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México y la cuenca del pacífico

versión On-line ISSN 2007-5308

Méx.cuenca pac vol.3 no.7 Guadalajara may./ago. 2014

 

Opinión invitada

La Misión Hasekura en México

Omar Martínez Legorreta1 

1 El Colegio Mexiquense, México.


Los años finales del siglo XVI y los primeros de la siguiente centuria los llenaron avances de hombres y reinos, impulsados por una inercia lógica pero impredecible, preparada en los dos siglos anteriores. Civilizaciones e imperios avanzaban a un encuentro no previsto, cuya violencia brotaba del deseo de extender límites, señorear nuevas tierras que se abrían, apoderarse de riquezas y avasallar a los seres humanos que las producían. Descubrimientos de continentes e islas de buques titubeantes sobre aguas desconocidas, cuyos derroteros fueron trazados por imaginaciones desbocadas que forjaron leyendas y mitos; eran retos que empujaban a los espíritus aventureros que buscaban riquezas, nombres y prestigios.

El comercio internacional por tierras y por mares, cuyo mejor ejemplo fue la “ruta de la seda”, desde siglos anteriores tejía redes que unían países, encendía ambiciones y propiciaba sueños. El mundo antes concebido como plano, resultó redondo y, tal vez por ello más conveniente para ceñirlo con lazos de intereses materiales y espirituales. Europa y Asia se acercaban y empezaban a conocerse, cada una partía desde el convencimiento de una superioridad intrínseca con la que buscaba imponer y sujetar al otro, más que conocerlo y apreciarlo. Eran los inicios de una “mundialización”, cuyas avanzadas eran los comerciantes y sus negocios y los misioneros católicos y su evangelización. Ambos empujes se encontraron en Asia y convirtieron a la región del Pacífico, desde entonces, en la de mayor crecimiento económico y campo promisorio para la siembra del catolicismo. Si en algún lugar del planeta se inició la “globalización” en un tiempo determinado, ese lugar fue el Asia oriental en el siglo XVII.

Con este apretado recuento del escenario internacional, como un preámbulo necesario, se debe colocar el relato de la Misión Hasekura.

Temprano en los inicios del siglo XVII, cuando se podría decir que el campo de las relaciones internacionales entre los aventajados imperios europeos no registraba sus mejores momentos, tuvo lugar un contacto fortuito entre dos distantes países en circunstancias muy importantes en su historia interior. Ese encuentro, propiciado por la violencia de un tifón y el encallamiento de un buque en costas desconocidas, puso en contacto a gobernantes de países distantes. Constituyó un hecho extraordinario que inició una relación amistosa. Ese encuentro acercó, por primera vez, al poderoso imperio español y al naciente imperio japonés.

Impulsado por el deseo insaciable de añadir tierras desconocidas y ricas en los metales que financiaban sus guerras y su prestigio en Europa, el imperio español no terminaba por entender y dominar la barrera desconocida que representó el hallazgo de un continente, que se llamaría América, y las conquistas de sus imperios indígenas más importantes, México y Perú, cuando en su búsqueda de la comunicación marítima entre los océanos Atlántico y Pacífico, el gobierno español, desde su primera colonia llamada Nueva España, decidió seguir sus exploraciones y conquistas más allá, hacia occidente, a la búsqueda de las islas “rica en oro” y “rica en plata”. Sus exploradores encontraron un sinfín de islas a las que dieron nombres, pero no llegaban a las ansiadas costas de las islas de la Especiería, que eran de dominio portugués, y finalmente a las orillas de China, la meta de sus ambiciones.

De los archipiélagos que no figuraban en ningún mapa marítimo que conocieran, ubicados en mares desconocidos, a los que llegaron más por suerte y por los vientos estacionales de aquellas aguas, los buques españoles entraron un afortunado día en la muy bella y propicia bahía de Manila, en cuya orilla fundaron la ciudad capital de su primera colonia en Asia, las Islas Filipinas. Ese puerto magnífico y de localización perfecta se convirtió en el asiento y vértice de una red comercial internacional cuya importancia y riqueza harían que el Océano Pacífico fuera llamado “el lago español”.

A Manila llegarían poco a poco las embarcaciones y juncos de Japón y China para vender sus mercancías preciosas, muy solicitadas en la metrópoli y la Nueva España, cuyos objetos se pagaban con la plata que empezó a llegar aparentemente inagotable, a manos de los comerciantes japoneses y chinos y de otros países asiáticos, con lo que inició una época de prosperidad comercial cuyos efectos preocuparon, positiva y negativamente, a los gobiernos de esos países. Con el ansiado metal llegaban también conocimientos sobre los países de procedencia y las intenciones reales de sus gobiernos. De esos conocimientos fueron portadores los mercaderes, primeros actores y beneficiarios del tráfico comercial y los misioneros cristianos católicos, impulsados por su propio celo y convenientemente respaldados por los gobiernos de sus metrópolis, Portugal y España.

Comercio y religión católica llegaron a Japón en los buques de Portugal, el primer imperio europeo que extendía su red comercial en Asia. Protegido por la división del mundo que realizó el papa Clemente VII desde Roma, el gobierno y las grandes casas comerciales portuguesas empujaban el comercio y su establecimiento en puntos estratégicos para ubicar almacenes y ferias comerciales, agentes y representantes, iniciando relaciones con sus contrapartes locales. Llegados por el Pacífico occidental y apoyados por sus factorías en India y Malaca, su primer asiento fue el puerto de Nagasaki. Después llegó el primer misionero jesuita que llevó el cristianismo católico a Japón, Francisco Javier. Este misionero llegó también al amparo de la disposición papal que concedía el monopolio de la cristianización en Asia a la Compañía de Jesús.

Ambos aspectos, el comerciante y el misionero, fueron bien recibidos por los señores feudales del sur y los habitantes de sus feudos. El comercio y la evangelización caminaron con prosperidad en sus primeros años en Japón. Un tifón que azotó con gran furia las costas japonesas hizo que en la madrugada de un día de septiembre de 1609 naufragara un galeón español, que procedente de Manila se dirigía a Acapulco, en la Nueva España, hoy México. Rescatados los sobrevivientes del naufragio, se dio a conocer la persona de Rodrigo de Vivero, ex gobernador interino de las Filipinas, quien regresaba a México.

Rodrigo de Vivero llegó como náufrago a Japón, en momentos cruciales de la historia interna de Japón. Al final de un periodo de guerras entre los señores feudales sin un gobierno nacional lo suficientemente fuerte para asegurar su lealtad, el tercer shogun que concluyó la unificación y pacificación del país, Tokugawa Ieyasu, se ocupaba de esas tareas de reciente inicio. Su gobierno se había iniciado pocos años atrás y se sentía una cierta fragilidad en sus logros. Sus informes y experiencias, recabadas de la observación directa de la actuación de los extranjeros, comerciantes y misioneros, en tierras japonesas, más los reportes de sus agentes que viajaron en delegaciones ante los países vecinos, en especial en Manila y en India y Malaca, no le tenían tranquilo. Las presiones de otros recién llegados, comerciantes también europeos, holandeses e ingleses, le informaron del panorama internacional de competencia comercial y religiosa en que se encontraban trabados los grandes imperios europeos y las luchas religiosas en Europa, así como los avances y conquistas de los españoles y portugueses en América y en Asia.

En esa atmósfera de inquietudes, sospechas y diferentes proyectos personales entre los señores feudales mismos, protectores de su enriquecimiento debido a sus tratos con los comerciantes portugueses y españoles, ante la crisis económica en que se encontraba el gobierno por la salida de la plata que compraba lujos innecesarios, sin la aprobación shogunal pero con su conocimiento, un señor feudal insistió en la conveniencia de establecer una relación comercial y de cooperación técnica con el mayor productor de plata que conocía el mundo: la Nueva España. Con su gobierno, más que con su metrópoli, se podrían establecer relaciones convenientes para ambas partes. Se necesitaban tanto el comercio como el conocimiento de nuevas técnicas en minería que se podrían obtener de la Nueva España; convenía, por lo tanto, hacer un intento.

Se preparó así una misión especial en cuya planeación se mezclaron, no en la mejor forma, intereses comerciales e intereses misioneros. Junto al enviado oficial que encabezaría la misión, un samurai de segundo rango, Hasekura Tsunenaga, viajaría como intérprete un monje misionero franciscano con su proyecto propio. La mezcla de ambos intereses y proyectos acabarían por tener resultados negativos. A la postre, ni una parte ni la otra podrían reclamar el éxito de esa aventura. Sin embargo, se debe resaltar el hecho de que, entre los preparativos, el viaje mismo por las aguas del Pacífico, que abrían así a los buques japoneses una ruta tan celosamente protegida por los españoles, se llevó a cabo la llegada a México, su capital y otras ciudades, de la primera misión organizada por un señor feudal japonés que tenía visión y ambiciones en sus proyectos, pero que unió en una relación de amistad a dos países en momentos cruciales de su historia.

Me parece todo un acierto que la revista México y la Cuenca del Pacífico, publicación del Departamento de Estudios del Pacifico de la Universidad de Guadalajara, dedique uno de sus números a dar a conocer las ponencias presentadas en el Seminario Internacional que convocó para conmemorar el 400 Aniversario de la Misión Hasekura a México, con la que se inició una feliz relación, no exenta de episodios desafortunados posteriores, ahora superados, entre México y Japón. Este número de la revista está destinado a divulgar los acontecimientos que en México y, principalmente en Japón, preludiaron el viaje de esa importante misión en el inicio de las relaciones entre los dos países.

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