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Valenciana

versão impressa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.16 no.31 Valenciana Jan./Jun. 2023  Epub 28-Abr-2023

https://doi.org/10.15174/rv.v15i31.705 

Dossier

El debate político-hermenéutico en torno a la violencia sexual y el feminicidio

The Political-hermeneutic debate Around Sexual Violence and Femicide

Rubí de María Gómez Campos1 

1Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo rgcampos_61@yahoo.com.mx


Resumen

La violencia contra las mujeres alcanza su expresión más siniestra en el flagelo de nuestro tiempo: el feminicidio. No obstante, la respuesta social e institucional ha sido insólita. Grandes sectores sociales permanecen impasibles ante el aumento de asesinatos cruentos de mujeres y niñas. Inadmisible desde una concepción de humanidad crítica y consciente de sus posibilidades de realización más alta, la misoginia que sostiene el orden social resulta alarmante. El objetivo del trabajo es comprender la estructura simbólica que alienta la violencia, mediante una reflexión crítica sobre sus posibilidades de transformación. La conclusión a la que llega es que, aunque la estructura simbólica de la dominación sexual opera imperceptiblemente para justificar lo que debería ser condenado de forma generalizada, el desarrollo de la sensibilidad actual ofrece una posibilidad de identificar agravios que antes no se reconocían.

Palabras clave: orden simbólico; violencia; feminicidio; hermenéutica; misoginia

Abstract

Violence against women reaches its most sinister expression in the scourge of our time: feminicide. Nevertheless, the social and institutional answer has been offbeat. Large sectors of society remain impassive in the face of rising numbers of bloody murders of women and girls. Being unacceptable from a critical notion of humankind aware of its highest possibilities, the misogyny that sustains social order becomes alarming. This paper aims to comprehend the symbolic structure that encourages violence through a critical view of its possibilities for transformation. The conclusion that we arrive at is that even though a symbolic structure of sexual domination is operating unnoticeably to justify something that should be widely condemned, the development of actual sensibility offers a chance to identify grievances never before recognized.

Keywords: Symbolic order; Violence; Feminicide; Hermeneutics; Misogyny

En este complicado y paradójico siglo XXI, estamos viviendo la transformación del paradigma de desigualdad dominante en medio de una lucha por el significado, que tiene estrecha relación con los comportamientos y actitudes de la ciudadanía y en las que resulta determinante la expresión discursiva de las autoridades. Es decir, no es suficiente con sancionar en las leyes y ni siquiera con castigar efectivamente a los agresores de mujeres (lo cual tampoco ocurre) para erradicar el feminicidio. Para combatir la violencia contra las mujeres en cualquier grado, es imprescindible la censura moral de tales actos atroces, por parte de cualquiera, pero especialmente de las autoridades de cualquier ámbito (moral, social, religioso, político, artístico y educativo), ya que la representación ideológica y simbólica de la realidad es el suelo de las actividades delictivas y el espacio de justificación de las injusticias.

Por ejemplo, en México y en otros países, la “venta” de niñas en zonas marginadas es una realidad, como lo documentan multitud de estudios. Pero, aunque fuera cierto, como llega a decirse, que son hechos aislados, sería muy importante la condena y el repudio ante uno solo de esos hechos para lograr erradicarlo.

La hipótesis que sostiene este trabajo es que la violencia feminicida es resultado de la mirada patriarcal, compartida por hombres y mujeres, que reduce a las mujeres a objetos de servicio para utilidad de los únicos considerados como seres humanos: los varones. No obstante, uno de los problemas de la dominación de las mujeres, como dice Jean Paul Sartre, es que, debido a los factores subjetivos y simbólicos involucrados, es el único caso de dominación en el que los dominados -las dominadas- besan sus cadenas. Si al menos hemos avanzado en comenzar a reconocer la indignidad de la violencia -aunque todavía ciertas prácticas consuetudinarias de las y los jóvenes contradigan tal avance-, tenemos esperanza. Y es precisamente en el nivel simbólico, en torno a la interpretación que damos a los hechos, donde tenemos que seguir dirigiendo los esfuerzos para lograr su erradicación.

El debate social en el horizonte cultural del feminicidio

El tema de la violencia contra las mujeres o violencia machista produce múltiples debates. En algunos espacios académicos se le incluye bajo un enfoque crítico, pero en muchos otros espacios, como las redes sociales, la violencia feminicida -que concebimos como la suma de violencias que tienen como fundamento y propósito el sostenimiento de la desigualdad entre los sexos- llega a ser hasta celebrada. Inconcebiblemente, mientras algunos medios noticiosos hacen de la violencia contra las mujeres un espectáculo que produce ganancias, en amplios sectores sociales es normalizada y perpetuada, al ser percibida con una indiferencia que se traduce fácilmente en ira contra las mujeres cuando la crítica de las feministas llega a las calles y se expresa en consignas que pintan en los muros.

“Vándalas”, “la violencia no se combate con violencia”, “no respetan nada”, “no me representan”, son los discursos que aparecen en las redes sociales y que llevan a muchas personas a la conclusión de que “ellas” (las mujeres que protestan) son las agresivas. A través de la sobre-generalización de un juicio colectivo sobre “las feministas”, que mantiene el criterio machista de que tratándose de mujeres “todas son iguales” -juicio que se sustenta en el repudio al comportamiento de algunas mujeres que, más que ser feministas, se han vuelto feministas en el desesperado intento por hacerse oír-, los críticos furibundos de las manifestaciones políticas de las mujeres (incluidas algunas mujeres) intentan construir argumentos expresando lo que consideran absolutamente inadmisible: no el incremento permanente de asesinatos impunes de mujeres, sino las protestas de las feministas.

La intolerancia a lo que muchas personas consideramos una indignación legítima y cada vez más urgente, a la que cada día se suman más mujeres, contrasta con el hecho reconocido oficialmente de más de 11 mujeres asesinadas diariamente en México (Cfr. CNN, 2022) en medio de una impunidad casi absoluta. La posición machista se sostiene y se agrava en la postura, demasiado generalizada, de una eterna misoginia disfrazada de neutralidad. Frente a los datos y ante los hechos cruentos de asesinatos de odio cada vez más atroces, se minimiza la gravedad de miles de mujeres asesinadas durante las últimas décadas, cuyo número se incrementa cada día y de los cuales ni siquiera se tienen datos confiables y precisos, en la medida en que no todos son considerados como feminicidios.

Uno de los “argumentos” antifeministas consiste en sostener que es mucho más alto el número de hombres asesinados. A la frase frecuente en ámbitos machistas de que: “a los hombres también los matan”, que denota una fingida preocupación por la “imparcialidad”, le sigue un intento de deslegitimar el discurso feminista mediante la frase: “a los hombres los matan más”. Efectivamente, el 80% de las personas asesinadas en México son varones, pero ese dato no invalida la postura feminista, más bien la refuerza en la medida en que, también en esos casos, es imposible ignorar que el número de hombres agresores (tanto de hombres como de mujeres) es de más del 95 %. Apenas el 5 % de la población penitenciaria en México es femenina, considerando todos los delitos (Cfr. Niño de Rivera Cover, 2019). Y las que son recluidas por asesinato muchas veces son víctimas sistemáticas de violencia machista previa.

Por otra parte, si consideramos los asesinatos de mujeres por parte de familiares -feminicidio íntimo según algunas clasificaciones-, el porcentaje del feminicidio aumenta a más del 60 % frente al homicidio. Y si es cometido por la pareja -feminicidio íntimo de pareja-, las cifras se invierten y los asesinatos de mujeres frente a los de varones son de casi el 80% (Cfr. Figueroba). En muchos casos, este tipo de feminicidio se comete dentro del domicilio de la víctima, de modo que un alto número de feminicidios ocurre casi siempre en manos de quienes dicen amar a las víctimas, o con quien ellas comparten la mayor parte del tiempo y en la intimidad del hogar. Ese espacio de afectividad, que Habermas consideraba un “espacio de resguardo en un mundo sin corazón”, es el espacio en el que mayor riesgo de muerte sufren las mujeres.

Según el documento Mujeres y hombres en México 2019 (INEGI-INMUJERES, 2019), en el rubro de las causas de muerte y respecto a las defunciones registradas de mujeres y de hombres, según sitio de ocurrencia, tan solo en 2017 los asesinatos de mujeres que ocurrieron en la vivienda particular duplicaron sobradamente a los homicidios: 28.3 % fueron mujeres y 11.1 % hombres (Cfr. INEGI-INMUJERES, 2019). La idea de un mundo sin corazón corresponde al espacio público en el que se sitúa la violencia comunitaria -que también afecta a las mujeres mediante prácticas delictivas como la violación, el abuso y el acoso sexual, además del riesgo de las redes de prostitución, trata y pornografía ligadas al feminicidio. Según datos del INEGI “los estados con mayor persistencia de conflictos de delincuencia e inseguridad concentran gran parte de los asesinatos de mujeres” (Cfr. García, 2021). Y en esta violencia (social o comunitaria) también son los varones quienes mueren y matan, ya que la violencia se reproduce sobre la base de roles y comportamientos sexuales establecidos: de agresividad para los hombres y de sometimiento para las mujeres, que han sido definidos de acuerdo con el esquema ideológico de la dominación patriarcal.

Dicho dominio queda registrado en los datos de violencia feminicida en la que se incluyen los agravios sexuales como la pornografía, la violación, la prostitución y la trata de personas con fines de explotación sexual, de acuerdo con la continuidad establecida por Oscar Montiel (antropólogo estudioso de la trata y el proxenetismo en Tlaxcala), quien sostiene que existe un hilo de continuidad entre prostitución, violación y feminicidio (Montiel, 2018). En el mismo sentido, Margarita Bejarano aborda el tema de la violencia feminicida “desde la perspectiva de que es uncontinuumde violencias que enfrentan las mujeres y que puede desembocar en su muerte, para trascender el término feminicidio que centra la atención del problema en el asesinato mismo” (Bejarano, 2014). Por ende, el contexto de la violencia contra las mujeres es más amplio.

En el caso de México, el narcotráfico, la guerrilla y el surgimiento de grupos paramilitares o “guardias de defensa” comunitarias, rurales, etc., proliferan a la par que los campamentos de la milicia y de seguridad que los vigilan o combaten como consecuencia de la inseguridad ciudadana inusitada que desde hace décadas prevalece. Ello produce un ambiente de belicosidad en el que las mujeres transitan cotidianamente. En la actualidad, la cantidad de armas que circulan clandestinamente es tan alta como el número de oficiales de seguridad que, por parte del Estado, intentan contener la violencia. Tal situación reduce el entorno de las mujeres a espacios en los que se normalizan prácticas como el rigor, la disciplina y el honor castrenses, en los que se muestra -a través de los siglos- la ausencia de sentido de respeto a la vida y a la dignidad humana; especialmente (aunque este hecho resulte a veces poco perceptible) la de las mujeres.

Lo anterior implica que, a los tradicionales recursos opresivos sobre las mujeres, se deben agregar hoy los factores de conflicto bélico local e internacional que vuelven prácticamente imposible la pervivencia de vida humana para las mujeres. En un artículo de El economista de este año (García, 2021) se registra que, según el INEGI, tan solo en los primeros seis meses del 2020 fueron asesinadas en México 1,844 mujeres. Lo que hizo de ese semestre el más violento de al menos los últimos 30 años (solo se registran datos desde 1990). Respecto a sus características 1,102 de esas mujeres fueron asesinadas con arma de fuego, 259 por ahogamiento, estrangulamiento y sofocación; 217 con objetos punzocortantes; 16 por disparo con arma corta; 16 por agresiones con humo o fuego y el resto por la fuerza física, empujón desde lugares elevados, maltrato, abandono, agresiones sexuales u homicidio sin especificar.

Mientras que en el “refugio” del mundo sin corazón, la violencia doméstica, familiar y la trata de mujeres se incrementaron, aún en medio de la pandemia. En el mismo período (enero a junio de 2020) se recibieron 132,110 llamadas de emergencia relacionadas con presuntos actos de violencia contra mujeres y niñas. En marzo de ese año (“mes de la mujer”) se registró el máximo histórico de pedidos de auxilio desde que se tienen registros (2016). También se registraron 7,886 presuntas víctimas de violación sexual y 210 presuntas víctimas de trata (prácticamente el mismo nivel que en el mismo periodo del año anterior).

En el contexto latinoamericano hay que agregar a la lucha contra la criminalidad la corrupción reinante que comparten muchos países. Sobre la trata de personas con fines de explotación sexual existen múltiples denuncias sobre alianzas entre gobiernos (autoridades) y delincuentes provenientes del narcotráfico o proxenetas y tratantes, además de los clientes de prostitución que se suman pasivamente a la impunidad de la violencia tolerada contra las mujeres, ejercida por varones de cualquier condición social. Muchos ejemplos recientes se suman a los escenarios de siempre: violaciones tumultuarias y la impunidad que las acompaña.1 La violencia contra las mujeres se expresa así de forma extremadamente cruenta, a través de una función impuesta en torno a la sexualidad femenina que es diseñada bajo una concepción de la mujer como sujeto paradójico, cuyo cuerpo no le pertenece, en tanto propiedad que es de los varones.

En ese contexto, disfrutar de la dominación de la mujer como algo supuestamente erótico, asegura Catharine MacKinnon, es el carácter mismo de la forma de la sexualidad: “La desigualdad es lo que se sexualiza a través de la pornografía, es lo que ésta tiene de sexual. Cuanto más desigual, más sexual” (MacKinnon, 1995: 245). Por ello es fundamental distinguir la pornografía del erotismo. La pornografía elimina la parte de humanidad de la sexualidad humana que el erotismo recupera. En este son personas, seres humanos, los que se relacionan mientras en la pornografía son solo carne, materia sin humanidad. Y la inferiorización de la mujer, que en estos procesos es reducida a carne para la satisfacción y el placer sexual del “consumidor”, es condición de la violencia de género y de la violencia sexual, porque la pobreza y la desigualdad de poder justifican, desde la lógica patriarcal, la expropiación del cuerpo de las mujeres.2

Ante este tenebroso horizonte de continuidad simbólica en el que la definición de las mujeres como objeto del placer de los hombres pasa desapercibida, en un contexto que simultáneamente delimita a las mujeres “buenas” de las “malas” aunque en el fondo el criterio de distinción sea únicamente de grado, cabe preguntarse ¿por qué la sensibilidad actual -formada en el contexto de una modernidad cuyo rasgo de identidad está centrado en la atención a los derechos humanos- permanece inalterada, impasible, frente al horror de la negación más absoluta del otro, representado en la vida de mujeres, cuyos derechos más elementales no podemos garantizar? La respuesta está en la inercia cultural y su machismo estructural. En México hemos percibido este horizonte patriarcal desde hace varias décadas de forma cada vez más inconcebible y monstruosa. Primero en Ciudad Juárez, Chihuahua, y progresivamente en otros estados de nuestro país, han perdido la vida cientos de mujeres torturadas, violadas y mutiladas por redes criminales en las que muchas veces están integradas personas pertenecientes a los mismos cuerpos policíacos.3

Las autoridades responsables de la seguridad ciudadana no ofrecen una respuesta contundente a los casos de violencia sexual y feminicidio que se cometen en el espacio “comunitario” y se justifican interpretándolo como un efecto secundario e irremediable de la inseguridad generalizada (de la que también son responsables). Tampoco se responsabilizan respecto a los crímenes cometidos en el contexto de la violencia doméstica, que muchas veces son interpretados y justificados como simples “excesos de pasión”. Pero lo más increíble es la impasibilidad social que, desde hace más de dos décadas, hizo decir al periodista Jaime Avilés: “¿Cómo hemos permitido los mexicanos que esta pesadilla se prolongue ya durante más de siete años? ¿Por qué nunca hemos llenado el Zócalo para exigir un hasta aquí? ¿Por qué nos hemos hecho cómplices de estos criminales?” (Avilés, 2001).

Violencia simbólica. El factor determinante en la interpretación del feminicidio

Rita Segato define el origen de las prácticas violentas masculinas como un “mandato” social: “mandato de violencia” dice, que se comprende como un imperativo social implícito en la formación de los varones (y correlativamente de las mujeres sometidas al orden patriarcal), quienes son educados bajo el modelo hegemónico de una masculinidad estrechamente vinculada con la violencia (Segato, 2019).

En el mismo sentido, Pierre Bourdieu define la dimensión simbólica de la violencia como el mecanismo que sostiene el privilegio de los varones frente a las mujeres, en un orden de desigualdad. La violencia simbólica se instaura mediante un sentido de “normalidad” y se consolida mediante un proceso de significación, hasta cierto punto imperceptible, que opera desde los comportamientos humanos más básicos (Cfr. Bourdieu, 2000: 101-102). El psicólogo Alex Figueroba explica con claridad la dimensión simbólica de la cultura, mediante un procedimiento de las ciencias sociales llamada interaccionismo. “El interaccionismo simbólico -nos dice- es una corriente teórica de la sociología, la psicología social y la antropología, que propone que las personas construimos conjuntamente símbolos que dotan de significado a la realidad en sus distintos aspectos, guiando nuestra conducta en relación a estos” (Figueroba). Según Figueroba el concepto de dimensión simbólica puede identificarse con el concepto de cultura:

En muchas ocasiones se denomina ‘patriarcado’ a esta estructura social, que se sostiene en leyes escritas y/o en normas implícitas que refuerzan y condicionan patrones de comportamiento diferenciados en función del sexo biológico […] La concepción de las mujeres como inferiores a los hombres hace que el significado social de estos asesinatos sea menos negativo en entornos más patriarcales. De esto se podría deducir que existe una mayor probabilidad de que se dé violencia de género y por tanto feminicidio si la ley y la cultura no los penalizan (Figueroba, s. d.).

Desde este marco de comprensión del orden simbólico, así como respecto al reforzamiento de la violencia machista que produce, es posible comprender algunos puntos del debate social que polariza la interpretación de los hechos en grados que parecen irreconciliables. El desacuerdo en la interpretación del hecho del feminicidio no se refiere a la división ética de los valores que se ponen en juego (cuya búsqueda de acuerdo implica un proceso de deliberación moral). La polarización responde a una aparente dicotomía ideológica de posiciones enfrentadas ante temas como la prostitución y la pornografía. Una vez establecida la continuidad que vuelve indiscernible las múltiples prácticas del dominio sexual que conciben y definen a las mujeres -no en tanto seres humanos y por su capacidad sino por realizar actividades que, por definición, las despojan de su humanidad- es necesario definir a la prostitución, como “una práctica intrínsecamente degradante, incompatible con los valores de una sociedad democrática” (Ulloa, 2013). Lo que supone “un retroceso en el camino a la igualdad real entre las mujeres y los hombres”, así como un “importante obstáculo para lograr una sociedad en la que las mujeres puedan vivir libres de la violencia con los hombres” (Ulloa, 2013).

Por esa continuidad de agravios, la propuesta política de las feministas consiste en intensificar la lucha de las mujeres por su participación en los espacios de poder y con poder, así como fortalecer los procesos de reconstrucción de una masculinidad no hegemónica a través de la educación. Ello involucra al orden simbólico como el vínculo entre el sentir de las personas y el sentido o significado de las prácticas humanas. Por esto es necesario avanzar en la definición teórica de un modelo de humanidad más acorde con los principios democráticos, no solo de hoy sino del futuro. No es posible escapar de las más graves formas de violencia contra las mujeres, como la prostitución, la trata y cualquiera de las expresiones violentas de la sexualidad que se dan dentro de un orden social jerarquizado, mientras sigamos centrados en un sistema auto-legitimado de representación de la sexualidad patriarcal, ni mientras la idea general del erotismo se estructure bajo los roles del dominio y de la sumisión que se asignan a hombres y mujeres respectivamente.

El “rito de pasaje” del acoso y el hostigamiento sexual que las mujeres sufren desde niñas y con el que la cultura machista controla a las mujeres, no solo es un acto condenable sino también un mecanismo de sometimiento simbólico al dominio masculino, que hace que las mujeres se acostumbren a sufrirlo. Lo mismo ocurre con la glamurización de la sexualidad y de la prostitución en contextos de pobreza, en los que la desigualdad sexual opera simbólicamente como parámetro normalizador colocando a las mujeres a expensas de los explotadores. La adicción de muchos hombres a la pornografía, a la prostitución y a la violación, son prácticas masculinas por excelencia, que separan y valoran la genitalidad sobre la afectividad y traducen el goce erótico en prácticas de tortura y deshumanización, como formas socialmente privilegiadas de contacto de los hombres hacia las mujeres.

En este sentido, Margarita Bejarano (2014) se pregunta “¿cómo combatir una conducta que no es concebida como indeseable o fuera de la norma?” ya que, por el contrario, para amplios sectores sociales la misoginia y la desigualdad son exaltadas de diversas formas y la primera se mantiene como un ideal social regulativo a través de la dimensión simbólica, tan imperceptible y a la vez tan omnipresente en la cultura. ¿Qué significa que muchos hombres compartan imágenes degradantes de cuerpos de mujeres, aun teniendo parejas estables?, sino una transmisión simbólica de valores de desigualdad y de violencia contra la imagen femenina.

Considerando que la violencia feminicida es el eje de toda violencia y discriminación contra las mujeres, cuya variación e incremento de grado conduce al acto extremo del asesinato (jurídicamente definido como feminicidio), los casos de violencia feminicida que se comentan en seguida ilustran la urgencia de atender la dimensión simbólica de la violencia.

El primer caso es de una forma de violencia física brutal, ocurrido en el mundo del espectáculo (Redacción, 2020). En noviembre de 2020, poco después de pedirle matrimonio, Eleazar Gómez atacó a golpes, mordidas, e intento de ahorcamiento a la modelo peruana Estefany Valenzuela. El agresor fue acusado y encarcelado algunos meses (cinco), a partir de que ella hizo público el hecho y mostró sus moretones. Los vecinos llamaron a la policía ante sus gritos. Anteriormente, a otra víctima del mismo agresor los vecinos le cerraron la puerta sin auxiliarla. Un hecho inquietante es que la víctima, Estefany Valenzuela, ya había tenido otra pareja que la violentaba, habiéndole roto el brazo. Dicho detalle ilustra la discontinuidad hermenéutica de su experiencia.

El segundo caso es la acusación de violación que Daniela Berriel hizo en marzo de 2020 contra Eduardo Ojeda -presunto violador aún prófugo que, después de ser detenido, fue liberado ilegalmente a pesar de la denuncia pública y penal (supuestamente debido a sus influencias políticas)- y Gonzalo Peña, cómplice y exnovio de la víctima. El testimonio de Daniela registra que ya había pasado por experiencias similares en las que “tenía que decir varios no, para ser escuchada” (Reporte índigo, 2021). La equívoca y usual interpretación del significado de la negativa o rechazo de las mujeres, es un ejemplo de la disonancia cognitiva que caracteriza el orden simbólico patriarcal.

Por último, para identificar el grado de generalización de la hermenéutica patriarcal de la cultura, es útil comentar el video de Tik-tok en el que (durante el mismo año, octubre de 2021, en Sinaloa) una joven denuncia el “adorno” de una fiesta de Halloween con imágenes de feminicidios y amenazas de muerte a las mujeres, lo que (según la prensa) implicó la clausura del lugar por apología del delito (Infobae, 2021).

Lo significativo de los tres casos, además de la brutalidad de los hechos mismos, es la ausencia de condena social y de repudio generalizado ante el significado aberrante de los hechos. En el primer caso -además de la repetición de la experiencia, por parte de la segunda víctima- destaca el hecho de la indiferencia de los vecinos que escuchaban los gritos de la primera. Ante el reconocimiento de los hechos por parte del agresor y el resultado fatal de otros muchos casos, cabe interrogarse acerca de la conducta de quienes, pudiendo evitar un crimen, parecen más dispuestos a evadir esa responsabilidad moral que a cumplirla.

En el segundo caso llama la atención la falta de oposición y la pasividad del testigo, quien habiendo sido novio de la víctima prefiere hacerse el desentendido. Igualmente alarmante resulta su conducta posterior, ya que siguió enviando mensajes persistentemente a la agredida como si no hubiera pasado nada, es decir, minimizando el agravio a través del silencio y la indiferencia. Respecto a la fiesta de Halloween, que fue sancionada posteriormente, es notable que ninguna persona de los organizadores (o de los asistentes a la fiesta) haya impedido tal desatino “decorativo”.

En el fondo de este y otros asuntos que el feminismo ha posicionado socialmente se debaten diversas interpretaciones del mundo, que ponen en cuestión la orientación epistémica o hermenéutica adoptada durante siglos. La validez del viejo paradigma cultural de una interrelación humana dolorosamente destructiva comienza a fracturarse, frente a la novedosa propuesta feminista de instaurar un nuevo orden simbólico dirigido por ideales de Justicia y Verdad, capaz de integrar en la concepción sobre lo humano la experiencia de las mujeres. Y lo novedoso de la última década es la reacción masiva de mujeres que repudian los hechos horrorosos de la violencia contra las mujeres y el feminicidio. Comparada con la reacción de hace unas décadas contra el fenómeno de la violación, la exigencia de las mujeres actuales ha resultado positivamente exorbitante.

Pero simultáneamente la recurrencia y el cinismo del abuso sexual y la violencia contra las mujeres alcanza niveles feminicidas alarmantes, que inclusive son reconocidos por las instancias oficiales, como los cientos de jovencitas desaparecidas.4 Es decir, a la vez que crece la indignación de las mujeres, se incrementa una desvergonzada y criminal “apología del delito” y promoción del feminicidio, mediante la difusión de canciones populares misóginas, sin que las autoridades cumplan su responsabilidad de proteger y defender los derechos básicos de las mujeres.5 Muchas frases e ideas que circulan cotidianamente muestran el grado de desigualdad y violencia que las mujeres toleran en el nivel del discurso, generalmente sin darse cuenta del grado de violencia que representan. La violencia real que sufren las mujeres se asienta sobre la dimensión simbólica que rara vez es cuestionada, lo que vuelve hasta cierto punto imperceptible la desigualdad y la violencia sexual en la que la sociedad se encuentra sumergida.

Un ejemplo de violencia simbólica contra las mujeres, perceptible en el uso cotidiano del lenguaje, es la frase que se utiliza para expresar que algo es muy difícil: “no es un paseo por el parque”. La frase consiste en una comparación con una actividad supuestamente lúdica, aunque un paseo por el parque tiene un significado distinto para cada sexo. Generalmente la frase es interpretada como una afirmación neutra y usada indistintamente por hombres y mujeres (ya que evoca imaginariamente algo agradable), aunque en las condiciones de inseguridad actuales connote para las mujeres una situación de alto riesgo. Para validar que las mujeres puedan expresar que algo es difícil usando dicha frase, tendríamos que hacer efectivo que las mujeres puedan dar “un paseo por el parque” libremente y sin correr riesgos.

Otro ejemplo similar para expresar que algo es difícil es la expresión popular: “No es de enchílame otra”. Como si preparar comida (enchiladas, en este caso) fuera algo totalmente sencillo. En este contexto imperceptible de violencia simbólica, a las mujeres se les va la vida en su denodada lucha contra la violencia real, no solo porque la estén perdiendo cada día, sino también porque con su denuncia expresan que, además de vivir, quieren vivir sin miedo. En este sentido, es necesario preguntar ¿cuál es el objeto de que exista un día de lucha contra la violencia machista? ¿De qué sirve tener una fecha conmemorativa de este tipo? ¿Sirve de algo que la ONU haya establecido una fecha para enfrentar este flagelo, o tal fecha se ha convertido en un instrumento más de normalización de la violencia contra las mujeres, que termina por recrudecer la crítica a las feministas que trabajan por erradicarla?

La eficacia de un día específico de lucha depende de que la violencia contra las mujeres nos alarme a todas las personas, pero esto pasa cada vez menos. Durante los últimos años, el 25 de noviembre, día internacional de lucha contra la violencia hacia las mujeres, se habla mucho de ellas desde los espacios sociales e institucionales; diversos grupos de mujeres dan testimonio de las crudas agresiones sufridas; otras toman las calles para manifestarse contra la violencia feminicida; los medios informativos dan cuenta del amplio número de mujeres asesinadas por sus parejas (datos y cifras cada vez más alarmantes) o por desconocidos (cada vez con mayor saña). Los espacios educativos realizan actividades de información sobre los distintos tipos de violencia, y se realizan mesas de discusión sobre cómo evitar la violencia contra las mujeres y las niñas. No obstante, no se ha logrado que la violencia feminicida se reconozca como un agravio que afecta a todas las personas.

Una vez pasada la fecha conmemorativa las agresiones contra las mujeres continúan. La mayor parte de los medios informativos no vuelven a acordarse del grave flagelo de la violencia machista y, ante nuevos y cada vez más graves casos de feminicidio, la impunidad continúa. Las instituciones y los medios siguen revictimizando a las mujeres asesinadas y a sus familias. Y todavía gran parte de la sociedad, incluidas muchas mujeres, expresan un rechazo a las manifestaciones de protesta de las feministas. Los insultos abundan y hasta surgen oleadas de varones, conocidos por su machismo, que intentan presentarse como aliados de las mujeres. Qué podemos decir a quienes expresan formas de incomprensión del fenómeno de la violencia machista que se quedan en la superficie o que finamente terminan por justificarla, como: “Nací para cuidarlas, no para matarlas”, “Yo quiero mucho a las mujeres”, “No todos los hombres”, “Los hombres también sufren”.

Cómo es posible traducir pues el significado de la lucha de las mujeres a quienes, aparentemente interesados en contribuir en la transformación por una humanidad más justa, no se dan cuenta de que las mujeres están comprometidas en la lucha porque, como ya se dijo, les va la vida en este asunto.

El significado humano y masculino de la violencia y su impacto en la vida de las mujeres

En este momento sabemos que la explotación sexual de personas es el segundo negocio ilícito más rentable a nivel mundial y que México comparte con Tailandia los primeros lugares como destino de turismo sexual. Pero lo más grave es que estos delitos no se combaten debido a redes de impunidad que la delincuencia organizada del narcotráfico ha tejido con el poder, tanto como con el resto de la delincuencia, ya que el sexismo atraviesa las diferencias masculinas por más radicales que estas sean. El patriarcado, como sabemos, sí es transversal, y el pacto patriarcal implícito del machismo hace que las mujeres sean vistas por “tirios y troyanos” como el enemigo común, al que ambos pueden darse el lujo de humillar y menospreciar mientras luchan entre ellos, y aun sobre el que ambos pueden establecer la derrota y la venganza más cruel.

En este contexto cultural en el que la configuración de los papeles sexuales desiguales sigue vigente, la dominación sexual establecida a través de esos papeles agudiza las características de agresividad y dominio del sexo masculino y hace que los hombres resulten cada vez más peligrosos para las y los demás y para sí mismos. La violencia social, homicida y cada vez más masiva y cruel que cotidianamente representan los grupos criminales, no es más que una exacerbación del papel sexuado de la agresividad que, como rasgo determinante de la masculinidad, la sociedad machista asigna a los varones. De esta manera la sociedad patriarcal occidental en que vivimos dota a los hombres de una tarea humanamente degradante: contradictoriamente le atribuye la función de cuidado de la prole y simultáneamente le instiga para que cumpla con ella a través de la agresión. Lógicamente, ello produce guerras. Y el contexto machista hace de las mujeres víctimas predilectas para marcar profundamente la degradación del otro, el enemigo.

En el orden simbólico predominante la mujer representa ideológicamente el otro polo, aquello más sagrado, la propiedad más preciada de los enemigos. Por ello es que la destrucción de un pueblo, dice un Proverbio Cheyenne, depende de la aniquilación del corazón de las mujeres: “Una Nación no puede ser conquistada mientras los corazones de sus mujeres no hayan sido derribados. Una vez logrado esto, no importa el valor de sus guerreros ni la fuerza de sus armas”. Nuestra nación, junto con muchas otras, sigue perdiendo, derribados, cada vez más los corazones de sus mujeres. Además de todos los datos mencionados, las mujeres asesinadas (primero en Ciudad Juárez y posteriormente en el resto del país) padecen una impunidad sistemática en la medida en que la complicidad de las autoridades locales y federales con los criminales (ya sea por acción o por omisión) inhibe la aplicación de la justicia. Esto, a su vez, promueve que el delito se extienda.

Por otra parte, si ayer los enemigos del feminismo eran los padres de familia, quienes ostensiblemente ejercían la autoridad sobre las mujeres y podían negarles (por razones machistas legitimadas en el orden familiar) la posibilidad de ejercer su autonomía, hoy los enemigos de la autonomía de las mujeres son las grandes transnacionales representadas en el Narcotráfico, el Empresariado y el Clero, que siguen imponiendo a las mujeres modelos “nuevos” (rehabilitados) de formas anacrónicas de feminidad, sublimadas en el glamur de la voluptuosidad o de la virtud. Es decir, las mujeres viven sometidas hoy a nuevas formas emblemáticas de una masculinidad que se arroga el derecho ilegítimo de apropiación del cuerpo y con ello de la dignidad y muchas veces la vida de las mujeres. Bajo la mirada androcéntrica de la sociedad, se interpreta que “lo que sucede a las mujeres es demasiado particular para ser universal o demasiado universal para ser particular, lo que significa demasiado humano para ser femenino o demasiado femenino para ser humano”, como dice Catharine MacKinnon (1998: 88).

Sin embargo, destaca el hecho de que hoy existan cada vez más personas que se alarman y cuestionan enérgicamente tales hechos. Lo simbólico, como estructura del orden de la significación dominante, se enfrenta a otro orden simbólico naciente que surge de la experiencia de las mujeres como sujetos socioculturales, intentado transformar la estructura formal del significante. La razón es que, en el nivel concreto, la política de las mujeres emprendida desde finales del siglo pasado no solo ha producido una transformación social de inclusión y reconocimiento de la dignidad humana de las mujeres, también ha promovido una revolución del orden simbólico que, aunque inconclusa, nos permite identificar cada vez con mayor claridad formas de relación humana que siguen degradando y lastimando a las mujeres.

Las feministas saben que, finalmente, lo que permitirá construir un estado en el que mujeres y hombres se desarrollen de manera digna y libre es la eliminación de los modos en los que se concibe y vive cotidianamente la diferencia sexual como jerarquía y bajo la égida de la dominación. Pero hasta ahora el entorno sociocultural de los países no desarrollados, aunque en condiciones de “paz”, ha sido incapaz de contener y aplicar los principios fundamentales de la convivencia humana -erradicando la violencia, la discriminación y la desigualdad. Esto agrega al rezago ideológico y práctico de los países latinoamericanos las condiciones brutales de la violencia criminal que viven muchos países latinoamericanos y aumenta exponencialmente el riesgo que de por sí corren las mujeres en una sociedad eminentemente patriarcal. La diferencia de los contextos bélicos con una situación de paz, sostiene MacKinnon, es que las mujeres “soportan el doble de violadores con el doble de excusas, dos capas de hombres en lugar de una encima de ellas y dos capas de impunidad que sirven para justificar las violaciones: la guerra justa y la vida justa” (MacKinnon, 1998: 93).

Margarita Bejarano profundiza esta idea mediante su interpretación de la violencia feminicida, a la que relaciona, como adelantamos, con un continuum progresivo de violencias:

la violencia que enfrentan las mujeres en todos los ámbitos en los que se desenvuelven es multimodal: en la pareja, en la familia, en las instituciones, en la comunidad y en el espacio laboral, de parte de personas muy cercanas, como sus compañeros sentimentales o los padres de sus hijos/as, con los que en muchos casos deben seguir relacionándose y exponiéndose a más violencia (Bejarano, 2014).

De modo que, para poder enfrentar efectivamente la violencia sexual y el feminicidio, debemos intentar comprender la discontinuidad hermenéutica que ha surgido de la conciencia crítica del feminismo, ante fenómenos como la violencia sexual y la violencia feminicida. En el contexto actual, la percepción del mundo aparece dividida entre quienes son capaces de horrorizarse ante el crimen y la violencia contra las mujeres, y aquellas personas -varones y mujeres- que, sustentadas en la ideología machista, siguen interpretando “que las mujeres tienen ya muchos derechos y todavía quieren más”, sin darse cuenta de que lo que las jóvenes feministas exigen es, simplemente, poder vivir sin miedo a ser asesinadas, en un mundo que se muestra y que se auto-comprende como si las mujeres no fueran seres humanos, dignos de la misma atención que merece cualquier otra persona.

Así lo muestra el componente de impunidad que -según la feminista Marcela Lagarde- es un aspecto esencial en la definición del feminicidio. La instauración social y simbólica de la desigualdad queda clara, sobre todo, a través de la inacción de una sociedad que concibe la exigencia de justicia que elevan las mujeres como una alteración inadmisible de un equilibrio personal, que se sostiene precisamente en la desigualdad entre los sexos sin siquiera notarlo. Identificar el alcance político de la discontinuidad hermenéutica planteada por el feminismo parte de la definición de disonancia cognitiva de la psicología social, entendida como contradicción o antinomia entre las creencias, los pensamientos y los comportamientos de los seres humanos. La justificación expresada recurrentemente (inclusive por personajes públicos y sin ningún rubor) en muchos casos de feminicidio, de que las mujeres asesinadas “eran prostitutas”, expresa una descalificación discriminatoria; un juicio grosero, impertinente en el contexto de una sociedad plenamente igualitaria, que no es consciente de dicha disonancia.

Como dice Margarita Bejarano, “las propias autoridades sugieren que es justificable que los hombres asesinen a las mujeres si éstas se encuentran en lugares ‘inadecuados’ o desempeñaban actividades ‘poco decorosas’" (2014). Es así como el prestigio o descrédito que damos a las cosas del mundo sienta las bases del modo en que los seres humanos interactuamos y nos colocamos unos ante los otros. Es decir, las maneras en que concebimos al mundo y a nosotras y nosotros mismos son producto de nuestros habitus. Esa “segunda naturaleza” en la que “la socialización diferencial dispone a los hombres a amar los juegos de poder y a las mujeres a amar a los hombres que los juegan”, según Bourdieu (2000: 101-102), lleva a los seres humanos a construir la manera de encarnar las ideas y a la vez mantener activos los valores circulantes.

En este sentido, recurrir a la vida íntima de las víctimas de agresiones físicas y sexuales para desprestigiarlas -incluso después de ser asesinadas o para justificar agresiones como la violación- es una fórmula usual entre abogados que defienden a agresores. Pero los prejuicios sexistas en los que los abogados se apoyan para defender a los victimarios también son compartidos por los encargados de procurar y administrar la justicia. Los valores sociales sostenidos por la sociedad se concretan en leyes y se expresan en todas las formas de interacción social. Por ende, el uso de prejuicios en la transmisión de ideologías que legitiman la violencia feminicida en cualquier grado (fatal, sistemática o incidental), confluye en diversas formas y niveles de injusticia y desigualdad que sufren las mujeres.

El siguiente es un ejemplo de violencia feminicida, acompañada de violencia institucional y comunitaria:

Las víctimas de violencia feminicida, ante la falta de apoyo y actuación efectiva de las autoridades, se ven obligadas a continuar en muchos casos viviendo con el agresor […]; así pues, este tipo de violencia se cruza con la institucional6 […] Además, la violencia comunitaria que se erige como elemento legitimador del papel de subordinación de las mujeres y de su condición de no humanas. Como planteó una sobreviviente -después de haber sufrido un ataque a martillazos y ser lanzada inconsciente a una letrina y pasar semanas en el hospital-, en su comunidad se rumoraban historias para justificar el atentado: [...] cuando recién me golpeó decían que porque tenía un amante [...] de hecho eso fue la declaración de él, pero la gente ya que me conoció y todo bien como soy yo, pues nada que ver. Pero sí mucha gente al principio [...] sí decían que me golpearon porque me encontró con mi amante, que me sacó de un campo, o sea, muchas versiones [...] (sobreviviente de intento de feminicidio, Sonora) (Bejarano, 2014).

Este ejemplo muestra que el orden simbólico no está separado de la realidad. Está presente en el nivel de los significados que damos a las cosas y de acuerdo con el orden social de la desigualdad imperante.

En la base del intercambio de valores que opera al interior de las ideologías está situada la violencia simbólica de un sistema de relaciones obsoleto e inadecuado para la preservación del mundo. No obstante, hoy las mujeres somos sujetos de discurso, no solo un símbolo que se intercambia en una fraternidad de varones, para quienes es irrelevante (y otras veces hasta deseable) la injusticia de la violación y todo tipo de agresión a los cuerpos de las mujeres. Por ende, para la mayoría de las mujeres la violación y cualquier tipo de agravio sexual como la pornografía y la normalización de la prostitución son agresiones a su humanidad. Es decir, agravios a la dignidad humana de la mitad de los seres vivientes que se autodefinen como racionales.

Es menester reconocer, por último, que la violencia real se ensaña con todo tipo de víctimas, sobre todo jóvenes, a través de la vigencia de una estructura social diseñada bajo principios de desigualdad y de injusticia, que afectan tanto a las mujeres como a los varones. Las agresiones son la segunda causa de muerte de mujeres y de varones (después de los accidentes) entre los 15 y 24 años. Pero entre las personas de entre 25 a 34 años las agresiones son la primera causa de muerte en varones y la tercera para las mujeres (después de tumores malignos y accidentes). También entre las personas de 35 a 44 años las agresiones se mantienen como primera causa de muerte de varones (INEGI-INMUJERES, 2019). Sin embargo, a partir del testimonio de algunos agresores feminicidas en reclusión, que no expresan arrepentimiento “más que debido al daño causado sólo para ellos mismos” (Bejarano, 2014), podemos detectar lo que aparenta ser una inconmensurabilidad de paradigmas, claramente establecida entre la postura de los agresores y la perspectiva de las mujeres, sobre todo respecto a la postura feminista de cuestionamiento a la violencia y la formación de los varones en torno a ella.

Conclusión

En este trabajo hemos intentado demostrar que el problema de la violencia y el feminicidio persistirán mientras las autoridades responsables de la seguridad ciudadana sigan sin tomar en serio lo que constituye verdaderamente “otra pandemia”: la violencia feminicida contra las mujeres y las niñas. Pero la confrontación de fondo entre las dos versiones de la realidad, en la lucha por el significado de los hechos, depende sobre todo de la transformación del orden simbólico y de la modificación de habitus que se alimentan (de) y refuerzan la desigualdad.

La comprensión nítida de las injusticias cometidas contra los cuerpos y las vidas de las mujeres depende pues, no tanto de una lucha en el nivel empírico por la distribución del poder sino, sobre todo, de una orientación hermenéutica más justa ante a los hechos. El problema de la violencia contra las mujeres se centra en la validez de nuestra interpretación humana de la Justicia. Por ello la solución propuesta consiste en salir de la tensión entre una idea de justicia aplicable a todos los seres humanos (que incluye plenamente a las mujeres) y otra interpretación (mantenida en muchos espacios) que se reduce a representar solo la perspectiva de los agresores.

La naturalización de la violencia no es solo un fenómeno de costumbres sino también (simultáneamente) de ideología. Esto significa que su base es simbólica, es decir, está tan reiterada a través de la cultura que funciona de manera casi inconsciente. El grado de dominio ni siquiera tiene que pasar por las palabras,7 ya que la perspectiva hermenéutica utilizada desde la posición de poder que otorga el patriarcado está sustentada en injusticias previas, que ni siquiera son reconocidas como tales. Por ello la respuesta del feminismo contemporáneo está situada en torno a un necesario desarrollo de la sensibilidad humana que redefina nuestra noción de justicia. Es necesaria una transformación de la conciencia, que pasa por la sensibilidad, para construir un orden simbólico superior centrado en una representación de mundo más vital y más justa. Esto es, la interpretación del mundo que el feminismo aporta a la dignidad humana tanto de los hombres como de las mujeres.

Bibliografía

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1Es recomendable revisar, sobre este punto, las atrocidades descritas en la excelente crónica de Alejandro Almazán (2010) sobre la compraventa de niños y niñas.

2Tal expropiación se realiza generalmente para el uso sexual, aunque a veces también para la castidad (como en el caso de las religiosas) o para la reproducción, como lo muestra tanto la oposición a una maternidad elegida por las propias mujeres como, en otros momentos, la promoción de la fertilidad mediante la publicidad gubernamental.

3Para acercarse al origen de la situación actual, Cfr. Washington Valdez (2005).

4En el ya monstruoso escenario de miles de desaparecidos y asesinados por la “guerra contra el narcotráfico” y junto con miles de desaparecidos, el 65 % “de 2,506 adolescentes desaparecidos entre 2006 y 2014, con edades de 15 a 17 años, 1,628 son mujeres” (Juárez, 2016).

5Cfr. Angélica Yocelyn Soto Espinoza, “Ignora Segob mandatos contra violencia de género en medios” (2016). Pero lo más grave es que, en clara complicidad con el crimen organizado las autoridades participan de los delitos cuyo deber es sancionar; como lo demuestra la presencia de patrullas en un video que promueve el feminicidio (Cfr. Partida et. al., 2016).

6Según la socióloga: “El tema de la justicia, su procuración por parte de las instituciones y de la justicia social en general, sigue siendo una asignatura pendiente para las mujeres que hacen frente y sobreviven a situaciones de violencia feminicida, así como para sus familias” en la medida en que “las instituciones no tienen plenamente contabilizado y controlado el fenómeno de la violencia feminicida” (Bejarano, 2014).

7Tal es el caso de matrimonios en los que el sujeto dominante ni siquiera tiene que hablar para controlar al dependiente, le basta con mirarle de cierto modo para que adivine sus deseos y actúe conforme a ellos.

Recibido: 14 de Septiembre de 2022; Aprobado: 07 de Noviembre de 2022

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