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Revista iberoamericana de educación superior

versión On-line ISSN 2007-2872

Rev. iberoam. educ. super vol.1 no.1 Ciudad de México ene. 2010

 

Genealogías

 

Por una historia de las universidades hispánicas en el Nuevo Mundo (siglos XVI-XVIII)*

 

Por uma história das universidades hispânicas no Novo Mundo (séculos XVI-XVIII)

 

In pursuit of a history of hispanic universities in the new World (16th-18th century)

 

Enrique González González**

 

** Doctor en Historia; investigador titular del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), UNAM, México. Temas de investigación: historia de las universidades y colegios, humanismo europeo y cultura, enriqueg@servidor.unam.mx.

 

Recepción: 20 febrero 2010.
Aprobación: 29/03/2010.

 

Resumen

Después de un breve repaso de las condiciones en que surgen las universidades modernas en España, se analiza cómo se introdujo y consolidó en América una institución de carácter tan europeo como la universidad; algunas causas que explican la distribución geográfica de las instituciones americanas y su surgimiento a lo largo de tres amplios periodos, del siglo XVI al XVIII. A partir de 1538, durante los tres siglos de dominio español en el Nuevo Mundo, más de 30 instituciones se dieron el título de universidad, en unas 15 ciudades ubicadas desde Guadalajara, en México, hasta Santiago de Chile, pasando por Santo Domingo, La Habana y Filipinas. En cambio, en los enclaves portugueses del actual Brasil no hubo universidad sino hasta el siglo XX, y en las colonias atlánticas del norte se erigieron diversos colleges a partir del de Harvard (1634), pero se aplicaron el título de universidad hasta fines del siglo XIX.

Palabras clave: universidades, historia, España, América, Colonia.

 

Resumo

Depois de uma breve revisão das condições em que surgem as universidades modernas na Espanha, analisa-se como se introduziu e consolidou na América uma instituição de caráter tão europeu como a universidade; algumas causas que explicam a distribuição geográfica das instituições americanas e seu surgimento ao longo de três amplos períodos, do século XVI ao XVIII. A partir de 1538, durante os três séculos de domínio espanhol no Novo Mundo, mais de 30 instituições em 15 cidades, localizadas desde Guadalajara, em México, até Santiago do Chile, passando por Santo Domingo, Havana e Filipinas, se outorgaram o título de universidade. Em troca, nos enclaves portugueses do que hoje é Brasil não houve universidade até o século XX, e nas colônias atlânticas do norte se erigiram diversos colleges, a partir de Harvard (1634), mas só aplicaram o título de universidade até finais do século XIX.

Palavras chave: universidades, história, Espanha, América, Colônia.

 

Abstract

After a short review of the conditions under which modern universities arise in Spain, this paper analyzes how such a typical European institution was introduced and consolidated in the Americas; some causes that explain the geographical distribution of the American institutions and their appearance over three extended periods from the 16th to the 18th century. As of 1528, during the three centuries of Spanish dominion in the New World, in excess of 30 institutions granted themselves the title as university, in circa 15 cities located from Guadalajara in Mexico to Santiago de Chile, Santo Domingo, Havana and the Philippines. However, the Portuguese enclaves in present-day Brazil did not have universities until the 20th century, and in the Atlantic colonies of the north several colleges were established with Harvard (1634), but used the name university until the end of the 19th century.

Key words: universities, history, Spain, Americas, Colony.

 

A partir de 1538, durante los tres siglos de dominio español en el Nuevo Mundo, más de treinta instituciones se dieron el título de universidad, en unas quince ciudades ubicadas desde Guadalajara, en México, hasta Santiago de Chile, pasando por Santo Domingo y La Habana. La ola llegó al otro lado del Pacífico, con dos universidades en Filipinas. En cambio, jamás hubo universidad en los enclaves portugueses del actual Brasil y hubo que esperar al siglo XX para asistir al nacimiento de la primera. Por su parte, las colonias atlánticas del norte erigieron diversos colleges a partir del de Harvard (1634), pero sólo se aplicaron el título de universidad a partir de la Independencia.

La historia de cada una de esas instituciones ha sido estudiada de modo muy irregular.1 En numerosos casos, la celebración de una efeméride alentó la publicación de importantes fuentes documentales y reseñas históricas, en gran medida, de tono laudatorio, algo que a veces generó agrias polémicas entre cronistas de las distintas universidades. Así, la controversia relativa a la primacía temporal entre Santo Domingo, Lima y México produjo inútiles ríos de tinta. Además, dado que la rivalidad entre jesuitas y dominicos se remonta a la época colonial, historiadores recientes y aun actuales se empeñan en mantener vigentes polémicas de hace tres o cuatro siglos. Por lo común, sólo un periodo o un aspecto de una institución particular se ha estudiado en detalle, mientras el resto de su historia sigue en la oscuridad. Así, en muchos casos los únicos asuntos explorados se centran en su periodo fundacional o en los años de la Independencia. Otras veces, interesó mostrar el presunto rol protagónico de la universidad local en el fomento del desarrollo científico durante el Siglo de las Luces. En suma, la tendencia general de tales historias se inclinó por el enfoque apologético y un interés, a veces de carácter provinciano, que nunca rebasó las vicisitudes internas de la propia institución, al margen de lo que pudiera ocurrir en otras análogas ni en la sociedad circundante. Sus fuentes solían restringirse a las conservadas en la propia localidad y se sobrevaloraban las de carácter legal: cartas reales o pontificias, estatutos, etc. Muchos de esos autores incluían un apéndice documental.

En 1973, Águeda Rodríguez Cruz publicó una Historia de las universidades hispanoamericanas: periodo hispánico2 en dos gruesos volúmenes. La monumental obra dio noticia conjunta de 32 instituciones surgidas en los dominios americanos de la Corona de Castilla, localizó sus principales actas fundacionales, editando muchas y compiló una riquísima bibliografía con más de medio millar de entradas. Cada universidad fue objeto de un estudio particular, a partir de un cuidadoso recuento de las fuentes editadas y la bibliografía disponible. Por tales méritos, su obra es una síntesis de referencia obligada.

Con todo, diversos estudiosos (por ejemplo, Peset, 1985 —reimpreso en Ramírez y Pavón, 1996—; Ramírez, 2001-2002) han señalado una cierta unilateralidad en el enfoque de la autora, para quien todas las instituciones surgidas en América durante el dominio español son mera "proyección", "renuevo" o "trasplante" de Salamanca. Su perspectiva, en exceso lineal y atenta a reivindicar sólo el lado jurídico de la cuestión, omite las múltiples circunstancias particulares en que cada universidad surgió y se desarrolló hasta hallar su perfil propio. Por otra parte, al centrarse sólo en Salamanca, no valora la importancia que revistió, en el seno de las universidades americanas, la creación de más de una docena de nuevas instituciones en la Península entre los siglos XV y XVI, en particular, la universidad real de Granada o las universidades-convento (véase González, 1995b). Por otra parte, el libro, antes que un estudio comparado, es una suerte de diccionario en el que una universidad es tratada después de otra, sin otro criterio analítico que su antigüedad. Es decir, cada una habría sido, sin más, un derivado mecánico de la institución madre, por obra y gracia de una cédula real, una bula papal, o ambas. Las condiciones sociales, políticas, culturales y religiosas en que aparecieron, se consolidaron o fracasaron, poco importaron, salvo su presunta derivación de Salamanca. Por fin —y sería injusto reprochar esta característica a una obra pionera—, toda la obra se construyó desde fuentes impresas, sin apenas ver los archivos institucionales, si había. Al ser una obra basada sólo en los documentos y estudios impresos realizados en cada país, depende de los enfoques y fuentes aportados por cada historiador local.

La historia tradicional de las universidades fue cuestionada desde los años setenta del siglo pasado por autores como el inglés Lawrence Stone (1974) y su seminario de Princeton. No es casual el título del libro derivado de esos debates: University in Society. A una con la crítica a la historia tradicional, la disciplina fue llevada a una honda renovación. En adelante, se estudiaría a cada institución en razón de sus vínculos, siempre interactivos, con su sociedad. Se planteó la necesidad de definir el tipo institucional de cada una, medir el tamaño de su población escolar y contar el número de sus graduados. Se insistió también en la importancia de estudiar los saberes impartidos en un tiempo y lugar. Muy en especial, se destacó la necesidad de promover estudios comparativos. En España, el cambio llegó en la misma década, de mano de Richard Kagan (uno de los miembros del mencionado seminario de Stone), y de Mariano Peset (2002), de la Universidad de Valencia.

Por lo que hace a México, en los años ochenta se formó un equipo de investigadores en el Centro de Estudios Sobre la Universidad (hoy Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación), que se planteó un programa de actividades a tono con las nuevas exigencias, lo que se ha reflejado en copiosas publicaciones.3 También Caracas, Guadalajara, Córdoba (Argentina) y Guatemala, han merecido acercamientos renovadores, pero otras pisan aún las huellas tradicionales. Así Lima que, quizás debido a la pérdida de sus archivos, ha mantenido el estudio de su pasado en un sopor casi total durante el último medio siglo.4

Una renovación de la historia de las universidades hispanoamericanas exige, pues, partir del imprescindible libro de Rodríguez Cruz y pasar adelante. Es tiempo de preguntar cómo se introdujo y consolidó en el Nuevo Mundo una institución de carácter tan europeo como la universidad, proceso complejo que llevó a adoptar diversos modelos en distintos tiempos y lugares. Qué fines pretendía y hasta dónde los logró; de qué metas fue incapaz y cómo se adaptó a las cambiantes circunstancias del nuevo espacio geográfico y social. Para apreciar el fenómeno en su complejidad, es necesario seguirlas desde sus primeros pasos hasta su consolidación o su fracaso. Sin duda, hay que definir el modelo al que se adaptó cada una, pero teniendo presente que la adopción de uno u otro no dependió tanto de una decisión previa sino de las condiciones imperantes en cada lugar y tiempo, y de la política metropolitana. Además, tales factores fueron decisivos para su suerte posterior. Si las fuentes lo permiten, importa mucho calcular su población estudiantil, sus graduados y maestros a lo largo del tiempo. Saber si respondieron a los retos externos, así los impuestos por las autoridades civiles y eclesiásticas como los derivados de la marcha general de cada sociedad. Importa adoptar un enfoque comparativo, capaz de valorar las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que contribuyeron al surgimiento y auge o fracaso de cada universidad colonial, un fenómeno tan diverso como complejo.

Pero antes de emprender estudios como los propuestos, hay que valorar los recursos documentales disponibles. Es decir, investigar cuántas de las universidades coloniales conservan hasta hoy sus archivos, dónde y en qué condiciones, qué campos de estudio permiten y qué tan accesibles son al investigador. México guarda sus series casi completas en 572 volúmenes. Aunque de menor dimensión, Córdoba, Guadalajara, Guatemala y Caracas, entre otras, poseen notables archivos. En cambio, como dije, Lima, la universidad más importante de Sudamérica, perdió casi la totalidad de sus registros coloniales. Otro tanto ocurrió con diversas instituciones gestionadas por dominicos y jesuitas, lo que limita el alcance de posibles estudios renovadores. Ahí donde faltan las matrículas y los libros de grados es imposible medir la población escolar. No obstante, el recurso a documentos alternativos suele aportar noticias de enorme interés, aunque tal vez de otros órdenes.

Como bien se sabe, el rey, en su afán de control, exigía múltiples informes antes de aprobar la creación de una nueva universidad. Además, periódicamente inquiría sobre su marcha o enviaba visitadores. Todo esto generaba papeles, y muchos de ellos sobreviven en el Archivo General de Indias (AGI), de Sevilla. Con paciencia y fortuna, es posible hallar en sus legajos información capital sobre el surgimiento y primicias de todas y cada una de las universidades indianas; de las que prosperaron y de las que no pasaron del papel o existieron fugazmente. También tienen gran interés los informes relativos a visitas y las referencias a la universidad local en las cartas de virreyes, audiencias y obispos. Por otra parte, es sabido que las órdenes religiosas gobernaron más de una docena de universidades coloniales, y solían ser conflictivas. Siempre que había en la misma ciudad una de jesuitas y otra de dominicos, cada cual buscaba eliminar a la otra mediante largos pleitos judiciales, llevados a Madrid en gruesos expedientes llenos de varias noticias. Por esto, los fondos del AGI son claves para el estudio de cada universidad colonial. México conservó la mayor parte de sus archivos, pero mucha documentación conservada en Sevilla abarca aspectos de los que no quedó registro en los repositorios locales (véase González, 1995a).

Pero la rebusca documental en archivos nacionales y extranjeros es sólo el punto de partida. Una vez hecho el balance de la disponibilidad de manuscritos y recursos bibliográficos, el siguiente paso estriba en definir a cada universidad en razón de su carácter y marcha interna. Como se dirá adelante, a partir del siglo XV hubo una oleada de fundaciones universitarias en toda Europa, incluida España, que se extendió a las Indias desde mediados del siglo XVI.5 Las nuevas instituciones tuvieron características muy disímiles, así en la Península como en América, donde las fundaciones no sólo se inspiraron en el modelo salmantino. De ahí la necesidad de tratar, de forma muy breve, al panorama universitario peninsular para encontrar semejanzas y diferencias.

El análisis de los modelos universitarios indianos permite proponer coordenadas claras que orienten el camino hacia un universo tan complejo.6 Uno de los lastres de la bibliografía militante y apologética sobre las universidades coloniales deriva del afán de enaltecer los méritos de la propia institución, lo que lleva a imprecisiones y confusiones terminológicas tremendas. Por ejemplo, se abusa en la aplicación de títulos como el de "real y pontificia" a instituciones que distaron mucho de serlo.7 De ahí que se embrolle todo intento de explicación sobre el polémico asunto de las universidades regidas por las órdenes religiosas, sus conflictivas relaciones entre sí y respecto de las llamadas públicas o reales. Conviene pues proponer unas líneas generales que ayuden a esclarecer por qué hubo tal número y variedad de instituciones, y bajo qué rubros se agrupan mejor.

Comienzo con un brevísimo repaso de las condiciones en que surgieron las universidades modernas en la Península, para luego ocuparme de algunas causas que explican la distribución geográfica de las instituciones americanas, y a continuación presento su surgimiento a lo largo de tres amplios periodos, que remiten, a su vez, a otros tantos modelos: 1) El siglo XVI, cuando se fundan tres universidades reales. 2) Los primeros dos tercios del siglo XVIII. Entonces, numerosos estudios de las órdenes dominica, jesuita y agustina son habilitados para graduar a sus estudiantes, y esas instituciones se adjudican el título de universidad. 3) Un último periodo, de marcado acento secularizador, parte de fines del siglo XVIII y llega a las postrimerías del periodo colonial. Entonces desaparecen casi todas las universidades del clero regular, dando paso, casi siempre, a instituciones de carácter real o a cargo del clero secular.

 

Viejas y nuevas universidades en la Península

Luego de la creación de Palencia (1212-1214), Salamanca (1254) y Valladolid (1346), no se consolidaron nuevas universidades en la Corona de Castilla en siglo y medio. A continuación, de modo casi simultáneo, más de una docena de instituciones surgieron entre 1490 y 1550. Baste mencionar la de Sigüenza, fundada bajo un modelo colegial en 1490; la siguieron, entre otras, Alcalá de Henares (1500), Santa María de Jesús, en Sevilla (1518), Toledo (1521), Santiago y Granada (1526). Las universidades nacidas en los albores de la época moderna tuvieron diferencias capitales respecto de sus antecesoras medievales, y conviene decir una palabra sobre éstas, en la medida que nos ayudarán a entender las más recientes.

Como muestran diversos estudios, Salamanca y Valladolid siguieron, a su modo, el modelo boloñés.8 Los estudiantes reunidos en una ciudad se agrupaban en asociaciones —universitates— según las naciones de procedencia, a fin de obtener las garantías legales y los privilegios concedidos por el rey o el emperador y el papa. La congregatio de estudiantes —llamada claustro en Salamanca— elegía de entre sus miembros a un principal o rector y a los diversos oficiales de la congregación, y se dictaba a sí misma las normas o statuta que normaban la vida escolar y corporativa. La universitas también designaba a los catedráticos y decidía lo que cada uno leería anualmente en el studium. Además, gozaba de jurisdicción propia, independiente de la eclesiástica y la municipal. Debido a que tales universidades se gobernaban y legislaban a sí mismas, y lo hacían mediante juntas llamadas claustros, los historiadores las han llamado claustrales. Por lo común, el rey o el papa confirmaban los estatutos que una universidad daba en sus claustros.

En cambio, las universidades fundadas a partir del siglo XV —exceptuada la grandiosa de Alcalá— solían ser pequeñas y problemáticas. Surgían de la iniciativa de un rico clérigo o un noble, decididos a crear un colegio para instruir a jóvenes clérigos en ciudades donde la ausencia de universidad dificultaba su formación. Lo más importante, tocaba al fundador pagar todos los gastos de su proyectada institución. Él construía la casa con aulas, capilla y espacios para alojar a los colegiales y catedráticos. A la vez, reunía un conjunto de propiedades y objetos valiosos, cuyos réditos —al modo de un fideicomiso— garantizaran la manutención presente y futura de colegiales y catedráticos. Además, tenía obligación de tramitar ante las autoridades correspondientes todos los permisos que dieran carácter legal a su colegio. Para ello, pedía una bula al papa y, de ser necesario, una cédula real. Cuando había edificado, dotado y fundado, se convertía en patrono. La fundación surgía, jurídicamente hablando, mediante un convenio de patronato laico9 entre el fundador y la autoridad eclesiástica, con derechos y obligaciones para cada parte.

A cambio de sus gastos y trabajos, el patrono podía modelar a su gusto a su fundación. Él, sin consultar a los escolares, dictaba los estatutos: su colegio debía mantener en régimen de internado a cinco, doce o más estudiantes pobres, a un capellán y catedráticos, cuyas lecciones estarían abiertas a los internos y a estudiantes externos. También regulaba el modo de reclutar a los becarios, a los catedráticos, al capellán y los oficiales; cómo elegir al rector y cómo organizar los estudios. En un segundo momento (a veces desde el principio) se gestionaban bulas papales que dieran licencia al colegio para graduar de bachiller, licenciado y doctor. A veces, pero no siempre, pedían también cédula real. Si tenían éxito, había nacido un colegio-universidad y el rector del colegio regía también la universidad.

A diferencia de las universidades medievales, que se gobernaban a sí mismas a través de sus claustros, en el nuevo modelo tanto colegiales, estudiantes externos como rector y catedráticos debían someterse a la voluntad del patrono. Por lo demás, los grados académicos de las nuevas universidades valían lo mismo que los otorgados por las tradicionales de Salamanca y Valladolid.

No todas las universidades surgidas en la época moderna adoptaron el modelo colegial, que en América poco se intentó. Sin embargo, desde entonces, las nuevas fundaciones españolas y americanas nacieron sujetas a un patrono externo quien, a cambio de financiarlas, regulaba hasta en las minucias todas las actividades de su universidad, reduciendo casi a cero los derechos consuetudinarios de estudiantes y maestros en las universidades medievales.

El caso de Granada, fundada por el rey, ayuda a comprender el carácter de muchas universidades americanas. Como se sabe, Castilla conquistó el reino a los moros en 1492. El papa otorgó a la Corona el patronato sobre las instituciones eclesiásticas, con derecho a construir iglesias, nombrar obispos y párrocos y recoger el diezmo. Sin embargo, las universidades no eran instituciones eclesiásticas; por tanto, si el rey pretendía crear una, estaba obligado, como cualquier particular, a edificar, dotar y fundar. Así, cuando Carlos V erigió un colegio y universidad en Granada, en 1526, se convirtió en su patrono, pues a su costa se erigieron los edificios, él dotó bienes para la manutención de los colegiales y salarios de los catedráticos y, en su calidad de rey, la fundó en lo jurídico. El papa confirmó la erección real en 1532. Granada fue pues la primera universidad real surgida en tierras conquistadas por los castellanos, pero, a diferencia de lo que ocurriría en el Nuevo Mundo, el rey no fundó otras en la Península (véase González, 1995b: 309-318).

Si los colegios-universidad fueron creados por el clero secular o la alta nobleza (Osuna, 1550), también hubo órdenes religiosas que ganaron licencias para graduar en sus colegios o conventos. El colegio de Santo Tomás, fundado en Sevilla por el arzobispo Deza en 1517, para colegiales dominicos, empezó a graduar al año siguiente. Sirvió de modelo para fundaciones como Santo Tomás, en Bogotá, en 1639. A su vez, el colegio jesuita de Gandía, en el reino de Valencia, graduó desde 1547. Pero también hubo conventos que, sin fundar un colegio, obtuvieron bula para graduar. El primero fue el de Santo Domingo, en La Española, en 1538, y su bula fue calcada por el convento de Ávila, en 1570. En el siglo XVIII, ése sería el modelo de muchas universidades americanas. En tales casos, el colegio jesuita o el convento dominico o agustino, a cambio de financiar los estudios, mantenían un control férreo sobre sus universidades, como se verá en su lugar.

En suma, es cierto que el modelo medieval salmantino tuvo influencia en el mundo universitario hispanoamericano, pero, al lado suyo, también influyó el precedente de las universidades reales, y el de las gobernadas por colegios y por conventos de las órdenes religiosas. En consecuencia, se trata de un mundo muy complejo y como tal hay que emprender su estudio.

 

Ciudades y universidades en el Nuevo Mundo

Durante los tres largos siglos de dominio español en América, surgieron entre 25 y 32 universidades de diverso carácter en 15 ciudades.10 En tan dilatado espacio y tiempo, unas no se consolidaron, mientras otras sufrieron reformas, a veces tan radicales, que es difícil afirmar que se trató en todo tiempo de la misma institución. Muchas desaparecieron antes de la Independencia por varias razones, como la expulsión de los jesuitas. En otros casos, arrastraron una existencia frágil y episódica, fuente de debates entre historiadores. También sucedió, como con los franciscanos de Bogotá, que la orden graduaba sin tener facultad cierta.

Mientras en España la fundación de una nueva universidad en la época moderna ocurría en cualquier lugar donde aparecía un mecenas dispuesto a financiarla,11 en el Nuevo Mundo, en cambio, se advierte cierta racionalidad, derivada del mayor peso del rey. Ante todo, estaba la situación geográfica. La separación física de la metrópoli, con el Atlántico por medio, favorecía el control real, pues el contacto entre ambas orillas debía hacerse a través de flotas estrictamente vigiladas y el Consejo de Indias decidía sobre los asuntos de mayor importancia. Incluso cuando alguien recurría directamente al papa, las bulas sólo eran aplicables con aval de la Corona. El rey era, pues, árbitro indiscutible. Por todo el territorio colonizado había enclaves de conquistadores que trataban de reproducir, hasta donde podían, las formas de vida española, con sus ayuntamientos, catedrales, conventos de frailes y monjas y, ¿por qué no?, colegios y universidades. Desde ahí se solicitaba su creación, pero valían muy poco las iniciativas sin el aval regio.

Si se atiende a la distribución geográfica de las universidades americanas, resulta que se asentaron, así en el continente como en las islas, en ciudades importantes, con concentraciones significativas de población española dedicada a actividades mercantiles, financieras, manufactureras, mineras y propietarios de plantaciones agropecuarias. En tales centros, los jefes de familia debían hallar colocación a cada miembro de su prole, a veces copiosa. Pero ese dato no bastaba. Hubo ricas e importantes ciudades como Puebla, Zacatecas o Potosí, que nunca albergaron universidad. Importa pues agregar que, a más de importancia social y económica, las ciudades debían ser también capitales administrativas, en lo civil y en lo eclesiástico, tanto en relación con el clero secular como el regular. Donde se combinaba la presencia de una real audiencia estable y de un obispo, tarde o temprano hubo universidad. En ellas solía haber además importantes conventos.

Durante la época colonial funcionaron 13 audiencias reales en otras tantas ciudades.12 Las audiencias, tribunales reales colegiados, tenían la más alta responsabilidad judicial y gubernamental sobre cierto territorio. Por esto las presidía el oidor decano, el capitán general o el virrey, según la relevancia política de la plaza. Las audiencias fueron, pues, el vínculo de mayor jerarquía entre un gobierno local y el poder metropolitano. Por tanto, el acceso a muchos cargos y a posiciones de influencia dependía de las buenas relaciones con los oidores y su círculo; en todo caso los oficios propios de letrado requerían de formación escolar.

A su vez, todas las sedes de una audiencia alojaban también a un obispo o arzobispo, es decir, al jefe del gobierno eclesiástico regional.13 De ahí la presencia estable de una clerecía facultada para proveer curas en todas las parroquias de la diócesis, conducir los tribunales eclesiásticos y administrar los oficios sagrados en la iglesia catedral. Ésta, como se sabe, era regida por un cabildo eclesiástico, y se servía de capellanes y clérigos para el coro y los diferentes oficios litúrgicos. Muchos jóvenes sin patrimonio propio procuraban colocarse en cualquiera de esas funciones, pero su desempeño también presuponía una formación literaria.

Las órdenes religiosas jugaron un papel esencial en la llamada conquista espiritual del Nuevo Mundo.14 En pocos años, franciscanos, dominicos, agustinos y —desde fines del siglo XVI — jesuitas se expandieron por todo el territorio, organizando la conversión y doctrina de los indios, pero dirigidos desde los conventos provinciales, situados en las capitales políticas, como las audiencias y los obispados. En los grandes conventos, los frailes solían tener su propio studium generale para instruir a sus miembros en gramática, artes y teología. Por lo común, sus studia admitían a laicos y a clérigos seculares deseosos de estudiar, pero carecían de autoridad para graduar, al menos durante el siglo XVI. Los jesuitas abrieron colegios donde alojar y enseñar a jóvenes criollos, siempre que surgieran magnates dispuestos a pagar por la creación y sostenimiento de tales instituciones. Y si bien en un principio tampoco se les permitió graduar, hospedar uno de sus florecientes colegios evidenciaba la riqueza y esplendor de un lugar.15

Ciudades con audiencia fueron: Santo Domingo (1511),16 México (1527), Lima (1542), Guatemala (1543), Santafé de Bogotá (1547), Guadalajara (1556), Charcas (1559), Quito (1563), Panamá (1563), Santiago de Chile (1609), Buenos Aires (1783), Caracas (1786) y Cuzco (1787). En ellas solía haber importante actividad económica, un cabildo seglar de población española, sede episcopal y, a veces, cabecera provincial de las órdenes religiosas. Salvo dos casos, en todas hubo universidad tarde o temprano, a veces dos o tres. Las excepciones: Panamá y Buenos Aires, parecen confirmar la regla. La primera, en la costa pacífica del Istmo, garantizó, hasta el siglo XVIII, el traspaso de la plata peruana al Atlántico. Varias veces la ciudad fue saqueada por piratas y al final decayó su importancia como corredor. Panamá perdió en definitiva su audiencia en 1751. Los jesuitas, antes de su expulsión, en 1767, intentaron sin éxito convertir su colegio en universidad. Buenos Aires, en la desembocadura del río de la Plata, no tuvo importancia estratégica hasta el fin del siglo XVIII, cuando la plata peruana empezó a pasar al Atlántico a través de ese río. Inglaterra amenazó tan estratégica área, y se reabrió una audiencia en 1783, mientras que el virreinato existía desde 1776. Los planes para crear una universidad sólo cuajaron al surgir la nueva nación.

Si la mayoría de las capitales de audiencia tuvieron universidad, dos sedes de gobernación, con rango de capitanía general, también las albergaron: Mérida de Yucatán y La Habana. La primera, sede episcopal desde 1561, se acogió, como veremos, a la bula de 1621, confirmada por el rey en 1624, para graduar. Los dominicos crearon universidad en La Habana, en 1722 (el primer obispo llegó medio siglo después, en 1787), en respuesta a las demandas de la población española, enriquecida con el trabajo esclavo en las plantaciones y por el comercio trasatlántico de caña de azúcar, tabaco y café. En este grupo caería Córdoba, en el Tucumán, provincia del Alto Perú. La sede del gobierno y del obispo estaban en la ciudad de San Miguel; en la práctica, la riqueza agrícola y el prestigio de Córdoba fueron opacando a la capital: en 1699 se mudó ahí la silla episcopal y, a fines del XVIII, Córdoba encabezó una de las intendencias en que se dividió el Tucumán.

Queda por fin el caso de Huamanga (hoy Ayacucho), también parte del Alto Perú. Como Córdoba, fue parte del sistema comercial interregional que proveía de instrumentos, bestias, manufacturas y alimentos al centro minero de Potosí, en área desértica.17 Huamanga, valle agrícola y obispado desde 1609, era notable productora de trigo. Su próspero obispo obtuvo del rey, en 1677, la transformación de su seminario conciliar en universidad. Así pues, con alguna excepción, las universidades americanas surgieron al lado de las grandes sedes de poder político, eclesiástico y económico, en beneficio de los hijos de las élites de origen europeo.

 

El prototipo a alcanzar: las universidades reales del siglo XVI

Desde el segundo cuarto del siglo XVI, Santo Domingo y las circundantes islas caribes perdieron su inicial relevancia económica y política en favor del continente. Sin embargo, una real audiencia y un obispado se crearon ahí en 1511. Más tarde, en 1546, cuando las Indias se subdividieron en lo eclesiástico en tres arzobispados, uno tocó a la capital de la isla y los otros dos a los polos emergentes de México y Lima, por entonces los únicos virreinatos. Muy pronto, apenas los habitantes españoles de Santo Domingo, México y Lima creaban comunidades estables, con poderes civiles y eclesiásticos, solicitaron al rey la creación de universidades.

Los motivos de los habitantes de las tres ciudades —y no fueron las únicas— eran análogos. Argumentaban la necesidad de formar ministros propios para cristianizar el territorio. La demanda abría una cuestión: ¿convenía crear un clero autóctono? Si se optaba por el sí, bastaba con admitir estudiantes indios en las futuras universidades. Pero muy pronto los defensores de la exclusión ganaron el debate. Por tanto, las peticiones —formalismos aparte— se hicieron como un asunto que sólo competía a los pobladores españoles. En términos legales estrictos, los indios siempre cupieron en las universidades. En la práctica, fue del todo excepcional que algunos naturales, a título de caciques, se admitieran en ellas.18 Se plantearon, en todo, como instituciones para la población de origen español.

En consecuencia, la evangelización de los indios fue vista como un posible campo de ocupación para los jóvenes criollos. Muchos carecían de todo empleo digno. Su ociosidad era un peligro para la paz social. De haber universidad, podrían recibir educación literaria y formación moral. Con clérigos nacidos e instruidos en el Nuevo Mundo, la real hacienda se ahorraría el costo de enviar misioneros de la Península. Más aún, como numerosos conquistadores y antiguos pobladores eran pobres, la universidad abriría a sus hijos las puertas del gobierno civil y eclesiástico, y los hijos de la tierra empezarían a tener beneficios en su lugar de origen, olvidando la tentación de ir a España. La universidad daría estabilidad y prestigio a las ciudades, en vista del buen desempeño de sus graduados. En cambio, al no recibir los jóvenes formación universitaria en sus lugares, el viaje a Castilla era largo, caro y peligroso, y la mayoría de ellos preferiría quedarse.19

Los alegatos destacaban las ventajas que las universidades traerían al rey y a los vecinos españoles, pero la respuesta real era la misma: podrían crearse, siempre que no gravaran a la real hacienda. Las iniciativas nunca partían del rey, obsesionado por sus rentas, sino de los súbditos, que una y otra vez demandaban respuesta. Desde México, el virrey Mendoza replicó a Carlos V que los reyes, sus ancestros, habían creado del fisco real hospitales, iglesias y aun la universidad de Granada, y que tales obras debían proveerlas directamente los monarcas (véase Méndez, 1952:108).

Tras largos regateos, en 1551 la Corona accedió a erigir dos universidades, Lima y México. La primera se aprobó en mayo, cuando el dominico fray Tomás de San Martín, con poderes de la ciudad de Lima y de su orden, propuso el convento dominico como sede de la nueva institución. El proyecto no significaba gastos para el rey y sin duda de ahí su éxito. Con todo, la cédula real especificó que la universidad se instalaría en el convento "entre tanto que se dé orden que esté en otra parte donde más convenga". Ese segundo momento ocurrió en 1571, a raíz de un conflicto con la orden. El virrey Toledo alegó que era mejor para la institución existir por sí misma y no supeditada a un claustro: "para las mismas universidades es más autoridad estar por sí y no arrimadas al amparo de ningún monasterio". Arrebató la institución a los frailes, proveyó indios para su sostenimiento, y aprobó unas primeras constituciones para su gobierno.

En ellas se prohibía nombrar rectores del clero regular, se permitía un claustro de doctores que gobernara la institución, el cual redactó los primeros estatutos. La presencia del rey, que crecería con el tiempo, se percibe en varias normas: detrás de la cátedra para otorgar los grados, debían colocarse las armas universitarias y las reales. Surgía la real universidad de Lima. El monarca, con alguna reticencia, acabó aceptando la merma para su real hacienda derivada de la asignación de una encomienda al nuevo estudio general (véase Eguiguren, 1951: 479-650).

En cuanto a México, la primera solicitud conocida se remonta a 1525. Las reticencias financieras del rey y los conflictos suscitados por los encomenderos postergaron la aprobación real. Años de cartas en ambos sentidos, hasta que el virrey Mendoza ofreció donar unas estancias propias a cambio de que el rey diera el resto. El mismo año de 1551, pero cuatro meses después que Lima, una cédula real aprobó la fundación de un estudio y una universidad, y dotó el salario de los catedráticos con mil pesos de oro de la real hacienda.20 El virrey y la audiencia, comisionados por el rey, la pusieron en obra a partir de 1553, dándole una organización claustral, y fue en el seno del claustro de doctores, bajo estricta supervisión de dichas autoridades, como ella se dictó sus propios estatutos.

La tercera y última universidad real del siglo surgió en Santo Domingo, también sede arzobispal, en 1558. Veinte años antes, el mercader Hernando Gorjón propuso al rey donar sus bienes para fundar un colegio y hospital, a cambio de ciertos privilegios.21 Entre las capitulaciones aprobadas por Carlos V en 1540, el rey acordó solicitar al papa los privilegios del hospital de Madrid al hospital de la isla, y al colegio, los del estudio de Salamanca. Gorjón gozaría del patronato, pero al morir, una mitad pasaría al rey y la otra, a sus herederos. El testamento, otorgado en 1540, confirmó las capitulaciones y volvió a pedir los privilegios de Salamanca para su colegio. Por fin, en el codicilo de 1547, estando para morir, dejó su mitad de patronato a la ciudad. Los bienes no bastaron para el ambicioso proyecto, y se vendieron, poniendo a censo su producto, para aplicarlo a un colegio de gramática iniciado por el ayuntamiento. El rey dio su venia en 1550.22 Dos años después, el cabildo de la ciudad y la audiencia aprobaron los estatutos del colegio, que dictaría una clase de gramática y otra de latinidad. Las becas para colegiales se previeron, pero quedando para mejores tiempos, así como el plan de crear nuevas cátedras. En cambio, se reiteró la petición al rey para dar rango universitario al colegio. Éste ya funcionaba al llegar la cédula en 1558, que le daba licencia para graduar. Pero no se dictaron los nuevos estatutos ordenados por la Corona. El procurador obtuvo del rey el despacho de dos dominicos que leyeran en el nuevo instituto, pero los conflictos surgidos entre la catedral, la orden dominicana, la audiencia y la ciudad, llevaron a los frailes a abandonar la docencia. Entre tanto, las rentas, administradas por la ciudad, mermaron, lo que llevó a un progresivo deterioro de la institución.

En 1583, con la visita de Rodrigo de Ribero, se avistó una mejoría. El rey dio a Gorjón el patronato completo, mientras viviera; después, lo compartió con la ciudad, sin duda porque él no otorgó apoyo financiero. En la práctica, la audiencia poco intervino, y dejó a la ciudad manejar el legado. El visitador quitó a la ciudad su tradicional mando, pasándolo al presidente de la audiencia, saneó las finanzas, restauró las cátedras y creó una de cánones, otra de leyes, y dictó estatutos (véase Utrera, 1949a). Sin embargo, a vuelta de dos años, la ciudad fue ocupada y saqueada por Francis Drake, y los esfuerzos de renovación se olvidaron, al quedar el colegio en ruinas y de nuevo en poder de la ciudad. En 1604, el arzobispo Dávila Padilla aprovechó la cédula real de 1558 y el edificio del colegio para fundar su seminario diocesano, que en adelante podría graduar. Pero aquel sólo fue el inicio de nuevos conflictos.

Como se advierte, si bien la cédula autorizó una universidad real, las precarias y conflictivas condiciones de Santo Domingo impidieron su desarrollo y afirmación. Por tanto, para perfilar el modelo de las universidades reales, hay que acudir a las dos que florecieron, Lima y México. Ambas tenían financiación directa de la real hacienda. Santo Domingo, a expensas de una frágil donación privada, en manos de la ciudad, no prosperó. En los tres casos el rey fundó, pero en la isla el gobierno se partió entre la ciudad y la audiencia, fuente de conflictos sin fin. Lima y México, sujetas directamente al rey, no dependieron de particulares ni de corporaciones. Esto facilitó un control más eficaz, pero también más estable.

En los tres casos, el rey otorgó los privilegios de Salamanca, pero restringidos. El modelo medieval de universidad que se regía y legislaba a sí misma mediante un conjunto de claustros, no se alcanzó de lleno en América, pero se volvió un marco de referencia constante. El carácter claustral de Lima y México les permitió obtener, con el tiempo, cierta autonomía para su actividad interna, es decir, la facultad de elegir por sí misma sus órganos de gobierno, derecho a vigilar el manejo de sus finanzas, a designar a los catedráticos y a dictar algunas normas para sus actividades internas. Asimismo, obtuvieron una limitada jurisdicción.

Es cierto que México y Lima llegaron a reflejar en términos muy generales el modelo salmantino, pero su dependencia de un patrono —el rey— las equiparaba con el resto de las surgidas en la época moderna en la Península, supeditadas a un amo externo. Ambas universidades vivieron bajo un doble foco de tensión. En tanto que reales, las sostenía la Corona y sufrían estrecho control del virrey y la audiencia. A la vez, en su carácter de universidades regidas a sí mismas por sus claustros, ganaron autonomía. Puede decirse así que, a mayor peso específico de los claustros, la intervención real se atenuaba, y viceversa. Esa relativa capacidad de autogestión les permitía actuar (como dijo el virrey Toledo) "por sí, y no arrimadas al amparo de ningún monasterio". Por ello las universidades reales, públicas o formadas de México y Lima fueron el modelo pretendido por las otras ciudades.

Con todo, para que nuevas universidades reales surgieran, hubo que esperar más de un siglo. Por mientras, se habilitó una solución de compromiso que poco agradó a las partes: la licencia para otorgar grados a los cursantes de los estudios de las órdenes religiosas de Santo Domingo y la Compañía.

 

Las universidades interinas de las órdenes religiosas (Siglo XVII)

Desde muchas ciudades se demandaba al rey una universidad como las de México y Lima, alegando que se hallaban a miles de millas de distancia, lo que obligaba a viajes largos, caros y peligrosos. Pero la Corona no estaba para erogaciones y el clero secular no pudo o no quiso dar sostén económico a las reiteradas solicitudes de universidad. En cambio, las poderosas órdenes religiosas, en particular los dominicos y los jesuitas, tomaron la iniciativa.

Los primeros lograron, en 1530, la creación de la provincia de Santa Cruz, con sede en la ciudad de Santo Domingo y mando sobre los dominicos de todas las Indias. Por lo mismo, la orden quiso que el estudio de su convento estuviese a la altura de tan alto rango. El provincial y el prior ganaron, en 1538, licencia apostólica para crear una universitas, facultada para promover a estudiantes seculares y regulares a los grados de bachiller, licenciado y doctor en todas las facultades (véase Beltrán, 1973). Pero la bula no se llevó al Consejo de Indias para el pase real, ni la orden la acogió formalmente hasta 1734 (Valle, 1950). Por su parte, los dominicos de México y Lima rehusaron acatar a la provincia de Santa Cruz, creando otras. Además, los frailes estaban muy divididos entre los partidarios de una vida de reclusión en sus conventos y los que pretendían evangelizar. El convento de la capital sufría continuas sangrías de frailes hacia el continente y hacia España, por la creciente penuria de la isla. En 1571, sus muros cedieron y apenas había docencia.

Bajo tan azarosas condiciones, los datos sobre la bula se cuentan con los dedos. En 1544 se le hizo una copia oficial, y consta que se usaba para graduar, pues en 1559 el presidente de la audiencia fue acusado de tolerar el doctoramiento de un médico en el convento "por virtud de una Bula que dice tener del Papa [...], no siendo, como no es, Universidad que tenga facultad para ello" (citado por Valle, 1950: 148). Otra mención revela que, en 1568, el fiscal Santiago del Riego quiso quitar la bula a los frailes, quienes, en un memorial, reconocieron la necesidad de la licencia real, pero alegaron que antes nadie los había objetado. Pedían al rey, por el provecho de los estudios y los grados para la ciudad, validar los grados otorgados y confirmar la facultad.23 Sigue un silencio total durante 60 años. No se alude a la bula ni a los grados en los informes del convento, ni en relatos de viajeros. Al parecer, el propio cronista dominicano Dávila Padilla, arzobispo de la ciudad a comienzos del siglo XVII, ignoraba todo al respecto. Sólo en un informe de 1632 se vuelve a hablar de la bula y los grados. Desde entonces, las referencias aumentan. El estudio parecía fortalecerse, antes de entrar, en la primera mitad del siglo XVIII, a una disputa tan feroz como prolongada con la Compañía de Jesús. En el marco de esos enfrentamientos, la orden consiguió licencia real para graduar en 1709.

Una historia tan accidentada —marcada por los penosos avatares de la isla— prueba que la iniciativa de las órdenes para crear universidades mediante bula, sin confirmación real, estaba condenada al fracaso, o a una existencia en constante vilo. El breve obtenido por los dominicos de Bogotá en 1580 no tuvo mejor suerte, ante las negativas y dilaciones de la Corona para dar el pase; la universidad debió esperar a 1625, valiéndose de otros instrumentos legales, sancionados por el rey y el papa.24 Algo parecido ocurrió con el breve ganado por los agustinos de Quito en 1586. Si bien inauguraron la universidad en 1603, el pase demoró hasta 1621, con la salvedad de que era válido mientras el rey no creara estudios generales (Rodríguez Cruz, 1973, vol I: 414-417).

No se trataba sólo de contener o castigar a los frailes por saltarse la autoridad real. En todo tiempo la política indiana parece responder a la persuasión de que los conventos no eran la instancia ideal para acoger universidades. Así lo muestra el ensayo de la universidad dominicana en Lima (1551-1571), cuando la petición se hizo al rey y no al papa. Entonces, la cédula fundacional de 1551, sugiere cierta interinidad: la nueva fundación operaría en el convento dominico "entre tanto que se dé orden que esté en otra parte donde más convenga". Pronto el virrey Toledo la quitó a los frailes, sujetándola al control real. Sus argumentos contra las universidades monásticas se reiteraron de tiempo en tiempo desde otras latitudes. No era fácil ni conveniente —alegaba— enseñar derecho civil y canónico, ni medicina, en un convento, cuando los frailes no requieren de otras disciplinas que artes y teología. En segundo lugar, las universidades tendrían mayor autoridad valiéndose por sí mismas, sin depender de los regulares. Una tercera razón era que el rector, siendo fraile, estaba sujeto a una jurisdicción particular y no a derecho común; por tanto, sería difícil exigirle responsabilidades legales, en especial en asuntos financieros, vitales para las universidades.25 Además, como indicó la audiencia de Santafé, en 1623: quedando toda en manos de una orden, a la hora de proveer cátedras no había libres oposiciones de otros religiosos y de seculares.26

Ante las reiteradas peticiones de universidad y la firme reticencia real para dotarlas, los jesuitas propusieron una solución interina, pero de alcance general. Se trataba de resolver, al menos, la apremiante necesidad de contar con graduados, es decir, con individuos facultados para ocupar cargos de letras. El procurador de Indias expuso ante el consejo, en 1612, que sería oneroso para el rey crear nuevas universidades en las Indias y Filipinas. No obstante, los grados académicos eran indispensables para "premiar" a los estudiantes que aspiraban a ciertos oficios, pero resultaba en extremo difícil viajar a México o Lima a graduarse. Por tanto, propuso que en los lugares donde un colegio jesuita enseñara a estudiantes seculares, y la universidad inmediata se hallara a muchas millas de distancia, éstos pudieran ser graduados, bien por la Compañía —que gozaba de privilegio papal para sus colegios europeos— o, al menos, por los obispos locales. El permiso sería válido tan sólo "en el ínterin que se fundan universidades" en dichos lugares.

En un principio se rechazó la propuesta, pero ella contenía todos los motivos que pesaron cuando se dio paso a las universidades de regulares. De modo inesperado, los dominicos —en cerrada competencia con los jesuitas— aprovecharon primero la propuesta. Lograron que el rey solicitara licencia papal para graduar a estudiantes de sus studia generalia después de cinco años de lecciones, si sus escuelas distaban más de 200 millas de una universidad. El obispo otorgaría los grados. La bula se ganó en 1619, con validez para un decenio. La orden rival reaccionó, y dos años después ganó un breve semejante. El exequatur real llegó enseguida para ambos pliegos.27 Así, en el segundo cuarto del siglo XVII, los colegios jesuitas de Santafé, Quito, Santiago de Chile, Cuzco, Charcas, Córdoba, Mérida de Yucatán y, pocos años después, Guatemala, empezaron a graduar. Los dominicos podrían al fin crear la universidad de Santo Tomás en Bogotá, tras 40 años de disputas legales, sus estudiantes recibirían grados. Además, el privilegio se extendió a sus estudios de Chile, Guatemala, y pronto a Quito. A fines del siglo, los agustinos crearon universidad —además de Quito— en Santafé.28

¿Qué significaron, en la práctica, las nuevas licencias? Como señaló la audiencia de Santafé, en 1623, los breves y las cédulas no creaban universidades formadas: tan sólo permitían a los estudiantes de los respectivos colegios, luego de cinco años de estudios, pedir el grado al obispo.29 Pero muy pronto, las órdenes pretendieron alargar el alcance de las licencias y dar título de universidad a sus colegios. Al propio tiempo, en ciudades donde coexistían las dos órdenes, cada cual dio ásperas batallas por anular las licencias de la otra. Apenas recibir las cartas —prosigue la audiencia— , el "colegio de la Compañía ha hecho las constituciones y fundado cátedras de estas facultades [artes y teología] y nombrado rector, examinadores y bedeles, secretario y depositario de propinas y derechos [...] ha incorporado doctores y maestros de estas facultades [...] y han graduado a muchos estudiantes que tiempo atrás habían estudiado, [... tomando] a cada bachiller ochenta reales de derechos". En esas constituciones "ordenan fundar universidad" y piden al rey "facultad de fundar cátedra de gramática, decreto y decretales". Eso equivalía a "extender" lo permitido por el rey y el pontífice. De modo análogo, ignorando el corto alcance legal de los breves, que tan sólo daban permiso a los obispos para graduar, cada orden se empeñó en interpretar el texto como licencia plena para crear universidad formal en sus respectivas ciudades.

Se desconocen las tempranas constituciones de Santafé, pero están las de Córdoba, también jesuíticas. Un primer documento del colegio revela la inicial aceptación de los términos estrictos contenidos en el breve y la cédula, una mera licencia para graduar. Hacia 1623, Pedro de Oñate dictó 37 "Ordenaciones [...] para dar los grados conforme a la bula de Su Santidad".30 Mandó no llevar "nombre de Vniversidad", ni armas, mazas ni jurisdicción. Los escolares cursarían según las constituciones de la orden, y los estatutos trataron en exclusiva de los grados. Los cursantes de facultad se matricularían cada año para aprobar los cursos, jurando obediencia al "Rector de los estudios". Se regula lo exigido para cada grado y los respectivos ejercicios previos. En artes habría cuatro examinadores: el cancelario o prefecto de estudios, los dos lectores de teología y el de artes. Sus votos serían "como se hazen en las universidades". En los doctoramientos, habría desfile solemne, invitando a "los graduados y graduandos" a acudir y participar en los actos de conclusiones. Un secretario llevaría un libro de matrículas y uno de grados. Se aprueba un pago a los oficiales (un bedel-maestro de ceremonias) y propinas, pero la orden no tomaría nada para sí. En las adiciones de 1630 y 1651, no aparece el nombre de universidad (Martínez Paz, 1944: 92-97).

En cambio, las constituciones cordobesas del visitador Andrés de Rada, de 1664, emplean la palabra universidad desde el principio (ibid.: 101-163). Contemplan ya la existencia de una caja y reglamentan con detalle los estudios, los actos académicos, las fórmulas para la colación de grados, los juramentos y los aranceles. Permiten un claustro de doctores y la presencia de "consultores", pero todo queda al arbitrio del rector, quien gobernará "absolutamente" la universidad (const. 5). Será rector de ella el mismo del colegio, o quien nombrare el provincial. Oficiará de cancelario el prefecto de estudios, y a ellos dos compete "tan solamente [...] la facultad de dar la aprobación para los grados". Doctores y maestros jurarán, al borlarse, no contravenir en cosa alguna los estatutos (const. 7). Se trata, pues, de un estilo de institución férreamente centralizada, donde la vida colegiada, fuera de tomar parte en los actos públicos, se somete a la voluntad del rector. Un paso adelante hacia la emancipación de la autoridad episcopal fue la licencia, obtenida en 1678, para que el rector pudiese graduar en ausencia del obispo o el maestrescuela de la catedral. Para esas fechas, el Consejo de Indias ya le otorgaba título de universidad.

Volviendo a Santafé, se sabe que los dominicos hicieron estatutos en 1626 para regular la concesión de grados por el arzobispo a los cursantes del convento. En 1639, al abrirse el colegio de Santo Tomás, con universidad anexa, se dictaron nuevos, que ya permitían al rector graduar. Reformados en 1658, son los primeros conocidos.31 El patrono no era el rey, sino el fundador, Francisco Núñez y herederos. La autoridad máxima y directa del colegio-universidad era el provincial, pues —como ocurría en Sevilla con el colegio universidad de Santo Tomás— el prior del convento del Rosario no tenía jurisdicción sobre él. El rector del colegio —con 12 becas para frailes dominicos— también regía a la universidad. Se contempló su elección cada dos años por los mismos colegiales, pero lo designaba el prior (Salazar, 1946: 591). Había un vicerrector elegido por el capítulo provincial y dos consiliarios, por los colegiales. Sólo se leían, al menos por entonces, una lección de artes, una de teología escolástica y otra de moral. Los tres lectores serían dominicos, designados por el provincial. El claustro incluía a todos los doctores, regulares y seculares, pero sólo se reunía por orden del rector, y para acompañar actos de doctoramiento, pena de no recibir propinas. Tal como ocurría con los jesuitas, la orden —a cargo de todos los gastos de cada universidad, de modo directo o a través de legados píos— era dueña y señora de la institución, y la vida corporativa no iba mucho más allá de la participación en las fiestas y en las ceremonias de grados.

En Córdoba y Charcas, las instituciones jesuíticas no sufrieron competencia de las dominicas, lo que les permitió un desarrollo menos conflictivo. Tampoco la de Yucatán, pero apenas sabemos de ella. Muy distinta era la situación en Santiago de Chile, Guatemala, Quito, Cuzco (y en Santo Domingo en el siglo XVIII), pues en una misma ciudad debían coexistir dos y hasta tres universidades, en perpetuo afán por anularse entre sí. Pero, más allá de los pleitos jurídicos y los choques entre órdenes, había un problema práctico. La diversidad de licencias obligaba a los regulares de los varios conventos y colegios a disputarse a los estudiantes seculares, no demasiado numerosos. Ni siquiera la compañía (la orden más atractiva) abundaba siempre en alumnos. Al menos eso dijeron, en 1706, los jesuitas bogotanos: "la frecuencia de estudiantes no es, en este Reino, con la numerosidad que en otros" (cit. por Salazar, 1946: 666). El exiguo caudal de escolares —y graduados— de cada ciudad debía repartirse entre las órdenes. En 1659, en un memorial al rey, Payo Enríquez de Ribera, obispo de Guatemala, daba una triste imagen de "los estudios que aquí tienen [los jesuitas] con nombre de universidad": "se reducen a dos maestros de Teología y uno de Artes. Ésta es, Señor, la universidad toda".32

La licencia para graduar en los colegios de las órdenes, otorgada al principio por diez años, pronto se volvió permanente. A pesar de ello, y de los esfuerzos de muchos colegios por volverse auténticas universidades, su suerte estaba marcada en caso de fundarse en esa ciudad una universidad pública. De ahí su inherente condición de interinas. Para volver a la citada carta de la audiencia de Santafé: bastaría con que los jesuitas y los dominicos se limitaran a garantizar los grados. Más tarde, de parecer provechosa una universidad formada, no convendría erigirla en un convento de religiosos, con sólo las facultades de artes y teología, y sin libre concurrencia para la obtención de las cátedras entre los diversos clérigos regulares, los seculares y los laicos. Lo más importante, esa universidad futura tendría que estar en todo tiempo bajo el poder del rey, como su único señor y patrón, listo para dotar sus medios de sustento, al menos mientras la universidad no dispusiera de renta propia.33 El paradigma de una universidad era, en todo momento, el de una institución abierta a los diferentes frailes, a clérigos y laicos, con todas las facultades, colocada bajo el regio patronato y recibiendo sustento público. Entre tanto, convenía permitir a las órdenes graduar, pero nada más.

 

Hacia la secularización. El siglo XVIII

Luego de la casi simultánea emergencia de la mayoría de las universidades jesuitas y dominicas durante el primer cuarto del siglo XVII, decayó el ímpetu fundador de las órdenes. La Compañía no fundó nuevas. Sólo el viejo colegio de Gorjón, en Santo Domingo, reducido a seminario conciliar por Dávila Padilla, pasó a la orden en 1703. A una con la vieja cédula de 1558, que constituía al colegio en universidad real, la orden reivindicó el derecho a graduar y cuestionó los de la orden dominica porque su bula de 1538 carecía de pase real. En 1709, el rey, sin validar la bula, y en nombre de su suprema potestad, autorizó a graduar a los predicadores. La misma orden, en Quito, transformó en 1681 su studium en universidad de Santo Tomás, chocando con las preexistentes, de jesuitas y agustinos. Por último, los dominicos presidieron el nacimiento de la universidad de La Habana, en 1721.

A pesar de esas fundaciones tardías, desde el último cuarto del siglo XVII inició un declive irreversible de las universidades de las órdenes. Tanto así que, al fin del siglo XVIII, de las 17 que en algún momento dependían de una orden religiosa, sólo quedaban tres, todas en poder de los dominicos: las de Santo Domingo, Santafé y La Habana. Si la última ciudad tuvo universidad de frailes en fecha tan tardía como el primer cuarto del siglo XVIII, se debió a la falta de un clero secular consolidado, pues el primer obispo de La Habana sólo llegó en 1787. Por lo demás, en sus primeras constituciones, de 1732, reconocía como sus patronos (aparte de San Jerónimo) al rey y, en su nombre, al capitán general de la isla, algo inusual en las universidades de regulares (Carreras, 1984).

Varios factores explican el declive; el principal deriva del pujante ascenso de la jerarquía secular, a costa del tradicional poder de las órdenes. Por ello, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, el gran impulso pasó a los obispos, con su clero secular y a las autoridades laicas. Incluso si las órdenes eran más ricas cada vez, el plato de la balanza se inclinó en favor de los seculares. El inicial predominio de los frailes en América respondió a las circunstancias concretas de la evangelización de los indios. Cumplida esa misión, la iglesia secular reclamó la primacía declarada por el concilio de Trento y tantos decretos reales. Paso a paso, logró controlar un número creciente de parroquias, introdujo los tribunales eclesiásticos incluso en las parroquias de frailes y, ante todo, conformó un aparato administrativo eficaz para la colecta del diezmo, que acabó obligando a los mismos bienes de las órdenes (Pérez Puente, 2005b). Por otra parte, conforme se afirmaba el clero secular, crecía el número de cargos para jóvenes clérigos; en cambio, las universidades de religiosos (fuera del acceso al grado) en muy poco los ayudaban a promoverse "por el camino de las letras" (Aguirre, 1998). La Corona también tenía razones políticas para promover el avance del clero secular, más fácil de controlar. En nombre del patronato, el rey premiaba lealtades con promociones eclesiásticas designando obispos, canónigos y curas párrocos. A la vez, podía penalizar a los reacios. Las órdenes, si bien sujetas al patronato, en su calidad de ricos y jerarquizados cuerpos colegiados, tenían recursos que les permitían mayor independencia. Una autonomía que costó muy cara los jesuitas.

Durante el siglo XVIII, se asiste a tres fenómenos paralelos, todos de carácter secularizador: surgen nuevas universidades reales, aparecen otras por iniciativa del clero secular, y los jesuitas son expulsados y cierran sus universidades. Pronto algunas, previa reforma secularizadora, se reabrieron como instituciones reales.

Las nueva ola de universidades reales comienza con Guatemala34 y Chile, en 1676 y 1738, cuando logran financiamiento capaz de volverlas públicas. Desde entonces, en ambas ciudades, dominicos y jesuitas perdieron su derecho a graduar, pues, como expliqué, el provisorio estatuto legal de sus licencias caducaba apenas surgían universidades reales. En 1792, Guadalajara, capital de la audiencia de Nueva Galicia, también concretó su viejo proyecto de universidad, tomando como sede el antiguo colegio jesuita. A la ciudad no llegaron los dominicos; los jesuitas, por la relativa cercanía de México, no fueron autorizados a graduar en sus colegios. Nació, pues, como institución real (Castañeda, 1984).

En segundo lugar, y de modo paralelo, un nuevo modelo surgió en tres ciudades del sur: Huamanga (1677), Cuzco (1692) y Caracas (1721). Las tres tenían seminarios conciliares y sus obispos obtuvieron licencia real y pontificia para graduar en ellos. El seminario de Mérida de Yucatán, al cierre de la universidad de los jesuitas, dio pasos para graduar a sus alumnos. En principio, el rey dio su aval en 1778, pero llegó la Independencia sin que la nueva universidad se concretara.35 Los seminarios conciliares, a diferencia de los colegios fundados por particulares, eran instituciones de patronato eclesiástico porque se sustentaban de los diezmos y no de bienes privados, "laicos" (véase nota 9). Por esto, en virtud del regio patronato, todos los seminarios eran del rey. Si éste los convertía en universidades, tenían derecho a intitularse reales, como admite la cédula fundacional de Caracas. Con todo, no eran instituciones que "están por sí", según la frase del virrey Toledo: dependían en lo económico de la mesa capitular y dependían de la autoridad del obispo. Por lo demás —a diferencia de las universidades de las órdenes, donde ellas regulaban todo lo tocante a finanzas, gobierno, estudios y grados— la marcha interna de las universidades-seminario semejaba a la de las reales. Así lo revela el caso de Caracas, estudiado por Ildefonso Leal (1963; 1965; 1970), editor también de sus principales fuentes.

En efecto, el obispo de Caracas designó al rector entre 1722 y 1784. Pronto la universidad obtuvo licencia real para elegirlo mediante el claustro pleno (Leal, 1965: 20 y 249 ss). De modo gradual ganó espacios para gobernarse a través de sus claustros ordinarios y extraordinarios. Los primeros se reunirían con regularidad y no sólo al arbitrio del rector. Prueba de que así ocurría y no quedó en letra muerta, es el volumen de sus actas (Leal, 1970). Las cátedras se dotaban por oposición, compitiendo seculares y regulares. Contó con las cinco facultades tradicionales, y el decano de cada una otorgaba los grados, o el maestrescuela, que en Caracas gozaba de jurisdicción académica. Así pues, no obstante la fuerte presencia del obispo, tenía vida corporativa, las cátedras se daban por oposición y funcionaban las cinco facultades, algo impensable en las instituciones de los religiosos. Estudios ulteriores sobre Huamanga y Cuzco ayudarán a definir mejor este último modelo virreinal de universidades.

En tercer lugar, en ese siglo la Compañía fue expulsada de los dominios hispánicos. Todas sus universidades se cerraron; unas de modo definitivo, mientras que en otros casos, la salida de los regulares abrió puertas a la secularización. Conviene dar un repaso muy sucinto a las circunstancias de cada lugar:

• En Charcas y Córdoba, donde los centros jesuitas operaban sin competencia de otras órdenes ni de seminarios conciliares, las escuelas se reorganizaron y, luego de no escasas dificultades, ambas se volvieron universidades públicas. Córdoba pasó a la orden franciscana durante unos años, pero a partir de 1800, adquirió estatuto de universidad real. En Mérida tampoco había competencia de otras órdenes, pero los trámites fundacionales no tuvieron el mismo éxito que en las otras dos ciudades.

• En Cuzco, la institución jesuita fue suprimida, pero siguió funcionando, sin competidora, la universidad secular de San Antonio.

• En Quito y Santafé las circunstancias fueron similares, no los resultados. En ambas ciudades hubo tres universidades de regulares, a cargo de jesuitas, dominicos y agustinos. En Quito, la real universidad de Santo Tomás surgió en 1776, con la consecuente extinción de las otras tres. Los dominicos alegaron la titularidad del nuevo centro —dedicado a Santo Tomás, como su extinta institución—, pero sin éxito. En Bogotá, en cambio, los empeños por crear una universidad pública se estrellaron contra la exitosa oposición de los dominicos, ciertos de que el nacimiento de la institución real conllevaba la muerte de la propia. Eliminada la competencia de jesuitas y agustinos, la dominica pasó a ser la única universidad de la ciudad.

• En Santo Domingo el resultado fue un tanto paradójico. Como los jesuitas heredaron los privilegios del colegio de Gorjón, elevado a universidad real en 1558, la expulsión de la orden implicó su extinción definitiva. La de Santo Tomás, que en 1709 ganó licencia real para graduar, firmó una concordia con los jesuitas en 1745 y pasó al patronato real. Continuó en el convento dominicano, pero debió aceptar la alternancia de rectores dominicos y seculares, elegidos por el claustro de doctores, el vicerrector y los consiliarios. Esa universidad, que al reimprimir sus estatutos en 1801, se dio título de real y pontificia, siguió funcionando al cerrarse la real-jesuítica.36

En balance, al cierre del siglo XVIII, las 15 ciudades con universidad durante la época colonial, salvo Mérida, siguieron con ella hasta la Independencia o más allá. De ellas, 11 mantuvieron su estatuto de instituciones reales o lo adquirieron. Así ocurrió con las universidades-seminario: en tanto que sujetas al regio patronato, se les permitió intitularse reales. De modo paralelo, todas las vinculadas al clero regular se extinguieron, salvo tres. Santo Domingo y La Habana debieron sujetarse al rey ya en la primera mitad del siglo, y los frailes perdieron la exclusiva para designar rectores y catedráticos. La de Santafé resistió tres décadas los empeños de las autoridades locales y peninsulares por crear una universidad pública, que no cuajó por falta de dotación económica. La institución dominica, para sobrevivir, tuvo que resignarse a la intervención directa del rey, desde 1798. Ya sin rivalidad entre órdenes, a cada ciudad cupo la posesión pacífica de una sola universidad.

La presente aproximación a los modelos universitarios coloniales es, a mi modo de ver, un punto de partida para ulteriores estudios que permitan conocer mejor el pasado de nuestras actuales instituciones. Una vez mostrados los modelos, el acercamiento al pasado de cada universidad se vuelve más comprensible, y ahorra plantear cuestiones superfluas, pero también abre la puerta a nuevas preguntas.

Queda fuera de duda que, por acción u omisión, el rey era la pieza clave del complejo proceso para crear una universidad. Muchas ciudades sintieron la necesidad de una institución local que graduara a sus jóvenes criollos, y la pidieron al rey. De aprobarla, surgía una universidad real, pública. Pero si desatendía la propuesta, la universidad no se creaba o, en el mejor de los casos, se recurría a una solución de carácter interino, casi siempre insatisfactoria, con apoyo del clero regular. Las universidades de las órdenes no eran un gravamen para la Corona, pues cada cual financiaba la propia, pero quedaba bajo su absoluto poder, y la vida colegiada era poco menos que inexistente. Los problemas crecían cuando dos o más órdenes reñían en la misma ciudad para que sólo graduara su propia institución. Al consolidarse el clero secular, desde mediados del siglo XVII, las universidades de regulares entraron en crisis y empezaron a desaparecer. A veces, la creación de nuevas instituciones reales obligaba a su extinción. A la vez, la expulsión de los jesuitas llevó a cerrar o secularizar las que administraba. En cuanto a las universidades del clero secular, si bien las regía el obispo, supieron ganar cierta autogestión. Por tanto, en vísperas de la Independencia a cada ciudad correspondía una sola universidad, de carácter público o a cargo del clero secular; las tres únicas regulares cayeron bajo supervisión del rey.

Ahora bien, si las universidades importaban tanto a los criollos, y el rey no financiaba su creación, ¿por qué ellos mismos no aportaban los fondos necesarios? Con toda evidencia, las ciudades preferían las universidades reales; pero, ¿por qué razón, cuando un bienhechor particular fundaba una institución educativa, prefería dotar colegios para las órdenes religiosas y no universidades públicas? Tal vez porque emprendían una obra pía, invirtiendo su dinero en el seguro banco del cielo. Carecían de ese espíritu "cívico", tan evidente en el siglo xix, y quizás más vigente en medios protestantes. Pero también cabe suponer que para los criollos —como para el virrey Mendoza en el siglo XVI — la creación de universidades era básicamente un deber de la Corona, del Estado. No resulta gratuito que el Siglo de las Luces concluya en un marco dominado por las universidades reales.

Universidades hispanoamericanas. Siglos XVI-XVIII

 

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Notas

* Una versión previa del presente trabajo se publicó como: Enrique González (2008),"Una tipología de las universidades hispánicas en el Nuevo Mundo", en Ciencia y Academia.IX Congreso Internacional sobre Historia de las Universidades Hispánicas, 2 vols. [prólogo de Mariano Peset], Valencia, Universitat de València, vol. 1, pp. 385-412. A sugerencia de los editores de ries presento esta revisión, pensada para un auditorio más relacionado con la educación superior que con la historia.

1 El repertorio bibliográfico más rico, hasta la fecha de su aparición, es el incluido en Águeda Rodríguez Cruz, 1973; Mariano Peset, 1998 y 2003a, lo ha actualizado, incluyendo bibliografía sobre universidades peninsulares. Puede verse también, Martínez-López, 2006; Rodríguez-San Pedro, 2002-2009, el volumen final de esta obra contiene nueva información bibliográfica.

2 Rodríguez Cruz, 1973. En sus copiosas publicaciones posteriores la autora insiste en la misma línea de interpretación.

3 El balance más reciente sobre México, en Enrique González González, 2009.

4 Rodriguez Cruz, 1994, tiene un buen resumen de lo poco avanzado en el tema.

5 En González, 2008, me referí con más detalle a la cuestión. Aquí ofrezco un resumen en el apartado "Viejas y nuevas universidades en la Península".

6 En este campo son muy útiles los estudios de Peset (1983; 1991; 1996; 2003b); Peset, Mancebo y M. F. Peset, 1996, y Peset y Menegus, 2000.

7 He discutido el papel de la Corona y la corte romana en torno a las universidades americanas, asunto que apenas tocaré aquí, en González, 2005a y 2005b.

8 Rodríguez-San Pedro, 2002-2009; Luna, 1998. Del mar de estudios sobre Bolonia, sugiero el conciso "Le nationes studentesche nel modello universitario bolognese del medioevo", en Pini, 2005.

9 El patronato resultaba de un convenio oneroso entre la iglesia y un individuo o corporación decididos a fundar una obra pía. El futuro patrono debía edificarla, dotarla y fundarla, mientras la iglesia la instituía jurídicamente. Si el dinero empleado para la fundación de una iglesia, un colegio o un hospital era de un particular (fuese éste laico o clérigo) se lo denominaba patronato laico; en cambio, si se trataba de bienes de la iglesia, por ejemplo, para fundar un seminario diocesano, se trataba de patronato eclesiástico (véase Curte, 1573, en especial pp. 7-10).

10 Véase la lista de universidades en la tabla adjunta (p. 98).

11 Véase al respecto Peset-Menegus, 2000, pp. 199 y ss. Una excepción peninsular fue Sevilla, donde el colegio universidad de Jesús empezó a graduar en 1518 y, a continuación, en 1539 los dominicos de Santo Tomás empezaron a hacer otro tanto.

12 Para la administración política de los dominios españoles en América, todavía es útil José Ma. Ots Capdequí, 1982; también Schäfer, 1937-1945 y Polanco, 1992.

13 La organización jerárquica de la iglesia secular en América ha sido bien descrita en Schwaller, 1987; más general en Castañeda y Marchena, 1992.

14 El estudio fundador sobre el clero regular es el de Ricard, 1986, libro tan útil e influyente como necesitado de profunda revisión.

15 Puede verse la bibliografía jesuítica sobre "Les Pays d'Amerique" en Pólgar, 1986; Gonzalbo, 1989, ofrece una inteligente visión de conjunto sobre los colegios jesuitas en Nueva España, con bibliografía.

16 El año entre paréntesis corresponde al del establecimiento definitivo de una audiencia en ese lugar. Polanco, 1992, pp. 209-210.

17 Un estudio modélico sobre la interacción de factores sociales y económicos en aquella vasta región a finales del periodo colonial, en Halperin, 1972.

18 Una puesta al día de la cuestión, en Menegus y Aguirre, 2006.

19 Las demandas eran análogas en cada ciudad. Utrera, 1932, compiló los documentos tocantes a las Universidades de Santiago de La Paz y Seminario Conciliar de la ciudad de Santo Domingo en la isla Española; Eguiguren, 1951, los de Lima. Un estudio más elaborado y analítico, con documentos, en Méndez Arceo, 1952. Analicé algunas peticiones en González, 1990, vol. I, pp. 91-114 y 117-127. Hernández de Alba, 1969-1986, en el primero de los siete volúmenes de su obra, publicó una carta de 1573 que repite el argumento habitual: "que para la población, aumento y conservación" del reino era necesario crear una universidad, p. 31.

20 Además de Méndez Arceo, puede verse Pavón y González, 2003, pp. 39-56.

21 Utrera, con posterioridad a Universidades..., editó piezas fundamentales como el testamento y codicilo de Gorjón, y los estatutos de 1552 y los de 1583, citados adelante. En González, 2005b, me referí a esta universidad y a la fundada en la misma ciudad por la orden dominica.

22 El documento real en Utrera, 1932; los estatutos de la ciudad, en Utrera, 1949b.

23 Se ignora el desenlace del diferendo. Utrera, 1950, tomado de Valle, 1950, p. 149.

24 El rey no invalidó el breve, pero sólo admitió que en el convento se graduaran los frailes del propio estudio provincial. Un resumen, muy pro-dominico, en Rodríguez Cruz, 1973, pp. 371 y ss., con bibliografía.

25 Por ejemplo, el visitador general Juan de Palafox se opuso a la pretensión de algunos frailes de ser rectores de la universidad de México. Era algo "tan estraño a su regular instituto [...] no ay universidad pública en toda Europa en que se vea una cosa tan estraña, y que el derecho les prohive la jurisdiçion temporal que an de usar siendo rectores: y que ni de la [jurisdicción] ecclesiastica son capaçes sin particular indulto [...]", carta al virrey, México, octubre 10, 1645, Madrid, Archivo Duque del Infantado, vol. 35 (antes número 85).

26 "Presidente y audiencia de Santafé al rey, 30 de junio de 1623", en Hernández de Alba, 1969-1986, vol. I, pp. 147-148. Ese aspecto también lo trató fray Payo Enríquez de Ribera, obispo de Guatemala.

27 Hernández, 1969-1986, vol. I, pp. 136-137 y 141-145; Rodríguez Cruz, 1973, vol. II, pp. 533-538.

28 La Historia de Rodríguez Cruz, 1973, tiene capítulos monográficos sobre cada universidad, edita algunas de sus fuentes fundacionales y contiene una rica bibliografía hasta 1973, pero no siempre sigo sus puntos de vista.

29 "Presidente y audiencia de Santafé...", op. cit., Hernández, 1969-1986, vol. I, pp. 145-148.

30 Enrique Martínez Paz, 1944. No están datadas, pero Oñate cesó como provincial de Paraguay en 1624. Agradezco a la doctora Cristina Vera de Flachs facilitarme una copia de las Constituciones y la consulta del Archivo Universitario de Córdoba durante mi estancia en esa ciudad.

31 Editados por Hernández, 1969-1984, vol. II, pp. 84-105.

32 "Parecer del Ilmo. Sr. D. Fr. Payo Enríquez de Ribera, Obispo de Guatemala, sobre la fundación de la Universidad de Guatemala", en Anales, 1966, pp. 41 y 43. Leticia Pérez Puente (2005a) analizó este documento, agradezco a la autora comunicarme su artículo cuando era manuscrito.

33 "La audiencia de Santafé...", op. cit., Hernández, 1969-1986, vol. I, pp. 145-148.

34 Adriana Álvarez Sánchez, 2007, actualiza la bibliografía y la cuestión de los orígenes de "La Real Universidad de San Carlos de Guatemala".

35 Un apretado resumen en Rodríguez Cruz, 1973, vol. II, pp. 512-513. Hacen falta nuevos estudios.

36 El texto de los estatutos de 1745 en Utrera, 1932, pp. 268-328.

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