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Dilemas contemporáneos: educación, política y valores

versión On-line ISSN 2007-7890

Dilemas contemp. educ. política valores vol.8 no.spe3 Toluca de Lerdo jun. 2021  Epub 30-Ago-2021

https://doi.org/10.46377/dilemas.v8i.2717 

Artículos

Ser mujer en el tercer mundo y la influencia de la lucha feminista en la situación de la mujer en Latinoamérica

Being a woman in the third world and the influence of the feminist struggle on the situation of women in Latin America

Natividad Alcívar López1 

Salomón Alejandro Montecé Giler2 

Luis Alfredo Montecé Giler3 

1Magíster en Derecho Penal y Criminología. Coautora del libro Reflexiones alrededor de la violencia de género. Docente de la Universidad Regional Autónoma de Los Andes, Ecuador. E-mail: ntty123@outlook.com

2Magíster en Ciencias Internacionales. Docente de la Universidad Regional Autónoma de Los Andes, Ecuador. E-mail: pg.salomonamg54@uniandes.edu.ec

3Estudiante de la Universidad Regional Autónoma de Los Andes, Ecuador. E-mail: dq.luisamg53@uniandes.edu.ec


Resumen:

Los delitos en contra de las mujeres han tardado mucho tiempo en pasar a ser considerados como tales, y por tanto, a formar parte de los códigos penales. Esto tiene su explicación en la discriminación histórica a la que el patriarcado ha sometido a la mujer desde sus inicios. Por lo mencionado, este artículo hace una revisión de la tipificación del delito en el derecho internacional y en el nacional, para lo cual se analizaron la teoría, y fundamentalmente, la normativa al respecto.

Palabras claves: derecho; mujer; tercer mundo; feminismo

Abstract:

It has taken a long time for crimes against women to be considered as such, and therefore, to become part of the penal codes. This can be explained by the historical discrimination to which patriarchy has subjected women since its beginnings. Therefore, this article reviews the typification of the crime in international and national law, analyzing the theory and, fundamentally, the regulations in this regard.

Key words: law; women; third world; feminism

Introducción

La región se caracteriza por un acendrado machismo, justificado por una religiosidad que basa su fuerza en la convicción de la inferioridad de las mujeres, a las que ofrece el cielo a cambio de muchos sufrimientos en la tierra. La religión de los invasores marcó de manera rotunda la idiosincrasia Latinoamérica, ya que su prédica de resignación y sublimación de la pobreza, igual que la maldad intrínseca de la mujer, ha configurado unas formas de ver el mundo y de hacer las cosas que es responsable -en gran medida- de la desigualdad en la redistribución de la riqueza y el consecuente tercermundismo.

Por lo anterior, es importante hacer una reflexión respecto a cómo es ser mujer en el tercer mundo para conocer los avances y los desafíos que aún quedan por delante para las sociedades latinoamericanas.

Desarrollo

En América Latina, el feminismo encuentra uno de sus mayores desafíos, el de permear con sus nociones de igualdad de derechos para ambos géneros la vida de las sociedades de la región, pero el reto es no solo arduo, también la lucha no deja de revelar sus contradicciones y ambigüedades, ya que las reivindicaciones que se hacen y los cambios de legislación que se plantean son combatidos desde las instituciones que conforman el sistema patriarcal, donde los hombres están tan cómodos con sus ventajas y la mayoría de las mujeres combate la igualdad de derechos con la certidumbre de que eso es antinatural.

Este reto es tan difícil, porque los embates vienen desde las propias mujeres, que a cada pequeño y titubeante paso demuestran que no se ha avanzado nada en ese necesario cambio de presupuestos, de constructos sociales que demonizaron a un género en beneficio del otro. El aborto es un ejemplo gráfico de lo que ocurre, ya que, ante el menor intento de proyecto de despenalización de algún supuesto del aborto, la Iglesia y las múltiples sectas sacan a la calle a decenas de miles de mujeres para que se opongan a lo que les beneficia. No importa que la Europa más civilizada y definitivamente próspera haya demostrado que la despenalización total del aborto disminuye, por lado, las muertes de mujeres por estas intervenciones, y por otro los propios embarazos no deseados. La legislación al respecto sigue siendo la más restrictiva del mundo.

El antecedente histórico de la desigualdad

La región, pese a que tiene por tradición importar de Europa o Estados Unidos categorías semánticas, constructos sociales y hasta constituciones, no pudo instaurar el feminismo en toda su plenitud, puesto que su cultura lo rechaza, pues la mujer no era en estas idiosincrasias ni siquiera una ciudadana de segunda, hasta eso lo tuvo que pelear; por ello, precisamente, no se encuentran estudios que se refieran a los cambios que el feminismo posibilitó en la región, ni siquiera respecto a los efectos que las modificaciones de los distintos modelos de gobierno (electivo, golpista) han hecho en la vida de las mujeres, tampoco respecto al acceso de las mujeres a los derechos de ciudadanía ni a sus demandas y reivindicaciones frente a un Estado profundamente patriarcal. Según asegura Luna: En la época patrimonialista y oligárquica que presidió la historia de América Latina desde mediados del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX, se encuentra que las mujeres en su pluralidad no eran sujetos de derechos, al igual que sectores masculinos medios y populares. Aunque en las constituciones latinoamericanas estaba definido formalmente el concepto liberal de ciudadanía, estaba por ser aplicado y desarrollado socialmente (Luna, 1994, pág. 32).

Durante el siglo XIX, el Estado era una entidad que representaba los intereses económicos de los criollos, la rancia oligarquía (clero incluido) que habían dejado como funesto resultado los procesos de independencias de las unidades nacionales latinoamericanas. Después de las guerras de independencia, cada Estado-nación empezó su construcción (con más o menos éxito) para establecer vínculos políticos y económicos con los centros hegemónicos del poder, es decir, se organizaba el aparato estatal para mediar ante el mercado exterior y desarrollar las exportaciones de productos primarios que enriquecerían a la clase gobernante-dominante.

En ese tiempo, la distribución del trabajo por sexo le asignó a la mujer las tareas de reproducción y las domésticas, pero esta también se dedicaba, para poder sobrevivir, a la producción agrícola campesina, trabajando para otros generalmente, así como a la artesanía. En el final del siglo XIX, la mujer en la región era propiedad del hombre de la casa; es decir, del patriarca, que podría ser -mientras no se casara- el padre, y en ausencia de este el hermano o tío que estuviera al frente de la familia, en cuanto se casaba pasaba a ser propiedad del marido. En la práctica esto implicaba que no podía salir de la casa sin permiso, ni ejercer oficio o profesión, que tenía expresamente prohibido estudiar, así como que el Estado en ciernes no la consideraba sujeto de derecho, pues como apunta Vitale, “ni siquiera podía ser tutora de sus hijos; menos podía vender, hipotecar, comprar, trasladarse de domicilio, servir de testigo ni ejercer profesión, trabajo o comercio algunos” (Vitale, 1987, pág. 89). Un perfecto cero a la izquierda para cuestiones importantes y públicas, pero vital en la crianza de los hijos y las labores de la casa.

Esta situación vendría a cambiar mínimamente, aunque con la más histérica oposición de los poderes fácticos del patriarcado, como cuando ya avanzado el siglo XX empezaba a asomar la nariz el liberalismo, con su imperativo de secularización (por lo menos formal) del Estado, y “la Iglesia, aliada de las oligarquías conservadoras, mantenía áreas de poder sobre la familia y la educación” (Lynch, 1991, pág. 68). Esto no ha cambiado al final de la segunda década del siglo XXI, la Iglesia es la propietaria de la mayoría de las instituciones educativas de la región, de todos los niveles, con mayor presencia en el tercero y cuarto, y continúa enseñando lo sagrado que es la sumisión de la mujer para que nada cambie, pues el feminismo es la única ideología que lucha por mejorar la vida de todos los seres vivientes, incluido el medioambiente.

La Iglesia fue la institución fundamental en la conquista española, y ya a partir de la independencia, también en la redefinición del patriarcado latinoamericano, mucho más conservador que el peninsular del que se origina, y que hasta la actualidad esta institución dos veces milenaria conserva grandes cuotas de poder al ejercer control sobre materias importantes en las relaciones de género.

Según Stevens y Soler, la organización religiosa se adueñó de los derechos reproductivos de las mujeres y de sus decisiones al respecto mediante “mitos fundamentados en la Virgen María madre, como el del marianismo en América Latina, que otorga a las mujeres por ser madres una categoría moral superior a los hombres” (Stevens & Soler, 1974, pág. 21), pero esta mitificación de la mujer y de su maternidad no la condujo a una participación en las decisiones importantes como las del gobierno o la empresa, la circunscribió al ejercicio de las decisiones en el ámbito doméstico, su espacio único y sagrado.

Durante los años treinta y hasta los cincuenta se generalizaron en ese modelo de gobierno criollo latinoamericano unas tendencias populistas que convirtieron a la modernización nada más que en un proceso de sustitución de importaciones, este fue estimulado por la crisis económica mundial del 29, que tuvo su epicentro en Estados Unidos, y la Segunda Guerra Mundial, que tuvo como escenario la mayor parte del continente europeo: El populismo se sustentó en un pacto social que requería e implicaba el reconocimiento formal de la ciudadanía a los grupos medios y populares -de ahí la concesión del voto "universal" (masculino)- que en teoría llevaba a la ampliación del juego político. La situación de exclusión política de las mujeres se hizo manifiesta al incorporarse paulatinamente grupos femeninos al mundo del trabajo asalariado (primeras industrias textiles y sector público) e iniciar reivindicaciones laborales, sociales y políticas. Al necesitar los regímenes populistas un refrendo popular masivo, la ampliación de los derechos de ciudadanía a las mujeres, el voto concretamente, al igual que antes la ampliación del voto masculino, se volvió funcional para el Estado (Luna, 1994, pág. 33).

Hasta ese tiempo, todavía las mujeres habían permanecido marginadas del ámbito político, no eran más que reproductoras y amas de casa, pero, hay que cuestionarse si ese reconocimiento de ciudadanía a que se ve obligado el estado criollo, patriarcal y católico, implicará un cambio en la forma en que la sociedad ve a las mujeres, si las reconoce como sujetos políticos. Pues no lo hizo, el Estado desarrollista que siguió al modelo de la industrialización sustitutiva de las importaciones y el del paradigma de la modernización del agro, en un intento por evitar la expansión de la revolución marxista que había triunfado en Cuba, presentó un proyecto de reforma agraria, auspiciado por la Alianza para el Progreso estadounidense, que no modificó ni un ápice la situación de desigualdad estructural de las mujeres.

Más bien, en esta época, cuando desde los entes públicos se planteó la necesidad de controlar la natalidad como un mecanismo para el desarrollo, se identificó a las mujeres como agentes de reproducción, de ahí se derivan los centros de planificación familiar (que en el país se llamaban APROFE), a los que podían acudir para no tener muchos hijos y poder trabajar de obreras. Más adelante, ya en la década de los setenta, las mujeres fueron consideradas adecuadas para el trabajo por las emergentes industrias exportadoras de electrónica, confección, flores, etc., convirtiéndose en la mano de obra elegida por las maquiladoras y por las industrias del campo, que las explotaban en grados superiores a los estimados en los trabajadores masculinos.

El Estado autoritario y militarista, que se instaló en el Cono Sur como gendarme de los nuevos intereses de las compañías multinacionales, también participó de esta "incorporación de la mujer al desarrollo". Estas dictaduras constriñeron aún más a las mujeres potenciando su papel reproductor al interior de la familia, y dieron rienda suelta al imaginario masculino ensalzador de la abnegación maternal y doméstica, insistiendo en la ideología más conservadora del patriarcado. En el nuevo Estado autoritario las mujeres fueron objeto de una violencia específica al interior del terror mismo donde la violación de distinto signo fue lugar común (Luna, 1994, pág. 34).

Como es lógico, ya que los militares cultivan con esmero el más primitivo machismo, el discurso conservador reelaborado por las dictaduras vino a dar como resultado varios pasos atrás en los derechos de las mujeres. Usaron su poder omnímodo para construir imaginarios sobre la mujer que la volvían a recluir en la casa y la reputaban de inútil para pensar más allá del ámbito doméstico. Estas nociones sobre la inferioridad de las mujeres las sustentaban las dictaduras, como no podía ser de otra manera, en la Iglesia y las sectas religiosas, y en tergiversados estudios e informes de médicos de todas las áreas, que se alineaban con los golpistas para crear una realidad en la que las mujeres eran, otra vez, propiedad de los hombres y vigiladas por la curia en cada una de sus acciones y actitudes.

Cuando la etapa autoritarista oficial llega a su fin en América Latina y se inician, a partir de la década de los ochenta, procesos de democratización, estos sucedieron en una coyuntura de nueva crisis del modelo de desarrollo, además, coincidieron con, por un lado, el auge del feminismo en la región, y por el otro, con el interés de los organismos gubernamentales internacionales por la cuestión de la desigualdad de género. En esta coyuntura, según Luna, las mujeres se consolidaron como sujetos políticos al participar en la lucha por la democracia desde las organizaciones feministas o el área política tradicional, también “se acrecentó la valoración del papel de las mujeres de sectores populares como agentes económicos con relación a la lucha por la sobrevivencia a través de proyectos de desarrollo” (Luna, 1994, pág. 35).

La denominación de tercer mundo, la pobreza y su vinculación con las mujeres en las luchas por sus derechos

A muchos molesta la denominación de tercer mundo que se usa aludir a esta parte del planeta en la que está ubicado el Ecuador; no obstante, que no es una calificación personal, es la que le han dado los economistas y la que las grandes potencias le dieron a esta zona del mundo, como sostiene Bello Urrego (2015): “La noción colonial-moderna de desarrollo dota de sentido a la expresión tercer mundo” (pág. 46). La colonización moderna a la que se refiere la autora es la que acometieron estadounidenses y europeos con la región una vez que el dominio de la Corona española se dio por finalizado, de la mano de los criollos que veían en ello oportunidades de ganar grandes cantidades de dinero sin esfuerzo.

Volviendo al tercer mundo, como denominación geográfica, algunas fuentes sostienen que la expresión la inventó en 1956 Alfred Saury, de la Universidad de París, cuando “comparaba a estos pueblos subdesarrollados con el Tercer Estado en la época de la Revolución Francesa; esta metáfora no es muy afortunada, pues hay muchas diferencias entre ambos términos”.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial y empezar la Guerra Fría la expresión también incluyó como acepción el bloque de países no alineados debido a que el mundo se había dividido en países capitalistas y países comunistas, los del tercer bloque no estaban suficientemente capitalistas, por tanto, se quedaban fuera de un modelo de crecimiento económico y social.

En la actualidad, Tercer Mundo y tercermundista son sinónimos de grado de desarrollo inferior al de los países industrializados del norte, el conjunto de países que entrarían en esta definición reúnen una serie de características: atraso económico y tecnológico, mantenimiento de formas de vida tradicional, una elevada deuda exterior que imposibilita su desarrollo (Llana, 1973).

Es, desde luego, indudable, que toda América Latina entera cabe en esa definición; por otro lado, las razones (o las sinrazones) que anclan a una región tan rica en recursos naturales al subdesarrollo es un tema que queda fuera de los objetivos y alcances de este texto, y que no deja de suscitar debates y reflexiones de sesudos expertos. La intención, en cambio, es realizar una contextualización de la expresión debido a que el título la contiene y a partir de aquí hacer notar unas diferencias respecto al trato que recibimos las mujeres en según qué parte del mundo se haya nacido, ya que no es lo mismo ser francesa o noruega que colombiana o ecuatoriana; de modo, que en adelante, este es el tercer mundo, le pese a quien le pese.

Antes de cerrar la explicación sobre qué es el tercer mundo, es preciso hacer notar que esta denominación tiene múltiples y profundas implicaciones, ya que el hecho de que la clase rica sea exigua, la clase pobre la inmensa mayoría y la clase media testimonial, determina un tipo de sociedad con enormes desigualdades y no pocas incoherencias. La clase más pobre se aficiona hasta el fanatismo de líderes ultraderechistas, ladrones y matones, que desprecian a las mujeres y a los pobres por igual; esos mismos colectivos que los veneran. Dos ejemplos gráficos los encontramos en Bolsonaro (actual gobernante de Brasil) y en el expresidente Correa en nuestro país. Esto otorga a la actividad política en la región unas características definidas que no cambian a lo largo de los siglos: los políticos prometen en campaña, en el gobierno hacen exactamente lo contrario.

La pobreza, como dice la Organización de las Naciones Unidas, no protege los derechos de estas, pues se enfrenta un mayor número de obstáculos y más difíciles de superar: “Esta situación da como resultado privaciones en sus propias vidas y pérdidas para la sociedad en general y para la economía, puesto que es bien sabido que la productividad de las mujeres es uno de los principales motores del dinamismo económico” (ONU Mujeres, 2013). Es muy importante entender que la pobreza no se vive igual desde la situación masculina que desde la femenina, y ciertamente, tampoco desde que es igual para la mujer rica que para la mujer pobre. La pobreza añade tareas, obligaciones y estigmas a las mujeres; es por ello, que organismos como la citada ONU-Mujeres y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL, estudian la pobreza desde un enfoque de género.

El interés hacia el análisis del fenómeno de la pobreza desde una perspectiva de género tiene su origen en el movimiento internacional de mujeres y se basa en la necesidad de reconocer que la pobreza afecta a hombres y mujeres de manera diferente. Se trata de identificar los factores de género que inciden en la mayor o menor disposición de las personas a experimentar la pobreza, y en las características diferenciadas que ella puede adquirir al tratarse de hombres o mujeres (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2004, pág. 9).

Conjuntamente, la perspectiva de género agrega valor a la conceptualización de la pobreza, ya que supera la mera descripción y se ocupa también de sus causas, pretende la comprensión del fenómeno como un proceso y le da, de ese modo, una perspectiva más dinámica, más amplia, lo que ayuda a su comprensión.

La pobreza se trataba antes separada del género, es desde hace poco tiempo que se han empezado a trabajar en conjunto, ya que: El desarrollo teórico de ambos conceptos en las últimas décadas ha sido notable. En el caso de la pobreza, si bien la definición más frecuente se refiere a la carencia de ingresos, han surgido diversos enfoques respecto de su conceptualización y medición. Y el concepto de género, como enfoque teórico y metodológico de la construcción cultural de las diferencias sexuales, que alude a las distinciones y desigualdades entre lo femenino y lo masculino y a las relaciones entre ambos aspectos, se ha transformado en una categoría de análisis cada vez más importante (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2004, pág. 10).

Desde el inicio del estudio de ambos conceptos en conjunto, se ha podido comprender que este fenómeno consta de una serie de procesos que permiten inferir que determinados colectivos, debido a su sexo, están más expuestos a sufrir las consecuencias de la pobreza. Estos hallazgos, por otro lado, han demostrado el acierto metodológico y político de abordar la pobreza desde el enfoque de género.

Y en este continente tan machista la pobreza o, más exactamente, la inequitativa redistribución de la riqueza, determina su condición de tercer mundo, por lo que el feminismo, que desde la década de los sesenta del siglo pasado hace una reelaboración teórica en muchas áreas que fueron elaboradas con un sesgo machista y misógino para conveniencia de los hombres, empezó a analizar el fenómeno de la pobreza desde una perspectiva de género en la década de los ochenta del siglo inmediatamente pasado: Identificaron una serie de fenómenos dentro de la pobreza que afectaban de manera específica a las mujeres y señalaron que la cantidad de mujeres pobres era mayor a la de los hombres, que la pobreza de las mujeres era más aguda que la de los hombres y que existía una tendencia a un aumento más marcado de la pobreza femenina, particularmente relacionada con el aumento de los hogares con jefatura femenina. Para dar cuenta de este conjunto de fenómenos, se utilizó el concepto de “la feminización de la pobreza” (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2004, pág. 13). Por supuesto, que el concepto, la noción de feminización de la pobreza fue cuestionada por el statu quo machista dominante, pero las evidencias de múltiples estudios han dejado claro que las mujeres sufren más esta condición, ya que aumenta su vulnerabilidad en aspectos como seguridad, alimentación, atención sanitaria, acceso a medicinas, nivel educativo, etc., es decir, en todo, ya que estas sociedades mantienen la imagen creada por la religión hace dos mil años de que la mujer debe sacrificarse por la familia, especialmente por los de género masculino.

En este sentido, como indica Gita Sen, “la probabilidad de ser pobre no se distribuye al azar en la población” (Sen, 1998, pág. 127), y no lo hace, porque la división del trabajo por sexos asigna a las mujeres el espacio doméstico, que no es pagado (agradecido), determinando así la desigualdad de oportunidades en contra de las mujeres en cuanto al acceso a recursos materiales y sociales, asimismo, esto limita su capacidad de acceder a los espacios en los que se toman decisiones de índole política, económica y social, por tanto, en las que no incide, y que no llevan por ello el enfoque de género que tanto beneficia no solo a las mujeres, también a los niños.

En América Latina, hay pocas mujeres activas en la vida política, y las pocas que hay se alinean dócilmente con las posturas masculinas, aunque estas sean misóginas como la penalización de aborto, lo que se explicaría en el hecho de que los partidos tienen al frente a hombres. Según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, uno de los ejemplos más gráficos a la hora de medir el acceso de las mujeres como activos políticos, económicos y sociales es que ellas padecen tasas más altas de analfabetismo, las que, si bien han disminuido, reflejan que hay más mujeres analfabetas que hombres en la misma situación.

En 1970, la tasa de analfabetismo en la población de 15 años y más era 22,3% en el caso de los hombres y 30,3% en el caso de las mujeres, mientras que en el año 2000 la tasa correspondiente a los hombres alcanzaba un 10,1% y la de las mujeres un 12,1%. Además, se advierte que las causas que impiden continuar los estudios en la etapa adolescente muestran una clara diferencia según el género, ya que las mujeres interrumpen sus estudios para dedicarse al trabajo doméstico, en cambio, los hombres lo hacen para dedicarse al trabajo remunerado (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2004, pág. 153).

El análisis del ingreso de recursos económicos de las mujeres, por otro lado, establece que -y en este segmento igual las ricas que los pobres- ellas carecen de ingresos propios en un porcentaje muy considerable: “Entre 1994 y 2002, en las zonas urbanas, el porcentaje promedio de mujeres que se encontraban en esta situación disminuyó del 72% al 61% en los hogares pobres y del 48% al 42% en los hogares no pobres (véase el cuadro III.2), lo que es coherente con la mayor inserción femenina en el mercado laboral” (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2004, pág. 142). Pese a los pocos avances que menciona la Comisión, este indicador permite concluir que existe una elevada falta de autonomía económica, así como altas posibilidades de ser pobres o de caer en la pobreza para las mujeres. Y es que la independencia de las mujeres pasa por ganar o disponer de su propio dinero, si ya lo decía Simone de Beauvoir en una entrevista: “Bastarse materialmente es experimentarse como ser humano completo” (De Beauvoir, 2017).

Muchas teóricas y estudiosas de la región consideran que el feminismo, producto de esa parte del mundo, “se revela colonial en su análisis sobre las mujeres negras, indígenas y mestizas pobres, a quienes considera víctimas incapaces de agencia, y que además mira a sus comunidades o sociedades como atascadas en un primitivo patriarcado, más violento y opresor que cualquier patriarcado occidental” (Rodríguez Moreno, 2014, pág. 32). De esta forma, este tipo de feminismo asume sobre sus hombros la misión de salvar a esas mujeres y la de civilizar sus comunidades, en una actitud peligrosamente cercana a las empresas colonizadoras a y las del aparato de desarrollo. Viene a ser este feminismo tan colonial como las prácticas de las multinacionales que invadieron la región a continuación de los procesos de independencia.

Respecto al discurso del desarrollo, que interesa tratar aquí -aunque brevemente-, algunos autores plantean que las políticas sobre el tema corresponden a un proceso de recolonización, que pretende una reorganización económica y social de las antiguas colonias, producto esto del nuevo orden que surgió al finalizar la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, caracterizada por una industrialización que ya abarcaba todas las áreas y un avance tecnológico que se aceleraba de año en año, creando artilugios y posibilidades únicas, ni soñadas hasta entonces. Rodríguez Moreno señala que: Son parte de los discursos eurocéntricos/racistas elaborados por los antiguos países colonizadores que pretenden producir instituciones y sujetos que faciliten sus procesos de dominio y explotación. El desarrollo como discurso colonial crea e impone sobre las poblaciones del tercer mundo un campo de interpretación o de inteligibilidad de sus vidas, sus relaciones sociales, económicas y culturales; estableciendo una manera de percibir el mundo y de autopercibirse como sujetos históricamente inferiores y, por tanto, incapaces de mejorar sus condiciones de vida, sujetos conscientes de que necesitan de la ayuda de los mejores, quienes no dudarán, dados sus altos valores morales, en iniciar una misión civilizatoria (Rodríguez Moreno, 2014, pág. 32); es decir, construye y propala mediante este discurso construcciones sociales de pesimismo y determinismo, cuyo diseño y estructura responde a una estrategia neocolonial: Es este sistema de relaciones el que permite la creación sistemática de objetos, conceptos y estrategias; él determina lo que puede pensarse y decirse. Dichas relaciones -establecidas entre instituciones, procesos socioeconómicos, formas de conocimiento, factores tecnológicos, etcétera- definen las condiciones bajo las cuales pueden incorporarse al discurso objetos, conceptos, teorías y estrategias (Escobar, 2007, pág. 101).

Se establece a través de este sistema, una práctica discursiva que define las reglas del juego; es decir, dice quién puede hablar, el enfoque, con qué autoridad y las calificaciones que debe tener, y se puede definir, debido a que es sistemático, las reglas del surgimiento, denominación, análisis y posible transformación de cualquier problema, teoría u objeto que surja en cualquier momento y en cualquier lugar. Este sistema está organizado pata destruir las posibilidades de un discurso emancipado y emancipador, su trabajo es mantener el statu quo, y en este contexto de imaginarios hegemónicos sobre el desarrollo, a partir de los setenta la mujer, desde el feminismo, empezó a cuestionar la invisibilización que a partir de la década de los cincuenta hizo el discurso sobre el desarrollo, que invisibilizaba su trabajo y su aporte al progreso de las sociedades de la región, porque el enfoque del estudio había sido siempre patriarcal: Lo que se buscaba entonces era el reconocimiento, la visibilización e igualdad para las mujeres a través del acceso a la educación, a la estructura de poder político y a recursos económicos, y, sobre todo, demostrar que sin las mujeres no se podría lograr el desarrollo. Este nuevo discurso no cuestionaba la lógica del aparato del desarrollo y la manera como producía conocimiento sobre los territorios y las poblaciones de esos países que consideraban subdesarrollados o del tercer mundo. De hecho, producía conocimiento sobre las mujeres de los países pobres en un ejercicio colonial de saber/poder que poco se diferencia del que hace el resto de este aparato (Rodríguez Moreno, 2014, pág. 33).

En definitiva, el feminismo estaba infiltrado por el capitalismo, cuyo discurso pretende, mediante el despliegue de una red amplia y compleja de categorías, crear una noción de lo que es ser mujer. A nadie se le escapa que el nivel de desarrollo socioeconómico incide directamente en las libertades y derechos que van a disfrutar las mujeres. Ya lo dijo Simone de Beauvoir (2017) en una entrevista: “No olvidéis jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa, para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos. Debéis permanecer vigilantes durante toda vuestra vida” (Candiani, 2020). Y así es, los países que están en depresión económica perpetua respetan menos los derechos de las mujeres que aquellos de economías solventes, ya que esos Estados son menos machistas debido al desarrollo social, que en gran medida se debe a las mujeres.

El feminismo en el tercer mundo

El movimiento de mujeres (el feminismo) en América Latina no es el mismo que el europeo o el estadounidense, tiene características disímiles, ya que, y siguiendo a Venticinque (2015), este -desde los años sesenta- fue citadino, de clase media e instruido, actuaba como la vanguardia que “pretendía cambiar el sentido común de la ciudadanía con un fuerte contenido cultural, fue también un feminismo que se nutrió del discurso de la izquierda, orígenes que se mantuvieron o se diluyeron aunque sin desaparecer del todo” (pág. 126).

Sobre los inicios de las luchas de las mujeres en la región, Feijoo considera que la memoria reivindicativa del papel de las heroínas de la historia latinoamericana es una carga para las que actualmente luchamos por ser reconocidas como sujetos plenos de derechos, ya que apenas puede hablarse de un papel secundario: Celebradas en muchos casos por nuestra participación vicaria -en el nombre de otros u otras- ese discurso es fuente de saturación y alegato centrado en un modelo de participación simbólica. Esto no implica denegar que es en este pasado en que se hunden las raíces de nuestra identidad como mujeres, ni que en ese pasado existen gérmenes de propuestas emancipadoras en términos de género. Implica, sí, señalar la insuficiencia de un abordaje de la participación casi como sólo una variable dependiente de procesos de organización nacional y de clases (Feijoo, 1996, pág. 354).

Una participación secundaria, porque pese a que se niegue el hecho, las culturas aborígenes que encontraron los españoles también eran machistas; por ello, el mestizaje que se fue creando durante los tres largos siglos de colonización, tenían como componente dos machismos: el aborigen y el extranjero.

Sobre los procesos de lucha por la emancipación colonial se conocen crónicas de la guerra de independencia incluso que se refieren a la participación de mujer en esas lides, a diferencia del periodo de organización de los estados nacionales en la región, tiempo en el que se diseña la arquitectura de la moderna opresión de la vida pública y privada de las mujeres a partir de la república, situación que iba a durar más de un siglo. “Especialmente, porque es en esta fase en la que surge la ciudadanía, como institución básica alrededor de la cual se configura el modelo de obligaciones y derechos recíprocos entre el Estado y los ciudadanos” (Feijoo, 1996, pág. 354). Una construcción de ciudadanía opaca a las diferencias de género, que considera a las mujeres incluidas en el universal femenino en el que se redactan los documentos legales de la época, que lo mismo que invisibilizarlas porque la percepción de la mujer es doméstica, por un lado, y de depravación, por el otro lado.

La identificación liberal clásica de la ciudadanía con la ciudadanía política explica en parte el silencio. Pero, junto con la ciudadanía política excluyente, es el período en el que los estados latinoamericanos avanzan en otras dimensiones organizativas de la vida social y en aspectos cruciales para las mujeres (como las leyes de matrimonio civil y la consiguiente regulación de las relaciones familiares, los códigos penales y los derechos y capitis diminutio resultantes), la relación con la Iglesia, la formación de los mecanismos de dominación del Estado-como los sistemas educativos y los ejércitos nacionales, entre otros-, amalgamando de manera definitiva la articulación de lo privado y lo público y presentando esta construcción histórica como "natural" y "normal" (Feijoo, 1996, pág. 355).

Una ciudadanía global indiferente a la dimensión de género de los sujetos se arrastraría como una carga durante largo tiempo, hasta que fue corregida después, en cada país en un tiempo distinto, pero en todos ellos durante el siglo XX, cuando las mujeres pudimos votar en todos los países democráticos sin excepción: Fueron las sufragistas latinoamericanas las que tempranamente iniciaron la lucha por esta equiparación, no solo por participar de los comicios sino extendida al reconocimiento de las mujeres en su multidimensionalidad ciudadana: primero como sujetos de derecho civil, como trabajadoras, y simultáneamente como integrantes de polis oligárquicas y patriarcales (Feijoo, 1996, pág. 355).

Estas acciones se convirtieron en los orígenes del cuestionamiento de las estructuras de los estados nacionales que harían después los movimientos de lucha por los derechos de las mujeres. Pues todo ello fue producto de una larga lucha que no termina hasta la actualidad, ya que -y volviendo a la madre fundadora del feminismo moderno, Beauvoir- los derechos de las mujeres están siempre en peligro, especialmente en tiempos de crisis de algún tipo. Otra autora, Vargas, lo afronta desde una visión más optimista, considera que el movimiento feminista en la región ha sido visible, audaz y creativo: El movimiento feminista surge en la fase final de la transición hacia la modernización, influido por ella, pero poniendo en tensión su lógica. Tributario de la expansión de la modernidad y de los efectos parciales de la modernización, se benefició del mayor acceso de las mujeres a la educación, de las migraciones, de la urbanización acelerada, de la ampliación del mercado de trabajo, de los antagonismos políticos provocados por los discursos que apelaban a su subordinación y aquellos que reclamaban su emancipación (Vargas, 1994, pág. 47).

Para la autora, la modernidad y los efectos de la modernización dieron ventajas a las mujeres latinoamericanas, que a partir de entonces, ya tenían la posibilidad de rechazar el orden instituido, cuestionar esa vieja subordinación a los hombres y construir su propio sentido de la acción.

El movimiento de mujeres que luchan por sus derechos en la región surge a propósito del fin de diversas certezas que se habían instalado en los imaginarios colectivos del continente, respecto a por ejemplo, la confianza en las bondades del progreso, la infalibilidad del caudillo, la confianza en el Estado y en los partidos políticos, considerados como las esperanzas del cambio, se habían desinflado ante los ojos de los habitantes de una región que veían aumentar la pobreza y la injusticia sin que los gobernantes hicieran nada para mejorar la situación.

Las dictaduras reinantes en la región se encargaron de cuestionar el mito del progreso, el mito de la inevitabilidad del socialismo y de evidenciar los límites del populismo; el eje de la política se desplaza de la escena pública oficial hacia la sociedad civil. El surgimiento de sujetos sociales diversos y de movimientos sociales en los que se sienten expresados, contribuyó más que ningún otro hecho a cuestionar algunas de las certezas que el modernismo en sus expresiones populistas y marxistas habían diseminado (Vargas, 1994, pág. 48).

El modernismo llevaba implícita una contradicción fundamental, ya que fomentaba los valores individuales y plurales, por un lado, y por el otro pretendía aprisionar a la población en estructuras totalizantes que tenían como objetivo la reducción de la pluralidad. Este movimiento, en sus orígenes en América Latina, según la autora, expresaba los cuestionamientos de una clase media rebelde y cuestionadora, que lo enmarca en los postulados de lo que llama la nueva izquierda latinoamericana de los años setenta, cuando la Cuba de Castro tenía una impecable reputación de justicia social y todos los intelectuales del continente se adherían a los presuntos ideales de justicia y libertad que encarnaba el imaginario socialista en ese momento específico.

Este amplio sector femenino, inspirado en la filosofía de la modernidad, reclamaba la universalidad y la igualdad como un estatus teórico que aseguraba a las mujeres como sujetos y les significaba el primer gran paso para neutralizar la diferencia sexual. Significaba un enorme progreso en sociedades donde la modernización inconclusa había marginado y/o dejado fuera enormes sectores de la población (Vargas, 1994, pág. 50).

En muchos países latinoamericanos, no en el Ecuador, las mujeres -sobre todo las jóvenes que podían por fin acceder a la universidad- se unían al movimiento feminista buscando ser parte de una organización que las visibilizara, que las sacara del ámbito doméstico en la que el patriarcado las había enclaustrado.

Así, el movimiento feminista se desarrolló en un doble proceso: superar la diferencia sexual tras una universalidad que nos reconociera, pero al mismo tiempo, percibir la importancia de la diferencia, la urgencia de particularizar la universalidad. Esta tensión entre la universalidad de la propuesta modernista, necesaria, pero a todas luces parcial, y la necesidad de afianzar la diferencia y la especificidad de los espacios ha traído grandes dificultades a la práctica feminista (Vargas, 1994, pág. 50).

El peso de la universalidad, por un lado, y el de una cultura política que negaba las diferencias, por el otro, era muy fuerte. El movimiento, sin percatarse, fue excluyendo a otras mujeres, a otras corrientes del mismo movimiento, a los partidos políticos, a otros movimientos y al mismo Estado. La diferencia se tradujo en la asunción de lo esencial de lo femenino, ya que facilitaba la distinción de estas con el resto de la sociedad; es decir, aquí en esta época, se asumió que las mujeres son diferentes a los hombres, de ninguna manera inferiores, y las feministas distintas de aquellas mujeres que, aún siéndolo, no defienden la propuesta de género y se acomodan en el mundo masculino que las dirige hacia los quehaceres casa, los hijos, el cuidado de un hombre, etc., y que en el caso de las mujeres de clase acomodada implica beneficios como servicio doméstico de pago, viajes, ropa cara y una vida cómoda en lo material.

Es así como allá por la década de los setenta del siglo XX, el feminismo confluyó con los movimientos de ciudadanos que se manifestaban en las calles por sus derechos, por ello esta primera fase del movimiento feminista fue una etapa exitosa, ya que consiguió que las Naciones Unidas convocasen la que sería la Primera Conferencia Mundial sobre la situación de la mujer, en 1975, proclamado también el año internacional de las mujeres en la misma fecha. Según Venticinque, durante “la década que transcurrió entre 1975 y 1985, las mujeres desde Naciones Unidas fortalecieron y desarrollaron el movimiento amplio de mujeres en muchos países latinoamericanos y caribeños” (Venticinque, 2015, pág. 126).

En la región emerge en los tiempos de la segunda ola del movimiento en Europa, pero al provenir casi completamente de la clase media, se organizó como un modelo de autogestión, que consistía en pequeños grupos de mujeres que se reunían para tomar conciencia juntas sobre su estatus en la sociedad. Svampa observa que estas formas de acción colectiva que surgieron en la década que va de 1975 a 1985 tuvieron una base social policlasista, con la incorporación en número importante de las nuevas clases medias, lo que configura nuevos movimientos sociales, “ya que su accionar se autolimita a la generación de espacios de contrapoder y fortalecimiento de la sociedad civil” (Svampa, 2005, pág. 26). Estos movimientos plantean a una región tan acendradamente machista una revisión de la posición de la mujer, lo que derivó en algunos cambios de actitud hacia las mujeres en estas sociedades.

Al finalizar la década de los setenta y al inicio de la década siguiente, no pocos países eran gobernados por dictaduras, la mayoría de ellas tremendamente crueles y asesinas sin paliativos, circunstancia que tuvo como resultado para el movimiento de mujeres el desarrollo de una justificada desconfianza hacia el sistema político en general. Las mujeres organizadas solo pudieron apoyar -como les permitían sus posibilidades- asesorando y capacitando a las mujeres de las clases más pobres, y apoyaron y se unieron a organizaciones que reclamaban respeto a los derechos humanos cuando el Estado de derecho había dejado de funcionar.

Por otra parte, a partir de 1981, comenzaron a celebrarse los denominados Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe que permitieron el reconocimiento de algunos problemas e inquietudes comunes. También finalizando esta década, aunque con algunas excepciones, los grupos de activistas feministas encontraron en la conformación de organizaciones sociales un canal institucionalizado de actuación. De esta manera, observamos como la movilización dio lugar a espacios de organización permanentes (Venticinque, 2015, pág. 128).

En los noventa algunas de las participantes de este movimiento se introducen en la academia y en las instituciones públicas. También en esta década la Organización de las Naciones Unidas empieza a financiar encuentros y proyectos de mujeres, el Banco Mundial desarrolla programas de microcréditos destinados a mujeres de escasos recursos, que conviven con programas de agrupaciones feministas, que luchan así por su autonomía. En lo intelectual debe destacarse la introducción de conceptos y categorías para abordar la problemática del género que los movimientos de mujeres pusieron sobre la agenda pública.

Jaquette sostiene, que las transiciones desde los regímenes militares y autoritarios hasta las democracias coincidieron con un resurgimiento de los movimientos y el crecimiento de las mujeres urbanas y pobres en América Latina: “Esto ha conferido a los grupos feministas latinoamericanos una oportunidad única para articular el análisis feminista con temas políticos más amplios, con acciones directas y con los avances de la política del feminismo internacional” (Jaquette, 1996, pág. 321). Esta autora también localiza el activismo feminista en Latinoamérica en las campañas sufragistas de principios del siglo XX, cuyo desarrollo inicia solo un poco después de que diera lugar en Europa y los países anglosajones del norte de América.

Al igual que en los Estados Unidos, el movimiento sufragista fue liderado por mujeres de clase alta y media alta y produjo una agenda reformista en vez de una guerra social, radical. El derecho al voto fue concedido a las mujeres sobre bases que tenían poca relación con los ideales feministas. Por ejemplo, en el Ecuador, país conocido por su pobreza y relaciones sociales cuasi-feudales y no por su tradición democrática liberal o su avanzada legislación, a las mujeres se les concedió este derecho en 1929. Brasil, Uruguay y Cuba hicieron lo mismo a principios de los años treinta. Argentina y Chile, países que figuraban entre aquellos que contaban con los ingresos per cápita y tasas de alfabetismo más altos no concedieron el voto a las mujeres sino después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que Perú, México y Colombia lo hicieron en la década de 1950 (Jaquette, 1996, pág. 322).

La discusión sobre lo que motivó a unos hombres dueños del poder y poco condescendientes con las mujeres a ceder en el voto no llegó a ninguna conclusión relevante, pero, y como era de esperarse, el voto femenino no implicó un cambio en la actitud hacia las mujeres, así como tampoco derivó en un compromiso político de abordar en las legislaturas los temas relacionados con los derechos de las mujeres.

Desde 1975, ha habido en esta región un incremento dramático en la movilización política de las mujeres en todos los sectores de la sociedad. Parece evidente que América Latina está experimentando una nueva época en la movilización de las mujeres, comparable en muchos aspectos al movimiento de emancipación femenina de principios del siglo XX, pero a escala mucho mayor (Jaquette, 1996, pág. 323).

Sin duda, las mujeres han tenido un papel importante en las movilizaciones de las transiciones democráticas que experimentaron casi todos los países del continente, básicamente, por tres dinámicas de su lucha: la defensa de los derechos humanos, el feminismo como ideología de su activismo, y la organización de las mujeres pobres de las ciudades. Tres ramas de la misma lucha con objetivos distintos. Pero eran las circunstancias de cada nación las que determinaron eso, por ejemplo, en el Cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay) fueron las mujeres quienes iniciaron las protestas por las desapariciones y encarcelamientos masivos que llevaban a cabo esas dictaduras, las más cruentas de la región en ese periodo. Esto llevó a que las organizaciones de mujeres familiares de los desaparecidos se convirtiesen en protagonistas de los grupos de derechos humanos, que después serían los que lucharía por los derechos civiles, y una vez más, mujeres peleando por los derechos de todos los individuos sin distinción.

El surgimiento de los movimientos feministas en la segunda mitad de los años setenta constituyó una segunda dimensión importante en el crecimiento y la autodefinición del movimiento de mujeres. Las mujeres profesionales formaron grupos feministas, muchas de ellas miembros desencantados de partidos políticos de izquierda, frustradas por la negativa de la izquierda de tomar en serio los temas de las mujeres. En razón de sus orígenes activistas, estos grupos feministas estaban intensamente comprometidos con la vinculación del análisis feminista en favor de un cambio social profundo. Aumentaron en número y su compromiso feminista se intensificó con la incorporación de las exiliadas políticas que regresaron de las capitales europeas y norteamericanas con nuevas ideas y nuevos conceptos sobre la política feminista (Jaquette, 1996, pág. 324).

Las mujeres se organizaron para dar conferencias, talleres, ofrecer asesoría legal y consejería, también ayudaron a las víctimas de la tortura y la represión, y desde 1981, las feministas tenían encuentros regionales para compartir experiencias y desarrollar agendas.

El feminismo en el Ecuador y sus consecuencias en la sociedad actual

En Ecuador, tal y como se ha analizado en páginas precedentes, los movimientos feministas hicieron su aparición desde un poco después de mediados del siglo XX, pese a que el derecho al voto de la mujer fue conseguido en 1929, un acontecimiento político sin ninguna consecuencia en la percepción de la mujer como sujeto secundario en el devenir de la historia, es decir, ni implicó ningún cambio. “El surgimiento y mayor visibilidad de las organizaciones populares de mujeres en Ecuador durante la década de 1980 es a la vez específico de la historia ecuatoriana y representativo de mayores luchas de resistencia que están emergiendo en toda América Latina” (Conger Lind, 1994, pág. 206).

El feminismo como corriente de lucha universal se instala también en el Ecuador, aunque como puede verse, en época tardía como organización, lo que debe entenderse como resultado de los procesos de lucha de los movimientos sociales en todo el continente; lo que desde luego, no implica que las mujeres no estuvieran presentes en tofos y cada uno de los acontecimientos que precisaron valentía y arrojo, como las guerras de la independencia, cuando su participación quedó borrada por unos historiadores que se negaron a nombrarlas en una estrategia de invisibilización consciente y coordinada; además, las mujeres siempre han aportado con trabajo, probablemente más que los hombres en todas las etapas, ya que el constructo social hasta hoy los exime a ellos del arduo e interminable trabajo doméstico. Aunque la historia empieza a reconocerlas a partir de las dictaduras militares, en las dos décadas finales del siglo XX.

En Ecuador, las luchas de resistencia de las mujeres aparecieron inicialmente durante la dictadura militar de los años setenta. Sin embargo, no fue sino en la década de los años ochenta, cuando la infraestructura económica desarrollada durante los años de régimen militar se erosionó a raíz de una serie de crisis económicas, que las mujeres empezaron a organizarse en cantidades sin precedentes en la historia del país (Conger Lind, 1994, pág. 206).

Para cuando las mujeres emprendieron las luchas por sus derechos, estos grupos demuestran que al interior de los hogares en este país nada había cambiado, pese a que el voto femenino es una realidad desde 1929 y el país elige a sus gobernantes democráticamente, el patriarcado sigue imponiendo sus condiciones a las mujeres, que no disfrutan ni de la más mínima libertad en una sociedad que las vigila, determina cómo deben ser y las condena en su más pequeño error, a diferencia de a los hombres, que pueden cometer las acciones más atroces sin que merme su reputación ni una micra. Esta sociedad ecuatoriana desde siempre pide cuentas a las mujeres, no a los hombres. Tal vez por ello en Ecuador existían en la década de los ochenta más de ochenta organizaciones de mujeres de base popular, sobre lo que es importante analizar la pregunta que se plantea la autora:

¿Por qué las mujeres ecuatorianas han escogido organizarse en la esfera de la vida cotidiana? ¿Cómo ha incidido su historia particular en sus estrategias políticas? Las posibles respuestas a esas preguntas requieren el análisis del quiebre de los mecanismos políticos tradicionales, del discurso del desarrollo (especialmente tal como se representa en la crisis económica actual) y de la formación de una identidad colectiva basada en el género como principio estratégico para la organización (Conger Lind, 1994, pág. 207).

Las mujeres pobres viven una realidad muy distinta a las de las otras clases sociales, especialmente a la de las de clase alta, por ello, un país con un nivel de pobreza tan abrumadoramente alto como el Ecuador, cuando prendió en la población femenina la idea de la lucha por sus derechos, tuvo en las mujeres pobres a sus principales acólitas, las más entusiastas porque eran las más necesitadas. Y ya no de poder estudiar, de llegar a cargos públicos, etc., en gran medida ellas querían que se visibilizaran sus esfuerzos, sus trabajos, sus aportes, en definitiva, a la historia del país y a sus propias historias particulares.

Por otro lado, en América Latina las organizaciones de mujeres representan una lucha que se libra en distintos niveles, que trasciende la línea divisoria de lo público y lo privado propia de la tradición filosófica de Occidente. Esta es una lucha contra formas de poder masculino tal como se viven en la esfera cotidiana, igualmente lo es contra el poder de las instituciones políticas tradicionales, así como contra la práctica dominante del desarrollo, tal como lo concibe Occidente para la región, donde en el mejor de los casos las mujeres son mano de obra más barata que la masculina para explotar.

En este tipo de análisis, las mujeres se perciben como factor crucial en la reproducción social de sus comunidades. Ello en razón de que son las responsables de parir y cuidar los niños, ocuparse del hogar, además de trabajar para generar fuentes de ingresos primarias o secundarias para sostener el hogar en los niveles de vida actuales. Adicionalmente, el trabajo reproductivo (no remunerado) sostiene el hogar de forma que los hombres puedan trabajar en el mercado laboral (Conger Lind, 1994, pág. 207).

La carga que el machismo deposita sobre las mujeres pobres es notablemente mayor que el que coloca sobre las mujeres ricas. Estas pueden tener muchos hijos, que no es así en la mayoría de los casos, y sí lo es resulta de una elección; pero no son esclavizadas al trabajo doméstico hasta la extenuación, ni depende la alimentación de su prole de su esfuerzo físico, ellas tienen cubiertas las necesidades. En el caso de las mujeres pobres, muchas veces los hombres no llevan el sustento o sustento suficiente a la casa, lo que empuja a las mujeres, sin cualificación alguna, a lanzarse a un mercado laboral que les ofrece pocas opciones. Las mujeres pobres trabajan dentro y fuera de la casa, por ello es que su posición es considerada inferior a la de sus contrapartes masculinos.

Con base en este análisis, las científicas sociales feministas han explicado por qué fueron típicamente las mujeres quienes escogieron organizarse colectivamente, en organizaciones populares de mujeres y en otras redes informales en torno a actividades reproductivas tales como guarderías, para tener mayor acceso a recursos básicos como vivienda, alimentación y agua (Conger Lind, 1994, pág. 8); es por lo demás evidente, que las mujeres pobres ecuatorianas se organizaron según sus necesidades, ya que debían trabajar dentro y fuera de la casa. Su trabajo remunerado permitía completar el dinero para la subsistencia en unos casos, en otros era todo el dinero que entraba en la casa. Asimismo, se evidencia que el trabajo no remunerado es esencial para la economía de un país, pues sin el servicio doméstico, sin los cuidados a los enfermos, mayores y niños, los hombres no podrían ni siquiera tener ropa limpia y alimentos para cumplir con su trabajo, poco o muy remunerado, pero la pobreza impele a las mujeres a trabajar también fuera de casa.

En el Ecuador, la integración de la mujer al trabajo, de forma directa e indirecta, se produce como consecuencia de la implementación del modelo económico neoliberal que propende a la acumulación del capital en unas pocas manos (familias) mediante la explotación de las masas depauperadas, en ese contexto las mujeres vienen a ser necesarias y hasta convenientes, ya que les pagan menos que a los hombres y son más responsables que ellos. Según Aguinaga, el impacto que el modelo neoliberal tuvo en la situación de las mujeres puede resumirse en los siguientes tres puntos:

  • a. Una división sexual del trabajo en que las mujeres asumen doble y triple rol, con el incremento brutal de su carga global de trabajo, y el acceso de la mayoría de ellas al mercado laboral, a la autogestión del empleo y otras formas de economías pequeñas, mientras el Estado se “achicaba y comprimía su responsabilidad social”.

  • b. la transformación de la estructura familiar, de jefatura mayoritariamente masculina a jefaturas masculinas y femeninas o solo femeninas y otras delimitaciones demográficas.

  • c. el incremento de la violencia sexual y la exclusión de las posibilidades de decisiones soberanas respecto de sus cuerpos (Aguinaga, 2012, pág. 49).

Puede leerse esto como avances y retrocesos, ya que su entrada en el mundo laboral le acarreó mayor carga de trabajo, pero no fueron consecuencia directa de las luchas feministas ni de las organizaciones de mujeres que reclamaban derechos sin llegar a denominarse como tales. Fue la economía, la lógica económica capitalista que busca siempre segmentos de población a los que explotar, como hoy hace con niños en países de África y Asia, pero los cambios jurídicos que configuran la igualdad legal empiezan a llegar apenas con la Constitución de 1998, que según la autora: En el año 1998 -y la Asamblea Constitucional podría ser el giro que condensó una serie de modificaciones que permiten hablar actualmente de un crecimiento de la lucha de género en el Ecuador- se condensan varios aspectos al mismo tiempo: por un lado, las ansiadas transformaciones normativas y jurídicas dentro del Estado, que permitieron la aprobación de todos los derechos humanos como un referente social; por otro lado, el encuentro entre mujeres, indígenas, grupos de la diversidad sexual y grupos ecologistas, que le dan un rostro femenino, popular, indígena y campesino a la inclusión de derechos, lo que de una u otra forma expresa los anhelos de “los de abajo” (Aguinaga, 2012, pág. 49).

De ninguna manera, esta norma suprema fue la llegada a la meta, significó sí algunos pasos adelante en las aspiraciones y exigencias de trato igualitario, pero aún lejos de lo que debería ser equidad de género. Además, y en otro ámbito, esta carta magna establecía una descentralización del Estado, que derivaba en un incremento de ciertos poderes para los gobiernos locales, que realizan reformas democratizadoras con enfoque de género, impulsadas por movimientos antineoliberales de raíz social popular.

Una dimensión fundamental de la igualdad de derechos que se considera parte de las democracias actuales es el reconocimiento de la equidad de género, el que debe derivar o propender a la visibilidad y legitimación de los movimientos de mujeres que lucharon durante varias décadas por conseguir que esta equidad sea posible. De evalúa Ruano-Sánchez: En la década anterior se avanzó, de manera significativa, en la búsqueda de visualizar la postergación de la mujer y reconocerla como las nuevas actoras sociales; que lamentablemente siempre se ha buscado para construir la equidad de género. Para las sociedades se ha logrado durante los últimos años esta legitimación de las mujeres como sujetos sociales, gracias al compromiso de organizaciones que han luchado constantemente en los procesos de democratización. Las diversas situaciones sobre defensa de derechos humanos, resistencia social, entre otros, enriquecen el campo práctico asociativo por parte de las mujeres, para abordar problemas y demandas que atañen a su género (Ruano-Sánchez, 2015, pág. 109).

Es evidente, y en este punto coincido con la autora, que se ha avanzado mucho en el reconocimiento de los derechos de la mujer, y eso es mérito de las mujeres que hicieron activismo feminista por los derechos de todas en cada etapa histórica; por ello, puede decirse que el derecho desde las más altas instancias, esto es, desde la norma suprema de un país, cumplió con su papel de establecer el cambio de rumbo en la forma de tratar a la mujer desde el Estado; sin embargo, tengo que afirmar que no es totalmente, así, ya que el aborto sigo estando prohibido en el país en exactamente todos los supuestos, lo cual, a la luz de lo que ocurre en los países que hace muchos años lo despenalizaron por completo, permite colegir que es una grave equivocación, así como un reflejo de los miedos de los hombres (y de muchas mujeres) a la libertad sexual de las mujeres. Seguimos sin ser dueñas de nuestros cuerpos.

Ruano-Sánchez, por su parte, valora aspectos formales del contenido en equidad de género de la Constitución.

Es importante analizar la igualdad de género desde dos aspectos básicos, lo que contempla el nuevo marco legal ecuatoriano a partir de la Constitución del 2008 y la participación de la mujer en el área pública sea por elección popular o concurso de méritos. Uno de los mayores logros que ha conseguido el movimiento de mujeres, en varios países, fue poner al debate las principales demandas de este género; pero también la institucionalidad estatal de atenderlas, lo cual ha permitido conformar agendas de gobierno sobre el tema, creando una nueva institucionalidad. El Estado actual se estructura desde el ámbito ejecutivo con funciones que son reconocidas para igualdad de género, se le asignan recursos y forman parte activa de la administración estatal (Ruano-Sánchez, 2015, pág. 109).

Pese a que es cierto que la Constitución vigente hace tales pronunciamientos, también es verdad que las instituciones públicas (el Estado mismo) siguen en manos de hombres, ellos son los dueños, quienes deciden a qué mujeres quieren en esos espacios, y eligen a las que no les hacen sombra, a mujeres que consideran y encuentran manejables, con menos conocimientos si cabe y siempre hurtándoles la capacidad de decisión.

Un ejemplo claro son las mujeres en la política. Ellas están ahí, pero no mandan nada. Cada que hay posibilidades de despenalizar algún supuesto del aborto, ellas escurren el bulto, como en la sonada desaparición de una asambleísta que la última vez hizo tan triste papel después de haberse pronunciado a favor de quitar esa penalización, porque son los hombres quienes deciden en el área pública, las políticas y funcionarias obedecen. Ha habido mucho cambio jurídico, pero poco ha cambiado en la praxis. Este es uno de los aspectos más sorprendentes, y sin embargo, más cotidianos del tercermundismo: las leyes sirven para poco. La mentalidad de un país, su idiosincrasia, no cambia por decreto ley, este es un proceso lento, que se basa en la educación y el ejemplo, lo que no se toca en Ecuador.

Materiales y métodos

La investigación científica en el ámbito jurídico tiene como uno de sus principales fines analizar el desempeño de la ley en la sociedad, por ello se ha elegido como tema la tipificación del feminicidio, problemática de largo alcance en el tiempo y con efectos graves en la sociedad, además de que se caracteriza por ser de ámbito mundial. El enfoque es de derechos humanos y derecho de género. Para llevar a cabo la misma se ha acudido al estudio teórico-lógico, el que ha permitido sustentar los datos y llegar a conclusiones.

Resultados

Como resultado de esta indagación teórico-normativa, se ha podido elaborar un texto que sistematiza la información sobre el tema, lo que puede ser útil para futuros investigaciones. Asimismo, se pudo documentar, en primer lugar, que las tipificaciones de la violencia de género son producto de las luchas feministas, y por otro, que estas siguen siendo insuficientes para afrontar esta lacra social que se cobra tantas vidas de mujeres y niños.

Discusión de resultados

A la luz de los hallazgos realizados, puede afirmarse que el patriarcado se esfuerza por mantener el actual estado de cosas, en vista de que la mayoría de los puestos de decisión se hallan en poder de los hombres, es una tarea sencilla. Asimismo, la mentalidad patriarcal consigue que no pocas mujeres se conviertan en defensoras (y cómplices) de las desigualdades estructurales que permiten esta situación. De ahí que se considere relevante la investigación realizada para este texto, puesto que pone sobre la mesa la inequidad en el reparto de los recursos en todo el planeta, ya que la pobreza generalmente tiene rostro de mujer.

Conclusiones

Es un hecho de naturaleza lógica que las luchas feministas de las últimas décadas del siglo XX se desarrollaron de manera distinta en América Latina que en los países del primer mundo donde estás empezaron. Ambos espacios geográficos tienen realidades notablemente disímiles, por tanto, su acercamiento a la reclamación de derechos de la mujer fue diferente.

También se concluye después de este breve análisis de la historia de los feminismos en la región que ni siquiera en todos los países latinoamericanos el devenir del feminismo como activismo fue igual o muy parecido. De hecho, en países como Argentina, Brasil y Uruguay la bandera de la lucha la enarbolaron las clases medias, urbanas e ilustradas, a diferencia de otros países, que tenían menos mujeres en las universidades.

En el Ecuador, la lucha feminista la llevaron a cabo, generalmente, mujeres pobres, por lo que puede decirse que aquí los diversos movimientos carecieron del sustento teórico de otros países del continente, ya que el analfabetismo era mayor entre las mujeres en esos años. Además, las mujeres pobres han cargado sobre sí con doble o triple responsabilidad, puesto que a las tareas domésticas, el cuidado de los hijos y los enfermos y el trabajo en el campo o en labores manuales para ganar algún dinero, se une el activismo, al que llegan por necesidad de supervivencia.

Pese a que las mujeres en el país no han ejercido autoridad oficial sobre sus hijos, sus parejas hombres o sus propios bienes a lo largo de la historia, en cambio sí les han cabido un amplio número de responsabilidades en el sostenimiento y la supervivencia de la familia, ya que suyo es el cuidado de los enfermos, de los débiles (niños y ancianos) y las labores domésticas. Pese a que se ha invisibilizado su aporte en este ámbito, las mujeres nunca, en ningún periodo histórico, han dejado de trabajar fuera de su casa. Con la excepción de la mujer rica, que no está obligada por la necesidad y trabaja solo cuando tiene el interés.

El feminismo como activismo en el Ecuador ayudó a presionar a los poderes fácticos, especialmente al estamento político, a modificar algunas leyes que cambiaron el estatus jurídico de la mujer, que pasó de no tener derecho a votar, a sacarse una cuenta bancaria, a estudiar, a trabajar y a administrar sus propiedades, a poder hacer todo eso sin necesitar permiso legal de nadie.

Aunque la reforma más importante que en el plano legal debe hacerse, la despenalización del aborto, ni siquiera se avizora en esta tan avanzada actualidad, cuando los países desarrollados demostraron hace décadas con datos y estudios serios que la penalización de aborto pone en peligro a las mujeres y aumenta las cifras de estas intervenciones; es decir, la penalización tiene el efecto contrario al buscado.

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Recibido: 02 de Mayo de 2021; Aprobado: 15 de Mayo de 2021

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