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Intersticios sociales

versión On-line ISSN 2007-4964

Intersticios sociales  no.16 Zapopan sep. 2018

 

Reflexión teórica

El concepto de huella en la filosofía de Walter Benjamin

The concept of trace in the Philosophy of Walter Benjamin

1 Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete” (ENCRYM-INAH), SNI I, guillermo_pereyra_@encrym.edu.mx


Resumen

En la filosofía de Walter Benjamin, el concepto de huella tiene distintas facetas: las huellas de la historia, de los lugares y los nombres; las huellas que pueden hallarse en diversas situaciones de la ciudad moderna y, especialmente, los rastros capturados por el colectivo urbano cuando se encuentra en estado de shock. El tema de la huella también puede rastrearse en el interés de los poetas barrocos alemanes por la concepción escritural de la historia, los fragmentos alegóricos, el cuerpo despedazado, las bibliotecas, los libros y las ruinas antiguas. Las ciudades de París y Berlín guardan relación con el problema de la huella: París es para Benjamin el origen de la modernidad occidental, y Berlín es el lugar de sus recuerdos personales. Los conceptos de “tradición de los oprimidos” y de memoria involuntaria recuperan, cada uno a su manera, las huellas perdidas del pasado.

Palabras clave: Walter Benjamin; modernidad; memoria; huella; cuerpo

Abstract

In the philosophy of Walter Benjamin, the concept of trace has several facets: the traces of history itself, of places and names, the traces that can be seen in different circumstances of the modern city, and, especially, the traces captured by urban collectives that find themselves in a state of shock. The question of trace also appears in the interest of German Baroque poets in the scriptural conception of history, in fragments of allegory, and in dismembered bodies, libraries, books and ancient ruins. The cities of Paris and Berlin are intimately-related to the issue of trace: Paris as the origin of Western modernity -according to Benjamin- and Berlin as the place of the philosopher’s own memories. The concepts of the “tradition of the oppressed” and involuntary memory revisit, each in its own way, the lost traces of the past.

Keywords: Walter Benjamin; modernity; remembrance; trace; body

Introducción

La relación que el presente tiene con el pasado está mediada por huellas de distinto tipo. Walter Benjamin afirma que “en la huella nos hacemos con las cosas” y define a esta como “la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás”.1 La “cercanía” de las huellas debe entenderse a partir de la relación de actualización que el presente mantiene con el pasado. La huella no es únicamente un indicio de hechos acontecidos o el principal recurso de que dispone el historiador para apropiarse del pasado. Para Benjamin, la huella es ante todo un material donde el pasado puede construirse y actualizarse en el marco de las interrogaciones que el presente le dirige a la historia.

Benjamin fue un vehemente seguidor de las huellas que permiten dilucidar el derrotero de la modernidad. En este contexto, el Barroco aparece como una época de guerras permanentes, donde los dramaturgos alemanes comprenden la historia desde la perspectiva de la caducidad de la naturaleza. Benjamin también encontró los signos de la decadencia y la transitoriedad en las sociedades capitalistas europeas de los siglos XIX y XX. En el mundo moderno la experiencia se fragmenta, las cosas están dispersas y la historia adquiere el rostro de la “eterna caducidad”. En ese contexto, el rastreo de las huellas del pasado se vuelve una tarea espinosa. ¿Cómo identificar, comprender y recopilar las huellas si se asume que la modernidad es un tiempo de catástrofes, de empobrecimiento de la experiencia, de rupturas y mutaciones varias? Este trabajo busca dar una respuesta a esta interrogante y se plantea dos objetivos fundamentales.

En primer lugar, me propongo escudriñar las irrupciones de la idea de huella (Spur) en la obra de Benjamin. El concepto se menciona en la sección i titulada “El interior, la huella” (“das Interieur, die Spur”) del Libro de los Pasajes y en la segunda parte de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”. Esta idea es referida también de manera tácita en diversos textos del corpus benjaminiano, y para analizar sus distintas facetas realizaré un trabajo hermenéutico. A través de esa labor, mostraré los cambios históricos a que se enfrentan las huellas en la modernidad y las maneras en que se produce su legibilidad. A medida que las huellas se sustituyen en el discurrir de la modernidad, también se modifican los sujetos que realizan el trabajo de registro, acopio y lectura de ellas, así como los lugares o medios que las acervan. Las dimensiones en que puede rastrearse el concepto de huella en la filosofía benjaminiana son el Barroco, la urbe decimonónica, el lugar donde transcurrió la infancia, las tecnologías postauráticas (fotografía, cine y radio), los procesos revolucionarios y la memoria involuntaria.

En el Barroco alemán, las huellas son leídas por el poeta sumergido en las bibliotecas como alegorías de la historia. La ciudad de París irrumpe en el siglo XIX como un espacio de huellas que son capturadas por el flâneur en sus paseos sin rumbo fijo y por el burgués que habita en el interior; es también el lugar donde las fotografías de Eugène Atget registran el “rostro surrealista” de la urbe moderna. Para Benjamin no hay quizás un lugar que esté más plagado de huellas que Berlín, la ciudad donde pasó su infancia y su juventud. Las tecnologías postauráticas modifican el estatus tradicional de la huella, sustituyendo al viejo narrador que relataba historias por el colectivo urbano interesado en la información que obtiene en la fotografía, la radio y el cine. Los procesos revolucionarios modernos se enfrentan a la dificultad de producir un nuevo tiempo actualizando a la vez las huellas de la “tradición de los oprimidos”. Por último, la memoria involuntaria emerge en la modernidad tardía como la nueva superficie de inscripción de las huellas en el contexto del empobrecimiento de la experiencia y la desaparición del viejo arte de narrar.

En segundo lugar, analizaré el vínculo que Benjamin establece entre la memoria/historia, la huella y el cuerpo (individual o colectivo). Cuando la historia se comprende desde el “giro dialéctico y copernicano de la rememoración”, el pasado deja de considerarse un “punto fijo” y “la política obtiene el primado sobre la historia”.2 El cuerpo no es ajeno a la labor de rastreo de las huellas del pasado. Los poetas barrocos alemanes observan en el cuerpo mortecino un índice de la historia entendida como catástrofe continua. El colectivo que se mueve agitadamente en las calles de París capta con su cuerpo “hipersensible” las huellas oníricas de la Edad de Oro industrial. El colectivo revolucionario actúa en una esfera política saturada de imágenes que, además, es un espacio de cuerpos. Y la memoria involuntaria es básicamente una memoria corporal.

Mi argumento se desarrolla en tres momentos. La primera dimensión de la huella que examinaré se encuentra en la concepción alegórica de la historia del drama barroco alemán (Trauerspiel). La historia se plasma en los emblemas, las bibliotecas, los libros y las ruinas antiguas, que despertaron un gran interés en los dramaturgos barrocos alemanes. La segunda faceta de la huella se encuentra en el ámbito de la ciudad moderna. Dos ciudades con las cuales Benjamin tuvo un vínculo afectivo e intelectual son depósitos de huellas: París contiene las huellas originarias de la modernidad occidental, y Berlín es el lugar donde transcurrió la infancia de Benjamin. Por último, analizaré el tema de las huellas perdidas/recuperadas de la “tradición de los oprimidos” y la relación que existe entre el cuerpo y la memoria involuntaria.

Historia, mundo de las cosas y cuerpo en el drama barroco alemán

Se suele indicar que las dos influencias fundamentales de Benjamin fueron los cabalistas judíos y los textos románticos; sin dudas, hay que considerar también a los barrocos alemanes.3 Los dramas barrocos alemanes fueron escritos en los siglos XVI y XVII, y relataban historias de catástrofes en el marco de las guerras de religión. A Benjamin le interesó la manera en que esta dramaturgia entendía la historia y la representaba escénicamente. En los dramas barrocos los personajes (reyes, intrigantes de la corte, fantasmas) eran reducidos “al estado de criatura” y -a diferencia de la tragedia griega- no se enfrentaban a los dioses o al destino. Más bien, los héroes barrocos tenían que vérselas con las intrigas terrenales de la corte.4 Para escribir sus dramas los poetas alemanes debían saber de asuntos de Estado, reconocer los estados de ánimo de un soberano y conocer las habilidades para mantenerse en el poder. El drama barroco pone en escena la ausencia de salvación, la caída de la criatura y la catástrofe permanente de la historia. La criatura barroca no pertenece a la concepción cristiana de la historia de la salvación y no tiene acceso a la gracia. Su caída preanuncia la catástrofe que se intensificará luego en el estadio histórico de la humanidad. La catástrofe irrumpe en la historia cuando el soberano no puede restaurar el orden a través de su decisión y, en ese contexto, las intrigas de la corte se multiplican y no se pueden detener.

En el meollo del drama barroco alemán se encuentra el concepto de “historia natural” (Naturgeschichte). Desde la perspectiva barroca la historia se comprende desde el prisma de la naturaleza transitoria. Los poetas barrocos pensaban que la principal característica de la naturaleza no es la eternidad del ciclo germinativo sino la caducidad de las criaturas. Así, la naturaleza no se manifiesta “en el brotar de la yema y en la flor, sino en lo marchito y decadente de sus criaturas”.5 Los dramaturgos barrocos consideraban que la historia “no se plasma ciertamente como proceso de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible”.6 Esto significa que con el paso del tiempo los bienes de la cultura se marchitan como lo hacen las criaturas de la naturaleza. Es decir, la historia hace que los significados y valores de los objetos culturales se vuelvan elusivos y finalmente se reduzcan a escombros.

En la escena teatral barroca, la corte y la calavera se presentan como las principales alegorías de la historia. La corte representa el fondo permanente de la historia donde ascienden y caen los tiranos. En la calavera se encuentra la imagen del decaer incontenible de la historia; esta combina la inexpresividad de la muerte que emana del negro de sus órbitas oculares con la expresión perturbadora de la risa chirriante.7 Para los poetas barrocos la posibilidad de la significación anida en la caducidad y la muerte. Por ello Benjamin define la imagen alegórica como “fragmento, ruina”.8 Las alegorías, al estar sujetas a la interpretación, exponen una verdad que no es eterna. En la alegoría la “muerte de la intención” se manifiesta en el “abismo entre el ser figurativo y el significar”; en ella se “agita” “la violencia” de la historia, entendida como historia de los padecimientos del mundo.9

El drama barroco alemán es una obra “dispuest[a] a ser leíd[a]”10 y concibe la historia como un ámbito escritural. “Si con el Trauerspiel la historia entra en escena, esto lo hace en tanto que escritura”.11 Benjamin afirma que la misma alegoría tiene un “carácter escritural”, puesto que es “tanto imagen fijada como signo que fija”.12 La historia es escritural porque para hacer legible el pasado los dramaturgos barrocos recurrían a distintas alegorías que los espectadores debían interpretar. La alegoría es, de este modo, una categoría del tiempo, de la escritura y de la interpretación; es el material con el cual se escribe la historia y una expresión que se presta a la lectura. En la escena barroca “cada personaje, cada cosa y cada situación puede significar cualquier otra”;13 por lo tanto, los componentes escénicos pueden ser la huella de otra cosa.

El drama barroco creó una “nueva clase de escritura” que empleó “imágenes de cosas” e “inscripciones enigmáticas”.14 Esto no es casual, pues se debe recordar que en los siglos XVI y XVII se desarrolló el arte de la emblemática. Los escudos de la nobleza combinaban imágenes alegóricas con leyendas misteriosas que se referían a “las máximas de la alta política y de la auténtica sabiduría de la vida”.15 Los emblemas son rastros históricos que se prestan a la interpretación por la manera en que articulan distintos significados. La historia puede leerse en las imágenes de fuego, volcanes, especies de aves, máquinas de guerra, túneles subterráneos y humo de lámparas de los libros de emblemas. Los dramaturgos barrocos no interpretaban la “intención” que se esconde detrás de esas imágenes alegóricas sino, más bien, entendían la imagen como la “firma” de quienes hacen la historia.16

En los dramas barrocos se plantea una relación estrecha entre la historia y el mundo de las cosas. Este fuerte vínculo habilitó un pensamiento que no enaltecía al hombre sino a los objetos. Esto explica que en la alegoría prime “lo cósico sobre lo personal, como el fragmento sobre lo total”.17 Las huellas del pasado se hallaban en las diversas cosas que se exhibían en la escena teatral. En efecto, en el drama barroco “la historia queda confinada en el accesorio”18. La inmersión del poeta barroco en el mundo de las cosas despertaba en él una actitud melancólica. Benjamin descubre ese estado de ánimo en el grabado Melancolía de Durero, en el cual un ángel pensativo sostiene un compás y a sus pies yacen sin usar distintas herramientas de la vida activa -un martillo, una sierra, un cepillo y unos clavos- en calidad de objetos del rumiar. La “sabiduría melancólica” es el conocimiento de quien se hunde en la contemplación de las cosas. Este saber le exigía al poeta barroco tomar “distancia” del “entorno hasta el extrañamiento del propio cuerpo”; este proceso de despersonalización constituía el “extremo grado de estar triste”.19 El poeta melancólico se olvidaba de su cuerpo cuando se sumergía en las cosas para leer los diversos significados de la historia. Empeñar el cuerpo era el precio que había que pagar para acceder a la patria alegórica. El mismo poeta que renunciaba a su cuerpo en aras de la contemplación de las cosas le otorgaba al cuerpo un papel fundamental en la trama de los dramas barrocos. Los poetas barrocos le reconocían “al cuerpo su supremo derecho”,20 y por este motivo el cadáver era un personaje recurrente. El drama Heraclio de Johann C. Hallmann comienza con la representación de un campo de batalla lleno de muertos. Los fragmentos del cadáver son la imagen de la decadencia y de la naturaleza fugaz.

No solo con la pérdida de los miembros, no solo con las habituales alteraciones del cuerpo que envejece, sino con todos los procesos de eliminación y purificación, lo cadavérico se desprende trozo a trozo del cuerpo. Y no es casual que justamente el pelo y las uñas, que en cuanto muertos se le cortan al vivo, continúen creciendo en el cadáver.21

El cadáver cuyas uñas y pelos siguen creciendo representa la naturaleza que puja por seguir viviendo en el mismo momento en que decae. El interés del dramaturgo barroco en los trozos del cuerpo muerto se diferencia de la veneración de las esculturas del cuerpo humano -símbolo de la perfección y la totalidad- que realizaban los renacentistas. El cuerpo despedazado se corresponde con el “principio fragmentador y disociativo” de la intención alegórica22. El dolor físico de los héroes martirizados del drama barroco “responde a la llamada de la historia”.23 El cuerpo torturado es un signo de la violencia continua de la historia, en este el poeta barroco lee los aspectos decadentes de la sociedad. “En la physis, en la mneme misma, hay un ‘memento mori’ siempre en vela”.24 El cuerpo, ese elemento que pertenece tanto a la naturaleza como a la historia, nos recuerda permanentemente que somos mortales.

Bibliotecas, libros y ruinas

El apego al mundo de las cosas que profesaban los poetas del Barroco explica el interés que se desarrolló en esa época por las bibliotecas, a diferencia del Renacimiento, que exploró el universo.25 Para los poetas alemanes el mundo entero cabe dentro de los libros. Las cosas que desaparecieron en la historia (Benjamin enumera: “pirámides”, “estatuas”, “columnas” y demás materiales que “se dañan con el tiempo”) pueden “volver a encontrarse” en los libros. Por esta razón el libro es entendido en el periodo barroco como un “perenne monumento”.26 Además de poner a salvo lo desaparecido, los libros registran sucesos de lugares remotos. En un mundo sumido en las guerras de religión, la biblioteca barroca aparece como un “monumento” regido por el “ideal del almacenamiento”.27 La biblioteca es el lugar para almacenar los libros en peligro de perderse por los efectos catastróficos de la guerra. La recolección de libros que realiza el bibliotecario barroco expresa el mismo apego al mundo de las cosas que cultiva el dramaturgo barroco alemán.

El dramaturgo barroco y el bibliotecario bajan la mirada del cielo y la posan en el mundo de las cosas viejas y deterioradas. Así como el alegorista se interesa por cualquier fragmento para darle un significado cambiante, el bibliotecario reúne libros que no tienen una jerarquía respecto del otro. Ningún libro es más importante que otro, y las bibliotecas reúnen de este modo un corpus resquebrajado en su totalidad unitaria. Los libros guardan, además, significados que pueden actualizarse en diversas épocas. Para el dramaturgo alemán que estudia la historia, los libros “son encrucijadas en las que las demarcaciones cronológicas se disipan y en las que lo antiguo puede relucir en el seno de lo moderno o lo anacrónico atravesar el horizonte de la actualidad”.28 Los libros contienen huellas del pasado que pueden interpretarse atendiendo las interrogantes que el presente le plantea a la historia.

El Barroco desarrolló también un gran interés por las ruinas antiguas. En esa época se hace evidente la caída definitiva -material y simbólica- del mundo grecorromano. Susan Buck-Morss afirma que el panteón pagano de la Antigüedad “fue destruido en el sentido más material (...) las grandes figuras esculpidas de los dioses, los pilares de sus templos sobrevivieron físicamente solo en sus fragmentos”.29 En el mundo cristiano del Barroco las huellas de la Antigüedad no se pierden del todo, pero se conservan deformadas; por ejemplo, los dioses antiguos cambian de aspecto y se convierten en figuras mágicas y demoníacas. En las pinturas del Giotto Cupido aparece como un demonio con alas de murciélago, la diosa Venus permanece convertida en la Dama Mundo, y los seres fabulosos, como el fauno, el centauro, la sirena y la arpía devienen figuras alegóricas del infierno.30

En la concepción tradicionalista de la historia del arte, las ruinas son entendidas como los restos de un pasado esplendoroso. En cambio, bajo la mirada alegórica la existencia misma se encuentra en ruinas: “La alegoría ve que la existencia está bajo el signo de la ruptura y de la ruina”.31 Esto lo sabían los poetas barrocos, que consideraron que “la causa de la ruina en el sentido propio de la dramaturgia de mártires (...) es (...) el mismo estado de criatura del hombre”.32 El soberano del drama barroco alemán, incapaz de restaurar el orden en un contexto de violencia continua, también se encuentra en ruinas. La “ruina del tirano” se expresa en la contradicción “entre la impotencia y la abyección de su persona, por un lado, y, por otro, la fe que se tenía en el sacrosanto poder de su función”.33 De esta manera, la ruina no es solo un objeto de la historia (los monumentos derrumbados tras años de esplendor), sino, ante todo, define un estado de la historia y la humanidad (lo que Benjamin llama el “estado de criatura del hombre”). Como afirma el filósofo alemán: “La fisonomía alegórica de la historia-naturaleza que escenifica el Trauerspiel está presente en tanto que ruina”.34

El estado ruinoso de la historia no es una obviedad y su descubrimiento depende de una interpretación. Benjamin afirma que donde “nosotros” observamos en el pasado “una cadena de datos”, el ángel de la historia, en cambio, “ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina”.35 El ángel de la historia vuelve su rostro al pasado para efectuar la lectura alegórica de la historia como catástrofe permanente que “nosotros” no somos capaces de realizar. Benjamin desarrolló una gran sensibilidad para percibir ruinas donde aparentemente no las hay, como en las políticas “edificantes” del progreso, el sistema de derecho y la prensa burguesa. La sección “Alarma de incendios” de Calle de dirección única alude a la necesidad de descubrir la catástrofe antes de que se desate para detenerla a tiempo. “Hay que cortar la mecha antes de que la chispa llegue a encender la dinamita”.36 Las tesis “Sobre el concepto de historia” anunciaron “las dos ruinas más monstruosas” del siglo XX: Auschwitz e Hiroshima.37 En este sentido, la idea de ruina es un presagio de lo peor y pertenece a una concepción catastrófica de la historia.

El concepto de ruina tiene en la filosofía benjaminiana un segundo significado, distinto a su faceta catastrófica. Benjamin escribió en 1931 un breve texto titulado “El carácter destructivo”, donde presenta una noción de destrucción similar al concepto de verdad entendido como “muerte de la intención”. En la filosofía benjaminiana, la imagen, la cita y la verdad no son objetos de la actitud intencional del sujeto. La acción de citar imágenes del pasado en el presente requiere destruir el contexto originario de significación en que estas se inscriben. “Solo en el instante en que la lectura destruye el contexto de una imagen, un texto se encamina (...) hacia su pleno significado histórico”.38 El carácter destructivo -que Benjamin vio germinar en la personalidad de Karl Kraus- demuele la unidad de la significación, los proyectos autoritarios del progreso, la charlatanería de la prensa burguesa y el sistema de derecho que traiciona la justicia. “El carácter destructivo no percibe nada duradero. Y precisamente por esta razón va encontrando caminos por doquier (...). No puede saber un solo instante qué le podrá traer el que le sigue”.39

Benjamin detectó la existencia del carácter destructivo en la idiosincrasia de los napolitanos. El filósofo alemán visitó Nápoles en los años veinte y la describió como una ciudad “anárquica, enrevesada y pueblerina”. “Poroso” fue el adjetivo más sugestivo que Benjamin utilizó para caracterizar la vida social de esta ciudad. Los napolitanos borran las fronteras entre el día y la noche, lo público y lo privado, el trabajo y el ocio, la calle y el interior de las casas. En esa situación “porosa” es difícil determinar “dónde aún se sigue construyendo y dónde ha comenzado la ruina. Nada está cerrado o terminado (...). Siempre ha de haber espacio y ocasión para una nueva ocurrencia”.40 Esta ciudad arruinada y carnavalesca “evita lo definitivo, lo acuñado. Ninguna situación parece estar pensada, tal como es, para siempre, ninguna figura impone que haya de ser ‘así y no de otra manera’”.41 Benjamin no idealiza a Nápoles y también la describe como un lugar donde abunda la pobreza, la estafa, la mentira y la desorganización de los obreros. Aun así, en las ruinas napolitanas se halla un desafío a las pretensiones míticas y atemporales del Imperio romano. Estas ruinas enseñan que aun los imperios más constantes son frágiles y que “la catástrofe no es necesaria”.42 El carácter destructivo, además de evidenciar la fragilidad de la vida política, realiza una tarea más importante: “convierte en ruinas lo existente, pero no lo hace a causa de las propias ruinas, sino solo a causa del camino que se extiende por ella (...) quita de en medio del camino las viejas huellas de nuestra propia edad”.43 La destrucción del continuum de la dominación rejuvenece, borra las viejas huellas engorrosas y abre caminos desconocidos. Entre los escombros pueden surgir nuevas posibilidades de acción en la historia y, en este sentido, la ruina es también una promesa de salvación.

Huellas borradas de la tradición, rastros oníricos y shock corporal

En el siglo XIX el desarrollo industrial reveló el carácter frágil de la vida moderna. La modernización a gran escala de París que emprendió el barón Haussmann en el Segundo Imperio (1852-1870) destruyó el viejo centro histórico, ensanchó las avenidas, despejó las plazas, desplazó los barrios obreros a la periferia y convirtió la ciudad en una industria del lujo. A partir de ese momento comenzaron a proliferar los pasajes, las tiendas de novedades, las exposiciones universales y los museos. La arquitectura de hierro, vidrio y hormigón se separó de los conceptos artísticos tradicionales y esas edificaciones crearon “espacios en los que es muy difícil dejar huellas (...). Las cosas de cristal no tienen ‘aura’. El cristal es el enemigo del misterio”.44 La modernización de París fue acompañada de los nuevos comportamientos urbanos -la flânerie, el dandismo, el spleen y la prostitución-, que ponían en riesgo la conservación de la tradición. Cuando París borró las huellas del mundo tradicional la ciudad se volvió extraña a sus propios habitantes, que ya no se sentían cómodos “en su casa”.45 El anonimato de la muchedumbre propició el surgimiento de las novelas de detectives del siglo XIX. A Benjamin le fascinaron los relatos de Edgar A. Poe en los cuales los criminales se esconden en la multitud para no dejar huellas. El Libro de los pasajes recoge un poema de Baudelaire donde la multitud borra “toda huella del individuo”.46 Siguiendo a Georg Simmel, Benjamin comenta que el habitante de la gran urbe moderna entabla con el prójimo una relación que consiste en verlo sin oírlo. La preponderancia de la vista sobre el oído se debe a que en los ferrocarriles y tranvías la gente tuvo que acostumbrarse a mirarse por largo tiempo sin hablarse. Ver sin oír hace imposible que la gente pueda transmitir sus experiencias a través del relato.

La tradición se apoyaba en la transmisión de valores y enseñanzas en las narraciones que circulaban de boca en boca. En la modernidad se corta el hilo de la tradición que permitía retomar las experiencias “aleccionadoras” del pasado. Benjamin afirma que la ruptura de la tradición en la modernidad se refleja en la extinción del antiguo arte de narrar. En el viejo mundo el narrador contaba historias que luego eran resignificadas y replicadas por los espectadores. En esto cumplía una función fundamental la técnica artesanal, el valor de culto y el ritual, y, de hecho, la narración era entendida como una forma artesanal de la comunicación. “La huella del narrador queda adherida a la narración como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro”.47 El narrador relataba historias que provenían de lugares remotos o del pasado, como el marinero que transmitía la experiencia de vivir en otros países o el campesino que contaba viejos cuentos populares. Las huellas que perduraban en las narraciones se parecían “a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa”.48

Los rastros del pasado que durante tanto tiempo se conservaron en las narraciones se pierden en la ciudad moderna. La metrópoli no puede ser el escenario para la circulación de esas narraciones. El anonimato, el intenso desarrollo industrial y el ritmo acelerado de los intercambios en el mercado pusieron en jaque la experiencia narrativa y la acumulación de experiencias. Todo puede cambiar de la noche a la mañana en la ciudad industrial y el objeto transitorio por antonomasia es la mercancía, sobre todo la moda. Lo que Benjamin llama “lo novísimo” en el mundo mercantil adquiere una importancia desconocida para el mundo de la tradición. En la producción masiva de la industria capitalista y la rápida sustitución de una mercancía por otra, el “brillo de lo nuevo” no logra distinguirse de lo “siempre otra vez igual”.49 En este marco se termina imponiendo el tedio, la homogenización de los gustos y la estandarización de los estilos de vida.

En París desaparecieron durante el siglo XIX muchas cosas de la vieja ciudad, pero lo que más le impactó a Baudelaire fue comprobar que con la llegada de la luz artificial en las calles la noche se quedó sin estrellas. El cielo sin estrellas es la alegoría de un mundo sin certezas, pues las estrellas fungían en el mundo tradicional como guías en el camino de los aventureros. “La desaparición de las estrellas en Baudelaire es el signo más concluyente de la tendencia de su lírica a despojarse de todo brillo y apariencia”.50 Desaparecido el brillo aurático, los temas predilectos de la poesía baudelairiana son “la niebla de las ciudades” y “el tedio en la bruma”.51 En París solo brillan las mercancías y por este motivo el tema principal del caricaturista Grandville fue la “brillante diversión” de los productos exhibidos en las vidrieras de los pasajes.52 Las mercancías resplandecen cuando son valiosas, y ese brillo se prende y apaga con la misma rapidez con que lo hacen las luces de las calles parisinas.

París, el lugar que borra las huellas del mundo tradicional, es también el origen de la modernidad occidental. Benjamin rastrea ese origen en el “despliegue” de las “formas históricas de los pasajes”.53 El pasaje es una huella de la primera modernidad, junto con la moda, los almacenes de novedades, las construcciones de hierro, la publicidad, la prostituta, Baudelaire, el coleccionista, los interiores, los panoramas, los ferrocarriles, las fotografías, entre otras cosas. La mayoría de los pasajes surgieron después de la segunda década del siglo XIX, y su florecimiento fue impulsado por el auge del comercio textil y la construcción en hierro. Benjamin describe los pasajes como un “paisaje arcaico del consumo” y “un mundo en pequeño” donde se vendían mercancías de lujo.54 En sus inicios los pasajes fueron llamados “palacios de hadas”, pues en ellos ardieron las primeras lámparas de gas y aceite.55 Los pasajes encierran la infancia onírica de la modernidad. “Toda época tiene un lado vuelto a los sueños, el lado infantil. En el caso del siglo pasado, son los pasajes”.56

La interrupción de la tradición que ocurre en París a partir del siglo XIX se acompaña de la irrupción de un nuevo tipo de rastro. Me refiero a las huellas de los sueños de la Edad de Oro industrial. Esos sueños dejaron “su huella en miles de configuraciones de la vida, desde las construcciones permanentes hasta la moda fugaz”.57 En el mismo momento en que las narraciones de la comunidad se pierden surge una huella que tendrá un carácter onírico e inconsciente. Investigar el origen del siglo XX supone para Benjamin rastrear las huellas oníricas que permanecen latentes en los pasajes y en otras construcciones del sueño colectivo, como los museos, las exposiciones universales, el metro o las estaciones de tren. Entonces, lo que permanece en la historia moderna no son las gestas gloriosas -como las hazañas de la guerra en el mundo antiguo- sino las ensoñaciones de la urbe. Esos sueños funcionan como testimonios de una vida anterior cargada de anhelos. “Los sueños son la tierra donde se localizan los hallazgos que testimonian la prehistoria del siglo XIX”.58

Eli Friedlander aclara que la caracterización de un periodo del pasado como una configuración onírica no es una corroboración que esa época tiene de sí misma. Solo retroactivamente (esto es, desde el presente) el pasado aparece como un sueño.59 En esa tarea interviene la memoria; el presente retoma lo acaecido mediante un trabajo de auscultación y reunión de las huellas mnémicas que permiten tender un puente hacia las fantasías del pasado. La huella mnémica se despierta de repente y, por ende, “recordar y despertar son íntimamente afines”.60 El presente puede recordar los sueños del pasado para llevarlos a su cumplimiento. Los rastros que se pueden recuperar en la gran ciudad no son los valores aleccionadores de la comunidad, sino los sueños latentes, borrosos y discontinuos de la Edad Dorada de la modernidad. En el caso de la “tradición de los oprimidos”, los falansterios del socialismo utópico son importantes contenedores de huellas oníricas. El falansterio es una maquinaria arquitectónica de la primera modernidad que a su vez rememora y actualiza el país de Jauja, una antigua imagen onírica que dejó su marca en el socialismo utópico del siglo XIX.

Tras la ruptura de la tradición que produce la modernización surge en la urbe moderna la experiencia-límite del shock. El shock se desata en una ciudad como París, donde el transeúnte se ve intimidado por múltiples estímulos, como el contacto con la multitud, el tráfico, los grandes edificios, el ruido y la publicidad de las calles. Benjamin afirma que en ese contexto la muchedumbre parisina desarrolla una “hipersensibilidad” que la lleva a sumergirse “en los pasajes como en el interior de su propio cuerpo”.61 El sueño es de hecho un estado de hipersensibilidad donde las imágenes asaltan la subjetividad. Las huellas oníricas de París están a disposición de una masa sensible a su registro. Para el individuo los pasajes son algo externo; en cambio, el colectivo hipersensible los interioriza cuando los absorbe en su cuerpo. La arquitectura, las modas y hasta las condiciones climáticas “son en el interior del colectivo lo que las sensaciones de los órganos (...). Y son, mientras persisten en una figura onírica inconsciente y amorfa, procesos naturales como el proceso digestivo, la respiración, etc.”62 Como vimos en la sección sobre el Barroco alemán, Benjamin le vuelve a asignar al cuerpo un lugar fundamental en el acto de auscultar las huellas. El cuerpo conmocionado e hipersensible se convierte en el principal recolector de las huellas oníricas de una metrópoli alborotada.

Benjamin asocia términos que la tradición filosófica ha considerado antitéticos: el cuerpo y el espíritu, la sensibilidad y la espiritualidad, el sueño y el despertar, el contacto directo del cuerpo con la realidad y el sueño como situación irreal.63 El colectivo corporal también es un sujeto espiritual que tiene una conciencia onírica de la realidad (una realidad fantasiosa y fantasmagórica que deja de ser objetiva). La espiritualidad colectiva ya no se forja en el ámbito de la ritualidad comunitaria, sino en la vida agitada que llevan los soñadores contraídos en sus propios cuerpos. En el momento en que se profundiza en la modernidad la “pobreza de la experiencia”64 se refuerza la asociación entre la hipersensibilidad de la masa urbana, la distracción y la ausencia de reflexión. La hipersensibilidad conduce al colectivo a deambular sin fijar la atención ni reflexionar sobre el entorno que lo rodea. En ese marco, el cuerpo se vuelve vulnerable, los órganos se disocian y el sentido se fragmenta. La reflexión y el recogimiento del sujeto del conocimiento no tienen cabida en la urbe donde priman el deseo y la empatía con la prostituta, las mercancías y la moda. La nueva espiritualidad no es narrativa sino onírica y se fusiona con un cuerpo deseante y conmocionado. Esto lleva a Benjamin a divisar un espacio público donde no hay narraciones que mantengan la memoria de un “quién” identificable, sino una infinidad de huellas mnémicas y oníricas que transcurren aceleradamente en el ámbito de la calle y del mercado.

Huellas del interior, memoria corporal del flâneur y documento fotográfico

Cuando en París la vida se volvió anónima e insegura luego de las reformas que emprendió Haussmann, los burgueses encontraron un refugio en sus departamentos. Benjamin asocia este proceso con la intención de la burguesía de proteger del exterior las huellas de la vida privada. Este proceso comenzó a gestarse bajo el reinado de Luis Felipe (1830-1848): “Ya desde Luis Felipe es posible encontrar en la burguesía el empeño por resarcirse de la pérdida del rastro de la vida privada que resulta típico de la metrópoli”.65 El interior del siglo XIX es un mundo-estuche, pues las fundas en que el burgués guarda sus relojes de bolsillo, naipes, cubiertos, pantuflas, paraguas y demás enseres domésticos son “procedimientos para proteger y custodiar las huellas”.66 Las huellas del interior se plasman en un lugar seguro y tranquilo, donde vive el “señor amueblado” que se erige como el custodio del mundo de las cosas.

El “verdadero habitante del interior” es el coleccionista.67 En el coleccionismo existen tres dimensiones que se relacionan con el tema de la huella: el acto de “congelar” las cosas, la “lucha contra la dispersión” y la renovación a que se las somete. Los coleccionistas “congelan” las cosas en el “círculo mágico” de la vitrina o del estuche donde celosamente las guardan.68 En el objeto coleccionado se “congela” todo lo que este evoca y se sabe de él (la época a que pertenece, su anterior propietario, dónde fue adquirido, etcétera). El coleccionista adquiere una visión más amplia de los bienes culturales que la que tiene normalmente el propietario burgués porque no los valora considerando únicamente el valor de mercado. Benjamin considera que el coleccionista sueña con un mundo donde los objetos se liberan de la servidumbre de la utilidad.69 Así, el coleccionista suspende la preeminencia del valor mercantil para imprimir en las cosas otro modo de entenderlas. Su verdadero interés es hacer “renacer” las cosas, y en esto radica el impulso infantil que anima sus búsquedas,70 que lo lleva a conmoverse ante el mínimo detalle y lo insignificante. Para ello el coleccionista emprende una lucha contra la dispersión de las cosas, una empresa que consiste en recopilar objetos descubriendo afinidades o similitudes entre ellos.

En el ámbito de la cultura también se puede llevar a cabo la acción contraria: borrar las huellas. Benjamin cuestiona el procedimiento burgués de recolección, conservación y transmisión de los objetos culturales, porque -como veremos más adelante- en el capitalismo la transmisión de los documentos culturales equivale a la transmisión de la barbarie. Este procedimiento es desestabilizado por el coleccionista que se parece a un trapero. Benjamin recurre a un poema de Bertolt Brecht para extraer el dictum “¡Borra las huellas!”.71 Borrar las huellas no tiene la intención de despistar a algún enemigo para evitar que nos encuentre. Más bien la idea es destruir la cadena de nexos causales de la historia para construir otra relación con el pasado y los objetos culturales heredados. Hay que borrar las huellas para no volver al pasado sobre huellas fijadas de antemano y, también, para rastrear otras que fueron desestimadas. Al hacer esto se pueden interrumpir los mecanismos dominantes de conservación de los objetos culturales. Borrar las huellas es un procedimiento destructivo que se parece a la lectura “a contrapelo” que lleva a cabo el materialista histórico. Por ejemplo, la poesía de Baudelaire fue leída por Benjamin “a contrapelo” de sus recepciones burguesas, pues este encontró en “la imagen baudelairiana de la vida” la ausencia de la idea de progreso.72

Benjamin presenta la doble tarea de guarecer y borrar las huellas. Estos dos actos no son necesariamente antitéticos, pues la crítica del presente que realiza el materialista histórico le exige considerar la complejidad de la realidad cultural. En una realidad cultural compleja la huella tiene distintas valencias y su tratamiento no se puede reducir a maniqueísmos u oposiciones frontales. Guardar las huellas puede requerir también borrar otras y viceversa. El coleccionista lucha contra la dispersión de los bienes culturales y, al mismo tiempo, borra los rastros de la visión mercantilista de las cosas, donde solo prima el valor de utilidad. Los dos procedimientos benjaminianos de guardar y borrar las huellas se encuentran en una tensión dialéctica.73

Además de proteger las huellas en el interior, el burgués parisino del siglo XIX puede escrutar los recuerdos que se esconden en la gran urbe. Esta tarea la realiza el flâneur, cuyo hábitat no es el camino sino la calle. El camino es una imagen que pertenece a la tradición, de ahí que las señales que existían en los caminos del viejo mundo tuvieran por objeto reencauzar a las hordas nómadas. En cambio, “quien va por la calle no necesita al parecer ninguna mano que le indique ni lo guíe”.74 El flâneur camina por las calles de París atraído por el magnetismo de la masa, y la ciudad se le revela como “paisaje” y lo rodea “como habitación”.75 Este personaje se distingue del paseante filosófico rousseauniano porque la ciudad es una “selva social” que impide la reflexión. Con la flânerie se disuelve la sensibilidad romántica por el paisaje y el paseante asimila múltiples estímulos urbanos que lo distraen. El flâneur, aun siendo bombardeado por las imágenes y los sonidos de la gran ciudad, quiere hacer memoria. Se dispone a hacerlo en un medio donde es difícil recordar porque los individuos se desconocen entre sí y se ocultan en la muchedumbre para borrar las huellas. Para relacionarse con el pasado el flâneur no apela a la vieja memoria narrativa, que la ciudad borra de un plumazo, sino a una memoria corporal que se activa en sus pies:

Cuando sus pasos se acercan, el lugar ya ha entrado en actividad, su simple cercanía íntima -sin hablar, sin espíritu- le hace señas e indicaciones. Se planta frente a Notre Dame de Lorette, y sus pies recuerdan: aquí está el lugar donde antaño el caballo de refuerzo -el cheval de renfort- se enganchaba al ómnibus que subía por la calle des Martyrs hacia Montmartre.76

En la ciudad hay indicios que solo pueden ser captados con los pies. El cuerpo capta las huellas latentes de los sucesos que se desarrollaron en las calles, las esquinas o las plazas. “La calle conduce al flâneur a un tiempo desaparecido”,77 un tiempo en el que de hecho habitan los desaparecidos. París tiene una historia de insurrecciones aplastadas por la represión, y el flâneur puede sentir que sus pies lo transportan al lugar de una tragedia que no tiene evidencias documentales. En este caso “la historia está desvalida. El flâneur debe devenir investigador, es decir historiador”.78 El flâneur desarrolla una mirada de cuasi-historiador atento a los detalles, es un “observador que no pierde de vista a los desprevenidos criminales”.79 Hay un gesto implícitamente político en la “embriaguez anamnética” del paseo por la ciudad, dado que el flâneur registra con la misma fruición “lo experimentado y vivido” y “los datos muertos”.80 El registro de los “datos muertos” convierte al flâneur en un sospechoso molesto. ¿Se podrá borrar la memoria de los desaparecidos que irrumpe en un déjà vu?

En la “era de la reproductibilidad técnica”, las obras de arte se emancipan del lugar que les asignaban la tradición y el ritual. La fotografía y el cine pertenecen al mundo profano de la serie que destruye el aura de la obra de arte. Entre fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX el ánimo de recogimiento que el burgués había cultivado en el interior se enfrenta al shock que producen los medios de reproducción postauráticos. Benjamin afirma que la “dinamita de las décimas de segundo” del cine hizo saltar por los aires el “mundo carcelario” burgués. Entre los escombros del mundo burgués configurado por el “modelo del recogimiento” surgieron nuevas experiencias perceptivas; por ejemplo, la cámara cinematográfica permitió dilatar o acelerar el tiempo, ensanchar el espacio en el primer plano o empequeñecerlo en la toma panorámica.81 La huella postaurática no pertenece a la realidad que percibe el ojo o el oído, sino es un material del aparato de registro. Con esto se desvanece la idea de la “realidad inmediata”,82 y la huella se configura a partir del “recorte” de la realidad que realiza el aparato. El rastro ya no tiene necesidad de resguardarse en los estuches del interior, porque con la destrucción del aura que producen las tecnologías de reproducción las cosas dejan de ser únicas, se vuelven homogéneas y pierden sus envoltorios singulares. La huella, en lugar de ser celosamente guardada, aspira a la exposición masiva.

Documentar significa renunciar al interés de representar una realidad aurática sometida al régimen del culto. Cuando un espectador mira una fotografía normalmente quiere averiguar qué o quién es lo fotografiado. Benjamin afirma que frente a la famosa fotografía de David Hill de la pescadora de New Haven no podemos evitar preguntarnos cómo se llamaba esa mujer.83 Para atender esa inquietud hay que reunir un conjunto de huellas, tarea que está en la base del acto de documentación. Desde hace mucho tiempo la fotografía cultiva en la percepción humana la sensibilidad documentalista por el detalle. La foto puede desmenuzar la realidad hasta en sus más ínfimos detalles, saca a la luz lo que el ojo no capta a simple vista. Benjamin quedó fascinado por las fotos de vegetales que Karl Blossfeldt tomó en los años veinte, que lograban aprehender en la imagen diez veces aumentada de un vástago de la castaña algo semejante a un árbol totémico. Lo mismo sucede en el cine: la cámara lenta permite captar los detalles del movimiento y gracias a esto se puede observar el modo de caminar “inconsciente” de una persona.84

El fotógrafo Eugène Atget fue un ávido recolector de las huellas de París. Sus fotografías, tomadas alrededor de 1900, registran los objetos amenazados de desaparición en el marco del viejo París prehaussmaniano. Benjamin observa en esas fotos una atmósfera purificada del aura de los primeros retratos fotográficos. Atget fotografía entornos brumosos, calles vacías, tiendas, escaparates, interiores, escaleras, plazas y objetos de la vida cotidiana parisina, en vez de “las grandes vistas y los monumentos”.85 En los retratos fotográficos del siglo XIX todo estaba “llamado a perdurar” y “las personas no miraban todavía desoladas al mundo”; en cambio, Atget se interesó por registrar “lo apartado y desaparecido”.86 El trabajo de Atget marca la caída del culto a la memoria de los seres queridos de las fotografías antiguas y el surgimiento de un nuevo tipo de huella: el rastro inconsciente -el “inconsciente óptico”- que el ojo no ve y que solo puede documentar la cámara. “Documentos” era precisamente el término que Atget utilizaba para denominar a sus fotografías. Por eso fotografió las calles de París “como si fueran el lugar de un crimen”;87 esto es, un sitio minado de pistas que hay que saber interpretar. La fotografía permite percibir lo escondido, lo no contado, lo que no tiene cabida en el espacio de la representación consciente. “Y, ¿no tiene el fotógrafo (el sucesor de arúspices y augures) que descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?”.88 Fotógrafos como Atget son los herederos de los lectores de estrellas, que observan en los detalles menores el brillo de la verdad no-intencionada.

Recuerdo de la infancia: instantes, lugares y nombres

Berlín es el lugar donde brilla el recuerdo de la infancia de Benjamin. Esta ciudad es la principal referencia de la labor anamnética que Benjamin emprende en sus textos Crónica de Berlín e Infancia en Berlín hacia el mil novecientos. En la memoria de la infancia el recuerdo no se fija en las personas sino en los espacios por donde transcurrió la vida.89 El Tiergarten -el gran parque ubicado en el centro de Berlín-, la escuela, el dormitorio, la residencia de veraneo en Potsdam, la casa de la tía Lehman y la habitación que Benjamin alquiló cuando era estudiante universitario, son algunos de los lugares que integran el microcosmos berlinés de la memoria. Aunque el lugar de pertenencia es el punto de partida de la rememoración, Benjamin siempre se sintió un apátrida y confiesa que nunca se adaptó “a la condición del habitar”.90 Berlín no es la patria perdida y añorada, sino un entorno poblado de instantes, lugares y nombres que habitan en “la sombra de la vida transcurrida”.91 En el recuerdo de Berlín hay “persistencia y familiaridad”, pero también “pérdida y extrañeza”.92 Para enfrentar esas luces y sombras del pasado cuando se retorna al lugar de la infancia hay que encararlo desde distintos ángulos, o bien “aprender a perderse” para encontrar nuevos rastros. La experiencia de la infancia en una ciudad fija las primeras huellas que serán decisivas para relacionarse luego con otras ciudades en la vida adulta.

[P]erderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque requiere un adiestramiento especial. Los letreros y los nombres de las calles, los transeúntes, los kioscos o las tabernas hablan a los que por ahí deambulan como si fuese arroz crujiente bajo sus pies en el bosque, como el sobrecogedor alarido de un alcaraván en la lejanía, como el silencio repentino de un claro del bosque en cuyo centro brota un lirio. París me ha enseñado estas técnicas de extravío, cumpliendo así un sueño cuyas primeras huellas fueron los laberintos dibujados en las hojas de papel secante de mi cuaderno de colegial.93

Los sucesos de la infancia que más se recuerdan son los que fueron fijados por un shock. Fue un shock lo que grabó en Benjamin el recuerdo de una noche cuando su padre le comunicó siendo un niño que su primo había muerto. Esa noche su cuarto y su cama “se grabaron por siempre en mi memoria como te fijas en algún lugar al que algún día tienes que volver para recoger algo olvidado”.94 El padre le ocultó que su primo había muerto de sífilis, algo que Benjamin supo algunos años después. En la infancia el mundo de los muertos y el mundo de los vivos se mezclan permanentemente. Lidiar con los muertos es un asunto que le toca enfrentar al infante en el transcurso de su vida y al adulto que recuerda. Esto explica que quien emprende la tarea de recordar tenga que comportarse “como el que exhuma un cadáver”.95 Berlín aparece en la memoria de Benjamin como el “testigo de los muertos, se presenta lleno de muertos”.96 En este contexto evoca a su amigo Fritz Heinle, un poeta que se suicidó a los diecinueve años y con quien compartió su habitación cuando era estudiante universitario. “El Berlín de Heinle era el Berlín del ‘hogar’”.97 Recordar la habitación de Heinle es más importante para Benjamin que reconstruir el contexto espiritual al que pertenecía su poesía.98 Los lugares recordados son aquellos en los que los muertos dejaron sus huellas.

Las colecciones de mariposas, piedras, flores, calcomanías, tarjetas postales y cajas de puros son los rastros que Benjamin sigue para volver a Berlín.99 Mientras que los documentos de memoria de París son las fotografías de Atget, los documentos berlineses son las cosas y las palabras que el pequeño Walter utilizaba en sus juegos. Benjamin se sentía fuertemente atraído por los muebles y los objetos de porcelana y de plata que había en su casa de la alta burguesía. Las cubetas de plata y las soperas, los jarrones de Delft, las urnas de bronce y las copas de cristal del aparador “relucían como los tesoros que los ídolos suelen tener a su alrededor”.100 La porcelana china era su preferida y lo tenía absolutamente atrapado: “me asimilaba a la porcelana, en donde entraba entre una nube de color”.101

El mundo de las cosas y el mundo de las palabras son los principales lugares donde se desarrolla la vida infantil. Los nombres que el pequeño Walter creaba en sus juegos son un rastro de la infancia berlinesa. A él le encantaba encontrar similitudes entre palabras para crear otras nuevas que tenían un significado distinto. El infante producía en el juego de palabras una nueva realidad en la que se vuelve similar a estas. En una ocasión un conocido de sus padres describió frente al pequeño Walter unos grabados de cobre (Kupferstiche). Al día siguiente él se escondió debajo de una silla y cada tanto asomaba su cabeza, a la que llamó Kopf-verstich. La palabra alemana Kupfer significa “cobre” y se parece a Kopf, que quiere decir “cabeza”; Stich significa “grabado” y es similar a Verstich, un sustantivo que el niño inventó juntando los verbos “esconder” (stecken) y “sacar” (stechen).102 Cuando el niño quedaba absorbido por las palabras o se disfrazaba con ellas se convertía en alguien distinto de sí mismo. Lo que queda grabado en la memoria del adulto es la posibilidad que regala la infancia de ser otra persona en los juegos.

Los nombres son huellas del pasado y su poder radica en su capacidad para evocar imágenes cruzadas. El recuerdo está ligado a los nombres, que Benjamin define como “sustancias embriagadoras que amplían nuestra percepción, dotándola de múltiples niveles”.103 De Berlín Benjamin retiene los nombres de sus amigos, amores y familiares, pero también de los lugares, sobre todo de las calles. El rastro de la vida berlinesa aparece en los nombres de Franz Hessel, Ernst Bloch, Gershom Scholem y Fritz Heinle. Imborrables son los nombres de las calles donde transcurrió la infancia, como la esquina de Stieglitzstraße y Genthinstraße, donde vivía su tía Lehmann. De niño Benjamin pensaba que el nombre de la calle Stieglitzstraße provenía de la palabra Stieglitz, que significa “jilguero”. La razón de esto es que su tía vivía encerrada en su casa como un jilguero en su jaula.104

Benjamin afirma que el nombre no es un “documento histórico” sino un “formulario en blanco” que puede llenarse con distintas impresiones.105 El efecto que produce recordar un nombre es sonoro (no conceptual) y se dirige al cuerpo (no a la conciencia). En esas sonoridades aparece el mundo de los nombres, que se mantiene en la memoria evocando significados cambiantes. Lo que perdura en el tiempo -sin quedar atrapado en el “tiempo homogéneo y vacío”- lo hace como nombre, ruina y alegoría; esto es, como huella cambiante que no tiene un destino establecido.

Las huellas de la “tradición de los oprimidos”

La concepción economicista del progreso automático adoptada en el siglo XX por las sociedades capitalistas y comunistas interrumpió, o directamente destruyó, las imágenes utópicas del siglo XIX. Benjamin expresa esta idea cuando afirma que “el desarrollo de las fuerzas productivas arruinó los símbolos desiderativos del pasado siglo antes incluso de que se derrumbaran los monumentos que los representaban”.106 El futuro de la humanidad está en peligro si no se abandona la conexión entre autoritarismo y teleología del progreso. En este presagio benjaminiano no se halla una visión trágica de la historia que postula la imposibilidad de detener la catástrofe. Benjamin le asigna al “ángel de la historia” una tarea definida: detener el tiempo homogéneo y vacío, “despertar a los muertos” y “recomponer lo destrozado”.107 Solo la irrupción mesiánica de la novedad absoluta, producto de una detención revolucionaria del continuum histórico, puede recomponer los destrozos que produce el huracán del progreso. En el estallido del continuum “se hace sentir algo verdaderamente nuevo, la brisa de un amanecer venidero”.108 La imagen del amanecer significa que la revolución despierta las historias adormecidas del pasado. Benjamin define a esa tarea como una “experiencia compulsiva”.109

El colectivo revolucionario actúa en un espacio político saturado de imágenes y ese lugar también es un “espacio de cuerpos (...) el colectivo es corporal”.110 En la revolución el cuerpo colectivo construye imágenes con potencial subversivo. Las imágenes oníricas del pasado pueden funcionar como materiales revolucionarios del presente. “Monumentos de un no ser ya, son los pasajes. Y la fuerza que actúa en ellos es la dialéctica. La dialéctica los revuelve, los revoluciona”.111 El surrealista André Breton fue uno de los primeros en descubrir las “energías revolucionarias de lo envejecido” y de “los objetos que comienzan a extinguirse”, como las primeras construcciones de hierro, las viejas fotografías, los pianos de salón y los bares cuando la vogue se retira.112 La autoridad de lo viejo no proviene de su mera durabilidad, sino del instante en que se carga con valores insospechados. La revolución es un acontecimiento político-cultural que devela el rostro surrealista de la vida y abre una nueva temporalidad en la que los sueños deben tener cabida.

¿Cómo recuperar las huellas utópicas del pasado? ¿Estas huellas no están irremediablemente perdidas en el mundo desencantado del capitalismo? Por un lado, Benjamin no cae en la añoranza conservadora y afirma que muchos aspectos de la vida social del pasado se han extraviado para siempre. Una cita de Rudolf H. Lotze de 1864 lo confirma: “Una observación sin prejuicios empezará siempre asombrándose y quejándose de la gran cantidad de bienes culturales y aspectos genuinamente bellos de la vida (...) que han desaparecido para no volver jamás”.113 Por otro lado, Benjamin estaba de acuerdo con Theodor W. Adorno en que al “mundo de cosas desechadas y perdidas” le es “inherente la posibilidad de cambio, e incluso de salvación dialéctica”.114 Las imágenes de la felicidad inconclusa pueden ser recuperadas gracias al trabajo de memoria efectuado en el “tiempo-ahora”:

la historia no es solo una ciencia, sino no menos una forma de rememoración. Lo que la ciencia ha “establecido”, puede modificarlo la rememoración. La rememoración puede hacer de lo inconcluso (la dicha) algo concluso, y de lo concluso (el dolor) algo inconcluso.115

¿Cómo se salva lo perdido en la historia?, ¿cómo ir tras sus huellas? Para responder a estas preguntas hay que distinguir las tareas del historiador materialista de las que realiza el historiador historicista. Este último busca las huellas de la historia en los documentos que se refieren el pasado “tal cual sucedió”. Esos documentos son la evidencia con que cuenta el historiador para ordenar la cadena de nexos causales del pasado. En esta tarea, el historiador historicista omite los acontecimientos donde “la tradición se interrumpe”.116 En contraste con esto, el historiador materialista no concibe la historia como una sucesión continua de hechos y tampoco considera que la realidad solo se construya con las evidencias de la documentación existente. Lo perdido e inconcluso también forma parte de la historia, pues “hay hilos que pueden estar perdidos durante siglos y (...) el actual decurso de la historia vuelve a coger de súbito y como inadvertidamente”.117 El historiador materialista reúne las huellas dispersas del pasado descubriendo las afinidades que pueden tener con los intereses del presente. Benjamin le asigna a este historiador la tarea de registrar los grandes acontecimientos históricos, pero también los más insignificantes. El reconocimiento de la letra grande y chica de la historia se guía por la máxima según la cual: “nada que haya acontecido se ha de dar para la historia por perdido”.118 No dar por perdido lo acontecido se corresponde con la tarea de no dar por muertos a los muertos. “Los que en cada momento están vivos se miran en el mediodía de la historia. Están obligados a proporcionar un banquete al pasado. El historiador es el heraldo que invita a los difuntos a la mesa”.119

Lo perdido e inconcluso se recupera en la imagen dialéctica que aparece en el “ahora de la cognoscibilidad”. La imagen dialéctica no es una abstracción mental, sino un material concreto de la historia. Benjamin habla de un “índice histórico de las imágenes”,120 y el término “índice” es sinónimo de detalle, fragmento y huella. La imagen dialéctica es un índice que no solo da referencias de lo perdido sino, además, produce el “momento crítico” retomando lo inconcluso para concluirlo. Para el historiador materialista, el pasado no se conserva estable en las fuentes documentales; tampoco considera que haya que reconstruirlo “tal y como propiamente ha sido” (según el requerimiento de Ranke). Su trabajo es situar el pasado inconcluso en el horizonte de los reclamos del presente. Solo cuando la imagen del pasado se actualiza en el presente se puede hablar de una apropiación real de la historia. Antes de eso, las huellas del pasado están dispersas, son ruinas que se amontonan unas sobre otras.

La imagen dialéctica se actualiza gracias al recurso de la cita. Benjamin afirma que existe una conexión oculta entre el pasado perdido y el presente que lo recupera: “hay entonces una cita secreta entre las generaciones pasadas y la nuestra”.121 El historiador materialista cita a los muertos no para homenajearlos -como hace la tradición dominante-, sino para arrancarlos del continuum de la tradición (por ejemplo, la Revolución francesa citó la República romana para darle un lugar en la historia de las luchas sociales). Tres años después del comienzo de la Revolución francesa, la inauguración de un nuevo calendario reflejó el comienzo de otra época. El inicio del nuevo tiempo retorna luego en los días de fiesta que conmemoran el momento en que se torció el rumbo de la historia. El calendario es una herramienta subversiva porque no ordena el tiempo de manera continua como los relojes sino, más bien, hace que el pasado y el presente se encuentren en el día de la celebración. Los calendarios “son monumentos de una conciencia histórica de la que en Europa hace cien años parece no haber ya la menor huella”.122 La huella más borrosa de todas es la que transmite las conquistas sociales de las revoluciones. Los días festivos, en los que el tiempo vacío y homogéneo se detiene, retoman esa huella.

La mayor parte del tiempo el pasado permanece a través de huellas borrosas. Las imágenes que Benjamin utiliza para caracterizar esas huellas son el “soplo del aire que envolvió a los predecesores”, el eco de las voces ahora enmudecidas y las mujeres cortejadas del pasado que tienen hermanas que no conocemos.123 Esas huellas tenues se diferencian de la imagen dialéctica que visibiliza y condensa múltiples referentes del pasado en el presente. Aunque la imagen dialéctica sea más visible y contundente que las huellas tenues, el problema con ella es que pasa velozmente ante nosotros. La imagen que rescata la memoria -y que se convierte por ello en parte de la historia- relampaguea en el instante en que se ofrece a la legibilidad. Eli Friedlander comenta que esta imagen no puede ser entendida “como duradera en el tiempo (es decir, transmitida por la tradición)”.124 Dado que es fugaz, la imagen dialéctica puede pasar inadvertida. Un contexto represivo o conformista tampoco ayuda a que las clases populares identifiquen la imagen dialéctica, pues esta “amenaza disiparse con todo presente que no se reconozca aludido en ella”.125

Lo perdido no se salva en la tradición continua sino en la imagen dialéctica transitoria. ¿Por qué el verdadero objeto histórico es fugaz? Benjamin formula una salvación mesiánica (no totalitaria) de lo perdido: todo aquello que las clases dominantes excluyen a lo largo de la historia puede ser recuperado por una imagen que cumple la labor salvífica en el momento mismo en que decae. A diferencia de esto, los fascismos del siglo XX se propusieron recuperar la unidad perdida de la nación eternizándola en el tiempo mítico, continuo y homogéneo. La conservación de la unidad de la nación exigía la puesta en marcha de una violencia absoluta, y con ello la sociedad emprendió el camino hacia la ruina. Benjamin considera en cambio que el objeto histórico no es aquel que persiste en el tiempo, sino el que es leído en el “ahora de la cognoscibilidad”. Un suceso forma parte de la historia no cuando pasa a la posteridad, sino en el instante en que “la memoria abrevia la duración de las cosas en la imagen relampagueante que exhibe todos los caminos”.126

He afirmado que el historiador materialista busca la presencia del pasado en el presente y que el materialismo histórico se identifica con la negativa de dar por perdido lo acontecido y por muertos a los muertos. El pasado se hace efectivamente presente en la actualidad, pero lo hace a la manera de un relámpago. Solo un concepto político del presente puede ser el correlato de una historia que se hace manifiesta a la manera de un relámpago.127 Que el pasado se presente a la manera de un relámpago quiere decir que no hay presentificación del pasado como tal; el pasado no se conserva eternamente en el presente, ni presente es la continuidad de las tradiciones del pasado. El pasado que persiste sin alteraciones es un falsum y pertenece al tiempo continuo y homogéneo. Las huellas que recibimos del pasado no son indicios de una totalidad realizada a la espera de ser documentada; en la idea de “anhelos del pasado” se sugiere que lo acontecido no llegó efectivamente a consumarse. Cuando el historiador materialista lee desde el horizonte de la actualidad las huellas del pasado, no se interesa por los significados que coinciden con la imagen cerrada y definitiva del presente. Es decir, el materialista histórico no busca en el pasado lo que le parece idéntico a los valores culturales actuales.128 Entre el pasado y el presente no hay una mismidad sino una similitud consumada por el procedimiento de la cita.

La opresión se mantiene a lo largo de la historia mediante el traspaso ininterrumpido del “tesoro de valores” de generación en generación. La barbarie persiste porque se cuela en los distintos “documentos de cultura”. “No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie. Y como él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el cual ha pasado desde el uno al otro.”129 En los bienes culturales producidos por genios artísticos intervienen esclavos anónimos y esto revela que en la cultura anida la barbarie. La acumulación y la transmisión del patrimonio cultural reproducen y mantienen -voluntaria o involuntariamente- la barbarie. En ese proceso la huella del pasado se reifica y la conservación de los bienes culturales no admite otras lecturas y usos. El historiador materialista no concibe la cultura como un tesoro heredado, sino como un material que se puede actualizar atendiendo las demandas críticas del presente. Por eso Benjamin considera que la crítica no abreva solo en la herencia comunista sino también en los impulsos revolucionarios de la cultura burguesa, como la poesía de Baudelaire, el coleccionismo, la moda o los pasajes. De esta manera: “la principal misión del crítico materialista es (...) la preservación y el esclarecimiento del potencial utópico secreto contenido en el corazón de las obras culturales tradicionales”.130

El pasado solicita en forma insistente ver la luz de la actualidad, y Benjamin compara esta obstinación con el movimiento de los girasoles, que siguen el sol impulsados por una fuerza heliotrópica.131 El pasado no deja de reclamar sus derechos, y por ello el historiador materialista debe asumir tres tareas fundamentales: el paciente registro de los hechos históricos trascendentes y menores, la atención al “más discreto de todos los cambios” que pueda mejorar la lucha contra el fascismo, y el cuestionamiento de cada victoria de la clase dominante.132 Sin esas acciones no se podrá recobrar lo perdido en la actualidad.

El presente contribuye a la tarea mesiánica cuando se recuerdan los ancestros oprimidos. El historiador materialista hace corresponder el significado de los acontecimientos actuales con los sentidos que evoca la huella mnémica. Por un lado, lo hace sabiendo que esa huella ha llegado al presente gracias al poder de la cita para hacer equivalentes los anhelos de las generaciones pasadas y de la generación actual. El historiador benjaminiano sabe también que existe un “acervo” de imágenes utópicas que pertenecen a la “tradición de los oprimidos”. Es decir, la felicidad del pasado se mantiene “en el aire que hemos respirado, [en] hombres con los que hubiéramos podido conversar, [en] mujeres que hubieran podido entregársenos”.133 Las viejas experiencias libertarias tienen su “depósito en el inconsciente colectivo” y cuando esas huellas se citan en el presente “producen, al entremezclarse con lo nuevo, la utopía”.134 El “acervo” de las imágenes utópicas anida en el “inconsciente colectivo”; las huellas mnémicas persisten en diversas producciones culturales de la clase oprimida, pero también de la burguesía (esto último sucede cuando el historiador materialista le pasa a la historia burguesa el “cepillo a contrapelo”). Por otro lado, el historiador materialista reconoce que la memoria de las luchas sociales puede desaparecer de un día para otro. Benjamin afirma que las tendencias reformistas de la socialdemocracia alemana lograron “borrar el nombre de un hombre como Blanqui, cuyo broncíneo timbre hizo temblar al siglo precedente”.135 Las huellas de la tradición de los oprimidos están siempre en peligro, pueden perderse con facilidad y no están continuamente disponibles como “fuentes de consulta”.

Memoria involuntaria, cuerpo y escritura

La destrucción de la tradición da paso a un mundo perceptivo distinto: el mundo de la memoria involuntaria, que se distingue de la memoria voluntaria del narrador que encadena los relatos de una comunidad. La sede de la memoria involuntaria no es la conciencia racional, sino el cuerpo conmocionado que despierta. Benjamin se interesó por los pensadores de la memoria de su tiempo: Sigmund Freud, Henri Bergson y Marcel Proust. Estos tres autores teorizaron la memoria en un mundo desprovisto de los soportes narrativos tradicionales. En Bergson la memoria es decisiva para vislumbrar una experiencia que no consiste en “lo realmente vivido”, sino en el recuerdo que se tiene de ello. Es decir, la experiencia no tiene que ver con el contacto con la realidad inmediata, sino con la fijación de huellas mnémicas diferidas. Freud considera que para el aparato psíquico recordar voluntariamente y “dejar una huella en la memoria son incompatibles”.136 El presente recupera el pasado cuando el inconsciente descarga su energía y estimula la acción rememorativa. En el caso de Proust, la referencia literaria es conocida: después de comer la madeleine el personaje de En busca del tiempo perdido es retrotraído involuntariamente a los tiempos de la infancia en Combray. El recuerdo no se conserva en las fuentes creadas voluntariamente para captar lo vivido, sino irrumpe en los sucesos menos habituales, como en el momento en que el personaje proustiano come la madeleine.

Recordar es un modo de despertar: apenas despertamos vamos al rescate del sueño en el momento en que su recuerdo aún no se disipa. La huella onírica es una huella mnémica inconsciente que aparece en el despertar. “Hay un saber-aún-no-consciente de lo que ha sido, y su afloramiento tiene la estructura del despertar”.137 La conexión entre el pasado y el presente ocurre en las sombras, en lo que Ernst Bloch llama “la oscuridad del instante vivido”. La memoria involuntaria contiene imágenes y sensaciones en el “depósito de lo olvidado” y teje similitudes insospechadas entre el pasado y la actualidad.138

Por un lado, la memoria involuntaria puede recuperar, en el momento más banal del día, lo que es irreductible al encadenamiento lineal de las argumentaciones. La tecnología tiene una participación decisiva en esto, pues la fotografía y la radio ampliaron el alcance de la memoria involuntaria, al permitir que en cualquier momento distintos sucesos se fijen sonora o visualmente.139 Por otro lado, en la modernidad el descubrimiento de las huellas del pasado es una tarea difícil, porque los hilos de la tradición se han cortado. La memoria voluntaria ha perdido eficacia para despertar el recuerdo. Jean-Louis Déotte describe la memoria involuntaria como el “verdadero archivo” del pasado y la memoria voluntaria como “un recuerdo sin vida: un recuerdo que no tiene la productividad poética de la huella”.140 Lo único que deja una marca indeleble en la subjetividad es la huella involuntaria. La memoria involuntaria puede realmente rescatar el pasado, porque solo ella dispone de una “fuerza rejuvenecedora que hace frente al envejecimiento inexorable”.141

Los recuerdos involuntarios se amontonan como las imágenes que aún no se ordenan en un álbum fotográfico, y pertenecen a lo que Proust llamaba el “tiempo entrecruzado”. Los recuerdos entrecruzados evocan “rostros aislados, enigmáticos”.142 Esos rostros enigmáticos ameritan una lectura, como sucede con los misteriosos emblemas barrocos o las fotografías brumosas de Atget. Los recuerdos aislados se conectan entre sí mediante asociaciones que también son involuntarias. Esos recuerdos alcanzan la “eternidad” -que no es “platónica” sino “embriagadora”- cuando forman un “tejido”.143 La idea proustiana del tejido remite al tejido corporal y a la trama de la escritura. En efecto, el cuerpo y la escritura son las dos superficies más importantes en que puede fijarse y desplegarse el recuerdo. Benjamin observa en la visión proustiana de la memoria algo similar a lo que encuentra en la concepción barroca de la historia: la coexistencia de cuerpo y escritura, pues tanto en uno como en la otra se fijan los rastros del paso del tiempo. Esta coexistencia desbarata la oposición binaria entre cuerpo y espíritu. El cuerpo entendido como un locus de la memoria se aproxima a la tarea intelectual de la escritura que teje y desteje el recuerdo.

Según Proust, las huellas del pasado se atesoran en las extremidades del cuerpo: un hombro, un brazo o una rodilla pueden imitar sin querer una vieja postura y a partir de ahí se desatan los recuerdos.144 Las imágenes grabadas en las partes del cuerpo retornan en el momento del despertar. El cuerpo es una suerte de “archivo” donde se guardan los recuerdos en las rodillas y los hombros. La coexistencia de cuerpo y huella mnémica se produce gracias a que algunas partes del cuerpo descargan su energía sobre otras partes de este. En el flâneur los pies inervan los ojos y las imágenes de la memoria son recogidas en las caminatas, en Proust la nariz inerva al ojo: “el olor es el refugio inaccesible propio de la mémoire involontaire (...) Un aroma permite que se hundan años en el aroma que recuerda”.145 Por un lado, “no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”146 pero, por otro lado, cualquier parte del cuerpo puede convertirse -despertar mediante- en un recolector de huellas mnémicas. El cuerpo que recuerda puede hacerle frente no solo al “envejecimiento inexorable” sino también a la barbarie.

Para Proust, el verdadero rostro del pasado no se halla en la vida transcurrida (la vida “tal cual fue”) sino en la huella mnémica que recoge la escritura. La fijación de los recuerdos en la escritura acontece en el momento póstumo de la vivencia. La escritura proustiana es un trabajo de Penélope que teje y desteje el recuerdo,147 y se diferencia del encadenamiento continuo de un argumento. Recordar mediante la escritura implica entregarse a la digresión y el desvío. En el ámbito de la filosofía el texto que concibe la digresión como una técnica expositiva es el tratado escolástico, al que Benjamin caracteriza como una “forma arábiga” de escritura. “En la densidad ornamental (...) [del tratado] desaparece ya la diferencia entre exposición temática y digresiva”.148 En el tratado la exposición de la verdad es densa, sigue la estrategia del rodeo y prescinde de la argumentación lineal. Al igual que el tratado y la escritura proustiana, el recuerdo está cargado de detalles y es ornamental. Arabesca, como el tratado escolástico, es la escritura de Proust. Benjamin afirma que la estrategia que este eligió para “que no se le escapara ninguno de sus intrincados arabescos” no tuvo miramientos: al final Proust convirtió los días en noches para dedicarse “en su habitación oscura y con luz artificial plenamente a su obra”.149 La habitación en penumbras en la que solo se ilumina la mesa de escritura, es la imagen que alegoriza la dialéctica de luces y sombras de la memoria involuntaria. Una memoria que abreva en el acto simultáneo de conservación y pérdida, recuerdo y olvido. Las huellas mnémicas no llegan al presente siguiendo un curso lineal, sino el enmarañado camino de la digresión. Aunque lo vivido se fue para siempre, la escritura puede describirlo a fondo y hasta el último detalle. Solo en las densas redes del recuerdo detallista se puede recuperar el tiempo perdido.

Conclusión

En este trabajo se pudo corroborar que las huellas del pasado tienen en la filosofía de Benjamin una diversidad de expresiones: fragmentos alegóricos, documentos de la cultura (construcciones arquitectónicas, ruinas, libros, colecciones, fotografías), imágenes, nombres y lugares. A partir de las dimensiones analizadas -Barroco, urbe decimonónica, documentos postauráticos, procesos revolucionarios y memoria involuntaria- se descubrieron distintas valencias de la huella. En la primera de estas la huella asume un carácter escritural, visual y objetual. Debimos retrotraernos hasta el Barroco alemán para vislumbrar esta concepción de la huella. En el drama barroco alemán las imágenes alegóricas, la historia, la escritura y las cosas se relacionan estrechamente. La huella de la historia se plasma en los emblemas alegóricos y en los accesorios del mundo de las cosas, como en los libros que se acumulan en las bibliotecas. Las bibliotecas barrocas responden a un “ideal del almacenamiento” que garantiza la conservación de los documentos. No solo la biblioteca es un ámbito de huellas, pues los poetas barrocos alemanes también consideran que el cuerpo martirizado de los personajes del drama es un lugar de inscripción de la catástrofe permanente de la historia. En el Barroco las ruinas antiguas dan cuenta de la transitoriedad y la decadencia de la historia. Pero en la idea de ruina anida también un “carácter destructivo” que borra las viejas huellas y abre un nuevo camino entre los escombros.

Otra manifestación de la huella se encuentra en la experiencia urbana: la metrópoli es un gran contenedor de huellas de la modernidad. París mantiene una relación ambivalente con las huellas del pasado: borra los rastros del mundo de la tradición, pero en esa misma ciudad emerge un nuevo tipo de rastro, a saber: las huellas oníricas de la Edad Dorada industrial. Por un lado, París es la ciudad que a partir del siglo XIX estimula al anonimato y la borradura de las huellas de la tradición como resultado de la modernización, una situación que Baudelaire alegoriza en la ausencia de estrellas en la noche urbana. Este contexto estimula al burgués a resguardar las huellas de la vida privada en el interior. Por otro lado, París es la ciudad que produce al flâneur, ávido de recolectar con sus pies las huellas que va borrando la modernización. En esa ciudad surgen y persisten -en estado de latencia- las huellas oníricas de la Edad de Oro decimonónica.

En el siglo XIX las huellas son recolectadas por el flâneur o la masa urbana “hipersensible”, y en el siglo XX son registradas por los aparatos tecnológicos postauráticos. El colectivo urbano se enfrenta de lleno en el siglo pasado al mundo profano de la serie y la copia. La huella será a partir de ese momento la copia de otra copia. Las huellas narrativas -las que imprimía el viejo narrador en sus relatos- van cediendo su lugar a las huellas mnémicas que se desplazan con el mismo vértigo con que lo hace la vida urbana. Esta vida se desarrolla en un mundo mediático, donde las imágenes y los sonidos reproducidos técnicamente penetran los cuerpos. Lo que persiste no es una tradición continua y homogénea, sino una infinidad de huellas mnémicas que encuentran un lugar idóneo de expresión en la fotografía, el cine y la radio. Las tecnologías de reproducción cumplen la tarea de ampliar la percepción y el ámbito de actuación de la memoria involuntaria. En ese marco, las huellas ya no se guardan en el interior burgués sino se disponen a la circulación masiva y a la recepción distraída y táctil. El cine libera un potente efecto de shock físico en virtud del cual la imagen y el sonido “penetran a golpes en el espectador”.150

Berlín es otra ciudad clave para dilucidar el problema de la huella, pues es el lugar donde Benjamin nació y vivió su infancia. El filósofo alemán regresa a Berlín a través de la escritura de sus textos Crónica de Berlín e Infancia en Berlín hacia el mil novecientos. Volver al lugar de origen por los senderos de la escritura no implica retornar a la patria perdida, sino a los instantes, los lugares y los nombres donde la huella mnémica se congela y aísla del continuum temporal.

Benjamin afirma que no se puede acceder al pasado “tal y como propiamente ha sido”, sino a una imagen de él que es pasajera. Las imágenes dialécticas, los sueños olvidados, los desechos de la sociedad industrial y las ruinas son pistas para acceder a un pasado perdido e inconcluso. La tradición de los oprimidos contiene un cúmulo de imágenes de la felicidad postergada que pueden ser recuperadas por el colectivo revolucionario que actúa en el presente. Esas huellas alcanzan el máximo grado de concreción y actualidad en la imagen dialéctica. Pero la mayoría de las huellas mnémicas son borrosas y el camino que siguen hasta llegar al presente es intrincado. Estas huellas pueden disiparse con facilidad porque su continuidad no está asegurada en la historia. También la historia de las clases opresoras tiene sus propias huellas, me refiero a los “documentos de cultura”, que son también “documentos de barbarie”. Benjamin reserva un nombre para la conservación y la transmisión continua de los documentos de cultura, y ese nombre es la catástrofe.

El trabajo de la memoria discurre en una dialéctica de luces (el amanecer de un nuevo tiempo, el sol que sale en el cielo de la historia, el relámpago, el flash fotográfico) y sombras (la oscuridad del instante vivido, lo inconsciente, lo involuntario, el momento póstumo de la vivencia). La memoria involuntaria da pie a una relación con el pasado en la cual el cuerpo desempeña una función destacada. En el cuerpo que recuerda se produce un shock que desbarata la aprehensión inmediata, certera y definitiva de las huellas del pasado. La memoria involuntaria, la memoria revolucionaria y el cuerpo hipersensible no producen un conocimiento de la historia basado en certezas últimas, pero esta conclusión no es pesimista. Tras la destrucción de la tradición que produce la modernidad, lo perdido e inconcluso puede ser recuperado y concluido por la memoria de la “clase oprimida que lucha”. Las citas en las que los desaparecidos y los vivos se encuentran son pistas tenues que indican que la humanidad todavía puede salvarse.

Referencias

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1Walter Benjamin, Libro de los Pasajes (Madrid: Akal, 2005), 450.

2Ibid., 394.

3Ricardo Forster, La travesía del abismo. Mal y Modernidad en Walter Benjamin (Buenos Aires: FCE, 2014), 81.

4Walter Benjamin, “El origen del Trauerspiel alemán”, en Obras. Libro I, volumen 1 (Madrid: Abada, 2007), 265.

5Ibid., 398.

6Ibid., 396.

7Walter Benjamin, “Calle de dirección única”, en Obras. Libro IV, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 52.

8Benjamin, “El origen”, 395.

9Ibid., 382, 396.

10Ibid., 293.

11Ibid., 396.

12Ibid., 403.

13Ibid., 393.

14Ibid., 386-387.

15Ibid., 390.

16Ibid., 404.

17Ibid., 406.

18Ibid., 389.

19Ibid., 353. Las cursivas son mías.

20Ibid., 439.

21Idem.

22Ibid., 428.

23Ibid., 297.

24Ibid., 439.

25Ibid., 354.

26Ibid., 354-355.

27Ibid., 403.

28Federico Galende, Walter Benjamin y la destrucción (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2009), 117.

29Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los pasajes (Madrid: Visor, 2001), 187.

30Benjamin, “El origen”, 449.

31Benjamin, Libro, 338.

32Benjamin, “El origen”, 294.

33Ibid., 275.

34Ibid., 396.

35Walter Benjamin, “Sobre el concepto de historia”, en Obras. Libro I, volumen 2 (Madrid: Abada, 2008), 310.

36Benjamin, “Calle”, 62.

37Michael Löwy, Walter Benjamin: aviso de incendio. Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de historia” (Buenos Aires: FCE, 2012), 101.

38Eduardo Cadava, Words of Light. Theses of the Photography of History (Princeton: Princeton University Press, 1997), 65.

39Walter Benjamin, “El carácter destructivo”, en Obras. Libro IV, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 347.

40Walter Benjamin, “Nápoles”, en Obras. Libro IV, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 254.

41Ibid., 253.

42Buck-Morss, Dialéctica, 44.

43Benjamin, “El carácter”, 346. Las cursivas son mías.

44Walter Benjamin, “Experiencia y pobreza”, en Obras. Libro II, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 220.

45Benjamin, Libro, 47.

46Baudelaire citado en ibid., 449.

47Walter Benjamin, “El narrador”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV (Madrid: Taurus, 2001), 119. Las cursivas son mías.

48Ibid., 117.

49Benjamin, Libro, 46.

50Ibid., 341.

51Ibid., 128.

52Ibid., 42.

53Ibid., 464.

54Ibid., 38, 825.

55Ibid., 831.

56Ibid., 835.

57Ibid., 39.

58Ibid. 115.

59Eli Friedlander, Walter Benjamin. A Philosophical Portrait (Cambridge, Mass. y Londres: Harvard University Press, 2012), 92.

60Benjamin, Libro, 394.

61Ibid., 838.

62Ibid., 395.

63Esta idea me fue sugerida por uno de los dictaminadores anónimos.

64Benjamin, “Experiencia”.

65Walter Benjamin, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, en Obras. Libro I, volumen 2 (Madrid: Abada, 2008), 135.

66Benjamin, Libro, 244.

67Ibid., 44.

68Walter Benjamin, “Voy a desembalar mi biblioteca. Un discurso sobre el coleccionismo”, en Obras. Libro IV, volumen 1 (Madrid, Abada, 2010), 338.

69Benjamin, Libro, 44.

70Benjamin, “Voy a desembalar”, 339.

71Walter Benjamin, “Sombras breves”, en Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia (Madrid: Taurus, 1989), 153.

72Benjamin, Libro, 336.

73Debo esta idea al comentario de uno de los dictaminadores anónimos.

74Benjamin, Libro, 518.

75Ibid., 422.

76Ibid., 421.

77Ibid., 422.

78Jean-Louis Déotte, La ciudad porosa. Walter Benjamin y la arquitectura (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2012), 66.

79Benjamin, Libro, 445.

80Ibid., 422.

81Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Primera redacción”, en Obras. Libro I, volumen 2 (Madrid: Abada, 2008), 22.

82Ibid., 35.

83Walter Benjamin, “Pequeña historia de la fotografía”, en Obras. Libro II, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 381-382.

84Benjamin, “La obra”, 38.

85Benjamin, “Pequeña”, 394.

86Ibid., 387, 390, 394.

87Benjamin, “La obra”, 22.

88Benjamin, “Pequeña”, 403.

89Walter Benjamin, “Crónica de Berlín”, en Personajes alemanes (Barcelona: Paidós, 1995), 46-47.

90Walter Benjamin, “Infancia en Berlín hacia el mil novecientos”, en Obras. Libro IV, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 239.

91Benjamin, “Crónica”, 45; Benjamin, “Infancia”, 194.

92Martín Kohan, Zona urbana. Ensayo de lectura de Walter Benjamin (Madrid: Trotta, 2007), 56.

93Benjamin, “Crónica”, 25.

94Benjamin, “Infancia”, 194-195.

95Benjamin, “Crónica”, 42.

96Ibid., 45.

97Ibid., 33.

98Idem.

99Benjamin, “Infancia”, 186-187, 223-224, 229.

100Ibid., 229.

101Ibid., 205.

102Ibid., 204.

103Benjamin, Libro, 517.

104Benjamin, “Infancia”, 191.

105Benjamin, Libro, 518.

106Ibid., 49.

107Benjamin, “Sobre el concepto”, 310.

108Benjamin, Libro, 476.

109Ibid., 394.

110Walter Benjamin, “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea”, en Obras. Libro II, volumen 1 (Madrid, Abada, 2010), 316.

111Benjamin, Libro, 831.

112Benjamin, “El surrealismo”, 305.

113Lotze, citado en Benjamin, Libro, 481.

114Adorno, citado en ibid., 226.

115Ibid., 473-474.

116Ibid., 476.

117Walter Benjamin, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, en Discursos interrumpidos i. Filosofía del arte y de la historia (Madrid: Taurus, 1989), 104.

118Benjamin, “Sobre el concepto”, 306.

119Benjamin, Libro, 484.

120Ibid., 465.

121Benjamin, “Sobre el concepto”, 306.

122Ibid., 315.

123Ibid., 306.

124Friedlander, Walter Benjamin, 200.

125Benjamin, “Sobre el concepto”, 307.

126Galende, Walter Benjamin, 70.

127Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, s/d, mimeo, 46.

128Esta idea me fue sugerida por uno de los dictaminadores anónimos.

129Benjamin, “Sobre el concepto”, 309.

130Wolin citado en Löwy, Aviso, 93.

131Benjamin, “Sobre el concepto”, 307.

132Idem.

133Ibid., 305.

134Benjamin, Libro, 39.

135Benjamin, “Sobre el concepto”, 313.

136Walter Benjamin, “Sobre algunos motivos en Baudelaire”, en Obras. Libro I, volumen 2 (Madrid: Abada: 2008), 214.

137Benjamin, Libro, 394.

138Friedlander, Walter Benjamin, 96.

139Benjamin, “Sobre algunos”, 250.

140Déotte, La ciudad, 26, 57.

141Walter Benjamin, “Hacia la imagen de Proust”, en Obras. Libro II, volumen 1 (Madrid: Abada, 2010), 327.

142Ibid., 330.

143Ibid., 326.

144Benjamin, “Sobre algunos”, 214.

145Ibid., 247.

146Benjamin, “Sobre el concepto”, 309.

147Benjamin, “Hacia la imagen”, 317.

148Benjamin, “Calle”, 50.

149Benjamin, “Hacia la imagen”, 317.

150Benjamin, “La obra”, 42.

Recibido: 17 de Agosto de 2017; Aprobado: 14 de Noviembre de 2017

Guillermo Pereyra. Doctor de Investigación en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales

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