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Revista iberoamericana de educación superior

On-line version ISSN 2007-2872

Rev. iberoam. educ. super vol.9 n.24 Ciudad de México Feb. 2018

https://doi.org/10.22201/iisue.20072872e.2018.24.259 

Territorios

Universidades: mitos, modas y tendencias

Universidades: mitos, modas e tendências

Universities: myths, fashion and trends

José Ginés Mora* 

* Doctor en Economía; Institute of Education, University College London. Temas de investigación: economía de la educación superior. josegines@upvnet.upv.es


Resumen:

Las universidades, como el resto de las instituciones humanas, no han sido ni son ajenas a combinar la necesidad real de cumplir una misión socialmente deseable con un conjunto de mitos, modas y tendencias que no siempre soportan un análisis crítico, ése que los universitarios aplicamos a otros campos del saber pero que tendemos a olvidar cuando analizamos nuestra entorno más cercano. Es relevante analizar desde una posición crítica (que no es necesariamente negativa) las tendencias que dominan el panorama actual de la educación superior. Como en todos los fenómenos sociales, estas tendencias están basadas en demandas reales, pero a las que se han ido añadiendo elementos de dudosa validez que desvirtúan en muchos casos los objetivos iniciales que explican el origen de la tendencia. En este artículo se analizan algunos mitos, algunas tendencias, que en algún caso son posiblemente meras modas, y ciertos aspectos que realmente forman parte de la esencia de la universidad: servir a la sociedad formando personas preparadas para vivir y trabajar en un mundo globalizado.

Palabras clave: universidades; instituciones de educación superior; mitos de la educación superior; tendencias de la educación superior

Resumo:

As universidades, como o resto das instituições humanas, não têm sido nem são alheias a combinar a necessidade real de cumprir uma missão socialmente desejável com um conjunto de mitos, modas e tendências que nem sempre suportam uma análise crítica, essa que os universitários aplicamos a outros campos do saber, mas que tendemos a esquecer quando analisamos nosso entorno más próximo. É relevante analisar partindo de uma posição crítica (que não é necessariamente negativa) as tendências que dominam o panorama atual da educação superior. Como em todos os fenômenos sociais, estas tendências estão baseadas em demandas reais, mas que se têm ido acrescentando elementos de duvidosa validez que desvirtuam em muitos casos os objetivos iniciais que explicam a origem da tendência. Em este artigo se analisam alguns mitos, algumas tendências, que em algum caso são possivelmente meras modas, e certos aspectos que realmente formam parte da essência da universidade: servir a sociedade formando pessoas preparadas para viver e trabalhar em um mundo globalizado.

Palavras chave: universidades; instituições de educação superior; mitos da educação superior; tendências da educação superior

Abstract:

Universities, like all the other human institutions, could not remain aloof from the real necessity to combine a socially desirable mission with a whole of myths, fashion and trends that not always can withstand a critical analysis, the kind of analysis that university researchers and teachers do apply to other fields of knowledge but tend to forget when we carry out an analysis of our closest environment. It is important to analyze from a critical perspective (that is not necessarily negative) the trends that dominate the current scene of higher education. Like in all social phenomena, these trends are based on real demands, but those demands have been accompanied with elements whose validity is highly questionable and that distort in many cases the original objectives that explain what gave rise to the referred trends. This article offers an analysis of some of the myths and trends that in some cases are just passing fashion, and of other aspects which really belong to the essence of university: to serve society training persons and preparing them to live and work in a globalized world.

Key words: universities; higher education institutions; myth about higher education; trends in higher education

Introducción

Los seres humanos han ido creando todo tipo de instituciones y organizaciones sociales (desde naciones, religiones y grandes construcciones ideológicas hasta las más modestas asociaciones o gremios) en procesos históricos en los que se conjugaban, por un lado, una necesidad real, o al menos una justificación para su existencia, pero por otro, un conjunto de creencias, mitos y medias verdades que despertaban la parte emocional y menos racional del ser humano, lo que ayudaba en buena medida, primero a la construcción de esos entes, y posteriormente a su consolidación.

Las universidades no son diferentes del resto de instituciones humanas. Las instituciones de educación superior (termino que usaremos indistintamente al de universidades), no han sido ni son ajenas a esa combinación de necesidad real de cumplir una misión socialmente deseable con un conjunto de mitos, modas y tendencias que no siempre soportan un análisis crítico, ése que los universitarios aplicamos a otros campos del saber pero que tendemos a olvidar cuando analizamos nuestra entorno más cercano. Hace ya más de medio siglo Eric Ashby, un ilustre académico de Cambridge, afirmaba:

Sesudos académicos, que no decidirían sobre la forma de una hoja, sobre el origen de una palabra o sobre el autor de un manuscrito sin una concienzuda recopilación de evidencias, toman decisiones sobre las propias instituciones basándose en dudosas suposiciones, datos fragmentarios y meras intuiciones. Aunque dedicados a la búsqueda del conocimiento, los universitarios han declinado hasta hace poco buscar el conocimiento sobre ellos mismos (Ashby, 1963).

Es una tradición universitaria bien consolidada que no ha mejorado sustancialmente con el paso de los años: actuar y tomar decisiones sobre el funcionamiento de las propias universidades basándose en intuiciones y dudosas suposiciones. El mundo actual, en el que la información ciertamente es mayor y fluye rápidamente en un mundo globalizado, a las dudosas suposiciones de antaño se han unido otras no menos dudosas tendencias y modas.

Es relevante analizar desde una posición crítica (que no es necesariamente negativa) las tendencias que dominan el panorama actual de la educación superior en el mundo. Como en todos los fenómenos sociales, estas tendencias están basadas en demandas reales, pero a las que se han ido añadiendo elementos de dudosa validez que desvirtúan los objetivos iniciales que justifican el origen de la tendencia.

En este artículo se analizan algunos mitos, algunas tendencias, que en algún caso son posiblemente meras modas, y algunas otras tendencias que realmente forman parte de la esencia de la universidad: servir a la sociedad formando personas preparadas para vivir y trabajar en un mundo globalizado. Esto último no es una tendencia, es una misión permanente (siempre ha sido así) y universal (afecta a todas y cada una de las decenas de miles de instituciones de educación superior que hay en el mundo). Todas las demás tendencias o son modas, posiblemente pasajeras (los rankings, por ejemplo) o afectan a muy pocas instituciones de las miles que hay en el mundo (la relevancia que se le otorga a la investigación, por ejemplo).

Algunos mitos universitarios

Existe una creencia generalizada de que los principios que inspiran las universidades han permanecido sin cambio a lo largo de los años y forman parte de las esencias de las instituciones universitarias. Es curioso que los universitarios, muy críticos con la mayoría de los aspectos de la ciencia o de la sociedad, sean tan respetuosos con lo que se llama la cultura universitaria (Sporn, 1996). Lo curioso es que parte de esta cultura está basada en mitos. Se pueden mencionar, a modo de ejemplo, algunos elementos que forman parte de esta mitología universitaria y que demuestran hasta qué punto las falsedades o verdades parciales forman parte de la cultura universitaria.

  • Se repite con frecuencia que la universidad como su propio nombre indica tiene un carácter universal y desde el principio fue abierta y sin fronteras. Nada más lejos de la realidad. En el latín medieval universitas se empleó originariamente para designar cualquier comunidad o corporación. Cuando se usaba denotando un cuerpo dedicado a la enseñanza y a la educación requería la adicción de un complemento para redondear su significado "universitas magistrorum et scholarum”. Es decir, algo más parecido a gremio cerrado que a algo “universal”. Respecto a su carácter abierto hay también que plantearse muchas dudas. De hecho Henry II de Inglaterra prohibió a sus súbditos ir a París para lo que fundó la Universidad de Oxford. Más adelante, en plenas disputas religiosas en Europa, Felipe II de Habsburgo prohibió a sus súbditos estudiar fuera de las universidades de sus reinos. Por otro lado, las universidades inglesas (Oxford y Cambridge, las únicas hasta el siglo XIX) cerraron las puertas a los católicos, lo que explica que las antiguas universidades españolas tuvieran “colegios irlandeses” y “colegios ingleses” donde residían los estudiantes que venían forzados desde aquellas islas. En resumen, una situación de la universidad antigua menos abierta e internacionalizada de la que se suele decir.

  • Se elogia insistentemente la antigüedad y permanencia en el tiempo de nuestras universidades. Un hecho cierto, pero se olvidan dos cosas.

  • Se deja de lado que en el mundo islámico existían casi tres siglos antes instituciones similares (las madrazas de Fez o del Cairo, por ejemplo) que tenían la misma función que las primeras universidades cristianas. Algo que no es sorprendente ya que en torno al año 1000, el mundo islámico era lo más avanzado culturalmente del mundo. Por razones un tanto espurias, aunque haya algunas excepciones, nuestra cultura universitaria no reconoce generalmente este hecho.

  • También se tiende a soslayar que en sus más de 800 años de historia nuestras universidades han tenido largos periodos de letargo. La Ilustración, la Enciclopedia, las Academias, la Royal Society y, en general, los grandes movimientos culturales del XVIII que dieron pie a la ciencia y al pensamiento moderno, se hicieron casi siempre al margen de las universidades, que eran en esa época instituciones decadentes. La vitalidad intelectual no era una característica destacada de las universidades de Europa que languidecían ligadas al “ancient regime” (Perkin, 2006). Adam Smith, en el libro V de La Riqueza de las Naciones habla de la baja calidad de la enseñanza y el escaso nivel intelectual de Oxford y Cambridge en donde el principal objetivo de los estudiantes era conseguir una confortable vida futura como ministros de la Iglesia de Inglaterra. La situación en la vieja universidad de Salamanca no era más brillante. Felipe Bertrán (1703-1782), inquisidor general, en su Informe sobre los Colegios Mayores de Salamanca, relata que los colegiales se convirtieron en una auténtica casta de elegidos, que cubrían todos los cargos en las universidades y a los que el estudio terminó importando poco. Incluso cuando acababan sus estudios, solían quedarse como huéspedes disfrutando de mayores privilegios si cabe, para optar a cualquier cátedra, prebenda o puesto funcionarial. Ciertamente, las universidades tienen muchos años de historia pero su historia no siempre fue ejemplar.

  • Un tercer mito es la afirmación de que la investigación es parte sustancial de la universidad y que sin ella una institución no merece ese nombre. Esto es falso desde un punto de vista histórico, pero también lo es desde el punto de vista de la realidad actual. La investigación no estuvo institucionalizada en la universidad hasta el siglo XIX con la revolución humboltdiana. Algunos ilustres científicos (Newton o Adam Smith, por ejemplo) fueron profesores universitarios pero su investigaciones eran personales, en algunos casos alejadas de su docencia universitaria. Adam Smith, padre de la ciencia económica, fue profesor de Literatura. Una universidad de tan alto nivel científico en la actualidad como la Universidad de Cambridge creo su primer laboratorio de física, el Cavendish Laboratory, en 1871, hace menos de siglo y medio.

  • Por otro lado, hay en la actualidad decenas de miles de instituciones de educación superior en el mundo, con el nombre de universidad o sin él, pero realizando funciones de formación similares. De ellas sólo unas pocas desarrollan sistemáticamente investigación. Un caso paradigmático son los Estados Unidos, en donde hay más de 3 000 instituciones pero sólo una décima parte, aproximadamente, tienen la consideración de “research university”.

Se podrían citar más ejemplos de mitos universitarios, pero estos tres bastan para mostrar como la tradición universitaria, admitida por la mayoría de los universitarios casi como dogma, no soporta un análisis riguroso.

Estos mitos, de alguna manera consolidados, nos dan pie a analizar con espíritu crítico las tendencias actuales de la educación superior. Unas son tendencias que posiblemente permanecerán, otras son simples modas que se desvanecerán como los mitos que hemos mencionado.

La búsqueda de la calidad

Intentar definir la calidad es un ejercicio intelectual complicado, pero si se considera la educación superior como un servicio público resulta posible definirla. Desde este punto de vista, un sistema universitario, como el resto de los servicios públicos, es de calidad cuando cumple dos requisitos: es eficaz y es equitativo. En otras palabras, cuando el sistema alcanza mayoritariamente los objetivos que se había propuesto y cuando se benefician equitativamente todos los individuos y grupos sociales. Y no olvidemos que el principal objetivo de la educación superior es educar ciudadanos, por tanto su calidad va directamente unida a la calidad de la formación.

La calidad de las universidades se ha dado históricamente por supuesta, pero no es hasta hace aproximadamente un cuarto de siglo cuando se inició una tendencia importante, la que podríamos llamar preocupación por la calidad de la educación superior. Este interés por la calidad ha adoptado diversas formas: evaluación de la calidad, acreditación de instituciones o programas, auditorías de calidad, etcétera. Los procesos de garantía de la calidad se han extendido por todos los sistemas universitarios; se han creado agencias nacionales de calidad en todos los países y redes internacionales de agencias. Se puede hablar de un auténtico movimiento internacional por la calidad que ocupa a miles de personas. Posiblemente en el año 1990 solo había en España una persona trabajando sobre la evaluación de la calidad universitaria: quien esto escribe, que elaboraba por aquel entonces el primer libro sobre el tema publicado en España (Mora, 1991). Hoy en día, entre agencias de calidad y servicios de calidad de las universidades, no hay menos de 500 personas dedicadas a tiempo completo en España, por no mencionar los miles de personas que se involucran de algún modo cada año en estos procesos. Se ha creado una verdadera empresa sin duda exitosa pero a la vez bastante costosa.

La pregunta que hay que hacerse es esta: ¿Ha servido este crecimiento exponencial de recursos para algo? No hay duda de que la respuesta ha de ser positiva: ciertamente ha servido para algo. Sin embargo, si nos preguntásemos por la eficacia y eficiencia de los enormes esfuerzos y recursos dedicados tendríamos muchas más dudas. Cuestiones como ¿estamos haciendo lo correcto?, ¿sabemos a dónde vamos?, ¿están claros los objetivos de la garantía de la calidad?, ¿se emplean los recursos estratégicamente para mejorar la calidad?, tienen respuestas muy discutibles. Tal vez habría que preguntarse si hemos generado un sistema insaciable y auto-complacido de garantía de calidad. ¿No sería el momento de replantearse los objetivos estratégicos de la garantía de la calidad, abandonar lo que no sirve o es poco productivo y dedicarse a lo esencial y eficaz?

Siguiendo con preguntas auto-reflexivas: ¿Se acompaña la evaluación de otros incentivos a la calidad? Los modelos de gobierno y de gestión de las universidades, ¿permiten desarrollar la calidad? La estructura del profesorado, ¿es la adecuada para unas universidades de calidad? La financiación, ¿es la adecuada para unas universidades de calidad? Los mecanismos de financiación, ¿crean los incentivos para la mejora? O, por el contrario, ¿sólo se evalúa la calidad porque es lo “políticamente menos comprometido”? El hecho es que las universidades suelen tomar atajos para intentar superar las barreras estructurales al cambio (Mora y Villarreal, 2001) y tal vez el “movimiento por la calidad” haya sido en algún caso uno de esos atajos.

Sin embargo, a pesar de las dudas sobre la existencia de una estrategia real en búsqueda de la calidad, la garantía de la calidad es una necesidad inevitable. Hay que justificar ante los ciudadanos que lo que se ofrece en las universidades merece la pena. Hay también razones que nacen de un cambio de contexto: la globalización de los mercados laborales y universitarios. Quien no garantice la calidad en un sistema universitario global está destruyendo el futuro de su sistema.

Por último, ¿cuál es la función de cada uno en este asunto? La responsabilidad primaria sobre la calidad está en las propias universidades. Ellas son las que deben tomar la completa responsabilidad por ser de calidad. Las agencias solo deben garantizar a los ciudadanos que la calidad de las universidades es razonable. Por su parte, la función primaria de los gobiernos es mantener agencias independientes y fiables que cumplan su misión con autonomía, pero también tienen la potestad de diseñar políticas globales de calidad y políticas que permitan desarrollar la calidad. Dejemos que cada uno cumpla sus deberes y dejemos de inmiscuirnos en lo que no nos compete (Mora, 2007).

La búsqueda de la transparencia

Las personas dedicadas a la gestión de las universidades, los políticos responsables del funcionamiento del sistema de educación superior, los académicos que analizan el sistema universitario son conscientes de la falta de información rigurosa sobre los insumos, los procesos y, muy especialmente, sobre los resultados y sobre el impacto de las universidades. Los estudiantes y sus familias así como los empleadores son los principales perjudicados por esta falta de información. Esta situación ha sido una deficiencia generalizada de los sistemas universitarios. Resolver esta situación sólo es posible aumentando la transparencia sobre lo que hacen y sobre lo que producen las universidades. Esto se ha convertido en una demanda creciente de la sociedad que algunos están intentando resolver mediante los rankings. Justamente el “éxito” de estos rankings se explica por la necesidad que tratan de cubrir. El problema es que éstos, aparte de sus múltiples errores metodológicos, solo se centran fundamentalmente en la producción investigadora académica de la universidad, algo que no interesa a los estudiantes y casi nada a los empresarios. De hecho sólo interesan a los académicos, más especialmente a los dirigentes de las universidades, y mucho más a los de aquellas universidades con vocación más mercantil que gracias a las buenas posiciones en los rankings pueden subir desmesuradamente los precios de los distintos servicios que ofrecen.

Es remarcable que la estrategia de los rankings, a pesar de sus objetivos dudosos, haya sido tan bien acogida por la opinión pública y por los dirigentes universitarios que se han sometido a ella sin más cuestionamientos. Incrementar la producción investigadora meramente académica de las universidades se ha convertido en el objetivo prioritario de los dirigentes del sistema universitario. El gran objetivo de mejorar la calidad de las universidades, especialmente el de la enseñanza que ofertan, que es, por cierto, su primera y principal misión, ha quedado postergado por la búsqueda de la “excelencia” investigadora que parece tener como objetivo principal subir algunos escalones en los rankings.

La obsesión mundial por los rankings está teniendo también efectos desastrosos. Un ranking, el de Shanghai, que tenía como único objetivo medir la productividad investigadora de las universidades, se ha convertido en un criterio casi exclusivo de calidad y prestigio, como si la calidad de la enseñanza o el servicio a la sociedad no tuvieran importancia. Otros rankings, además de la productividad investigadora, incluyen valoraciones subjetivas sobre la calidad, valoraciones en gran medida basadas en el prestigio investigador realizadas mayoritariamente por pares de las propias instituciones prestigiosas. El interés global por la transparencia y la información es menos noble de lo que parece: como consecuencia de estos rankings miles de estudiantes internacionales pagan altas tasas por estar en esas universidades prestigiosas pensando que van a recibir mejor educación, algo que no está considerado en esos rankings. Curiosamente, el único mecanismo (el U-Multirank) que pretende dar información razonable y amplia sobre las universidades, apenas tiene repercusión, ni mediática ni entre los líderes políticos o universitarios.

¿Cuáles son los efectos perversos de este estado de cosas? En primer lugar, una vez más la enseñanza es la gran perdedora. La principal misión de la universidad, desde cualquier punto de vista, es la formación de graduados capaces de fomentar y sostener sociedades democráticas, con valores éticos y con una economía próspera y sostenible. Pues bien, este fin esencial está siendo relegado por la obsesión con la productividad investigadora.

Pero hay más. La propia investigación que se pretende fomentar resulta seriamente dañada. De alguna manera el investigar ha pasado a segundo término, lo importante no es descubrir, es publicar. Cuando un grupo de investigación se reúne no se discute sobre las cuestiones que se quieren resolver, lo importante es dónde y cómo se va a publicar, y cuál es el impacto de la revista. La investigación no es un objetivo, el objetivo es solamente la lectura de una tesis o la publicación en una revista con “impacto”. Para eso hay que escribir artículos estandarizados, preferiblemente con algún modelo matemático complejo que sea aceptado por revistas con “caché”. Qué problema de la humanidad resuelven estos artículos o qué aportan al conocimiento es secundario.

La obsesión mundial por los rankings y los impactos están conduciendo a fenómenos curiosos. Como consecuencia de un juego cruzado de citas, una modesta revista de una modesta facultad de Economía de un pequeño país de Europa del Este ha alcanzado en pocos años un índice de impacto superior al American Economic Review. Otra argucia son las publicaciones compartidas por un número de autores que superan lo imaginable. Ante esta situación escandalosa, uno de los más famosos rankings ha introducido un límite en su última edición: no considera artículos con más de mil autores. Parece una cifra inverosímil, pero con esta medida alguna universidad bajó varios cientos de posiciones en ese ranking.

Ciertamente todos publicamos en grupos cada vez más numerosos. El trabajo en equipo está muy bien, pero este súbito amor por el trabajo colectivo suena a posiciones estratégicas para hinchar el curriculum personal. Todo sea por el índice H de cada uno. El valor real de la producción científica, su utilidad intelectual, social o económica apenas cuentan.

Esperemos que estos años de frenesí cuantificador-simplista pasen pronto y la universidad vuelva a la calma, a la reflexión relajada y al pensamiento innovador y crítico que necesitan los procesos de aprendizaje y de producción científica (Mora, 2016).

La internacionalización de las universidades

La influencia de la globalización en la educación superior es evidente en muchos sentidos. El mercado laboral de los graduados universitarios se está convirtiendo en global en un doble sentido: no sólo los graduados trabajan con creciente frecuencia en otros países, sino que trabajan en empresas multinacionales cuyos métodos de trabajo, organización y actividades tienen carácter global. La globalización de los mercados de trabajo y, por tanto, de las competencias necesarias para el empleo, afecta a la forma de funcionar de las universidades. Es necesario dar respuestas a las nuevas necesidades educativas que ya no son las específicas del entorno cercano. Curiosamente, como una investigación europea muestra, las competencias requeridas por los empleadores en diferentes países europeos son muy similares, pero las competencias adquiridas de los graduados son todavía específicas de cada país (García-Montalvo et al., 2007). Lo que demuestra una insuficiente atención de las universidades a las demandas de un mundo globalizado.

La necesidad de preparar a los jóvenes para este mundo globalizado ha hecho surgir una tendencia relativamente nueva en las universidades: la internacionalización. Es posiblemente la tendencia con más éxito en los últimos años. Pero analicemos con más detalle lo que está sucediendo.

Hay pruebas empíricas de los beneficios de una formación internacionalizada. Los jóvenes que han tenido estadías en otros países de al menos un semestre han mejorado sus competencias lingüísticas, obviamente, pero también todas las relacionadas con la capacidad de comunicación, de desenvolvimiento personal y en general las competencias sociales. Sus salarios cuando ya trabajan también son algo mayores (Carot et al., 2006). No hay duda que la internacionalización es buena para la formación de los graduados y hay que darle todo el apoyo que sea necesario. Sin embrago la actual situación tiene dos problemas graves. Uno que afecta a los individuos y otro a las instituciones.

Uno de los más importantes mecanismos para la internacionalización es la movilidad de estudiantes. El problema es que tiene escasa equidad. En la gran mayoría de los casos sólo tienen acceso a una estancia internacional los estudiantes con más recursos. Existen programas de ayudas, como por ejemplo el ERASMUS de la Unión Europea, pero aun con estos programas existe un claro sesgo hacia los jóvenes de familias con más recursos (EC Report, 2006). De alguna manera la internacionalización está actuando como reproductor de clases. En este caso, entre una clase que se beneficia de la globalización y otra a la que no le llegan las ventajas.

El otro problema viene del lado de las instituciones. La internacionalización tiene muchas facetas pero un único objetivo en el caso de los estudiantes: mejorar su formación. Eso se puede conseguir enviando a los propios estudiantes fuera, atrayendo estudiantes de fuera para crear un clima internacional en la propia universidad o simplemente internacionalizando los programas de modo que los estudiantes adquieran en la medida de lo posible una visión internacional en cada una de sus actividades. Sin embargo, esto sólo parece ser un hecho en algunas instituciones “intermedias” que tienen capacidad para enviar y recibir estudiantes. Muchas de las llamadas universidades prestigiosas ven la internacionalización fundamentalmente como una mera fuente de ingresos adicionales y de prestigio. Simultáneamente se ha incluido un indicador de número de estudiantes internacionales en algunos de los rankings al uso. En el caso de algunas universidades y de algunos países, esta fuente de financiación tiene relevancia incluso en el PIB nacional. El Reino Unido con más de 400 mil estudiantes extranjeros que pagan, entre aranceles universitarios y gastos para vivir, sumas importante (podríamos estimar muy groseramente que podría estar en torno a 20 mil dólares anuales por estudiante) es un buen ejemplo de como la internacionalización se ha convertido en una cuestión de importancia económica para las instituciones e incluso para el propio país.

Ciertamente la internacionalización de las universidades es clave para una buena formación de los graduados, pero hay que ver con preocupación que sólo alcance a unos pocos y, con tanta o más preocupación, que se esté convirtiendo en una forma de mercantilización de los sistemas de educación superior por encima de lo que es razonable y positivo a largo plazo para el futuro de las propias instituciones.

La universidad conectada con su entorno

Los sistemas de educación superior tienen la responsabilidad de ser motores de cambio en la sociedad del conocimiento. Esta responsabilidad se manifiesta de diversas maneras: emprendimiento, cooperación con el desarrollo regional, relaciones universidad-empresa, tercera misión de las universidades, etcétera, denominaciones no exactamente coincidentes pero que recogen una tendencia global en las instituciones de educación superior, que tienen todas en común la apertura a la sociedad y a sus necesidades económicas y sociales.

Esta actitud no es nueva. Las primeras universidades surgieron de forma un tanto espontánea empujadas por las necesidades sociales del momento. Desde la Edad Media, las universidades han facilitado el aprendizaje a los estudiantes mediante la enseñanza, primera misión de las universidades. Desde estos inicios, los responsables de dichas comunidades académicas se han dedicado al estudio. Con la aparición del método científico, a este componente de su trabajo se le paso a denominar genéricamente investigación, lo que constituye una segunda misión. Con muchos matices y formas, y con muchas excepciones notables, ha habido una tendencia general en las universidades y en su personal académico, ocupados con lo que ellos perciben como la noble consecución de la enseñanza y la investigación, a verse a sí mismos separados en cierto modo de las sociedades que los acogen, la llamada torre de marfil; una postura que difiere mucho de las intenciones de sus fundadores.

En el fondo, la tercera misión, la universidad emprendedora, la universidad relacionada con su entorno, es un movimiento generalizado que pretende restablecer la prioridad de los objetivos sociales que en su origen tuvieron las universidades. Un enfoque que en absoluto supone una misión aparte, sino más bien una forma de aplicar, o un modo de pensar para conseguir las dos primeras (E3M, 2012)

El concepto de universidad emprendedora fue inicialmente utilizado por Clark (1998) en su libro Creating entrepreneurial universities. Entre las actitudes emprendedoras en la universidad se encuentran conductas variadas como la innovación en la docencia y la investigación, la captación de fuentes de financiación diversas, la promoción de relaciones con organismos regionales, nacionales o internacionales, la adopción de estrategias orientadas al mercado, el fomento de la colaboración con la industria, entre otras actividades que implican, en cierto sentido, una capacidad de asumir riesgos (Clark, 2004). Por eso son esenciales la autonomía, el autogobierno, la capacidad de las universidades de seguir una estrategia innovadora que esté definida por la propia institución (Shattock, 2005).

Cada vez con más frecuencia, las universidades están respondiendo a las demandas económicas y sociales y, como consecuencia, están transformando sus estructuras para poder ser más flexibles y rápidas al dar respuesta a estas demandas. ¿Qué ocurre cuando las instituciones no son emprendedoras porque el marco legal es restrictivo, las condiciones externas no son favorables o, simplemente, porque la cultura tradicional académica no favorece el emprendimiento? En estos casos, hay dos tipos de respuestas (Mora y Vieira, 2009):

  • Emprendimiento a través de satélites. Las universidades tradicionales, con marcos legales desfavorables para el emprendimiento pero con un gran potencial, debido tanto a su enfoque específico como a su capacidad investigadora, pueden adoptar la solución de crear satélites emprendedores en torno a la universidad.

  • Emprendimiento a través de individuos. En algunas universidades no emprendedoras se realizan actividades emprendedoras debido a la visión de individuos aislados. Esta conducta es favorecida por la institución que otorga a estos individuos cierto nivel de libertad para que puedan realizar estas actividades.

Desarrollar la tercera misión de las universidades es devolver a las instituciones su objetivo inicial: servir a la sociedad. Es simplemente restituir una función que había quedado marginada. La apertura a la sociedad no es de hecho una tendencia nueva, es una recuperación de un principio muy antiguo de las universidades. Es curioso que algunos ven esta tendencia como una cierta degradación del espíritu universitario, fundamentalmente académico. Este acercamiento a la sociedad, este salir de la torre de marfil, nada tiene que ver con corrientes ideológicas neoliberales o equivalentes.

Es cierto que algunas instituciones pueden haber convertido el espíritu de servicio en un cierto servilismo comercial a cambio de beneficios económicos inmediatos, pero esto no quita valor a una tendencia firme de las universidades en todo el mundo. No hay duda que la tendencia a estrechar las relaciones de las universidades con su entorno es una tendencia con futuro. Si no lo fuera, posiblemente sería el fin de las universidades.

En este sentido, las universidades latinoamericanas han sido en muchos casos ejemplares, desarrollando actividades encomiables, sobre todo en el campo social, como ha puesto de manifiesto un estudio reciente (Vieira et al., 2014; Mora et al., 2016).

Una misión permanente: la formación de personas

Se pueden tener visiones más o menos románticas de los orígenes de las universidades, pero lo cierto es que éstas sirvieron desde la Edad Media como instrumentos para formar a los profesionales de la época (fundamentalmente, clérigos para la Iglesia y funcionarios al servicio de monarcas y nobles) en las competencias que necesitaban para llevar a cargo sus funciones. Ésta era la verdadera razón para la creación de las universidades, como se puede apreciar en la Real Cédula de fundación de la Universidad de San Marco de Lima que en 1551 emitió el emperador Carlos V: “…hazer Estudio General el qual sería muy provechoso en aquella tierra: porque los hijos de los Vecinos de ella, serían doctrinados, y enseñados, y cobrarían abilidad”. No se puede ser más explícito: proporcionar competencias (“doctrina” y “abilidad”) a los ciudadanos de aquellas tierras fue la motivación para crear la universidad decana de América y, más o menos explícito, ése ha sido desde el objetivo para crear universidades desde los primeros tiempos (Mora, 2012).

A principios del siglo XIX tuvo lugar el gran cambio de la universidad medieval por la universidad moderna. Este cambio es consecuencia de dos hechos. En primer lugar, la aparición de un nuevo modelo de organización social: el Estado-nación liberal. En segundo lugar, la transformación de la estructura económica de los países con la industrialización. La universidad medieval que había proporcionado adecuadamente las competencias demandadas por las dos grandes “empresas” de la época (la Iglesia y la Corona) se había quedado obsoleta ante el fenómeno del surgimiento de los estados nacionales y de la era industrial. Ambos sistemas necesitaban nuevos profesionales y las universidades se aprestaron a proporcionárselos.

El modelo profesionalizante de la educación superior que se genera en aquellos momentos estaba concebido para dar respuesta a las necesidades de un mercado laboral caracterizado por: a) profesiones bien definidas, escasamente intercomunicadas, con competencias profesionales claras y, en muchos casos, hasta legalmente fijadas. La escasa intercomunicación que las profesiones tenían entre ellas hace que las competencias requeridas fueran siempre específicas y relacionadas con una aspecto concreto del mundo laboral, y b) profesiones estables, cuyas exigencias de competencias profesionales apenas cambiaban a lo largo de la vida profesional.

El sistema de educación superior, y de alguna manera del conjunto del sistema educativo, daban respuesta a estas necesidades específicas del mercado laboral. La palabra “licenciado”, de tanto arraigo en nuestros sistemas universitarios, representa bien ese sentido que se le ha dado a la universidad como otorgadora de licencias para ejercer las profesiones. Lógicamente, si se trataba de formar profesiones, que además iban a ser estables durante mucho tiempo, las universidades formaban enseñando el estado del arte en cada profesión. Todos los conocimientos que podían ser necesarios para ejercer la profesión debían de ser inculcados a los jóvenes estudiantes. La hipótesis era que todo lo que no se aprendía en la universidad ya no se iba a aprender posteriormente. Los profesores, actores principales del proceso educativo, debían de tratar que los estudiantes aprendieran el máximo de conocimientos específicos que iban a ser necesarios en la vida laboral pero, sobre todo, los profesores debían garantizar que ningún estudiante que obtuviera el título académico (que también era profesional) careciera de esos conocimientos imprescindibles para el ejercicio de la profesión. La universidad y el profesor eran garantes de que los graduados tuviesen las competencias profesionales necesarias.

Los pilares que dieron lugar a los cambios de paradigma universitario a principios del siglo XIX (Estado-nación y era industrial) están desmoronándose y están siendo sustituidos lenta pero inexorablemente por un nuevo contexto. La sociedad nacional se ve gradualmente sustituida por la sociedad global y la era industrial por la era del conocimiento, y como síntesis de globalización y conocimiento instantáneo, internet y todos los nuevos mecanismos de información que lleva aparejados. Si los dos pilares que dieron lugar a la universidad moderna (en aquel caso, como renovación de la medieval) se desmoronan, habrá que ir pensando que quizá el modelo de universidad, y su modelo de formación, haya que cambiarlo, so pena de que las mismas universidades acaben desmoronándose como ya paso en la época de la Ilustración. Cambiar el modelo es esencialmente, en lo que al aprendizaje se refiere, cambiar el tipo de competencias que se trasmiten a los estudiantes. Pero cambiar las competencias que se aprenden en la universidad exige aplicar cambios, posiblemente drásticos, en los modelos de enseñanza y aprendizaje porque resulta evidente que los métodos tradicionales de profesores impartiendo “doctrina” no son útiles para desarrollar la mayoría de las competencias innovadoras que la sociedad actual necesita.

Los modelos pedagógicos tradicionales en los que un profesor trata de enseñar el estado del arte de una profesión no sirven ya. Hay que crear un entorno de aprendizaje continuo alrededor de los estudiantes que les capacite para seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida y permanecer receptivos a todos los cambios conceptuales, científicos y tecnológicos que vayan apareciendo durante su vida activa. Hay que pasar de un modelo basado en la acumulación de conocimientos a otro modelo basado en una actitud permanente y activa hacia el aprendizaje. La función del profesor será la de dirigir y entrenar al estudiante en ese proceso de aprendizaje.

En el modelo pedagógico de la universidad tradicional, los conocimientos, y especialmente los teóricos, son el objetivo principal del modelo formativo. Sin embargo, todo indica que las necesidades del nuevo contexto de la educación superior exigen formar a los individuos en un conjunto amplio de competencias que incluyan los conocimientos pero también las habilidades y las actitudes que son requeridas en el puesto de trabajo. Las competencias, entendidas como aquellos talentos, destrezas, capacidades, actitudes y valores de los graduados que contribuyen a elevar la productividad, pueden ser el elemento esencial en la senda hacia el crecimiento económico sostenible y el desarrollo en un entorno económico crecientemente globalizado. El progreso tecnológico, además, acelera los sesgos alcistas en la demanda de competencias, con transformaciones que incluyen incrementos tanto en la demanda como en la oferta de trabajadores más y mejor formados, la elevación general de los rendimientos educativos, y la introducción de tecnologías que benefician relativamente más a los individuos con mayor nivel de competencias.

Esto se comprueba en estudios que demuestran que la compensación monetaria de los trabajos depende más de las competencias relacionadas con la capacidad del individuo en manejar una situación compleja, con la habilidad de ejercer el liderazgo y de involucrarse personalmente, que de tener conocimientos teóricos y metodológicos específicos para el trabajo a desempeñar. Las actitudes hacia el trabajo, en lugar del conocimiento, aparecen como las características mejor recompensadas monetariamente en el mercado laboral de los jóvenes graduados en Europa (García-Montalvo et al., 2007).

¿Cómo puede la universidad mejorar las competencias de los graduados de modo que tengan un desarrollo personal y una vida laboral más adecuada? La respuesta, en principio, es obvia: transformando los modos de enseñanza y aprendizaje de modo que estos sirvan para incrementar las competencias que necesitan los graduados. El segundo paso, saber qué es más efectivo para conseguir ese fin, es ya algo más complejo.

La formación en competencias es el resultado de un conjunto de elementos que actúan simultáneamente. Evidentemente las condiciones personales y familiares, los estudios elegidos, el contexto y, desde luego, los modos básico de enseñanza y aprendizaje utilizados en la carrera que el graduado estudió.

Investigaciones recientes no dejan lugar a dudas sobre la validez de los distintos modos de enseñanza. El profesor como fuente principal de información no produce ninguna mejora en las competencias de los graduados y tampoco lo hace la metodología de exámenes tipo test tan caros en algunas carreras. La asistencia a clase o los trabajos escritos tienen también muy poca influencia, así como hacer el hincapié en teorías, conceptos y paradigmas. Los procedimientos favoritos de tantas universidades parecen tener un efecto muy escaso en la mejora de las competencias de los graduados. Por otro lado, hay métodos de enseñanza que influyen muy positivamente en la mejora de las competencias. La metodología de resolución de problemas, involucrar a los estudiantes en proyectos de investigación, desarrollar conocimientos prácticos y metodológicos y las presentaciones orales son modos muy positivos para incrementar la mayoría de las competencias. No hay duda sobre las conclusiones: mejorar la formación de las universidades significa esencialmente cambiar radicalmente los modos de enseñanza al uso (Dávila et al., 2010).

Conclusiones

Un notable académico británico, Ron Barnett, afirmaba en unos de sus libros: “La universidad occidental está acabada. Pero una nueva universidad puede surgir de ella. Tenemos que dejar de lado nociones de la universidad que nos son familiares e incluso muy queridas a fin de que podamos avanzar y desarrollar una nueva idea de universidad" (Barnett, 2000).

Este es, sin duda al reto que nos enfrentamos. Si repasamos la historia de las universidades observamos que no es la primera vez que sucede. La universidad moderna que surge en el siglo XIX respondió a unos cambios profundos de contexto (era industrial y estados nacionales). Los profundos cambios de contexto actuales (era de la información y globalización) exigen también cambios radicales en las universidades.

El modelo de la “universidad moderna”, a pesar de su indudable éxito, está obsoleto y hay que crear uno nuevo. Para ello, como decía Barnett, hay que renunciar a muchas ideas que nos parecen consustanciales al concepto de universidad pero que de hecho no lo son. Pero tan importante como eso es no introducir elementos, frutos de modas pasajeras y de intereses espurios, que pueden ser nefastos para la nueva universidad que queremos construir.

El secreto para no errar en la construcción del futuro no es excesivamente complicado: bastaría con actuar siempre con honestidad al servicio de la sociedad y, en especial, de los estudiantes.

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Cómo citar este artículo: Mora, José-Ginés (2018), “Universidades: mitos, modas y tendencias”, en Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), México, UNAM-IISUE/Universia, vol. IX, núm. 24, pp. 3-16, 10.22201/iisue.20072872e.2018.24.3358 [consulta: fecha de última consulta].

Recibido: 15 de Marzo de 2017; Aprobado: 14 de Septiembre de 2017

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