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Revista iberoamericana de educación superior

versión On-line ISSN 2007-2872

Rev. iberoam. educ. super vol.1 no.2 Ciudad de México may. 2010

 

Genealogías

 

San Carlos de Guatemala. Universidad pública o universidad conventual

 

San Carlos de Guatemala. Universidade pública ou universidade conventual

 

San Carlos de Guatemala: Public university or convent university

 

Leticia Pérez-Puente*

 

* Doctora en Historia, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Investigadora titular del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), UNAM. Temas de investigación: historia de las instituciones educativas en Hispanoamérica e historia política de la Iglesia, siglos XVI y XVII. Dirección electrónica: lpp@unam.mx.

 

Recepción: 16/07/2010.
Aprobación: 13/09/2010.

 

Resumen

El artículo tiene por objetivo reflexionar sobre las circunstancias en que se inscribió la solicitud que hiciera el obispo Enríquez de Rivera para la fundación de la Universidad de San Carlos de Guatemala y mostrar las diferencias que, a consideración de aquél prelado, existían entre las universidades reales, llamadas también públicas, y las conventuales. Finalmente, el trabajo propone que la creación de la Universidad de San Carlos, así como la desaparición de las universidades conventuales en América, se debieron a las transformaciones que a finales del siglo XVII sufrió la organización eclesiástica indiana, debido al creciente secularismo y al auge que entonces alcanzaron las catedrales americanas.

Palabras clave: historia de las universidades, educación superior, Guatemala.

 

Resumo

O artigo tem por objeto refletir sobre as circunstâncias nas quais se inscreve a solicitação feita pelo bispo Enríquez de Rivera para a fundação da Universidade de San Carlos de Guatemala, e mostrar as diferenças que, a consideração daquele prelado, existiam entre as universidades reais, chamadas também públicas, e as conventuais. Finalmente, o trabalho propõe que a criação da Universidade de San Carlos, assim como o desaparecimento das universidades conventuais na América, deveu-se às transformações que a finais do século XVII sofreu a organização eclesiástica, devido ao crescente secularismo e ao auge que então alcançaram as catedrais americanas.

Palavras chave: história das universidades, educação superior, Guatemala.

 

Abstract

The aim of this article is to reflect on the circumstances surrounding the request made by Bishop Enríquez de Rivera to found the University of San Carlos of Guatemala and to show the differences that, in his opinion, existed between royal, also known as public, universities and convent universities. The article goes on to suggest that the creation of the University of San Carlos and the disappearance of convent universities in the Americas were due to the changes during the last decades of the XVII century that the ecclesiastical organization in the Indies underwent as a result of increasing secularism and the rise of cathedrals in the Americas.

Key words: history of universities, higher education, Guatemala.

 

La Universidad Nacional de México surgió, como se sabe, en 1910, después de más de 30 años de debates entre partidarios y enemigos de su creación. Se trató de una institución de nuevo cuño, con una organización y unas finalidades académicas inéditas. No obstante, su nacimiento se vio retrasado, en buena medida porque la mala fama de la universidad colonial seguía viva, y pocos eran quienes querían que ésta volviese a surgir. Algo similar sucedió con la Real Universidad de San Carlos de Guatemala, que tras la Independencia vivió una compleja historia que la transformó profundamente hasta ser suprimida oficialmente en 1875, para dar paso a una nueva institución que siguió también complejos y largos caminos, que dieron origen a la actual universidad (González, 1997). Muy distinta de su antecedente colonial, la actual Universidad de San Carlos surgió en noviembre de 1944, cuando la Junta Revolucionaria de Gobierno le otorgó su autonomía y reconoció su carácter nacional.

Ante ello, cabe pues preguntase qué tan distintas eran las universidades del antiguo régimen respecto de las que ahora conocemos, qué finalidad tenían los antiguos establecimientos coloniales, a qué aspiraban quienes cursaban en sus aulas, en fin, para qué erigir y para qué graduarse en una universidad pública de la Hispanoamérica colonial.

Las respuestas a esas interrogantes son necesariamente diversas, pues involucraron los anhelos de individuos, grupos sociales e instituciones, que si bien unas veces coincidieron, en muchas otras discreparon.1 De esa confluencia, así como del choque de intereses, da constancia el importante número de universidades que se ordenó crear durante los siglos XVI y XVII. Si tomamos en cuenta que se trataba de instituciones donde no tuvo cabida en un principio la población indígena y fueron establecidas en ciudades apenas nacientes, no puede dejar de sorprender su ubicación y su temporalidad. En la pequeña isla de Santo Domingo, se ordenó crear dos —la primera en 1538 y la segunda en 1558—; antes, en 1551, se habían establecido ya las de Lima y México. Luego, en 1580 se crearon tres más, todas en Santa Fe de Bogotá. Para 1619 había dos en Quito, dos en Chile, dos más en Cuzco y una en Córdoba, Argentina. En 1624 otra abrió sus puertas en Charcas, Bolivia. Finalmente, en 1676 se dictó la cédula de fundación de la Universidad de San Carlos de Guatemala y luego, ya en el siglo XVIII, otras más se crearon en La Habana, Guadalajara, Chile y Quito.

La geografía de las universidades americanas advierte una cierta racionalidad, como lo ha mostrado Enrique González.2 En la mayoría de los casos se trataba de ciudades, social, económica y administrativamente importantes; sedes de una real Audiencia y cabeceras episcopales, donde se ubicaban también los grandes conventos de las órdenes religiosas —franciscanos, dominicos y agustinos, posteriormente llegarían los jesuitas. Si bien su ubicación las asemeja, esas universidades fueron de muy diverso carácter y tuvieron un desarrollo particular. Algunas sufrieron modificaciones radicales, tuvieron vidas muy breves o desaparecieron antes de la Independencia, otras más, si bien recibieron cédulas o bulas para su creación, nunca abrieron sus puertas, o hubieron de esperar largos años para ello y, finalmente, no faltaron aquellas donde, al parecer, se otorgaban grados sin tener facultad para ello.

Ahora bien, el carácter real que distinguió a las universidades creadas en el siglo XVI —México, Lima y Santo Domingo—, ha llevado a la historiografía a marcar una primera oleada fundacional, la cual se vio interrumpida por más de un siglo. Durante ese tiempo la Corona optó por una solución menos gravosa para su hacienda; esto es, facultar a los estudios de las órdenes religiosas de Santo Domingo, San Agustín y la Compañía de Jesús para otorgar grados, por lo cual se adjudicaron a sí mismos el título de universidades. Posteriormente, el momento en el que surge la Real Universidad de San Carlos de Guatemala (1676) se ubica dentro de un periodo señalado por un marcado acento secularizador y regalista en las fundaciones, el cual va de las últimas décadas del siglo XVII hasta las postrimerías del periodo colonial (González, 2008: 388 y 2001).

Las grandes creaciones de México, Lima y Guatemala —universidades conocidas también como generales o públicas— se fundaron y desarrollaron como corporaciones donde estudiantes y doctores podían tener acceso a los principales cargos de gobierno, llegar a ser sus rectores y sus catedráticos. Además, a través de órganos colegiados, llamados claustros, la comunidad velaba por sus intereses corporativos, dictaba estatutos para su marcha cotidiana, supervisaba el funcionamiento de las aulas, controlaba su administración y su hacienda, así como el otorgamiento de los grados, elemento vertebral de estas instituciones.3

Por su parte, el resto de aquellas fundaciones —las creadas en los primeros dos tercios del siglo XVII—, fueron obra y esfuerzo de dominicos, jesuitas y otras órdenes religiosas que batallaron denodadas por eliminarse, sin conseguirlo. Los grandes conventos solían tener estudios de gramática, artes y teología para la instrucción de sus miembros y, por lo general, permitían el acceso a laicos y clérigos. Posteriormente, abrirían colegios para el alojamiento y enseñanza de jóvenes criollos, aunque sin la autoridad para el otorgamiento de grados. Así pues, se trataba de instituciones subordinadas al gobierno y dirección de los conventos de religiosos, pues si bien se abrieron a toda la población hispana, los frailes eran sus maestros y sus autoridades. En su mayoría, estos colegios llegaron a denominarse universidades luego de que el papa concediera, en 1619 —primero a los dominicos y luego a los jesuitas—, la facultad de graduar a quienes hubiesen cursado cinco años en sus colegios y se hubiesen examinado conforme al uso.4 Sin embargo, las cédulas para su fundación se dieron sólo mientras no existiese universidad real. Es decir, se trató de establecimientos "jurídicamente interinos" que se esperaba sustituir con corporaciones reales.5

San Carlos de Guatemala, la primera de las universidades reales que vino a sustituir a los estudios controlados por los frailes, vio retrasada su fundación —según señaló su cronista José Mata Gavidia—, por una conjugación de factores. La insuficiencia de las rentas para su creación y mantenimiento; la comprometida hacienda real; la pretendida tutoría y monopolio docente que se atribuía a la orden dominica; el incumplimiento de la voluntad del obispo Marroquí, que ordenaba la fundación del colegio de Santo Tomás; los embarazos y desatinos de un albacea testamentario y, finalmente, la oposición jesuita (Mata, 1954: 112-121). A la resolución en mayor o menor medida de aquellos factores y otros, de tipo circunstancial, quisiera agregar ahora el fortalecimiento de la iglesia secular indiana en el último cuarto del siglo XVII, como elemento que favoreció la fundación de la universidad carolina.

Como es sabido, durante los inicios de la evangelización la estructuración de la Iglesia y la prédica del evangelio fueron encomendadas a las órdenes religiosas mendicantes, franciscanos, agustinos, dominicos, y posteriormente a los jesuitas.6 No obstante, la organización eclesiástica así creada rompía con el derecho común de la Iglesia y su jerarquía,7 por lo cual hubo de limitarse y entrar en competencia a partir de la fundación de las primeras diócesis, y la aparición y el crecimiento del clero secular. Dicha competencia sufrió, a finales de siglo XVII, un cambio importante, pues entonces se sentaron las bases que permitirían que la Iglesia indiana fuera comandada por las catedrales.8 Ello se debió al fortalecimiento de los proyectos episcopales fijados desde mediados del siglo XVI, tales como la provisión de beneficios eclesiásticos en los criollos y su acceso a los asientos en los cabildos de las catedrales; la sujeción a los obispos de las doctrinas a cargo del clero regular,9 y la reducción de éste; finalmente, la supervisión y el control en la formación de los clérigos a través de la apertura de seminarios, o de una mayor presencia de los obispos y miembros de los cabildos catedralicios en las universidades. En estas instituciones surgirían gran parte de los encargados de dar continuidad a los proyectos diocesanos, quienes, sustituyendo a los frailes, tomarían a su cargo el gobierno de las parroquias y la administración espiritual de las diócesis.

En ese sentido, la fundación de la Universidad de San Carlos de Guatemala, puede ser vista como un signo de la revitalización de la iglesia secular en ese obispado, máxime cuando entre los promotores de su fundación se encontró fray Payo Enríquez de Rivera, noveno obispo de Guatemala, quien luego, como arzobispo de México, sentaría bases firmes para la consolidación de la catedral mexicana en el último cuarto del siglo XVII.10

Precisamente, quisiera analizar aquí el informe elaborado por el obispo Enríquez de Rivera en 1659, donde expuso al rey su parecer sobre la necesidad de crear una universidad pública en su obispado.11 Como se sabe, la misiva no fue la primera, ni la última, que buscó ese objetivo, pues desde 1548 y hasta 1676, año en que se expide la cédula real para la fundación de la universidad de San Carlos, diversos individuos y grupos hicieron llegar al Consejo de Indias peticiones similares.12 No obstante, la carta del obispo Enríquez reviste particular interés, pues en ella se puede leer, de forma explícita e implícita, el vínculo que tuvo el proyecto universitario con el propio de las catedrales americanas.13 A más de ello, el valor de ese documento radica en las reflexiones de orden general hechas por el obispo sobre las universidades conventuales y su relación y diferencia con las corporaciones reales.14 Antes de pasar al examen del documento es necesario detenerse un momento para ver el escenario de estudios guatemaltecos en cuyo contexto se inscribe la petición del obispo.

 

1. Los estudios guatemaltecos y el clero regular

Al igual que en el resto de los territorios americanos, la primera evangelización de la capitanía general de Guatemala corrió a cargo de las órdenes religiosas, quienes gozaron de amplios privilegios para su misión apostólica. Esto impidió una temprana afirmación del clero secular, que se vio obstaculizado en las tareas propias de su ministerio.

El dominio que en particular ejercieron los dominicos en el obispado de Guatemala, fue desde muy temprano fuente de constantes conflictos con los obispos. Ejemplo de ello es cómo el control que ejercían sobre los pueblos de la provincia de la Verapaz, fue un elemento importante para que, después de haberse establecido como obispado en 1559, fuese supreso y reincorporado a Guatemala en 1607. "Los mismos frailes dominicos residentes en la provincia aumentaban con sus celos y sus pretensiones las dificultades con que tenían que luchar los obispos" señaló el historiador Domingo Juarros (1808: 237).15 En ese mismo sentido, hacia 1695 el cronista criollo Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, escribió en su crónica del reino de Guatemala (Fuentes, 1882-1883), que la posesión de los dominicos de tan numerosas parroquias indígenas en el obispado iba en perjuicio de la autoridad del obispo y de los clérigos seculares criollos, quienes veían reducidas sus oportunidades en el ministerio parroquial. El dominio de los frailes se acrecentaba, además, con la prédica del evangelio en lenguas indígenas, por lo que para contrarrestarles, el cronista declaró que los indios deberían ser obligados a aprender español, lo cual permitiría remplazar más fácilmente a los frailes con curas seculares.16

A esa supremacía de los religiosos dominicos, se sumaba la presencia de franciscanos, mercedarios, jesuitas, betlehemitas y juaninos (Zapata, 1983: 31), quienes competían entre sí y con los clérigos seculares, en la ocupación de las parroquias indias, la dirección espiritual y la administración sacramental en los monasterios femeninos, beaterios y hospitales.

A más de ello, las órdenes religiosas tuvieron el control y supervisión en la formación de la clerecía guatemalteca. Recién iniciado el siglo XVI, dominicos y franciscanos fundaron estudios conventuales, luego lo harían jesuitas y mercedarios. El estudio dominicano, el más importante, abrió sus puertas a estudiantes no frailes en 1553, impartiendo los cursos de teología y artes. Con las mismas cátedras, los franciscanos fundaron su estudio en 1575 y durante la primera mitad del siglo XVII lo hicieron los mercedarios.17 No obstante, la más importante fundación fue el Colegio de San Lucas, de la Compañía de Jesús, abierto en 1606 con las cátedras de gramática, retórica, artes y teología.

Si bien es cierto que desde 1597 el obispo de Guatemala fray Gómez Fernández de Córdoba, había fundado el Seminario Tridentino de Nuestra Señora de la Asunción para la formación de los clérigos seculares, este establecimiento tuvo una existencia precaria. De hecho, en 1697, a un siglo de su fundación, el rector de éste se quejaba de que no se contaba con casas para alojar seminaristas. Más aun, la enseñanza que en él se impartió fue, al parecer, sólo una cátedra de gramática que leía un presbítero en una capilla de la catedral, por lo que los seminaristas debieron asistir a las aulas de los colegios dominicos y jesuitas para completar su formación en artes y teología (Mata, 1954: 39, 41).

Una suerte similar a la del seminario corrió el colegio de Santo Tomás de Aquino, mandado fundar en 1563 para "colegio y recogimiento de los pobres hijos de españoles, para los doctrinar y enseñar" (Mata, 1954: 58). Si bien en este establecimiento los clérigos seculares podrían disponer de un lugar propio para su formación, tan pronto como inició su funcionamiento fue absorbido por el colegio del convento de Santo Domingo.

Como se sabe, el Colegio de Santo Tomás fue fundado a partir del legado testamentario del obispo don Francisco Marroquín, quien dispuso que se edificara su inmueble en un solar del convento dominico, y que tuviese por patrones al prior del convento y al deán del cabildo. Las cátedras que en él se leerían serían artes, teología, gramática y, si hubiere lector, cánones. Para estas lecturas el obispo Marroquín dispuso que "el Padre Prior, por sí y por el Convento, ha de poner dos lectores de Artes y Teología por espacio de seis años sin interés" (Lanning, 1954: 10) y, en caso de ser necesario contratar catedráticos, fueran preferidos para ello los religiosos de Santo Domingo.

Conflictos económicos y con seguridad problemas de jurisdicción, impidieron la creación del colegio y sólo 57 años después, en 1620, el presidente de la Real Audiencia autorizó la fundación por cuatro años, en espera de la confirmación real. Contrario al testamento del obispo Marroquín, el colegio no contaba con casas para los colegiales y sólo tenía un aula donde debían leerse las cátedras de artes, teología y cánones (Mata, 1954: 66). La de prima de teología y la de artes fueron exclusivas de los frailes; en la de vísperas de teología, éstos se alternaron con dignidades catedralicias y sólo la de cánones fue dotada por concurso de oposición. Con tal organización, el colegio quedó prácticamente supeditado al estudio dominicano. Luego, en 1624, dicha dependencia se acrecentó aún más, pues el estudio del convento de Santo Domingo pasó a ser universidad conventual, al conseguir del rey licencia para otorgar grados académicos por diez años, con lo cual el Colegio de Santo Tomás, quedaba prácticamente absorbido por aquél.18

Por otra parte, y siempre en competencia con los estudios dominicos, los jesuitas consiguieron análogo privilegio de graduar en 1626 para su prestigiado Colegio de San Lucas (Lanning, 1954: 3-6). Así, los frailes reforzaron su hegemonía en la dirección de los estudios en Guatemala.

Ahora bien, para contrarrestar la influencia que los jesuitas adquirían al poder otorgar grados, el Colegio de Santo Tomás solicitó al rey en 1628, que se le erigiera como universidad; esto es, que también pudiese otorgar grados. No obstante, el Consejo de Indias no solamente negó el privilegio, sino que, además, sancionó al colegio ordenando el cierre de sus cátedras. La intención era hacer de él un colegio residencia u hospedería, por lo que se mandó la creación de casas para alojar colegiales (Lanning, 1954: 9-14 y Mata, 1954: 80). Así, el colegio cerró sus lecturas en 1631, tres años antes de que cesara el privilegio de graduar otorgado a los dominicos. Finalmente, en 1669, el colegio anunció el concurso para sus primeras becas. Aún como colegio destinado sólo a la residencia de estudiantes, su vida sería breve, pues a siete años de haber ingresado sus primeros becarios, fue cerrado de forma definitiva.19 De tal manera, los jesuitas terminarían dominando la escena de los estudios en Guatemala, consolidando dicho predomino en 1640, cuando adquirieron el privilegio de perpetuidad en el otorgamiento de grados. Así, cuando el proyecto de la creación de una universidad pública empezó a cobrar forma en 1653,20 la orden jesuita fue su principal adversario.

Uno de los alegatos expuestos por la Compañía para rechazar la creación de la nueva universidad, fue que el convento de Santo Domingo pretendía la superintendencia de ésta, como había tenido la del Colegio de Santo Tomás. Pero, en el fondo, su más importante oposición a la fundación de la corporación universitaria derivaba de que su privilegio de otorgar grados cesaría cuando hubiese universidad pública.21 Es decir, perderían ese monopolio recién conquistado gracias al cual sus estudiantes clérigos quedaban facultados para la ocupación de parroquias y canonjías de oficio en la catedral, sus aulas eran preferidas frente a las del convento dominico o el inestable seminario conciliar y, finalmente, justificaba la permanencia de los frailes al frente de la evangelización guatemalteca.

Así, cuando el cabido de la catedral abogó por la creación de una universidad en Guatemala a partir del primer tercio del siglo XVII,22 estaba, a su vez, dando cuenta del choque existente entre su proyecto de iglesia y el mantenido por las órdenes religiosas. Ese interés de la catedral por la fundación de la universidad es precisamente el que refleja el documento enviado al rey por el obispo Enríquez de Rivera en 1659.

 

2. El obispo Enríquez de Rivera y la universidad

La carta del obispo Enríquez elaborada en 1659, se inscribe en un momento importante del largo proceso fundacional de la universidad, pues en aquel año el Consejo de Indias ordenó la formación de la primera junta para tratar de la creación del estudio guatemalteco (Mata, 1954: 119). La misiva es un extenso informe de oficio compuesto por 68 puntos, los cuales pueden ser divididos en tres grandes apartados. En el primero de ellos se habla sobre los beneficios que las universidades aportan a la república y la importancia que, en particular, tiene la fundación de una universidad en Guatemala. El segundo apartado está dedicado a rebatir cada uno de los argumentos expuestos contra la fundación de la universidad en esa provincia. Finalmente, en el tercer apartado se da cuenta al rey de los fondos de que se puede disponer para llevar a cabo el proyecto, el estado de la obra material, así como del número de cátedras que podrían erigirse, sus salarios y sus formas de provisión.

A través de ese informe, cuyos argumentos se apoyan en sentencias de autores jesuitas y disposiciones del concilio tridentino, Enríquez de Rivera se empeñó en demostrar cómo los colegios de las órdenes religiosas no cubrían las necesidades que tenía el obispado de Guatemala, y cómo la oposición de la Compañía de Jesús a la fundación, se debía a la aspiración de esa orden por conservar un privilegio que —en opinión del obispo— iba en contra de la defensa que la Corona hacía de sus provincias y de su Iglesia.

Así, el informe del obispo inicia explicando cómo las universidades permiten la procuración y conservación de las buenas costumbres y virtudes morales; el conocimiento de las leyes que hacen una república bien gobernada, dotándola de letrados y abogados para la defensa de vidas, honras y haciendas, y cómo, mediante el estudio de la medicina, se encargan de la conservación de la salud y la vida.

De esa forma, fray Payo no sólo hablaba de los beneficios de las universidades sino que evidenciaba las carencias que tenía la ciudad. Como vimos, ni la medicina ni las leyes eran enseñadas en las universidades conventuales, y la cátedra de derecho canónico que se impartió en el Colegio de Santo Tomás, tuvo una vida muy breve.

Pero antes que esos auxilios temporales, el principal beneficio que reportaban las universidades era, para fray Payo, la defensa y el apoyo de la fe. A manera de ejemplo, el obispo recordó al rey cómo la fundación de la Universidad de Granada fue uno de los remedios que se aplicó para combatir las herejías en aquel reino. "Claro es ya señor, que está sin defensa la fe católica y expuesta a riesgos evidentes donde no hay Universidades y generales escuelas; y grandemente se ve amparada y defendida donde las hay" ("Parecer...", en Anales, 1966: 38).

Si bien en Guatemala los colegios formaban clérigos seculares graduados en artes y teología que podían velar por la catequesis, ello no servía a la catedral ni a los proyectos del obispo, pues la iglesia secular guatemalteca requería para su desenvolvimiento y organización jerárquica, de una escuela pública donde se pudiesen formar aquellos que sustituirían en el púlpito a las órdenes religiosas.

En ese sentido, y contrario a lo expuesto por el criollo Fuentes y Guzmán respecto de enseñar español a los indios, fray Payo sugirió que en la universidad se podrían enseñar lenguas indígenas a los clérigos seculares, para poder dar ministros idóneos a los innumerables pueblos de la provincia: "En el estado presente [escribió fray Payo]— no se halla acaso un ministro lengua [...] Y cuando no se considerase en la fundación de esta Universidad, otra conveniencia más que el remedio de este daño, era dignísima de que por ella sola mandase Vuestra Majestad que se fundase sin dilación". ("Parecer...", en Anales, 1966: 42).

Desde 1580, la Corona había dictado la cédula y ordenanzas para la creación de cátedras públicas de lengua general de los indios, en todos aquellos sitios donde hubiese audiencias y cancillerías reales.23 Dirigidas de manera específica para la formación de los clérigos seculares, esas cátedras fueron también un proyecto del episcopado, pues constituían una vía para suplir a los frailes que se encontraban a cargo de las doctrinas indígenas.24

Patrimonio casi exclusivo de las órdenes religiosas, el conocimiento de las lenguas les había reportado poder e influencia entre los naturales, era un elemento que fortalecía su proyecto misionero y la división de la sociedad en dos repúblicas, manteniendo a la de los indios alejada de la española, y bajo el exclusivo cuidado y administración de los frailes. Así, para los obispos, la creación de estas cátedras permitiría romper aquel monopolio, con lo cual la dirección de la iglesia y la prédica del evangelio quedarían plenamente a cargo de ellos.25

Así, al justificar la fundación de la universidad con la creación de cátedras de lenguas, fray Payo no sólo estaba haciendo eco de una reiterada demanda real,26 sino que al mismo tiempo estaba velando por la afirmación de un proyecto de organización de la iglesia. Las facultades episcopales no podrían ser puestas en práctica en el obispado guatemalteco si no había quién supiera lenguas indígenas, para ocupar los cargos de examinadores sinodales y visitadores generales, que evaluaran la capacidad de los frailes y supervisaran sus doctrinas.

Más allá del control y la ocupación de las parroquias a cargo del clero regular, en la visión de fray Payo, la universidad daría a la catedral un gobierno sólido, respaldado en una comunidad de doctores.

Con universidades, se hace posible que se pueda encomendar a personas capaces la administración y el gobierno de los confesionarios y hasta de las provincias. Canonjías, dignidades, prebendas, examinadores sinodales, vicarios generales, visitadores y la enseñanza de Colegios Seminarios, tendrán al frente hombres doctos y capaces ("Parecer...", en Anales, 1966: 39-40).

En efecto, las universidades no sólo eran semilleros de clérigos párrocos sino que en ellas se formaba el alto clero que tendría bajo su cuidado la dirección de los obispados. En ese sentido, el Concilio de Trento había establecido que todas las dignidades, y por lo menos la mitad de los canonicatos de las iglesias catedrales, debían ser ocupadas exclusivamente por graduados en estudio general, en teología o derecho canónico (Sacrosanto, 1785: ses. XXIV, cap. XII, dr.). A más de ello, es claro que la fortaleza del gobierno diocesano y de las catedrales se cifraba en buena medida en el perfil de todos y cada uno de los capitulares.

Ahora bien, una vez señaladas las conveniencias de la universidad, el obispo pasó a rebatir los argumentos formulados por la Compañía de Jesús en contra de su fundación. El origen de ello lo encontró fray Payo en el deseo de la Compañía de conservar el título de universidad para su Colegio de San Lucas, el cual expiraría con la nueva fundación, pues dicho privilegio les había sido otorgado de forma provisional, y condicionado a que no existiese universidad real en un radio de 200 millas.

Al respecto, el obispo señaló que era razón esencial a todo privilegio, que mirara como fin último al bien común y a la utilidad pública. Luego, arguyó, es de suponer que el bien público fue la causa primera por la que se dio el privilegio a la Compañía de Jesús, y que constituía el único fundamento para que conservara la facultad de dar grados. Así, concluyó: "La causa toda, señor, que tuvo el privilegio de aquella facultad para dar grados fue estar esta provincia sin Universidad, luego, en llegando a tener Universidad esta provincia, acabó la causa final de todo aquel privilegio" ("Parecer...", en Anales, 1966: 68).

El otro punto alegado por la Compañía contra la universidad era la superintendencia que, según la orden jesuita, pretendían los dominicos sobre el nuevo estudio, lo cual, a su parecer, era incompatible con una universidad. Ante ello, fray Payo señaló que si en realidad dicha superintendencia era contraria a lo que debía ser una universidad, el estudio del Colegio de San Lucas no podía ser, como pretendían los jesuitas, Universidad pontificia y regia.

...los padres de la Compañía solos, y su santa casa sola, es y son la misma Universidad Regia y Pontificia. La gobiernan solos, la rigen solos, solos examinan, solos señalan y aprueban graduados, solos enseñan, solos escogen y desechan estudiantes. [...] De tal forma la superintendencia o se armoniza y compagina muy bien con la universidad o los estudios de los jesuitas no son universidad ("Parecer...", en Anales, 1966: 58-59).

En el último de los casos, los religiosos de Santo Domingo habían declarado con antelación, que no deseaban superintendencia en la nueva corporación ("Parecer...", en Anales, 1966: 59),27 lo cual se había supuesto por el hecho de que la fundación de la universidad se haría en el inmueble y con las rentas del Colegio de Santo Tomás, edificado, como se recordará, en un solar del convento dominico.

Ante tal embarazo, Enríquez de Rivera explicó que había una calle pública entre el convento de Santo Domingo y el solar destinado a la universidad. Además, y si acaso no la hubiere, ello tampoco podría constituir un impedimento, pues, según señaló, las universidades de Alcalá, Sevilla y Sigüenza estaban dentro de conventos de los religiosos de San Jerónimo y ello no les quitaba su carácter de universidad; y lo mismo sucedía con la universidad de la Compañía de Jesús, que estaba en su convento. Así, concluyó el obispo, o los estudios de la Compañía de Jesús no eran universidad, o no podía ser objeción para la nueva fundación el que se supusiera que estaría dentro del convento de Santo Domingo.

Ahora bien, no obstante la claridad con que el obispo señaló los orígenes de la controversia, dijo verse obligado a hacer una comparación entre el colegio de la Compañía y las universidades públicas, pues los jesuitas, lejos de admitir los verdaderos motivos de su oposición, daban a entender que la provincia de Guatemala, en realidad, no necesitaba de una nueva universidad.

Esa comparación entre los colegios conventuales y las universidades, tenía como fondo la amplia experiencia universitaria del obispo Enríquez de Rivera, quien estudió en el colegio de los Caballeros Manriques de la Universidad de Alcalá, obtuvo el grado de bachiller por la Universidad de Salamanca, y luego se graduó de licenciado y doctor en el Colegio de San Antonio de Portaceli de Sigüenza; fue lector regente del Colegio Convento de San Agustín el Real, también de la Universidad de Alcalá. Además, fue catedrático de teología en Osma y en Valladolid y, finalmente, antes de ser nombrado obispo de Guatemala en 1657, ocupó el cargo de rector del Colegio de doña María de Aragón en Madrid (López, 1684; Jaramillo, 1997; Stols, 1955). Conocimiento de la vida universitaria que otorga valor a sus reflexiones, las cuales, además, constituyen una muestra de la importancia que tendría la posterior creación de la Real Universidad de San Carlos de Guatemala.

La primera diferencia entre universidades públicas y conventuales, la vio fray Payo en la sustancia y en la cantidad de ciencias que en ellas se imparten. Mientras en las universidades —señaló el obispo— se enseña teología escolástica, teología moral y teología expositiva al explicarse la Sagrada Escritura; cánones y leyes, filosofía moral y natural, medicina y lenguas. En los colegios, y en particular en el de la Compañía, sólo se enseñaba teología y artes. Y mientras a las universidades concurrían multitud de maestros y discípulos, el colegio jesuita sólo estaba compuesto por 14 religiosos con legos, y dos maestros.

Yo acabo de llegar de España —señala fray Payo—, y me acuerdo que esos estudios, y mucho más llenos, son los comunes a tantos colegios y conventos de todas las religiones en aquellos reinos [...] y si alguno de tales colegios pretendiera dar a creer que servía o podía servir de lo que una universidad general, se expusiera a la censura de indigno de respuesta ("Parecer...", en Anales, 1966: 43).

La siguiente diferencia que encuentra el obispo se refiere al modo en que se enseñaba en una y otra institución. En los colegios, anotó fray Payo, sólo se enseñaba lo que se juzgaba conducente a conservar las doctrinas, opiniones y dictámenes de la escuela filosófica o teológica que se pretendía constituir y diferenciar de las otras. Por el contrario, en las universidades generales se enseñaba en cátedra, se oían cada día las lecciones a través del concurso de diversas sentencias, de opiniones contrarias, de competencia de ingenios y diversidad de discursos. De tal forma, concluyó, que aun cuando en la universidad se enseñara sólo artes y teología, su utilidad y el aprovechamiento serían mayores, pues se estudiaría y aprendería a vista de contrarias y diversas opiniones:

Esta fue la causa primera por quien se tuvo por necesario que hubiese en las universidades generales cátedra especial de escuela y Teología de Santo Tomás; Cátedra especial en quién se lea la Teología de Durando. Asegurando en la diversidad de estas doctrinas y diferencia de ingenios de sus autores, el cabal aprovechamiento y noticia perfecta de una misma ciencia. [...] El mejor modo de saber y averiguar lo cierto es ponerlo a vista y presencia de contrariedades y exponerlo a ocasión de competencias ("Parecer...", en Anales, 1966: 44-45).

A esta diferencia en cuanto al modo, se agregaba la que existía respecto del fin de los estudios. El estudiante de un colegio singular —explicó el obispo— tenía establecido determinado fin, al que habría de llegar tarde o temprano. Los que cursaban en los colegios estudiaban tres años de artes, cuatro o cinco de teología, y al terminar sus estudios, a los 23 o 24 años, se ordenaban, se casaban, se iban a sus casas o a su tierra, sin haber tenido más estudio que el de discípulos ("Parecer...", en Anales, 1966: 45). Fray Payo distinguía así entre la ciencia propia de los discípulos, que se conseguía en los colegios, donde sólo enseñaban los frailes, y la de los maestros; esto es, aquella que se podía adquirir en las universidades, pues en ellas los estudiantes podían aspirar a ser catedráticos. Por eso, en su opinión, en las universidades generales se estudiaba con mayor aplicación que en las conventuales, porque los discípulos podían aspirar a ser hombres doctos, y éstos, sólo lo eran los catedráticos. En ese sentido, interrogó: "¿Qué utilidad de ciencia es la que no pasa de ciencia de discípulo, para que se quiera comparar con la utilidad de ciencia de Maestros?" ("Parecer...", enAnales, 1966: 45). Por ese mismo motivo, los grados de una universidad tenían, a su parecer, también grandes diferencias, pues hacían de aquellos que los poseían, maestros en el hecho y no sólo por el nombre.

En ese mismo orden de ideas, fray Payo hizo alusión a la diferencia más significativa entre las universidades conventuales y las públicas: el que sólo los grados de una universidad pública permitían a quienes los poseían ingresar a la corporación. Con ellos, pues, no se egresaba, sino que se pasaba plenamente a formar parte de la universidad. Eran además esos grados, fuente de preeminencias, precedencias y propinas, y otorgaban a sus poseedores el privilegio de ser parte de otras universidades, donde los doctores podían tomar asiento y ser recibidos con los honores y privilegios de que gozaban todos los universitarios.

Ahora bien, en los últimos párrafos del informe, fray Payo volvió a retomar lo que había expuesto al principio de su carta, señalando que las universidades eran el muro más fuerte de la religión. Como se ha dicho, fray Payo hizo entonces alusión a la universidad de Granada, la cual, según refirió, fue fundada para combatir las herejías en aquel reino.

Esa mención de Granada confirma la reflexión que hiciera Enrique González sobre la importancia de la universidad real granadina como un precedente que se tuvo en cuenta a la hora de plantearse el trasplante universitario al Nuevo Mundo (González, 1995). En efecto, al igual que Granada, las Indias eran tierra de conversión, y en ambos reinos el rey era patrono de la Iglesia y tenía por obligación velar por su desarrollo para el amparo de la fe.

Si bien resultan importantes los paralelismos en las fundaciones de las universidades de Granada, Lima y México, la primera diferencia que se percibe entre ellas y la guatemalteca es, como se ha dicho, lo tardío de la fundación de ésta. A finales del siglo XVII, cuando se crea San Carlos, la conversión no es ya el principal imperativo en la capitanía general. Tampoco podemos comparar esta fundación con las hechas durante los reinados de Carlos III y Carlos IV.28 La de Guatemala se inscribe en ese momento final del siglo XVII, caracterizado por la consolidación de instituciones y las pretensiones de las catedrales americanas por asentar su primacía y su jurisdicción sobre el clero regular. Y, precisamente, una manera de lograrlo era quitando el monopolio de los grados a las órdenes religiosas; dar nuevas opciones para la enseñanza de los criollos que no estuviesen dominadas por las órdenes; formar un mayor número de clérigos graduados para respaldar la ocupación de las doctrinas a cargo del clero regular y, con ese mismo objetivo, promover la creación de cátedras de lengua general de los indios. Finalmente, la universidad permitiría a los prelados diocesanos crear una comunidad de doctores que darían soporte y prestigio al gobierno catedralicio.

Así, las transformaciones que a finales del siglo XVII fue sufriendo la organización eclesiástica indiana; el creciente secularismo y el auge que entonces alcanzaron las catedrales americanas, deben ser factores a considerar al explicarse la desaparición de las universidades conventuales en América, así como la creación de la Universidad de San Carlos de Guatemala.

Ello no significa, evidentemente, que la universidad carolina fuese una institución clerical. En ella se dieron cita diversos sectores sociales, poderes e instituciones que, al igual que la catedral, encontraron en sus claustros y sus aulas un espacio propicio para la formación de redes clientelares y un soporte para la consecución de sus proyectos. En ese mismo sentido tampoco debe ser considerada tan sólo como un centro más de enseñanza, pues ello sin duda limita su comprensión. Además de haber sido un sitio de formación de la clerecía, de médicos y de juristas seglares, la universidad fue una corporación de graduados, la cual —como señaló fray Payo— lejos de limitarse a una institución o a una ciudad, se extendía, por medio de la incorporación de los grados, a todo el imperio de los austrias.

 

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Notas

1 Al estudiar la fundación de la universidad de Guatemala José Mata Gavidia insistió en que ésta se inscribía en el marco de una tradición universitaria hispana, así como en una serie de proyectos culturales propiamente coloniales. "Alma mater mestiza, que hizo confluir a sus aulas la corriente milenaria del Viejo mundo con la savia joven y fecunda del Nuevo Continente". De su historia, se desprende también que la fundación de la universidad fue el resultado de una obra social, colectiva. El cabildo de la ciudad y el eclesiástico, la Audiencia y el episcopado encausaron y dirigieron las aspiraciones de los diversos grupos e instituciones que conformaban la sociedad colonial. Así, señala: "Pocas fundaciones ha habido tan largamente requeridas por ciudad alguna, y con tan universal concierto de sus instituciones..." (Mata, 1954: 7).

2 El complejo problema de la emergencia de las universidades hispanoamericanas durante el periodo colonial ha sido trabajado por Enrique González González, por ejemplo, véase González, 2010.

3 Un análisis puntual de sus diferencias en González, 2001.

4 En 1619 el papa concedió por diez años a los obispos y arzobispos del Nuevo Mundo el privilegio de otorgar grados a quienes hubiesen cursado cinco años en los colegios dominicos y se hubiesen examinado conforme al uso. Los jesuitas consiguieron análogo privilegio de Gregorio XV, así como una extensión, para que sus grados tuvieran valor universal.

5 Sobre esta idea de los establecimientos jurídicamente interinos véase González, 1995 y 1990: 32-43.

6 Se llamó órdenes regulares tanto a las mendicantes (dominica, franciscana, agustiniana, carmelita, mercedaria y betlemita), como a las clericales (jesuitas, teatinos...) pues, con excepción de los teatinos, todas las citadas tuvieron en América apostolado sacerdotal adaptado a la vida conventual. Sobre la clasificación de esos estados de perfección, véase Teruel, 1993: 193-199.

7 La Iglesia romana es una institución jerárquica que va del papa a los obispos y de ellos a los curas diocesanos o seculares. Esquema roto en América cuando, saltándose la autoridad episcopal, se fundamentaron en el rey y el papado la acción parroquial de los frailes. El caso americano es, pues, el conflicto por normalizar institucionalmente a la iglesia episcopal, a costa de los privilegios temporales y excepcionales concedidos a los frailes durante el siglo XVI.

8 Sobre este cambio de la organización eclesiástica indiana puede verse Pérez Puente, 2005; Mazín, 1996; Traslosheros, 1995 y Castañeda, 1976: 57-103.

9 Las parroquias o curatos administrados por frailes —miembros del clero regular— solían ser llamados "doctrinas" para así distinguirlas de las que estaban a cargo de los clérigos seculares.

10Tema que he tratado en Pérez Puente, 2005.

11 "Parecer ...", en Anales, 1966: 36-75. Reeditado por Rodríguez Cabal, 1965: 17-54. Mata, 1954, lo cita a partir del Archivo General de Indias [en adelante el archivo se citará AGI], Audiencia de Guatemala, 373, fol. 45-50, año 1661.

12 La primera fue la del obispo Marroquí a la cual se sumaron las de diversas autoridades y grupos en los años siguientes (Mata, 1954: 8-28).

13 No pretendo pues analizar la fundación en sí misma, que ha sido ya tratada por otros, sino tan sólo ocuparme de las reflexiones que hizo el obispo 17 años antes de la expedición de la cédula de fundación, para así mostrar ese vínculo entre el proyecto universitario y el diocesano. Sobre la fundación de la universidad guatemalteca puede verse, entre otros, a Mata, 1954; Lanning, 1976; Rodríguez Cruz, 1973; 1977; 1992, y Álvarez, 2007.

14 Sobre la problemática de las fundaciones americanas y la tipología de las universidades modernas en general, véase Peset, 2000: 189-232 y 1993: 73-122.

15 Véase también Zapata, 1983: 31.

16 La idea no era nueva, desde 1550 se había ordenado a los frailes hacerlo, no obstante se había dejando de lado el proyecto, aunque luego sería retomado con mayor iniciativa a finales del siglo. Entre las primeras menciones de esta orden están: Real Cédula al provincial de la Orden de San Agustín del Nuevo Reino de Granada para que sus religiosos enseñen la lengua castellana a los indios. Con copias de la misma fecha a la real Audiencia; al provincial de los franciscanos y al provincial de los dominicos, todas ellas dadas en junio 7 de 1550, AGI, Santa Fe, 533, l. 1, f. 126, v-127.

17 Sobre la tardía fundación de estudios conventuales mercedarios véase León, 2005: 525-538.

18 La cédula se encuentra en Lanning, 1954: 6.

19 El colegio cerró de forma definitiva cuando sus rentas y casas fueron asignadas a la nueva universidad (Mata, 1954: 82 y Lanning, 1954: 27).

20 Por cédula real de 5 de julio de 1653 el rey mandó se hiciese una junta para tratar sobre las conveniencias de dicha fundación, "Parecer ...", en Anales, 1966: 36; Lanning, 1954: 24, y Mata, 1954: 117-121.

21 En 1687, cuando San Carlos recibe la bula de confirmación, se retira a los jesuitas el privilegio para otorgar grados.

22 Entre las solicitudes de creación de la universidad están las del cabildo catedralicio de diciembre de 1613, junio de 1625 y febrero de 1652 (Mata, 1954: 24-25).

23 La dirigida a Nueva España se expidió el septiembre 19 de 1580 (Lanning, 1946: 296-298). La dirigida al Perú se puede consultar en AGI, Indiferente, 427, L. 30, 316-318. Las dirigidas a la Audiencia de Charcas y Universidad de la Plata, Ciudad de Quito y Santa Fe de Nueva Granada, en AGI, Indiferente, 427, L. 30, 319-321.

24 A diferencia de los estudios y cátedras conventuales, éstas serían públicas pues podrían asistir a ellas toda la clerecía, tanto secular como regular. Lo eran también porque serían financiadas por el rey, aun si se leían en las catedrales o se encontraban al interior de un convento o colegio regular (Pérez Puente, 2009: 45-78).

25 Significativo es el hecho de que las ordenanzas estuviesen dirigidas no a la dotación y régimen de la cátedra, lo cual quedó a cargo de virreyes y audiencias, sino a la ocupación de beneficios eclesiásticos y a la ordenación sacerdotal.

26 El entendimiento con los naturales como condición para la evangelización fue una preocupación temprana y reiterada del Consejo de Indias. La llamada Junta Magna de 1568, la ordenanza del patronato de 1574 y las cedulas reales posteriores a la emisión de la cédula y ordenanzas de 1580, así lo atestiguan.

27 Ello aparecería registrado luego en la misma cédula fundacional (Lanning, 1954: 25).

28 El cambio de universidades conventuales a públicas consiguió en Santiago de Chile y en Guadalajara, mientras que fracasó en Santa Fe de Bogotá. Véase Peset, 2000 y González, 2008.

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