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México y la cuenca del pacífico

versión On-line ISSN 2007-5308

Méx.cuenca pac vol.10 no.29 Guadalajara may./ago. 2021  Epub 25-Jun-2021

https://doi.org/10.32870/mycp.v10i29.756 

Opinión invitada

Después de Trump: ¿volver a la normalidad?

After Trump: Back to normal?

1 Universidad de Guadalajara, Departamento de Estudios del Pacífico, Centro de Estudios sobre América del Norte. Parres Arias 150, Los Belenes, Zapopan, Jalisco, México. Correo electrónico: arturosc@hotmail.com


Los cuatro años de Donald Trump en la Casa Blanca fueron un desastre tanto para Estados Unidos como para las relaciones de ese país con la mayor parte de los países del mundo. El rechazo del electorado estadounidense a la campaña de reelección de Trump pareciera sentar las bases para un retorno a la normalidad en la conducción de la política en Washington, señaladamente en lo que toca al ámbito externo. Sin embargo, el regreso a la civilidad en la política interna y de la autoridad estadounidense en la política internacional dista mucho de ser automático. El daño causado durante el cuatrienio trumpista (aunque en realidad aquel se venía gestando al menos desde dos décadas atrás) hace que el gobierno del presidente Joe Biden enfrente una pronunciada cuesta arriba cuya remontada dista de estar asegurada. Los primeros días en el cargo del nuevo mandatario han hecho evidente que pretende cumplir su promesa de campaña de hacer de la diplomacia “la principal herramienta de la política exterior” de su país (Biden, 2020, p. 72); así, Biden ha anunciado una miríada de medidas encaminadas (en parte) a congraciar a su país con la comunidad internacional, tales como regresar al Acuerdo de París y a la Organización Mundial de la Salud (OMS; Economist, 2021). Dicho proceder puede ciertamente ser de utilidad para recuperar parte de la influencia que Estados Unidos perdió durante el pasado gobierno, pero difícilmente será suficiente para regresarlo a lo más alto de la pirámide del poder mundial. Washington tiene un problema de credibilidad: ¿quién puede asegurar a la comunidad internacional que los estadounidenses no instalarán en la Casa Blanca (así sea mediante la “peculiar institución” que es el Colegio Electoral, no mediante el voto popular) a otro Trump (a él mismo o a alguien que herede su tipo de liderazgo)? (Brands, 2021; Kirshner, 2021).

Así pues, el ámbito interno y el externo de la política estadounidense están inextricablemente relacionados. Si Washington quiere resolver o al menos paliar su problema de credibilidad, recuperando de esa manera la legitimidad perdida en los últimos años en la escena internacional, la crisis política que vive Estados Unidos no puede continuar (o profundizarse), así como tampoco puede persistir el déficit democrático que vive ese país y que se manifiesta en la evidente privación de derechos electorales y la manipulación de circunscripciones (por no hablar del ya citado Colegio Electoral). Parafraseando al recientemente fallecido ex secretario de Estado George Shultz, “la confianza es la moneda en el territorio de la política internacional” (Shultz, 2020). Reconstruir la confianza, superando la crisis de credibilidad en el ámbito internacional, es el principal desafío del gobierno del presidente Joe Biden si su país ha de restaurar, así sea parcialmente, la hegemonía perdida durante los cuatro años de Donald Trump. Revisemos pues lo sucedido durante el trumpismo y lo que el nuevo mandatario podría hacer para corregir el rumbo de su país.

***

El presidente Biden está consciente del daño que su antecesor hizo al poderío de Estados Unidos en la política internacional; como lo expresó durante su campaña presidencial: “En casi todos los aspectos, la credibilidad y la influencia de Estados Unidos en el mundo han disminuido desde que el presidente Barack Obama y yo dejamos el cargo el 20 de enero de 2017” (Biden, 2020, p. 64). En efecto, a finales de 2016, cuando las apuestas indicaban que el ejercicio del poder bajo Obama iba a seguir una trayectoria similar bajo el liderazgo de la candidata presidencial demócrata Hillary Clinton, el contendiente republicano, Donald J. Trump revertió la quiniela al ganar la elección con un margen de menos 2.86 millones de votos -pero con la mayoría de los votos en el Colegio Electoral: 304 contra 227 de Clinton-. Al asumir el poder, Trump empezó a hacer válidas las promesas nacionalistas y xenofóbicas de su campaña Make America Great Again a la presidencia. Así, poco después de su llegada a la Casa Blanca, la ex estrella de reality show retiró a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) y anunció el inicio de las renegociaciones de lo que llamó “el peor tratado jamás firmado”: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

En el frente económico internacional, Trump atacó repetidamente a la Organización Mundial de Comercio e impuso tarifas por doquier (a Canadá, China, la Unión Europea, México y Turquía, por ejemplo; Reuters, 2019). De esta manera, el entonces nuevo mandatario estaba rompiendo con una ⎯política de más de siete décadas de la política económica externa⎯ de su país independientemente del partido que se encontrara en el poder (Kirshner, 2021). En este ámbito, como Stephen Walt ha observado, Washington siguió un “caótico enfoque”, particularmente con el que es indiscutiblemente su principal contrincante: Beijing (Walt, 2019). Así, Trump no solo excluyó a su país de la amplia coalición política y económica que había construido para lidiar con el surgimiento de China, el ya citado TPP, sino que también se alienó de aliados potenciales, como Canadá o los países europeos, en su contienda contra el país asiático. Como el ex secretario del Tesoro, Larry Summers, señalara en el Financial Times, una “regla básica de estrategia es la de unir a tus amigos y dividir a tus potenciales adversarios. Estados Unidos parece estar haciendo lo contrario (…) ello ha dado como resultado que la mayoría del resto del mundo se ponga del lado de China en contra de Estados Unidos” (Summers, 2018).

Asimismo, desde principios de 2017 el gobierno de Trump abandonó otros muchos principios que le habían servido a su país como faro y guía desde la Segunda Guerra Mundial, particularmente en la conducción de su diplomacia. Así, arremetió de manera constante contra la alianza de seguridad más importante para su país, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); criticó a la Unión Europea e incluso amenazó con abandonar las Naciones Unidas. La administración Trump también desdeñó la amenaza del calentamiento global al retirarse del Acuerdo de París, y promovió el racismo con sus restricciones de viaje a los musulmanes, con sus acciones y su discurso sobre su pretendido “muro” a lo largo de la frontera con México, o con los denigrantes comentarios del presidente sobre algunos países centroamericanos y africanos (les llamó “agujeros de mierda” o países “de mierda”; Dawsey, 2018; Sullivan et al., 2018).

En la era Trump, Washington privilegió a los servicios armados sobre el servicio exterior, buscando incrementos y reducciones en sus presupuestos, respectivamente (Filkins, 2017). Confirmando la poca consideración que el anterior ocupante de la Casa Blanca le tenía a la diplomacia, Trump se jactó de mentirle a una de sus contrapartes (y aliado), el primer ministro de Canadá Justin Trudeau (Walt, 2018 a, p. 245). No es pues de sorprender que ningún líder extranjero pronunciara acerca de Trump lo que Charles de Gaulle dijo sobre el presidente Kennedy cuando el secretario de Estado Dean Acheson intentó mostrarle evidencias sobre los misiles rusos en territorio cubano: “la palabra del presidente de Estados Unidos es suficiente para mí” -desestimando los esfuerzos del enviado estadounidense- (Walt, 2018b). Como notó el semanario británico The Economist: “Trump maneja cada relación como una serie de transacciones competitivas”; según el semanario inglés, ningún otro presidente estadounidense había “fallado de manera tan conspicua en revestir la aplicación del poder coercitivo con el reclamo de estar actuando por el bien global” (Economist, 2018).

Así, la política exterior de la administración Trump se redujo en gran medida a la coerción y a rudimentarias negociaciones estratégicas -algo muy distinto a lo que fue la diplomacia estadounidense en los años dorados de su hegemonía- (Drezner, 2018b). Por lo tanto, como el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, observó: “el orden internacional basado en reglas está siendo desafiado, de manera sorpresiva, no por los sospechosos habituales, sino por su principal arquitecto y garante, Estados Unidos” (durante la Cumbre del G7 de 2018 en Canadá, la delegación estadounidense objetó la inclusión del consuetudinario “orden internacional basado en reglas” en el comunicado oficial del encuentro; en Shear, 2018). De manera similar, el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haas, escribió que con la llegada de Trump a la Casa Blanca, “Estados Unidos ha pasado de ser el principal preservador del orden a ser su principal disruptor” (Drezner, 2018a).

Ahora bien, el cambio observado en el papel de Estados Unidos de preservador a disruptor puede verse con matices debido a que no es que Estados Unidos haya preservado el orden internacional de la posguerra, o se haya adherido devotamente a él, por razones altruistas. Washington, a lo largo de su historia ha actuado de acuerdo con su interés propio (iluminado, se podría argumentar, en este caso); en el ámbito económico, por ejemplo, su consistente promoción del libre comercio ciertamente resultó benéfica para otros, pero Estados Unidos fue el principal favorecido. Asimismo, el actual orden internacional liberal está lleno de “anomalías”. Una lista parcial de ellas incluiría, de la parte estadounidense, asesinatos políticos en otros países, alrededor de 70 intentos de cambio de régimen, apoyo a gobiernos autoritarios, actividades encubiertas ilegales y tortura (Bacevich, 2018, p. 212; Zenko, 2019). Obviamente hubo altibajos en el grado en el que Washington siguió el guion del orden liberal.

Pero, aun así, un cambio de categoría tuvo lugar bajo la administración Trump. Con el simple hecho de rechazar los valores morales en la arena internacional, Washington dio un paso sin precedente. Como señalara el liberal The Economist:

La peculiar disposición de Estados Unidos a liderar fundiendo el poder y la legitimidad venció a la Unión Soviética y lo llevó a la hegemonía. El orden mundial que diseñó es el vehículo de esa filosofía. Pero el Sr. Trump prefiere recurrir a la vieja idea del poder de la fuerza. Sus impulsos quizá empiecen a imponer una nueva geopolítica, pero no le serán de utilidad ni al mundo ni a Estados Unidos por mucho tiempo. (Economist, 2018)

De manera similar, el académico realista Barry Posen ha notado que “al romper con sus predecesores, Trump le ha quitado mucho de lo ‘liberal’ a la ‘hegemonía liberal’ (…) Trump ha marcado una gran estrategia totalmente nueva para Estados Unidos: la hegemonía iliberal” (Posen, 2018).

Pero ¿de dónde surgió este enfoque o entendimiento del poder? Tiene sus raíces en una de las principales tradiciones de política exterior de Estados Unidos, la Jacksoniana, la cual pone de⎯ manifiesto el nacionalismo económico, el populismo y el unilateralismo algo que de hecho el propio Trump reconoció (Friedman et al., 2018; Mead, 2005). Asimismo, en la perspectiva del expresidente existía una especie de visión hobbesiana de la política internacional. Como escribieron el exasesor de seguridad nacional de Trump, H. R. McMaster, y el exasesor económico, Gary D. Cohn, en un editorial conjunto en el Wall Street Journal en el contexto de la primera gira de su jefe al exterior:

El presidente se aventuró a su primer viaje al exterior con una clara visión de que el mundo no es una “comunidad global”, sino una arena donde las naciones, los actores no gubernamentales y las empresas se vinculan y compiten para sacar provecho (…) En lugar de negar esta naturaleza elemental de los asuntos internacionales, nosotros la aceptamos. (McMaster & Cohn, 2017)

De acuerdo con el anterior gobierno estadounidense, la superioridad material de su país significaba que debía ser capaz de ejercer más poder, a su discreción. Asimismo, bajo este entendimiento el desequilibrio debería infundir ansiedad entre los demás países. Para el expresidente Trump, como él mismo lo puso, “el poder real es -ni siquiera quiero utilizar la palabra- el miedo” (Woodward, 2018). De esta manera, llegamos a la enunciación de la Doctrina Trump, tal como la formuló un alto funcionario de la Casa Blanca: “La Doctrina Trump es ‘nosotros somos Estados Unidos, perra’. Esa es la Doctrina Trump” (en Goldberg, 2018).

No es de sorprender, pues, que durante el mandato de Trump Estados Unidos haya sufrido grandes pérdidas en términos de su reputación internacional. En comparación con el último año del gobierno de Obama, la tasa de aprobación del liderazgo estadounidense hacia el final del primer año de Trump cayó alrededor de 20 puntos porcentuales -y alrededor de 30 de acuerdo con una encuesta de Gallup levantada en 134 países (en Baker, 2018). De manera similar, en 2018 una encuesta del Pew Research Center en 25 países encontró que, en promedio, solo el 27% de los encuestados confiaban en el presidente Trump (México presentó la peor opinión, con solo el 6% de los entrevistados mostrando confianza en el mandatario estadounidense; Wike et al., 2018). De manera significativa, la percepción del debilitamiento de Estados Unidos en la escena internacional no solo se tiene fuera de ese país, sino que sus propios ciudadanos han reconocido que la imagen e influencia de Washington en el mundo se deterioró con el presidente Trump. Así, de acuerdo con un reporte del Consejo de Chicago de 2018, “59% de los estadounidenses dice que Estados Unidos es menos respetado ahora que hace 10 años”, y la mayoría de los encuestados “piensa que Estados Unidos está perdiendo influencia global” (Smeltz et al., 2018, pp. 13 y 14).

Estos resultados están, por supuesto, íntimamente relacionados tanto con la visión del mundo, y en particular de la diplomacia, del anterior presidente estadounidense, como con su manera populista de hacer política en el ámbito doméstico. Como buen populista, a Trump las instituciones le resultaban incómodas, pues acotaban su poder. Así, como si estuviera en algún manual de este tipo de políticos, el expresidente intentó debilitarlas. Caso paradigmático de esta empresa fue el Departamento de Estado, instrumento fundamental del poderío estadounidense en el mundo; por instrucciones expresas de su jefe, sus dos titulares, Rex Tillerson y Mike Pompeo, se dedicaron a prácticamente desmantelarlo (Drezner, 2019, p. 727; Walt, 2021).

Pero además de debilitar a una de las instituciones centrales y más antiguas de Estados Unidos (se creó como la primera oficina del Poder Ejecutivo, en 1789), el expresidente Trump tenía una visión, como corresponde a todo líder populista, personalísima y omnímoda de sus atribuciones. Como dijo en el otoño de 2017, cuando se le preguntó sobre las contadas designaciones que había llevado a cabo en esa dependencia (lo cual, de entrada, denotaba su desprecio hacia la misma): “Déjame decirte, el que importa soy yo. Yo soy el único que importa, porque cuando llegamos al fondo del asunto, esa es la política que se va a adoptar [sic por la enredada sintaxis]” (Drezner, 2019, p. 728). No es de extrañar, pues, que como dijera el embajador colombiano en Washington a su canciller entrante en una llamada de fines de 2019, filtrada a la prensa: “El Departamento de Estado, que solía ser importante, está destruido, ya no existe” (en Democratic Staff, 2020, p. 19).

Pero como se sugirió anteriormente, el expresidente Trump tenía una animadversión a las instituciones en general, no solamente a las que se relacionaban con otros países. Así, el exmandatario se dedicó a hostigar aparatos burocráticos y quebrantar normas en incontables ámbitos internos. Por ejemplo, agencias especializadas como la de protección ambiental (epa, por sus siglas en inglés), estuvieron constantemente bajo la mira de la Casa Blanca. De manera similar, puesto que a Trump le estorbaba la división de poderes para sus ambiciones políticas, sometía a crítica e interferencia a los otros poderes constitucionalmente autónomos. Como comentara Paul L. Friedman, juez federal de Distrito, el expresidente consideraba “a las cortes y al sistema de justicia como obstáculos que deben ser atacados y socavados, no como un poder [del Estado] de igual jerarquía que debe ser respetado (…) Esto no es normal” (Montgomery, 2020). En efecto, Jack Goldsmith, profesor de derecho de Harvard y exfuncionario del Departamento de Justicia ha notado que el sistema político estadounidense “estaba fundado en el supuesto básico de que los presidentes operarían bajo un rango de sensatez, un rango de voluntad para jugar con las reglas del sistema, un rango de por lo menos un mínimo entendimiento de los constreñimientos políticos y normativos” (Montgomery, 2020). Todavía más, la inquina del expresidente contra el aparato burocrático estadounidense, lo que él y sus seguidores llamaban el “Estado profundo”, se tradujo en un desempeño gubernamental por demás incompetente ⎯como el manejo de la pandemia de la covid-19 lo demostró palmariamente algo que, por cierto, contribuye a la pérdida de legitimidad de Estados Unidos en el mundo (Latin American Herald Tribune, 2021; Walt, 2020).

No es de extrañar, pues, que en aras de conseguir sus fines el expresidente Trump haya sido un mentiroso serial: emitió más de 30,000 aseveraciones falsas o engañosas (de las cuales 3,165 fueron referentes al ámbito exterior; Washington Post, 2021). Buena parte de las mentiras del expresidente iban dirigidas a animar a su base política y, en consecuencia, a fomentar la polarización del electorado estadounidense. En este contexto, la insurrección del 6 de enero de 2021, en la que hordas de extremistas, azuzadas por el mismo Trump, tomaron por asalto el Capitolio cuando se llevaba a cabo el conteo de los votos electorales que daban el triunfo a Joe Biden, no fue realmente sorprendente (Nakamura, 2021).

Sin embargo, como se planteó más arriba, el lamentable estado de cosas recién esbozado tanto de la política interna como de la externa de Estados Unidos no fue creación exclusiva de un presidente desquiciado y egocentrista, uno al que siguió ciegamente una considerable parte del electorado (en 2016 Trump obtuvo el 45.9% del voto popular; en 2020 el 46.8%). Lo que hizo posible la presidencia de Trump fue el progresivo corrimiento hacia la derecha, desde los años ochenta del siglo pasado, pero particularmente durante la última década, del Partido Republicano (Economist, 2020; Norris, 2021; Wehner, 2020). En un sistema bipartidista como el estadounidense, la radicalización de un partido está destinada a tener consecuencias profundas en el sistema político en su conjunto ⎯tal como lo estamos viendo hoy en día en nuestro vecino del Norte⎯.

Afortunadamente, las posiciones del exmandatario en temas clave de política pública, como las alianzas internacionales, el comercio y la migración, no lograron trascender en la opinión pública; de hecho, en varios de estos temas posiciones contrarias a las de Trump incrementaron su nivel de popularidad (Drezner, 2019, p. 729). Así, no es de extrañar que el cuadragésimo cuarto presidente estadounidense haya terminado su periodo con la menor tasa de aprobación popular desde que la empresa Gallup empezó a realizar encuestas sobre la temática (a finales de la década de los treinta del siglo XX); al finalizar, la tasa de aprobación de su gobierno fue de tan solo 34%, mientras que el promedio a lo largo de los cuatro años fue de 41% (Jones, 2021).

Aquí es donde las promesas de campaña de índole interna del presidente Biden pueden resultar útiles para paliar la profunda afección que aqueja a la sociedad y al sistema político estadounidense ⎯y de esa manera contribuir también a salir de la crisis de credibilidad en que se encuentra Estados Unidos en la arena internacional. Una de las constantes de la era Trump, pero que en realidad lo preceden, son los esfuerzos del Partido Republicano por impedir que ciertos grupos de electores, en particular los afroamericanos, ejerzan su derecho al voto; de manera similar, otra táctica muy socorrida por el mismo instituto político para socavar la representación de las minorías ha sido la traza de fronteras mañosas para definir los contornos de los distritos electorales, lo que se conoce como gerrymandering. Otro problema más extendido del déficit democrático que enfrenta Estados Unidos se refiere por supuesto a la existencia misma del Colegio Electoral en la elección presidencial. Gracias a dicho sistema, los estados con menor población, los cuales tienden a ser predominantemente rurales, están sobre-representados; por ejemplo, el un voto de Iowa prácticamente “cuenta” cuatro veces más que uno de California (vanden Heuvel, 2020). Sin embargo, el Colegio Electoral es un problema prácticamente insuperable (al menos en el corto y mediano plazo), pues para su abolición se necesita de una enmienda constitucional (la cual requiere la aprobación de dos terceras partes de las dos cámaras del Congreso, y la de tres cuartos de las legislaturas estatales). Así pues, la manera en que se puede avanzar para lograr la plena representación de los ciudadanos estadounidenses, y de paso diluir el peso de las coaliciones minoritarias como la que hizo posible que Trump llegara a la presidencia, es mediante reformas legislativas, acciones ejecutivas y trabajo organizativo de organizaciones de la sociedad civil interesada en los derechos políticos. Así, por ejemplo, durante su campaña el ahora presidente Biden prometió restaurar el Acta de los Derechos de Votación de 1965; el cumplimiento de esa promesa sería un paso en la dirección correcta (Biden, 2020, p. 65). Otra acción en la misma dirección sería enfatizar la lucha legal y política contra el gerrymandering.

En el ámbito externo, como ya lo ha señalado el propio mandatario, su tarea es deshacer el tóxico legado de su predecesor. Entre las asignaturas pendientes, además de la concreción del ya mencionado retorno al Acuerdo de París y a la OMS, se encuentran las siguientes: el retorno pleno a la Organización Mundial del Comercio; recomponer la relación con los socios de la OTAN; la apertura de negociaciones para el eventual ingreso de Estados Unidos al Acuerdo Integral y Progresivo de Asociación Transpacífica, el cual sucedió al malogrado TPP (luego de la ya notada denuncia de éste por parte del gobierno de Trump). De manera similar, las alianzas militares bilaterales que Estados Unidos ha mantenido desde los años de la Guerra Fría en el Pacífico, particularmente aquellas con Japón y Corea del Sur, necesitan ser reanimadas, luego del trato meramente transaccional que esos países recibieron por parte del anterior gobierno estadounidense; de primordial importancia es también el retorno de Washington al Plan de Acción Integral Conjunto para la limitación de las capacidades nucleares de Irán.

Pero la clave es el efecto que las reformas internas puedan tener en lo que, como señalaba al inicio de este escrito, es quizás el principal problema que enfrenta Estados Unidos para resarcir, en lo posible, la pérdida de autoridad que tuvo lugar en el ámbito internacional durante el gobierno de Donald Trump: la crisis de credibilidad heredada por la que, esperemos, sea no más que una anomalía, terrible, sí, pero anomalía al fin y al cabo, en la historia estadounidense: un gobierno populista, tontamente utilitarista y xenófobo.

Referencias

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