El desarrollo, en 2013, del primer juicio por genocidio contra el general Ríos Montt -donde los testimonios de mujeres ixiles víctimas de violencia sexual tuvieron especial protagonismo-, así como el juicio por el caso Sepur Zarco, que se llevó a cabo en 2016, han contribuido sin duda a situar los debates sobre la violencia sexual como un arma de guerra y como un elemento central en el genocidio de los pueblos mayas de Guatemala1. En este sentido, en los últimos años se han producido una serie de reflexiones por parte de las propias mujeres víctimas de violencia sexual, así como por parte de activistas, académicos y otros agentes de la sociedad civil sobre, entre otras cuestiones, la naturaleza de la violencia sexual, las formas específicas en la que ésta se ejerció contra las mujeres indígenas, los efectos físicos, psíquicos, espirituales y sociales que esta forma particular de violencia dejó en los cuerpos y en las mentes de las mujeres sobrevivientes (y también en sus comunidades), sobre las trayectorias de las sobrevivientes en el camino hacia la sanación o en su búsqueda de reconocimiento, justicia y reparación. No obstante, la creciente atención prestada a los fenómenos de violencia sexual contra las mujeres mayas también ha llevado a ciertas investigadoras, como Alison Crosby, M. Brinton Lykes y Brisna Cajax (2016) a advertir de los peligros de pasar de un régimen de invisibilidad a uno de “hipervisibilidad” en lo que respecta a los casos de violencia sexual contra mujeres indígenas2.
En este artículo se propone, por tanto, un análisis del caso Sepur Zarco desde una perspectiva que no se enfoca en los aspectos de violencia sexual, sino en una dimensión del caso que, por el momento, ha recibido mucha menor atención: el régimen de esclavitud doméstica al que fueron sometidas al menos quince mujeres de la etnia q’eqchi’, obligadas durante años a realizar actividades consideradas “reproductivas” (lavar uniformes, cocinar, preparar tortillas, etc.), sin recibir ningún salario a cambio del trabajo realizado.
De acuerdo con los peritajes realizados por la investigadora guatemalteca Marta Elena Casaus Arzú, tanto para el juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt como para el llamado caso Sepur Zarco3, el racismo estructural se sitúa como el elemento central que nos puede ayudar a comprender los fenómenos múltiples y complejos de violencia que experimentaron (y siguen experimentando), de forma diferencial, los cuerpos racializados de las mujeres mayas. Al igual que otras antropólogas, como Irma Alicia Velásquez Nimatuj o Rita Laura Segato, quienes también contribuyeron con sus peritajes culturales y de género a los juicios anteriormente mencionados4, Casaus y Ruiz Trejo insisten en el vínculo existente entre las violaciones sexuales, la destrucción de los cuerpos de las mujeres indígenas durante el genocidio por medio de atroces mutilaciones y asesinatos y el arrasamiento de comunidades enteras con objeto de impedir la reproducción de la vida. En este sentido, todas las autoras mencionadas coinciden en que las violaciones sexuales fueron un arma de guerra y una herramienta de genocidio contra las comunidades mayas que provocaron, entre otros efectos, malestar psicológico, dolores físicos profundos, enfermedades crónicas, esterilidad, estigmatización o vergüenza entre las mujeres afectadas en el nivel individual, también terror, destrucción, desarticulación social en las comunidades y eliminación de la identidad étnico-cultural a escala colectiva.
Como señalan las organizaciones que llevan años acompañando a mujeres indígenas víctimas de violencia sexual durante el conflicto armado5, así como investigadoras y activistas como Amandine Fulchirone6, Irma Alicia Velásquez Nimatuj, Alison Crosby, M. Brinton Lykes, Brisna Caxaj, Marta Elena Casaus o Marisa Ruiz Trejo, las violaciones sexuales no fueron, en ningún caso, la única forma de violencia experimentada por las víctimas y sobrevivientes. La gran mayoría de ellas quedaron viudas a raíz del secuestro, tortura y asesinato de sus esposos; perdieron sus casas, sus tierras, sus animales, sus cosechas y sus enseres en los procesos de destrucción de sus comunidades; fueron víctimas de violaciones individuales o en grupo (en muchas ocasiones en público y enfrente de sus familiares más cercanos y sus vecinos); fueron víctimas del desplazamiento forzado desde sus casas y aldeas destruidas hacia el destacamento militar donde fueron retenidas para servir de “descanso y solaz” para la tropa (esclavitud sexual) y donde fueron forzadas a realizar labores que incluían el lavado de uniformes o la preparación de tortillas para los soldados. Algunas de ellas asistieron impotentes a la muerte de sus hijos por frío, enfermedades, hambre y malnutrición y, finalmente, muchas de ellas fueron víctimas de violencia doméstica, marginación y estigmatización cuando regresaron a sus comunidades, y sufren, desde entonces, situaciones persistentes de pobreza y falta de oportunidades, así como enfermedades y dolores físicos crónicos derivados de sus experiencias traumáticas durante el período de la guerra.
Como puede verse, la violencia sexual fue solamente una de las formas de privación, agresión y destrucción a las que se enfrentaron las mujeres de Sepur Zarco, así como las mujeres indígenas de otras localidades. Algunos testimonios y ciertos análisis del caso Sepur Zarco dan cuenta de las estrechas relaciones que existieron entre la predación de los cuerpos de las mujeres mayas y su agresión por vía sexual y las formas histórico-estructurales de apropiación de la mano de obra y las tierras de las comunidades indígenas en el altiplano de Guatemala7. Casaus y Ruiz Trejo evidencian esta interrelación cuando mencionan que “las mujeres [fueron] obligadas a aportar sus relaciones de producción-reproducción en condiciones de secuestro forzado y masivo” (2017), mientras que el peritaje de la antropóloga Rita Segato insiste en la importancia de no desvincular analíticamente los fenómenos de la esclavitud sexual y la esclavitud doméstica, puesto que ambas dimensiones de la experiencia se encuentran unidas de manera inextricable en el horizonte cultural de las mujeres mayas sobrevivientes. El trabajo de Segato detalla cómo la institución del matrimonio se encuentra en el centro de las relaciones sociales de las comunidades q’eqchi’es, dotando de sentido a la existencia social de las mujeres “como nodo en un haz de relaciones productivas y reproductivas (…) en vínculo de reciprocidad en una red familiar y comunitaria” (2016: 12). Estas dobles relaciones -productivas y reproductivas- en el seno del matrimonio implican, para las mujeres q’eqchi’es, “la donación de sus órganos reproductores y su trabajo doméstico”8(ídem: 20). El ejército de Guatemala “rompió” los matrimonios de las mujeres sobrevivientes de Sepur Zarco en un doble sentido: por un lado, al eliminar físicamente (asesinar) a sus esposos; por otro lado, a partir de la expropiación de sus labores productivas y reproductivas, extrayéndolas forzosamente de su contexto de reciprocidad conyugal e intracomunitaria. De esta manera, el peritaje de Segato deja muy claro que “el secuestro de labor doméstica participa de la esfera de sentido de la violación de tipo sexual” (ibídem)9.
A pesar de los aportes de Casaus y Ruiz Trejo y del esclarecedor peritaje de Rita Segato, la mayoría de los trabajos disponibles sobre el caso Sepur Zarco -así como, de forma más general, sobre las múltiples formas de violencia ejercidas contra las mujeres indígenas durante el período del genocidio maya- siguen centrándose casi en exclusiva en los aspectos relacionados con la violencia sexual. Varias investigadoras feministas -como Emily Rosser, Allison Crosby, M. Brinton Lykes o Brisna Caxaj- han analizado algunas de las razones que podrían ayudarnos a explicar la “hipervisibilidad” de estos fenómenos en los análisis de las formas de violencia experimentadas por las mujeres mayas durante el conflicto armado. Rosser, en su artículoDepoliticised Speech and Sexed Visibility: Women, Gender, and Sexual Violence in the 1999 Guatemalan Comisión para El Esclarecimiento Histórico Report(2007), señala que este enfoque casi exclusivo en las formas sexuales de la violencia ejercida contra las mujeres es inherente a los discursos y las instituciones que operan bajo el paradigma universalista de los “derechos humanos”, puesto que “women have been visible in human rights discourse mainly either as generic human beings or (…) as ‘sexed bodies’ within the framework of rape, victimhood, and embodiment. Vulnerability to sexual violence is a sign of women’s difference, or, put another way, women’s ‘juridical recognisability’”10(ídem, 398). Allison Crosby y M. Brinton Lykes ofrecen una interpretación similar en su artículoMaya Women Survivors Speak(2011), en el que analizan diferentes procesos de “truth-telling”11prestando atención a las implicaciones del marco narrativo dentro del cual suelen insertarse los testimonios de mujeres que sufrieron violencia durante conflictos armados:
Truth-telling processes, in which documentation relies on the personal testimonies of survivors who have been directly or indirectly affected by the violations under consideration, tend to be framed within the liberal language of human rights and emphasize the experience of individuated harm, particularly bodily harm. They also focus on this harm as a particular ‘event,’ rather than as part of the broader structural relations of power that shape and inform the construction of the subject within her social context […] Violence produces women victims, the underlying assumptions being that victims are gendered female, that women are all the same and that, within the individuated framework of rights violations and bodily harm, the harm experience was sexual violence. Thus, sexual harm is reified asthegendered face of war12(idem, 462).
Las consecuencias de esta reducción de la experiencia de violencia al ámbito de lo corporal e individual han sido, sin duda, variadas. En su dimensión más positiva, han permitido avanzar la lucha por la verdad, la justicia y la reparación en forma de juicios penales, por medio de los cuales -como en el caso Sepur Zarco- se han logrado condenas históricas contra altos mandos del ejército por crímenes de violencia y esclavitud sexual13. Pero, en su dimensión negativa, este tipo de aproximación es susceptible de generar efectos no deseados, en particular, como menciona Zinaida Miller para el caso ruandés, la invisibilización de las cuestiones económicas o bien su equiparación/reducción al problema de las “reparaciones”, “background[ing] structural factors in favour of more obvious concerns about physical violence”14(idem, 273). Por estas razones, propongo realizar un análisis interseccional e historizado de las diferentes formas de violencia que sufrieron las mujeres indígenas durante el conflicto armado, abordando los fenómenos de violencia sexual, violencia económica y de violenta apropiación de la mano de obra de las mujeres indígenas del período bélico desde una perspectiva histórica de larga duración. En concreto, me interesa destacar las continuidades existentes entre las formas de apropiación de la mano de obra de las mujeres mayas y los imaginarios de “trabajo improductivo” y “cuerpos abyectos” que las élites del istmo centroamericano articularon de forma exitosa y perdurable en las décadas finales del siglo XIX. Dedicaré, por tanto, lo que resta de este texto a explorar, entre otros, los siguientes interrogantes: ¿de qué manera se relacionan las concepciones popularizadas por los reformadores liberales de fines del siglo XIX acerca de la improductividad del trabajo doméstico realizado por “las sirvientas” con los procesos contemporáneos de desvalorización del trabajo de las mujeres indígenas? ¿Cómo perduraron y se metamorfosearon los imaginarios racializados de la improductividad en Guatemala, hasta llegar a nuestros días? ¿De qué manera contribuye la desatención hacia el fenómeno de la esclavitud doméstica como arma de genocidio a perpetuar y naturalizar los imaginarios liberales sobre el trabajo de las mujeres indígenas en la era neoliberal? A mi juicio, solamente cuando logremos desentrañar este resistente constructo imaginario seremos capaces de revertir la desatención con la que se han abordado los fenómenos de esclavitud doméstica producidos en distintos destacamentos militares durante el genocidio de los pueblos mayas en Guatemala.
Amas de casa “productivas” y criadas “abyectas”
Las tres décadas finales del siglo XIX fueron una era de profundos cambios en Centroamérica, entre otras cosas, puesto que, entre 1870 y 1893, cada una de las cinco repúblicas centroamericanas experimentó su propia “reforma” o “revolución” liberal. Este proceso de reestructuración del poder del Estado y las instituciones a escala regional estuvo a menudo liderado por los miembros de una clase dirigente con fuerte anclaje en la sociedad colonial, pero parcialmente renovada por una serie de familias que se habían enriquecido gracias al café15. El nuevo modelo de crecimiento económico, articulado en torno a este cultivo, conllevó la implementación de un conjunto de políticas que cambiarían para siempre el entorno natural, económico y social del istmo. Las revoluciones político-militares fueron inmediatamente seguidas por procesos acelerados y a gran escala de privatización y concentración de tierras, los cuales fueron a su vez acompañados por la liberación de inmensas cantidades de lo que por entonces se denominaban “brazos indígenas”. Estos “brazos indígenas” pasaron a integrar el creciente contingente de mano de obra a disposición de un mercado de trabajo en teoría liberalizado, a pesar de que, en la práctica, buena parte de las nuevas formas de contratación fueran subsumidas en viejas estructuras de apropiación del trabajo, tales como el peonaje por deudas o los trabajos forzados.
Las ciencias sociales centroamericanas han dedicado una cantidad considerable de esfuerzo al estudio del papel central de la finca de café en los imaginarios de modernidad de la región. Historiadores y sociólogos de la historia como Elizabeth Dore para el caso de Nicaragua, o Sergio Tischler, Gustavo Palma Murga y Matilde González Izás para el caso de Guatemala, han argumentado de manera convincente que los modelos de organización política instituidos por las élites liberales estuvieron, en buena medida, inspirados por el orden social de la finca16. En las fincas cafetaleras, un pequeño número de propietarios mestizos o blancos -una clase compuesta, dependiendo de la región, por inmigrantes europeos o por ladinos locales- dominaron y explotaron brutalmente a una vasta mayoría de trabajadores indígenas (tanto hombres como mujeres y, no en pocas ocasiones, niños), quienes fueron sometidos a formas neocoloniales de organización del trabajo, generando así un régimen de explotación y exclusión que perduró hasta bien entrado el siglo XX.
Si bien el microcosmos de la finca de café ha sido muy bien examinado, no puede decirse lo mismo sobre el universo de los hogares urbanos en el fin de siècle17, a pesar de que estas dos unidades económicas y sociales diferenciadas se estructuraron en torno a los mismos conceptos antagónicos de trabajo: un tipo de trabajo concebido como “productivo” vs. otro tipo de trabajo conceptualizado como “improductivo”. La teoría del trabajo, originalmente enunciada por Adam Smith, describía la diferencia entre estas nociones del siguiente modo: “Hay un tipo de trabajo que aumenta el valor del objeto al que se incorpora, y hay otro tipo que no tiene ese efecto. En tanto produce valor, el primero puede ser llamado trabajo productivo; y el segundo, trabajo improductivo”18. La distinción acuñada por el economista escocés en 1776 sería aplicada, menos de un siglo más tarde, a un contexto muy diferente por intelectuales latinoamericanos como Domingo Faustino Sarmiento o Juan Bautista Alberdi, en su empeño por atraer inmigrantes europeos “productivos” al Cono Sur, un espacio cuya heterogeneidad étnica y dependencia económica eran consideradas una rémora para el progreso por parte de estos dos estadistas argentinos19. De forma similar a la de sus homólogos del hemisferio sur, las élites centroamericanas comenzaron, en torno a 1870, a asociar la noción de “trabajo improductivo” con las actividades económicas -consideradas desordenadas, caóticas y poco inteligentes- de la población local y, en particular, de la población indígena.
La finca de café fue, sin lugar a dudas, una estructura fundamental de dominación y exclusión en la región centroamericana, pero eso no quiere decir que sea la única unidad económica que merece nuestra atención. Las fantasías de modernidad en Centroamérica fueron edificadas sobre un sólido imaginario, en el cual las diferencias culturales, étnicas y de género equivalían, simplemente, a signos que revelaban una “natural” desigualdad entre grupos sociales. Este imaginario permeó todos los rincones del tejido social y se convirtió en la base de la “gran transformación” que sufrieron los espacios domésticos de las clases medias y altas centroamericanas en el tránsito del siglo XIX al XX20. En este sentido, lo que a partir de aquí denominaré “el hogar modernizado” contribuyó de forma importante -junto con la finca de café y la plantación bananera- a la institucionalización de un entramado socio-histórico basado en prácticas de discriminación tanto formales como informales21. En el caso concreto de Guatemala, estas prácticas afectaron de forma desproporcionada a la población indígena en general -especialmente en el universo de las fincas agrícolas- y a las mujeres mayas en particular -en los “hogares modernizados” de las áreas urbanas-.
En paralelo a la emergencia de estas nuevas estructuras de exclusión, las últimas décadas del siglo XIX presenciaron el surgimiento de un conjunto de nuevas disciplinas que también contribuirían a solidificar esta noción de orden social desigual, según la cual cada cosa tenía que estar en su sitio y cada quien debía permanecer en su lugar22. Dos de estas disciplinas ocuparían un lugar protagónico en este empeño: la economía política y la economía doméstica. La urgencia por incorporar los diferentes sectores de la población a actividades orientadas a la producción capitalista condujo a la adopción de estrategias pedagógicas diferenciadas cuyo objetivo era diseminar por todo el istmo centroamericano una serie de conocimientos económicos considerados “modernos”. Por un lado, comenzaron a importarse, traducirse y circularse manuales de economía política que ya eran populares en España, Estados Unidos y Francia; por otro, personalidades importantes del mundo académico y político se sumaron al esfuerzo de producir textos de economía política adaptados al medio y las condiciones específicas de Centroamérica. Entre ellos, podemos citar el manual del guatemalteco Lorenzo Montúfar -publicado comoApuntes de economía políticaen 1887-, quien fue el primer profesor universitario encargado de impartir esta disciplina desde su cátedra en la Universidad de Costa Rica.
Al mismo tiempo que se producía este impulso de diseminación de las ideas económicas liberales entre los varones de las élites letradas, se ponían también en marcha un conjunto de proyectos encaminados a modernizar las prácticas económicas de las mujeres, los artesanos urbanos y la población indígena. Los supuestos en los que se fundamentaban estos proyectos pedagógicos eran bastante similares entre sí, pudiendo reducirse, más o menos, a la siguiente premisa: en el empeño colectivo por acumular capital y lograr el progreso material de la nación, todos los centroamericanos debían contribuir a la creación de riqueza de acuerdo a su posición social particular y a sus habilidades específicas23. Para decirlo en palabras de Pilar Larrave, una maestra y escritora de la época: “puesto que la sociedad está compuesta de elementos heterogéneos, necesita del cultivo de cada uno de esos elementos” (1895: 5).
Siguiendo esta lógica, muy pronto se creó una densa red de instituciones pedagógicas orientadas a fomentar los conocimientos económicos de las poblaciones indígenas y de las clases populares entre los años 1870 y 1883. En este texto me centraré únicamente en la educación económica de las mujeres centroamericanas. La educación femenina siguió las pautas de diferenciación y especialización que acabo de describir, siendo el vehículo privilegiado para la educación de las mujeres la nueva disciplina de la economía doméstica. De forma similar a lo que había ocurrido con los manuales de economía política, muy pronto comenzaron a importarse manuales de economía doméstica que ya eran populares en los Estados Unidos, España, Francia y Bélgica; algunas de estas publicaciones fueron traducidas y puestas en circulación a través de las instituciones educativas para niñas y señoritas que se estaban fundando en ese momento a lo largo y ancho del istmo24. En seguida, otro tipo de formatos culturales empezó también a ocuparse de las materias propias de la economía doméstica; es decir, la correcta gestión o el manejo apropiado del hogar. Entre estas producciones culturales, podemos mencionar un número creciente de artículos publicados tanto en la prensa general como, especialmente, en los dos primeros periódicos escritos por y para mujeres en la región centroamericana25, una buena cantidad de artículos de costumbres y, por último, una serie de novelas y obras de teatro sentimentales, dos géneros literarios extremadamente populares en ese período26.
El objetivo principal -y común- de este racimo de publicaciones, en especial en lo que respecta a los manuales de economía doméstica, consistía en familiarizar al público femenino con una serie de conceptos fundamentales tales como “valor”, “riqueza”, “ahorro”, “dinero”, “capital”, “trabajo productivo” o “trabajo improductivo”, en una forma pragmática y, de ser posible, entretenida. La autodenominada “ciencia” de la economía doméstica se convirtió también en el vehículo para la articulación de un nuevo sujeto moderno. Voy a denominar a este nuevo sujeto el “ama de casa (centroamericana) productiva”, aunque las escritoras de fines de siglo aludían a esta figura de forma bastante más poética, utilizando el término de “el ángel del hogar”27. Este ángel un tanto prosaico tenía la obligación de dedicarse en cuerpo y alma a lo que los autores de la época denominaban “el gobierno del hogar”28a partir del despliegue de toda una serie de virtudes económicas diferenciadas en función de su sexo. La más importante de las virtudes económicas femeninas consistía en la capacidad de la mujer de controlar su propio deseo y, como consecuencia de ello, ser capaz de mantener los gastos domésticos bajo un estricto control. El resto de las virtudes del ama de casa económica consistían en su habilidad para manejar el tiempo de una manera productiva, en su aptitud para gestionar de forma eficiente los bienes perecederos y no perecederos de la casa, en su capacidad para controlar las actividades y para disciplinar los cuerpos tanto de sus hijas como de sus criados, y, por último, en su talento para transformar un entorno doméstico de austeridad material en una fuente de placer estético.
Este “ama de casa productiva” fue concebida por los contemporáneos como la pareja por excelencia de lo que Paul Dosal ha denominado “el empresario modernizante centroamericano”29, una versión local de lo que teóricos de los procesos de modernización como Karl Polanyi, Albert O. Hirschmann o Michel Foucault han llamado elhomo oeconomicus30. Estehomo oeconomicusu “hombre económico” se convierte en una presencia fantasmagórica en los manuales centroamericanos de economía doméstica, en los cuales raramente aparece; en las escasas ocasiones en las que lo hace, se manifiesta en su propia casa de manera bastante abrupta, irrumpiendo -en palabras de Adelaida Chéves- “a horas señaladas y casi siempre con urgencia” (1885, 18)31. En el marco de las narrativas de los manuales de economía doméstica, la función principal de este varón económico consiste en amasar dinero -de forma genérica- en el ámbito público del mercado; no obstante, para que una familia pueda considerarse como una unidad auténticamente productiva, hay toda una serie de actividades económicas que tienen que ser realizadas dentro de los muros del hogar. En este sentido, la riqueza aparece en estos prontuarios de prosperidad económica como un ente precario y volátil que necesita ser defendido activa y constantemente por parte de amas de casa informadas y virtuosas, cuya función principal consiste en transformar el ingreso de su esposo en “capital doméstico”, listo para ser puesto al servicio de la reproducción de la familia en forma de consumo productivo (o consumo no suntuario), en forma de preservación y acumulación de todo tipo de propiedad y, por último, en forma de capital reinvertido. Sin este trabajo doméstico minucioso e incesante realizado por las amas de casa productivas, no era posible que se produjera crecimiento económico, puesto que, en palabras de Pilar Larrave, “la riqueza en manos de una mujer sin orden, sin conocimientos prácticos y sin economía, dura lo que dura el sol en recorrer un día en el espacio” (1895: 6)32.
La naturaleza productiva del hogar evidenciada por la economía doméstica se convirtió, por tanto, en un asunto de la mayor importancia para las élites liberales ansiosas de situar Centroamérica en el mapa de las naciones modernas y civilizadas. Los diferentes gobiernos liberales de las cinco repúblicas dedicaron considerables esfuerzos al fomento y la extensión de los sistemas públicos de educación para niñas, poniendo un énfasis especial en la transmisión de conocimientos prácticos. Uno de los elementos fundamentales en este empeño fue la materia de “economía doméstica”, la cual fue introducida de forma progresiva en los colegios femeninos a partir de 1870: en Nicaragua, las leyes de 1877 instauraron la economía doméstica como asignatura obligatoria; en el mismo año, la maestra y escritora Adelaida Chéves se quejaba amargamente de que no existían suficientes manuales de esta disciplina adaptados a las particularidades centroamericanas; en 1889, la Escuela Normal para Señoritas de El Salvador incrementó el número de horas semanales dedicadas al estudio de tan importante ciencia33. En 1890, Ricardo Jiménez -quien por entonces era el ministro de Educación de Costa Rica- anunció solemnemente ante el Congreso de la República que el gobierno tenía previsto inaugurar la primera Escuela Nacional de Economía Doméstica en San José. De acuerdo con el discurso del ministro, este sería un logro de la mayor importancia, puesto que el desempeño correcto de las labores del hogar era uno de los pilares del crecimiento económico de la nación:
si [la mujer] no sabe ser hacendosa, la felicidad doméstica no puede existir […] y si el dinero que un hombre entrega a su mujer, fruto de su cuotidiano [sic] trabajo, no aumenta en manos de ella su valor mediante el atinado empleo y el ahorro, la miseria se apoderará a la postre de aquel hogar. Una casa sin gobierno es un buque en naufragio34.
Con el objeto de cumplir con tan crucial misión, el gobierno costarricense había destinado un sustancial presupuesto para trasladar hasta este país centroamericano a un grupo de maestras europeas formadas en el sistema belga de lasÉcolesMenagères.
A partir de las reflexiones anteriores, quisiera enfatizar tres puntos. En primer lugar, desde la década de 1870, el trabajo doméstico dejó de ser concebido como una labor secundaria y natural que cualquier mujer pudiese llevar a cabo de forma idiosincrática o siguiendo sus propios instintos, y pasó a ser considerado un asunto muy serio que debía conllevar una formación reglada e impartida en instituciones especialmente capacitadas para ello. En segundo lugar, los proyectos de modernización impulsados por los Estados centroamericanos concibieron el hogar como otra de las esferas que debía quedar absorbida y reestructurada bajo las mismas lógicas liberales de la productividad y la acumulación de capital, lógicas que, en última instancia, debían impulsar a la región en su marcha hacia la civilización y el progreso material. Bajo estos parámetros, el “ama de casa productiva” era un agente económico tan importante como el “empresario modernizante” y, por lo tanto, el incremento de las ocupaciones domésticas de las amas de casa a fines de siglo no debe ser interpretado como un símbolo de la persistencia de modelos anticuados o regresivos de domesticidad, sino más bien como el signo del advenimiento de la modernidad capitalista al espacio del hogar. Por último, los discursos hegemónicos que estoy analizando aquí construyeron tanto la subjetividad como el cuerpo del “ama de casa productiva” por oposición a las subjetividades y los cuerpos de dos arquetipos femeninos diferenciados que terminarían por ser considerados la némesis anti-económica del ama de casa burguesa. Estas contrafiguras femeninas serían, por un lado, la esposa ociosa y despilfarradora y, por otro, la sirvienta improductiva y abyecta.
De esta manera, a la altura de 1900, la noción de “trabajo doméstico productivo” había sido atribuida en exclusiva a la figura del ama de casa modernizada y económica. Su plus de productividad provenía directamente del tipo de formación especializada en materias de economía, higiene, contabilidad o pedagogía que recibían estas amas de casa letradas y semiprofesionalizadas a través del estudio de la “economía doméstica” -una disciplina básicamente de índole miscelánea-. Todas las mujeres, con independencia de su estatus social, debían saber cómo realizar correcta y eficientemente “los trabajos de su sexo” con objeto de “exigir el mejor modo de que se los hagan […] enseñarlos a sus hijas si las tiene o a sus mismas sirvientas”35. La educación y supervisión adecuada de los criados y, en especial, de las sirvientas, se convirtió así en una de las responsabilidades principales de la esposa a cargo del hogar ya que -en palabras de las historiadoras feministas Barbara Ehrenreich y Deirdre English- “housework was becoming too scientific and complex to be performed by uneducated women anyway”36.
Como contraparte a este constructo imaginario que he denominado el “ama de casa productiva”, la expansión por Centroamérica de la noción de “trabajo doméstico improductivo” coincidió, a fines del siglo XIX, con la emergencia de un agrio debate público en torno al “problema del servicio”. Este debate generó una profusión de materiales culturales de todo tipo, incluyendo artículos periodísticos, fotografías y cuadros de costumbres, algunos de ellos escritos por intelectuales y políticos de primera fila como José Milla y Antonio Batres Jáuregui37. Las aceleradas políticas de redistribución y acumulación de tierras, así como la disolución de buena parte de las comunidades indígenas de la región liberaron un gran número de sujetos que pasaron a engrosar las filas del mercado de trabajo asalariado. Como ya hemos visto, muchos de estos trabajadores fueron absorbidos por las grandes fincas de café; otros, especialmente las trabajadoras indígenas, se integraron en los circuitos -ya racializados- del servicio doméstico en hogares urbanos. En seguida comenzaron a llover los ataques lanzados por las élites letradas -algunos de ellos extremadamente agresivos- en contra de las habilidades laborales, la moral e, incluso, los cuerpos de las trabajadoras domésticas por cuenta ajena. En un cuadro de costumbres titulado, justamente, Las criadas (1882), José Milla ofrecía su interpretación de las nuevas condiciones estructurales bajo las cuales se ejercía a fines de siglo el trabajo doméstico remunerado. Después de expresar su nostalgia por los antiguos “buenos tiempos” del hogar quasi-colonial de su padre, donde las criadas “nacidas en casa” eran decentes, cariñosas y prácticamente parte de la familia, pasa a expresar su frustración por la “situación doméstica” que se encuentra al regresar de uno de sus múltiples viajes al extranjero:
Cuando regresé de un largo viaje a Europa, encontré las cosas completamente cambiadas. [Habíamos] entrado de lleno en elnuevo régimen.[…] En otro tiempo, estaba establecido entre la servidumbre el sistema de la inmovilidad; hoy, van rodando los cargos entre todas las ciudadanas, como debe suceder en un buen sistema republicano. Cada dos meses, cada quince días y aun algunas veces más frecuentemente, hay domésticas nuevas38.
Evidentemente, el escritor guatemalteco consideraba que las recientes convulsiones políticas habían pasado factura al idílico orden doméstico de raigambre colonial. Justo a continuación, Milla se enzarza en una crítica feroz de las nuevas ocupantes de la casa:
Mi actual cocinera se llama Simona… La Simona dice que ha sido cocinera solo de casas grandes. […] Y, sin embargo, el caldo que nos pone en la mesa pudiera servir para bautizar con él […]. El arroz bien podría, en caso necesario, suplir la falta de perdigones. Me dirás que, ¿por qué no despedimos a esta alhaja? Porque cambiarla sería tal vez solo variar de nombre y tener, en lugar de una viuda apócrifa, una casada problemática. […] Lade adentrose llama Pioquinta […] Los oficios de la doméstica que ocupa ese empleo se reducen a barrer y limpiar las habitaciones, y hacer losmandados.La Pioquintabarreen mi casa cuanto encuentra, aunque no sea basura, ylimpiahasta lo que no está sucio. Tiene la manía de emplear horas de horas en los recados, viniendo así a suceder que lade adentroes la criada más de afuera de las que tenemos (ibídem: 176).
José Milla sigue y sigue con su diatriba, criticando a la modista, a la nodriza e incluso a su mejor amigo por haber tenido la idea de sugerirle que escribiera un artículo de costumbres sobre el problema de las criadas. Notoriamente molesto, decide concluir su texto con las siguientes palabras: “No sé qué puede decirse de ellas que merezca la pena ser leído” (ídem: 178).
Lo que quiero resaltar con estas citas es que la súbita liberación de una gran cantidad de mano de obra indígena en el mercado laboral urbano, en combinación con los niveles crecientes de profesionalización y regulación que demandaban las tareas domésticas en los hogares modernizados, fueron la causa que provocó un intenso y acelerado proceso de devaluación simbólica y material del trabajo doméstico remunerado realizado por las criadas. Ahora, el ama de casa modernizada debía “saber” cómo llevar una casa mucho mejor que sus criadas, al igual que debía tener un mejor conocimiento de cómo realizar de manera eficiente cualquier tarea doméstica de índole productiva. A mi juicio, lo que podemos observar en este período es la abrupta sustitución de las viejas jerarquías domésticas de raigambre colonial, cuyas lógicas de desigualdad se basaban en el linaje y el estatus, por una nueva estructura piramidal edificada en torno a las nuevas lógicas del “trabajo productivo” vs. el “trabajo improductivo”. En este sentido, y de forma similar a lo que había ocurrido en las fincas cafetaleras, los imaginarios de modernidad en Centroamérica funcionaron como una bisagra que reproducía las estructuras de dominación, desigualdad y exclusión propias de la colonia, al tiempo que transformaba radicalmente las lógicas a partir de las cuales se legitimaba la dominación, la desigualdad y la exclusión social.
A pesar de que los materiales escritos durante esta época tienden a obliterar la cuestión de la etnicidad de las criadas, el registro fotográfico nos confirma que esta forma devaluada de trabajo doméstico era realizada, en su mayor parte, por mujeres indígenas y, en ocasiones, también por mujeres afrodescendientes39. También sabemos que, de forma similar a lo que estaba ocurriendo en las fincas, las nuevas condiciones de trabajo doméstico -en teoría móvil y asalariado- se fusionarían muy a menudo en la práctica con formas neocoloniales de servidumbre tales como la figura de “los hijos de casa”, una forma peculiar de semi-esclavitud doméstica que sobreviviría hasta bien entrado el siglo XX40.
Todos estos materiales visuales y textuales contribuyeron a que las representaciones de los cuerpos de las criadas racializadas comenzaran a sufrir dos procesos simultáneos: un proceso de exotización, por un lado, y un proceso paralelo de desacreditación, por otro. En concreto, buena parte de los ataques quedaron adheridos a los cuerpos de las nodrizas y las lavanderas, sobre las cuales las élites letradas liberaron sus ansiedades en torno a los contactos interraciales, las enfermedades y los procesos de contagio. Las expertas centroamericanas en economía doméstica afirmaban que el contacto o la cercanía física con las lavanderas era inherentemente peligroso porque “las personas entregadas a esa profesión no toman ningunas precauciones, contrayendo enfermedades fatales y contagiosas y, por lo tanto, no inspiran ninguna confianza”41. También estaban convencidas de que emplear los servicios de nodrizas y niñeras ponía en peligro a los bebés, puesto que los entregaba “en manos mercenarias, quizá inmorales, tal vez criminales, que lejos de cuidarlos los abandonan”42. Al mismo tiempo, fotógrafos locales como el guatemalteco Alberto Valdeavellano y expediciones científicas europeas, como la organizada por el Museo de Etnología de Hamburgo alrededor de 1900, dedicaron considerables esfuerzos a fotografiar el universo de las criadas indígenas: las imágenes que produjeron circularon tanto en los mercados locales como internacionales, ávidos de consumir representaciones visuales de sujetos “primitivos” en la poco amenazadora forma de cartes de visite, tarjetas postales y exhibiciones fotográficas. Podemos decir, por tanto, que, a principios del siglo XX, el imaginario sobre el abominable cuerpo de la criada “improductiva”, “primitiva” y “abyecta” estaba ya vivo y coleando.
Reflexiones finales: La persistencia de los imaginarios racializados del “trabajo improductivo”
El problema que se nos presenta a raíz de estas apreciaciones tiene, sin embargo, más urgencia de lo que pudiera parecer a simple vista. El problema real al que nos enfrentamos es que estas lógicas a partir de las cuales se justificó y legitimó la degradación, el vilipendio y la explotación de las trabajadoras domésticas asalariadas todavía están vivas y coleando en la Centroamérica del siglo XXI. Como contaba en 2013 Ana Gladis Sibrián -una trabajadora doméstica salvadoreña de 50 años- al ser entrevistada por la documentalista Marcela Zamora, cuando se acerca la hora del almuerzo: “Yo de mi casa me llevo mi plato, me llevo mi vaso, porque hay partes en que a una le tienen asco […] Yo fui a una casa en la que la comida mejor la botaban a los perros”. Un día, Ana Gladis reunió el coraje suficiente para preguntarle a su patrona si podía llevarse algunas sobras a su casa, y recibió la siguiente contestación: “La del perro es [del] perro, me dijo, y es mejor que tu comida”43. Desde Guatemala, la investigadora kaqchikel Aura Estela Cumes nos recuerda que la “cultura de servidumbre” está aún tan enquistada en la región que cualquier mujer indígena que pasee por las calles de Ciudad de Guatemala corre el riesgo de ser inmediatamente considerada una sirvienta o “muchacha”44. Académicas como Marta Casaus o Diane Nelson han analizado cómo las mujeres indígenas que adquieren una presencia relevante en la esfera pública, como ha sido el caso de Rigoberta Menchú o Rosalina Tuyuc -por citar solamente dos ejemplos muy conocidos- suelen convertirse en la diana de insultos tales como “india igualada” o “cholera” que provienen directamente del modelo opresivo y desigual de domesticidad que se ha descrito en este artículo45. Estas mismas mujeres indígenas tienden a ser también el objetivo de chistes repetidos hasta la saciedad, cuya supuesta gracia radica en la asunción socialmente compartida de que el lugar que les corresponde es limpiando una casa ajena46. Este proceso de “basurización simbólica”47se encuentra reforzado por instituciones y regulaciones como los códigos de Trabajo vigentes en varios países de la región. Estos Códigos conciben a las trabajadoras domésticas por cuenta ajena como una suerte de “no-trabajadoras”, por lo cual se encuentran privadas de una serie de derechos básicos de los que, al menos sobre el papel, sí gozan otro tipo de empleados. Jornadas laborales con un límite de horas, un día libre a la semana, vacaciones pagadas; ninguno de estos derechos está vigente para las trabajadoras domésticas de la región48. Adicionalmente, por desgracia, en muchos hogares centroamericanos se sigue produciendo una correlación entre la extrema devaluación del trabajo doméstico asalariado, los procesos de abyectificación o basurización de los cuerpos y las vidas de las trabajadoras domésticas por cuenta ajena, y la continuada persistencia de abusos sexuales contra las “sirvientas”, consideradas objetos susceptibles de ser usados y desechados49.
Como puede verse a partir de los ejemplos ofrecidos, la devaluación del trabajo doméstico y reproductivo realizado por las mujeres mayas, imaginadas como las “criadas de la nación”, ha ido históricamente acompañada de los fenómenos de apropiación de mano de obra indígena y de la abyectificación y basurización de los cuerpos y las vidas de las mujeres (mayas) dedicadas al servicio doméstico. Asimismo, los fenómenos descritos han ido también de la mano de la exotización y la conversión en objetos sexuales de las mujeres dedicadas profesionalmente a esta labor, convirtiendo los hogares centroamericanos en espacios en los que los abusos y la violencia sexual contra las “criadas” se encuentran completamente naturalizados y gozan de una impunidad generalizada50. Es precisamente sobre estos imaginarios naturalizados de desigualdad -así como sobre las históricas prácticas de discriminación relacionadas con las identidades, los cuerpos y el valor del trabajo de las mujeres mayas- sobre los que se apoyaron el estado y el ejército de Guatemala a la hora de cometer algunas de las violaciones de derechos humanos más atroces contra las mujeres indígenas durante el pico de violencia genocida a inicios de los años ochenta. Estos actos de violencia implicaron un salto de dichos imaginarios y prácticas desde la esfera “íntima” de los hogares a los espacios institucionales del ejército (en especial, los destacamentos militares) y se manifestaron en formas colectivas de esclavitud sexual, esclavitud doméstica y privación de la vida como las que relataron las quince mujeres q’eqchi’ que ofrecieron su testimonio sobre los terribles sucesos acaecidos en el destacamento de Sepur Zarco entre 1982 y 198851.
Me gustaría concluir este texto con una breve reflexión acerca de algunas de las posibilidades que pueden abrirse a partir de la incorporación más exhaustiva de los fenómenos de esclavitud doméstica a los análisis de casos concretos, como el de las graves violaciones a los derechos humanos de las mujeres q’eqchi’ que se produjeron en el destacamento de Sepur Zarco. A mi juicio, la integración de las dimensiones de la esclavitud y la violencia sexual con el aspecto repetitivo de la explotación del trabajo reproductivo de las mujeres mayas en turnos no remunerados permitiría, por un lado, enfatizar las dimensiones materiales de la violencia sufrida por las mujeres mayas durante el conflicto, así como visibilizar explícitamente la dimensión del valor económico generado por el trabajo de las mujeres indígenas, apropiado por la institución del ejército y sustraído a ellas mismas, sus familias y sus comunidades. En segundo lugar, el análisis integrado de las agresiones de índole sexual y las agresiones de índole material facilitarían el reconocimiento de las continuidades históricas de la violencia contra las mujeres mayas, un aspecto que las propias sobrevivientes -como señalan Crosby, Brinton Lykes & Caxaj en “Carrying a Heavy Load”- están demandando en diversos foros. Finalmente, estos análisis cruzados permitirían imaginar, trazar y trenzar líneas de conexión y solidaridad entre movimientos aparentemente distantes y dispares -y, sin embargo, estrechamente relacionados- como las luchas por la verdad, la justicia y la reparación y en contra de la impunidad, y las luchas por el reconocimiento del valor del trabajo doméstico, reproductivo y de cuidados.