicita respuestas globales, se borran la especificidad de relaciones históricas de poder y las desigualdades que lo han producido. Desde allí, observa que la «solucionática» global conlleva una perspectiva única de naturaleza, que si bien ha sido reconfigurada respecto del paradigma hasta ahora dominante, sigue siendo administrada y legitimada centralizadamente por el conocimiento experto. Esto ha redundado en un reposicionamiento epistemológico anglo-eurocéntrico que estaría generando una «nueva configuración de las geopolíticas de producción del conocimiento en la que el pensamiento moderno aparece como centro de la causa, pero también de la solución al proponer su propia reconfiguración» (2017, p. 64). Los alcances de esto irían en relación a una omisión de otras formas de producción de conocimiento y de configuraciones locales de relaciones territoriales que no se ajustan a una visión global respecto de qué hacer ante este escenario catastrófico. De esta manera, se estarían borrando, una vez más en la historia, relaciones específicas y distintas entre lo humano y lo no-humano, constitutivas de «ontologías relacionales» desenvueltas en los territorios del subcontinente por pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos, las que permitirían repensar las relaciones y acciones políticas para hacer frente al cambio climático.

La socióloga argentina, Maristella Svampa (2019), por su parte, ha llamado la atención sobre la necesidad de la riqueza y pluridimensionalidad del concepto Antropoceno, lo que no significaría desconocer necesariamente el origen social y desigual de su desencadenamiento, inscrito en modelos de desarrollo y lógicas neocoloniales; tampoco implica relativizar la diferencialidad de escalas ligadas a la dinámica del capital. Se trata, para esta pensadora, de replantearse la interconexión que existe en el acoplamiento entre el orden natural y social iluminado por el «giro antropocénico», sin obviar, ciertamente, el eje de la mercantilización y avance de fronteras que configura una «geopolítica del Antropoceno» con «inequívocas raíces históricas» (Svampa 2019, p. 24). Asimismo, esto tiene una relevancia en la dimensión de política institucional, en el sentido de que es allí donde se toman las decisiones sobre políticas públicas territoriales que generan mitigación o intensificación de impactos en las comunidades de base.

Por otro lado, el politólogo argentino, Horacio Machado Aráoz, ha entrado al debate proponiendo una lectura ontológico-política de la categoría de Naturaleza para pensar su existencia como una entidad a la vez real, política e histórico-discursiva (Machado Aráoz, 2016), inscribiendo el descubrimiento y conquista de la naturaleza americana en el corazón histórico-geográfico y epistémico-político de la nueva era geológica; para Machado, el ser de la política exige una renovación del sentido y el contenido de la práctica revolucionaria, que ya no puede concebirse en términos cambios de gobierno, de políticas redistributivas o de la misma toma del Estado, sino de una «radical migración civilizatoria» (2017, p. 214); una revolución epistémico-política, que implicaría grandes cambios paradigmáticos, a saber: el giro decolonial, el giro sociometabólico, el giro biocéntrico y el giro despatriarcal.

Pensar la centralidad del cuerpo material en este tránsito será clave para replantear una epistemología política emancipatoria de realización de la vida plena. Ello volvería evidente que la contradicción capital versus trabajo no es anterior ni exterior a la contradicción capital versus naturaleza-vida. De tal manera, «la crucial cuestión de la liberación humana (de las ataduras del capital) requiere hoy, más que nunca (…) re-pensar la Tierra. Re-pensar la Tierra como cuestión vital-fundamental es re-pensarla y re-descubrirla como Madre. Y es también re-pensar-nos a los seres humanos, como ontológicamente hijos de la Tierra; seres terrestres, en el sentido existencial de que no solo vivimos apenas sobre la Tierra y de la Tierra, sino que literalmente somos Tierra. Precisamos, de modo urgente, volver a saber-nos y, sobre todo, sentir-nos Tierra» (Machado Aráoz, 2016, p. 227).

Tal como el humus -raíz de homo-, entendido por Haraway como horizonte de descomposición al que habría que reconducirse en la generación de relaciones de parentesco a ras de suelo, más que humanas, subyace en esta propuesta un anclaje inmanentista, corporal y material, como clave de lectura que se ensambla y dialoga con elaboraciones teoréticas de una suerte de «ontología interespecífica», de alianzas, arriesgadas desde Latinoamérica también.

El antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, en efecto, ha entrado explícitamente al debate del Antropoceno junto con su cónyuge, Débora Danowski, para plantear la idea de una «cosmopolítica» que permita pensar una narrativa del fin de mundo superando la división entre lo humano y no-humano, entre la Naturaleza y la sociedad. Se trata del planteamiento de una conversación -à la Stengers- literalmente diplomática entre los pueblos humanos y no-humanos a los que compete las consecuencias implacables de la «intrusión de Gaia» (Danowski & Viveiros de Castro, 2019). La cuestión crucial para esta dupla es, que con el advenimiento del Antropoceno, y una vez roto el techo que nos separaba y distinguía privilegiadamente de una Naturaleza «infinita» y «exterior», la geología ha entrado en reverberación efectivamente geológica con la moral, y con ello, más que moralizarse la geología, se ha geologizado la moral (Danowski & Viveiros de Castro, 2019, p. 44), haciendo implosionar, consecuentemente y frente a nuestros propios ojos, lo que entendíamos por «mundo». Lo decisivo de esta propuesta, es que la figura del «fin del mundo» es una perspectiva que solo tiene sentido, solo se vuelve pensable como posible dentro de los discursos apocalípticos, si se determina para quién aquello que termina es «el mundo». En rigor, el fin del mundo es pensado a partir de un «nosotros» que incluye al propio sujeto del discurso sobre el fin.

Como sostienen Danowski y Viveiros de Castro, la «relación (o correlación) central en todas las variantes míticas del fin del mundo aquí consideradas -relación cuyo fin parece ser el problema, incluso cuando “el problema” es destronarla de su centralidad o desrealizarla pura y simplemente- es aquella entre la “mundanidad y la “humanidad”» (2019, pp. 52-53). En efecto, en la afirmación actual de que el Antropoceno vino a cambiar la vida humana «tal como la conocemos», ese uso de la primera persona plural sería una expresión más del problema; una fórmula discursiva recurrente que posee muchos sobreentendidos filosóficos referidos a dicha relación entre «mundanidad» y «humanidad».

Se puede conjeturar, entonces, junto con el filósofo chileno Sergio Rojas, a partir de su reciente ensayo sobre la subjetividad que habita en «el tiempo del fin» (2020), que no habría otro fin que aquel al que se aferra la vida interior del pensamiento, del sujeto, estirándose y coincidiendo justo con el «antes del fin». Allí se reconocería esta vocación por narrar el fin de mundo, el cual siempre ocurre después de su actualidad. Citando «El fin de todas las cosas» de Kant (1794), Rojas ilustra que el sujeto es incapaz de concebir el fin absoluto sino como su propia suspensión «en una última imagen y un último pensamiento», sin más allá que su muerte; así, el fin de todas las cosas no coincidirá con el «fin del mundo» sino con el fin del sujeto mismo, fin que tampoco es lo mismo que su muerte (Rojas, 2020, p. 316).

Por su parte, constatando Danowski y Viveiros de Castro que desde dentro de la relación humanidad-mundo habríamos llegado igualmente a una situación de no tener idea de qué hacer respecto del fin, proponen que una posible «figuración de futuro» se podría hallar en los colectivos amerindios. Declaran, ciertamente, que no se puede ni se podría proyectar en estos pueblos una responsabilidad de salvación, pero atendiendo a lo que llaman las «tecnologías simples» de estos últimos -simples pero «abiertas a agenciamientos sincréticos de alta intensidad» (Danowski & Viveiros de Castro, 2019, p. 218)- los pueblos amerindios se podrían ubicar del lado de lo que Latour llama «Terranos», como una de las posibles oportunidades de subsistencia en el futuro.

En diálogo con estos últimos planteamientos y también refiriendo a la propuesta cosmopolítica de Stengers, el filósofo brasileño Marco Antonio Valentim ha abordado este tema sosteniendo provocativamente, que así como el capitalismo puede ser identificado como el sistema económico del Antropoceno, es posible decir que su política oficial es el fascismo; el Antropoceno es, para Valetim la época del «fascismo cósmico» (2020, p. 307). El filósofo observa que la paradoja del fascismo -un sistema en el cual toda alteridad sustantiva encarna el espectro del enemigo omnipresente, y que necesita, como condición de posibilidad, de la aniquilación de ese otro- se revelaría en el Antropoceno en la misma paradoja: el tiempo del hombre es el tiempo de su propia extinción, de la extinción masiva de la vida humana y no-humana.

Estableciendo una discusión con los límites del pensamiento occidental, Valentim sostiene que el supuesto destierro metafísico de Dios por parte el pensamiento moderno no habría hecho más que redimensionarlo, particularmente en el sentido de la dominación del hombre sobre la naturaleza. Si el fascismo constituye el régimen político del Antropoceno es porque, en términos de sus causas y efectos, la política no sólo es «cósmica» sino que también puede convertirse en anticósmica. Manifestada o disimulada, la cosmología desde siempre estuvo incrustada en el corazón tembloroso de la política humana (2020, p. 311).

A la luz de los problemas ecológicos contemporáneos, Dios, monstruosamente transfigurado en el hombre, se habría convertido en el agente por excelencia del estado de excepción/extinción que hoy llamamos Antropoceno, el que no sería posible sin el establecimiento peculiarmente sobrenatural de la moderna división entre naturaleza y cultura (Valentim, 2018b, p. 71). Ante esto necesitamos de una estructura de pensamiento que sea capaz de romper los límites que la «Crítica» ha establecido como la esfera de lo pensable; pensar un extramundo en un sentido poskantiano, que se abra a la experiencia de la propia humanidad supuestamente autorreferida desde el punto de vista de un otro a la vez extra-humano y diferente a lo humano. Una revolución contra-antropológica que debe ser operada a partir de una expansión política de la cosmología.

En términos heideggerianos, para el autor faltaría en el pensamiento occidental sobre el ser, en sus vertientes hegemónicas, un concepto de «sentido» que pueda operar más allá de una perspectiva antropocéntrica, un contexto relacional ontológico de socialidad constitutiva entre humanos y no-humanos que no tenga en su centro solo al lenguaje humano como «casa del ser» (Heidegger, 2006, p. 11). Cabe recordar, que en «Carta sobre el humanismo» (1947), Heidegger sostiene que lenguaje, lejos de ser un medio, es el «advenimiento del ser mismo» (2006, p. 31), la casa del ser donde habita «el hombre». La metafísica moderna de la subjetividad se habría adueñado tempranamente del lenguaje bajo las formas de la lógica y la gramática occidentales, haciendo como mero instrumento de dominación sobre lo ente que así entonces aparece como lo real, incluso cuando estamos ante el misterio inaprensible, inefable. Desde aquí, por su parte, Valentim propondrá una ontología no antropocéntrica mediante el concepto problemático de «extramundanidad», donde los límites de lo que «es» no calzan con los de lo que entendemos por «mundo»; sin referir a lo puramente inefable, lo «extramundano» sería un nombre posible para una ontología no determinada a priori por el proyecto humano de ser y su lenguaje instrumental (Valentim, 2018a).

Por último, pero no menos importante, hay que reconocer los aportes a esta discusión de la antropóloga peruana Marisol de la Cadena, quien sobre la base de referencias etnográficas de la América indígena, sintetiza cierta coincidencia cosmológica que permite pensar otros modos de conceptualizar «lo político» y su organización de «lo común» en el contexto del giro antropocénico. Con una narrativa «espectral» a los ojos de relato dominante del Antropoceno, De la Cadena busca desocultar la existencia de lo que denomina el «Anthropo-not-seen» (2016); un invisible antropológico que refiere al proceso de representación de «un mundo» donde mundos heterogéneos no constituidos por la distinción humanos y no-humanos están ligados y exceden dicha distinción. El Anthropo-not-seen constituye el oculto proceso histórico de destrucción de estos mundos heterogéneos por parte de la «representación» universal de Occidente, y a la vez, es la resistencia a tal destrucción. En sus palabras: «Los académicos han visto al Antropoceno como una transformación de la humanidad en una fuerza geológica capaz de afectar, y posiblemente destruir, lo que actualmente conocemos como mundo. El “anthropo-not-seen” ha sido justificado desde sus mismos inicios por su fuerza moral humana -y la parte invisible de su dinámica destructiva se puede hallar en la forma en que esta fuerza se ha considerado constructiva-. Contraintuitivamente, esta parte de la palabra (el “no visto”) [not-seen] no se refiere exclusivamente al “anthropos” (…). Al superar esta destrucción, el “anthropo-not-seen” incluye ensamblajes más que humanos, tanto en el sentido habitual (es decir, que pueda incluir humanos y no-humanos), como en el sentido de que estas categorías (es decir, humano y no-humano, y por ende la especie) también son inapropiadas para aprehender dichas composiciones que, como se mencionó, no logran su completa expresión a través de estas categorías» (2016, p. 255).

La intervención de esta pensadora busca llamar la atención sobre la asimetría de participación y responsabilidad en la transformación antropogénica del planeta. El Anthropo-not-seen se devela como aquello que ha quedado ocluido por esta dinámica destructiva, observándose allí, en la resistencia y superación de la devastación, la conformación de ensamblajes más-que-humanos entre entidades ligadas y a la vez excesivas a la distinción binaria que constituye políticamente el «nosotros» universal moderno. En otras palabras, esto que ciertamente no se inscribe en la distinción entre lo moderno y lo no-moderno, es planteado por la antropóloga usando la metáfora de cyborg planteada por Haraway2, como la configuración de entidades o colectivos concebidos en/con relaciones que no les son externas sino íntegramente implicadas, y así irreductibles a la unidad y/o a la totalidad. «El “anthropo-not-seen” era, y sigue siendo, una guerra librada contra las prácticas de enacción de mundo que ignoran la separación de entidades entre naturaleza y cultura -y la resistencia a dicha guerra-» (De la Cadena, 2016, p. 255).

Conclusiones

Nos aferramos apasionadamente a categorías políticas habituales que se derrumban vaciadas de contenido ante nuestros ojos, sin aceptar el páramo en el que se encuentra el pensamiento occidental. Lo que estamos experimentando no solo como modernos sino como civilización ya no cabe dentro de nuestras categorías fundamentales. El Antropoceno se instala como un tránsito sin retorno, una narrativa acerca del fin de algo, que como la muerte, solo es posible observar desde su límite interno antes del final.

Hemos visto como una de las dimensiones clave de la organización de la vida en la modernidad occidental, a saber, la idea de libertad del sujeto ciudadano, está tectónicamente imbricada con las transformaciones de las que da cuenta la categoría del Antropoceno; la intervención traumática de la ontología moderna en los tiempos y ciclos de la biósfera ha sido condición de posibilidad de lo que Benjamin Constant llamó «la libertad de los modernos» y de la postulación de su fundamento, i.e., el sujeto (del desastre).

Una expresión de lo anterior es el pensamiento emergente que a nivel global ha buscado hacerse cargo de este callejón sin salida y proponer alternativas de pensamiento que desplazan la inconmensurabilidad de la respuesta sobre el «qué hacer», alternativas que de alguna manera están ligadas a la lectura del Antropoceno y a su lugar de enunciación. Se pueden observar, en efecto, tensiones entre, por un lado, la universalidad de ciertas propuestas de «ontología plana» que responden -por ejemplo- a la narrativa de «Gaia» y se piensan en una inmanencia relacional que parece abstraerse de la condición geopolítica del «suelo» en el que se realizarían; y, por otro, la especificidad de propuestas latinoamericanas que son elaboradas con conciencia de su situación geopolítica, planteando ontologías políticas con una fuerte impronta decolonial.

La exposición de este entramado panorámico es, por cierto, un recorte injusto y parcial, respecto de las lecturas que surgen a nivel global y regional, como respuestas ensayadas para explícitamente responder la pregunta abisal e indiferente que arroja el acontecimiento «Antropoceno». Particularmente, se ha tratado de respuestas a una pregunta trágica frente el incremento exponencial, progresivo y proyectivo de los desastres en el planeta, cuando el fundamento ontológico mismo de la (im)posibilidad de acción política ha quedado cuestionado de manera radical e irreversible. Ensayos de otras ontologías políticas y comprensiones de «lo común» que surgen para hacerse cargo del ocaso de las categorías políticas del pensamiento occidental y de su funcionalidad con el actual estado de las cosas. De alguna manera estos marcan señalamientos heterotópicas para seguir pensando de maneras «otras», a partir de la problemática del Antropoceno como escena planetaria del desastre, pero considerando su situación y materialización geopolítica particular en América Latina.

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1Si bien Haraway no los refiere directamente, cabe mencionar que el influyente concepto de «autopoiesis» fue acuñado por los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela, para describir la red de producciones de componentes que constituyen a un ser vivo como una dinámica o proceso molecular. Una red «que resulta cerrada sobre sí misma porque los componentes que produce la constituyen al generar las mismas dinámicas de producciones que los produjo, y al determinar su extensión como un ente circunscrito a través del cual hay un continuo flujo de elementos que se hacen y dejan de ser componentes según participan o dejan de participar en esa red»(Maturana & Varela, 1998, p. 15).

2La idea del Cyborg de Haraway —acrónimo de la ciencia ficción de «cibernético» y «organismo», figura liminal entre la ciencia y el mito, lo humano y la máquina—, es un intento por ir más allá del esencialismo y representacionismo dualistas para pensar las transformaciones materiales de lo social que constituyen nuestra realidad y subjetividades contemporáneas, como una ontología política propia. Dice Haraway, que el cyborg «aparece mitificado precisamente donde la frontera entre lo animal y lo humano es transgredida. Lejos de señalar una separación entre la gente y otros seres vivos, los cyborgs señalan apretados acoplamientos inquietantes y placenteros. (...) [U]n mundo cyborg podría tratar de realidades sociales y corporales vividas en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas ni de identidades permanentemente parciales ni de puntos de vista contradictorios» (1995, pp. 257-263). Esta idea, ciertamente, también está implícita en su intervención respecto de la ontología política de cara al Antropoceno revisada más arriba.

Recibido: 27 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Junio de 2021

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