1. Introducción
Manuel de Montolíu (1877-1961) dirigió el Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en 1925; fue, junto con Amado Alonso (1896-1952) tiempo después, el principal difusor del idealismo lingüístico en la Argentina. Su formación lo distinguió de otros filólogos del centro argentino; principalmente, de quienes lo precedieron como directores: Américo Castro (1885-1972) en 1923 y Agustín Millares Carlo (1893-1980) en 1924. Mientras estos velaron por el mantenimiento de una perspectiva teórica y metodológica de matriz decimonónica y de tradición positivista que sostuvo como objeto de estudio el español peninsular, Montolíu -cuyos intereses se vinculaban con los modelos de la geografía lingüística y la dialectología- operó un giro epistemológico que condujo la mirada hacia las variedades lingüísticas argentinas y/o americanas, intentando otorgarles legitimidad y un estatuto que no fuera el de mero desvío de la norma culta castellana.
Así, la gestión de Montolíu proyectó la obra del Diccionario del habla popular argentina, una empresa inacabada que devendría prestigioso material de referencia para trabajos posteriores relativos a la descripción de las variedades dialectales (Kovacci 2003; Barcia 2004). El Diccionario debía resultar de un proceso de selección, ordenamiento y análisis que un grupo de técnicos llevaría a cabo sobre los datos recolectados por informantes y corresponsales. Su objetivo era dar cuenta de algunas variedades dialectales del país; el método aplicado para tal fin sería el diseñado por Jules Louis Gilliéron (1854-1926) y utilizado en Suiza por Louis Gauchat (1866-1942) en el Glossaire des patois de la Suisse romande.1
El objetivo de nuestro trabajo es analizar (e interpretar) dos grupos de documentos poco atendidos por la historiografía que se ocupó del período. Por un lado, tomamos una serie de intervenciones de Montolíu (1925a; 1925b; 1926a; 1926b), quien, en su rol de director del Instituto, presentó el programa de trabajo que debía dar lugar a la elaboración del Diccionario (§3). Por otro, revisamos una serie de intervenciones de tres intelectuales -Almanzor Medina,2 Arturo Costa Álvarez (1870-1929) y Vicente Rossi (1871-1945)- que, desde una posición periférica, ofrecieron una postura alternativa frente al saber técnico y modernizador de los cuatro científicos españoles anteriormente referidos; específicamente, este grupo de filólogos críticos del Instituto, en sendas ocasiones -de 1928, 1929 y 1932, respectivamente-, evaluaron negativamente (y con tono absolutamente descalificador) el proyecto lexicográfico formulado por el filólogo catalán (§4).3
No obstante, antes de sumergirnos en las dos secciones medulares anunciadas para nuestro trabajo, consideramos necesario y pertinente repasar algunos acontecimientos vinculados a la instancia de fundación del Instituto de Filología y de los primeros años de actividad del organismo (§2); esto permitirá dimensionar el tipo de cambio (epistemológico) con el que la gestión de Montolíu se anunciaba en el ámbito intelectual argentino, así como las objeciones ensayadas por parte de los críticos del centro.
2. Los primeros años del Instituto de Filología
En la presente sección nos proponemos caracterizar muy brevemente el proceso de creación del Instituto de Filología y los dos primeros años de funcionamiento del organismo. Para ello, revisamos los proyectos de las autoridades de la Facultad y la contienda que Castro (1924a; 1924b) sostuvo con Costa Álvarez respecto de un artículo anónimo (1923) del diario La Nación que versaba sobre el dialecto argentino. Ambos hechos permiten contextualizar el marco posterior de recepción del proyecto del filólogo catalán en Buenos Aires. Es por ello que consideramos que una interpretación de estas intervenciones sirve aquí de antesala al foco de atención de nuestro trabajo: esto es, la iniciativa de diccionarización del habla popular argentina y los recelos (extra-institucionales) que ello generó en el ámbito intelectual del país.
2.1. Los proyectos de Alberini y Rojas
La historia del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires se remonta al año 1920, cuando Coriolano Alberini (1886-1960), en su rol de decano de la Facultad de Filosofía y Letras, presentó un proyecto de creación del organismo que resultó infructuoso. Según Buchbinder (1997, 2005), la iniciativa debía ser interpretada en el marco de una transformación académica más amplia que pretendía contribuir a la construcción de un sentido de la nacionalidad.
Dos años más tarde, en 1922, según explicaba Toscano y García (2009, 2011), Ricardo Rojas (1882-1957), el entonces decano, presentó un nuevo proyecto de creación de un “Instituto de Lingüística” como organismo que tendría el objetivo de llevar a cabo dos tareas: 1) “estudiar el castellano vivo de la Argentina, influido por las lenguas indígenas y por las lenguas inmigratorias”; y 2) “renovar la enseñanza del castellano en nuestros colegios y escuelas, poniéndola más de acuerdo con las nuevas tendencias científicas y didácticas” (RUBA 1922: 703).
El Consejo Directivo decidió aprobar la propuesta. El Instituto, entonces, fue creado en 1922; no obstante, fue inaugurado recién al año siguiente, el 6 de junio de 1923.4 En el período comprendido entre ambos acontecimientos, las autoridades de la Facultad avanzaron en la organización administrativa del nuevo centro de investigación y resolvieron designar a Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) como su director honorario para delegar en él la atribución de designar a los directores que habrían de cumplir funciones efectivas en Buenos Aires.5 El filólogo español aceptó la iniciativa y nombró como primer director del Instituto a uno de sus colaboradores más cercanos en el Centro de Estudios Históricos:6 Américo Castro.
Si bien la extensa vida e intensa labor académica de Menéndez Pidal hizo que desarrollara distintas perspectivas y que pudieran reconocerse diferentes momentos en su carrera, en los primeros años de la década de 1920 este filólogo aun ofrecía una concepción de los estudios lingüísticos que encuadraba en lo que Portolés (1986) denominaba “paradigma schleicheriano”, de corte positivista y matriz neogramática.7 Así, adscribía la disciplina a las ciencias históricas y tomaba como objeto de estudio privilegiado el español peninsular. La perspectiva de Menéndez Pidal, pues, se distanciaba de la enunciada por Rojas en la propuesta original de creación del Instituto, que había apuntado al estudio del “castellano vivo de la Argentina”. La tensión derivada a causa del alejamiento del proyecto inicial de las autoridades de la Facultad se mantuvo durante las gestiones de Castro y Millares Carlo, quienes se mostraron fieles a la posición de la que, como discípulos, eran deudores.
2.2. La posición de Castro
Américo Castro nació en Cantagalo (Brasil) en 1885. Se formó en Granada, donde se licenció en letras hacia 1904. Fue discípulo de Menéndez Pidal y miembro del Centro de Estudios Históricos. En 1915 pasó a ser catedrático de Historia de la lengua castellana en la Universidad de Madrid.8
Castro llegó a Buenos Aires el 30 de mayo de 1923 (Anales 1923: 506). Asumió el cargo de director del Instituto de Filología en el acto de inauguración del organismo. Tras las palabras de Rojas, en el discurso de asunción (1923) Castro manifestó su intención de velar por la unidad lingüística y de corregir pedagógicamente las desviaciones que observaba en el español de la Argentina respecto de la norma culta castellana, producto, según su criterio, de la presión que ejercían las lenguas inmigratorias y vulgares. Así, este director definió la tarea para el centro argentino; apuntó tanto a una labor rectora respecto del desvío dialectal como a la búsqueda de un fundamento teórico-metodológico que, con eje en la lingüística histórico-comparativa, encontraba en la dimensión diacrónica la justificación de una perspectiva valorativa, normativa y prescriptiva. En líneas generales, Castro llevó a cabo durante su breve gestión una intensa actividad de difusión y propaganda de la perspectiva filológica de Menéndez Pidal, a la que procuró mostrar como el nuevo dogma de la modernidad científica.
Del buen ánimo con el que se recibió en lo inmediato la actividad de Castro en el entorno íntimo de la Facultad de Filosofía y Letras daba cuenta una nota de Gregorio Halperín, publicada en la revista del Centro de Estudiantes en septiembre de 1923, en donde se atribuía al español “una labor de proficua docencia, cuyos alcances se abren en dilatada perspectiva” (1923: 216).
Una vez que Castro abandonó el país el 10 de noviembre de 1923, al día siguiente La Nación comunicaba la llegada del filólogo español a Montevideo (Uruguay) y publicaba un artículo sin firma -“El dialecto argentino”- en el que retomaba una temática que consideraba “resuelta en la opinión de los entendidos y en el sentir de las personas cultas”: la cuestión de la lengua argentina (1923: 4). El artículo periodístico expresaba que este tópico había sido juzgado “de forma interesante” en Nuestra lengua (1922), de Arturo Costa Álvarez, donde este autor señalaba al castellano como el auténtico idioma nacional, aclarando que ello no implicaba la aceptación incondicional de la Real Acadmia Española (1923: 4). No obstante, el artículo sostenía que permanecía irresoluto “el problema del dialecto argentino”, cuya existencia presentaba como “indiscutible”, y solo consideraba conveniente señalar si debía condenarse su empleo o, por el contrario, fomentárselo; insistía, pues, en que el interés no debía residir en tratar de abolir el dialecto de los argentinos y en que la única preocupación debía consistir en que no degenerara en una “grosera germanía” (1923: 4). Finalmente, con un tono absolutamente irónico, el artículo apelaba directamente a la autoridad de Castro, a quien invitaba a tomar una posición y a desarrollar una labor filológica al respecto:
Sería, pues, muy oportuno que alguien escribiera un estudio sobre el dialecto argentino, en que se nos dijera cuáles son, más que sus cualidades, sus chocantes defectos, porque evidentemente las hablas regionales, como los idiomas, tienen sus fealdades y sus bellezas. ¿Y por qué no sería ese alguien el Sr. Castro, que tan elocuentes pruebas nos ha dado de su saber profundo y de su clarísimo criterio? (1923: 4).
La réplica del filólogo español ante la publicación del diario argentino llegaría recién unos meses después y desde la ciudad de Nueva York (Estados Unidos). Sin embargo, antes de ello tendría lugar una segunda embestida contra la figura de Castro. En enero de 1924, en la revista Valoraciones, Costa Álvarez cuestionaba la resolución de las autoridades universitarias de Buenos Aires de “importar un filólogo español para implantar entre nosotros la filología castellana” y para “inculcar su ciencia sin atender a nuestra idiosincrasia” (1924: 144). Ni Rojas ni Castro se sintieron motivados a contestarle, sino Carlos María Grünberg (1903-1968), quien -presentándose como orgulloso alumno del español con un artículo en la revista Martín Fierro- acusó de “falta de ética intelectual” y de “oscuridad mental” a Costa Álvarez (1924: 5).9
En simultáneo, llegó la postergada respuesta de Castro. Así, con una publicación en dos entregas -“¿Dialecto argentino?” (1924a) y “Sobre el dialecto argentino” (1924b)- se encargó de dejar al descubierto la inadecuación de la empresa que se le demandaba. En primer lugar, el filólogo español buscó justificar la demora de su intervención e intentó demostrar la ventaja que había sacado de ella. Luego, indicó que la noción de dialecto presentaba una “definición de Diccionario” que era confusa y que respondía a “ideas arcaicas sobre el lenguaje” (1924a: 4). Así, según Castro, la característica que permitía identificar a un dialecto no consistía en el hallazgo de “cierto número de accidentes analógicos y sintácticos propios”, ya que, explicaba, la principal norma aceptada para la “delimitación dialectal”, tanto geográfica como históricamente, era la de la “pronunciación o fonética” (1924a: 4). En este sentido, el autor consideraba que “usualmente llamamos dialecto a la modalidad regional que ofrece una lengua; concepto vago y sometido a grandes vacilaciones” (1924a: 4).
Por lo tanto, para precisar el concepto, Castro señalaba que un dialecto podía ser tres cosas: “una forma peculiar de lenguaje que no llegó a alcanzar el prestigio literario y cultural de otras hablas afines”; una forma “que gozó de importancia literaria, y posteriormente la perdió”; o “un habla que nunca rebasó el grado rudimentario de los idiomas rústicos, y que vive dividida y poliforme, esperando que el destino la eleve de categoría” (1924a: 4). Y de inmediato subrayaba la relatividad del concepto de dialecto, cuya existencia se medía “en función de una lengua de mayor importancia, o de la posibilidad de esa lengua” (1924a: 4).
De este modo, frente a lo expresado por el diario La Nación anteriormente, Castro negaba rotundamente la posibilidad de postular tal concepto -“Me apresuraría a decir que el dialecto argentino no existe”-, al que, según denunciaba, encontraba únicamente vinculado al “habla familiar y popular de Buenos Aires”; a su vez, sostenía que, en todo caso, de los diez millones de argentinos que poblaban el país en aquella época, tres cuartas partes de ellos no presentaban en sus hablas muchos de los fenómenos que supuestamente constituían peculiaridades (1924a: 4).
Luego, Castro justificaba su apreciación con argumentos correspondientes al plano de los sonidos, a giros sintácticos o de construcción y al orden del vocabulario. Concluía que las peculiaridades del habla del Plata eran “más psicológicas que lingüísticas” y que la postulación de un supuesto dialecto argentino era producto de una “creencia” que dependía de un “estado sentimental”, cuyo problema radicaba en considerar a la Argentina aisladamente, sin atender a la lengua popular de España y de los demás países hispanoamericanos (1924b: 6). Castro, fiel a la tradición de su mentor -Menéndez Pidal, quien consideraba el desconocimiento de la norma castellana como un signo del deterioro social-, afirmaba que la lengua culta era “órgano de internacionalidad” y que “los restos de la rusticidad y el vulgarismo tradicionales” debían ser suprimidos para así resultar atenuada “la manía galicista o populachera” (1924b: 6). Por último, siendo contundente frente a las pretensiones de consolidación de un supuesto dialecto argentino, Castro sentenciaba: “El camino de la verdadera originalidad es tal vez otro” (1924b: 6).10
Agustín Millares Carlo, sucesor de Castro en el cargo de director del Instituto, llegó a Buenos Aires el 15 de marzo de 1924 y asumió sus funciones el 12 de abril (Anales 1924: 33).11 Al igual que el año anterior, Rojas ofreció un discurso con el que presentó al filólogo español, quien pertenecía, como su predecesor, a la escuela de Menéndez Pidal y venía a continuar en Buenos Aires la obra de su perspectiva filológica. En la línea de las actividades programadas, Rojas señaló que, así como “Castro sirvió para llamar la atención pública sobre la nueva fundación y para encender las primeras vocaciones”, en esta oportunidad Millares Carlo trabajaría “más silenciosamente, con el grupo de discípulos ya formado” (1924: 37). Entre las tareas a efectuar durante el año Rojas anunció temas de latín y paleografía medievales; este era justamente el campo de formación y especialización de este nuevo director, algo que contribuye a explicar el perfil de actividad de Millares Carlo al frente del organismo. Luego, el decano expresó:
Espero que el año próximo, nuestro Instituto, de acuerdo con el plan proyectado, podrá abordar estudios de fonética y dialectalismos regionales, emprendiendo a la vez el estudio de las lenguas indígenas, complemento indispensable de cualquier estudio sobre el castellano que se habla en la Argentina (1924: 38).12
Una declaración como la de Rojas constituía, según nuestro análisis, una aceptación explícita de que el proyecto fundacional con el que él mismo había buscado impulsar el trabajo del Instituto se vería, al menos por un año más, postergado. Y efectivamente, tal como Rojas lo anunció, la gestión de Millares Carlo siguió los mismos lineamientos que la de Castro: al estudiar el lenguaje, excluyó el tratamiento de cualquier asunto de tema argentino.13 En lugar de poner el foco de atención en los fenómenos de variación dialectal y en la creación de instrumentos destinados a la enseñanza de la lengua, continuó interesándose por lo unitario y lo homogéneo, y buscó establecer como norma el español peninsular.
3. El proyecto lexicográfico de Montolíu
Montolíu nació en Barcelona (España) en 1877;14 se doctoró en Madrid en 1903, y entre 1908 y 1911 se formó en Zürich (Suiza) junto a Louis Gauchat y en Halle (Alemania) junto a Antoni Griera (1887-1973) y Pere Barnils (1882-1933), con quienes se familiarizó en investigación dialectológica (Sagarra 1961: 9; Julià I Muné 1986: 15). Durante ese período, se desempeñó como profesor adjunto en la Universidad de Hamburgo. Una vez de regreso a su país, ocupó una cátedra de literatura en la Universidad de Barcelona y colaboró con el Boletín de Dialectología Catalana, publicado por las Oficinas Lexicográficas del Institut d’Estudis Catalans (Battistessa 1925: 337).15
Montolíu llegó a Buenos Aires el 25 de abril de 1925 (Anales 1925: 532). Su perspectiva introdujo cambios significativos frente a la orientación adoptada hasta entonces por el Instituto. Su formación en dialectología y geografía lingüística lo posicionó favorablemente respecto del proyecto original con el que las autoridades de la Facultad habían creado el organismo en 1922: emprender científicamente el estudio de las variedades del español hablado en la Argentina.16
El proyecto del Diccionario del habla popular argentina apareció presentado, desplegado y justificado por Montolíu en una serie de intervenciones que, hasta el momento, según hemos indicado, no han recibido atención por parte de la crítica. El punto de partida de esta serie textual fue un artículo del 4 de mayo de 1925 -“Se ha planeado una importante obra filológica. Habla el Dr. Montolíu” (1925a)- en el que el diario La Nación informaba acerca de la llegada del filólogo catalán al país a causa de su nombramiento como director del Instituto de Filología. Tras realizar una breve exposición de su formación y hacer mención de sus obras más destacadas, el artículo dedicaba una sección -“El castellano en la Argentina”- a la descripción de los propósitos que regirían la acción del nuevo director (1925a: 5).
En este punto, Montolíu explicaba que más allá del “vínculo de íntima homogeneidad espiritual” entre la Argentina, España y el resto de los países del centro y el sur de América, el pueblo argentino hacía bien en no olvidar que era “un pueblo independiente, una Nación con personalidad propia e inconfundible”; y de inmediato agregaba:
[…] a esta independencia y personalidad justo y lógico es que se corresponda dentro de límites razonables la independencia y la personalidad del idioma, y que éste refleje fielmente todo lo específico de la cultura propia del pueblo argentino dentro del concierto de los pueblos hispanoamericanos (1925a: 5).
De esta manera, Montolíu no solo buscaba respaldar las iniciativas de construcción de una identidad nacional en el orden lingüístico, sino que además, y en virtud de ello, intentaba redefinir el objeto de estudio de las actividades del Instituto, pues sostenía que los argentinos no debían solo preocuparse por “la lengua (literaria) mantenida dentro de un marco más o menos convencional”, sino también por “la lengua viva de los pueblos”, por los “dialectos nativos”: “estos son la tierra más feraz y contienen la savia virgen que asegura reservas inagotables para la lengua literaria” (1925a: 5).
Montolíu reconocía entonces una doble preocupación: por un lado, una preocupación (académica) acerca de la lengua literaria, que se expresaba en una modalidad normativa y reguladora del cambio lingüístico; y por otro, una preocupación (filológica) acerca de la lengua viva y los dialectos nativos. La primera de ellas era la tradicionalmente sostenida por la escuela de Menéndez Pidal, mientras que la segunda se desprendía de la incorporación del paradigma idealista en la filología hispánica. Así, Montolíu encontraba que cada uno de los aspectos de esta doble preocupación no entraba en contradicción con el otro si el modelo teórico desde el cual se abordaban los problemas era el del idealismo lingüístico. Ambos proyectos aparecían justificados académica y filológicamente dentro del marco de interpretación de la estilística, y ninguno de ellos iba en dirección opuesta a la del otro, pues ambos podían desarrollarse conjuntamente. Como es evidente, esta posición difería de la que hemos identificado en Castro.
El artículo continuaba con una sección -“El monumento de las palabras”- destinada a caracterizar globalmente la obra que Montolíu se proponía iniciar, aquí denominada “Diccionario dialectal argentino”: “un monumento vivo de la cultura argentina, afirmado sobre el principio de que la filología argentina ha de ser obra de los argentinos” (1925a: 5).17 Así, indicaba que intentaría instruir a los alumnos del Instituto en los “métodos de la moderna filología” para que luego pudieran “recoger la cosecha de la siembra de los filólogos españoles” (1925a: 5); el planteo retomaba, también en este sentido, el programa enunciado por Rojas en 1922.
A continuación, Montolíu explicaba cuál era la concepción que la filología moderna tenía acerca de un diccionario. Así, pues, buscaba distanciarse de la visión decimonónica de que un diccionario era simplemente “un registro o inventario de palabras y significaciones ordenadas alfabéticamente”; frente a esta visión, argumentaba en favor de un criterio decididamente idealista, ya que sostenía que las palabras eran “representaciones de los objetos o ideas a que corresponde su significado”, y por ello participaban de las vicisitudes propias de todo objeto o idea en el curso de la historia. Por lo tanto, Montolíu explicaba que un diccionario, además de carácter lingüístico, ofrecía otros dos: carácter “histórico”, constituido por el estudio de la etimología de una palabra; y carácter “enciclopédico”, representado por todas las noticias de tradición, superstición, folclore, derecho popular y costumbre referentes al objeto que en la palabra se significa (1925a: 5).
Por último, el artículo se cerraba con una sección -“La cosecha del léxico popular”- destinada a caracterizar el método a través del cual se recolectaría la información, esto es, el procedimiento de realización de la obra. Montolíu indicaba que un comité formularía cuestionarios y los enviaría a los territorios del país en que se encontraran los “corresponsales”, quienes estarían encargados de contestarlos y proporcionarían, entonces, la materia prima proveniente de “cada población o rincón” que ofreciera “elementos de interés lingüístico” (1925a: 5).
En el léxico popular de la Argentina, según Montolíu, se conjugaban “el elemento viejo y el nuevo, el arcaísmo y el neologismo, los restos intactos todavía del castellano del siglo xvii importado por los colonos españoles, las formas nuevas de idiomas extranjeros, los idiotismos espontáneos de la población argentina y el léxico de los indígenas que poblaban el país antes de la venida de los españoles” (1925a: 5). Dar cuenta de este carácter complejo y múltiple de las variedades populares permitía, como hemos observado, redireccionar el objeto de estudio del Instituto en función de los intereses del proyecto fundacional de Rojas: el estudio del “castellano vivo de la Argentina”.
Montolíu también presentó la obra del Diccionario en su conferencia del 30 de mayo de 1925 (1926a), en el marco del acto de asunción del cargo de director. Dado que una perspectiva decididamente dialectológica caracterizaba su concepción del lenguaje -desarrollada en profundidad en El lenguaje como fenómeno estético (1926c)18-, encontramos que ciertas afirmaciones de las realizadas por Montolíu aquí resultaban en principio inesperadas. Sin embargo, podemos conjeturar que estas declaraciones más conservadoras y tradicionales se debieron a que se trató de un discurso que constituía su primera intervención en la Facultad al frente del Instituto. Así, refirió -entre otros temas- a la “pérdida de tiempo” que suponían las discusiones sobre “la corrección del lenguaje” en la América española, en general, y en la Argentina, en particular (1926a: 96). Y frente a este debate indicó que las “faltas de corrección” de que se acusaba al habla de los argentinos estaban “tan arraigadas en todas las clases sociales” que podía decirse que en el país habían tomado “carta de naturaleza” (1926a: 97). Así, consideraba que la Argentina, por razones históricas y sociales, se hallaba en un momento en el que predominaba el “sentido democrático de la lengua”: esta “se dialectaliza y da origen a varias formas de la literatura popular”; se trataba de una lengua que, naturalmente, resultaba “un plantel de faltas contra la corrección gramatical formado al calor del sentido aristocrático de las literaturas clásicas” (1926a: 97).
Más adelante, Montolíu explicaba que la Argentina se encontraba en un “período de profunda renovación”, debido a que las multitudinarias corrientes inmigratorias aportaban “los más variados y heterogéneos elementos lingüísticos”, entre los que se establecía un “contacto violento”, un “choque” que producía “momentáneamente desorden y confusión” (1926a: 103). En este sentido, expresaba que el escenario de esta “lucha porfiada” no era “la lengua literaria ni la de los libros, sino la lengua hablada, la lengua viva del pueblo” (1926a: 104); y afirmaba con contundencia:
Estamos en presencia de un castellano vulgar argentino que contiene los gérmenes de una remota posibilidad: la posibilidad de una transformación del castellano en una rama independiente del viejo tronco de la lengua madre (1926a: 105).
De este modo, frente a las tajantes descalificaciones con las que la tradición decimonónica juzgaba las iniciativas de postulación de un supuesto idioma argentino, Montolíu proponía, con argumentos de orden dialectológico, reivindicar el estudio de la diferencia lingüística; y, bajo la noción de habla popular argentina, redefinir el objeto de estudio del Instituto de Filología. En concreto, frente a la opinión de sus predecesores, Montolíu declaraba la existencia del “castellano vulgar argentino” y no negaba la posibilidad de que se produjera, efectivamente, un proceso de “romanización” del español que derivara en la paulatina conformación de un idioma argentino.
En el artículo del 31 de agosto de 1925 -“Se inició la labor previa del léxico de nuestra habla popular” (1925b)- el diario La Nación informaba acerca del estado de los trabajos y acerca de la confección y distribución de un Cuestionario preliminar para la obra del Diccionario del habla popular argentina (1925), cuyo fin era “fijar las grandes líneas de la obra, unificarla e impartir las instrucciones que han de consultarse para el más amplio éxito de la iniciativa” (1925b: 5). En este cuestionario se listaban palabras o expresiones, con cada una de las cuales se buscaba “dar a entender únicamente una idea, un objeto, una acción o actividad determinada” (1925b: 5). En este sentido, cada palabra o expresión era una pregunta con la que se deseaba “obtener del corresponsal la palabra o expresión con que la lengua de su localidad expresa o representa aquella idea, aquel objeto, aquella acción o actividad” (1925b: 5). Según explicaba también la “Advertencia” de este cuestionario, lo que resultaba realmente relevante en cada palabra era el “significado”, de modo que, en algunas ocasiones, este aparecía especificado entre paréntesis para que el corresponsal ofreciera una explicación de él: por ejemplo, el significado de la palabra “rendija” se precisaba con una aclaración como “hendidura en una puerta, pared, etc.” (Cuestionario 1925: 3). En los demás casos, cuando no se ofrecía ninguna explicación, se entendía que el significado era el que constaba en el Diccionario de la Real Academia; por ejemplo:
[…] con la palabra “acera” se pregunta por “la palabra con que en la respectiva localidad se expresa la orilla de la calle o de otras vías de comunicación en las poblaciones, generalmente enlosada, o que se distingue por alguna otra circunstancia de lo demás del piso” (Cuestionario 1925: 3).
A su vez, la explicación de la “Advertencia” se completaba al indicar que en muchas localidades de la República Argentina se esperaba obtener como contestación a esta pregunta la palabra “vereda” (Cuestionario 1925: 4). Otras de las preguntas del cuestionario eran: “¿Qué lengua habla usted?” -cuya aclaración parentética era “nombre que se da al habla de la localidad, región, pueblo o ciudad de su residencia”- o “¿Cómo se llaman sus habitantes?” -en la que se ejemplificaba con ideas tales como “cordobeses, tucumanos, etc.” (Cuestionario 1925: 5).
La primera sección del artículo de La Nación -“El cuestionario distribuido por el Instituto”- indicaba también acerca de la labor a desarrollar por parte de los corresponsales, quienes debían limitarse a contestar aquellas preguntas del cuestionario referentes a “palabras de la lengua viva popular” que realmente conocieran y debían procurar “informarse cerca de las personas nacidas en la localidad o de larga residencia en ella, antes de dar el cuestionario por contestado” (1925b: 5). También recomendaba que al responder las preguntas se siguiera el sistema de una sola palabra por papeleta y que se agregaran, en caso de conocerlas, “aquellas palabras de la lengua viva popular no aludidas” (1925b: 5). Bajo esta dimensión instructiva y propagandística, el artículo aclaraba que, si los corresponsales conocieran “personas aficionadas a estos estudios” que desearan participar en la obra, comunicaran su “nombre y dirección” (1925b: 5).
La siguiente sección -“El aporte de la vida regional argentina”- se encargaba de transmitir la visión que Montolíu tenía acerca de la situación lingüística del país. Así, explicaba que, para el filólogo catalán, la lengua castellana en la Argentina estaba experimentando “un intenso proceso de transformación” cuyos resultados eran aun imprevisibles (1925b: 5). Señalaba que Montolíu encontraba una “necesidad ya inaplazable” en la elaboración de un diccionario que recogiera las peculiaridades del castellano de las repúblicas hispanoamericanas, en donde,
[…] por efecto, ya de la distancia que las separa de la antigua metrópoli, ya de las diversas condiciones del ambiente geográfico y social, la lengua se ha diferenciado dentro de su unidad global, en un grado a todas luces suficiente para reclamar un inventario razonado de sus formas y expresiones (1925b: 5).
La última sección de este artículo -“La obra colectiva es la única que puede salvar las dificultades de la empresa”- se detenía sobre la participación multitudinaria (y en diferentes niveles de profesionalización) que implicaba la empresa a difundir. Destacaba la imposibilidad de ver, a criterio de Montolíu, “la luz del recto criterio”; el motivo de esta imposibilidad era una “polvareda” levantada por discusiones que, “faltas de conocimiento exacto y completo del material lingüístico americano”, no permitían arribar a la solución del problema, siendo este solo salvable “a base de un vasto trabajo de comparación” (1925b: 5). Entendía, pues, que se trataba de una “tarea excesiva para las fuerzas individuales”, principalmente, a causa de la inmensidad del territorio y de la deficiencia de comunicaciones que ello acarreaba (1925b: 5). Encontraba que sería necesaria la “labor colectiva” debido a que “la observación individual en materia tan sutil, tan variable, tan multiforme y tan ‘subjetiva’ como la del lenguaje, peca siempre de parcial y caprichosa” (1925b: 5). Finalmente, el artículo invitaba a tomar parte en esta iniciativa a otras naciones hispanoamericanas, y mencionaba la reciente aceptación del proyecto de un Diccionario del habla popular uruguaya por parte de Carlos María Prando (1885-1950), entonces Ministro de Instrucción Pública del país vecino.19
Desde el otro lado de la Cordillera de los Andes, vale alcarar al respecto, el filólogo de origen alemán Rodolfo Lenz (1863-1938), en un artículo sobre “El problema del Diccionario castellano en América” (1926), mencionaba no solo la réplica uruguaya de esta iniciativa, sino también, más allá de “su condición de jubilado”, su ferviente “voluntad de colaboración” en el trabajo (1926: 220); este documento, por ende, daba cuenta del eco de la empresa en Chile.
Por último, en la conferencia pronunciada en el anfiteatro de la Facultad de Filosofía y Letras el 3 de octubre de 1925, Montolíu presentó formalmente “El Diccionario del castellano en América y la obra del Diccionario del habla popular argentina” (1926b). En este caso, el filólogo catalán amplió (y practicó algunas precisiones respecto de) los artículos publicados por el diario La Nación que hemos analizado anteriormente.
Montolíu tomaba como punto de partida el siguiente axioma: “la lengua es el exponente y la manifestación más perfecta del alma nacional de un pueblo” (1926b: 13). De inmediato, en tanto procuraba cotejar el postulado con los hechos, se enfrentaba con un supuesto problema: “la realidad viva del polilingüismo existente bajo la despectiva denominación de dialectos” (1926b: 13). Así, se preguntaba si “el axioma de la ecuación perfecta entre la lengua y la nacionalidad” podía continuar sosteniéndose. Por supuesto, su pregunta era absolutamente estratégica, del mismo modo que lo era también su respuesta afirmativa: “Yo, por mi parte, creo que sí; porque la contradicción es sólo aparente, porque bien examinados estos hechos refuerzan más que debilitan aquél axioma” (1926b: 14).
En este sentido, Montolíu dejaba claro que su perspectiva no desconocía los hechos, sino que los tomaba en consideración para la justificación del postulado que había sido su punto de partida. Así, se mostraba absolutamente conciente del fenómeno del “polilingüismo”, y, a su vez, pretendía explicar a su auditorio que los fenómenos de dialectización no atentaban contra el anhelado vínculo entre lengua y nacionalidad. Sin embargo, Montolíu aclaraba también que los hechos -esto es, el innegable fenómeno de la diversidad lingüística-, bajo la cláusula condicional “si son bien examinados”, reforzaban más que debilitaban el axioma. En este pasaje debemos detenernos un momento, ya que encontramos dos expresiones que merecen ser destacadas (1926b: 14). En primer lugar, ¿por qué se señalaba una aparente contradicción entre los hechos y el postulado? En segundo lugar, ¿qué significaba que los hechos reforzaban el axioma si eran “bien examinados”? Más allá de las explicaciones intuitivas que podamos dar a estas preguntas, la respuesta se hallaba en los principios fundacionales del idealismo. Veamos entonces cuál era, para Montolíu, la óptica desde la que esta perspectiva examinaba los hechos como para que estos no atentaran contra la construcción de un sentido de la identidad nacional en términos lingüísticos:
En los casos en que de un conjunto pequeño de pueblos heterogéneos y polilingües se ha llegado a formar por absorción del más fuerte de ellos un alma nacional, esta alma nacional no es única; es sólo la preponderante, porque, en realidad, debajo de ella viven siempre latentes y prestas a despertar, cuando las circunstancias históricas se muestren favorables, las almas nacionales de los pueblos absorbidos, que palpitan con mayor o menor intensidad (1926b: 14).
Su estrategia podía ser descripta del siguiente modo: construir el concepto de lengua como expresión del alma nacional a partir de la concepción que el idealismo tenía acerca de la lengua. ¿Cómo puede explicarse esto? La lógica de la argumentación de Montolíu era la siguiente: si bien se desarrollaba en el seno de una comunidad, la lengua provenía de individuos aislados. El objeto de estudio era, pues, el uso individual del lenguaje.
Por lo tanto, el movimiento argumental que parecía practicar Montolíu podría explicarse como sigue: detrás de una nación se hallan todos los individuos que la componen, cada uno con sus particularidades, entre las cuales algunas que resultan preponderantes le permiten dar al conjunto el sello de su identidad, sin negar entonces la existencia de los rasgos peculiares; algo similar ocurriría con la noción de lengua, detrás de la que se hallan todas las hablas y estilos individuales que la componen, y entre los cuales algunos resultan solo temporalmente predominantes y se generalizan, de modo tal que sobre ellos se encuentra el sustento necesario para afianzar la anhelada noción de identidad nacional. En otras palabras, los usos no son más que la actividad del sujeto individual; la lengua es, pues, una actividad inherentemente variable; y la lengua como elemento de unidad nacional no puede más que construirse, entonces, sobre el aspecto que se ha generalizado y que ha resultado preponderante a partir de la diversidad de estilos individuales.
Montolíu, por lo tanto, indicaba que la obra que se proponía confeccionar no era “un diccionario como los demás”: es decir, no era “un museo de palabras” ni “una exposición de formas muertas” (1926b: 27-28). Por el contrario, afirmaba el catalán con “criterio idealista”, se trataba de “un campo inundado de luz en que las formas del lenguaje palpitan con su propia vida, a pesar de la inmovilidad a que las condena el tosco orden alfabético en que se hallan agrupadas” (1926b: 28).
Finalmente, Montolíu presentaba el Diccionario como una obra de “trascendencia científica, literaria y patriótica”, y señalaba que se encontraban en circulación ochocientos ejemplares del mencionado cuestionario, que actuaban como guía o instructivo para la recolección del material lingüístico de interés por parte de los eventuales corresponsales (1926b: 32).
Según observamos, en ninguna de las intervenciones mencionadas con las que el filólogo catalán dio a conocer el proyecto del diccionario se hacía referencia a obras sobre el tema previamente publicadas en el ámbito argentino. Ni se las objetaba con espíritu crítico ni se las reconocía como posibles antecedentes a partir de los cuales emprender la elaboración de la tarea planeada. Se desconocía, pues, una tradición local en materia filológica; no se consideraba, por ejemplo, dos trabajos (nacionales) de aparición relativamente reciente en el campo de la lexicografía del centenario: el Diccionario argentino (1910) de Tobías Garzón (1849-1914) y el Diccionario de argentinismos, neologismos y barbarismos (1911) de Lisandro Segovia (1842-1923).20
El Diccionario nunca fue terminado. Sin embargo, el estudio de su presentación está justificado, a nuestro criterio, por el valor que en sí mismo tenía el proyecto del filólogo catalán. Al mismo tiempo, creemos que, para una interpretación completa del caso, debemos incorporar al análisis las repercusiones que la iniciativa de la obra conllevó en el ámbito intelectual argentino, del que eran protagonistas ciertas figuras (externas al Instituto) que lo juzgaron críticamente. Sobre este punto avanzamos en la siguiente sección.
4. Los críticos del Instituto contra el Diccionario
De manera contemporánea a la labor del Instituto, tuvo lugar la actividad de un grupo de intelectuales que podemos denominar “críticos del Instituto”, filólogos “no académicos” y/o “figuras expulsadas del centro” (Di Tullio 2002-2003; Toscano y García 2011, 2013b, 2015; Battista 2016). Estos agentes del escenario intelectual argentino, desde una posición periférica, ofrecieron una postura alternativa y crítica frente al saber técnico y modernizador de los científicos españoles. Arturo Costa Álvarez -en una serie de artículos- y Almanzor Medina y Vicente Rossi -en una serie de cuadernos denominados Folletos lenguaraces (1927-1945)- enfrentaron directamente la posición adoptada por el Instituto de Filología. Según explicaba Di Tullio (2002-2003), estos críticos objetaron al organismo en cuanto a dos aspectos: “la procedencia hispánica de sus Directores, que los hacía sospechosos de pretender ejercer un tutelaje inadmisible”, y “la validez de un saber profesional, con sus exigencias de erudición y sus instancias de legitimación” (2002-2003: 31).
En cuanto a Costa Álvarez, Alfón (2011) señalaba que en Nuestra lengua (1922) -primer libro de este filólogo y previo a la institucionalización de la disciplina en la Argentina-, si bien el autor repudiaba las pretensiones autonomistas, estas no le impidieron adscribir, en el terreno normativo, al ideal emancipador de la lengua en América: el filólogo argentino consideraba necesario “tomar el dominio del diccionario y la gramática no para hacer otros sobre la base de distinciones y localismos”, sino para desarrollar esos conocimientos con independencia de la tutela académica y dogmática española (2011: 223). En líneas generales, este filólogo daba lugar a una perspectiva que proclamaba una lengua culta argentina no sujeta a la norma española, una posición también respaldada y defendida por Jorge Luis Borges (1899-1986) en sus textos iniciales.21
El caso de Medina y Rossi es el de dos intelectuales que encarnaron una perspectiva “antihispanista” y procuraron dar sustento programático a la propuesta inicial del profesor francés Lucien Abeille (1860-1949) en su Idioma nacional de los argentinos (1900), obra en la que, señalaba Di Tullio (2002-2003: 24), se proclamaba “el surgimiento de una nueva lengua que representaría fidedignamente la idiosincrasia de la nueva república”. Este par de críticos, entonces, deseaba erigir un idioma propio de los argentinos que, según entendían, emanaba del espíritu de un pueblo cuya idiosincrasia resultaba constitutiva de su autonomía cultural.
En esta sección del trabajo, entonces, procuramos analizar la posición que adoptaron los críticos del Instituto de Filología respecto del proyecto del Diccionario del habla popular argentina; específicamente, nos detenemos en aquellas intervenciones con las que Costa Álvarez, Medina y Rossi buscaron desacreditar la iniciativa de Montolíu. Estos intelectuales argentinos, según observamos, consideraron que, a pesar de la anunciada perspectiva dialectológica, el proyecto lexicográfico del filólogo catalán constituía un instrumento de intervención (español) sobre el idioma hablado en la Argentina, dado que no dejaba de tomar, al igual que antes Castro, la matriz peninsular como rectora.
4.1. La posición de Costa Álvarez
Arturo Costa Álvarez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1870. Su actividad laboral transcurrió principalmente en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata.22 Poco a poco, según señalaban Bordelois & Di Tullio (2002), este periodista, traductor y filólogo platense alcanzó autoridad por su especialización en la cuestión del idioma, que historizó en Nuestra lengua (1922) y luego amplió en El castellano en la Argentina (1928a). Así, Costa Álvarez se convirtió en uno de los agentes centrales del debate en torno a la lengua nacional durante el momento de establecimiento de la filología académica en la Argentina (Moure 2004; Ennis 2008; González 2008; Di Tullio 2009, 2010, 2015; Alfón 2011, 2014; Toscano y García 2011; Glozman & Lauria 2012). Específicamente, a raíz de ciertas intervenciones en diarios y revistas de la época (1924; 1925; 1928b; 1929a; 1929b) se perfiló como una figura controversial que entabló una disputa frontal con las autoridades del Instituto de Filología.23 En líneas generales, Costa Álvarez buscaba deslegitimar los protocolos de validación de la autoridad científica de los filólogos españoles y, en el afán de erigir una filología nacional, pretendía impugnar los criterios de neutralidad e internacionalidad de la ciencia (Toscano y García 2011, 2013b; Battista 2016).
La penúltima de la serie de intervenciones mencionadas con las que Costa Álvarez enfrentó abiertamente la labor del centro argentino es aquella en la que evaluó críticamente el proyecto formulado por Montolíu. “La obra del Instituto de Filología” (1929a) apareció publicado en el diario La Prensa. En este artículo, Costa Álvarez incrementaba notablemente el tono irónico y el desprecio con el que se refería a las actividades de los sucesivos directores del centro argentino; así, desde el comienzo fue contundente: “Esta obra es negativa; la representa toda entera un esfuerzo frustrado para crear la institución” (1929a: 15). Como causas del fracaso mencionaba dos: “la falta de precisión del plan de actividades del Instituto y la condición forastera de los directores contratados para organizarlo” (1929a: 15). A continuación, el autor realizaba una exposición detallada de los acontecimientos, y enunciaba también la pasividad de los dirigentes de la Facultad ante el “despilfarro” de los fondos públicos; finalmente, buscaba concientizar acerca de la necesidad de intervenir en los hechos para impulsar una “reforma fundamental” con la que “poner a la nueva institución en condiciones de llenar los fines para los cuales fue creada” (1929a: 15).
Respecto del primero de los puntos mencionados, Costa Álvarez profundizaba una caracterización de los directores que había ofrecido en su artículo de 1925 y la ampliaba incorporando a los últimos dos. Así, presentaba la labor del “polígrafo y miembro conspicuo” del centro madrileño (Castro), cuyo plan de análisis y catalogación de las peculiaridades (fonéticas, morfológicas, sintácticas, léxicas) del castellano en América con su evolución (histórica y geográfica) y su documentación literaria se juzgaba de “puramente verbalista” -una “fantasía”- dada su “enorme vastedad” (1929a: 15). Según el autor, el filólogo español no había percibido que no era suficiente “la pseudo erudición del memorista afecto a la minucia” ni la metodología de la ciencia española para cautivar a la juventud estudiante (1929a: 15). Luego, comentaba brevemente la gestión del “paleógrafo” (Millares Carlo), su biblia medieval judía y su examen de documentos visigóticos, del que no había resultado más que una “reseña sucinta” de ocho incunables de la biblioteca de la Universidad de La Plata y la publicación del primer Cuaderno (1929a: 15).
Llegado a este punto, Costa Álvarez se detenía en la caracterización de la labor de Montolíu, -a quien presentaba como “gramático”- y su invitación a un “magno torneo lexicográfico” (1929a: 15). Así, el autor se expresaba con absoluta ironía frente a la iniciativa de elaboración del diccionario dialectal argentino; consideraba que la convocatoria a miles de personas “elegidas entre los profesores de los colegios nacionales y de las escuelas normales de todo el país” para colaborar en esta obra “técnica y erudita” formaba parte de un “infaltable programa relumbrante” en el cronograma de actividades del Instituto de Filología (1929a: 15). En definitiva, Costa Álvarez se expresaba con sorna respecto de los resultados de esta empresa, pues encontraba que la ampulosidad del proyecto contrastaba con su minúsculo poder de convocatoria, más ridículo aun que el de una iniciativa inconclusa:
De la actuación de este director no ha quedado sino la constancia en nuestra prensa seria, y también en la festiva, de que a su invitación a ese magno torneo lexicográfico respondieron solícitamente 68 personas: 38 de ellas del sexo femenino, y 21 de ellas radicadas en el pueblito catamarqueño de San Isidro… (1929a: 15).24
Tras reseñar la actividad del filólogo “no importado” (Lehman-Nitsche) y advertir su trabajo limitado a un “fichero bibliográfico” de las lenguas indígenas de América, Costa Álvarez evaluaba la gestión de Amado Alonso, en quien, tras un año de “inacción indurada” en el cargo, reconocía como impronta “la falta total de iniciativa”, a la que definía como “una especie de catalepsia psíquica que al principio sorprende y después pasma” (1929a: 15). Por último, una vez revisada la actividad del Instituto durante sus primeros cinco años, Costa Álvarez ofrecía su veredicto:
[…] el consejo directivo de la Facultad de Filosofía y Letras estaría muy justificado si procediera a fundar en esa paladina confesión de impotencia la resolución de reorganizar sobre mejores bases este instituto, cuya existencia de parásito está consumiendo 18.000 pesos anuales entre sueldos y gastos (1929a: 15).
Y como corolario proporcionaba los pasos a seguir para resolver el despropósito: eliminar del presupuesto al Instituto y establecer lo que manda la ordenanza respectiva -esto es, asignar un plan concreto de actividades sujeto al proyecto original de Rojas- (1929a: 15). Para concluir, mostrando al mismo tiempo conocimiento y lealtad a la iniciativa rojista -que establecía que un “joven filólogo español” ocuparía el cargo de director del organismo-, Costa Álvarez expresaba con sarcasmo: “Y si hubiera de traer del extranjero un lingüista para dar el primer impulso a la institución, convendría no repetir la ingenuidad de contratar a ojos cerrados” (1929a: 15). Con este gesto el autor terminaba de expresar su abierto y frontal rechazo hacia el grupo de filólogos que el centro madrileño había puesto al mando del centro argentino desde el día de su inauguración hasta el momento de escritura del artículo. Así, al igual que veremos con los otros autores, observamos que Costa Álvarez buscaba impugnar los criterios de neutralidad e internacionalidad de la ciencia en el afán de incitar al establecimiento de una auténtica filología nacional. El objeto de estudio de esta debía ser efectivamente el idioma de los argentinos y no simplemente su habla popular como un mero desprendimiento de la norma culta peninsular, tal como podía entenderse a partir de las actividades programadas por los filólogos españoles, incluidas entre ellas la elaboración del referido diccionario.
4.2. La posición de Medina
Folletos lenguaraces es una serie de 31 cuadernos de corte netamente nacionalista y de un tono explícitamente confrontador respecto de la visión expansionista de la Real Academia Española y de la filología desarrollada por los miembros del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires. Esta serie “heterogénea” de cuadernos que va desde 1927 hasta 1945, según describe Toscano y García, “no responde a un plan preconcebido, sino a razones de fuerte orientación coyuntural” (2011: 316).25
Las falsas papilas de ‘la lengua’ (1928) de Almanzor Medina constituyó el número cinco de la serie de Folletos lenguaraces. En este cuaderno, el autor intentaba demostrar que, contra la pretensión española, los habitantes de la región del Río de la Plata hablaban una lengua propia y no el castellano, un idioma en realidad “sin eco alguno en el alma del pueblo” (1928: 8). En concreto, buscaba denunciar la falsa “creencia” de que “hablamos mal porque no hablamos castellano”, y sostenía que justamente “hablando mal se han formado todos los lenguajes humanos”; específicamente: “es inevitable hablar mal para llegar a hablar bien creando un idioma propio” (1928: 9). Así, arremetía contra la “grave maniobra” que pretendía someternos a “la Lengua”, pues se negaba a “acatar tutoría extranjera” y advertía al pueblo: “padecemos de impulsividad patriotera y carecemos de ambición nacionalista” (1928: 9-10).
Respecto de la actividad del Instituto de Filología, Medina la definió como “una sucursal en Buenos Aires” de la “orden de la Real”: “representa la burda pantomima de su influencia espiritual y lingüística” (1928: 10-11). Luego, abría juicio sobre la cuestión de la autoridad en la incorporación del léxico. Manifestaba su asombro respecto de “la diligencia y humildad de hablistas americanos”; estos, según indicaba, pedían “amparo” a la Real Academia para la aprobación de determinadas “voces nacionales” que “no podemos usar, ineludibles vasallos, sin la venia académica…” (1928: 19-20). Así, el autor exclamaba con sorna: “¡Académico correspondiente! … los más eurindios no resisten la tentación, y se hacen fidalgos” (1928: 20).
A continuación, bajo una interpretación del modelo idealista diferente respecto de la practicada por los filólogos españoles, Medina buscaba rechazar abiertamente la pretensión de unidad lingüística hispanoamericana que se subsumía en la empresa delineada por el Instituto:
El pueblo, conste, está ajeno a esa comedia con que se pretende burlar su obra y bastardear su alma que no concibe semejantes dependencias, y con su privilegiado injenio forma y sancionará su lenguaje nacional […] Precisamente la transformación del idioma es de pueblos cultos e intelijentes; su estancamiento, todo lo contrario (1928: 22-23).
De esta manera, consideraba que si la lengua era producto del espíritu resultaba inconsistente sostener una actitud homogeneizante respecto de las lenguas habladas en América Latina.
Luego, Medina revisaba la labor de Montolíu al frente del centro argentino; una vez más fue notablemente sarcástico al presentarlo como “uno de los favorecidos” con la fundación del organismo (1928: 27). Señalaba que este filólogo español había brindado una conferencia26 sobre la cuestión de la lengua nacional y en ella había confesado que “todo pueblo tiene derecho a idioma propio” (1928: 27). Medina manifestaba entonces una concesión respecto del juicio profesional de Montolíu, a quien, según indicaba, los pocos días de estancia en la Argentina le habían hecho notar que “eso de ‘el castellano en América’ […] era historia para chicos” (1928: 27). Sin embargo, el autor advertía y señalaba que el dialectólogo catalán, en su rol de director del centro argentino, durante el desarrollo de la referida conferencia había tenido que efectuar “acrobacia y esgrima orales” para no defraudar al “‘ilustre restaurador’ eurindio fundador del instituto” -refiriéndose a Rojas, a quien consideraba “refractario a ese nacionalismo”- (1928: 27-28). Si así no lo hubiera hecho, explicaba Medina, Montolíu habría sido duramente condenado por la “cábila académica” en virtud de la propagación de “ideas revolucionarias entre los vasallos del Plata” (1928: 27-28). El autor expresó su desacuerdo incluso respecto del título con el que fue presentada la obra del diccionario, pues consideraba que atentaba contra el espíritu idealista del que supuestamente se jactaba quien encaraba su elaboración. Y fue entonces sumamente contundente al juzgar las declaraciones del catalán:
[…] por quedar bien con los de “aquende” y los de “allende”, queda mal con el sentido comun, por que después de declarar que todo pueblo debe independizarse idiomáticamente, que el lenguaje es el alma, que “nación” es “cultura”, etc., etc., nos sale con que nuestro diccionario brevario debe ser del “castellano en América”, con lo que nos deja dominados, sin cultura, sin alma y sin nacion, y muy conformes al eurindio y la cábila (1928: 27-28).
En lo sucesivo, Medina señalaba que Montolíu y Castro -a quien presentaba como “su consocio en la canoninjia del instituto”- proyectaron dicho diccionario solo con el fin de disimular el “agravio” al “generoso pueblo” que financiaría tal obra (1928: 27-28).27 Así, Medina subrayaba el verdadero despropósito e injuria que ese rótulo involucraba: se estudiaría el “habla”, y no el “idioma” o el “lenguaje” argentino.
Por último, el autor concluía la embestida contra la labor de Montolíu al abrir juicio sobre el material que había sido puesto en circulación en el territorio nacional con el objeto de emprender la anunciada obra. Se refería al ya mencionado Cuestionario preliminar. Medina aludía despectivamente a este aporte con la expresión “papeletas-cuestionarios”, y luego describía de manera burlesca el “singular criterio” con el que estas habían sido distribuidas en algunas poblaciones del país:
[…] 5 ajentes en Buenos Aires y 21 en un pueblo de Catamarca llamado San Isidro, que no figura en los mapas corrientes; tendrá 500 habitantes; en Córdoba un solo ajente, y madrileño; en fin, un “allí queda eso, y el que venga atrás que arree” … y ambos filólogos se largaron para su aduar, después de honrarnos tanto, perfectamente convencidos de que “aquí no hay ya nada que hacer; esta es posesión perdida”, como predijo Martinez Campos al retirarse de Cuba (1928: 28-29).
Por lo tanto, al igual que hemos visto en la sección anterior al revisar la intervención de Costa Álvarez, Medina dejaba bien en claro el contraste entre, por un lado, un proyecto cuya magnificencia intentaba proyectarse en cada una de las presentaciones del diccionario y, por otro lado, los registros efectivos de la obra, que no arrojaban más que irrisorios datos sobre ella. Así es como el autor buscaba, con la exposición crítica de las actividades vinculadas a la proyección del diccionario y su cuestionario preliminar, poner de manifiesto la inoperancia de las autoridades del Instituto de Filología junto a la inadecuación en el estudio y tratamiento del lenguaje hablado en el territorio del Río de la Plata, aquel que una filología nacional debía erigir como auténtico idioma nacional de los argentinos.
4.3. La posición de Rossi
Vicente Rossi nació en Canelones (Uruguay) en 1871. Contó con una formación heteróclita en humanidades. Llegó a la Argentina en 1898. Según señalaba Toscano y García (2011: 316), este intelectual fue artífice de “un conjunto de textos literarios y ensayísticos, de fuerte impronta gauchesca y nacionalista”. En 1927 emprendió la publicación de los mencionados Folletos lenguaraces; no obstante, ocupó una posición periférica dentro de los debates suscitados en torno a las temáticas tratadas por la filología académica, pues, las críticas que buscó difundir con sus intervenciones no conllevaron réplicas de parte de los miembros del Instituto.28
Vocabulario de Vasallaje. Tercera serie y final (1932) constituyó el número trece de la serie de Folletos lenguaraces. En este cuaderno, Rossi evaluaba nuevamente la “delicada tarea” del Instituto de Filología, centro académico de investigación que se había propuesto abordar el “habla popular arjentina”. Según el autor, este objeto de estudio no era “un acaescimiento de la colonia”, sino que se trataba de una “ocurrencia del portugues Americo Castro, cuestionada por el catalan Montolíu y aliñada por el castellano - viejo Amado Alonso…”; y con absoluto sarcasmo, a continuación Rossi expresaba:
Lo util y patriotico sería traducir el castellano academico a la citada habla… Nuestro tilinguismo literario se desvaneceria de emocion al oir “la voz del amo” en sus propias voces; y por primera vez ese instituto gastaria los dineros del pueblo en algo util, ameno y nacional (1932: 8; las cursivas y las comillas son del original).
Más adelante, Rossi historizaba las actividades desarrolladas por el Instituto de Filología, organismo al que refería como un “anacronismo en la cultura arjentina”, dado que en él encontraba una “funcion de atalaya del idioma de Castilla en estos sus pretendidos dominios, y desfacedor de la arjentinidad en el idioma de los argentinos” (1932: 33; las cursivas son del original). El autor rotulaba este escenario como una “antífona inaugurante”, situación que decía advertir desde el momento de su fundación a cargo del “ilustre restaurador”: Rojas, quien había dispuesto como objeto del centro “enseñar a la intelectualidad arjentina ‘la historia del castellano’” (1932: 33). Esta tarea resultaba “ridícula e inútil”, explicaba Rossi, incluso para los mismos “extranjeros contratados en Madrid para dirigir el Instituto”, quienes de inmediato comprendieron la “incongruencia” y “para disimular el ‘yerro’”, sin dejar en evidencia el plan de base, se embarcaron en otra falaz empresa: “resolvieron coleccionar vocablos ‘hijos del pais’, bajo el titulo de diccionario del habla popular arjentina” (1932: 33-34; las cursivas y las comillas son del original).
Luego, Rossi indicaba que el “catalan” (Montolíu) y el “brasilero cervantinero” (Castro) confeccionaron unos formularios que pretendían “obtener los nombres que una misma cosa tenga en diferentes poblaciones arjentinas…”; concretamente, como hemos explicado más arriba: “El formulario convertia en ajente al que los recibia; nombraron 21 en un pueblito catamarqueño, San Isidro, que no está en los mapas… uno (madrileño) en Córdoba… 5 en Buenos Aires…” (1932: 34). Y así, para denunciar, junto a la incongruencia del plan, su ineficacia, Rossi señalaba que los filólogos españoles “hicieron la operación a lo ‘allí queda eso’, y se apretaron la gorra” (1932: 34). Luego, explicaba el autor, la labor debía ser continuada por “el nuevo adelantado” -el “castellano-viejo” (Amado Alonso)- en quien la inadecuación y la inconsistencia de la empresa delineada parecía llegar a su más elevada manifestación:
Y anda “en eso” don Amado; y así “saldrá ello” …! […] Don Amado, extranjero, de habla diferente a la nuestra; sin residencia alegable; que conoce la Arjentina por referencias; que no conoce al pueblo Arjentino; va a hacer el diccionario del habla popular arjentina…! Hay cosas que ni viendolas y tocandolas pueden creerse (1932: 35; las comillas son del original).
Por ende, Rossi cuestionaba una vez más la legitimidad de la autoridad extranjera en materia lingüística y se amparaba en los postulados de la perspectiva idealista, que era justamente aquella que decían difundir las autoridades del Instituto:
En paleontologia, jeolojia, mineralogia, etc., un profesor extranjero está en su puesto entre nosotros, pero en filolojia cada pueblo es único sabio en lo suyo a esta hora de la cultura, y los del Plata singularmente, en su lenguaje, nuevo, propio, de expresión y vivacidad sorprendentes, armonioso y dulce; todo lo opuesto al castellano, que es en sí un conglomerado de antiquisimas “frases hechas”, y en su diccionario “palabras cruzadas” sin solucion. […] Los idiomas son el alma, el espiritu, la imajinativa de los pueblos; a éstos pues hay que acudir para saturarse de la intencion y de la filosofia del vocablo; no basta ser nativo y profesor del lenguaje, como don Calixto; mucho menos extranjero, de otro idioma y trascendentista como don Amado. El idioma hay que vivirlo; “preguntar” informa pero no ilustra (1932: 35-37; las comillas son del original).
Para Rossi, entonces, la lingüística como disciplina científica que abordaba un objeto de naturaleza espiritual -el lenguaje- no estaba sujeta a la lógica de las ciencias de la materia, en las que ciertas contingencias nacionalistas podían ser dejadas de lado a la hora de invocar el juicio de un profesional. Por el contrario, desde la perspectiva de Rossi, quien buscaba obtener respaldo en los postulados del modelo idealista, en los asuntos del lenguaje el conocimiento no gozaba de internacionalidad: si se concebía al idioma como la expresión del alma del pueblo, no había autoridad más fuerte que la que clamaba desde el propio sentimiento nacional.
Finalmente, Rossi advertía y denunciaba en este trabajo que los filólogos españoles pretendían simplificar el fenómeno: buscaban reducir el habla popular argentina al “Lunfardo” en el afán de circunscribir su estudio al “léxico popular metropolitano”, cuando en realidad, según expresaba, el léxico “del interior” estaba en condiciones de “aplastar[los] en aporte expresivo y melódico de valores nativos y autóctonos” (1932: 37). Con esta observación, Rossi apuntaba el carácter reduccionista del emprendimiento institucional, pues intentaba dar cuenta de la complejidad de la tarea proyectada. Al señalar la tensión entre dos representaciones -la variedad rioplatense y la(s) variedad(es) del interior- en las que, a criterio del autor, los filólogos académicos no estaban reparando, advertía a estos últimos acerca de la auténtica magnitud del fenómeno. Pero no satisfecho únicamente con ello, Rossi además buscaba despojar de toda autoridad en la escena a los españoles que gestionaban el Instituto: no estaban en condiciones de abordar con éxito la cuestión del idioma argentino justamente por la naturaleza espiritual del lenguaje, que hacía a estos hombres, a pesar de su formación profesional en la materia, extranjeros a los valores de los vocablos con los que podían encontrarse en el país.
La sentencia de Rossi era clara: mientras el Instituto de Filología buscaba construir un objeto de estudio a partir de meras “circunstancias” -el habla popular argentina-, la Academia Argentina de Letras buscaba legitimar como “cosa muy seria”: el “Idioma Arjentino”, que no era una “continuación castellana”, sino “un lenguaje de inconfundibles caracteristicas propias, de indiscutibles valores propios” (1932: 37). El Idioma Argentino era, en definitiva, como objeto postulado y así concebido, un “inevitable proceso de cultura en marcha, que convierte a los obcecados castellanistas en furiosos obstruccionistas; quieren detener el Sol para que “no se les ponga”” (1932: 38) (las cursivas y las comillas son del original).
5. Consideraciones finales
Más allá de que la obra del Diccionario del habla popular argentina no prosperó, la actividad de Manuel de Montolíu durante su año de gestión operó una marcada redefinición del objeto de estudio del Instituto de Filología, razón por la que consideramos que su labor constituyó el primer paso de un período de transición de los modelos teóricos -la estilística y, como insumo metodológico, la dialectología- adoptados por el organismo. Gracias al impulso que este filólogo catalán dio a la incorporación de la perspectiva idealista -proceso que paulatinamente se consumó durante la extensa gestión de Amado Alonso al frente del centro argentino- pudieron pasar a formar parte del abanico de investigaciones fenómenos tales como el contacto del español con las lenguas indígenas e inmigratorias, y las variedades no cultas (“populares”) del español americano.
El proyecto de Montolíu, no obstante, conllevó un fuerte rechazo por parte de los críticos del Instituto, un grupo de intelectuales argentinos que enfrentaron abiertamente la labor de un centro al que denunciaron como sucursal bonaerense de los intereses españoles. Arturo Costa Álvarez arremetió contra el organismo porque advirtió que desconocía el desarrollo de una tradición local en materia de filología. Almanzor Medina y Vicente Rossi entendieron que el diccionario impulsado por el filólogo catalán, lejos de procurar erigir una lengua nacional como la que ellos pretendían reivindicar, contribuía a reproducir la actitud hegemónica de España sobre América Latina, pues intentaba concebir el habla popular argentina como un mero desprendimiento de la norma culta castellana. Estos críticos del Instituto, entonces, ofrecieron evaluaciones sarcásticas cuando contrastaron la enorme magnificencia con la que esta tarea había sido anunciada y los irrisorios resultados con los que unos pocos años más tarde se habían encontrado; denunciaron -principalmente Rossi- la inadecuada simplificación de la iniciativa delineada por los miembros del Instituto, quienes pretendían infructuosamente reducir el habla popular argentina al léxico metropolitano. Los tres autores buscaron impugnar el criterio de internacionalidad de la ciencia y despojar de autoridad en la empresa proyectada a los filólogos españoles, cuya condición era justamente la que, a pesar de su formación profesional en dialectología, los convertía en extranjeros a la hora de abordar los valores (y variedades) expresivas del idioma de los argentinos.