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Intersticios sociales

versión On-line ISSN 2007-4964

Intersticios sociales  no.12 Zapopan sep. 2016

 

Sección general

Feligreses y párrocos en el arzobispado de México, 1874-1876: entre la lealtad y el repudio

Ulises Íñiguez Mendoza* 

* Universidad de Guadalajara. Doctor en Ciencias Sociales por El Colegio de Michoacán. Adscrito al Departamento de Historia, CUCSH, Universidad de Guadalajara. Sus líneas de investigación comprenden las relaciones Iglesia-Estado en México en los siglos XIX y XX. ulinme@hotmail.com


Resumen:

Este artículo examina las relaciones y los conflictos entre distintas parroquias indígenas del arzobispado de México y los respectivos curas, en una época en que las leyes de Reforma eran elevadas a rango constitucional. Durante la gestión de Sebastián Lerdo de Tejada como presidente de la República, y con el arzobispo Labastida a la cabeza de la arquidiócesis de México, el artículo destaca la apasionada participación de la feligresía para influir en la designación de sus curas, así como las irreconciliables posturas que asumen grupos de fieles antagónicos en cuanto al tipo de sacerdote que requieren. Juegan un papel destacado las cuestiones étnicas y las distintas mentalidades políticas, dentro de un periodo en el que chocan los procesos secularizadores con las mentalidades tradicionalistas y pre-reformistas; otra veta de conflicto, desde la perspectiva de los católicos, se distingue en el protestantismo, al tiempo que surge una acepción distinta del vocablo protestante y se confunde con el de contenido religioso. Un aspecto relevante de esta investigación es el hacer ver cómo en las disputas parroquiales se forma un juego triangular de actores entre el clero, la feligresía y algunos funcionarios civiles menores, lo que parece desmentir el objetivo liberal de independencia entre Iglesia y Estado.

Palabras clave: parroquias indígenas; arzobispado de México; Sebastián Lerdo de Tejada; relaciones clero-feligresía

Abstract:

This article examines the relations and conflicts between various indigenous parishes and their parish priests in the Archbishopric of Mexico in the period when the Reform Laws (Leyes de Reforma) achieved constitutional status under President Sebastián Lerdo de Tejada with Archbishop Labastida leading the Archbishopric of Mexico. The analysis highlights the passionate participation of congregations as they sought to influence the designation of local priests, and the often irreconcilable postures of antagonistic groups of believers regarding the kinds of priests they required. Two especially significant factors were ethnic issues and differing political orientations during a period in Mexican history characterized by clashes between secularizing processes and traditionalist and pre-reformist mentalities. Catholics, meanwhile, perceived an additional source of conflict: Protestantism, for at the time a distinct meaning of the term Protestant was emerging; one that became confused with the strictly religious sense of the word. One important contribution of this research is that it illustrates how parish-level disputes took the form of a triangle with the clergy, parishioners and some lesser civil functionaries at its three angles; a configuration that seems to belie the liberal objective of cementing the separation of Church and State.

Keywords: indigenous parishes; Archbishopric of Mexico; Sebastián Lerdo de Tejada; clergy-congregation relations

Entre 1872 y 1876, bajo el régimen de Sebastián Lerdo de Tejada, el estatus de la relación entre Iglesia y Estado cambió de manera sustancial. Tanto en términos estrictamente legislativos, como en la aplicación directa de algunas medidas que restringían o atacaban con una fuerza mucho mayor a la Iglesia católica, el régimen lerdista aspiraba a constituirse como la expresión más acabada del liberalismo radical. En tales circunstancias, este trabajo pretende aproximarse a la comprensión del comportamiento de los feligreses en algunas parroquias mayoritariamente indígenas, circunscritas a una zona muy definida del arzobispado de México, durante la segunda mitad de la República Restaurada. Bajo esta legislación reformista ya elevada a rango constitucional -el propio Juárez no había alcanzado tal logro-, buscamos conocer hasta qué punto o en qué forma pudo afectar las relaciones de los fieles católicos con sus párrocos, en particular en situaciones de conflicto: bajo qué circunstancias los apoyaban o -con bastante más frecuencia-, los repudiaban, y cuál fue el nivel de influencia ejercido por estos católicos rurales sobre su arzobispo en la toma de decisiones concernientes a cada uno de estos curatos.

El artículo aspira a describir los vínculos de esta feligresía con los encargados de las parroquias y con la alta jerarquía eclesiástica. Según veremos en los numerosos casos examinados a continuación, el grado de participación de los pueblos en las decisiones del gobierno eclesiástico sobre quién debería ocupar el decisivo cargo de párroco o "encargado", o de vicario, era mucho mayor de lo que uno podría esperar.

El breve periodo estudiado, entre 1874 y 1876, ofrece por otra parte la posibilidad de acercarnos al papel desempeñado por las autoridades civiles, de qué modo intervinieron en estas controversias y cómo interactuaron con sus contrapartes eclesiásticas. En otras palabras: cómo se configuró este suigeneris triángulo de actores: autoridad civil-clero-población católica, precisamente a partir de la radicalización de las Leyes de Reforma bajo el régimen lerdista y la constitucionalización de dichas leyes, promulgadas en septiembre de 1873 y reglamentadas en diciembre de 1874.

Finalmente, examinaremos el constante factor de alarma introducido por los primeros brotes de protestantismo, fenómeno recurrente en esos años en los que comienza su propagación, en ésta y otras arquidiócesis. Según veremos aparece una doble connotación del término, más allá de su significado religioso original.

El contexto legislativo

Es conveniente conocer el contexto legislativo vigente en términos de las relaciones Iglesia-Estado para examinar su aplicación concreta en la cotidianeidad de las conexiones establecidas entre párrocos y alcaldes e incluso funcionarios menores, en pueblos y villas, durante el régimen de Lerdo de Tejada.

Entre los distintos objetivos que conformaron el ideario del grupo liberal triunfante y definieron el modelo de país al que éste aspiraba desde 1867, debe considerarse, como factor principal, la separación absoluta entre la Iglesia y el Estado: quizá el anhelo y objetivo supremos, la condición indispensable para dotar al renaciente Estado liberal de una fortaleza real y no sólo formal, y de una preeminencia indiscutida en relación con la única otra entidad que le disputaba ese espacio: la eclesiástica. En la permanente búsqueda por lograr un deslinde categórico de funciones y ámbitos de acción, esa "perfecta separación" -como se le denominó con frecuencia- entre los dos poderes fue explícita y reiteradamente señalada en numerosas leyes y decretos del amplio corpus legislativo conocido en conjunto como Leyes de Reforma; a tal grado resultaba esencial e imprescindible para los liberales. Así, ya en el Manifiesto emitido por Juárez desde Veracruz el 7 de julio de 1859, preámbulo y justificación del extenso conjunto de decretos que le sucederían, desde su cláusula primera consideraba indispensable "Adoptar, como regla general invariable, la más perfecta independencia entre los negocios del Estado y los puramente eclesiásticos";1 y en la conocida como Ley de nacionalización de bienes eclesiásticos, promulgada cinco días después, tras ordenar en su artículo 1° que pasaban a ser propiedad de la nación to-dos los bienes del clero, tanto secular como regular, en su artículo 3° reiteraba esa "perfecta independencia", al tiempo que estipulaba lo siguiente: "El gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cualquier otra".2

El 23 de julio del mismo año, antes de estipular el carácter civil del contrato matrimonial, el primero de los dos breves considerandos subrayaba "que por la independencia declarada de los negocios civiles del Estado, respecto de los eclesiásticos", cesaba la capacidad del clero para hacer surtir los efectos civiles del enlace entre un hombre y una mujer;3 y lo reiteraba en la circular fechada dos días después. El 28 de julio, al promulgarse la Ley Orgánica del Registro Civil, esta noción fundamental aparecía de nuevo -¿obsesivamente?- desde su primera línea: "Considerando: que para perfeccionar la independencia en que deben permanecer recíprocamente el Estado y la Iglesia, no puede ya encomendarse a ésta por aquél el registro que había tenido del nacimiento, matrimonio y fallecimiento de las personas".4 Y aun sin esa fórmula tenazmente reiterada, era el mismo espíritu que animaba a la Ley de Secularización de cementerios y panteones expedida el 31 de julio de 1859, al hacer cesar en toda la república la intervención eclesiástica en los cementerios, quedando "bajo la inmediata inspección de la autoridad civil", al igual que las inhumaciones.

Por último, en lo que debe considerarse como el culmen de la Reforma juarista, la Ley sobre Libertad de Cultos (que pese a ser conocida con este nombre abarcaba un amplio espectro de temas), del 4 de diciembre de 1860, estipulaba en su artículo 1° la protección de las leyes para todos los cultos, "como la expresión y efecto de la libertad religiosa", agregando en su segundo párrafo: "la independencia entre el Estado, por una parte, y las creencias y prácticas religiosas, por otra, es y será perfecta e inviolable".5

Los cinco años de guerra contra franceses y conservadores no permitieron que todo este conjunto legislativo entrara en vigor con la continuidad deseada por el gobierno liberal; derrotado el Imperio, entre 1867 y 1872, ni la Constitución de 1857 ni las demás Leyes de Reforma se aplicaron con el rigor que era previsible, en lo que se ha considerado una política de relativa conciliación de parte del presidente Juárez hacia la Iglesia católica.6

Entre 1873 y 1874, bajo el mandato de Sebastián Lerdo de Tejada, esta política sufrió cambios profundos: en mayo de 1873, una vez más fueron expulsados del país los jesuitas; se aplicaron al pie de la letra las leyes que prohibían las órdenes religiosas, tanto femeninas como masculinas y en una sola noche se arrestó y encarceló en la Ciudad de México a varias decenas de sacerdotes y religiosos, y fueron echadas a la calle cerca de quinientas religiosas de distintas congregaciones por haber vuelto a vivir en comunidad -o al menos porque así lo aparentaban-; en ese mismo mes, el día 23, un decreto promulgado por el Congreso federal, consistente en un único artículo, prohibía de modo categórico todas las manifestaciones externas de culto, derogando explícitamente el artículo 11 de la Ley de Cultos expedida por Juárez en diciembre de 1860.7 También en 1873, en septiembre, el Congreso Federal elevó a rango constitucional las Leyes de Reforma; su correspondiente Ley Orgánica fue reglamentada más de un año después, el 14 de diciembre de 1874.8 No es necesario ocuparnos de los contenidos particulares de esta reglamentación; es suficiente subrayar que la independencia entre Iglesia y Estado se anunciaba, de forma escueta y contundente, en el primer renglón del artículo primero de la "Sección Primera": imposible ser más explícitos.

Por tanto, el escenario bajo estudio debe considerarse a la luz de este anhelo liberal perseguido con asombrosa tenacidad, fervientemente buscado y reiterado una y otra vez en numerosas leyes y decretos a través de dos décadas.

El protestantismo durante la República Restaurada

Las primeras doctrinas protestantes arribaron a nuestro país durante 1860, "bajo el cobijo de la victoria liberal y con la garantía de la libertad religiosa expresada en la Constitución de 185 7".9 Sin embargo, al menos desde la década anterior, algunas variantes de la disidencia católica habían hecho su aparición, los llamados "padres constitucionalistas", una ínfima fracción del clero que apoyó tanto las Leyes de Reforma como la Constitución de 1857, denostados con los peores epítetos posibles ("sinagoga de Satanás", "invención del jansenismo") por la alta jerarquía católica. Triunfantes los republicanos, el gobierno de Juárez y muy en especial su ministro de relaciones, Melchor Ocampo, los apoyaron de manera decidida en el intento de fundar una Iglesia católica mexicana; en última instancia y por una variedad de razones, tal proyecto no habría de prosperar.10

En el primer lustro de ese decenio, dos misioneros bautistas deben considerarse como los verdaderos iniciadores del culto protestante en el norte del país: el inglés Thomas Westrupp y el estadounidense Santiago (o James) Hickey, quienes entre 1861 y 1865 dieron inicio formal a las actividades de la "Primera Iglesia Evangélica Mexicana", que después tomó el nombre de "Primera Iglesia Bautista de Monterrey". También arribó a Monterrey procedente de Estados Unidos, a fines de 1867, Melinda Rankin, maestra de escuela presbiteriana quien fundó otra iglesia;11 ya desde 1852 la señora Rankin había iniciado una escuela para niñas mexicanas o mexicoamericanas en Brownsville, Texas.

Tras la derrota de Maximiliano, un segundo impulso cismático fue de nueva cuenta patrocinado por el presidente Juárez y los liberales victoriosos; era evidente ya el surgimiento de una corriente anticatólica entre grupos radicales. Por paradójico que parezca, en la política juarista convivieron estas dos tendencias: el acercamiento hacia la jerarquía eclesiástica que incluyó una puesta en vigor flexible y tolerante de las Leyes de Reforma -los numerosos enemigos del presidente se lo achacarían con acritud-, con el apoyo a manifestaciones protestantes o de disidencia no católica, un apoyo que a fin de cuentas no llegó a trascender en forma significativa. Para un político sagaz como lo era Juárez, estos contrapesos no resultaban extraños, y en cierto modo se acercaban a cierto igualitarismo liberal en materia religiosa.

Tres distintas redes de influencia -apunta Jean-Pierre Bastian- trataron de implantarse en la sociedad mexicana durante los primeros años de la República Restaurada, aunque tampoco tendrían éxito. Una de ellas lo constituía el clero cismático adherido a la llamada "Iglesia Mexicana de Jesús", con el fraile dominico Manuel Aguas como una de sus figuras principales (y a partir de la cual trabajaría el misionero extranjero Henri Riley, después de 1872, para darle "un tono anglicano"); una segunda red liberal y masónica daría origen a "unas cuantas sociedades religiosas independientes formadas bajo la dirección de ex militares liberales", y a la organización de varias congregaciones indígenas en lugares como Chalco, Chimalhuacán, Tlalmanalco, Ecatzingo y otros, parroquias todas ellas pertenecientes a la arquidiócesis de México; la tercera red de influencias la constituyeron "siete individuos de origen anglosajón radicados en México".12 Bastian hace notar que, hasta 1872, esta disidencia religiosa mexicana no era propiamente "protestante" puesto que no contaba con el respaldo institucional de alguna de las sociedades de esa denominación; no obstante, ciertas influencias protestantes ya resultaban notorias.

De cualquier modo, todavía hacia fines de 1872 -ya fallecido Juárez y con Lerdo de Tejada en la presidencia de la república-, el movimiento protestante en nuestro país era muy limitado, y el gobierno sólo lo había apoyado moderadamente, "no lo encabezó y lo dejó crecer sin alentarlo".13

La llegada formal a México de las primeras sociedades protestantes de origen norteamericano, a fines de 1872 y durante 1873, coincide por tanto con un movimiento reformista religioso fragmentado y en declive, y con una nueva y endurecida postura del gobierno hacia la Iglesia católica: la de Sebastián Lerdo de Tejada.14 En octubre de 1872 llegan a la Ciudad de México los tres primeros misioneros presbiterianos, para de ahí extender sus acciones a Zacatecas y San Luis Potosí; en noviembre, los congregacionalistas enviaron a Guadalajara a sus dos primeros pastores, y en julio de 1873 a otros dos para radicarse en Monterrey; entre diciembre de 1872 y los primeros meses de 1873, algunos obispos y varios matrimonios de ministros metodistas y episcopalianos hicieron su ingreso a nuestro país.15 Cabe suponer que, puesto que sus primeras acciones, en la mayor parte de los casos, tenían como sede a la capital mexicana, el arzobispo Labastida y la jerarquía católica se mantuvieran angustiados y muy atentos a sus actividades proselitistas.

Los datos anteriores coinciden con la evaluación que el propio arzobispo ordenó llevar a cabo un año antes, por medio de un cuestionario contestado por los párrocos durante el primer semestre de 1871 y que no dejaba margen para la duda: eran muy pocas las parroquias a las cuales se había extendido el protestantismo hasta esos momentos. Los problemas comenzaron durante el segundo semestre, cuando "la difusión protestante fue más intensa".16 Durante los tres años siguientes la documentación del arzobispado atestigua un incremento en las actividades proselitistas "disidentes", sobre todo hacia 1874.17

Parece que fue en el medio industrial donde estos pioneros del protestantismo norteamericano hicieron sus primeros prosélitos: las congregaciones presbiterianas en Zacatecas se establecieron todas en pueblos mineros, y las metodistas se expandieron en el distrito minero de Hidalgo. En el Distrito Federal, en la fábrica textil La Hormiga, en Tizapán, hacia mayo de 1873 unos cien obreros de los tres mil que ahí laboraban pertenecían a una congregación presbiteriana; otras dos sociedades presbiterianas de obreros textiles se establecieron en Tlalpan y en San Pedro Mártir, y dos más en los pueblos de Miraflores y Tlalmanalco, estado de México.18

En cuanto a la penetración protestante en el campo, agraviado por la legislación liberal desamortizadora, Bastian apunta que las congregaciones reformistas se ubicaron en pueblos donde existían conflictos agrarios, como Tizayuca, Hidalgo. Otras congregaciones fueron absorbidas por sociedades misioneras en pueblos como Nopala, en Hidalgo, o San Lorenzo Tezonco, en el Distrito Federal, amenazados por haciendas vecinas. Esto parece confirmar el vínculo entre la autonomía religiosa y la lucha de las comunidades en contra de las haciendas.19 Desde luego, el arzobispado se mantenía vigilante de estos peligrosos avances.20

Muy significativo de estos vínculos fue el distrito de Chalco, escenario de la más célebre rebelión agraria ocurrida durante la República Restaurada: en una decena de pueblos pertenecientes a dicho distrito surgieron congregaciones religiosas reformistas meses después de ser aplastado el movimiento, en diciembre de 1868. Su principal líder, Julio López, fue asimismo autor de un famoso manifiesto marcadamente anticatólico. Pese a la violenta persecución, a mediados de 1870 el protestantismo seguía expandiéndose entre los indígenas de los pueblos de Chalco y Tlalmanalco, y los expedientes del arzobispado lo confirman.21

Con todo y todo, la expansión real del protestantismo bajo el mandato de Lerdo no parece haber llegado nunca a niveles alarmantes, aunque la jerarquía católica se angustiara de modo desmedido. Las propias palabras del presidente Lerdo cuando revela su interés en promover el protestantismo no parece que se hayan traducido en un respaldo notorio.22 Si atendemos a las cifras globales para el país proporcionadas por Jean-Pierre Bastian, hacia el último tercio del siglo XIX sólo habían logrado atraer a menos de 2% de la población mexicana,23 pasando "de unas cincuenta sociedades reformistas a más de 125 en 1875, según fuentes oficiales"; durante los primeros años del Porfiriato llegarían a ser 239, en 1882.24

Feligreses y párrocos: lealtades divididas

La revisión de los expedientes seleccionados para esta investigación deja ver cómo los conflictos surgidos entre los curas y sus fieles se originaban en las diversas formas en que los primeros ejercían su ministerio, cuando se apartaban de los deseos de su grey, así como por las relaciones entre sacerdotes y empleados del gobierno civil, muchas veces repudiadas por la población. En Jaltenco (parroquia de Xaltocan, febrero de 1874), al decir de sus fieles, el cura los dejaba sin misas, pese a estar pagadas. Se aislaba de ellos, no les mostraba caridad alguna y era "tan rígido en el cobro de derechos", que sus feligreses más pobres quedaban en peligro de no "recibir la gracia espiritual de los Santos Sacramentos". Sus ausencias provocaban la desatención de casos graves de bautismo, y después de hacerle una observación sobre el modo irreverente en que bendecía el agua, amenazó a los fieles con darles de patadas. Pedían al arzobispo que remediara estos males, sobre todo ante las primeras "propagandas protestantes", siempre encomiando la necesidad de un sacerdote verdaderamente cristiano al frente de la parroquia.25

En Taxco, la queja de un feligrés indígena encargado de la mayordomía contra el cura Braulio Disdier, en abril de 1874, mencionaba vagamente "gravísimas faltas en el cumplimiento de su ministerio so pretexto de su enfermedad actual", sobre todo las cometidas el Domingo de Ramos, de "escándalo", sin mencionarlas. En su defensa, el párroco Disdier decía que los malos tratos eran inexistentes; por el contrario, estando enfermo lo visitaban multitud de vecinos de todas las clases sociales, prueba del aprecio que sentían por él. Atribuía todo a calumnias de quienes se sentían ofendidos por sus exhortaciones desde el púlpito "inculcando la moralidad". Los quejosos bien podrían ser aquéllos que escandalizaban a la población "con sus públicos amancebamientos", sus constantes adulterios y seducciones a las jóvenes. Todo el asunto quedaba en suspenso hasta presentarse alguna queja más formal y concreta.26

En unas cuantas ocasiones la disputa en torno del sacerdote se entreveraba con la sospecha -o la categórica acusación-, de que el mismo pastor de la Iglesia católica, por ambición económica o política, hubiera traicionado los propios principios doctrinales que debiera defender, aun pasándose al bando liberal. En Huehuetoca, entre marzo y abril de 1874, el vecino acusador afirmaba que el padre Juan Violante se había adjudicado nada menos que 3 7 terrenos de la iglesia del lugar; ésta se encontraba por lo demás en pésimo estado, como tantas otras parroquias.

A las quejas de los feligreses, proseguía el denunciante, el párroco invocaba su amistad con el gobernador del estado y el temor del arzobispo a las autoridades civiles. El padre Violante habría incluso declarado en público tres meses antes, que era lícita la protesta constitucional y su pertenencia al partido liberal. Insistía el acusador en el escándalo de verlo figurar entre los adjudicatarios, yendo contra los bienes de su propia Iglesia, cosa más grave que si fuera otro vecino más. Se solicitaba castigo para el párroco, pero la cuidadosa respuesta arzobispal era que se estudiaría el caso, una vez que los vecinos inconformes presentaran una acusación formal. En el expediente no figura la conclusión de este conflicto, que nos remite a la existencia de los pocos sacerdotes partidarios de la Reforma, los llamados "padres constitucionalistas"; no obstante, no podemos afirmar que el padre Violante fuera uno de ellos.27

Pero a pesar de la aparente gravedad del caso anterior, la inmensa mayoría de las argumentaciones en contra de los curas eran de orden pastoral. Bajo múltiples formas y por cuantiosos motivos, las feligresías -insistimos, preponderantemente indígenas- exigían de ellos el cumplimiento escrupuloso de sus deberes sacerdotales.

Hacia 1874, en Chimalhuacán Atenco, el representante de la Magdalena afirmaba que el cura del lugar se negaba a llevar a cabo la tradicional función religiosa, sin dar licencia para que otros sacerdotes lo sustituyesen. La carta ratificaba la acendrada fe católica del pueblo -"nunca a nuestros corazones llegará la ponzoña del protestantismo ni de la herejía"-, y volvía a solicitar a su Ilustrísima la realización de la fiesta.28 Mientras que en Metepec, en abril de 1874, la queja vecinal era muy parecida -"entre nosotros no han fijado su satánica influencia las ideas disolventes e irreligiosas, que cunden desgraciadamente por todo este infortunado país"-, y luego de esfuerzos inauditos habían obtenido del Supremo Gobierno del Estado "un disimulo", para poder realizar sus tradicionales actos religiosos en la próxima Semana Santa. El otorgamiento de tal gracia venía a ser de enorme significación, pero el cura Espinosa, en vez de secundar a sus feligreses, había arrancado el aviso de autorización "y personalmente lo ha entregado al Gobierno, comprometiéndolo a impedir tuvieran lugar" las actividades ya autorizadas.29

En cuanto al ornato del templo, se acusaba al cura de intrigar para que los vecinos no consiguieran los adornos necesarios, faltante que también achacaban a su indolencia. Pedían, en fin, que no se entorpeciera su Semana Mayor, "y si es posible que les cambien de cura". Un cargo adicional era que, en medio de la gran división suscitada entre los habitantes por motivos políticos, el padre Espinosa se había "banderizado" y encabezaba una de las facciones en pugna. El arzobispado contestaba instando al encargado a satisfacer a los fieles con sus "solemnidades" y llamándolo a cuentas. En su carta de respuesta, éste se defendía asegurando que los hechos se habían tergiversado en su contra.

En otras parroquias, al incumplimiento en las labores sacerdotales se añadían a veces conductas licenciosas e inmorales; tampoco parecen tener miramientos los vecinos inconformes en exhibir ante la Mitra al párroco cuestionado.

El conflicto en Milpa Alta, en diciembre de 1873, deja ver un caso extraordinariamente embrollado, prácticamente imposible de dilucidar por las versiones en extremo antagónicas.30 El señor Antonio Basilio Cruz se quejaba de que al cura don Rafael Argüelles jamás se le oía explicar desde el púlpito la palabra divina; se burlaba de las prácticas religiosas de sus feligreses y además ostentaba una vida muy licenciosa: tiene hijos y "le hemos visto sacar el sagrado viático en el mismo carruaje en que acostumbra pasear con su manceba". En los cementerios civiles se mostraba respetuoso y en cambio, irrespetuosamente transitaba "en carruaje y a caballo sobre los restos de nuestros mayores por el cementerio de la parroquia".

Después de nueve años como responsable de la parroquia, no había aprendido "el idioma mexicano", dominante entre la feligresía -muchos otros párrocos anteriores sí lo hablaban-, y finalmente, al involucrarse de modo muy activo en los asuntos civiles, sembraba la anarquía entre las familias. Por su descuido, algún feligrés había muerto sin los auxilios de la religión, además de que sólo confesaba cuando tenía voluntad. Muy por el contrario, otro grupo de feligreses afirmaba que todo eran calumnias en contra de "nuestro caro Párroco, digno bajo todos los aspectos del cariño, gratitud, veneración y respeto de todos los que tenemos la suerte de ser sus feligreses". Había defendido a la población en las contiendas políticas; gracias al ejemplo dado por tan respetable párroco, y a sus exhortaciones y saludables consejos, el pueblo avanzaba en moralidad, prosperidad y bienestar. Descalificaban por completo a sus detractores, identificando en la carta entre sus jefes a Antonio Basilio Cruz, verdadero "jancianista" [sic por "jansenista"], y a Luis Álvarez, "partidario acérrimo del ignominioso protestantismo", de cuya implantación en el pueblo se habían salvado gracias al P. Argüelles.

En el curso del encendido intercambio epistolar entre un bando y otro surgía el factor político e ideológico en esta disputa: quienes defendían al cura "son el ayuntamiento del lugar; el mismo que después de la protesta legal, asistió a un solemne Te Deum, recibido espontáneamente por el párroco en las puertas del templo". El interminable y zigzagueante litigio habría de proseguir, hasta el extremo de que "el peladaje" terminaba apedreando la casa de Antonio Basilio Cruz entre el repique de campanas; mientras la feligresía se resistía a creer que la mitra conservara en su puesto al párroco, el arzobispado se mantenía a la espera de que Cruz aceptara ser "formal acusador" en esta causa.

Otro intrincado conflicto, en marzo de 1875 y en San Cristóbal Ecatepec, repetía en buena medida el patrón anterior: los vecinos deploraban el creciente decaimiento de la fe y el imperante espíritu irreligioso, así como "la escasez de auxilios espirituales", y solicitaban se les concediera un párroco prudente, caritativo y virtuoso "para dirigir nuestras conciencias y atraer nuestras voluntades y nuestro cariño". El cura local, Victoriano López, carecía de tales virtudes, alterando la armonía y quietud de la población y algún vecino fallecía sin recibir auxilios espirituales; su trato hacia los feligreses era ofensivo y los comparaba desde el púlpito "con los animales más despreciables y dándoles epítetos humillantes". Los parroquianos adversarios tachaban a los de Ecatepec de díscolos, los inculpaban por el gran deterioro sufrido en el templo y la casa parroquial, e imputaban además a sus opositores el estar siempre descontentos con los curas que habían pasado por allí.

Al largo y laborioso expediente formado por las acusaciones y réplicas alternadas, seguía en su parte final un zig-zag de cambios, traslados, renuncias y nuevos nombramientos para esta parroquia que a todas luces resultaba muy problemática, sumándose a los señalamientos más relevantes otros administrativos o personales. Finamente, el curato sólo se estabilizaba hasta el mes de noviembre.31

En Amanalco, las quejas de negligencia contra fray Paulino Robles parecían idénticas, agregándole el haber suprimido la Conferencia de San Vicente de Paul, hasta afirmar que en varias localidades habían muerto en total quince fieles sin la confesión final; ciertamente estaba enfermo pero era además "miedoso e inútil [cuando] se necesita montar a caballo, mojarse y sufrir las inclemencias". En fin, requerían de un cura "que pueda arrostrar con las dificultades de la administración laboriosa".32 Sin duda, los fieles no se tentaban el corazón -ni la lengua- para abrumar con sus imputaciones al padre Robles.

El nuevo párroco designado, José Sánchez, aclaraba buena parte del fondo de la cuestión: hacía notar al arzobispo que la población de Amanalco era indígena en su enorme mayoría. Por desgracia, sus dos antecesores "insolentaron tanto a dicha raza indígena en darle una supremacía [...] que no basta un gran caudal de prudencia para sobrellevarlos en todas sus exigencias." Para "los naturales", señalaba Sánchez, el encargado debía someterse a sus exigencias y olvidar "todos sus deberes de ministerio y de sociedad"; en fin, vaticinaba que llegarían al arzobispo otras representaciones similares en su contra, sin remedio. La respuesta episcopal, fascinante desde la perspectiva de los vínculos entre clero y fieles, era que se condujera con prudencia tratándose de las "pretensiones de los indígenas".33 Quedaban expresadas aquí con mayor claridad que en otros expedientes, la firmeza de convicciones de los indígenas, su preferencia por una práctica sacerdotal que se ajustara a los patrones tradicionales, y su repulsa a toda forma de transacción del sacerdote hacia los gobiernos locales, ya de cuño liberal. Evidentemente, dos formas diversas de entender las funciones parroquiales, las tradiciones religiosas y, punto trascendental, las relaciones entre el párroco y el funcionario civil, estaban aquí en juego y entraban en conflicto; en un buen número de ocasiones, fueron los párrocos quienes resultaron perdedores en estas disputas. Es asimismo notable la irritación, cuando no la franca animadversión del cura hacia su feligresía nativa -esa raza "insolentada"-, en la que encuentra una y otra vez un adversario tenaz en grado superlativo, casi imposible de vencer.

Estos fervorosos parroquianos no vacilaban en someterlo prácticamente a una suerte de "juicio religioso", enderezando contra él acusaciones de extrema gravedad porque suponían -en el caso de ser ciertas- un imperdonable descuido de sus deberes pastorales más básicos. La secuencia en estos litigios solía ser intrincadísima, alternándose cartas remitidas por vecinos detractores y defensores de sus párrocos con argumentos que parecían por igual contundentes y volvían los pleitos casi irresolubles. En la mayor parte de los conflictos, sólo quedaba en claro una cosa: la pasión con que los vecinos asumían su lealtad o su repudio hacia ese personaje medular en la vida del pueblo: el señor cura.

La Reforma en entredicho: párrocos y funcionarios

Otras investigaciones, tanto en el mismo arzobispado de México como en otras diócesis y arquidiócesis, han evidenciado cómo la secularización de los cementerios fue muchas veces letra muerta ante la cohesión de curas y fieles y el desplazamiento de los funcionarios civiles; resultó así socavado uno de los objetivos liberales por excelencia: la independencia entre la Iglesia y el Estado.34 Muy similar fue el escenario en la diócesis de Zamora, en donde "la verdadera autoridad en materia de cementerios e inhumaciones la seguían ejerciendo el obispo y sus sacerdotes"; son abundantes los expedientes michoacanos en los que la erección de un nuevo camposanto era decidida en exclusiva por el arzobispo.35 En el arzobispado de México ocurría un fenómeno inverso: el de la activa intervención civil en conflictos y decisiones parroquiales, es decir en asuntos que en rigor sólo atañían a los católicos, sus curas y su prelado, lo que ponía en suspenso una vez más la anhelada separación entre los poderes civil y eclesiástico.

Un ejemplo inicial de estas bizarras conexiones es el de los feligreses de Huexotla, en marzo de 1876, cuyo Juez Auxiliar se dirigía al arzobispo, quejándose de que el párroco no oficiaba "las Misas Dominicas, que son tan necesarias "para los fieles católicos de mi cargo", mientras "el protestantismo va en aumento, o mejor dicho, la herejía".36 No puede menos que resultar fascinante esta fusión de conceptos -que debemos suponer involuntaria a la par que muy significativa- en donde se volvía imposible diferenciar entre un "fiel" y un "ciudadano".

En Jilotepec, en febrero de 1876, de una carta larguísima del padre Antonio Islava en la que se entretejía una compleja serie de factores conflictivos, podían destacarse grosso modo dos puntos nodales: el cura insistía en su deseo de abandonar la parroquia, descalificando a la población por su "malicia y perversidad"; el protestantismo era preocupante y mencionaba a los enemigos de la religión católica en el lugar: habitualmente insultaban a los católicos, y habían repartido multitud de cuadernos del presbítero Aguas,37 así como de un misionero de "la verdadera Iglesia de Jesús", y Biblias prohibidas.

Islava había llegado al extremo de la quema de Biblias, siendo amenazado con arma de fuego. En el documento inicial del expediente, un vecino manifestaba temor ante una próxima insurrección indígena, justificando estos temores en una supuesta tendencia de aquel sector de la población "contra los que de alguna manera distingue la civilización". Tal estigma, prototípico comentario liberal, requería la mediación sacerdotal para evitar la alegada insurrección. En suma: una vez más la escisión entre grupos raciales, recurrente, y el evidente deterioro en las relaciones sociales, sobre todo entre los naturales y los de razón. La peculiar imbricación clero-gobierno en la escala de pequeñas poblaciones, surge cuando en un acto de culto se discute si se convida al Jefe Político a acompañar a la mesa ¡a su Señoría Ilustrísima! Asimismo, se solicitaban guardias a las puertas del templo para mantener el orden, y de igual modo, "que los señores de mejor traje llevaran el palio a la puerta del templo, todo esto fue hecho según mis deseos". A sabiendas de que el vicario quería irse, los miembros del Ayuntamiento lograban, con gran contento, que se quedara por tres meses más.38

El expediente de Iztapalapa, de noviembre de 1876, sobresale por el asombroso conocimiento que tenían los católicos pueblerinos sobre las obligaciones ministeriales de sus sacerdotes (cabe pensar que eran asesorados por un vecino instruido), según lo marcaba "el Santo Concilio de Trento y demás cánones sagrados". Los argumentos esgrimidos en esta enésima impugnación que los fieles hacían en contra de su cura eran de sobra conocidos: falta general de interés en su ministerio, trato ofensivo e injurias a los pobres, de donde se derivaba "el desprecio que los fieles tienen a la Religión Cristiana y el poco respeto a sus Ministros Sagrados", confesiones o penitencias demoradas o negadas (y así había quienes morían sin recibirla). Todo ello ante el peligro constante de "la introducción (Dios no permita), del protestantismo".39 La escuela de niñas del lugar era dirigida por dos o tres Hermanas de la Caridad,40 pero el cura Antonio Sánchez se mostraba hostil hacia ellas y desvirtuaba su labor, tan bien vista por todos. Incluso los pobladores respondían ya con insultos similares a los propinados por el sacerdote ("supuesto que en todo caso el Cura es el espejo de los fieles y lo que hace harán los demás"). Por si fuera poco, debido a una grave enfermedad reconocían que se veía impedido de cumplir sus funciones a cabalidad.

Cuando en diciembre los fieles de Iztapalapa reiteraban su reclamación, eran mucho más perentorios hacia el arzobispo: "no pudiendo soportar más en nuestro pueblo la residencia del Sr. Cura, supuesto que es un modelo de escándalo y desorden, volvemos a importunar a Su Ilustrísima". Una semana después se nombraba a otro fraile para encargarse de la parroquia. El voluminoso expediente incluye, dentro del esquema ya bien sabido, una carta firmada exclusivamente por señoras que salían en abierta defensa de Sánchez, a quien consideraban "celador de nuestras almas", y tachaban todo lo anterior de calumnias. En las siguientes fojas, nuevas cartas y exposiciones ponían aún más al descubierto la aguda confrontación entre defensores y detractores del ya expárroco. Se impone un comentario que sintetice la vigorosa actuación de los católicos de todas estas poblaciones: el alto nivel de participación en sus parroquias y de ahí las constantes comunicaciones al arzobispado cuando estaban inconformes con sus párrocos; el arzobispo, por lo demás, sin duda tomaba en cuenta esta activa intervención de los fieles indígenas y no indígenas. Los de Iztapalapa habían logrado ir aún más allá, hasta expulsar al sacerdote indeseado.

En abril de 1877, seis meses después de iniciada esta controversia, cerca de quinientas personas de ambos sexos se amotinaban al saber que el señor cura se iba del pueblo, y "dicen no lo han de dejar salir de aquí", devolviendo incluso los muebles a su casa. En la parte final del expediente, la realidad rozaba lo inverosímil: los detractores de Sánchez publicaban un ocurso dirigido ¡al presidente de la república!, exponiendo ampliamente sus razones para que fuera nada menos que el General Díaz quien de una vez por todas interviniera y diera solución a este crónico problema.41

Entre octubre y noviembre de 1876, en Zumpango de la Laguna, la doble petición de los vecinos consistía en remover del curato al padre Luis Merino, con objeto de que "cesen nuestros padecimientos que estamos sufriendo", y nombrar al virtuoso y apreciado fray Juan Osorno. Junto a los cargos y objeciones habituales, afloraba el problema de las obvenciones y la pobreza generalizada: derechos excesivos para confesar a un enfermo y para bautizos, además de exigir la boleta del Registro Civil en los entierros. Replicaba el padre Merino que los vecinos estaban habituados a inculpar a sus curas, tuvieran o no motivos, pero era una calumnia "que me haya negado a salir porque no me hayan pagado los 'dos reales' de que hablan". Aseveraba además que no pagaban los diez reales por derechos de bautismo, y sólo había tratado de corregir tales abusos, siendo los únicos ingresos con que podía contar el párroco para sus necesidades: la mayoría del pueblo lo consideraba un hombre justo y eran sólo unos cuantos los que se quejaban.42

En Yecapixtla, diciembre de 1875, además de las repetitivas faltas a sus funciones sacerdotales, los firmantes señalaban el mal carácter del párroco, el maltrato a sus "ovejas" y algo particularmente irritante: prohibía tocar las campanas (cosa que no hacía ni "el gobierno civil"), y ello era inaceptable pues encontraban en estos repiques "la voz del Señor". Las desavenencias por el dinero reaparecían, una vez más: había suprimido algunas misas por la falta de estipendio en vez de propagar la devoción. En fin, suplicaban que se le relevaran y volvían sobre ello en febrero de 1876 en una carta casi idéntica. En cuanto a los vínculos entre lo civil y lo eclesiástico, tan distantes del modelo liberal, en una carta de noviembre de 1876 parecía ordenársele al presidente de la Junta de Mejoras Materiales de la villa, que representara a los vecinos inconformes ante el Tribunal Superior Eclesiástico, para el asunto en cuestión.43

En las mismas fechas, este patrón de conductas reaparecía cuando el cura de Cuautitlán, Juan N. Enríquez, enfrentaba a los fieles de San Miguel Tlajomulco, quienes solicitaban su retiro por diversas desatenciones en su ministerio y pretendían sustituirlo por "el padre Miguel María Martínez, a quien conocemos por su actividad, celo y finos sentimientos". En su defensa, el cura Enríquez daba a conocer el anónimo enviado por algunos fieles tratando de cambiar el horario de ciertas misas, a lo que desde luego se negó. Y cuando la resolución del gobierno confirmó "la propiedad de la Iglesia en la huerta de este curato", el frustrado adjudicatario fraguó otra acusación, en venganza. Según los recados insultantes no querían "en su seno a un cura protestante". Como en tantas parroquias de esta arquidiócesis, se refrendaban la división y la ríspida relación entre bandos irreconciliables. Diferencias de clase y quizá también una nueva mentalidad política entre distintos grupos de vecinos jugaban asimismo un rol en estas controversias, cuando vecinos en apariencia de un nivel social mayor que los acusadores, eran los que asumían la defensa del Pbro. Enríquez. Hacia julio de 1877 -había transcurrido más de un año y medio- la disputa aún no se solventaba.44

En la parroquia de Texcoco, en abril de 1876, de nuevo el presidente municipal representaba a los habitantes de Tezoyuca ante el arzobispo, solicitando "se digne concedernos que pase a administrarnos la Semana Mayor [...]" uno de los dos sacerdotes mencionados por ellos, ya que su párroco no podía hacerlo. La respuesta episcopal era afirmativa, una vez notificado el cura: los lazos entre lo civil y lo religioso parecían inmunes a las Leyes de Reforma.45

En octubre del mismo año los vecinos firmantes de La Magdalena salían en defensa de su párroco, Marcos de Jesús Huesca, y lo apoyaban en todos los aspectos, personal, ministerial, etc. pidiendo no dar ningún crédito al ocurso calumnioso de los inquietos vecinos de Chimalhuacán Atenco, "enemigos de la Iglesia católica". Se sumaba a ellos el presidente municipal de La Magdalena, quien oficialmente certificaba la buena conducta del párroco, ya que no fomentaba divisiones entre los habitantes, y no se entrometía en asuntos de política.46 Más aún, en una nueva intervención del poder civil, era el expresidente municipal de Atenco quien argumentaba en favor del padre Huesca, atestiguando oficialmente su buena conducta, el irreprensible ejercicio de su ministerio y su alejamiento de la política. La redacción de esta suerte de carta de buena conducta extendida por el alcalde al párroco terminaba así: "Y a pedimento al interesado extiendo el presente para los usos legales y demás fines consiguientes. Chimalhuacán. Octubre 21 de 1876". Finalmente dos recomendaciones más de funcionarios para respaldar a este párroco con muy buenas relaciones civiles: la del presidente municipal de Atenco, con todo y sello oficial, subrayando de nuevo su ausencia de las disputas políticas, y la del presidente sustituto. El padre Huesca, sin duda, cumplía escrupulosamente una de las principales líneas de conducta marcadas por su arzobispo: mantenerse al margen de los conflictos civiles, sin descuidar las buenas relaciones con las autoridades locales.

Finalmente, incluso cuando el problema original era de otro orden, en un momento u otro surgían de nueva cuenta las conexiones entre autoridades civiles y eclesiásticas, como en San Juan Bautista Tolcayucan en julio de 1874, en donde el párroco Aguilar había renunciado a su cargo por diferencias económicas con su antecesor, el padre José María Martínez. Una carta de los feligreses de los cinco pueblos que componían la parroquia lamentaba la renuncia y separación de Aguilar, "quien por sus muy notorias cualidades había conquistado el sincero aprecio que veían en él, el adelanto del sagrado culto de la religión cristiana que muy decaído se encontraba en días pasados". Volvían a solicitarlo como párroco a la vez que veían la inconveniencia de que Martínez regresara al cargo. Antes de la llegada del padre Aguilar, estaba próxima a extinguirse "en el corazón de los feligreses la llama del cristianismo [...] por el abandono en que se encontraba la parroquia y la incapacidad de los curas que la presidían"; gracias a él se había logrado una especie de renacimiento religioso.

El expediente es muy extenso y su complejidad se incrementa por los intentos del arzobispado de que otros sacerdotes ocuparan ese curato, y si bien en esa ocasión el factor religioso era la motivación principal, no dejaba de aparecer, infaltable, la vinculación entre Iglesia y Estado cuando las autoridades civiles de Tolcayucan daban "un recibimiento espléndido" a uno de los varios curas designados para esta polémica parroquia.47

Párrocos bajo asedio

En algunos otros expedientes que datan de 1874 y 1875, vuelven a estar presentes estas mismas historias de entrelazamiento de representantes civiles y eclesiásticos, aunque a diferencia de los comentados anteriormente, se ve también un par de casos en que la presión de los feligreses inconformes se vuelve intolerable para los clérigos.

Así, en el expediente de Xaltocan figura una carta del presidente municipal de San Andrés Jaltenco, Trinidad Ramírez, "al Ilustrísimo Señor Arzobispo", sobre el caso concreto del cura acusado por los feligreses de otra localidad. Todo parecía seguir o bien igual, o de modo muy similar a los años previos a la Reforma. El trato entre los ámbitos civil y eclesiástico se mantenía en busca de una solución... pero era imposible hablar de autonomía entre los dos poderes, cuando el alcalde se apresuraba a manifestar al arzobispo, "con el mayor sentimiento de esta noticia [...] que sea la causa cual fuere de la acusación [...] no permita para nada la separación de nuestro amado Señor Cura que tanto apreciamos".48

Este influjo notable -abrumador muchas veces- ejercido por los parroquianos, en particular los indios o "naturales", era la causa de que el párroco de Zumpango, Juan N. Enríquez, dirigiera en enero de 1875 una carta al arzobispado en un estilo directo y transparente, muy sincero y dolido, quejándose de que una buena parte del pueblo se hallaba en su contra, de la falta de contribuciones económicas, de pasquines anónimos, etc. Ecuánime y conciliador a pesar de todo, apuntaba que desde su llegada a la parroquia una sola familia había comenzado "contra mí un rumor de protestantismo".49 Como en tantos otros pueblos, la tónica era la profunda discordia y división entre clases o entre amplios grupos de habitantes, con puntos de vista del todo incompatibles en relación a la figura central del párroco. Enríquez terminaría pidiendo su remoción dada su impopularidad entre la mayoría de Zumpango; unos cuantos católicos de mejor condición social lo apoyaban, pero no los naturales, que tampoco colaboraban en nada para los oficios religiosos.

Sólo faltaría añadir, para completar este escenario tan sui generis, el voluminoso expediente de Jaltenco -138 fojas- entre mayo y agosto de 1875, digno de un examen aparte por su abundancia y variedad.50 En ese caso, el Ayuntamiento, en carta al arzobispo, acusaba al párroco fray Luis de Jesús María de sembrar la discordia, al oponerse durante la celebración del 5 de mayo a repicar a vuelo las campanas, según estaba reglamentado; el síndico había acabado haciéndolo por su cuenta y el párroco lo insultó, siendo éste acusado ante el Juez de Letras.

Ya resuelto el incidente, el Ayuntamiento se dirigía de nuevo al arzobispado debido al escrito en el que unos feligreses se quejaban también de insultos recibidos de fray Luis, cosa que había sucedido en varias ocasiones. El alcalde lamentaba no poder llevar en buenos términos las relaciones entre el cura y la municipalidad, solicitando al arzobispo su intervención pues el fraile no debía tratar a los feligreses de modo indecoroso. Pedía entonces su reemplazo proponiendo específicamente que "nos nombre al Sr. Bachiller D. Antonio Morales que está en Coyotepec, y si no, lo que Su Ilustrísima halle más conveniente".

Subrayemos el nivel de interrelación municipalidad-arzobispado, el papel mediador del alcalde entre el arzobispo y los fieles (¿o ciudadanos?) y aún más: su capacidad de iniciativa para proponer un nuevo cura. En su respuesta, el secretario del arzobispo aseguraba que se tomarían las providencias oportunas. Por separado pedía al párroco un informe sobre lo ocurrido con los quejosos, recomendándole "moderación y prudencia" hacia ellos y procurar la buena armonía.

Al dar su versión, fray Luis de Jesús María entraba en un terreno habitual en otros expedientes: los quejosos no querían pagar derechos parroquiales, además de que aspiraban a "tener al Cura como un doméstico". Por enésima vez, era ésta una queja reiterada por parte de los curas que atendían poblaciones de mayoría indígena.

Aun cuando se vuelve imposible dilucidar a quién le asiste la razón, el párroco resentía el avance entre la feligresía de modos de pensar seculares que afectaban a la Iglesia católica: la cabecera "está dominada por los que llaman acá protestantes", y sólo rigen las Leyes de Reforma. En concreto: "han aconsejado al pueblo no pagar diezmos, primicias ni derechos parroquiales; ya no hay en el pueblo, desde hace tres meses, quien pague ni siquiera las misas dominicales", cuando sólo pagaban por ellas dos pesos, dice el cura, dando a entender que la obvención era mayor. En fin, era aquélla toda una guerra de los Domínguez -el presidente municipal, el Juez, quien se había adjudicado todos los bienes que habían sido de la parroquia, y el síndico, "cabecilla de los protestantes"-, en su contra. Concluía reconociendo que, con el fin de darse a respetar, había suspendido todos los toques de campanas y no les había oficiado misa durante dos domingos, "porque ni la pagan". Sin duda, en este enfrentamiento con sus adversarios liberales, fray Luis había terminado por enemistarse con sus mismos fieles, y ya ni siquiera les suministraba "aceite para la lámpara", escudándose en el hecho de que al pueblo estas cosas ya no parecían importarle.

El asediado párroco, aislado y carente de partidarios, acabaría presentando su renuncia y el arzobispado aceptándola, sin que en la documentación aparezca un veredicto por parte de sus superiores. Queda la impresión de que el arzobispo prefería dar por cerrado el caso en un curato como el de Jaltenco, en donde el liberalismo había logrado penetrar más profundamente y la convivencia con un sacerdote ardoroso e intransigente era ya imposible, un sacerdote que afirmaba no habría de someter jamás la autoridad de la Iglesia a un poder temporal, como expresamente se lo habían pedido. ¿Buscaba Labastida que lo sustituyera alguien con otra mentalidad, más en consonancia con la línea conciliatoria impulsada por el prelado y una de sus principales directrices: restaurar las relaciones entre los poderes civil y eclesiástico?51 Quizá un párroco capaz de tolerar y permitir que las campanas de su iglesia repicaran no sólo en las festividades católicas sino incluso en celebraciones civiles como la del 5 de mayo.

Un nuevo y crucial elemento de conflicto era la confusión semántica sobre los vocablos "protestantes" y "protestantismo". Dentro de todo el contexto del expediente y la acerba pugna entre fray Luis, el ayuntamiento y demás funcionarios del gobierno, estos últimos eran continuamente llamados protestantes y se les asociaba a la aplicación de las Leyes de Reforma; es decir, se les aplicaba ese adjetivo por haber prestado la protesta obligatoria de la Ley Orgánica de Adiciones y Reformas reglamentada apenas en diciembre de 1874, no por profesar la religión protestante. Esta significación ambigua ya había aparecido en un caso tristemente célebre: la sangrienta serie de motines estallados en noviembre de 1873 en tres pueblos del estado de México: Zinacantepec, Tejupilco y Temascaltepec; en el primero, en efecto, la protesta hecha por sus modestos funcionarios de la impopular Ley Orgánica -con la cual la legislación reformista alcanzaba estatus constitucional-, se entremezcló confusamente -según la prensa católica- con la presencia de pequeños grupos pioneros de creyentes protestantes. Dos sacerdotes fueron acusados de instigar el fanatismo de los indígenas católicos y una turba enardecida invadió la presidencia municipal de Zinacantepec, asesinando a tres de los nuevos empleados y saqueando el pueblo. La responsabilidad de los clérigos no quedó comprobada ya que a fin de cuentas se les exoneró.52

Conclusiones

El estudio de la conducta de los católicos hacia sus párrocos en algunos curatos predominantemente indígenas pertenecientes al arzobispado de México -que a partir de 1871 volvió a encabezar monseñor Labastida y Dávalos-, muestra una intensidad y vehemencia insospechadas en su interlocución con el arzobispo; las protestas podían ser comunitarias o a veces a título individual, bien que se tratara de la cabecera parroquial o de alguna pequeña localidad. En gran medida, como los mismos párrocos lo reiteran en los expedientes estudiados, esta conflictividad se derivaba de diferencias étnicas (entre indígenas y otros grupos); aunque de manera menos clara, la documentación exhibe también la polarización entre distintas clases sociales. Quizá la conclusión más contundente que puede extraerse de estos expedientes y de sus profusos -parecen a veces inacabables- intercambios epistolares, la que con mayor fidelidad retrata la naturaleza de las feligresías en estas parroquias, es que los creyentes no se quedaban cruzados de brazos ante el nombramiento o ratificación de un párroco a quien rechazaban. Hacen uso constante y muy claro -aunque la forma sea en extremo respetuosa, sumisa o servil incluso- de las cartas o representaciones al arzobispo Labastida para exponer sus puntos de vista y sus quejas, su aceptación o su repudio del sacerdote, desglosando todo tipo de objeciones con gran extensión.

De la otra parte, pese a la autoridad de que estaba investido, el arzobispo no los ignoraba, tomaba en cuenta sus peticiones y llamaba a comparecer al inculpado o bien ordenaba la investigación correspondiente antes de tomar una decisión. Quizá la mayor parte de las veces fueron los fieles quienes lograron llevar adelante sus demandas.53 Esta firmeza de convicciones de los parroquianos en cuanto a qué clase de cura aspiraban a tener, iba de la mano con el sólido convencimiento de que necesitaban en todo momento un líder espiritual que sostuviera sin vacilaciones la fe católica (o cristiana, indistintamente; ni clero ni feligreses reconocían a las demás "sectas" como cristianas). No era para menos, en tiempos en que la puesta en vigor de las Leyes de Reforma alcanzaba sus momentos más álgidos. Estaban, por lo demás, muy conscientes de que en años recientes esta fe se había visto disminuida; no hacían alusiones a los motivos pero es fácil inferirlos, la difusión del liberalismo podría ser el culpable principal.

Los pleitos eran ásperos y muchas veces irreconciliables, tanto al interior de las poblaciones como con sus sacerdotes. En el curso de tan intrincadas y ardorosas disputas, la más alta jerarquía eclesiástica se encontró de continuo sometida a un papel muy difícil de mediador, y a meditar con todo cuidado a quién otorgar su apoyo. Parece que el arzobispo se vio más bien obligado a adoptar una postura temperada, a fungir más como árbitro que como juez, sin asumir la capacidad de decisión inherente a un cargo de tal categoría. Los casos en que el mismo prelado llamaba a sus párrocos a soportar los conflictos y aun las calumnias a que se veían sometidos eran más evidentes en las parroquias de mayoría indígena. Este llamado a la prudencia ratificaba la línea adoptada en los numerosos pleitos con alcaldes y jefes políticos que la Iglesia enfrentó durante la República Restaurada.

Otro foco de alarma constante para fieles y clérigos era el protestantismo, pero no como "secta" opositora al abrumadoramente mayoritario catolicismo, sino en otra acepción que el vocablo adquirió en esas circunstancias: el de la protesta prestada por los funcionarios a la Ley Orgánica -la constitucionalización de las Leyes de Reforma, culmen de la legislación lerdista-, "los que acá llaman protestantes", según expresión del párroco de Jaltenco. Esta confusión semántica dio lugar, como hemos visto, a casos de trágicas consecuencias, y ya había sido señalada por el obispo de Querétaro, Ramón Camacho: al aplicarse "el epíteto de protestantes a las personas que han hecho la protesta de guardar y hacer guardar la Constitución y leyes vulgarmente llamadas de reforma", la gente sencilla se había confundido, escribía el obispo, como si al hacer tal juramento, estas personas se hubieran afiliado a alguna secta no católica. El episcopado negaba los sacramentos a estos funcionarios, pero ni remotamente -afirmaba el obispo- se autorizaba al pueblo católico a "insultar a las personas que faltando a sus deberes religiosos, han consentido en protestar [la constitución]".54 También en el arzobispado de Guadalajara fue necesario llamar la atención para no confundir a estos "protestantes" con los creyentes de otras religiones cristianas; una circular de marzo de 1874 "reprobaba enérgicamente la conducta violenta de los fieles"; sólo por medio de la fe y la oración debía combatirse "la peste del protestantismo".55

Al margen del desempeño de las autoridades civiles como elementos ralentizadores de la reforma liberal, o del debate sobre la forma en que buena parte de estos funcionarios se mostraron más comprometidos con la Iglesia que con el gobierno al cual representaban,56 el presente estudio se ha enfocado en los casos en que este tipo de autoridades intervinieron en asuntos que parecían ser de una naturaleza primordialmente ecelsiástica: los conflictos parroquiales entre fieles y sacerdotes. En última instancia, nos encontramos aquí con un resultado final muy similar: la mentalidad de aquellas autoridades civiles parecía inmune a las Leyes de Reforma, con frecuencia se involucraban tan intensamente en estos pleitos como cualquier otro feligrés, e incluso dirigían alguno de los grupos en pugna. Desmentían pues, en la práctica cotidiana, el supremo objetivo liberal de alcanzar la total separación entre Iglesia y Estado. Caso extremo, extraño incluso, fue la tentativa de uno de los grupos católicos de Iztapalapa por querer involucrar al propio Porfirio Díaz, en junio de 1877, al agudizarse un pleito de grandes proporciones con otros paisanos por la permanencia o la separación del cura del lugar. Díaz, por cierto, apenas el mes anterior había asumido constitucionalmente la presidencia de la república; una petición de esa índole debe haberlo dejando pensando en el fracaso de la implantación del modelo liberal, al menos en los estratos más profundos de las sociedades rurales o en la necesidad de flexibilizarlo para adaptarlo al escenario real del México de la época.

A propósito de ello, Cecilia Bautista ha enfocado el tema de las conflictivas relaciones entre feligreses y curas desde la perspectiva de la gobernabilidad en los pueblos. Los casos que ofrece corresponden a la década de 1880, sobre todo en sus últimos años, y observa que dichos problemas trascendían "el ámbito eclesiástico para ser asunto de orden público y, por lo tanto, de interés gubernamental". No se trataba de "afirmar la supremacía de un poder sobre otro, sino era una forma de mediar entre los intereses parroquiales y los de las poblaciones, para zanjar conflictos y dar estabilidad social".57 Por supuesto que en el caso de este último estudio, se trataba de un momento histórico muy distinto, el del afianzamiento del Porfiriato. Sin embargo, los patrones documentados por Bautista son parecidos: en 1889, los vecinos de Zimapan, Hidalgo, escribían a su gobernador para que promoviera el cambio de párroco, ya que al que tenían se le acusaba de "inmoralidad y abuso de autoridad". Otro asunto parroquial en Tula orillaba al gobernador del estado de Hidalgo a escribir al arzobispo. En 1888, los vecinos de Huaquechutla, Puebla, solicitaban al presidente Díaz un cambio de párroco por las altas cuotas que pagaban por los sacramentos. Y en el conflictivo Zinacantepec, 1887, de nuevo el gobernador estatal pedía al arzobispo la remoción del párroco por generar división en la comunidad. Otra decena de casos enumerados por la autora, entre 1879 y 1886, intercomunican al gobernador, el arzobispo, algún alcalde, los vecinos y a veces de nuevo a don Porfirio.

Entre una década y otra se observa un cambio que parece fundamental: este comportamiento de los ciudadanos que aspiran a resolver problemas intraparroquiales a través de la autoridad civil se ha abierto mucho más, al grado de que se vuelve habitual la intervención no sólo de alcaldes o funcionarios menores -como en los expedientes trabajados en la década de 1870-, sino del propio gobernador. Para Cecilia Bautista, este acercamiento clero-gobierno -patronato renovado según algunos autores- "tiene su explicación no [en] un mero deseo por conciliar [...] sino en la necesidad de dar estabilidad política al país". Este espacio de negociación informal "fue necesario después de más de dos décadas de enfrentamientos entre el clero y gobierno civil".58

Las relaciones entre el arzobispado y sus parroquianos inducen a otra reflexión: si bien otros trabajos han demostrado la profunda, tenaz imbricación entre católicos, párrocos y jerarquía cuando se trataba de resolver los más diversos asuntos que entremezclaban lo civil y lo eclesiástico, integrando flexibles y poderosas redes de acción, aquí cabría preguntarnos si estas redes tan funcionales no corrían peligro cuando la feligresía quedaba escindida en bandos de un antagonismo casi irresoluble. Por cierto, era en buena medida la Reforma la que había provocado estas amargas fracturas al interior de las parroquias, por una variedad de razones que iban de lo puramente religioso a lo político.

Ya que se ha hablado de la persistencia de concepciones ideológicas prerreformistas incluso entre los funcionarios de los pueblos -de quienes sólo ingenuamente se hubiera esperado una postura distinta, cuando su origen social era idéntico al de sus fervorosos paisanos-, viene al caso una última consideración de tipo comparativo, así sea esbozada en gruesos trazos: la línea de continuidad que une el comportamiento de los católicos -indígenas sobre todo- al menos desde el siglo XVIII y hasta el último cuarto del siglo XIX. En su clásico estudio sobre párrocos y feligreses durante el siglo de la Ilustración, William B. Taylor, al examinar "al detalle las relaciones políticas locales y los conflictos de poder [...] entre los tres elementos del 'triángulo de autoridad': sacerdotes, feligreses y alcaldes mayores", ya apuntaba que los testimonios trabajados mostraban "a los feligreses indígenas como protagonistas, más que como actores pasivos o del todo inexistentes en el orden colonial, aun en su resistencia a los funcionarios coloniales y a las nuevas leyes". No en balde el testimonio de un gobernador indio citado por Taylor atestiguaba que "toda esta raza ha sido siempre muy inquieta y enemiga de los curas". Si bien los escenarios entre siglo y siglo cambiaron notablemente y los motivos que llevaron a los fieles a estas acerbas disputas de poder con sus párrocos experimentaron asimismo cambios esenciales, un manifiesto "espíritu de independencia" como lo califica Taylor se había sostenido, y no debe extrañarnos encontrar entre las quejas de los curas de la República Restaurada resonancias y similitudes asombrosas con "la audacia, la protervidad y orgullo y una continua indocilidad no sólo respecto de su cura, sino en respecto de las justicias seculares", con que se conducían los naturales, según un párroco en 1758.59

Para el caso de la arquidiócesis de Michoacán y la diócesis de Zamora, exactamente en los mismos años, las posturas de los católicos venían a ser una réplica de las aquí expuestas; entre otros ejemplos de su vigorosa participación en la designación de sus párrocos se pueden citar las poblaciones de Tepuxtepec, San Gerónimo Purencho, San Andrés Tziróndaro, Tingambato, Pamatacuaro y Tanhuato. En algunos de estos expedientes, reproduciendo una vez más el esquema ya conocido en la arquidiócesis de México, intervenían las autoridades civiles. Muchos otros asuntos tales como la erección y reconstrucción de capillas o iglesias, así como el manejo de los cementerios, eran asimismo espacio de acción para los fieles michoacanos. Como ejemplo por excelencia de un involucramiento tan decidido, y la consecuente ruptura entre grupos de parroquianos que respaldaban a dos distintos sacerdotes, vale la pena citar un expediente muy voluminoso e intrincado, el de Jiquilpan, entre diciembre de 1872 y junio de 1873,60 que recuerda en mucho los asuntos aquí trabajados.

Aunque está por hacerse un estudio comparativo de las posturas asumidas por las distintas diócesis de la república ante la profundización de las Leyes de Reforma y su elevación constitucional bajo el mandato de Lerdo de Tejada, podemos apuntar aquí una coincidencia de propósitos y estrategias entre los arzobispados de México y de Michoacán, tanto en lo que se refiere a la reorganización interna de su Iglesia, como en sus relaciones con las autoridades civiles. De acuerdo con Cecilia Bautista, en la arquidiócesis michoacana dirigida por monseñor Ignacio Árciga, la reorganización eclesiástica "requería una actitud moderada por parte de la clerecía hacia las autoridades civiles [...] Para Árciga estaba claro que la participación de la Iglesia en las disputas por el poder político había llegado a su fin".61 Durante y después del régimen de Lerdo, a lo largo del Porfiriato, las relaciones entre los dos poderes en el estado reproducirían el esquema nacional: "[...] el arzobispo estrechó las relaciones con el gobierno estatal, apareció en actos públicos y mantuvo correspondencia con el gobernador Aristeo Mercado".62 En cuanto a la diócesis zamorana, no se tienen suficientes noticias sobre las relaciones entre el gobierno y su primer obispo, José Antonio de la Peña. No obstante, sí es bien sabido que se ocupó mucho más de asuntos estrictamente eclesiásticos y espirituales que de política, reprimiendo o desalentando el descontento de los católicos zamoranos hacia los gobiernos liberales, a través de un apotegma: "el que ama la paz es heredero de Dios y el que la desprecia se hace su enemigo".63 Así, al estallar en gran parte del territorio michoacano un movimiento armado, el de los religioneros, en repudio a la radicalización liberal, pese a la popularidad de que gozaba la rebelión en Zamora la alta jerarquía eclesiástica no lo apoyó. Como en la arquidiócesis que encabezaba monseñor Labastida, no eran ya tiempos de beligerancia, sino de reconstrucción.

Referencias

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1Mario V. Guzmán Galarza (comp.), Documentos básicos de la Reforma 1854-1875, t. II (México: Partido Revolucionario Institucional, 1982), 268.

2Guzmán Galarza, Documentos básicos, 278. Casi nunca se hace notar que, en el mismo texto en que el Estado se apropiaba de los bienes de la Iglesia, verdadera conmoción para el país entero, se decretaba asimismo la tolerancia de cultos, casi un año y medio antes de la ley respectiva del 4 de diciembre de 1860, más explícita en sus alcances.

3Guzmán Galarza, Documentos básicos, 291.

4Mario V. Guzmán Galarza (comp.), Documentos básicos de la Reforma 1854-1875, t.III (México: Partido Revolucionario Institucional, 1982), 54.

5Compilación de Leyes de Reforma (Guadalajara: Congreso del Estado de Jalisco, 1972), 131-136; Guzmán Galarza, Documentos básicos, t. III, 186.

6Al respecto véase Manuel Olimón Nolasco, "Proyecto de reforma de la Iglesia en México (1867 y 1875)", en Estado, Iglesia y sociedad en México. Siglo XIX, coordinado por Álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (México: UNAM-Miguel Ángel Porrúa, 1995), 267-292; Jean-Pierre Bastian, Los disidentes: sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911 (México: FCE-E1 Colegio de México, 1989), 49.

7Compilación de Leyes de Reforma, 151-153.

8Las controvertidas cinco adiciones constitucionales se aprobaron en el Congreso federal el 29 de mayo de 1873, y durante los cuatro meses siguientes fueron discutidas y aprobadas por la mayor parte de las legislaturas estatales. Así, el 25 de septiembre la legislatura federal decretó su incorporación final a la Constitución. En sus puntos fundamentales, refrendaban la independencia entre el Estado y la Iglesia, así como la total libertad de cultos (artículo 1°), se ratificaba al matrimonio como un contrato civil, estipulando que todos los actos del estado civil de las personas "son de la exclusiva competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil" (artículo 2°). La prohibición a las instituciones religiosas de adquirir bienes raíces se asentó en el artículo 3°; se sustituyó el juramento religioso por la promesa de decir verdad y cumplir las obligaciones contraídas, en su artículo 4°, y en el 5° quedó refrendada la total prohibición de la existencia de órdenes religiosas. Finalmente, la Ley Orgánica que reglamentaba estas reformas tardó más de un año en aprobarse, promulgándose el 10 de diciembre de 1874. Vicente Riva Palacio, Historia de la administración de D. Sebastián Lerdo de Tejada (México: Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, A. C., 1992 [1875]), 267-268, 304-307, 442. Los textos completos de estas leyes pueden leerse en Mario V. Guzmán Galarza, Documentos básicos de la Reforma 1854-1875, t. IV (México: Partido Revolucionario Institucional, 1982), 198-201; véase también Antonia Pi-Suñer Llorens, Sebastián Lerdo de Tejada. Canciller-Estadista (México: Secretaría de Relaciones Exteriores, 1999), 249-260.

9Carmen Castañeda García, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía Martínez Moctezuma (coords.), Lecturas y lectores en la historia de México (México: CIESAS-El Colegio de Michoacán-Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2004), 264.

10Bastian, Los disidentes, 32-35.

11Bastian, Los disidentes, 45; Melinda Rankin, Veinte años entre los mexicanos. Relato de una labor misionera (Monterrey: Fondo Editorial de Nuevo León, 2008), 9 y ss.

12Bastian, Los disidentes, 37-44.

13Bastian, Los disidentes, 47. Ciertamente, destacados intelectuales liberales como Ignacio Manuel Altamirano habían hecho pública su ardiente defensa de la tolerancia religiosa, y no sólo "en abstracto", sino exigiendo la protección de los disidentes, de continuo hostilizados por católicos intransigentes.

14Bastian, Los disidentes, 48-49.

15Bastian, Los disidentes, 55-57. Un puntual recuento de la historia de la difusión del protestantismo en nuestro país puede leerse en Evelia Trejo, "La introducción del protestantismo en México. Aspectos diplomáticos", Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México 11 (1988). Para los casos de Jalisco y Guadalajara véase Alma Dorantes González, "La llegada del evangelio protestante", en Los otros hermanos. Minorías religiosas protestantes en Jalisco, coordinado por Patricia Fortuny (Guadalajara: Secretaría de Cultura-Gobierno del Estado de Jalisco, 2005).

16Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso. México siglo XIX, t. II (México: UNAM-Imdosoc-Cámara de Diputados, LXI Legislatura-Miguel Ángel Porrúa, 2010), 1367, 1371.

17García Ugarte, Poder político y religioso, 1429-1432.

18Bastian, Los disidentes, 62-63. Sobre el caso concreto del origen y desarrollo del metodismo en Miraflores véase Laura E. Espejel L., "El metodismo en Miraflores, estado de México. Una experiencia local. 1870-1930", en XIII Jornadas de Historia de Occidente. Religión, Iglesia y Estado (Jiquilpan: Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, A. C., 1994), 179-196.

19Bastian, Los disidentes, 67-69. Aunque el propio historiador matiza esta asociación, puesto que el estado de Morelos, "donde más tarde se daría el mayor movimiento revolucionario de pueblos libres, [resultó] relativamente impermeable a la propagación protestante".

20Archivo Histórico del Arzobispado de México, sección Secretaría Arzobispal (en adelante AHAM-SA), serie Parroquias, año 1869, caja 42, exp. 47. Tizayuca. El reverendo padre Vicario, residente en San Jerónimo, sobre haberse presentado en el pueblo de Los Reyes un ministro protestante; AHAM-SA, serie Parroquias, año 1879, caja 121, exp. 75. Nopala. El encargado con relación a los bautismos hechos por los protestantes.

21AHAM-SA, serie Parroquias, año 1870, caja 53, exp. 46. Averiguación formada en este Curato de Chimalhuacán Chalco, sobre atentado cometido en casa de Nicolás Rodríguez, por un individuo llamado Sóstenes Juárez, que bautizó a dos niños en la casa; AHAM-SA, serie Parroquias, año 1871, caja 61, exp. 56. Chimalhuacán Chalco. El encargado con relación a los protestantes; AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 90, exp. 29. Coatepec Chalco. El encargado participa la conversión de unos protestantes; Bastian, Los disidentes, 41-42.

22Frank A. Knapp Jr., Sebastián Lerdo de Tejada (México: Universidad Veracruzana-INEHRM-SEP, 2011), 369-373.

23Bastian, Los disidentes, 16.

24Luis González, Obras 3. El indio en la era liberal (México: El Colegio Nacional, 2002), 519-520; Bastian, Los disidentes, 85, 87. El historiador jesuita Bravo Ugarte ofrece datos distintos, para un estimado de 0.35% del total de la población del país hacia 1895, basado en las Estadísticas sociales del Porfiriato. José Bravo Ugarte, Historia de México. México II Relaciones internacionales, territorio, sociedad y cultura (México: Jus, 1959), 435.

25AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 83, exp. 35. Xaltocan. Los vecinos de este pueblo se quejan del señor Cura de Jaltenco José E. Vargas y Porras.

26AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 84, exp. 21. Taxco. Don Tomás Flores se queja del señor Cura don Braulio Disdier y Muñoz.

27AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 84, exp. 32. Huehuetoca. Don Juan Hernández contra el señor Cura don Juan Violante.

28AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 84, exp. 56. Chimalhuacán Atenco. Don José Antonio Rijano se queja del señor Cura don Marcos de Jesús Huesca.

29AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 84, exp. 57. Metepec. Los vecinos sobre que el señor Cura don Darío Espinosa, se opone a la celebración de los oficios de la Semana Mayor.

30AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 86, exp. 76. Milpa Alta. Don Antonio Basilio Cruz se queja del señor Cura Don Rafael Argüelles.

31AHAM-SA, serie Parroquias, año 18 75, caja 94, exp. 44. San Cristóbal Ecatepec. Los vecinos se quejan del señor Cura don José Victoriano López. Inventario de la Parroquia y Archivo.

32AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 99, exp. 37. Amanalco. Sobre remoción del encargado fray Paulino Robles. Inventario de la Parroquia.

33AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 99, exp. 37. Amanalco. Sobre remoción del encargado fray Paulino Robles. Inventario de la Parroquia.

34Ulises Íñiguez Mendoza, "La Reforma 'a ras de tierra': católicos, funcionarios y curas en el arzobispado de México, 1872-1876" (mecanuscrito inédito).

35Ulises Íñiguez Mendoza, "'¡Viva la religión y mueran los protestantes!'. Religioneros, catolicismo y liberalismo: 1873-1876" (tesis de doctorado, El Colegio de Michoacán, 2015), 187-188.

36AHAM-SA, serie Parroquias, año 1874, caja 99, exp. 80. Huexotla. El Alcalde auxiliar sobre que el párroco se niega a decir Misa en el pueblo de Tequisquinahuac. Énfasis añadido.

37Manuel Aguas, fraile dominico y excura de Azcapotzalco, fue uno de los principales sacerdotes cismáticos, partidario de la causa de la Reforma. Desde fines de 1867 reorganizó el movimiento de la Iglesia Cismática mexicana favorecido por Benito Juárez. En la capital del país, los templos de San José de Gracia y de San Francisco fueron puestos a su disposición por el gobierno, varios sacerdotes se adhirieron al padre Aguas y el movimiento se autodenominó "Iglesia Mexicana de Jesús"; en diciembre de 1868 lo reforzó un célebre misionero de la Iglesia Episcopal estadounidense: Henri Riley. Desde luego, todos los clérigos mexicanos involucrados fueron excomulgados. El padre Manuel Aguas murió en octubre de 1872. Un notable esbozo biográfico del personaje puede verse en Gabriela Díaz Patiño, "Imagen religiosa y discurso: Transformación del campo religioso en la arquidiócesis de México durante la Reforma liberal, 1848-1908" (tesis de doctorado, El Colegio de México, 2010). García Ugarte hace también un buen recuento de la trayectoria del padre Aguas, y lo menciona como canónigo de la Catedral de México antes de su renuncia a la Iglesia católica; García Ugarte, Poder político y religioso, 1350 y ss. Otros datos sobre el padre Aguas se encuentran en Bastian, Los disidentes, 37-48.

38AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 100, exp. 14. Timilpan. El Presbítero don Antonio Islava renuncia la Vicaría.

39AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 102, exp. 3. Ixtapalapa. Los vecinos piden la remoción de fray Antonio Sánchez. Contiene un ocurso impreso, de los habitantes de este lugar, al presidente de la República.

40En diciembre de 1874 se decretó la extinción de las muy populares Hermanas de la Caridad, medida extrema nunca antes tomada. El propio presidente Juárez había excluido a esta peculiar congregación de la ley que ordenaba la supresión de todas las órdenes religiosas femeninas en febrero de 1863. El decreto de Lerdo de Tejada fue objeto de arduas polémicas en el Congreso y de enconadas discusiones en la prensa, e incluso algunos importantes periódicos liberales tomaron partido por ellas. Sobre todo, provocó un intenso movimiento de repudio popular reflejado en decenas y decenas de "representaciones" enviadas desde pueblos y ciudades de toda la república pidiendo la derogación de dicho decreto en un tono muchas veces colérico. Los tres arzobispos de la república lo reprobaron en su Pastoral de marzo de 1875. Ampliamente reconocidas por la población católica, casi en su totalidad las Hermanas salieron de México; unas cuantas se hicieron cargo de escuelas en algunos pueblos. Ciro B. Ceballos, Aurora y ocaso 1867-1906. Gobierno de Lerdo (México: M. Vargas Ayala, 1912), 269; Frank A. Knapp Jr., Sebastián Lerdo de Tejada (Xalapa: Universidad Veracruzana, 1962), 338-340; González, El indio en la era liberal, 554-558.

41AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 102, exp. 3. Ixtapalapa. Los vecinos piden la remoción de fray Antonio Sánchez. Contiene un ocurso impreso, de los habitantes, de este lugar, al presidente de la república. El ocurso estaba fechado el 11 de junio de 1877 y lo enviaban "la mayoría de los vecinos de los pueblos de Ixtapalapam [...] al C. Presidente de la República, con motivo a la conducta que está observando el Sr. Cura D. Antonio Sánchez, en aquel Municipio".

42AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 102, exp. 34. Zumpango de la Laguna. Los vecinos piden la remoción del encargado y se nombre al padre fray Juan Osorno.

43AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 104, exp. 18. Yecapixtla. Los vecinos contra el encargado, Padre don José Esteban María de la O.

44AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 106, exp. 19. Cuautitlán. Algunos vecinos sobre que se separe de la parroquia el Señor Cura don Juan N. Enríquez.

45AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 99, exp. 78. Texcoco. Los vecinos del pueblo de Tezoyuca piden licencia para que vaya el Padre don Marcelo Antonio Gómez a desempeñar la Semana Santa.

46AHAM-SA, serie Parroquias, año 1876, caja 104, exp. 66. Chimalhuacán Atenco. Varios vecinos sobre que no debe separarse el señor Cura don Marcos de Jesús Huesca.

47AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 90, exp. 49. Tolcayucan. El padre fray León de Jesús Aguilar renuncia al encargo de la Parroquia. Los fieles eran en extremo celosos de quién habría de dirigirlos en lo espiritual, y no obstante tener claros a sus candidatos, si la Mitra se decidía por alguien más se mostraban "conformes en recibir cualquier otro eclesiástico que mande, no siendo el que actualmente está [Martínez], por las razones que ya expusimos". Se trataba en verdad de un delicado punto de equilibrio, ya que el arzobispado contestaba que se tomarían en consideración los motivos expuestos por los feligreses, sin dejar de oír al repudiado padre Martínez. Tan delicado, que se asignó la parroquia a varios curas pero éstos declinaron el encargo uno tras otro; aducían diferentes razones, de salud entre otras, pero es imposible no sospechar que había mucho más detrás de todo ello en un curato tan rijoso.

48AHAM-SA, serie Parroquias, año 18 74, caja 83, exp. 35. Xaltocan. Los vecinos de este pueblo se quejan del señor Cura de Jaltenco José E. Vargas y Porras. Énfasis añadido.

49AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 93, exp. 36. Zumpango. El encargado sobre que una familia ha puesto al pueblo en su contra. Se trata del mismo cura del expediente correspondiente a Cuautitlán (caja 106, exp. 19); puede verse que las circunstancias en ambos casos son muy parecidas.

50AHAM-SA, serie Parroquias, año 1875, caja 122, exp. 13. Jaltenco. Toca al expediente promovido contra el encargado fray Luis de Jesús María, por problemas con la autoridad civil.

51García Ugarte, Poder político y religioso, 1299-1300, 1419, 1424-1425. En opinión de la historiadora, Labastida terminó diseñando y ejecutando "una política de tolerancia hacia los otros, ya fueran protestantes, liberales o masones".

52T. G. Powell, El liberalismo y el campesinado en el centro de México (1850 a 1876) (México: SEP, 1974), 149-150; Romana Falcón, México descalzo. Estrategias de sobrevivencia frente a la modernidad liberal (México: Plaza y Janés, 2002), 159-165; Semanario El Católico (Zacatecas), núm. 22, 7 de diciembre de 1873, 376-378.

53La atención que dispensaba el arzobispo a los habitantes de sus parroquias la confirma Marta Eugenia García Ugarte, entre la población rural y urbana, que lo reconocía como pastor. Esta influencia se extendería años después en la ciudad de México: ya fueran "liberales o conservadores acudían al arzobispo para consultarle sus negocios o asuntos de conciencia". García Ugarte, Poder político y religioso, 1440.

54El Pájaro Verde, núm. 63, 1 de enero de 1874, 1; Íñiguez Mendoza, "'¡Viva la religión y mueran los protestantes!'", 234-235.

55Alma Dorantes González, "Tolerancia, clero y sociedad de Guadalajara", en Memoria del I Coloquio Historia de la Iglesia en el Siglo XIX, compilado por Manuel Ramos Medina (México: Condumex-El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-Instituto Mora-UAM, 1998), 230-231.

56Íñiguez Mendoza, "La Reforma 'a ras de tierra'".

57Cecilia Adriana Bautista García, "Entre la disputa y la concertación: las disyuntivas del Estado y de la Iglesia en la consolidación del orden liberal. México, 1856-1910" (tesis de doctorado, El Colegio de México, 2009), 232-233.

58Bautista García, "Entre la disputa y la concertación", 236.

59William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, vol. II (Zamora: El Colegio de Michoacán-Secretaría de Gobernación-El Colegio de México, 1999), 513, 537. En especial, véase el capítulo 14, "Oficiales, acción popular y disputas con los curas párrocos".

60Íñiguez Mendoza, "'¡Viva la religión y mueran los protestantes!'", 180-183, 260-261, 433-434.

61Cecilia Adriana Bautista García, "La reorganización de la Iglesia en el arzobispado de Michoacán, 1868-1897" (tesis de licenciatura, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1997), 47-48.

62Álvaro Ochoa Serrano y Gerardo Sánchez Díaz, Michoacán. Historia breve (México: El Colegio de México-FCE, 2011), 145-146.

63Luis González, Zamora (Zamora: El Colegio de Michoacán, 2009), 121.

Recibido: 15 de Diciembre de 2015; Aprobado: 21 de Junio de 2016

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