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Problema anuario de filosofía y teoría del derecho

versión On-line ISSN 2448-7937versión impresa ISSN 2007-4387

Probl. anu. filos. teor. derecho  no.11 Ciudad de México ene./dic. 2017

 

Artículos

Modernidad, progreso y violencia: algunas claves para un concepto jurídico de revolución

Modernity, Progress and Violence: some Keys to a Legal Concept of Revolution

Luis Alberto Pérez Llody** 

**El autor es doctor en derecho por la Universidad Panamericana de México; profesor titular de historia del derecho, y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba.


Resumen:

Las revoluciones han constituido un fenómeno central en la caracterización de la historia moderna; sus consecuencias se evidencian desde fines del siglo XVIII para las Trece Colonias de Norteamérica y Francia hasta los múltiples ejemplos aportados por el siglo XX. Tal apreciación ha sido sometida a estudios de diversa índole; sin embargo, no todos han sido capaces de explicar de forma ordenada la relación que se implica en sus decursos con la ciencia del derecho.

De acuerdo con este criterio, el presente estudio está orientado a caracterizar las manifestaciones y contenidos inherentes a la revolución como forma trascendente de resistencia política. Ello será posible a través de la valoración de sus elementos justificantes y constitutivos de acuerdo con diversos órdenes teóricos y doctrinales, la dimensión de sus alcances para las ciencias política y jurídica y su capacidad de transformación e implicación con el factor de la evolución histórica.

Palabras claves: Modernidad; progreso; violencia; revolución

Abstract:

Revolutions have created an important phenomenon in modern history. They have had consequences since the end of the eighteen century to the Thirteen American Colonies and France, until the end of the twentieth century. This has been studied from different perspectives; however few have been able to draw in a systematic manner its implications to legal studies.

The objective of this paper is to characterize manifestations attached to revolutions as an important way of political resistance evaluating their justificatory and constitutive documents according to doctrinal and theoretical orders, also evaluating the impact revolutions have for political legal science and their capability to transform historical evolution.

Keywords: Modernity; progress; violence; revolution

Sumario: I. La idea moderna del progreso. Consideraciones conceptuales a modo de introducción. II. El concepto de revolución en la teoría política y jurídica moderna. III. Conclusiones. IV. Bibliografía.

I. La idea moderna del progreso. Consideraciones conceptuales a modo de introducción

Desde el surgimiento mismo de la limitación de las libertades de algunos sujetos históricos por otros que ejercen su dominio sobre el resto de la comunidad social, la resistencia a la opresión se ha manifestado de diversas maneras; ambas (opresión y resistencia) están presentes biunívoca y antagónicamente desde el surgimiento de las primeras civilizaciones y proformas del Estado-nación. En la evolución de tal escenario, el estudio de la resistencia ha establecido un desafío para la política y el derecho, ciencias para las que constituye un interés esencial. Tal apreciación, estimulada por el papel que le ha correspondido en la evolución de la humanidad como fenómeno central desde la génesis estatal, permite enunciar la necesaria revalorización de su conocimiento. Esto pasa por reconocer que debido a la complejidad de sus aristas vistas desde distintas pautas teóricas, no existe un tratamiento unívoco que haga posible la ponderación definitiva de su utilidad en la configuración jurídica del Estado.

Hasta hoy, ninguna de las conquistas aparentemente insuperables que en nombre de la democracia universalizó el liberalismo desde el siglo XIX mantienen al mundo a salvo de la constante amenaza de la quiebra política a que están sometidos los pueblos. De esta manera, su acción se halla condicionada por un conflicto sociopolítico como signo de crisis insuperable, y comprende el uso de la violencia en proporcionado grado y forma. Al propio tiempo, el soporte de su expresión es resultado de la vulneración de los principios de la racionalidad y del equilibrio político-constitucional establecido entre el Estado y sus ciudadanos, y, en consecuencia, es determinante en el espacio de sus relaciones. Es desde esta perspectiva la resistencia política una actitud de cuestionamiento de las formas en que se ejerce el poder político y se realiza el derecho y, por tanto, un tema de actualidad vital.

Es así que alcanzar un tratamiento uniforme de la revolución como manifestación trascendente de resistencia política, como institución de interés jurídico en los marcos de distintas perspectivas teóricas, a los efectos de este trabajo, constituye un obligado ejercicio teórico en cuyo resultado es posible evidenciar sus complejidades. Esto implicó una tarea en cuya resolución actúan razones que incumben a diferentes disciplinas, campos ideológicos, filosóficos, socioculturales y contextuales que en buena medida han condicionado sus contenidos. Este estudio, por tanto, debió superar un conjunto de dificultades de carácter histórico, político y ontofenoménicos, que de forma puntual obligaron a la periodización de sus ciclos más sobresalientes. Por ello, se precisa reconocer el fenómeno jurídico como objeto de la historia.

En la adopción de estos criterios subyacen los vínculos entre el derecho de resistencia, la revolución y el delito político. Se trata aquí de ejes temáticos unidos por el uso de la violencia, cuya orientación puede quedar indicada a la defensa del orden institucional del Estado mediante el derecho de resistencia, o a la transgresión-subversión que presupone la revolución. En tal reconocimiento se involucra la experiencia que hasta la primera mitad del siglo XX coloca a la violencia en un plano instrumental de necesidad e intención, trayectoria en la cual ha sido posible verificar la conexidad con el delito político. Sin embargo, nuestro objeto deberá quedar reducido en su atención a la revolución.

Luego de estas precisiones, se hace conveniente la estructuración de conceptos específicos que, constituyendo algunos de ellos puntos de polémica en el debate de las ciencias sociales, se orientan a brindar solidez científica a la resolución del objeto de estudio propuesto. El provecho de los que aquí se enuncian coadyuvó a la resolución de los nudos cognoscitivos y a la contextualización y personalización del resultado; todo lo cual constituye nuestra hoja de ruta para brindar respuesta a la pretendida construcción conceptual. Ahora bien, ¿de qué manera esto se produjo? Por un lado, delimitando tres fases de la revolución (embrionaria, de externalización y posrevolucionaria), que permiten entender el fenómeno delimitado en el tiempo, y no infinito; y por otro, el establecimiento de categorías generales (vía, legitimidad, liderazgo, connotación territorial, normatividad y factor tiempo), que al ser utilizadas posibilitaron acotar, desde lo intencional, la esencia de la revolución, dimensionando y describiendo sus características.

En la gradual juridificación de estos criterios se hace imprescindible acudir a la impronta del siglo XIX como resultado de la acumulación histórica. Ello es posible sostenerlo porque la articulación cognoscitiva del fenómeno revolucionario se involucra con los paradigmas intelectuales de la modernidad, entre los cuales se identifica la idea del progreso. En el mundo occidental, revolución y progreso alcanzan notoriedad en la evolución de las sociedades, siendo lo político el punto principal de enlace.

En ese sentido, entender la revolución como una forma trascendente de resistencia política conduce al objeto de estudio de las páginas siguientes. Etimológicamente suele emplearse como términos para referirse a la revolución, v. gr. cambio violento;1 y de forma más intencional, “derrocamiento por la fuerza de un orden gubernamental o social, en favor de un nuevo sistema”.2

De este criterio se derivan contenidos que, como se irá viendo, se involucran como una respuesta extrema a una crisis civilizatoria determinada por la falta de cauces legales de otra índole.3 En su justificación se halla el sacrificio como premisa, y sus resultados siempre promoverán efectos en el orden político y jurídico del Estado; esto es, en la reconformación del derecho y el poder que, aunque categorialmente distintas, constituyen unidades siempre relacionadas.

Ahora bien, la idea del progreso, en su connotación ideológica (subjetiva), es por esencia contradictoria. La intención de relativizar este fenómeno obedece al pluralismo con que normalmente se manifiestan las comunidades políticas, lo que equivale a reconocer que ningún resultado será lo suficientemente homogéneo como para ofrecer una conclusión dominante: lo que es progreso para unas, no necesariamente lo es para otras. El problema obliga a prefijar una conducta restringida desde lo conceptual al establecimiento de un nexo esencialmente político con la revolución. Esto último constituye un presupuesto fundamental, y es, al propio tiempo, el adelanto de la postura teórica que discurre por los análisis subsecuentes.

Su origen, también cuestionado, se ubica en el umbral latino y cristiano, de donde parte la concepción de la revolución como proceso catalizador de una realidad deseada por medio de la acción.4 En su estudio clásico, Condorcet inicia su cuadro histórico sobre el progreso con las agrupaciones humanas; la primera gran escisión se habría producido en el mundo griego en un proceso que duró hasta la división de las ciencias.5 En sentido similar, Hegel, Javary, Delvaille, Nisbet, Edelstein, Finley, Guthrie y Zhmud ubican el inicio de sus respectivas exposiciones en la antigüedad y en los primeros cristianos, aunque Koselleck ha sostenido especial reserva al plantear el elemento parcial del desarrollo en esta etapa.6 Por su parte, Bury impugnó toda posibilidad de que en el mundo antiguo se verificaran condiciones favorables para la comprensión de este fenómeno, obstáculo que en su criterio fue superado a partir del siglo XVI7 con la sistematización de Bodino.8

Es preciso entender que en este periodo, al progreso le fue otorgado un carácter natural de acuerdo con el normal desarrollo que experimenta el conocimiento, y, como consecuencia, también las artes y las ciencias. Éste fue un signo esencialmente griego, que más tarde se vio consagrado por el atributo cristiano de los padres de la Iglesia hasta el apuntalamiento de san Agustín, cuyo pensamiento progresista es equivalente al crecimiento espiritual del hombre como cuestión inmanente a su naturaleza.9 De forma no menos interesante, Antonio Caso prefiere ubicar los cimientos más firmes de la idea del progreso en la Edad Media, y, dentro de ello, con un vínculo fundamental con los valores y la cultura,10 a partir de lo cual se argumentan sus contenidos estéticos, morales, intelectuales y religiosos. Este criterio toma como base la experiencia de los siglos XII y XIII, lapso en el que se producen suficientes motivos para fundar y creer en los méritos de una nueva forma de hacer en la ciencia y en la cultura, en sentido más general.

Ante esta dicotomía de posiciones sobre el origen de la idea del progreso, debe indicarse que de acuerdo con los fines del presente estudio, conviene identificar su complejidad más estricta en los resortes de la vida política como un fruto genuino del hombre moderno, implicado en ofrecer respuestas adecuadas a sus crecientes necesidades de toda índole y asociado siempre al rigor de las ciencias duras en auge. Tal apreciación se debe al cambio de paradigma que se opera en una época donde el desarrollo aparentemente ilimitado de estas ciencias provocó la conformación de una mentalidad de avance positivo, ya no sólo técnico, sino también en el orden social, con incidencia en la nueva consecución metodológica de las ciencias sociales11 y en sentido más general, en la concepción de la evolución en el tiempo como manifestación de la ley natural.

Como cabe reconocer, fueron estas ideas resultado de un camino en el que ya antes Descartes había marcado una impronta, y en el que, como reconoce Stammler, el progreso es definido como un fenómeno orientado a “algo superior, algo distinto a una intensificación de la posibilidad de goces y satisfacciones materiales. Su esencia consiste en perfeccionar el espíritu humano en el sentido de lo justo”.12 Gracias a sus circunstancias, el fenómeno aparece ya notablemente secularizado, un carácter que expone la preeminencia de los valores positivos por encima del rasgo sobrenatural; punto de ruptura que distinguirá en lo adelante la proyección de un futuro mejor como base conceptual del progreso.13

Pese a esta aureola triunfalista, en Voltaire se halla un hálito de desconfianza,14 que se imbrica con el fenómeno colonizador llevado a cabo desde el propio “descubrimiento de América”. Precisamente, 1492 significó, en tal dirección, el año donde se fija el origen del contenido negativo de la modernidad, argumentado en una violencia capaz de desmitificar la conformación eurocéntrica del nuevo periodo histórico. Tal advertencia, liderada por Dussel, atiza un debate sobre la comprensión del falaz trazado histórico del progreso europeo.15 Sin embargo, el escenario intelectual de la época no concebía lo que ahora el autor contemporáneo. De acuerdo con aquella primera perspectiva, toda etapa anterior, inaugurado el tracto moderno, es asumida como una forma de crisis superada, como un freno al desarrollo,16 término este último que con frecuencia es utilizado como sinónimo de evolución y progreso.

En definitiva, los nuevos espacios de la época moderna cuestionarán, en primer lugar, la raíz teológica en la comprensión de un asunto que hasta el siglo XVIII habría sido sistematizado por Herder.17 En estas circunstancias —advierte Weber—, la cultura profana que genera la tensión entre religión y conocimiento intelectual conduce al desencantamiento del mundo. Ello obedece al nuevo escenario en que la ciencia empírica contradice los valores éticos fundados en Dios, lo cual es un claro anuncio de la evolución de las sociedades modernas.18 Significativamente, a juicio de Habermas, se trata de una nueva conciencia del tiempo,19 en donde la esfera del saber ha quedado separada de la esfera de la fe de acuerdo con el reconocimiento de lo subjetivo como una de las esencias del mundo moderno.

Para Blumenberg, es cuestión de “prehistoria teológica”20 referir el fenómeno de la secularización; esto es, colocar en tela de juicio la autenticidad de la nueva época, entendido en forma de relación con el pasado que de acuerdo con este criterio no resulta compatible epistemológicamente. En tal perspectiva ocurre, un desprendimiento; no se podría explicar de otra manera el proceso consciente mediante el cual el hombre transforma el mundo en el contexto de una realidad totalmente nueva,21 y mucho menos reconocer la secularización como fenómeno moderno cuando en realidad se trata de un “dogma” y un “apasionamiento”. Encuentra aquí el núcleo de la teología política trascendida.22

Es ésta una respuesta a los presupuestos con que Schmitt y Löwith, desde antes, justificaron la moderna teoría del Estado a partir de conceptos teológicos secularizados.23 En estos últimos considera Schmitt que se encuentra la principal herramienta hermenéutica con qué explicar la modernidad desde la teología política. De acuerdo con el criterio de Löwith, en la sucesión de catorce siglos en la formación del pensamiento no puede obviarse la influencia ejercida por el principio de la providencia como resultado de la originalidad cristiana; siendo en última instancia el único carácter novedoso que ostenta la modernidad el haber manipulado su lenguaje.24 Bossuet y Laín Entralgo refuerzan esta postura.25

La gran contradicción teórica no se funda, como a priori pudiera sugerirse, en la formal aceptación o no de la cuestión cristiana en el orden conceptual del progreso, sino en su profundidad y alcance. A tales efectos es posible identificar un discurso ideal, racional, comunicativo, comprometido, solidario y esperanzador, que se imbrica con el pasado como punto de referencia, comparativo y necesario. Esto último es a su vez un elemento que argumenta un sentido óntico (histórico y sociológico) proveniente del acervo antiguo y cristiano. Sin embargo, deberá ser observada aquí la secularización de la escatología cristiana en un rango únicamente metodológico capaz de expresar una continuidad en la forma (pretensión de unidad, de orden), pero no así en la sustancia (centro en Dios que ofrece sentido a las demás realidades). De esta única manera, la esperanza en el progreso puede verse como una manifestación material, viable, y no mística e inalcanzable, plexos teóricos e ideológicos variables que ni el pensamiento ilustrado ni posmoderno han agotado, y que parece adecuado definir como pautas conceptuales por la utilidad que reportan en relación con la resistencia política. De todas formas, aún no es el momento adecuado para establecer criterios definitivos en este sentido, dado que a la cuestión de la revolución corresponde un análisis posterior.

Para continuar, es preciso que se atienda al parámetro de comparación temporal. Esto podrá ser denominado como lógica de los antecedentes; es decir, sólo es posible verificar el progreso si son tenidos en cuenta los espacios precedentes a partir de los cuales la descripción científica puede demostrar si realmente existe un escenario progresivo, o no. En la ciencia, por ejemplo, es consecuente medirlo por las líneas de desarrollo que marcan los fenómenos científicos. Ésta es una forma tradicional que, sin embargo, no es absoluta.26

Desde lo político, que es el medio por el cual se concreta la relación con la revolución, hay dos formas en que se sustentan los usos de la idea del progreso: 1. A priori (en el discurso) y 2. A posteriori (en la verificación histórica). El primero es una cuestión propia de la ciencia política donde se evidencia por lo general una carga especulativa en el orden axiológico, ideológico y material; esto es, la forma en que se presentan los proyectos revolucionarios, no siempre ciertos y realizables. El segundo es empírico, corresponde al campo de la comprobación y se concreta con ejemplos históricos de revoluciones efectivamente logradas. La manera en que ambas instancias sellan el pretendido vínculo político es mediante la justificación y la realidad.

De acuerdo con el uso estratégico del lenguaje, aquí se propicia un consenso que en torno al discurso deberá tener como base la aceptación de la verdad como regla general, y no la mentira como presunción decisiva.27 En política, todo discurso tenderá por esencia a dotar de legitimidad a la acción. Ello determina que no es la fuerza sino el contenido ideológico subyacente sobre el progreso lo que sustenta su uso a priori. No es concebible el poder sin su esencia legitimadora; y en el caso del concebido por la violencia, este punto es aún más interesante, ya que precisa en grado más elevado de la generación de esta cualidad basada en el progreso, ya no sólo como discurso, sino también como realidad. De ahí que el nexo se afirme cada vez en lo político más que en cualquier otro sentido.

Después que Turgot describiera que el avance de las experiencias revolucionarias del siglo XVIII se debió fundamentalmente a la conquista de la libertad en claro vínculo con la felicidad y el crecimiento material de las sociedades,28 Skocpol reconoce que tales procesos emergieron a partir de crisis específicamente políticas, y en un franco desafío a los soportes estructurales del antiguo régimen que se vieron desarrollados en contextos internacionales hostiles al estatismo.29 En Inglaterra, autores como Paine y Burke emergieron con una significativa sistematización de los contenidos de la resistencia política y el progreso como elementos que esencialmente la Ilustración y la Revolución francesa habrían consagrado en la historia más reciente; a lo que se unió la obra de Godwin, indicada no sin suspicacia al estudio de las vías del mejoramiento progresivo de la sociedad política. En este último, el alcance de la justicia política se constituye como la principal causa de mejoramiento social, lo cual es equivalente a la forma axiológica de progreso bajo el esquema del contrato social.30 A partir de tales experiencias, Proudhon considera que las sociedades del siglo XIX estarían listas para propiciar saltos y sacudidas y, por tanto, alterar el proceso pacífico de desarrollo.31 Breve tiempo después, Owen cristaliza una concepción progresista aliada al socialismo,32 epicentro de las más agudas críticas sobre su carácter utópico de acuerdo con la doctrina marxista, que le verán unido al movimiento que en Francia representa Saint-Simon.33

De esta manera, conformarían Francia e Inglaterra los dos polos de mayor trascendencia en la cosmovisión sobre el progreso moderno en Europa, ya que en Alemania estas ideas serán mejor desarrolladas, en un primer momento, sólo por Hegel y Kant; en el primero como parte de la naturaleza del pensamiento, pero con un claro sentido antagonista, sin opciones de desarrollo; y en el segundo por medio de un aparato teórico sobre la moral. En ninguno de los casos, la idea del progreso forma parte esencial de su obra filosófica, a diferencia de como se evidencia en Marx.

En esta centuria decimonónica, es Spencer el gran sintetizador, y quien encarna la defensa de lo que describió como “ley del progreso” en los marcos del liberalismo, de forma muy centrada en el individuo. En franco desafío al autoritarismo de Estado, defiende a ultranza el criterio de que su burocracia, construida sobre la base de la agresión,34 ha sido siempre resistente al progreso35 de manera específica por medio de la actuación del legislador.36 Pese a ello, sus tesis son optimistas.37

Los trágicos acontecimientos precipitados en el mundo desde la segunda década del siglo XX, sin embargo, afectaron este credo, lo que hasta hoy evidencia una idea vulnerada “por la falta de amor, la intimidación y la guerra”.38 Subyacente en todo esto, el cuestionamiento sobre el nexo político entre el progreso y la revolución, responsable en buena medida de los pasos de avance y retroceso de la humanidad. Con todo esto, la perspectiva sociológica permite entender que el fenómeno de la revolución es capaz de presuponer de forma excepcional una evolución anormal. En ello se evidencian dos elementos distintivos: 1. La violencia revolucionaria, y 2. La idea de la evolución social como afirmación del progreso.

Hasta aquí, la idea del progreso condensa, en lo conceptual, los criterios de adelantar, perfeccionar, avanzar, trascender. Una vez que sean vistos los contenidos de la revolución, podrá determinarse una plena identificación, desde lo proyectivo, entre estas cualidades. Ello prefija una relación política entre ambas definiciones, sin la cual no sería posible justificar la violencia revolucionaria. No siendo absolutos, tales parámetros provocan también juicios negativos, y es la razón predominante en un grupo importante autores que, aunque minoritario, otorgan un carácter falaz al dogma del progreso.39

De cualquier manera, la ubicación de un concepto de naturaleza tan compleja, de una esencia eminentemente histórica, pasa por reconocer una variada exposición de elementos ciertos y objetivos, que en ningún caso podrían ser desechados. En la política, podríamos definir que se orienta a renovar las normas y las instituciones como resultado de la necesidad de ofrecer una alternativa superior a lo tradicional, siempre en busca de un bien colectivo, y en cuyo desarrollo convergen circunstancias propicias, individuos dispuestos, ciencia y sociedad. De acuerdo con la lógica de los antecedentes —a partir de la cual se concreta la reflexión comparativa del progreso—, el impulso hacia adelante equivalente en su forma a la actualización de la idea del porvenir ha contribuido históricamente a entender la evolución social como un elemento necesario de la justificación, proyectiva y conceptual, de la revolución.

II. El concepto de revolución en la teoría política y jurídica moderna

Las diferentes expresiones revolucionarias precisan ser tratadas también como elementos de las ciencias política y jurídica. No son éstas, sin embargo, las áreas del saber a las que en forma exclusiva pertenecen. Como ocurre con la resistencia política, de la cual la revolución es una manifestación, su carácter es de provecho multidisciplinario. En consecuencia, se ha producido una diversidad de enfoques teóricos e ideológicos que contradictoriamente han determinado la inexistencia de una teoría jurídica de la revolución,40 y de un concepto unívoco.41

La idea que se pretende aquí jerarquizar se orienta en una cosmovisión social con trascendencia iuspolítica; por tanto restringida de la revolución. Ello permite agrupar —y limitar— sus más sobresalientes criterios conformadores de acuerdo con las dinámicas y con los conflictos del poder en el contexto moderno. Atender a sus cualidades en los órdenes psicológico, económico, científico-tecnológico, cultural y de derecho internacional, no será objetivo más que colateral en nuestra valoración, cuando así sea necesario.

Por otra parte, es preciso destacar que la cuestión revolucionaria en el contexto moderno se encuentra asociada a la consagración del pactum societatis, cuyo contenido encarna el derecho de resistencia a la opresión en su forma clásica. Es así que la teoría del contrato, previa a los procesos revolucionarios desencadenados en Norteamérica y Francia a finales del siglo XVIII, se encuentra muy relacionada a la teoría moderna de la revolución, fenómeno que, a juicio de Sorokin, implica una transformación en los principales aspectos de la vida en sociedad, y son precisamente estos elementos de tipo social los que con mayor incidencia se ven afectados.42 Semejante razonamiento hace Barrington cuando afirma que los procesos revolucionarios se fundan en la dinámica relación entre las reglas sociales y su violación como componentes fundamentales del agravio moral y del sentimiento de la injusticia.43 Justo también en este punto es recordar el criterio de Gurr, quien pondera la justificación psicocultural de la violencia como práctica social, generalmente devenida en guerras internas.44 Ya desde un enfoque más ajustado al fondo del conflicto político, Tilly hace radicar el origen de estos procesos en las aspiraciones antagónicas al control del Estado,45 lo cual se evidencia a través de las variables del descontento de grupos organizados y también establecidos dentro de las estructuras de poder.46 Estos criterios interpretativos se destacan por ser coherentes con las lógicas que define el presente estudio, y porque en ellos están contenidos los elementos descriptivos de la acción colectiva y de movilización cuyo eje central, más racionalmente explicitado, es la cuestión sociopolítica.

Para ilustrar esta percepción, puede evocarse la interacción que se da entre las estructuras y grupos socioeconómicos influyentes (campesinos, obreros, burgueses) en espacios circunstancial e históricamente favorables (Inglaterra, Francia, Alemania, Asia y Rusia). Tales sostenes revolucionarios de la Modernidad, desde el siglo XVII, a juicio de Berman, fundan una visión universal, aunque asimétrica del derecho, los valores y las creencias, ritmos de ejecución, perdurabilidad y legitimación.47 Pero además, habrá que tener en cuenta otro aspecto indispensable, y es que la experiencia histórica de la revolución encarna necesariamente un fin positivo identificado en el progreso. Esta idea, cuya certeza no siempre es posible verificar de manera expedita, se halla unida al factor de la violencia revolucionaria como el que más consenso ofrece entre los distintos enfoques teóricos que abordan el tema. Por lo menos desde el planteamiento en los autores clásicos de la antigüedad y los que se han ido incorporando hasta el siglo XX, así se ha manifestado como tendencia.48 Generalmente derivados de posturas políticas y sociológico-jurídicas, estos enfoques parten de reconocer el carácter ético de la violencia como elemento intrínseco, necesario, y como un recurso radical de la política indicado a la conquista de la libertad mediante el sacrificio. En esto se entiende no una violencia ilimitada o cruel, sino apegada a los mismos parámetros morales del fin último de la revolución.

En el estudio de la violencia revolucionaria han debido ser tomados en consideración varios aspectos relevantes en torno a su justificación, lo que equivale a una interpretación restringida de la violencia en su integral connotación.49 El primero de ellos, indicado en el signo ético-político de la praxis, que tiende por su propia esencia a diferenciar sus formas del resto, que pueden ser concebidas como habituales, y en donde el empleo de la fuerza es significado de lo arbitrario. Tal reflexión, por otra parte, precisa del carácter público y un razonado fundamento de por qué se considera una opción política, racional y éticamente correcta, más allá de la implicación del sufrimiento humano. En todo ello deben quedar fundados los criterios de ultima ratio, el del cambio trascendente implícito en lo proyectivo, y el de los usos —responsables y proporcionales— por parte de sus ejecutores.

En esta lógica se llega a un posicionamiento: el ideal revolucionario, que precisa ética y legítimamente de la violencia para el alcance de sus fines, simboliza la aspiración de un futuro sin ella, lo cual no es, de ninguna manera, un argumento contradictorio, sino la confirmación de su carácter indicado al bien. Tal precisión implica una relación entre la política, la guerra y el derecho, que se manifiesta hacia el interior de la sociedad.

En definitiva, todo esto es indicativo de la utilización de un método, por ejemplo, fuera del natural estado50 que, como resulta adecuado comprender, no podría validarse jurídicamente en condiciones normales del Estado de derecho. Este es un importante eslabón en los estudios producidos hasta la primera mitad del siglo XX en el sentido de jerarquizar la revolución como fenómeno creador de derecho.

No hace demasiado tiempo, Ledrut proclamó que el pensamiento revolucionario evidencia el fin de toda cosmovisión metafísica sobre el mundo. En ello asumía elementos que parecen adecuados: la revolución como proceso de ruptura, con capacidad creadora, como relación histórica, como transición, como nuevo mundo, como progreso.51 Aquí puede haber mucho de sintomático, según los ciclos históricos que han servido para representar en la modernidad los ejemplos más elocuentes, desde las revoluciones norteamericana, francesa, la americana anticolonial y la rusa. Tal interpretación es posible verificarla, según Toynbee, en la perspectiva de una historia retrospectiva, que con base en la singularidad y en la repetición, ofrece claves posibles para creer que los periodos revolucionarios, y por tanto también el fenómeno de la guerra y la paz, no son más que continuaciones de cursos y experiencias pretéritos. O, dicho de otro modo, la posibilidad de entender el fenómeno revolucionario como un proceso que en lo general no es original, por cuanto nunca deja de tener un antecedente en el cual se inspira su reproducción.52

En este orden de ideas, es comprensible que toda acción violenta emprendida bajo un ordenamiento jurídico que lo niegue o ignore será considerada contraria a derecho, significando un quebrantamiento del orden formal establecido. Independiente a los valores antagónicos que rijan una sociedad, si una acción de esta naturaleza fracasa, se convertirá en punible de acuerdo con las tipologías del delito político, aunque en el plano moral se encontrara justificada. Es ésta la dimensión que observan Zippelius y Kelsen como un significado jurídico penal; en cambio, si la acción triunfa, adquiere una relevancia jurídico-política.53

En estas circunstancias, cuando todos los medios estipulados para el cambio han sido agotados (resistencias institucional, sociopolítica y legal), la resistencia política adquiere forma trascendente mediante el corpus de la revolución, capaz de fundar un conflicto que coloca inmediatamente en peligro el valor vinculatorio del derecho vigente del cual reniega; su orden se desconoce y la seguridad jurídica se vulnera asumiendo el ideal de que no existe ninguna violación del derecho, sino una acción de creación en sí misma. Ante la revolución, como reconoce Campbell Black en el siglo XIX, la ley es impotente;54 pero ello será sólo posible comprenderlo si es capaz de triunfar. Esto representa un doble presupuesto de alcance eminentemente jurídico: la revolución como negación (ordenamiento que se desconoce) y como autorreconocimiento (el nuevo orden que se pretende instaurar).

Tras la carencia en muchos casos del derecho de resistencia en los órdenes de tipo parlamentarios surgidos tras la Revolución francesa, el contenido moral de la revolución se afianzó como forma de justificación de la violencia,55 llegando a constituir un recurso supremo de acuerdo con legítimas aspiraciones contra regímenes de opresión avalados por normas constitucionales. Esto permite apreciar el criterio de que en su forma evolucionada, la revolución es una manifestación de resistencia política principal en la noción clásica del derecho de resistencia a la opresión como tronco común con el derecho de resistencia (a secas). Visto así, la revolución constituye una extralimitación de los marcos del derecho de resistencia que la perspectiva liberal legó en su interpretación dominante. Sin embargo, no es hasta el siglo XX cuando este criterio logra verificarse.

En ese sentido, no podría comprenderse en su real magnitud la imagen revolucionaria si no se ubica el elemento social, y, dentro de éste, como reconoce Arendt, a las multitudes de pobres y marginados que durante el decurso de la historia moderna han protagonizado los más importantes procesos de cambio bajo el imperio de la necesidad. De acuerdo con esta perspectiva, apuntalada por la teoría marxista, libertad y pobreza constituyen fenómenos incompatibles,56 y son, a su vez, cuestiones fundamentales en la comprensión del aspecto sociopsicológico de las revoluciones; esto es, de las afectaciones que en la sensibilidad humana colectiva estos procesos provocan, en diverso orden y grado. Pero más que eso, justifica que sea la revolución un fenómeno latente en la mentalidad de los pueblos, en todos los contextos de su desarrollo. Tales manifestaciones obedecen, de conjunto, a una naturaleza causal, descritas por Cossio como el traspaso de un sistema lógico de antecedentes a otro totalmente nuevo, en donde se integra no sólo el interés sociológico, sino también el derecho, la política y la ética aplicada.57

En la revolución se delimitan tres fases, cuyos caracteres es necesario fijar:

1. Hacia dentro, embrionaria, formativa, proselitista y conspirativa, donde se fundan los criterios primarios de valoración, causales, de ideología y de liderazgo, que al interpretar el contenido del ánimo social son proyectados en forma de aspiraciones de transformación, de avance, de progreso, concretas y posibles. Tal apreciación pasa por distinguir en la cultura política de las masas, según Foran, un rol imprescindible para la consecución de los usos del discurso ideológico y del papel de los actores conducidos por fuerzas sociales,58 en tanto que éstas podrían, o no, constituir después el factor de sostén.

2. Para la consecución de estos objetivos deberá expresarse un proceso de violencia revolucionaria con carácter prevaleciente —no necesariamente exclusivo—, que funda el criterio de guerra interna. Éste constituye el momento intermedio, exteriorizado y, por lo general, el más extendido en lo temporal en el espacio nacional. En ello se evidencia una contienda, en la cual se entronizan los antagonismos sociales capaces de plantear un momento de crisis, y en donde la ruptura de consensos políticos implica el desarrollo de diferentes formas de lucha por el control del Estado. A esto se denomina “situación revolucionaria”.

3. Del agotamiento de estas circunstancias dependerá la posible consumación y reconocimiento de la revolución mediante la transferencia del poder político; esto es, que la revolución se corporifica con la toma del poder político en primera instancia de facto —por ejemplo, de hecho—59 a lo que sigue la creación de un derecho nuevo, superior. Tal escenario evidencia la última fase, no ilimitada en el tiempo, la que mayor profundidad hacia la transformación del cuerpo social debe acometer, y en donde se produce la convalidación por medio de la normación jurídico-constitucional. La operacionalización de esta idea adquiere un argumento multidimensional: axiológico (transformación de valores); institucional (reformulación de funciones y aparición de nuevos órganos en el sistema estatal); óntico (variación del decurso sociológico, histórico y político), y deóntico o normativo (principios y normas de organización y desarrollo del proceso revolucionario en el poder).

Comprendido esto, es posible puntualizar que la forma trascendente de resistencia política se verifica por medio de la modificación sui géneris de los fundamentos jurídicos del Estado en orden de un alcance sociopolítico totalizante, nunca parcial. Es ésta una conclusión que primariamente obliga a negar cualquier otra opción de clasificación,60 evitando distraer el objeto central de estudio, y en su lugar definir la idea de la revolución sociopolítica, que constituye la más ajustada a nuestro propósito.

En este sentido, acogerse a “la naturaleza justa de la revolución” que adopta Lojendio61 implica entender en sus consecuencias una ruptura necesaria de la dialéctica y el equilibrio de la política y el derecho; una cuestión que antes debió tomar cuerpo a través de la manifiesta oposición al orden vigente por una parte suficiente de ciudadanos, que la ejecuta en virtud de superarlo. Sobre estas bases de legitimación, es que Balladore justifica a principios del siglo XX el carácter originario en el proceso creador del derecho que supone la revolución, cuando el orden institucional del Estado no alcanza a coordinar con suficiencia sus elementos componentes.62 Sin embargo, en criterio de este autor, y a partir de la crítica a Kelsen, el fenómeno revolucionario se lleva a cabo en el ámbito del derecho preexistente, y, por tanto, no es su propósito cambiarlo en su totalidad, sino modificarlo;63 de manera que la revolución no constituye una ruptura, sino una continuación del fundamento originario jurídico del Estado. Ello posibilita comprender una lógica reformista, y, por tanto, incompleta, en lugar del carácter total transformador que debe en estos contenidos, prevalecer.

Tal como la conciben Lévy-Bruhl, Burdeau, Dunn, Pasquino, Bobbio y Sánchez Viamonte, la revolución es la sustitución de una idea de derecho por otra, de acuerdo con el principio director de la voluntad y de la actividad social capaz de quebrar un orden e interrumpir la normalidad jurídica,64 lógica en la que intervienen factores de todo tipo; además del político, el socioeconómico, el psicológico, etcétera. Pero de forma predominante, más allá de la necesaria atención a estos criterios, será la revolución según Carnelutti, un “concepto exquisitamente jurídico”65 de acuerdo con la razón unilateral que promueve hacia su interior dos rasgos que le son inherentes: la constitución y la extinción de formas jurídicas diferentes (principio y fin del proceso).66 En ello, de manera intrínseca, interviene el fundamento sobre la legitimidad del poder, que la revolución siempre cuestiona.

Entretanto, las ideas de Carlos Fayt llaman la atención al exponer que es la revolución “una instancia suprema en salvaguarda del Derecho”,67 cuando en realidad es todo lo contrario. La revolución es distinguida como una forma trascendente de resistencia política, porque en su esencia está contenido el fin subversivo y transgresor del orden iuspolítico del Estado. No se resiste en revolución para conservar, sino para trascender. El alcance del cambio que ello supone es de una magnitud tal que el uso abstracto del derecho no es suficiente razón para evaluar un contenido conceptual que, como considera Arendt, se concreta en la modernidad, al calor de los procesos que convirtieron a los súbditos en gobernantes,68 lo que comprende el primer paso de la total transformación del orden estatal.

Es posible que al asumir el componente sociopolítico como central en la construcción semántica de la revolución queden incorporados con suficiencia el resto de los elementos de cambio que han de ser producidos en la sociedad. Es decir, la revolución no está indicada a sustituir sólo a un gobierno, o a producir cambios parcelados de acuerdo con fines incompletos, sino que en ella se involucra de forma ineludible el factor normativo como instancia imperativa de la transformación social conexa a la idea de lo político. Por tanto, son éstas dominantes y absorbentes.

Con todo esto, es viable, mediante el dimensionamiento de las categorías generales de la resistencia política, valorar la esencia sociopolítica de las revoluciones, dado que es éste el elemento que discurre con preponderancia por todas sus fases. Este punto es propicio para sostener un nivel mayor de argumentación en orden conceptual:

A) Vía: es la canalización de la acción revolucionaria. Su carácter excepcional, al implicar generalmente el uso de la violencia revolucionaria, necesaria, intencional e instrumental (medio), como forma trascendente de resistencia política orientada al cambio sociopolítico total (fin o propósito), representa siempre una conducta proscrita por el orden que pretende derrocarse, lo cual es expresión de un procedimiento desautorizado, ilegal; esto es, no hay derecho vigente que la ampare. La violencia, de este modo, ha sido siempre entendida como subversión-transgresión por la perspectiva liberal. Esto último es vital para connotar objetivos que se orientan a la transformación radical, con lo social, también de lo político y económico en la sociedad. Ello está determinado por la complejidad coyuntural de la cual la opción revolucionaria emerge como consecuencia: este tipo de violencia como respuesta a la violencia ilimitada y arbitraria, en el plano justificante y estricto de lo político, un presupuesto cuyo alcance Arendt entiende como la necesidad histórica69 de las revoluciones capaz de desatar las fuerzas sociales participantes que son latentes, pero no autorizadas por el campo normativo del derecho.

Es desde esta perspectiva la revolución un fenómeno ajurídico en su vía.

B) Legitimidad: visto que su origen se identifica en los consensos de la comunidad política con trascendencia a la validez jurídica, la revolución estará siempre determinada por un precedente negativo y por la cualidad moral de ciudadanos afectados por una situación de crisis insuperable como factor justificante. De manera que la legitimidad de la revolución viene dada por el sentido axiológico, y no estrictamente por la norma.

Siendo así, el análisis sobre la vía de la revolución se complementa mediante la afirmación de su legitimidad moral; y es la diferenciación más sustancial que se produce en relación con el derecho de resistencia. Tal aseveración es posible comprenderla si se toma en consideración que el elemento moral, en estas condiciones, se halla relacionado con la legitimidad por razón de criterios intrínsecos de la dignidad humana, como apreciación consciente y expresión de lo justo; un constructo que, subjetivo y abstracto, se manifiesta equidistante de la norma, aunque no le sea completamente ajena, determinando consensos y favoreciendo acciones políticas orientadas al bien y generalmente argumentadas por medio de precedencias (fácticas, históricas e ideológicas) con valor suficiente, justificante y legitimante.

C) Liderazgo: constituye la objetiva superioridad en la conducción del proceso revolucionario, que es posible verificar por medio del papel de la personalidad humana, también en el de organizaciones, por lo general desde su etapa formativa, y más concretamente en el contexto de la situación revolucionaria. Por tanto, su rol está en la consecución de parámetros discursivos dominantes, suficientes, motivantes, legitimados sobre la base del consenso para la habilitación de las fuerzas sociales capaces de constituir el vehículo de la revolución. Esta relación es condicional; esto es, que no es posible concebir la revolución sin liderazgo revolucionario.

D) Connotación territorial: el rasgo nacional es manifestación de amplia escala en la concepción de la revolución como fenómeno. Un criterio parcial en lo geopolítico no se corresponderá con el objeto de una revolución, cuestión ésta que equivale a un fundamento adicional en la garantía de legitimidad. Esta idea asume en el componente geográfico una cualidad que por su trascendencia ofrece a su vez el carácter de titularidad a la colectividad capaz de encarnar con justicia la representación nacional de los fines del progreso.

E) Normatividad: por otra parte, el planteamiento del nuevo sistema ordenador y normativo al que se ha hecho referencia con anterioridad obedecerá a dinámicas que ocurren hacia el interior del objeto de la revolución, pues su fin transformador involucra inmediatamente a la Constitución. Revolución y Constitución, tal como reconoce Carpizo, son elementos mutuamente dependientes, de acuerdo con el principio del ser y el deber ser.70 Ello abarca, a su vez, los valores de certeza, validez y unidad del ordenamiento jurídico como aval imprescindible del Estado de derecho,71 que en el caso de la revolución se manifiestan post facto y como parte de un proceso dialéctico y conjuntivo de antagonismos de la actividad humana, entre el antiguo y el nuevo orden, que deberán ser superados.

F) Factor tiempo: es preciso reconocer, por otra parte, que ninguno de los rasgos anteriores podrá ser verificado sino por medio de lo temporal, no ilimitado. El factor tiempo, por tanto, se relaciona en este proceso con una principal importancia, y es posible verificarlo por medio de dos instancias de lo jurídico. La primera de ellas emerge en un primer momento generalmente considerado inmediato de acuerdo con la experiencia histórica mediante una ambigüedad en el orden jurídico conducente a una anomia aparente, que en lugar de producir un vacío legal absoluto lleva a entender una situación a partir de la cual el hecho y el derecho perviven como nexo entre violencia y ley.72 Ante un caso excepcional, de acuerdo con el criterio de Schmitt, y este lo es, el Estado suspende el derecho por virtud del derecho a la propia conservación.73 En tal lógica, el carácter legitimante y originario del poder constituyente y la soberanía no son categorías que sufran agresión alguna; subsisten en un patrón jurídico que como paradigma no desaparece, y ni siquiera en circunstancias extraordinarias de esta magnitud llega a ser sustituido. De manera que, pese a la fractura que implica el nuevo orden revolucionario en relación con el derecho derrocado, sólo es posible comprender su completamiento por medio del factor temporal, pues no es posible que la conquista del poder político sea suficiente para anunciar el éxito del orden jurídico consecuente. Esto puede ser identificado, también, como espacio de provisionalidad.

De forma paralela, la segunda instancia de lo jurídico en lo temporal constituye una manifestación de los espacios de reconocimiento. En tal convergencia, el Estado no renuncia a sus compromisos hacia el interior de sus fronteras, y tampoco en el escenario de sus relaciones internacionales, necesario este último como clave de legitimación exterior.74 Es decir, una revolución, para ser verificada como tal, deberá contar con un espacio de tiempo que tras la conquista del poder del político alcance la capacidad efectiva de demostrar los principios que de acuerdo con la idea del progreso informan la ejecución de un proyecto preconstituido, positivo y radicalmente transformador. Ésta es una idea que, sin embargo, es asentada en la situación revolucionaria que le antecede, y en donde el elemento normativo puede verse orientado a demostrar las capacidades materiales del éxito, e indicarse al mismo tiempo, como opina Schmill, al reconocimiento internacional de la beligerancia,75 idea de suma importancia en todo proceso revolucionario. Después del triunfo, la cualidad constitucional se volverá decisiva; será en la nueva Constitución donde se aporte la cuestión de validez jurídica de los actos revolucionarios y de investidura del nuevo poder político en el orden de superar la lógica precitada de los antagonismos de la actividad humana, hacia dentro, mientras que hacia fuera, el reconocimiento de la comunidad internacional ofrecerá la suficiencia en ese ámbito.

Por último, en lo temporal, también es verificable el conflicto entre las diferentes concepciones ideológicas y normativas. Éstas, sin embargo, acaban en el momento en que una nueva Constitución alcanza a brindar unidad y coherencia a un solo orden, que termina por imponerse individualizando el sentido de validez hacia el futuro, y poniendo fin al conjunto de actos revolucionarios precedentes,76 esto es, el fin de la provisionalidad. La revolución, que hasta este momento ha sido una manifestación de resistencia política en su forma trascendente, deja de serlo, y se institucionaliza como Estado de derecho.

Ahora bien, existe otro elemento que es fundamental en la cualificación de las revoluciones y su relación con otras formas similares de transformación violenta hacia el interior de las sociedades: el golpe de Estado como acción ilegal, y los elementos doctrinales de facto que de ello se derivan.77 De acuerdo con el interés de este estudio, conviene distinguir algunos de los rasgos más importantes de esto último, por cuanto, por excepcionalidad, pudiera significar el origen de una revolución, llegando a convertirse en un fenómeno recurrente durante la primera mitad del siglo XX en América Latina en forma de soporte ideológico justificativo. Aún sin llegar a definirlo, desde la cosmovisión aristotélica se aprecia una intención de distinguir el golpe de Estado como “la expulsión del poder por individuos que se colocan en él, por ellos mismos”.78

La evolución teórica que sigue a este momento permite la identificación de sus rasgos y consecuencias, sobre todo en sus relaciones con el derecho. En ese camino, desde el espacio hugonote francés se afirmó la doctrina de legitimación del tirano usurpador o de origen sobre la base del consentimiento popular;79 y autores como Altusio, Bodino, Maquiavelo, y más tarde Locke, ofrecieron con énfasis para esta noción la conjugación de lo político con lo jurídico, lo que, en criterio de Arendt, se consagra con la “revolución gloriosa”.80 En la historia moderna, su connotación se funda con la experiencia bonapartista a través de una concepción que se orienta, al menos en lo aparente, a la conservación de la legalidad.81

En todo esto, entender el valor del proceso revolucionario ligado a la cuestión de la legitimidad y a la idea del progreso permite, en este punto, deslindar su esencia de cualquier otro intento que implique un cambio, como expresión de tránsito o simple movimiento.82 De acuerdo con esta concepción, no será revolución cualquier proceso violento que surgido de la sociedad sea capaz de producir una rebelión contra el gobierno y como consecuencia logre sustituirlo por otro,83 juicio que se corresponde con las perspectivas de Burdeau, Joaquín V. González, Linares Quintana, Orgaz, Marcuse y Tena Ramírez.84

Lo cierto es que, entre los mecanismos con que históricamente se ha manifestado el medio hacia la toma del poder político, se hallan el golpe de Estado y la situación revolucionaria de liberación nacional como dos de los más frecuentes; siendo el primero de éstos, en condiciones óptimas de organización conspirativa, el de mayor celeridad, y generalmente el menos violento, y cuyo origen ha estado siempre representado en grupos minoritarios involucrados en estructuras del poder político que aseguran en la fuerza el instrumento del éxito de su proyecto conspirativo. Hay, sin embargo, coincidencias no menos importantes de estos contenidos con el de la revolución. Ambos fenómenos se manifiestan en el plano de la ilegalidad, de la violación del orden constituido de derecho, pero proclive a ser deslindables a corto plazo en razón de sus proyectos. También en ambos casos es análogo hallar la consecución de mecanismos de legitimación legal que, aunque diferentes (la revolución en su proyecto de cambio total, el golpe de Estado en el mismo ordenamiento), son tendentes a resolver la inminente fractura jurídica que el hecho triunfante en sí mismo provoca.

Si bien la experiencia histórica indica que la generalidad de las acciones de esta índole han sido orientadas desde perspectivas individualistas, es elocuente la conclusión que habita hacia el interior de la definición ofrecida por Díaz Doin.85 Su utilidad está dada en que, por excepcionalidad, y de acuerdo con los principios que informan los elementos conceptuales de la revolución, cuando éstos estén presentes en el proyecto de una acción golpista, entonces podría transformar su naturaleza de hecho y migrar a la del proceso revolucionario. Lo anterior sería únicamente posible si en ello está presente la intención expresa de ejecutar una transformación radical en lo político-institucional, y por tanto también en lo social, en lo económico y en lo jurídico, que suponga una ruptura con el orden derrocado.

Como se manifiesta en la revolución, el gobierno instaurado por medio de un golpe de Estado lo será de facto, por cuanto su obra se debe a una violación tangible del orden constitucional. Es decir, un gobierno no sustentado en el derecho está fuera de él, o en su contra.86 La diferencia está dada en que éste se consuma en el solo hecho de conquistar el poder, e incluso pudiera no alcanzar trascendencia si por acciones de diversa índole (uso del derecho de resistencia, por ejemplo), es restaurado el estado anterior.

No menos interesante resulta la posibilidad de que el golpe de Estado pudiera hallar un intento de justificación precisamente en los contenidos del derecho de resistencia, e inmediatamente después subordinarse al curso de legalidad vigente en el derecho público, sin precisar cambiarlo. Estos supuestos no evitarán que se prejuzgue su ilegal origen; en tal caso, el gobierno de facto estaría obligado a validarse retroactivamente para poder producir el efecto de legalidad.87

Ahora bien, contraria a esta idea y de acuerdo con la temporalidad, si a futuro se logra verificar un proyecto revolucionario generado desde el nuevo gobierno, ello supondrá no sólo la exoneración de la ilegalidad que por sí mismo creó mediante la transformación parcial del ordenamiento jurídico anterior, sino que ésta deberá asumir los valores de la ruptura total que antes han sido analizados. Esta situación asume la acreditación de un nuevo escenario que desde lo iuspolítico se constituye en fuente como expresión de validez, lo cual deberá estar acompañado de la anuencia de la mayoría de los ciudadanos, representación de voluntad de la que en un principio carece todo golpe de Estado.

III. Conclusiones

La construcción conceptual del progreso responde a procesos históricos diversos, con énfasis en la apertura de la Modernidad como elemento temporal idóneo capaz de ponderar su fundamento de lo auténtico y despojarse de la secularización de la escatología cristiana. Al mismo tiempo, sus usos obedecieron primero al lenguaje científico, y luego fue incorporado al sociopolítico, y, como tal, ha sido utilizado en los argumentos con que la humanidad ha experimentado su proceso de desarrollo hasta hoy, indicado siempre a una proyección optimista, y sobre todo posible del futuro, que, aunque variable en el plano ideológico, ha permanecido íntimamente vinculado a las revoluciones.

A partir de la reunión de los más valiosos elementos hasta ahora examinados, podría entenderse por revolución aquel proceso capaz de negar-fracturar (por tanto violar) el orden jurídico vigente del Estado por vía de usos radicales de resistencia política (violencia), en su lugar instaurar uno nuevo, y con fines siempre orientados al progreso transformar totalmente la experiencia sociopolítica, y, por derivación, la económica de una nación: todos los ámbitos de la actividad humana (sistemas de ideas, valores, instituciones y sectores de la vida práctica). Lo anterior deberá en todo caso estar precedido por los fundamentos de un proyecto de cambio, justificado y legítimo sobre la base del consenso y la participación, cuyos valores armonicen la necesidad de una transferencia del poder político con un interés de tipo nacional. En ello no sólo se asumen los contenidos técnicos de la violencia precedente, del liderazgo, la convocatoria y la organización, sino del ideal de transformación absoluta que la revolución asume como acontecimiento en sí misma. Se está, en dirección a la demostración de estas ideas, en el camino de definir a la revolución como un fenómeno sociopolítico y jurídico en tanto su capacidad de triunfar.

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1En tal sentido, el Diccionario de la lengua española, en su acepción más adecuada a nuestro fin, define el término revolución (Del lat. revolutĭo, -ōnis) como “cambio político en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación/ inquietud, alboroto, sedición”. Véase Diccionario de la lengua española, 22a. ed., vol. II, Real Academia Española, Espasa-Calpe, 2001, p. 1971.

2Oxford Dictionaries, Oxford University Press, 2013, [on line project], http://oxforddictionaries.com/es/definicion/ingles/revolution.

3Del Vecchio, Giorgio, Crisis del derecho y crisis del Estado, trad. de Mariano Castaño, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1935, p. 60.

4Pachón Soto, Damián, “Redifinición de la categoría de progreso. Hacia una forma-vida-orgánica”, Ciencia Política, Bogotá, núm. 9, enero-junio de 2010, p. 135.

5Condorcet, Nicolás de, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, t. I, trad. Domingo Barnés, Madrid, Tipográfica Renovación, 1921, pp. 15-92.

6Koselleck, Reinhart, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y programática del lenguaje político y social, trad. Luis Fernández Torres, Madrid, Trotta, 2012, pp. 99-101.

7Hegel, Georg W. F., Introducción a la historia de la filosofía, 8a. ed., trad. Eloy Terron, Buenos Aires, Aguilar, 1975, pp. 209 y ss.; Javary, M. A., De l’idée du progrès, París, Librairie Philosophique de Ladrange, 1851, pp. 13 y ss.; Delvaille, Jule, Essai sur l’histoire de l’idée de Progrès jusqu´a la fin du XVIII siècle, París, Librairies Felix Alcan et Guillaumin Réunies, 1910, pp. 5 y ss.; Bury, John B., La idea del progreso, trad. Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri, Madrid, Alianza Editorial, 1971, pp. 18 y 19, 43 y ss.; Nisbet, Robert, Historia de la idea del progreso, 2a. ed., trad. Enrique Hegewicz, Barcelona, Gedisa, 1991, pp. 27 y ss.; Edelstein, Ludwig, The Idea of Progress in Classical Antiquity, Baltimore, John Hopkins Press, 1967, passim; Finley, M. I., The World of Odysseus, second ed., Nueva York, New York Review Book, 2002, passim; Guthrie, William K. Chambers, The Greek Philosophers: from Thales to Aristotle, Nueva York, Harper & Row, 1975, passim; Zhmud, Leonid, The Origin of the History of Science in Classical Antiquity, transl. Alexander Chernoglazov, Berlín, Walter de Gruyter GmbH & Co. KG, 2006, pp. 16-22.

8En la obra de Bodino se identifica una visión sistematizada y crítica sobre el origen y desarrollo de la sociedad humana, así como del necesario progreso que la sociedad civil ha debido impulsar en su evolución desde sus inicios primitivos. Son estos caracteres los que lo ubican dentro del grupo de autores clásicos que abordan el tema del progreso, y que con significativa importancia influyeron en el desarrollo intelectual del Renacimiento. Véase Bodin, Jean, Method for the Easy Comprehension of History, trad. Beatrice Reynolds, Nueva York, Columbia University Press, 1945, pp. 15 y ss.

9Nisbet, Robert, op. cit., pp. 78-83.

10Caso, Antonio, “La idea del progreso en la Edad Media”, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. LIX, número especial 70 años, 2009, p. 55.

11Comte, Augusto, “Metodología de las ciencias sociales”, en Comte. Selección de textos, est. introductorio de René Hubert, trad. y notas de Demetrio Náñez, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1943, pp. 159 y ss.

12Stammler, Rudolf, Tratado de filosofía del derecho, trad. W. Roces, México, Editora Nacional, 1974, pp. 446 y 447.

13Koselleck, Reinhart, “¿Existe una aceleración de la historia?”, en Beriain Razquin, Josetxo y Aguiluz Ibargüen, Maya (coords.), Las contradicciones culturales de la modernidad, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 332.

14Mientras que el panorama de la Ilustración por lo general es interpretado en su tiempo en forma optimista, Bermudo prefiere ubicar a Voltaire como el gran ilustrado que matiza este criterio, y cuyo pensamiento demuestra una constante desconfianza hacia la victoria absoluta proclamada por acontecimientos de todo tipo. De manera que en su estudio sobre el personaje, perfila una caracterización que se mueve entre el pesimismo y la esperanza, de acuerdo con el filósofo animado sobre todo a creer en las virtudes del espíritu de los hombres, más que en sus expresiones externas (dentro de las cuales el progreso se halla). Véase Bermudo, José Manuel, “Voltaire: la desesperanza histórica” [estudio introductorio], en Voltaire, El siglo de Luis XIV, vol. I, 2a. ed., trad. rev. de Francisco Villalba Cerezo, Editorial Orbis, 1986, pp. 13-17.

15Dussel, Enrique, 1492: el encubrimiento del otro (hacia el origen del mito de la modernidad). Conferencias de Frankfurt, octubre de 1992, Madrid, Nueva Utopía, 1992, pp. 85-99 y 208-211.

16Comte, Augusto, “Plan de trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad”, en Augusto Comte. Primeros ensayos, trad. Francisco Giner de los Ríos, México, Fondo de Cultura Económica, 1977, pp. 71 y ss.

17Herder, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, trad. de J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1959, pp. 490 y ss.

18Weber, Max, Sociología de la religión, Madrid, Editorial Istmo, 1997, p. 95.

19Habermas, Jürgen, El discurso filosófico de la modernidad (doce lecciones), trad. de Manuel Jiménez Redondo, Buenos Aires, Taurus, 1989, pp. 11 y ss.

20Blumenberg, Hans, “El progreso descubierto como destino”, en Beriain, Josetxo y Aguiluz, Maya (eds.), Las contradicciones culturales de la modernidad, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 347.

21Blumenberg, Hans, La legitimación de la Edad Moderna, ed. corregida y aumentada, trad. de Pedro Madrigal, Valencia, Pre-Textos, 2008, p. 45.

22Sobre esto, nos dice Blumenberg: “Es posible que la escatología haya sido, en algunos momentos, más cortos o más largos, de la historia todo un compendio de las esperanzas humanas, pero cuando la cosa hubo llegado a tal punto que no quedaba sino fomentar la idea del progreso la escatología devenía, más bien, un compendio de horrores y temor. Ahora la esperanza tenía que ser establecida y asegurada como un compendio, nuevo y original, de las posibilidades del mundo de acá y en contra de aquellas otras del más allá… La transferencia del esquema estructural de progresos estéticos, teóricos, técnicos o morales, a la representación general de la historia presupone que el ser humano se ve a sí mismo, en esa totalidad, como el único competente, se tiene a sí mismo por el hacedor de la historia. Y entonces puede considerar posible la deducción de la propia marcha de la historia a partir de la autocomprensión del sujeto racional, demiúrgico y creador. El futuro se convertirá en la consecuencia de acciones actuales, la realización de los puntos de vista disponibles en el presente. Sólo así se trueca el progreso en un compendio de las determinaciones del futuro a través del presente y de su pasado” [Blumenberg, Hans, La legitimación de la Edad Moderna, cit., pp. 39-42].

23Schmitt, Carl, Teología política, trad. de Francisco Javier Conde y Jorge Navarro Pérez, Madrid, Trotta, 2009, p. 37.

24Löwith, Karl, Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, trad. de Norberto Espinosa, Buenos Aires, Katz Editores, 2007, pp. 14 y 81 y ss. El intento interpretativo de este autor no sólo queda en defender esta afirmación como parte de sus criterios y afinidad ideoconceptual, sino que se encarga de demostrar la forma en que los principales responsables defensores del triunfo absoluto de lo moderno, e incluso algunos autores cristianos de la historia, utilizan el lenguaje de una filosofía secularizada sobre la base de los conceptos de la teología cristiana. De esta forma, en su análisis crítico —matizado como es lógico de acuerdo con sus diferentes manifestaciones— son incluidas las perspectivas de Burckhardt, Hegel, Marx, Proudhon, Comte, Condorcet, Turgot, Volatire, Vico, Bossuet, Joaquín de Fiore, Agustín y Osorio. Sobre esto, pueden verse en esta misma obra precitada: pp. 83 y ss., y también en El sentido de la historia. Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia, trad. de Justo Fernández Bujan, Madrid, Aguilar, 1973, pp. 29-197.

25Bossuet, Charles-B., Discurso sobre la historia universal, trad. de D. L. de Castro y Valle, París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1913, pp. 445-448; Laín Entralgo, Pedro, La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano, 3a. ed., Madrid, Revista de Occidente, 1962, pp. 192-195.

26Thomas Khun propone un modelo de progreso científico por medio de la estructuración del paradigma a partir del cual halla explicación cada uno de los fenómenos históricos del desarrollo de las ciencias. Véase Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, trad. de Agustín Contín, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 80 y ss. Sobre este tema también puede verse Laudan, Larry, El progreso y sus problemas. Hacia una teoría del crecimiento científico, trad. de Javier López Tapia, Madrid, Ediciones Encuentro, 1986, pp. 107-110.

27Habermas presta especial atención a esta cuestión. Lo hace a través de su tesis sobre el marco intersubjetivo de la acción comunicacional, cuando aparece en el discurso la intencionalidad del actuar político, muchas veces orientada a ocultar un criterio fáctico que cobra vida mediante el uso parasitario del lenguaje. Véase Habermas, Jürgen, Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1983; Teoría de la acción comunicativa, 2 vols., trad. Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1987.

28Turgot, Anne-Robert-Jacques [baron de l’Aulne], “Second Discours Sur les progrès successifs de l’Esprit humain, prononcé le 11 décembre 1750”, en Oeuvres de Mr. Turgot, Ministre d’Etat, précédées et accompagnées de mémoires et de notes sur sa vie, son administration et ses ouvrages, volume 2, París, 1808-1811, pp. 60 y ss. En el mismo compendio también puede verse “Ébauche du Second Discours, Dont l’objet sera les Progrès de l’Esprit humain”, pp. 263 y ss.

29Skocpol, Theda, Los Estados y las revoluciones sociales; un análisis comparativo de Francia, Rusia y China, trad. de Juan José Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 85. Sobre este tema también puede verse Williams, E. N., El Antiguo Régimen en Europa. Gobierno y sociedad en los Estados europeos (1648-1789), trad. de Juan Carlos Pitar, Jaén, Ediciones Pegaso (Editoriales de Derecho Reunidas), 1978, passim.

30Godwin, William, Investigaciones acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales, trad. de J. Prince, Buenos Aires, Americalle, 1945, pp. 29-36.

31Proudhon, Pierre Joseph, La idea de la revolución en el siglo XIX, trad. de Pedro Seguí, México, Grijalbo, 1973, p. 12.

32Owen, Robert, The Book of the New Moral World: Containing the Rational System of Society, Founded on Demonstrable Facts, Developing the Constitution and Laws of Human Nature and of Society, Nueva York, G. Vale, 1845, passim.

33Marx y Engels marcan en su crítica sobre este sistema de ideas el desconocimiento de los alcances irreconciliables de los antagonismos de clases, lo cual inspira un lógico sentido utópico cuyo planteamiento se halla indicado en sentido contrario al desarrollo histórico. Es así como desde esta perspectiva crítica, no es posible presuponer una sociedad sin distinción convocando el esfuerzo protagónico de las clases dominantes mediante el cambio pacífico. Véase Marx, Carlos y Engels, Federico, Manifiesto del Partido Comunista, Moscú, Editorial Progreso, s. a., pp. 64 y 65; Engels, Federico, Del socialismo utópico al socialismo científico, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1946, pp. 38 y ss. Sobre este particular también pueden verse Lenin, V. I., “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”, en Obras Escogidas en tres tomos, t-I, Moscú, Editorial Progreso, 1966, pp. 64 y 65; Ocariz Braña, Fernando, El marxismo, teoría y práctica de una revolución, 4a. ed., Madrid, Ediciones Palabra, 1978, pp. 35-37.

34Spencer, Herbert, El hombre contra el Estado, trad. de Luis Rodríguez Aranda, Buenos Aires, Aguilar, 1953, p. 83.

35Ibidem, p. 103.

36Ibidem, pp. 135 y ss.

37Spencer, Herbert, El progreso. Su ley y su causa, Filosofía e Historia, trad. de Miguel de Unamuno, Madrid, La España Moderna, 1895, pp. 5-7.

38France, Anatole, “La vie en fleur”, en Birlan, Antonio G. (sel.), Progreso y evolución, Buenos Aires, Américalee, 1954, p. 44 y 45; Arendt, Hannah, Sobre la violencia, trad. de Miguel González, México, Joaquín Mortiz, 1970, pp. 32-33; Nisbet, Robert, op. cit., pp. 438 y ss.

39Nisbet ubica en este grupo de autores a Tocqueville, Burckhardt, Nietzsche, Schopenhauer, Weber, Sorel, W. R. Inge y Spengler, como los más representativos. Véase Nisbet, Robert, op. cit., pp. 438 y ss. Discípulo de Weber, Robert Michels llega a reconocer que este camino “está sembrado de cadáveres” [Michels, Robert, “Le caractère partiel et contradictoire du Progrès”, en Progreso y evolución, cit., p. 89], idea que con centro en una interpretación victimológica también comparte su contemporáneo Walter Benjamin. Véase Benjamin, Walter, Discursos interrumpidos I. filosofía del arte y de la historia, trad. Jesús Aguirre, Buenos Aires, Taurus, 1989 (tesis de filosofía de la historia), pp. 183 y ss.

40Schmill, Ulises, “El concepto jurídico de la revolución”, Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, Madrid, núm. 30, 2007, p. 339.

41Cattaneo, Mario A., El concepto de revolución en la ciencia del derecho, Buenos Aires, Depalma, 1968, pp. 21 y 22.

42Sorokin, Pitirim Aleksandrovich, The Sociology of Revolution, Philadelphia, J. B. Lippincott, 1925, passim.

43Moore, Barrington, Jr., La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, trad. de Sara Sefchovich, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Sociales, 2007, pp. 27 y ss.

44Sobre el enfoque psicocultural de la violencia véase Gurr, Ted Robert, El porqué de las rebeliones, trad. de Ramón Frausto, México, Editores Asociados, 1974, pp. 120 y ss.

45Tilly, Charles, Las revoluciones europeas 1492-1992, trad. de Juan Fuci, Barcelona, Crítica (Grijalbo Mondadori), 1995, p. 29.

46Tilly, Charles, “Does modernization breed revolution?”, Comparative Politics, vol. 5, núm. 3, Special Issue on Revolution and Social Change, april, 1973, Ph. D. Program in Political Science of the City University of New York, p. 436, http://www.jstor.org/stable/421272.

47Berman, Harold J., Law and Revolution, vol. I, Harvard University Press, 1983, pp. 19 y 20.

48Suficientes elementos ofrecidos por autores modernos de importante influencia en los estudios que sobre la revolución se produjeron durante el siglo XX permiten validar la cualidad de la violencia revolucionaria como idea prevaleciente en el orden conceptual. Asimismo, las praxis insurgentes como tipo de acción revolucionaria se evidencian generalmente como denominador común en los ejemplos que caracterizan la historia de las revoluciones. Es limitada, en sentido contrario, la consecución revolucionaria a través de usos pacíficos, con la significativa excepción de la independencia en la India (1947) liderada por Mahatma Gandhi, fenómeno que obedece a factores sectoriales, coyunturales y, sobre todo, ideológicos y social-religiosos, muy propios de esta población. Cfr. Bauer, Arthur, Essai sur les revolutions, V. Giard Ñe, París, Briere, 1908, p. 11; Lévy-Bruhl, Sociología del derecho, trad. de Myriam de Winizky, Buenos Aires, Eudeba, 1964, p. 41; Poviña, Alfredo, Sociología de la revolución, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1933, p. 95; Bielsa, Rafael, El orden político y las garantías jurisdiccionales (separación de poderes y vigencia del derecho), Buenos Aires, Imprenta de la Universidad Nacional del Litoral, 1943, pp. 93-94; Carone Dede, Francisco, El derecho. El Estado de derecho. El derecho y la revolución. Discurso de apertura del curso académico 1953-1954, La Habana, Imprenta Universitaria, 1953, p. 42; Olba Benito, Miguel Ángel, Los derechos individuales y el régimen de facto, La Habana, Editorial Lex, 1955, p. 79; Marcuse, Herbert, Ética de la revolución, trad. de Aurelio Álvarez Remón, Madrid, Taurus, 1969, pp. 142-143; Arendt, Hannah, Sobre la revolución, trad. de Pedro Bravo, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1967, pp. 41 y 42; 125 y ss.; Sobre la violencia, cit., pp. 34 y ss.; Dunn, John, Modern Revolutions: an Introduction to the Analysis of a Political Phenomenon, New York, Cambridge University Press, 1972, p. 12; Baechler, Jean, Los fenómenos revolucionarios, trad. de Núria Vidal y Carles Reig, Barcelona, Península, 1974, pp. 50-64; Pasquino, Gianfranco, “Revolución”, en Bobbio, Norberto (dir.), Diccionario de política, v. II, 13a. ed., trad. de Raúl Crisafio, et al., México, Siglo Veintiuno Editores, 2002, pp. 1412-1414; Tilly, Charles, Las revoluciones europeas, 1492-1992, cit., p. 26; Gurr, Ted Robert, op. cit., p. 17; “The Revolution. Social-Change Nexus: Some old Theories and New Hypotheses”, Comparative Politics, vol. 5, núm. 3, Special Issue on Revolution and Social Change, april, 1973, Ph. D. Program in Political Science of the City University of New York, pp. 360-364, http://www.millersville.edu/~schaffer/courses/s2003/soc656/readings/gurrrevsoclchange.pd; Calvert, Peter, Análisis de la revolución, trad. Ángela Müller, México, Fondo de Cultura Económica, 1974, pp. 58 y ss.; Berman, Harold J., op. cit., p. 20; Johnson, Chalmers, Revolutionary Change, 2a. ed., Stanford University Press, 1982, pp. 91 y ss.; González, Joaquín Víctor, Estudio sobre la revolución, Córdoba, Tipográfica La Velocidad, 1885, pp. 20-30; Lenk, Kurt, Teorías de la revolución, trad. Jordi Brandts y Alfredo Pérez, Barcelona, Anagrama, 1978, pp. 11 y ss.; Carvajal Aravena, Patricio, “Derecho de resistencia, derecho a la revolución, desobediencia civil”, Revista de Estudios Políticos, España, nueva época, núm. 76, abril-junio de 1992, Centro de Estudios Constitucionales, pp. 95 y 96; Villoro, Luis, “Sobre el concepto de revolución”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, núm. 11, enero-abril, 1992, pp. 277-290; Martínez Meucci, Miguel Ángel, “La violencia como elemento integral del concepto de revolución”, Politeia, Caracas, núm. 39, vol. 30, Instituto de Estudios Políticos, Universidad Central de Venezuela, 2007, pp. 195-200. Criterio disidente, entre otros, puede verse en Blunstchli, M., Théorie générale de l’État, trad. de M. Armand de Riedmatten, París, Libraire Guillaumin et Cíe, 1877, pp. 254 y 255. De este autor, también: El derecho internacional codificado, trad. de José Díaz Covarrubias, México, Imprenta de José Batiza, 1871, pp. 10-12; González, Joaquín Víctor, op. cit., p. 166.

49En la fundamentación de este particular ha sido visto, con énfasis: Suñé Domènech, Rosa María, Los fundamentos éticos de la violencia revolucionaria. Una perspectiva sobre la violencia, tesis doctoral, Institut Universitari de Cultura, Departament d’Humanitats, Universitat Pompeu Fabra, 2009, pp. 65 y ss.

50Su campo semántico incluye las expresiones destrucción, contrariedad, quebranto, trastorno y violación, en todos los casos haciendo uso de la fuerza. En la acepción que ofrece la locución latina violentĭa, el Diccionario de la lengua española le atribuye el sentido relacionado a violento (Del lat. violentus) “Que está fuera de su natural estado, situación o modo/ Que obra con ímpetu y fuerza/ Que se hace bruscamente, con ímpetu e intensidad extraordinarias…”. Véase Diccionario de la lengua española, vol. X, cit., p. 1565.

51Ledrut, Raymond, “El pensamiento revolucionario y el fin de la metafísica”, Sociología y revolución (Coloquio de Cabris), trad. Carlos Castro, México, Grijalbo, 1974, pp. 19-21.

52Toynbee, Arnold, “Singularidad y repetición en la historia”, Dianoia. Anuario de Filosofía, México, año II, núm. 2, 1956, pp. 222-232.

53Zippelius, Reinhold, Teoría general del Estado, núm. 82, trad. de Héctor Fix-Fierro, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1985, p. 154; Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, 5a. ed., trad. de Roberto J. Vernengo, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1986, p. 219.

54Campbell Black, Henry, Handbook of American Constitutional Law, second ed., West Publishing, 1897, p. 12.

55Wolzendorff, Kurt, Staatsrecht und Naturrecht in der Lehre vom Widerstandrecht des Volkes gegen rechtswidrige Ausübung der Staatsgewalt (El derecho político y el derecho natural en la doctrina del derecho de resistencia del pueblo contra el ejercicio ilegítimo del poder político), Breslau, Scientia Verlag Aalen, 1916, pp. 511 y ss.; Herrfahrdt, Heinrich, Revolución y ciencia del derecho, trad. de Antonio Polo, Madrid, Revista de Derecho Privado, 1932, pp. 87 y 88.

56Arendt, Hannah, Sobre la revolución, cit., pp. 68-71.

57Cossio, Carlos, El concepto puro de revolución, Barcelona, Bosch, 1936, pp. 49 y 50.

58Foran, John, “Discourses and Social Forces: the Role of Culture and Cultural Studies in Understanding Revolutions”, en Foran, John (ed.), Theorizing Revolutions, Nueva York, Routledge, 1997, p. 219.

59En la única acepción que ofrece la locución latina de facto, el Diccionario de la lengua española le atribuye el sentido “de hecho (sin ajustarse a una norma previa)”. Véase Diccionario de la lengua española, vol. IV, p. 498.

60De acuerdo con el criterio de Friedrich, hay una versión limitada y otra ilimitada del fenómeno revolucionario. En el primero de estos casos se refiere a la esfera política y gubernamental, siendo los alcances del segundo incalculables y, por consiguiente, más extendidos. Por otra parte, reconoce que tras la Segunda Guerra Mundial, en Europa se produjeron procesos cuasrrevolucionarios, que entiende como revoluciones negativas indicadas a eliminar todo rasgo de totalitarismo, y en ese afán, constitucionalmente planificaron y limitaron toda clase de derechos, como sus ejemplos más elocuentes: Francia (1946), Italia (1947) y Alemania occidental (1949). Véase Friedrich, Carl J., Gobierno constitucional y democracia. Teoría y práctica en Europa y América, t. I, trad. de Agustín Gil Lasierra, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975, pp. 299-311. Para Lefebvre, las revoluciones pueden comprender una versión mínima (dirigida a reformar el ámbito de las relaciones sociales en la opción de brindarle mayores opciones de cohesión), y una máxima (a partir de Marx, comprendería un cambio total). Lefebvre, Henry, “¿Es revolucionaria la clase obrera?”, Sociología y revolución (Coloquio de Cabris), cit., p. 250. En otro razonamiento, y teniendo en cuenta la cuestión de las vías, Moore refiere las revoluciones burguesas (consecuencia de las transformaciones socioeconómicas que derivaron en la formación del proletariado y la burguesía, y en la conquista de sistemas democráticos, parlamentarios y capitalistas: Inglaterra y Francia); las revoluciones desde arriba (implican procesos de modernización sin cambios esenciales en las estructuras sociales, por lo tanto de corte conservador: Alemania y Japón); y las revoluciones comunistas (rebelión de estructuras básicas como el campesinado, contra las elites decadentes: Rusia y China). Véase Moore, Barrington, Jr., Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el campesino en la formación del mundo moderno, 2a. ed., trad. de Jaime Costa y Gabrielle Woith, Barcelona, Península, 1976, pp. 8 y ss. Carlos Cossio ofrece una panorámica de la clasificación formal de las revoluciones de acuerdo con el objeto al cual éstas se dirigen. En este sentido, es simple comprender que en la mayoría de los casos constituirán una concepción parcial perfectamente discutible, que en ningún caso aparece en afán de cohesionar el elemento político con el resto. Al abordar los errores en la clasificación de las revoluciones, rechazando su connotación empírica y orientando su objeto como categoría histórica en la transformación de la sociedad, las entiende de diverso grado, en general las de tipo social “a las que crean una forma de vida social cuya lógica sustituye a la lógica de los antecedentes vigente hasta ese instante”; y de éstas, tres tipos primarios de acuerdo con el grado de afectación: la revolución moral (capaz de transformar mediante los mecanismos de la reforma progresiva el sentido del comportamiento social y, en general, los fines de la vida en la comunidad. Como ejemplos históricos: el cristianismo y el Renacimiento); la revolución de derecho (según sea indicada la transformación de la conducta y la lógica de la legalidad normativa. Dentro de ésta son comprendidos cuatro subtipos: 1. En los funcionarios —denominada— revolución simple, personal o pronunciamiento; 2. En el hecho jurídico social, también concebida como revolución simple, administrativa; 3. En el modo de la conducta social o de las instituciones, entendida como revolución social de forma, institucional, al ejemplo de la revolución norteamericana, y 4. En los fines de las instituciones, una revolución social de contenido orientada a la reforma general. Ejemplos: la Revolución francesa y la Revolución fascista); y la revolución del trabajo (dirigida a la ruptura de la lógica precedente de las relaciones de producción. Ejemplos: la revolución industrial, la revolución del maquinismo). Véase Cossio, Carlos, op. cit., pp. 76-142. Casi idénticamente perfilado a partir de este estudio, aparece la obra de Ignacio González Rubio, que establece un sistema de clasificación de las revoluciones en torno a sus capacidades derivativas del hecho antecedente y consecuente de la lógica jurídica. De acuerdo con esta interpretación, las clasifica en “simples”, en forma de “pronunciamiento” y en “administrativa”, las cuales suelen agotarse con el simple hecho de su realización. En otro orden se halla la clasificación de “revolución social”, capaz de trascender el hecho de su realización mediante la subversión del orden institucional por medio de su reemplazo. Y por último, la de tipo “jurídica”, que implica una reforma total del sistema de legalidad normativa precedente, y que ha sido capaz de superar a través del hecho revolucionario. Véase González Rubio, Ignacio, La revolución como fuente de derecho, México, Porrúa, 1952, pp. 87-92; de este mismo autor: “Ensayo crítico sobre la Teoría pura del derecho. La revolución como fuente del derecho”, tesis para obtener el grado de doctor en derecho, Facultad de Derecho, México, UNAM, Librería de Manuel Porrúa, 1953, pp. 87-92. Por su parte, Poviña ofrece una clasificación de las distintas teorías revolucionarias (políticas, filosóficas, psicológicas y sociales) a partir de las cuales históricamente se han ofrecido conceptos en torno a la idea de la revolución. Véase Poviña, Alfredo, op. cit., pp. 47 y ss. Más contemporáneamente, Pasquino ha optado por subdividir en tres categorías los procesos revolucionarios: 1. Partiendo de la perspectiva de las intenciones de los insurrectos (revolución de masa o en sentido estricto cuando se pretende la modificación fundamental de las esferas política, social y económica); 2. Golpe de Estado reformista (supone un cambio limitado en las estructuras de gobierno y socioeconómica), y 3. Golpe de Estado palaciego (la insurrección sólo promueve la sustitución de los detentores del poder político, sin depender prácticamente de la movilización de masas). Véase Pasquino, Gianfranco, op. cit., p. 1413. Y por último, Skocpol —y en muy similares criterios, Goldstone— ha distinguido a partir de las relaciones que son establecidos entre causas, actores y resultados, entre revoluciones políticas (transformación de las estructuras del Estado, pero no las estructuras sociales) y revoluciones sociales (transformaciones fundamentales y rápidas en el Estado y la estructura de clases de la sociedad, propiciadas desde abajo). Véase Skocpol, Theda, op. cit., pp. 21 y ss.; Goldstone, Jack A., “Toward a Fourth Generation of Revolutionary Theory”, Annual Review of Political Science, vol. 4, junio 2001, pp. 142-144, http://www.parklandsd.org/web/paulus/files/2011/06/Goldstone-andtheoriesofrevolution.pdf.

61Lojendio, Ignacio María de, El derecho de revolución, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1941, p. 178.

62Balladore Palleri, Giogio, Diritto costituzionale, 8a. ed., Milán, Giuffrè, 1965, pp. 38-42.

63Balladore Palleri, Giogio, Dottrina dello Stato, 2a. ed., Padova, Cedam, 1964, pp. 256-265.

64Lévy-Bruhl, Henri, “Le concept juridique de révolution”, en Introduction à l’étude du droit comparé: recueil d’études en l’honneur d’Edouard Lambert, vol. 2, Sect. II, París, Sirey-LGDJ, 1938, pp. 250-253; Burdeau, Georges, Traité de science politique, t. III, 10a. ed., París, R. Pichon et R. Durand-Auzias, 1968, pp. 619 y 620; Pasquino, Gianfranco, op. cit., p. 1412; Bobbio, Norberto, Teoría general del derecho, trad. de Eduardo Rozo Acuña, Madrid, Debate, 1995, p. 263; Sánchez Viamonte, Carlos, Revolución y doctrina de facto, Buenos Aires, Claridad, 1946, p. 14; Dunn, John, op. cit., pp. 12 y 13. En el caso de Gurvitch, es una idea subyacente que puede verificarse en sus ideas sobre la diferenciación de las estructuras jurídicas como funciones de los tipos de grupos, de lo que sociológicamente se comprende la capacidad de cada uno para engendrar códigos, estructuras políticas nuevas, etcétera. Véase Gurvitch, Georges, Sociología del derecho, trad. de Ángela Romera Vera, Rosario, Argentina, Editorial Rosario, 1945, pp. 262 y ss.

65Carnelutti, Francesco, Teoria generale del diritto, 3a. ed., emendata e ampliata, Roma, Soc. Ed. del Foro Italiano, 1951, p. 97.

66Carnelutti, Francesco, op. cit., p. 205; Lévy-Bruhl, Sociología del derecho, cit., p. 41.

67Fayt, Carlos S., Derecho político, t. II, 10a. ed., Buenos Aires, Depalma, 1998, p. 119. La confusión de esta perspectiva es asumida repetidamente por este autor, a lo largo de esta misma obra. Véase p. 148.

68Arendt, Hannah, Sobre la revolución, cit., pp. 47 y 48.

69Arendt, Hannah, “Revolución y necesidad histórica”, Revista de Occidente, Madrid, año V, 2a. época, núm. 48, marzo de 1967, pp. 301 y ss.

70Carpizo, Jorge, “Constitución y revolución”, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XX, núm. 79-80, julio-diciembre de 1970, p. 1135.

71Esmein, Paul, “La place du droit dans la vie sociale”, en Scelle, Georges et al., Introduction a l´étude du droit, t. I, París, Éditions Rousseau et Cie., 1951, pp. 155 y ss.

72Agamben, Giorgio, Estado de excepción, 3a. ed., trad. de Flavia Costa e Ivana Costa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007, pp. 14 y ss.

73Schmitt, Carl, Teología política, cit., p.18.

74Ha sido esta una práctica habitual en el escenario de las relaciones internacionales que refuerza el criterio de legitimidad en el espacio del poder político. Así lo estimó Kelsen; sin embargo, tampoco es un criterio que ofrece consenso absoluto en los estudios sobre la revolución, dado el atributo de injerencia e hipocresía que también circundan este tipo de vínculos. Cfr. Kelsen, Hans, op. cit., pp. 225-228; también del mismo autor: “Fundamento de la validez del derecho”, La Justicia, México, tomo XXI, núm. 377, septiembre de 1961, p. 25; Olba Benito, Miguel Ángel, op. cit., p. 81.

75Schmill, Ulises, op. cit., p. 353.

76Ibidem, pp. 351 y 352.

77El origen de la doctrina de facto se halla en la jurisprudencia inglesa de 1431. De acuerdo con el criterio de Constantineau, doctrina de facto es “una norma o un principio de derecho que, en primer lugar, justifica el reconocimiento de la autoridad de los gobiernos establecidos o mantenidos por personas que han usurpado la autoridad soberana del Estado y se afirman por la fuerza y las armas contra el gobierno legítimo; en segundo lugar, que reconoce la existencia de entes públicos o privados corporativos, y los protege de impugnaciones colaterales, entes que, si bien organizados irregular o ilegalmente, sin embargo ejercen abiertamente bajo la apariencia de legitimidad (color of law), los poderes y funciones de entes regularmente creados; y, en tercer lugar, que confiere validez a los actos oficiales de personas que bajo la apariencia de derecho o autoridad (color of right authority) ocupan un cargo bajo los antes mencionados gobiernos o entes, o ejercen cargos de existencia legal de cualquier naturaleza...”. [Constantineau, Albert, Tratado de la doctrina de facto en relación a los funcionarios y entidades públicas basada en la jurisprudencia de Inglaterra, Estados Unidos y Canadá, con comentarios sobre los recursos legales extraordinarios referentes a la prueba del título, el cargo y la existencia corporativa de una entidad, t. I, trad. de Enrique Gil y Luis M. Baudizzone, Buenos Aires, Editorial La Palma, 1945, p. 9].

78Aristóteles, La política, 11a. ed., trad. de Patricio de Azcárate, Madrid, Espasa-Calpe, 1969, libro octavo, cap. II, p. 221.

79Bèze, Théodore de, Du droit des magistrats sur leurs subjets : traitté très nécessaire en ce temps, pour advertir de leur devoir, tant les magistrats que les subjets: publié par ceux de Magdebourg l’an MDL , maintenant reveu , augmenté de plusieurs raisons , exemples, 1579, pp. 19-23.

80Arendt, Hannah, “Revolución y necesidad histórica”, cit., p. 308.

81Malaparte, Curcio, Técnicas del golpe de Estado, trad. de Augusto Scarpitti, México, Editorial Fren, 1954, pp. 95 y ss.

82De acuerdo con este criterio, se entenderían como tipos simples de movimientos, a las revueltas, rebeliones, golpes de Estado, motines, cuartelazos, disturbios internos y otros de índole similar. Véase Carpizo, Jorge, op. cit., pp. 1150 y 1151. Sobre las manifestaciones históricas del fenómeno de las rebeliones, también puede verse Sidney, Algernon, Discourses Concerning Government, vol. 1, Published from an Original Manuscript of the Author, Edinburgh, MDCCL [1750], Sect. XXVI. Civil Tumuits and War are not Greatest Evils that Befal Nations, pp. 401-407.

83Ortega y Gasset, José, “El ocaso de las revoluciones”, El tema de nuestro tiempo, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1938, pp. 111 y 112.

84Linares Quintana, Segundo V., Tratado de la ciencia del derecho constitucional argentino y comparado. Parte especial, tomo VI Forma de gobierno, hecho y derecho de la revolución, Buenos Aires, Editorial Alfa, 1956, pp. 246 y ss.; Marcuse, Herbert, op. cit., p. 142; Orgaz, Raúl A., Sociología (teoría del grupo regulado), Córdoba, Imprenta de la Universidad de Córdoba, 1946, pp. 239 y 240; Tena Ramírez, Felipe, Derecho constitucional mexicano, 40a. ed., México, Porrúa, 2009, p. 65.

85Interesa al presente estudio lo que Díaz Doin significa como golpe de Estado y su distinción con la revolución: “…el intento realizado por personas que ocupan el poder o por el propio ejército con el propósito de cambiar por la fuerza la naturaleza de un gobierno o transformar las esencias de un régimen. Se distingue, pues, de la revolución en que se lleva a cabo desde las alturas, si bien cabe decir que… también aquellas son posibles de realizar desde el poder... Asimismo, conviene no olvidar, en muchos casos, los golpes de Estado y las revoluciones se identifican en un mismo acto o hecho histórico. Sin embargo, lo característico del golpe de Estado consiste en ser un acto insurreccional realizado por alguno de los poderes constituidos o por parte o la totalidad de las fuerzas armadas de la nación, independientemente de que el propósito del mismo sea cambiar las personas o tenga una finalidad más ambiciosa, de transformar radicalmente las instituciones” [Díaz Doin, Guillermo, ¿Revolución o golpe de Estado? Cómo reformar la Constitución, Buenos Aires, Amanecer, 1956, p. 53].

86Gemma, Scipione, “Les gouvernements de fait”, Recueil des cours part III, 1924, tome 4, París, Libraire Hachette, 1925, p. 307.

87En este sentido, Duverger ofrece el ejemplo clásico de la Comuna de París, que en 1872 validó retroactivamente los actos del estado civil producidos por la revolución. Véase Duverger, Maurice, Cours de droit constitutionnel, Quatrième ed., París, Librairie du Recueil Sirey, 1946, pp. 223 y 224.

Recibido: 12 de Marzo de 2015; Aprobado: 11 de Agosto de 2015

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