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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.15 n.30 Valenciana Jul./Dec. 2022  Epub Sep 29, 2022

https://doi.org/10.15174/rv.v15i30.627 

Artículos

La “zona desierta” de lo fantástico argentino: narradoras en la primera mitad del siglo XX1

The “wild zone” of the argentine fantastic: women writers in the first half of the twentieth century

Karla Gabriela Nájera Ramírez* 

*Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México gabriela.najera@uaslp.mx


Resumen

La historia de la literatura fantástica argentina, entre 1850 a 1950, por lo general, reconoce únicamente a dos autoras: Juana Manuela Gorriti y Silvina Ocampo. El largo vacío temporal que hay entre ambas da la impresión de que lo fantástico no fue frecuentado por la escritura femenina. Estudios recientes han contribuido a llenar ese vacío, señalando a Eduarda Mansilla y Raimunda Torres y Quiroga como asiduas colaboradoras en revistas y diarios decimonónicos; sin embargo, aún hay un periodo de alrededor de cinco décadas en el que, en apariencia, las autoras no se dedicaron a escribir relatos fantásticos. Esta “zona desierta”, que se verifica en antologías y estudios de lo fantástico, resulta llamativa, pues contradice lo que ocurría en ese territorio: en ese lapso, Darío, Lugones, Holmberg y Quiroga publicaron obras que llevaron a la canonización del relato fantástico. Si bien es cierto que las autoras no alcanzaron el reconocimiento que los escritores mencionados, sí incursionaron en la literatura fantástica, pero sus textos permanecieron, en su mayoría, en las páginas de publicaciones periódicas.

El presente trabajo es una modesta contribución en la difícil tarea de mostrar la participación de las narradoras en la literatura fantástica argentina de principios del siglo pasado. Para este propósito, se analizan, desde la perspectiva de la ginocrítica, cinco cuentos prácticamente desconocidos de María del Carmen Alonso, Olga de Adeler, Lola S. B. de Bourguet, Alfonsina Storni y Emma Felce.

Palabras clave: literatura fantástica argentina; escritoras; cuentos desconocidos; ginocrítica; historia literaria

Abstract

Between 1850 and 1950, the history of fantastic Argentine literature, generally speaking, recognizes only two women writers: Juana Manuela Gorriti and Silvina Ocampo. The wide time gap that exists between these two authors seems to indicate that the fantastic was not a genre favored in women’s writing. Recent studies have contributed to filling that gap, pointing to Eduarda Mansilla and Raimunda Torres y Quiroga as assiduous collaborators in nineteenth-century magazines and newspapers. However, there is still a period of about five decades in which, apparently, women writers did not occupy themselves with fantastic short stories. This “wild zone” -which is verified in anthologies and studies of the genre- is striking, as it contradicts what happened in that geographical territory in that period, when Darío, Lugones, Holmberg and Quiroga published works that led to the fantastic short story acquiring the status of canonical literature. While it is true that female authors did not achieve the recognition that the aforementioned writers did, they did venture into fantastic literature, but their works remained, for the most part, on the pages of periodicals.

This paper is a modest contribution to the difficult task of recognizing women writers’ participation in fantastic Argentine literature at the beginning of the last century. For this purpose, five practically unknown short stories by María del Carmen Alonso, Olga de Adeler, Lola S. B. de Bourguet, Alfonsina Storni and Emma Felce are analyzed from a gynocritical perspective.

Keywords: Fantastic Argentinian literature; Women writers; Unknown short stories; Gynocritics; Literary history

En su valioso estudio de 1957 acerca de la literatura fantástica en Argentina, Ana María Barrenechea señala que es “una de las más ricas dentro de las de habla española” (IX), y subraya también la cantidad y la calidad de los autores que la cultivan. En efecto, a nadie le resultaría difícil reconocer que algunos de los escritores más representativos de lo fantástico hispanoamericano son argentinos. Para comprobar esta afirmación, basta mencionar unos cuantos nombres que aparecen con insistencia en las antologías que reúnen los relatos de esta modalidad narrativa escritos en el siglo XX: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar. Indiscutiblemente, se trata de autores cuya labor literaria influyó de manera sobresaliente en la conformación de lo fantástico durante la centuria pasada; no obstante, en este canon, un hecho no puede pasar desapercibido: la ausencia de mujeres.

Esta carencia de voces femeninas no es una simple suposición; una revisión a las antologías del periodo da cuenta de esta realidad. Por ejemplo, en la recopilación de Nicolás Cócaro, Cuentos fantásticos argentinos (1960), de los 17 relatos incluidos, solo uno corresponde a una escritora: Silvina Ocampo. Lo mismo ocurre en la Antología de literatura fantástica argentina: narradores del siglo XX (1973), de Alberto Manguel. Por su parte, Fernando Sorrentino, en 17 cuentos fantásticos argentinos (1978), registra de nuevo a Silvina Ocampo e incluye además a Pilar de Lusarreta. En Lo fantástico: cuentos de realidad e imaginación (1993), Horacio Moreno reúne ocho narraciones; de ellas, siete corresponden a varones y una a la escritora Angélica Gorodischer.

En volúmenes más recientes, la situación persiste: Helios Jaime Ramírez, en su Antología de relatos fantásticos argentinos (2006), incluye veintiséis narraciones, pero solo tres pertenecen a escritoras: Silvina Ocampo, Liliana Heker y Elbia Rosbaco Marechal. En Cuentos fantásticos argentinos (2008), dos de los seis relatos reunidos son de las autoras Silvina Ocampo y Ana María Shua. Por último, en la antología a cargo de Carlos Abraham, Cuentos fantásticos argentinos (1900-1960) (2016), ninguno de los 34 textos que integran el volumen tiene autoría femenina.

Un panorama similar se presenta en antologías publicadas en Argentina, pero que no se limitan a esa región. Tal es el caso de la Antología de la literatura fantástica (1940), de Borges, Bioy Casares y Ocampo, en la que solo aparece una autora argentina en el índice: Pilar de Lusarreta. Su participación, sin embargo, no es en solitario; figura como segunda autora del cuento “El destino es chambón”, el cual escribió en colaboración con su esposo Arturo Cancela. Otro ejemplo es la Antología del cuento extraño (1956), de Rodolfo Walsh, en cuyo índice aparece Silvina Ocampo como única representante femenina de las letras argentinas.

Resulta curioso que, descontando el relato en coautoría entre Cancela y Lusarreta, los cuentos de las seis escritoras que fueron compilados en las obras mencionadas corresponden a la segunda mitad del siglo XX: los de Ocampo se publicaron en las décadas del cincuenta y del sesenta; los de Lusarreta, Heker, Rosbaco de Marechal y Gorodischer, en la del setenta, y el de Shua, en la del ochenta. Es decir, en apariencia, la primera narradora de lo fantástico de ese siglo fue, según se constata en las antologías, Silvina Ocampo.

Al analizar la participación femenina en otras compilaciones dedicadas a lo fantástico decimonónico, se puede apreciar un fenómeno análogo: Juana Manuela Gorriti, con narraciones como “Quien escucha su mal oye” (1865) y la serie de relatos agrupados bajo el título común de “Coincidencias” (1876), parece ser la única argentina que incursionó en la literatura fantástica durante el siglo XIX. Así se verifica en la compilación de Haydée Flesca, Antología de la literatura fantástica argentina: narradores del siglo XIX (1970); en el importante estudio y antología de Óscar Hahn, El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX (1997); en Cuentos fantásticos modernistas de Hispanoamérica (2003), a cargo de Dolores Phillipps-López; también, en el volumen Cuentos fantásticos del Romanticismo hispanoamericano (2011), de José María Martínez.

En otras palabras, según lo que arroja el análisis de la composición de las antologías, encontramos a Gorriti como la primera mujer que participó en el desarrollo de lo fantástico literario en Argentina -de hecho, inaugurándolo en ese territorio- y después un largo vacío de más de sesenta años en los que no figura ninguna escritora en esa modalidad narrativa hasta que, cerca de los años cincuenta, aparece Silvina Ocampo.

Recientes estudios de Carlos Abraham han permitido incluir en este desolado panorama a otras dos escritoras como parte del proceso histórico de lo fantástico decimonónico; me refiero a Eduarda Mansilla y a Raimunda Torres y Quiroga. En el caso de Mansilla, Abraham señala que “su aporte a la literatura fantástica consta del libro Creaciones [(1883), en el que] incluye dos textos pertenecientes al género […] ‘El ramito de romero’ y ‘Dos cuerpos en un alma’” (2015: 286). El crítico no duda en afirmar que estas narraciones “pertenecen a lo más destacado de las literaturas de lo insólito en la Argentina del siglo XIX” (297), y, de manera inteligente, se pregunta cuál fue la huella de los aportes de Mansilla en el devenir de lo fantástico, a lo que responde:

Es difícil decirlo, ya que ninguno de los numerosos fantasistas posteriores menciona su nombre. Sin embargo, no es imposible advertir el influjo de sus estructuras y polisémicas ficciones en […] Locuras humanas (1886) de López de Gomara, en Las fuerzas extrañas (1906) de Leopoldo Lugones, en Cristales (1921) de Mario Flores o en Cuentos extraños (1907) de Juan Mas y Pi (2015: 298).

Estas líneas dejan pensar que el olvido al que fueron sometidas las contribuciones de Mansilla en el terreno de lo fantástico no radica en la falta de méritos estéticos ni en su influencia en los narradores subsecuentes, sino en otras razones que tal vez se relacionan con la marginalidad en que vivieron las mujeres escritoras en aquellos años. A este respecto, Susana Regazzoni (2013) explica que, en el siglo XIX, “las escritoras [sufrieron] la fragmentación de un ser dividido entre su identidad femenina y sus ambiciones” (253), y que su escritura y su reconocimiento literario estaban limitados por las dificultades que tenían en una sociedad patriarcal con derechos escasos; una sociedad en la que, además, eran consideradas mujeres “desobedientes” (253).

En lo que respecta a Raimunda Torres y Quiroga, Abraham analiza su producción en publicaciones periódicas, como el diario La Nación y los semanarios femeninos La Ondina del Plata, La Lira Argentina, El Álbum del Hogar, La Alborada Literaria del Plata y El Correo de las Niñas; así como en Entretenimientos literarios (1884), el único libro que compiló. Sus trabajos, firmados bajo los pseudónimos Matilde Elena Wili, Celeste y Luciérnaga, entre otros, aparecieron entre 1876 y 1884, lo que, a decir del crítico, la ubica como la tercera mujer que cultivó lo fantástico en Argentina. El trabajo de Abraham acerca de Torres y Quiroga es invaluable, pues, como él afirma, hasta el momento de su investigación, ella era totalmente desconocida para la crítica literaria y explica que esto “no es algo sorprendente, ya que si la literatura argentina del siglo XIX ha sido poco explorada, la escrita por mujeres lo ha sido menos aún” (2015: 334). Cabe mencionar que, gracias al rescate de Abraham, en la actualidad es posible conocer y estudiar a esta interesante precursora de lo fantástico, pues en 2018 el estudioso publicó un volumen con veinticinco relatos de Torres y Quiroga intitulado Historias inverosímiles.

De esta manera, se puede decir que, hasta donde sabemos, la ausencia de escritura femenina en lo que concierne a lo fantástico abarca alrededor de medio siglo; sin embargo, parece poco creíble que ninguna mujer haya explorado esta modalidad narrativa en un lapso tan amplio. Este periodo podría ser considerado, en palabras de Elaine Showalter, una “zona desierta” que “debe ser examinada por una crítica, teoría y arte, genuinamente centrados en la mujer, cuyo proyecto compartido sea el de convertir en realidad el peso simbólico de la conciencia femenina, hacer visible lo invisible, lograr que lo silencioso hable” (2010: 400).

Para los estudios de esas zonas desiertas de la literatura, Showalter (2010) acuña el término “ginocrítica”; una crítica feminista que tiene por objeto principal la escritura femenina: “el estudio de las mujeres como escritoras[,] la historia, los estilos, los temas, los géneros y las estructuras de escritura de mujeres; la psicodinámica de la creatividad femenina; la trayectoria individual o colectiva en las carreras de las mujeres; y la evolución, así como las leyes, de la tradición literaria femenina” (2010: 386). Este tipo de crítica intenta responder a distintas cuestiones; entre ellas, una que servirá para el trabajo que aquí se presenta: “¿Cuál es la diferencia de la escritura femenina?” (386).

Por tanto, en el presente trabajo se pretende, desde la perspectiva de la ginocrítica, examinar las contribuciones de algunas escritoras argentinas a lo fantástico en esas décadas aparentemente desiertas; esto con el objetivo de dar un primer paso en la recuperación y el análisis de textos escritos por mujeres que permitan replantear la historia de lo fantástico en la literatura argentina.

Si bien considero que hay motivos suficientes para suponer que una revisión exhaustiva a las publicaciones periódicas de los últimos años del siglo XIX y la primera mitad del XX dejaría al descubierto un número considerable de escritoras que hasta hoy han sido desatendidas por la crítica literaria y que conformarían otra historia de lo fantástico argentino, en las siguientes páginas, me dedicaré únicamente a cinco: María del Carmen Alonso, Olga de Adeler, Lola S. B. de Bourguet, Alfonsina Storni y Emma Felce.

María del Carmen Alonso y una extraordinaria unión femenina

El 15 de octubre de 1920, en las páginas de El Hogar, uno de los magacines ilustrados más importantes del Río de la Plata, apareció el relato “El reloj misterioso”, firmado por María del Carmen Alonso y acompañado por una pequeña ilustración en escala de grises.

Hasta donde he podido investigar, la autora debió ser la profesora María del Carmen Alonso de D’Alkaine, de quien, infortunadamente, tenemos pocos datos: sabemos, por ejemplo, que en 1938 publicó el libro de cuentos El copón de plata en los Talleres Gráficos L. López y Cía. También que escribió una biografía del pedagogo Marcos Sastre, la cual está incluida en El tempe argentino, de 1942. Además, según consta en el número 674 de El Monitor de la Educación Común, alrededor de 1928, Alonso de D’Alkaine renunció a su trabajo como maestra en la Escuela No. 65, localizada en la provincia de Córdoba (1929: 156). Es probable que dejar su empleo haya tenido que ver con un cambio de ciudad, pues se sabe que en 1940 vivía en la capital porteña, en un edificio en la calle Rivadavia marcado con el número 1167, muy cerca del Obelisco. Aunque no es posible determinar sus fechas de nacimiento y defunción, a partir de los pocos datos que respecto de ella se encuentran, estimo que debió nacer en la última década del siglo XIX y que aún vivía en 1953, pues en el Boletín Oficial de la República Argentina, publicado en marzo de ese año, todavía se registra un texto suyo: “El gran pedagogo argentino Dr. Marcos Sastre” -desconozco si se trata de un trabajo distinto del publicado en 1942-.

El relato “El reloj misterioso” cuenta, grosso modo, un caso de telepatía entre la narradora y su amiga Nieves. Según la narradora, en un día de invierno, ambas se encontraban buscando calor en la cocina, cuando escucharon el sonido característico de un reloj, sin embargo, era imposible que fuera real. Cito:

De pronto me sorprendió un ruido seco, parecido al resorte de un reloj que, de súbito, se desprende y comienza a marchar, y el tic-tac acompasado y metálico de un despertador invisible, siniestro, se dejó oír con marcado y homogéneo martilleo.

Levanté repentinamente la cabeza, quise hablar, pero mis ojos se encontraron con los de Nieves; que atónitos me miraban interrogantes. Leí en ellos la misma sorpresa que me inquietaba, y no dudé más. No era yo sola quien oía aquel reloj que surgía del misterio, no era aquello fruto de mi imaginación. Allí se hallaba Nieves, y ella también lo estaba oyendo con el mismo estupor, con la misma sorpresa. La interrogué. Temiendo hasta el sonido de mi propia voz atrevime a preguntar: -¿Qué oyes? Y al punto respondiome Nieves:

-El sonido de un reloj. ¿Y tú?

-Yo también, pero en esta casa no hay ningún despertador, nuestros relojes son todos chicos, no marchan con tanto ruido y, además, ¿quién pudo traerlos aquí? (Alonso, 1920: 31).

Después de buscar en todos los rincones de la casa la fuente de aquel sonido, las mujeres aceptan que se trata de “algo sobrenatural, un llamado de ultratumba” (Alonso, 1920: 31); sin embargo, coinciden en que no es la primera vez que han vivido un fenómeno como ese; un año antes, sin estar juntas, las dos habían percibido el mismo sonido sin que proviniera de ningún objeto. Por una parte, Nieves cuenta que una noche comenzó a oírlo y que su pequeño hermano también refirió que escuchaba un despertador. Por otra parte, la narradora explica que una noche, después de pasar la tarde con su amor en la plaza, comenzó a escuchar un tic-tac, que todos los habitantes de su hogar también lo hicieron y que, aunque nunca encontraron el sitio del que provenía, la cocinera afirmó que era una “obra del mandinga” (31).

Luego de compartir sus experiencias, las amigas analizan las razones supuestamente científicas que permitirían comprender por qué ocurrieron los sucesos y concluyen que el fenómeno del reloj misterioso se explica por la telepatía, la sugestión y la transmisión del pensamiento: alguien pensaba fuertemente en ellas mientras escuchaba el tic-tac de un reloj, por lo que proyectó el sonido en la mente de las mujeres; a su vez, ellas sugestionaron a otros para que también lo escucharan. En cuanto al razonamiento científico que se describe en el texto, se debe puntualizar que no está basado en las ciencias que eran legitimadas por la academia, sino en aquellas que se encontraban al margen y que hoy conocemos como “pseudociencias”.

Es importante anotar que en el cuento de Alonso de D’Alkaine la presencia femenina es significativa, pues tanto la voz narrativa como los personajes principales son mujeres, lo cual dista, en gran medida, de lo que ocurría en otros relatos fantásticos de la época: en la primera ola de lo fantástico hispanoamericano (1840-1880), el papel de la mujer era indispensable porque gracias a ella ocurría lo insólito, ya que transitaba -y hacía posible que otros transitaran- entre el mundo natural y sobrenatural, pero desde la época modernista y, más específicamente, desde la publicación de Las fuerzas extrañas (1906) de Lugones esta tendencia se modificó: la presencia femenina fue cada vez más modesta e incluso inexistente (Nájera, 2019). En otras palabras, en ese periodo es difícil encontrar relatos fantásticos escritos por varones en los que la voz narrativa recaiga en una mujer y en los que el cuadro actancial sea predominantemente femenino, por lo cual se puede afirmar que es una característica llamativa del texto de Alonso de D’Alkaine.

En el mismo sentido, dos aspectos me parecen interesantes: la cercanía de la narradora y de Nieves, y la manera en que analizan el evento insólito. A propósito del primero, se plantea un vínculo fuerte entre ambas mujeres, quienes viven juntas -sin que se explique en qué condiciones- y, en apariencia, tienen mucho tiempo de conocerse. Esta relación les permitió enfrentar de mejor manera el fenómeno extraordinario, pues cuando lo vivieron alejadas fueron consumidas por el miedo, pero al encontrarse juntas ese sentimiento desapareció y pudieron buscar una explicación para lo que sucedía. Es precisamente ese el segundo aspecto que me interesa subrayar: la manera en que se acercan al análisis del acontecimiento, pues lo hacen desde el método científico y no se dejan llevar por el exceso de sentimentalismo que supuestamente correspondía a la mujer argentina de principios del siglo pasado (Ferro/Miranda, 2009: 409). Cito en extenso:

Este es un fenómeno que debe tener su explicación científica, pensé; y, dirigiéndome a Nieves, dije: -Hace tiempo, algún libro se me cayó entre las manos, no recuerdo cuándo, y de esto debe hacer ya mucho por la vaga memoria que tengo de ello; leí pues un caso que se prestaba a los más extravagantes comentarios. Era un lugar montañoso de no sé qué parte del Viejo Mundo, donde, diariamente, durante las horas de la noche, prestando mucha atención, se oían partir de entre las rocas, gritos desesperados, lamentos, aullidos feroces, cañonazos, etc. La gente ignorante que vivía por aquellos contornos, decía que esas montañas estaban embrujadas, muchos aseguraban haber visto fantasmas y terribles genios, surgir desde los profundos abismos, y se contaba más de un caso funesto acaecido a quienes se habían visto obligados a pasar por allí. Pero, como estas cosas no suelen pasar desapercibidas a los sabios, que no por serlo lo saben todo y, por tanto, tienen su grado de superstición como todos los mortales, aconteció que un día se acercó al lugar uno de ellos, comprobó que, en verdad aquellos fenómenos acústicos se producían durante la noche, estudió la composición química que cubría las rocas, recogió todas las leyendas que alrededor de este fenómeno se habían tejido, supo que aquel terreno había sido casi constantemente campo de batalla durante largos años y llegó a la conclusión de que aquellas rocas, esos abismos habían recogido todas las voces y ruidos de los ejércitos que junto a esas montañas lucharon por tantos años y que, voces y ruidos se habían ido fijando en las rocas como en un fonógrafo y que, más tarde reproducía, oyéndose con mayor nitidez durante las horas calladas de la noche.

-Di -replicó Nieves-, eso pudo comprobarse bien, pero no me dirás que puede hacer las veces de fonógrafo ese armario, ni el baúl de tu tía, ni mi cuadro, porque junto a ellos no hubo nunca un reloj en marcha.

-Bueno, en eso tienes razón, pero no me negarás que el fenómeno puede residir dentro de nosotras mismas, tal vez lo encontraríamos recurriendo a la Psicología. Puede ser un caso de telepatía, como te dije ya, mucho de sugestión… Por lo dicho, parece que vas resolviendo el problema y te guardas la solución para ti sola.

-No, es que…

-¡Vamos, habla!

-Bueno, dime: ¿Tú crees en la transmisión del pensamiento?

-¡Y, cómo no!, pues que yo misma hice el experimento.

-Entonces te diré: Cuando una persona piensa fuertemente en otra y está, por lo general, sola en un lugar silencioso de su casa, puede ocurrir y también puede acontecer que ese individuo esté inconscientemente oyendo marchar un reloj; esa persona en estas condiciones, y mientras oía el tic-tac del reloj, hubiera podido estar pensando una vez en ti, cuando vivíamos en el pueblo del Oeste, y otra vez en mí. El sonido del reloj ha volado con el pensamiento del que nos evocaba y nosotras nos hemos sugestionado fijando este sonido en un lugar que se nos ha ocurrido primero. Las demás personas que han acudido después han oído lo mismo porque nosotras hemos querido que así lo oyeran, nuestra sugestión ha sido tan fuerte que la hemos comunicado a todos los que interrogábamos.

Tú sabes que el espíritu es un gran receptáculo de impresiones. Desalojado, como estaba ahora el nuestro, de toda idea, nunca en mejores condiciones para que el fenómeno se produjera. He ahí cómo alguna de nosotras dos recibió la transmisión de este sonido e inmediatamente la otra se ha sugestionado también oyendo lo mismo. Fijado por una de nosotras el lugar de donde surgía el ruido, la idea se transmitió a la otra; más tarde ha llegado el nene, al instante lo hemos sugestionado porque lo estamos nosotras, en alto grado. Y no nos libraremos de esto hasta que el sueño normalice nuestros sentidos y la sugestión deje de obrar sobre nosotras.

-¿Sabes que has pensado bien? Y tanto que se me está pasando ese vago temor supersticioso que me dominaba y me parece oís ya muy lejano el tic-tac del reloj.

Los fenómenos de la naturaleza que nos son totalmente desconocidos, siempre nos infunden cierto temor, pero este desaparecerá a medida que nuestra inteligencia se vaya robusteciendo por medio de la ciencia (Alonso, 1920: 31).

Con estas palabras concluye el relato; como puede apreciarse, el razonamiento científico solo se verifica cuando la narradora y Nieves presencian juntas el acontecimiento sobrenatural, lo cual, por un lado, contradice la creencia común a la época de que la mujer no tendía al pensamiento racional, sino al sentimental, y, por otro lado, subraya la fuerza, la empatía y la conexión que pueden existir entre las mujeres.

Olga de Adeler y una maldición marítima

Dentro de la tradición de literatura fantástica, uno de los temas recurrentes es el de los objetos encantados o embrujados, como el de las embarcaciones fantasma. En la narrativa rioplatense es posible mencionar al menos un par de narraciones que pueden servir como ejemplo del tratamiento que se da a este tema; me refiero a “Los buques suicidantes”, de Horacio Quiroga, y a “El Dodvand”, de Raúl Montero Bustamante, de 1906 y 1907, respectivamente, las cuales relatan ciertos acontecimientos inexplicables que suelen ocurrir a los navegantes del mar. En esta misma línea se encuentra el cuento “El buque fantasma”, publicado en la revista Orientación, en marzo de 1929, y firmado por Olga de Adeler (1877-1968), una autora que quizá se sintió interesada en ese tema debido a que procedía de una antigua familia de marinos.

Olga Jespenser de Adeler nació en Dinamarca, pero, debido al trabajo de su marido, radicó en Argentina desde 1900 hasta su muerte. Cultivó el cuento y el teatro, así como la leyenda. Sus colaboraciones aparecieron en publicaciones periódicas de gran importancia en el panorama cultural rioplatense, como Caras y Caretas, La Prensa y El Hogar. Publicó las obras de narrativa Junto al fuego (1918), De corazón adentro (1922), Jazmín del país (1929), Imágenes (1934) -donde se incluyó “El buque fantasma”-, El hilo mágico (1945) y Luces de colores (1949); asimismo, se sabe que escribió las obras de teatro En las mejores manos del mundo y La mejor obra, ambas en los años treinta. En fechas recientes, Mariano Buscaglia ha ubicado a Olga de Adeler como parte de los autores que comenzaron el fantasy -una modalidad narrativa que tiene su base en la magia- en Argentina, ya que “gran parte de sus cuentos están contaminados por la fantasía europea, con princesas, duendes y hechiceros” (2021: 32).

En “El buque fantasma”, los tripulantes de un navío dialogan a propósito de una superstición marítima según la cual existe una embarcación sobrenatural. Una de las participantes toma la palabra y narra cómo ha marcado su vida el buque fantasma: cada vez que ha escuchado de él, sea como historia o como pieza musical, uno de sus familiares ha muerto, y asegura que la siguiente será ella: “-La nave misteriosa que se llevó a los dos seres que más he amado en el mundo… si vuelve a aparecer, será, tal vez, para llevarme a su bordo…” (De Adeler, 1929: 12).

Como puede apreciarse, en esta historia, la leyenda del buque fantasma adquiere otros tintes; no se refiere precisamente a un fenómeno sobrenatural que ocurre en una embarcación, sino que su influjo maligno sale de ese ámbito e irrumpe en la vida cotidiana del personaje. Esta diferencia en el tratamiento del tema puede explicarse porque difícilmente una mujer de aquella época podría referir los eventos acaecidos en el mar con la misma soltura que un varón, ya que la navegación no era una profesión común al género femenino. Es decir, se trata de una reelaboración o adaptación del tema que permite su continuidad dentro de la escritura femenina.

Lola S. B. de Bourguet y una sanación misteriosa

Al igual que las autoras hasta aquí mencionadas, Lola Salinas Bergara de Bourguet (1876-1939) tomó el apellido de su marido como parte de su nombre -costumbre arraigada en aquella época-; sin embargo, fue más allá: llegó, como Olga de Adeler, a suprimir casi por completo su propio apellido. Desconozco si esta tendencia se explique únicamente por razones estéticas, es decir, para que el nombre artístico fuera más atractivo para el público y los editores, o si tenga que ver con motivos de índole social y cultural, como reconocer la superioridad del marido o incursionar de mejor manera en el panorama literario de la época al demostrar que la autora era honorable y se encontraba casada; de cualquier modo, en este hecho puede percibirse la dificultad que tuvieron las escritoras del siglo XIX y de principios del XX para ser valoradas por su trabajo literario y no por sus vínculos con los hombres.

A este respecto, cabe resaltar otro aspecto frecuente en las escritoras del periodo: el empleo de seudónimos. En el caso de Salinas Bergara, se sabe que, en sus publicaciones dentro y fuera de Argentina, utilizó sobrenombres como Angélica Farfalla y Silvio Eguren, según se consigna en la International Encyclopedia of Pseudonyms (2006: 360).

Acerca del uso de seudónimos o de iniciales por parte de las escritoras de ese periodo, Graciela Batticuore (2003) asegura que esto fue común en Buenos Aires en las décadas de 1860 y 1870, y que esta tendencia, que también se verificó en toda América y en Europa durante todo el siglo XIX, tuvo, en efecto, distintas razones:

Podría decirse que […] el seudónimo femenino expresó un recaudo contra la amenaza siempre latente de una condena a la mujer y desde luego a la artista. Sin embargo, no siempre su elección responde al pudor real o a la timidez extrema por parte de una autora que encuentra en este recurso la manera de resguardar su cuestionable apetencia de ser leída. La adopción del seudónimo responde a móviles diversos en cada caso, pero casi siempre presenta motivos y entramados complejos de desentrañar (240).

Batticuore, además, recupera la propuesta de Carla Hesse en la que señala que el uso del seudónimo femenino representa una estrategia de las escritoras para mantener el control legal de sus textos y para evitar que fueran propiedad de sus esposos; se trataba, entonces, de una consolidación de su identidad, de una autoinvención y de una declaración de independencia del significado patriarcal (247-248).

Lola Salinas Bergara de Bourguet nació en San Martín, Buenos Aires, fue catedrática en la Escuela Normal de Lomas de Zamora y colaboradora en distintos diarios y revistas, como Nosotros y El Hogar, por mencionar algunos. Cultivó la narrativa y la poesía; en este último género se le otorgaron significativas distinciones en certámenes literarios. Su obra está compuesta por libros de narrativa, como Crisanthemas (1903), Los expósitos (1907) y Érase que… se era (1935); libros de poesía, a saber: Renglones cortos (1916), Arca de sándalo (1925) y Agua clara (1927); así como por libros de texto escolar, como Flor de ceibo (1928), Agua mansa (1929) -continuación de la obra de 1928- y Panoramas (1929). Este recuento bibliográfico permite apreciar, por un lado, que la labor literaria de la autora fue constante durante las primeras décadas del siglo pasado, es decir, que participó activamente en el panorama cultural porteño de su época y, por otro lado, que comparte con el resto de las autoras aquí estudiadas una inclinación hacia la escritura dirigida al ámbito educativo.

Uno de sus cuentos es “Misterio”, y apareció en la revista El Hogar, el 13 de enero de 1922, acompañado con una ilustración de León Bouché. El argumento del relato es, a grandes rasgos, el que sigue: Lía, una muchacha de catorce años, encontró, durante uno de sus paseos, el “retrato de un hombre joven, pálido y demacrado; a todas luces, un enfermo” (31). A partir de ese momento, Lía comenzó a hablar con el retrato, animando al hombre a curarse para que se conocieran y estuvieran juntos. Más de un año continuó esa extraña comunicación. A unos cuantos kilómetros, un enfermo en un hospital tenía una inexplicable mejoría y una actitud errática que incluía diálogos hacia la nada en los que afirmaba que se curaría para poder estar con su interlocutora invisible. En otras palabras, había una comunicación sobrenatural entre ambos; sin embargo, este hecho era rechazado por las enfermeras y los médicos, quienes consideraban que el paciente estaba loco:

Los médicos, sugestionados por las timoratas mujeres, que creían habérselas con un loco, interrogaron al enfermo. Él sonrió y dijo:

-Ustedes, hombres atiborrados de ciencia y materialismo; ustedes que cumplen al pie de la letra el aforismo del santo: “ver para creer”, ustedes que quieren que les explique lo inexplicable…

-¡Loco, el infeliz! -murmuró el grave galeno, que tendía como una esperanza su nombre sabio sobre las angustias de la sala.

-Loco, no -rectificó el desconocido-. Yo la veo en espíritu, luminosa, llena de dulce y sugestiva majestad; y hablo con ella… y sus ojos, verdes como esmeraldas enormes salpicadas de oro, penetran en mí como dos fuentes de energía consoladora… Y sus besos de hermana fuerte, de hermana buena, acarician mi frente, disipan mi fiebre, me dan la vida…

-¡Qué tristeza! ¡Loco! -musitó la religiosa escondiendo las manos pálidas en las anchas mangas del hábito azul.

-¡Oh, loco, no! -replicó el enfermo. Y prosiguió: -¿Quién si no ella puede haberme curado? ¿Quién si no ella ha arrancado de mi pecho la tos que me ahogaba y de mis pulmones la tenaza de fuego que los oprimía? (31).

Tiempo después de su enigmática recuperación, el joven y Lía, impulsados por una fuerza extraña, pudieron encontrarse en lo que probablemente haya sido una “conjunción ultraterrena de dos almas en los misterios maravillosos del amor” (31).

En este relato, se observa una diferencia significativa respecto de las narraciones fantásticas hispanoamericanas del siglo XIX que incluían personajes femeninos: la mujer no se presenta como un ser que conduce al hombre a la perdición o al mal; por el contrario, ella lo ayuda a que supere su enfermedad y a que recupere su vida. Por este motivo, el desenlace de la historia es distinto de aquellos en que los personajes terminaban muertos o locos; en este, lo fantástico favorece el encuentro de los amantes.

Este cambio, aparentemente menor, se suma a los otros que hemos revisado hasta este momento: la manifestación del razonamiento científico, en “El reloj misterioso”, y la adaptación de la leyenda del buque fantasma, en el cuento de Olga de Adeler; en conjunto, estos tratamientos dan cuenta de una manera particular de entender y de escribir la narrativa fantástica.

Alfonsina Storni y una autómata porteña

Difícilmente hay alguien pueda negar la importancia que tuvo Alfonsina Storni (1892-1938) en la historia literaria de Argentina. No me parece arriesgado afirmar que su obra poética es una de las más celebradas y su biografía una de las más conocidas. Pese a los numerosos acercamientos que su trabajo ha merecido, su papel como narradora es su faceta menos estudiada; aún más extraño es incluirla dentro de un recorrido de lo fantástico; sin embargo, también incursionó en él, por lo menos, en una ocasión.

La participación de Storni en lo fantástico ocurrió de una manera inmejorable con el cuento “Cuca en seis episodios”, publicado en el diario La Nación el 11 de abril de 1926. Este relato, que apareció acompañado por dos ilustraciones de Juan Carlos Huergo, recupera un tema con amplia tradición dentro de la literatura fantástica: el de la presencia de autómatas entre los humanos.

“Cuca en seis episodios” está narrado por una mujer -característica que, como se ha visto, es común a las autoras de lo fantástico de este periodo-, quien cuenta cuál era la relación que tenía con su vecina Cuca. Como su título lo indica, la historia se divide en seis episodios: en el primero, la narradora conoce a su joven vecina, la describe y destaca algunas peculiaridades que la hacen diferente de las demás: “había escuchado la voz de Cuca, una voz ahumana como salida de una laringe de madera […] y me clavó en las mías sus pupilas, unas pupilas algosas, arreptiladas, descoloridas, hechas de un vidrio lejano” (Storni, 1926: 3). En el segundo, después de entablar una relación amistosa, asegura que: “Cuca no era un ser humano igual a cualquier otro: debajo de su piel, lento, callado, silencioso como los pies de los fantasmas, rodaba, grisáceo, un misterio” (3). En el tercero, se desarrolla un baile en la casa de Cuca, en el cual la narradora se asombra de la cantidad de hombres con los que su vecina puede bailar sin fatigarse y concluye: “si tocara el brazo izquierdo de Cuca, ese, ese mismo que se apoya en este momento, rígido, sobre el hombro del compañero, la carne no se hundiría; y si la probara con el pulgar y el índice, como se hace con los cristales, estoy cierta de que sentiría, preciso, limpio, el claro sonido de la porcelana” (3). En el cuarto episodio, impulsada por esta idea, la narradora observa con detenimiento el brazo de la joven y descubre que “no arraigaba allí un solo vello, ni la más delgada mancha lo ensombrecía, ni el más ligero accidente epidérmico lo humanizaba” (3). En el quinto, decide dejar de frecuentar a Cuca por el miedo que le provoca; no obstante, la información que llega acerca de ella le permite borrar esa idea de que su vecina no era humana. Por último, en el sexto episodio, ambos personajes se encuentran en la calle Corrientes, a la altura de Callao, y cuando finalmente la narradora concibe a Cuca como una mujer normal, un evento confirma sus anteriores sospechas:

Cuca, separándose de mí, ha intentado cruzar la calle y un auto la ha arrollado; sí, sí, la he visto rodar bajo las ruedas e instintivamente mis manos se han posado sobre mis ojos para ahorrarles la horrible visión.

Pero, al instante, he avanzado hacia ella para auxiliarla y es entonces cuando he visto lo que aún estoy viendo, la cosa verdaderamente tremenda: no, no hay sangre; no hay en el suelo, ni en las ropas de Cuca una sola gota de sangre.

La cabeza, cortada a cercén por las ruedas del auto, ha saltado a dos metros del tronco, y la cara de porcelana conserva, sobre el negro asfalto, su belleza inalterada: los fríos ojos de cristal verdes miran tranquilos del cielo azul; la menuda boca pintada ríe su habitual risa feliz y del cuello destrozado, del cuello hecho un muñón atroz, brota amarillo, bullanguero, volátil, un grueso chorro de aserrín (3).

Este relato recuerda sobremanera a “El hombre de arena” (1817), del alemán E. T. A. Hoffmann, y, en el contexto rioplatense, a “Horacio Kalibang o los autómatas” (1879), de Eduardo Holmberg; sin embargo, hay algunas diferencias sustanciales que me parece oportuno mencionar: en primer lugar, en las narraciones de Hoffmann y Holmberg, la presencia de autómatas se conoce por la atracción amorosa de uno de los personajes hacia otro, mientras que en “Cuca…” el motivo amoroso es eliminado; en segundo lugar, en el relato de Storni, la narradora se da cuenta de inmediato de que Cuca no es humana, cosa que no ocurre en “El hombre de arena” ni en “Horacio Kalibang…”, pues los personajes conviven en diversas ocasiones con los autómatas sin percatarse de que lo son; en tercer lugar, en los cuentos de Hoffmann y Holmberg, la construcción de los autómatas parece tener propósitos siniestros y se otorga un papel relevante al científico que los creó, por su parte, en el de Storni, no se demuestra una intención maligna ni se sabe quién inventó a Cuca; y, en cuarto lugar, a diferencia de Olimpia y de Kalibang, en el cuento de Storni el autómata es destruido, lo que elimina el peligro que su existencia suponía. Además, aunque también “Horacio Kalibang…” fue escrito por un argentino, “Cuca…” es el primero que presenta a un autómata en Buenos Aires.

Como es posible apreciar, cada acercamiento de las escritoras a la tradición literaria fantástica argentina implica, en mayor o menor medida, una modificación de la manera en que se presentaban los temas y del tipo de narrador que se privilegiaba; incluso, al hablar en específico de la figura femenina en estos relatos, se podría decir que el tratamiento de las autoras contradice al de los escritores varones.

Emma Felce y una posesión aterradora

La última autora de este recorrido es Emma Felce (1909-2005), profesora y escritora nacida en Buenos Aires, quien fue autora de libros de texto escolar como Mi patria y el mundo (1955) y Escarapela (1968), y colaboradora en publicaciones periódicas como Conducta, Nosotros, La Vanguardia y La Novela Popular. Es en esta última revista donde se publicó “El cadáver viviente”, el 8 de junio de 1939; un cuento en el que una mujer, después de la muerte de su padre, comienza a ser poseída por el espíritu de él. En apariencia, este fenómeno sobrenatural se debe a que el difunto desea permanecer cerca de su pequeña nieta Billi. La historia es narrada por la mujer que es víctima de la posesión y ella refiere que siente terribles dolores cuando el espíritu de su padre invade su cuerpo, por lo cual no puede realizar sus actividades cotidianas.

Aunque el doctor Neick, un joven psiquiatra amigo de la familia, considera que los ataques que padece la protagonista son consecuencia de un estado alterado, ella afirma que no se trata de un trastorno mental, sino de una terrible realidad:

yo sostengo que en mí no se trata simplemente de un estado obsesivo, sino de una periódica realidad aterradoramente cruel, como es una realidad y no una obsesión la operación realizada en un órgano de nuestro cuerpo […] yo razono lúcidamente y no acepto en absoluto que padezca obsesiones (Felce, 1939: 5).

Esta afirmación es, además, compartida por la mucama, de nombre Mara, quien ha presenciado la posesión y corre de la casa al médico:

-¡Sí, todo cuanto asegura es cierto! Yo vi la otra noche el cadáver de su padre acercarse a usted.

[…]

-¡Ella tenía razón! ¿Por qué me engañaba así? ¡Farsante! ¿Cómo se atreve a seguir viniendo? -su voz se hizo más chillona aún y apenas podía coordinar las frases: -¡Lo he visto! ¡Lo he visto! Ahora estoy convencida. Ya no lo escucharé más a usted. ¡Retírese! ¡No queremos verlo por aquí! (14).

Como se observa, las figuras masculinas ejercen daño en los personajes femeninos: el padre, por un lado, provoca los ataques en su propia hija, mientras que el galeno, por otro lado, intenta separar a la niña de la narradora y de Mara, e internarlas en un hospital psiquiátrico. En contraste, el vínculo entre las mujeres es estrecho y tiene como propósito el cuidado de Billi y la recuperación de la protagonista. En este sentido, es posible hablar de un aspecto que no se verifica en las narraciones escritas por varones: la sororidad, concepto que procede del latín soror (hermana) y que

hace referencia a la solidaridad entre mujeres como un requisito imprescindible de la práctica feminista […] se trata de reivindicar la hermandad entre mujeres diferentes unidas en el compromiso contra las opresiones, discriminaciones y violencias experimentadas por el mero hecho de ser mujeres en las sociedades patriarcales. La sororidad implica una mirada transformadora hacia las relaciones interpersonales entre mujeres (Cobo/Ranea, 2020).

Como afirman Cobo y Ranea -siguiendo a Marcela Legarde y bell hooks, entre otras-, “la sororidad es una estrategia política para cambiar la percepción de las mujeres sobre las propias mujeres y transformar las lógicas de socialización femenina” con el fin de construir alianzas políticas y subvertir el mandato patriarcal; sin embargo, esta sororidad no se verifica únicamente en el espacio público y político, sino también en el espacio familiar, en el ámbito hogareño, ya que significa “amistad entre las mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer […] para vivir la vida con un sentido profundamente libertario” (2020). Así, en “El cadáver viviente” se observa la presencia de esa sororidad en el espacio íntimo de los personajes femeninos: en las conversaciones que tienen, en la manera en que se apoyan y se cuidan para vencer la opresión masculina que está representada por el padre y por el médico.

Al igual que en las narraciones hasta aquí comentadas, en el cuento de Felce se percibe una importante presencia femenina: la voz narrativa recae en una mujer, la mayor parte del cuadro actancial está constituido por mujeres y en ellas se verifica la presencia de lo sobrenatural. Estos aspectos, insisto, permiten asegurar que, sin que se desatienda la estructura que corresponde a lo fantástico, hay diferencias significativas en el tratamiento que las autoras dan a esta modalidad narrativa.

Notas finales

Las cinco escritoras estudiadas en este trabajo participaron en el desarrollo del relato fantástico argentino entre 1920 y 1939, lapso en el que, a decir de las antologías y estudios, ninguna mujer se acercó a la literatura fantástica en ese territorio. Sus cuentos, como intenté demostrar, son piezas dignas de figurar en el recorrido histórico de lo fantástico, ya que retoman sus temas y motivos clásicos, pero presentan también reelaboraciones interesantes que parecen explicarse desde la perspectiva de género.

Uno de estos cambios fue, como señalé, la insistencia en que la voz narrativa sea femenina. También se observó que los personajes principales son mujeres y que las historias ponen especial atención en el vínculo amistoso que ellas mantienen. Se demostró, además, que la sororidad les permite enfrentar a lo sobrenatural y que el pensamiento científico, tan asociado, por lo general, a lo masculino, no es ajeno a las mujeres. Asimismo, fue posible observar que temas como la creación de autómatas, la existencia de buques fantasmas y las posesiones adquieren matices distintos cuando son tratados por escritoras.

Aunque considero que la recuperación de estos nombres y de sus contribuciones a la literatura fantástica es un avance en la difícil tarea de llenar esa zona desierta de la que he hablado al principio de estas páginas, todavía hay mucho por hacer; el trabajo de archivo en los repositorios de publicaciones periódicas antiguas seguramente podría arrojar nuevos nombres, nuevos títulos y, sobre todo, una nueva historia de la literatura fantástica argentina en la que la mujer tenga, por fin, el lugar que merece.

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1El presente artículo se deriva de mi tesis de doctorado: “Viejas como el miedo”: las ficciones fantásticas en el Río de la Plata de 1906 a 1940. Antecedentes, desarrollo y consolidación de un género, que se encuentra en el repositorio institucional de El Colegio de San Luis.

Recibido: 17 de Abril de 2021; Aprobado: 12 de Enero de 2022

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