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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.15 no.29 Valenciana ene./jun. 2022  Epub 08-Abr-2022

https://doi.org/10.15174/rv.v14i29.622 

Dossier

La museificación de la obra de arte y de la ciudad. Un ensayo sobre la figura del Museo en el pensamiento de Giorgio Agamben y Guy Debord

The Museification of the Work of Art and the City. An Essay on the Figure of the Museum in the Thought of Giorgio Agamben and Guy Debord

Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez* 

*Universidad de Guanajuato nattahiher@yahoo.com.mx


Resumen

El museo, en la perspectiva crítica tanto de Guy Debord como de Giorgio Agamben, es señalado como aquel espacio donde la obra de arte se convierte en un objeto de mera contemplación y en un objeto desvitalizado, en la medida en que pierde su conexión con el mundo vivo y el espacio común a todos los hombres. Es decir, es señalado como un espacio que termina “museificando” las obras de arte, esto es, desvitalizándolas y vaciándolas de sentido, en la medida en que quedan separadas de la vida. Lo que haremos en el ensayo es explorar los alcances y el sentido de esta crítica al museo como esfera separada que mantiene el abismo entre el arte y la vida. Así como analizar la manera en que este rechazo del museo se transformará, a mediados de los años noventa, en una perspectiva de crítica radical de la museificación que, a juicio de Agamben, es una de las tendencias que caracteriza y define a las sociedades del espectáculo consumado. Una tendencia que atañe a la ciudad, en principio, y que supone un empobrecimiento de la experiencia.

Palabras clave: Museo y museificación; Agamben; Debord; separación; turismo

Abstract

The museum, from the critical perspective of both Guy Debord like of Giorgio Agamben, is indicated as that space where the artwork becomes an object of mere contemplation and a devitalized object, to the extent that it loses its meaning connection with the living world and the space common to all men. In other words, it is designated as a space that ends up “museifying” artworks, that is, devitalizing them and emptying them of meaning, to the extent that they are separated from life. What we’ll do in the essay is to explore the scope and meaning of this critique of the museum as a separate sphere that maintains the abyss between art and life. As well as analyzing the way in which this rejection of the museum will transform, in the mid-nineties, into a perspective of radical criticism of museification that, in Agamben's opinion, is one of the trends that characterizes and defines the societies of consummate show and that concerns the city before that nothing.

Keywords: Museum and museification; Agamben; Debord; Separation; Tourism

Para el profesor José Mendívil Macías, con

admiración y estima.

Introducción

El museo se nos presenta como el lugar natural al que pertenecen las obras de arte y desde el que el arte irradia su poder y sus revelaciones. El arte allí tomaría conciencia de su verdad, se develaría en su esencia y llegaría por fin a su propia autoconciencia. De modo que no sería nada fortuito que alrededor del museo girara el mundo entero del arte. Sin embargo, la cuestión de los espacios del arte, como nos recuerda Jacques Rancière, no es para nada sencillo ni trivial. En torno a esta cuestión de los espacios, que incluye la cuestión de las instituciones, las formas de inscripción y de visibilidad que adquiere el arte, se han esgrimido por lo menos cuatro grandes programas que implican en cada caso distintas maneras de entender la función y la realización de las virtualidades y potencias de arte (Rancière, 2005: 64).

La idea de que el museo es el espacio esencial del arte y que el arte es, ante todo, aquello que es objeto de experiencia estética es característica, en realidad, de un régimen especifico, del régimen estético del arte, que asume que el museo es el templo sagrado e inviolable al que pertenece el arte.

Contra este régimen, que es también el régimen artístico del orden burgués, es que van a reaccionar en su momento tanto Guy Debord y los situacionistas como un aún joven Giorgio Agamben, señalando tanto la mistificación y el empobrecimiento a que da lugar como la escisión de la que vive secretamente y que se esfuerza por mantener, en una crítica enérgica y contundente al museo, que se inspira en el gran programa de una realización del arte en la vida misma. Un rechazo del museo que se transformará ulteriormente en una perspectiva de crítica radical de la museificación en general en las manos del propio Agamben a mediados de los años noventa.

¿Cuál es la separación de la que vive secretamente el museo y que se esfuerza por mantener? ¿En qué consiste la “museificación” de la obra de arte y de la ciudad? ¿Qué papel juega, en suma, el museo, la figura del museo, en el tejido conceptual del pensamiento de Giorgio Agamben y en los planteamientos de Guy Debord y los situacionistas?

1. En torno a la separación entre el arte y la vida

Estas grandes obras [Blanchot se refiere a las

obras del Renacimiento], sin embargo, con-

tinuaban perteneciendo a las iglesias, tenían

su sitio en palacios donde en ocasiones ju-

gaban un papel político; estaban ligadas

poderosamente a la vida que pretendía ser-

virse de ellas. Un retrato, en la casa de aquel

a quien representa, sigue siendo un cuadro

de familia, pero cuando todas esas obras en-

tran real o idealmente en el Museo, es precis-

amente a la vida a lo que renuncian, es de

ella de quien aceptan separarse.

Blanchot en La amistad

La escisión del arte y la vida

Tanto los situacionistas como Guy Debord, como dice José Luis Pardo en el Prólogo a La sociedad del espectáculo, heredaron en su momento el programa anti-esteticista de las vanguardias artísticas, especialmente del dadaísmo y el surrealismo, es decir, heredaron la tarea de “cambiar la vida” a través del arte (2015: 11). Pero mientras el dadaísmo y el surrealismo habían intentado llevar a cabo dicha tarea a través de la destrucción del arte sin realizarlo o a través de la realización del arte sin suprimirlo, los situacionistas, dice Debord en la Tesis 191 de La sociedad del espectáculo, habían arribado a una nueva posición crítica que les permitía ver que “la supresión y realización del arte son dos aspectos inseparables de una misma superación del arte” (2015: 158). La “superación del arte”, en este sentido, significaba para ellos la realización y supresión del arte a través de su integración a la vida.

Bajo la constatación de que arte y vida están escindidos y que la distancia entre ambos se había vuelto insoportable y constituía el reflejo de la propia miseria de la vida cotidiana, los situacionistas idearon el programa de una “superación del arte” que implicaba una especie de aufhebung hegeliana del arte en la vida cotidiana.

Esta superación del arte mediante su realización en la vida equivalía al “fin del arte”, a su destrucción definitiva. Lo que para ellos significaba, no que la obra de arte tradujera por fin la vida, o que los limites del mundo del arte se ensancharan hasta alcanzar la sociedad misma, sino al contrario, lo que significaba era la destrucción del arte como una esfera cultural separada de la vida a través de su realización en la vida misma.

Ya las vanguardias históricas (dadaístas y surrealistas) habían intentado “cambiar la vida” y disolver la frontera entre esta y el arte, a través de la reducción al absurdo (como en el dadaísmo suizo), la creación de escándalos (como en el dadaísmo parisino) o por medio de la exaltación de la creatividad, lo irracional y la actividad onírica (como en el surrealismo). Las obras de las vanguardias artísticas no estaban destinadas a la interpretación o a la contemplación, como dice Jose Luis Pardo, rechazaban activamente más bien ese estatus de “obras maestras” coleccionables en los museos (2015: 15), puesto que tenían como finalidad la de producir un impacto subversivo y revolucionario en el arte y en el mundo, y agotarse en esa confrontación. Frente al arte destinado a la contemplación, a la fruición y al goce estético, las obras de las vanguardias artísticas lo que pretendían era reconciliar arte y vida llevando el arte a la vida. Sin embargo, cuando no se produce esa revolución, las mismas obras de vanguardia se vuelven interpretables, como señala José Luis Pardo, esto es, se convierten en objetos de contemplación y terminan por colaborar contra su voluntad con el sistema contra el que se levantaron en armas (2015: 17). Derrotadas en su pretensión de cambiar la vida, las obras de vanguardia quedan a merced del museo, insólitamente conservadas en aquella esfera cultural separada que ellas habían pretendido precisamente destruir. A pesar de su carácter subversivo, el enemigo las reduce a condición de piezas de museo, a condición de “obras de arte”, “de inofensivas y desgastadas metáforas” (Pardo, 2015: 18). Es entonces cuando las obras de arte, después de haber fracasado en su intento de cambiar la vida, se convierten en espectáculo, es decir, en mercancía desprovista de poder transformador, tal como toda obra subversiva que fracasa en la práctica está condenada a convertirse en espectáculo.

Después de ver cómo Dadá y los surrealistas habían sido neutralizados y se habían convertido en nuevas piezas de museo y en un episodio más de la “historia del arte”, el tema “fin del arte” para los situacionistas no pudo sino significar la destrucción definitiva del arte como una esfera cultural separada de la vida; un proyecto radical que no era una transformación del mundo del arte y la cultura, sino sobre todo una transformación revolucionaria de la vida cotidiana por medio de nuevas experiencias alternativas al conjunto de experiencias posibles dentro de la organización dominante de la vida.

Ante la descomposición y separación en que se encuentra la cultura burguesa y frente a los intentos burgueses de conservar el arte como un objeto muerto de contemplación, los situacionistas, como dice Anselm Jappe, juzgan ahora posible y deseable la unión de la vida y el arte en un todo indivisible, que las vanguardias habían pensado como algo deseable, pero lejano (1998: 85), a través de la radicalización y agudización de la conciencia vanguardista en torno a la destrucción del mundo del arte y de la exigencia de una completa superación revolucionaria de las condiciones generales de la vida que termine con la separación de ambas esferas.

El “fin del arte” era para ellos, en este sentido, el fin del arte autónomo, entendido “como una sucesión de diferentes estilos”, en la medida en que se trataba de disolver la frontera entre el arte y la vida, tal como buscaban, a su vez, que el juego invadiera la vida entera, rompiendo radicalmente con las condiciones que el capitalismo le impone al juego como un tiempo y un espacio lúdicos limitados, como sucede en la “organización dominante de la vida” (Internacional Situacionista, 1999: 14 y 217). Así, la “superación del arte” implicaba ahora una completa superación revolucionaria de las condiciones generales de la vida, esto es, el proyecto del acabose de la cultura separada y de la realización práctica del arte en la vida cotidiana.

La elaboración de una ciencia de las situaciones será la respuesta concreta que formulan los situacionistas frente a esa escisión que el orden espectacular no hace sino ahondar y perpetuar, como un intento por romper el orden opresivo de una cultura y una vida cotidiana separadas (Internacional situacionista, 1999: 17). Aquí es donde habría que encontrar el sentido de las propuestas situacionistas, como la deriva, la psicogeografía, la pintura industrial, el uso situacionista del cine, los proyectos urbanísticos y arquitectónicos del urbanismo unitario, en tanto no son sino el esfuerzo por “superar la cultura”, esto es, por realizarla, superándola en cuanto esfera separada.

Frente a la conversión de la cultura en mercancía y la perpetuación de su condición separada como “objeto muerto de contemplación” que lleva a cabo el orden espectacular, Guy Debord y los situacionistas entendieron que el apogeo de la cultura debe ser su fin como esfera separada y que permanecer fiel al objetivo de la cultura y del arte, a su cometido básico, significa negar la cultura y el arte como esferas separadas (Jappe, 1998: 87) y realizarlas en la práctica de un proyecto de crítica y transformación revolucionaria de la vida cotidiana.

En las coordenadas de este diagnóstico debordiano y situacionista acerca de la separación entre el arte y la vida podemos situar también el primer libro publicado por Giorgio Agamben en 1970, El hombre sin contenido, pues ahí encontramos, como vamos a ver, un programa militante de denuncia y crítica de la separación del arte y de la vida.

El hombre sin contenido

Aún siendo joven, Giorgio Agamben se ocupó en su primera obra publicada del estado de las relaciones que guardan la vida y el arte en el desenlace histórico de la cultura Occidental, bajo la idea de que el arte no es una tarea reflexiva marginal, como dice Paula Fleisner, un punto de partida entre otros posibles, sino implica una concepción general de la tarea filosófica (2005: 74), a partir de la cual se puede centrar un problema que es de carácter tanto artístico y cultural como político y antropológico.

El arte, para el joven Agamben, es el lugar privilegiado en el que pueden observarse las consecuencias que ha tenido para la vida humana el destino nihilista de Occidente. Por lo que se embarca en una discusión en la que no solo dará cuenta del estado actual del arte occidental, de su crisis, y de la manera en que la estética está involucrada en ella, sino también de las consecuencias que tiene esta crisis para la vida.

Bajo esta preocupación, Agamben, en los primeros capítulos del libro, reconstruye el surgimiento histórico de la estética como disciplina moderna porque ahí se teje, a su juicio, un acontecimiento decisivo para entender esas relaciones hoy en día, en la medida en que con el surgimiento de la estética en la modernidad sobreviene la consumación de la escisión entre el arte y la vida.

Agamben parte de una reflexión de la Genealogía de la moral, donde Nietzsche opone la experiencia de un arte para artistas a la concepción kantiana que define la belleza desde la perspectiva del espectador como lo que le procura un placer desinteresado (Agamben, 2005: 9), es decir, parte de una oposición casi subterránea entre el punto de vista del espectador sobre el arte y la experiencia del arte para el propio artista. Y es bajo esta oposición que Agamben encuentra en Nietzsche la exigencia de una destrucción de la estética, la necesidad de abandonar el punto de vista kantiano y la destrucción de la perspectiva estética tradicional (2005: 18), porque Agamben piensa que la agonía y la crisis actual de la cultura y el arte occidentales es proporcional a la profundización de una experiencia del arte que trajo consigo la estética montada sobre el punto de vista y sensibilidad del espectador.

Es con Nietzsche que Agamben aplana de esta manera el horizonte de la reflexión que llevará a cabo: se trata de desembarazar la experiencia del arte del punto de vista desinteresado del espectador, anularla, ponerle fin y, entonces, abrir el arte a una otra-experiencia, en la que el arte se convierta en un promesa de felicidad o en un ilimitado acrecentamiento y potenciación de los valores vitales (Agamben, 2005: 11 y 27), pues para Agamben la crisis del arte, como vamos a ver, es un problema que tiene que ver de forma central con la experiencia estética del arte.

El nacimiento de la estética en la modernidad responde, en la opinión de Agamben, a una fractura en la “unidad viviente” que era el arte antes de la modernidad. El modo en que la estética produce esta escisión en la “unidad originaria de la obra de arte” hace pensar a Agamben que el surgimiento de la estética, no solo implicó un cambio de perspectiva en la apreciación de la obra de arte, sino fundamentalmente una modificación del estatuto mismo de la obra, en la medida en que a partir del surgimiento de la estética el arte se convierte en un arte para el espectador.

A través de un gesto heideggeriano, Agamben re-sitúa el arte a su “forma más originaria” y a su “dimensión original” para llevar a cabo una especie de contra-historia de la disciplina estética, que le permite desnaturalizar los supuestos incuestionados sobre los que se funda esta “ciencia de la obra del arte”. Agamben señala, en este sentido, que en la Antigüedad el arte era experimentado como una locura divina capaz de llevar a la máxima felicidad y a la ruina más absoluta, pues su inquietante capacidad consistía nada menos que en traer a la presencia, en hacer pasar del no-ser al ser (Fleisner, 2005: 88; Agamben, 2005: 59). También en la Edad Media el arte se experimentaba como algo que tenía un profundo poder sobre el ánimo. Pero fue a partir de la Modernidad que “el arte se convierte en el objeto de una contemplación desinteresada para el espectador” (2005: 88). Lo que tenemos en la modernidad es una relación estetizada con la obra de arte en términos de representación y juicio estético, lo que supone una distancia ineliminable para con la obra de arte, mediante la cual pretendemos encontrar su realidad o su verdad, pero lo que hacemos es perder su vitalidad, pues perdemos la posibilidad de establecer con la obra una relación vital.1

El espacio de la relación estética es un espacio en el que la obra deja de ser una realidad viviente y se convierte en un mero objeto de contemplación, que da ocasión a un mero placer desinteresado, cuando, entre los griegos, era asumido como producción de verdad y como apertura de mundo para la existencia humana. Asistimos, entonces, a la época de la esteticidad neutral, lejos ya del juicio de Platón, que consideraba al arte provocador de un “divino terror”, o de la sensibilidad de Pigmalion, que lo consideraba una “promesa de felicidad”.

La época del ingreso del arte al régimen estético marcaría, de este modo, la consumación final de la oposición y separación entre el arte y la vida que Debord y los situacionistas habían problematizado anteriormente con su enorme programa radical de una realización y supresión del arte en la vida cotidiana.

Ahora bien, la época del régimen estético del arte es también la época en que aparece el museo como el espacio esencial y definitivo del arte, porque es allí, en el museo, donde el arte se convierte en objeto de experiencia estética. Lo que supone que el museo es la forma de inscripción y visibilidad que adquiere el arte en el seno de este régimen y que el museo no es sino la concreción institucional de esa distancia que está a la base de la experiencia estética del arte. Por eso Agamben no dejará de dirigir su crítica hacia ese templo idílico a donde se destinan las obras artísticas.

2. El museo o la separación entre el arte y la vida

El museo es un espacio esencial del arte

porque el arte es, ante todo, aquello que es

objeto de experiencia estética, y esta es una

reconfiguración de los espacios-tiempos de

una sociedad. Pero el problema se complica

enseguida: el espacio de la distancia estética

es al mismo tiempo la promesa de una vida

que no conocerá esa distancia. Y lo es porque

las obras que contiene tampoco conocen esa

distancia.

Jacques Rancière en Sobre Políticas Estéticas.

Museo y museificación en El hombre sin contenido

En el marco de esta crítica al régimen estético de la modernidad como separación entre vida y arte, Agamben en el Capitulo 4 de El hombre sin contenido traza una clara oposición entre la cámara maravillosa y la galería moderna: mientras la primera encontraba su razón de ser en la viva e inmediata unidad con el gran mundo de la creación divina, la galería reposa en sí misma como un mundo perfectamente autosuficiente, donde las telas están presas de un encanto que las mantiene separadas del mundo (2005: 55 y ss.).

Esta zona separada es el espacio del museo, un mundo aislado, separado e intemporal en el que la obra se convierte en objeto de contemplación y se distancia de las otras cosas, del mundo vivo y del espacio común a todos los hombres. La galería moderna disuelve el espacio concreto de la obra de arte y corta sus vínculos con el mundo y con la vida (Agamben, 2005: 58). Si todavía para el hombre medieval no había distancia respecto al arte, en la medida en que la obra expresaba para él las fronteras de su mundo, con la galería moderna el arte se pone a una cierta distancia respecto a las personas, a partir de la cual pierde su propia viveza.

El museo es, entonces, el espacio que se abre cuando vida y arte quedan separados y escindidos. Cuando las relaciones entre el arte y la vida se rompen, aparece el museo como espacio donde se depositan unas obras de arte que ya no alcanzan la vida.

El arte, dice Agamben, ha construido ahora su propio mundo (2005: 57-58). El museo es un Museum Theatrum, un topos ouranios, una dimensión intemporal estético-metafísica en la que se intenta fijar el punto de consistencia del arte, pero en la que en realidad se disuelve el espacio vital de la obra de arte. Lo que quiere decir también que el museo es el espacio que se abre cuando el arte ya no informa la vida, pues ahí en el museo, la obra de arte sufre un encanto que la mantiene separada de la vida, es decir, ahí en el museo el arte deviene una instancia museística. La vida entonces se retira de las obras: las estatuas se convierten en cadáveres, los himnos en palabras sin fe y las telas pierden su poder (Agamben, 2005: 72). No es solo que el arte se retire de la vida, sino también que la vida se retira de las obras.2

Es de esta manera como la estética y el museo transforman al arte, a juicio de Agamben, en una forma vacía y sin vida, en una “forma sin vida” petrificada y desvitalizada, que no es sino el resultado de un proceso de separación similar, pero de cuño inverso, a lo que, en el contexto del Proyecto Homo sacer, Agamben va a llamar la nuda vida, que no es sino el resultado del proceso de escisión que sufre la vida a manos de la soberanía.

En ese panteón abstracto de la terra aesthetica, el arte termina por entrar a una situación bastante peculiar que consiste en la imposibilidad de morir: “el arte no muere, sino que, convertido en una nada que se autoaniquila, sobrevive eternamente a sí mismo”, dice Agamben (2005: 94). Lo que quiere decir que el arte, en el museo, ya no puede vivir, pero tampoco morir, tal como ocurre con “los hundidos” en los campos de concentración y exterminio nazi, los “musulmanes” sobre los que los sobrevivientes no sabían bien a bien si estaban muertos o si estaban vivos y de los que Agamben se ocupará en Lo que resta de Auschwitz. El archivo y el testimonio de 1998. Allí, en el museo, el crepúsculo del arte, dice Agamben, puede durar más que todo su día, porque su muerte es, precisamente, el no poder morir. Tal como ocurre con “los hundidos”, que inmediatamente se convierten en cadáveres producidos en masa, porque el campo también ha negado la muerte.

Esta tesis acerca de que el arte se encuentra en una constante imposibilidad de morir, se relaciona directamente con el museo, pues el museo es el espacio en el que las obras tejen una relación con la muerte que no es de posibilidad, sino de imposibilidad, tal como dice Mercedes Ruvituso (2016: 23). Lo que significa que el museo es una burbuja pura y transparente que encierra al arte y en el que las obras quedan suspendidas como en un limbo sin poder realmente vivir, pero tampoco morir. Si recuperamos una metáfora que aparece en Elogio de la profanación, la de “poner a girar en el vacío”, podemos decir que es como si la galería moderna, el museo, pusiera a girar en el vacío al propio arte, a girar en el vacío y a regurgitar interminablemente su propia nada, como mostrando que ya no es posible ningún otro uso del arte que no sea la mera contemplación; tal como, muchos años después, en Medios sin fin y en La comunidad que viene, Agamben va a decir que la máquina mediática de la comunicación del orden espectacular somete al lenguaje -otro medio puro- a girar en el vacío y a regurgitar su propia nada, como mostrando que ningún otro uso del lenguaje es posible que no sea la palabrería sin fin a que nos tienen acostumbrados los programas televisivos.

Lo que devela toda esta deriva histórica del arte occidental, por otra parte, no es solo como este ha devenido algo museístico, algo separado y petrificado, sino también cómo el espectador no puede apropiarse a nivel concreto de la obra de arte. El hombre, dice Agamben, “no encuentra de ninguna manera [en el arte] un contenido determinado y una medida concreta de su propia existencia” (2005: 64). Si el arte hoy está en crisis, en el sentido en que se ha expuesto (Agamben, 2005: 166), eso significa también que el arte es el lugar radicalmente escindido del hombre.

Se trata de una escisión de la que emergen las propias condiciones de posibilidad de la figura del crítico del arte y de la ciencia de la estética. Y lo que esto significa es que esa escisión entre arte y vida es condición de posibilidad de la estética. Algo muy similar como cuando Foucault, en Historia de la locura en la época clásica, piensa la separación que se dio en la época clásica entre razón y locura como la condición de posibilidad de la psiquiatría positivista. Son ciencias que viven secretamente de la escisión.

El museo es precisamente el espacio del desgarro. Allí, en el museo, la obra de arte se museifica, se vuelve una sombra, queda desvitalizado y desinteresado, como un objeto disponible para su mera contemplación. El arte, así encantado, ya no le dice nada al hombre, ya no lo aterra ni lo desquicia; allí la obra de arte se convierte en un objeto neutralizado y domesticado, allí se ha convertido en un objeto apacible de consumo.

Por eso, Agamben estima que, frente a este destino museístico del arte, solo la destrucción de este horizonte de aprehensión estética puede desembarazar la experiencia del arte del punto de vista del espectador, anularla, y, entonces, abrir el arte a una otra experiencia y a una comprensión distinta del arte como potencia creadora de vida (Agamben, 2005: 183).

El museo en la perspectiva crítica de los situacionistas

Ya con anterioridad los propios situacionistas habían enfilado sus armas contra el museo. En una época marcada por la crisis y descomposición del mundo del arte, el museo fue para ellos la figura emblemática de este ocaso.

Los museos -dicen los situacionistas- tienen casi el mismo horario de apertura que las iglesias, el mismo olor a santuario y el mismo silencio, y ostentan con arrogancia un esnobismo espiritual directamente opuesto a los hombres vivientes cuyas obras encierra. ¿Qué tienen que ver esos pasillos silenciosos con Rembrandt, y la inscripción “Prohibido fumar” con Van Gogh? Y fuera del museo, el hombre de la calle se encuentra completamente privado de la influencia naturalmente tónica del arte por el sistema del comercio elegante […]. El arte no puede tener significado vital para una civilización que levanta una barrera entre el arte y la vida y que colecciona productos artísticos como despojos de ancestros a venerar (Debord, et al., 2013: 135).

El museo es señalado por los situacionistas como la barrera entre el arte y la vida que levanta la sociedad capitalista, que priva al hombre de a pie de la influencia tónica del arte. El museo, como esfera cultural separada de la vida, constituida por los museos, las galerías, las colecciones, las exhibiciones, las inauguraciones de gala, etc., separa el arte de la vida y reduce las obras a condición de objetos o piezas de museo, es decir, a una condición donde se perpetúan insólitamente conservadas, pero a cambio de convertirse en algo intacto, inerte e inofensivo, a una condición donde se asegura su supervivencia, pero al precio de perder su razón de ser. Por eso, los situacionistas sostienen que: “El arte debe conformar lo vivido. Nosotros proyectamos una situación en la que la vida se halle continuamente renovada por el arte, una situación construida por la imaginación y la pasión para incitar a cada uno a responder creativamente” (Debord, et al., 2013: 136).

El situacionismo, de este modo, se conjura como un proyecto que intenta romper con esa separación a través de la estrategia artística del détournement (desviación o tergiversación) y la construcción de situaciones lúdicas, antieconómicas y completamente inútiles, por medio de las que buscaban tener un impacto directo en la vida cotidiana (Debord, et al., 2013: 29).

Candela Potente ha señalado, en este tenor, cómo las prácticas artísticas situacionistas, como las que llevaron a cabo Giuseppe Pinot-Gallizio o Asger Jorn, hacían posibles contextos artísticos no institucionales que eliminaban la distancia con el espectador y su vida cotidiana (2014: 77). Tanto Gallizio como Jorn usaron el arte como un medio para restablecer el vinculo entre el arte y la sociedad que se había perdido (2014: 80). Un ejemplo de esto son las “pinturas industriales” de Gallizio: elaboradas con ayuda de mecanismos industriales en rollos de lienzo que se vendían por metro y de forma masiva en contextos no institucionales, no solo apartaban al arte de la dimensión sagrada del museo, sino también rompían con “el concepto de cuadro enmarcado y expuesto tras un vidrio en una galería como si fuera mercadería de colección” (Potente, 2014: 75), otorgándole al arte una posibilidad más allá de la mera exhibición espectacular que podía tener en el museo.

Todo el carácter revolucionario del situacionismo se encuentra en estas prácticas y en este método de construcción experimental con los que buscaban reconfigurar libremente la vida cotidiana. Si podemos pensar a los situacionistas como revolucionarios es porque buscaban ante todo concretar un espacio para la política abriendo un umbral de indistinción entre el arte y la vida donde estos devinieran indiscernibles, es decir, creando una zona de indiscernibilidad entre el arte y la vida a partir de un método de experimentación y construcción artística de la vida cotidiana.

En resumen, si en Agamben el museo es la concreción institucional del abismo entre el arte y la vida que ha creado el régimen estético, entre los situacionistas el museo es la figura emblemática que expresa perfectamente la condición separada del arte y la cultura dentro del orden espectacular. La crítica situacionista al museo se centra, por lo tanto, en el carácter separado de esta especie de “edificio barroco”, que antepone la conservación de las obras de arte a su propia realización; una crítica similar a la que encontramos en Agamben, donde se señala al museo como una esfera separada en la que el arte se convierte en una sombra vacía que no alcanza la vida.

Once años después de la muerte de Guy Debord, ocurrida en 1994, Giorgio Agamben, como vamos a ver enseguida, va a retomar la perspectiva crítica del museo, pero no sin extender la capacidad de esta crítica de la museificación a la ciudad.

3. Museo, turismo y espectáculo: la ciudad turística

¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo

haber escrito algo como un último poema de

amor a las ciudades, cuando es cada vez más

difícil vivirlas como ciudades.

Italo Calvino en Las ciudades invisibles.

Museo, separación y topología

En Elogio de la profanación, Agamben volverá a retomar esta perspectiva crítica del museo, pero ya no a propósito del arte y sus relaciones con la vida, sino a propósito de la fase extrema del capitalismo y de las posibilidades de uso y profanación que tenemos. Si en El hombre sin contenido encontramos la génesis de este tema, en Elogio de la profanación la perspectiva crítica de la museificación es utilizada para pensar y analizar las condiciones que presenta el tardocapitalismo así como las posibilidades que tenemos frente a él.

En ese contexto, Agamben sostiene que en la fase extrema del capitalismo las cosas, los lugares, los objetos y las propias actividades están separadas de sí mismas y rendidas al capital.

Que las cosas sean divididas y escindidas de sí mismas significa para Agamben que son desplazadas a una esfera separada, en la que cada cosa es exhibida en su separación misma y en la que resultan imposibles de usar (2013a: 107). Esa esfera es la esfera del consumo, por un lado, y la esfera de la exhibición espectacular, por otro: “espectáculo y consumo [dice Agamben] son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular” (2013a: 107). La esfera de la exhibición espectacular es una clara referencia al orden espectacular, tal como lo pensaba Guy Debord, como aquel orden de la imagen, de la mercancía, del dinero y del capital que se ha separado a tal grado del mundo y ha adquirido tal fuerza que ha terminado por sustituirlo. Mientras que la esfera del consumo hace referencia a la esfera separada del derecho, a esa esfera que niega o vuelve imposible el uso libre de las cosas porque allí, en ella, las cosas se convierten en propiedad y objetos de posesión (Agamben, 2013a: 108-109).

Si el uso es una relación con las cosas en términos de inapropiabilidad, que se establece más allá del derecho de posesión y del consumo utilitario (Agamben, 2013a: 109), podemos decir que el proceso de separación procede aquí esencialmente de dos formas, separa las cosas de sí mismas o bien para consagrarlas a la esfera del espectáculo, o bien para consagrarlas a la esfera del consumo. O, para decirlo de otro modo, que la negación del uso ocurre o bien a través de la exhibición espectacular o bien a través del consumo y la posesión. Lo que significa que la “sociedad de consumo” y la “sociedad del espectáculo” son las dos caras de una misma imposibilidad de usar.

Esta obstinada negación e imposibilidad del uso, dice Agamben, tiene su máxima expresión en el Museo: “La imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo” (2013a: 109). El Museo, así con mayúsculas, es el paradigma de esta negación e imposibilidad de usar que define a la sociedad del espectáculo y del consumo.

El Museo en el planteamiento de Agamben, sin embargo, no designa un lugar o un espacio físico determinado, como sí sucedía en el contexto de El hombre sin contenido, pero tampoco un dispositivo o a una máquina bipolar, no hay algo así como una “máquina museística”, como hay una “máquina antropológica”, una “máquina biopolítica” o una “máquina gubernamental” en los planteamientos de Agamben; a lo que hace referencia es a una dimensión, a la dimensión separada (2013a: 109) a la que se desplaza o se transfiere todo aquello que resulta imposible de usar en la religión capitalista. Por eso, el Museo puede coincidir tanto con una ciudad, con una región o con un grupo de individuos, porque “este término nombra simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia” (2013a: 110).

Antes que un espacio topográfico determinado, el Museo en el planteamiento de Agamben parece ser planteado como una figura topológica (es “un lugar tópico”, dice Agamben), tal como propuso a su vez la figura del Campo. El Campo, así con mayúsculas también, no hace referencia en el planteamiento de Agamben a una porción del territorio topográficamente determinada, sino a una figura topológica, a una “localización dislocante” que habita nuestro ordenamiento jurídico-político y que bajo ciertas condiciones lo resquebraja y lo horada instituyendo espacios de excepción donde el poder soberano tiene ante sí a la vida sin ninguna mediación política o jurídica (Agamben, 2013b: 223). El Museo, del mismo modo, es planteado como una figura que funciona topológicamente, en la medida que designa aquella dimensión separada a la que es remitida todo individuo, todo objeto, todo lugar y el propio mundo cuando se niega o resulta imposible el uso. El carácter topológico del Museo estriba en que se trata de una dimensión separada que se abre topológicamente cuando se niega la posibilidad de usar, de habitar o de hacer experiencia y a la que se remite todo aquello que no es usado, todo aquello que es imposible de habitar, todo aquello que resulta imposible de experimentar.

Desde esta perspectiva, podríamos decir que el Museo coincide, no solo con la esfera del consumo o con la esfera del espectáculo, sino además con toda aquella instancia o ámbito donde se niega el uso y donde se expone esa imposibilidad de usar, tal como el Campo puede coincidir con las salas de detención en los aeropuertos, con los cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades o con los campos para refugiados. Y es que el planteamiento de Agamben permite pensar la dimensión topológica del Museo, es decir, permite pensar al Museo como una figura dislocada que, bajo ciertas condiciones, agrieta el mundo instituyendo una dimensión en la que las cosas, los lugares, las actividades, los objetos resultan duramente imposibles.

El ejemplo que pone Agamben es la museificación de algunas ciudades, como Venecia en Italia o Evora en Portugal, que el orden espectacular ha convertido en “destinos turísticos” a donde se dan cita millones de turistas de forma anual. La museificación pasa aquí por la transformación de las ciudades en circuitos turísticos, circuitos que la industria turística y los tour operators exprimen al máximo para vender a los millones de turistas unas “experiencias” a tal grado preparadas, empaquetadas y adornadas con antelación, que los turistas terminan por encontrar la misma imposibilidad de experimentar “que habían experimentado en los supermercados, en los shoppings y en los espectáculos televisivos” (2013a: 110).

En el centro del proceso de museificación de las ciudades está, pues, la perdida y empobrecimiento de la experiencia. Un tema benjaminiano que Agamben retoma para mostrar cómo la museificación no es otra cosa sino la exposición (y consumo) de esa imposibilidad de experiencia que la industria vende oportunamente al turista, pero que también alcanza a los propios habitantes de las ciudades, desde el momento en que las ciudades turísticas se convierten paulatinamente en Museos para sus propios habitantes.

En Notas sobre el gesto, Agamben dice que cuando la sociedad burguesa a fines del siglo XIX perdió definitivamente sus gestos, esto no significó sino que desarrolló una obsesión por ellos como un intento por evocar lo que se le estaba escapando para siempre (Agamben, 2010). Habría que entender del mismo modo, a mi juicio, el empobrecimiento y la perdida de experiencia: “la perdida de experiencia” no significa el acabose de la experiencia, sino la búsqueda desenfrenada de experiencias, la tentativa de recuperar in extremis y a toda costa lo perdido. La obsesión contemporánea en torno a la experiencia (en la forma de la “aventura extrema”, del marketing experiencial posmoderno o de la adicción a sustancias estimulantes, por poner tres registros distintos) es un intento por reapropiarnos lo que hemos perdido, pero a través de lo cual solo constatamos que, en efecto, lo hemos perdido. Y que lo único que queda por hacer es la experiencia misma de lo inexperimentable, tal como Agamben dice que Baudelaire supo ver bien (2007: 54 y ss.), cuando hizo del shock, de lo inexperimentable por excelencia, el centro de su trabajo artístico en plena crisis de la experiencia.

La ciudad-museo, el turismo y el orden espectacular

Debord y los situacionistas ya conocían algo de esto sin duda alguna, como cuando señalaban que las ciudades se habían convertido paulatinamente en un suplemento de los museos para turistas (Internacional situacionista, 1999: 76) o cuando denunciaban cómo las ciudades se transformaban en un espectáculo lamentable bajo la tendencia totalitaria de la organización de la vida propia del capitalismo (Internacional Situacionista, 1999: 190). Y es que los situacionistas mantuvieron con el espacio urbano una relación compleja, que se basaba, por un lado, en la experimentación tendiente a la consecución de una organización libre y variable de la vivencia y experiencia de la ciudad y, por otro, en una aguda conciencia en torno a las transformaciones que el capitalismo provoca en dicho espacio.

Bajo la influencia teórica de Henri Lefebvre, los situacionistas dieron cuenta de cómo el espacio urbano está regido por la lógica del capital. Bajo el reino del capital, la ciudad queda sometida, por un lado, a la comercialización creciente de los espacios y, por otro, a una instrumentalización también en aumento, que impone a las personas un régimen de movilidad que responde punto por punto a dos de las actividades básicas del capitalismo, el consumo y el trabajo.

El urbanismo funcionalista de los años sesentas y setentas era para ellos el proyecto a través del cual la lógica del capital se traducía en términos espaciales, es decir, la técnica básica a través de la cual se producía la espacialización propia del capital. El urbanismo, con su capacidad para darle forma al entorno, para crearlo, recrearlo y modificarlo, traducía en términos espaciales la organización alienada de la vida cotidiana (Santagelo, 2014: 54), por lo que no podía sino traducir espacialmente la separación y el orden espectacular. El impacto y los efectos del urbanismo eran tan notables para ellos que no la consideraban otra técnica más de la separación capitalista, sino “el material básico general” sobre el que se alzan y se erigen las distintas técnicas y mecanismos de la separación.3

La museificación de la ciudad habría que considerarla, en este sentido, otra más de las tendencias reificantes del espacio urbano y de su vivencia. Lejos ya del intento de los situacionistas de organizar la experiencia de la ciudad en su presentación de “suma de posibilidades”, a través del juego, la interacción y el encuentro, el orden espectacular del capitalismo reduce las ciudades a ser circuitos turísticos que suman a los trayectos urbanos trazados por los requerimientos del trabajo y del consumo (Pachilla, 2014: 39), nuevos trayectos basados en el consumo de la propia ciudad.

Hoy las ciudades turísticas son recorridas por hordas de turistas cuya devoción por los “sitios turísticos” nos recuerda vivamente a los antiguos peregrinos y su devoción por los lugares sagrados de peregrinaje. De la Plaza Mayor al Parque de El Retiro en Madrid, de la Basílica de San Pedro al Coliseo en Roma, por poner dos ejemplos, las hordas de “peregrinos” corren a prisa tras experiencias vacías y fragmentadas con ayuda de mapas y guías que aseguran que, en efecto, la ciudad no sea experienciable.

En Elogio de la profanación, Agamben establece una ilustrativa analogía entre los antiguos templos de peregrinaje y estas ciudades museificadas de la nueva religión capitalista, para señalar que:

A los fieles en el Templo -o a los peregrinos que recorrían la tierra de Templo en Templo, de santuario en santuario- corresponde hoy los turistas, que viajan sin paz en un mundo enajenado en Museo. Pero mientras los fieles y los peregrinos participaban al final de un sacrificio que, separando la víctima de la esfera sagrada, restablecía las justas relaciones entre lo divino y lo humano, los turistas celebran sobre su persona un acto sacrificial que consiste en la angustiosa experiencia de la destrucción de todo uso posible (2013a: 110).

Así, como parte de las prácticas litúrgicas que regulan el culto propio de la religión capitalista, los turistas, los nuevos fieles del Templo, terminan por celebrar un angustioso acto sacrificial sobre sí mismos, que consiste en vivir en carne propia “la experiencia quizá más desesperada que es dada a hacer a todos” la experiencia de la perdida de experiencia.

Lejos de la heterogeneidad y riqueza de representaciones, imágenes y significados que reviste el espacio urbano en tanto espacio vivido para los habitantes, las plazuelas, las calles, los centros históricos, los espacios y monumentos se convierten en bloques funcionales e intercambiables perfectamente integrados por los itinerarios turísticos. Aquellos elementos quedan por detrás de la representación homogeneizante e ideológica de la reducción espectacular de la ciudad que lleva a cabo la industria turística. Es entonces cuando la ciudad deja de ser experienciable y se convierte en el sitio emblemático de la imposibilidad del uso en las sociedades del espectáculo consumado.

Cuando esto ocurre, lo único que queda es el recurso a la fotografía, la exhibición de esa imposibilidad de usar y de experienciar. Tal vez por eso los turistas, practicantes activos de la nueva religión de la separación, van en peregrinación de un lado para otro sin descanso, tras edificios, monumentos, plazas, millones de veces fotografiados e infinitamente fotografiables.

La ciudad contemporánea, deviene así, un Museo, que muy poco o nada tiene en común con aquellas “ciudades imposibles” que el viajero imaginario de Italo Calvino le cuenta a Kublai Kan, el emperador de los tártaros, en Las ciudades invisibles. Ciudades como Zaira que no cuenta su pasado, sino lo contiene escrito en las esquinas de las calles, en los pasamanos de las escaleras o en las rejas de las ventanas; ciudades como Anastasia, una ciudad trenzada por el deseo, que tiene la habilidad de hacernos parte de él (Calvino, 2018). Y es que la reducción espectacular de la ciudad transforma el espacio urbano en el espacio abstracto de la mercancía. Esta transformación de la ciudad en una mercancía ha llegado a materializaciones realmente ejemplares. Ciudades como París, Madrid, Oporto, Barcelona, Roma o Amsterdam, por mencionar algunas ciudades europeas, son ya una marca comercial, de tal forma que se pueden vender tanto a las personas que las habitan como a los turistas. Para sus habitantes, la marca les convierte en parte de un entorno modelado en el que todo está ya dispuesto de antemano para el disfrute y la contemplación de la mercancía. Para los turistas, la industria transforma la ciudad en un régimen escopico, a modo de espectáculo, tal como la mercancía quedó incorporada en su momento al régimen escopico de la vitrina y del aparador. Un régimen que convierte la ciudad en una mercancía consumible a través de la vista, tal como Benjamin decía que la construcción de la Torre Eiffel había hecho de París una mercancía consumible de un solo vistazo.

A la división y separación por zonas que sufría la ciudad a partir de una función exclusiva (en términos de vivienda, transporte, lugar de trabajo, ocio, etc.), que los situacionistas habían detectado, ahora se le suma la división por “zonas turísticas”, una nueva división de la ciudad que produce una mayor autonomización de la experiencia y, por tanto, una mayor autonomización de las esferas de la vida cotidiana. En esta fuerte sinergía entre la ciudad y los procesos de museificación (García: 2017), no cabe duda que son sobre todo los centros históricos los que se han convertido en museos desde que son entregados al turismo de masas, al consumo y al comercio; se convierten en islotes museísticos incluso en aquellas ciudades de “capa caída”. Pero también los barrios populares y otras zonas de la ciudad son alcanzados por la conjunción asfixiante de estética, segurización y comercio.

En esas nuevas zonas separadas la ciudad se convierte verdaderamente en un espectáculo, cuyo régimen escopico se basa en una sola actividad, el ver y ser visto, en una especie de “vitrificación del espacio urbano”, donde la pasividad que supone la contemplación de la ciudad resulta ser casi la misma pasividad que experimentamos frente al televisor.

En esas ciudades convertidas en espectáculo, la experiencia de la ciudad no puede ser sino una experiencia fragmentada, separada dentro de la organización urbana. Una separación, fragmentación y empobrecimiento de la experiencia que los propios habitantes de las ciudades viven en carne propia cada vez más, pero debido a otras lógicas y tendencias como la inseguridad creciente, las lógicas securitarias, la gestión política del riesgo, o al propio crecimiento desmesurado y apabullante de las ciudades. Enclaustrados en nuestras casas o condominios, encerrados en nuestros fraccionamientos y cluster´s hiperasegurados, terminamos encontrándonos con la misma pobreza e imposibilidad de experiencia que compran los turistas. Tal vez por eso de vez en cuando nos convertimos también en turistas.

A modo de conclusión

A través del recorrido que hemos hecho en torno a la crítica del museo, hemos visto que la museificación es una especie de petrificación que se define a partir de la perdida o empobrecimiento de la experiencia, por un lado, y de la imposibilidad y negación del uso, por otro. La entrada al Museo marca el punto a partir del cual algo -que alguna vez tuvo su propia vitalidad- deja de ser experienciable o vivenciable, tal como ocurre con las ciudades o con las obras de arte.

Si las sociedades modernas se definen, desde el punto de vista de Guy Debord en La sociedad del espectáculo, “como una inmensa acumulación de espectáculos” (Tesis 1), entendidos como “el movimiento autónomo de lo no vivo” (Tesis 2), el Museo debería ser definido, no solo como aquel espacio donde todo queda falto de vida, sino donde ocurre ese movimiento autónomo de lo no vivo o, mejor aún, como aquella dimensión en la que se pone a girar en el vacío y de forma interminable todo lo que alguna vez estuvo vivo y lleno de vitalidad, pero ya no lo está más. Por eso, el Museo no puede ser sino la forma más impresionante de perdida o de falta de mundo.

Si, de acuerdo a Agamben, una de las características del orden capitalista espectacular es que todo es susceptible de ser capturado en el Museo, es necesario no olvidar que la museificación de las obras de arte, a través del régimen de aprehensión estético, y de las ciudades, a través de la industria del turismo, no son más que realizaciones parciales de un proyecto mucho más grande y omniabarcante de museificación del mundo.

Con todo, es preciso recordar también que para Debord y los situacionistas la crítica del espectáculo solo adquiría sentido cuando se unificaba con la corriente práctica de negación de la sociedad (Debord, 2015: 165). Para ellos, lo esencial no estaba en la crítica como tal, sino en la negación radical de la sociedad existente. Agamben, en relación a esto, dice que el proyecto de los situacionistas, “su utopía”, era “perfectamente tópica”, “porque se sitúa en el tener lugar de aquello que pretende derribar” (2010: 67). Podemos concluir, en este sentido, recordando un pasaje -hasta cierto punto marginal, pero ilustrativo a este respecto- del número 3 de la revista Internationale Situationniste, publicado en diciembre de 1959:

La sección holandesa de la I.S. (Dirección: Polaklaan 25, Amsterdam C) organizó dos manifestaciones con conferencias pronunciadas -al estilo situacionista- mediante magnetófonos y con debates muy animados: una en abril, en la Academia de Arquitectura, y otra en junio, en el Steledijk Museum. Había adoptado en marzo una resolución contra la restauración de la Bolsa de Amsterdam, exigida por toda la opinión artística, proponiendo por el contrario “demolirla y acondicionar el terreno como espacio de juego para la población del barrio” y recordando que aunque “la conservación de antigüedades, así como el miedo a las nuevas construcciones, son la prueba de la impotencia actual... el centro de Amsterdam no es un museo, sino el hábitat de hombres vivos” (Internacional Situacionista, 1999: 74).

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1Justo la aparición de la figura del hombre de buen gusto, hacia mediados del siglo XVII, marca para Agamben, no una mayor receptividad de la obra de arte, sino su ingreso en el espacio de la distancia estética (2005: 31 y 37). El buen gusto es, precisamente, el resultado del distanciamiento que sanciona y constituye en un mismo movimiento al espectador indiferente y al arte desvitalizado y desinteresado.

2Es en este punto cuando el museo se convierte también en una “necropolis de las obras de arte”, la frase es de Jacques Rancière, en un lugar donde se depositan restos mortuorios.

3“Aunque todas las fuerzas técnicas de la economía capitalista deben interpretarse como fuerzas de separación, en el caso del urbanismo encontramos el material básico general: el ordenamiento del suelo que conviene a su despliegue, es decir, la técnica misma de la separación” (Debord, 2015 145).

Recibido: 17 de Marzo de 2021; Aprobado: 02 de Septiembre de 2021

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