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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.13 no.26 Valenciana jul./dic. 2020  Epub 22-Dic-2020

https://doi.org/10.15174/rv.vi26.507 

Artículos

El beso en la Musa Erato de Quevedo

The Kiss in Quevedo’s Musa Erato

Pablo Sol Mora* 

*Universidad Veracruzana, México psol@uv.mx


Resumen

El beso no es un tema muy frecuente en la poesía amorosa de Quevedo, sobre todo si la comparamos con algunos de sus modelos italianos. Cuando aparece, se trata casi siempre de un beso aparente o imaginario, que solo tiene lugar en la mente del amante. Este artículo clasifica y comenta filológicamente los poemas en torno al beso en la Musa Erato, cuarta de El Parnaso español, que reúne la mayor parte de la poesía amorosa de Quevedo.

Palabras clave: Quevedo; beso; fantasma; amor; imaginación

Abstract

The kiss is not a very common subject in Quevedo’s love poetry, at least in comparison with its Italian models. When it appears, it is generally an apparent or imaginary kiss, and only takes place in the lover’s imagination. This article philologically classifies and comments the kiss poems in the Musa Erato, fourth muse in El Parnaso español, which collects most of Quevedo’s love poetry.

Keywords: Quevedo; Kiss; Phantom; Love; Imagination

A diferencia de algunos de sus modelos italianos, como Marino (Guardiani, 1995) o Torquato Tasso (1621: 37, 131-136, 224-225), el beso no parece ser un gran protagonista de la poesía amorosa de Quevedo, estudiada, entre otros, por Julián Olivares (1995), Mercedes Blanco (1998), Santiago Fernández Mosquera (1999 y 2006), Manuel Ángel Candelas Colodrón (2007), María José Alonso Veloso (2013) y Alfonso Rey (2013). Esto es particularmente cierto en la Musa Erato.1 Aparece aquí y allá, a veces de manera memorable (“Si mis párpados, Lisi, labios fueran”), pero escasamente, tomando en cuenta el volumen y la variedad de su lírica amorosa. Desde luego, figuran mucho más los ojos y las miradas que los labios y los besos; lógicamente, por lo demás, si consideramos los códigos platónicos, corteses y petrarquistas que rigen buena parte de ella y según los cuales el objeto amado se mantiene siempre a cierta distancia, lo que obviamente no favorece el contacto íntimo que representa el beso. La mayoría de los besos en Quevedo no ocurre en la realidad, sino únicamente en la mente del amante: son besos deseados, imaginados, soñados; a veces, incluso, no son propiamente besos, sino gestos que parecen tales: apariencias de besos.

En general, podríamos decir que se trata más bien del fantasma de un beso o un beso fantasma, en el sentido amplio que recoge Covarrubias de “visión fantástica o imaginación falsa” (1611: 397v). Quevedo utiliza la palabra ‘fantasma’ varias veces, algunas más bien con el significado de aparición de ultratumba, como en la Política de Dios, refiriéndose a las apariciones de Cristo: “y en todas mostró su inmensa paciencia con la incredulidad de los suyos, que no creían su resurrección y le tenían por fantasma” (1666: 275); otras, entendida estrictamente como imaginación, como en Providencia de Dios: “y porque oigas sin miedo y no te asuste la palabra fantasma, empezaré por su significado, que la hará apacible. Lo que se llama fantasma o fantasía es la imaginación” (2015: 163-164), pero algunas más en el sentido referido en primer lugar. Por ejemplo, en Las cuatro fantasmas de la vida, obra compuesta por cuatro epístolas en las que Quevedo diserta sobre cuatro fantasías que atormentan la imaginación del hombre: muerte, pobreza, desprecio y enfermedad (Alonso Veloso, 2009: 109-110), o en el Epicteto y Focílides, donde aparece fuertemente amonestado:

Si turbulenta alguna fantasía,

o ya sea de temor o de alegría,

de provecho o de daño,

solicita tu engaño,

con advertencia ejercitada y pronta,

dirás tú: “en lo aparente que me ofreces

eres fantasma y no lo que pareces” (1695: 17r).

Por esta razón, me gustaría retomar el concepto para este artículo, que tiene como propósito examinar los besos en Erato, comentar algunos de los poemas en los que aparecen (analizando, no solo el acto de besar, sino el contexto poético en que ocurre) y esbozar, de paso, una especie de filematología quevediana. No es necesario observar que el beso, expresión esencial del amor humano, es un gesto sumamente complejo en el que potencialmente se cruzan instintos naturales con códigos culturales: normas sociales, conceptos filosóficos, creencias religiosas, ideales literarios, etc. (Perella, 1969). La manera en que es entendido y practicado, puesto de manifiesto en la literatura, descubre la mentalidad de una época o, por lo menos en el caso del beso erótico, su mentalidad amorosa. En el caso de los Siglos de Oro, baste pensar, por ejemplo, en Cervantes (Sol Mora, 2018).

El Tesoro contiene una larga entrada sobre “besar”, pero dedica poca atención al beso erótico y se demora en otra clase de besos: el de paz, diversos besos ceremoniales, el beso familiar, el beso como saludo, el besamanos, etc. Aproximándose al tema del beso erótico, Covarrubias anota: “el beso se llama en griego philema del verbo phileo (amo, diligo) por ser una de las prendas del amor inmediatas a su fin, donde los dos espíritus de los que se aman consiguen en cierta manera la unión y transformación que tanto apetecen” (1611: 133v). Se trata, claro está, de una de las más antiguas creencias en torno al beso y uno de los tópicos más socorridos de su literatura, estudiado por Guillermo Serés (1996) y Felipe Valencia (2008): el intercambio de las almas y la consiguiente transformación de los amantes. Qué daría el amante de Quevedo por lograr un beso que condujera a una unión parecida, pero éste es precisamente el tipo de beso que parece casi estarle vedado. Él se moverá, sobre todo, alrededor del anhelo o la ilusión de un beso.

Prácticamente la totalidad de los besos presentes en Erato cabe en dos grandes grupos: 1) besos aparentes, o sea, gestos que se parecen o recuerdan a un beso, pero realmente no lo son, y 2) besos imaginados y soñados, es decir, aquellos que el amante concibe en su fantasía, en la vigilia o el sueño.

1. Besos aparentes

Diversos gestos (apagar una vela, beber de una copa, comer trozos de barro, etc.) remitían a la acción del beso. Quevedo y otros poetas áureos ensayaron su ingenio más de una vez alrededor de esta apariencia. En la Musa Erato, el primer caso lo encontramos en el soneto 18, “A una dama que apagó una bujía y la volvió a encender, en el humo, soplándola”:

La lumbre, que murió de convencida

con la luz de tus ojos y, apagada

por sí, en el humo se mostró enlutada:

exequias de su llama ennegrecida.

Bien pudo blasonar su corta vida

que la venció beldad tan alentada

que, con el firmamento en estacada,

rubrica en cada rayo una herida.

Tú, que la diste muerte, ya piadosa

de tu rigor, con ademán travieso

la restituyes vida más hermosa.

Resucitola un soplo tuyo impreso

en humo, que en tu boca es milagrosa

aura que nace con fación de beso.2

O sea, la luz del fuego de la bujía no es competencia para la luz de los ojos de la dama y se apaga, mostrando su luto mediante el humo; sin embargo, podría, incluso, estar orgullosa de haber sido vencida por semejante belleza, ya que ésta, en duelo con el cielo estrellado, causa una herida con cada uno de los rayos visuales que salen de sus ojos. Acto seguido, la dama, que mató la lumbre, la resucita con un soplido que, por el movimiento de la boca, parece un beso.

Convencional y rebuscado al mismo tiempo, como observaron en su momento Dámaso Alonso (1993: 513) y Antonio Carreira (1997: 85-100), respectivamente, el soneto da inicio, muy quevedescamente, con una imagen de fuego (la lumbre de la bujía) que, sin embargo, es menos poderosa que la luz de los ojos de la dama, no solo por su belleza, sino, hay que suponer, por su mirar particularmente ardiente y airado, propio de la tópica dama desdeñosa. Pozuelos Yvancos, en su estudio pionero, observó cómo los participios finales del primer cuarteto “completan y perfilan el concepto superponiendo acción o voluntad amorosa a cualidad” (1976: 251). El segundo cuarteto retoma el tópico de los ojos de la dama que derrotan a las estrellas del firmamento, como hace el mismo Quevedo en una silva de motivo no menos rebuscado que el soneto que nos ocupa (“Quéjase del rigor de una hermosura, que no le miró por mirar a un hombre muerto que tenían en público para que le reconociesen”), que hacia el final dice: “Pero aunque seas avara de tus bienes, / disculpa, Aminta, tienes, / cuando con belicosas luces miras / y todo el firmamento en flechas tiras” (Blecua 404, vv. 41-44).

La crueldad de los cuartetos contrasta con la piedad o clemencia de los tercetos, en los que la conducta de la dama cambia radicalmente. Ella, que había quitado la vida a la llama con la mirada, ahora se la devuelve, con “ademán travieso” (el soplido). El poema adquiere tintes religiosos hacia el final cuando la dama devuelve la vida al fuego. Ésta es “más hermosa” porque proviene de ella, pero también porque es una vida de resurrección. El soplo que resucita remite evidentemente al soplido con que Dios da vida al hombre (Génesis 2, 7) e introduce un tema crucial para comprender la historia de la idea del beso, en especial de ese beso en el que los amantes intercambian almas: el papel que en este juega el aliento o, más precisamente, el pneuma. Besar era, sobre todo, operación pneumática y, como ha apuntado Enrique Pérez-Cristóbal: “cualquier historia social del beso, así como cualquier lectura antropológica o filosófica, deberá pasar inevitablemente -si quiere desentrañar su sentido- por una hermenéutica histórica de la respiración” (2009: 6). El pneuma de la dama no es, desde luego, un aliento ordinario, sino “milagrosa aura”, como la de Dios, que vuelve a encender la llama con un soplido que, por el movimiento de los labios al emitirlo, parece un beso, aunque no lo sea, que es lo que quiere decir el último verso. Tácitamente, a partir de la asociación implícita entre el objeto (la bujía) y el sujeto amante, el poema invita a pensar: si un gesto, que parece un beso, pero no lo es, resucita una flama, qué efecto tendría un auténtico beso en el enamorado.

El segundo beso aparente en Erato (29) pertenece a ese casi subgénero literario áureo que se desarrolló alrededor de la costumbre femenina de la época de comer barro para empalidecer el rostro:

Amarili, en tu boca soberana

su tez el barro de carmín colora:

ya de coral mentido se mejora,

ya aprende de tus labios a ser grana.

Apenas el clavel, que a la mañana

guarda en rubí las lágrimas que llora,

se atreverá con él, cuando atesora

la sangre en sí de Venus y Dïana.

Para engarzar tu púrpura rompida,

el sol quisiera repartir en lazos

tierra, por portuguesa, enternecida.

Tú de sus labios mereciste abrazos:

presume ya de aurora, el barro olvida;

pues se muere mi bien por tus pedazos.

En El Parnaso, el soneto lleva por título “A Amarili, que tenía unos pedazos de un búcaro en la boca y estaba muy al cabo de comerlos”. El Tesoro define “búcaro” como: “género de vaso de cierta tierra colorada que traen de Portugal… De estos barros dicen que comen las damas por amortiguar la color o por golosina viciosa y es ocasión de que el barro y la tierra de la sepultura las coma y consuma en lo más florido de su edad” (Covarrubias, 1611: 154v). En el primer cuarteto, el barro, ya de por sí rojo, enrojece aún más al contacto de los labios de Amarili y, mediante la prosopopeya, va cobrando vida casi humana (se habla de su tez y luego se le atribuye la capacidad de aprender), proceso que culminará en el terceto final; en el segundo cuarteto, se afirma que solo el clavel, perlado por el rocío de la aurora y que concentra en la intensidad de su color el rojo de la sangre tanto de Venus (que tiñó una rosa blanca al pincharse, según algunas versiones alternativas al mito de Adonis narrado por Ovidio en las Metamorfosis) como de Diana (en este caso, al parecer, no la suya propiamente, sino la de los animales cazados y ofrecidos a ella), puede competir con él. En el primer terceto, el sol quisiera pegar los pedazos del búcaro roto con tierra portuguesa. El falso beso aparece en el segundo mediante la metáfora del abrazo de los labios, o sea, en realidad, el movimiento de éstos a la hora de comer el barro. La situación recuerda un epigrama de Meleagro de la Antología griega en el que el enamorado envidia a una copa y que traduzco libremente: “La copa de vino sonríe y me cuenta cómo tocó los labios de la amable Zenófila. ¡Dichosa copa! Ojalá Zenófila pegara sus labios a los míos y se bebiera mi alma de un trago” (1948-1953: 210-211).

Sin embargo, este beso aparente, como el del poema anterior, opera un milagro semejante al de la resurrección: transforma radicalmente al búcaro, al que se exhorta a olvidar su humilde condición de barro y asumir una nueva vida como aurora. La muerte aludida en el último verso juega con la expresión “morirse por sus pedazos”, que denotaba un especial afecto de una persona a otra; aunque también habría que recordar que comer barro representaba un grave peligro para la salud, como la opilación. En un madrigal cómico (“A una moza hermosa, que comía barro”), Quevedo previene de las nocivas consecuencias de este hábito: “Que tu gusto no entierres, hoy mi aviso / te advierte, Cloris bella; porque siendo / en carne soberano paraíso, / cuando con barro la salud estragas, / no el Paraíso Terrenal te hagas” (Blecua 624, vv. 15-19), aunque al final termine intentando aprovecharlo: “Y si en tu pulideza no es desgarro, / muérdeme a mí, pues soy también de barro” (vv. 24-25).

Los sonetos de los besos aparentes, tanto el de la bujía como el del búcaro, tienen en común lo que Gallego Zarzosa ha llamado “los objetos del deseo”: “para desentrañar las claves eróticas que prestan sensualidad al canto amoroso, será muy útil fijar la atención crítica en los objetos materiales que acompañan las descripciones de la amada; por esto, los que podemos llamar ‘objetos del deseo’ cobran una importancia más allá de lo ornamental: nos acercan a la amada en el mundo familiar femenino en el que ésta se mueve y revelan su potencial como términos de agudas metáforas eróticas” (2012: 65).

En efecto, en ambos poemas el sujeto lírico se asocia sutil e implícitamente a los objetos. Él no interviene, en apariencia, en la situación descrita y se limita a observar la interacción de su amada con ellos, pero éstos se convierten en el medio vicario del deseo. Aunque en ellos, en realidad, no ocurra beso alguno, éste acaba siendo su secreto protagonista.

2. Besos imaginados y soñados

A diferencia de los anteriores, los besos imaginados y soñados, los predominantes en Erato, son besos que tienen lugar únicamente en la fantasía del yo poético, en la vigilia o el sueño. El más representativo, y quizá el mejor, que inspiró el tema del beso a Quevedo es el justamente famoso “Comunicación de amor, invisible, por los ojos” (7):

Si mis párpados, Lisi, labios fueran,

besos fueran los rayos visüales

de mis ojos, que al sol miran, caudales

águilas, y besaran más que vieran.

Tus bellezas, hidrópicos, bebieran

y, cristales sedientos de cristales,

de luces y de incendios celestiales

alimentando su morir vivieran.

De invisible comercio mantenidos

y desnudos de cuerpo, los favores

gozaran mis potencias y sentidos;

mudos se requebraran los ardores;

pudieran, apartados, verse unidos

y, en público, secretos los amores.

A pesar de su fama, el soneto no tiene una lectura tan clara y sus editores y la crítica han tenido diferencias en cuanto a su interpretación, con frecuencia observables desde la puntuación propuesta. Para comenzar a desentrañarlo, propongo la siguiente prosificación: Lisi, si mis párpados fueran labios, los rayos visuales de mis ojos, águilas caudales que miran al sol, fueran besos y besaran más que vieran. Hidrópicos, bebieran tus bellezas y, cristales sedientos de cristales, vivieran, alimentando su morir, de luces y de incendios celestiales. Mis potencias y sentidos, desnudos de cuerpo y mantenidos de comercio invisible, gozaran los favores; los ardores, mudos, se requebraran; los amores, apartados, pudieran verse unidos y, secretos, en público.

Una de las mayores originalidades del poema es que, en el contexto general de Canta sola a Lisi, es prácticamente el único en que el yo poético se permite un respiro (imaginario, pero respiro) en medio del sólido desdén de la amada. El resto del poemario es más bien la lamentación de su rechazo, pero aquí, por una vez, se permite concebir una situación distinta, favorable a sus deseos, y en la que incluso puede suponerse una cierta correspondencia. Antonio Alatorre estudió este poema en el marco de los que llamó “sonetos de hipótesis”, o sea, aquellos que comienzan con una proposición condicional y luego sacan sus consecuencias. Su audaz lectura propone un coitus ininterruptus en los tercetos, en los que Quevedo iría más allá de los besos y se olvidaría de la equivalencia labios-párpados:

y justamente por eso siento es este el más representativo de los ‘sonetos de hipótesis’: muestra la importancia que da Quevedo a los inicios novedosos, su afán de asombrar y de lucirse lo antes posible. Aturdido por los espectaculares cuartetos, el lector no va a darse cuenta de que los tercetos son ‘ilógicos’, puesto que en el coito nada tienen que hacer los párpados (1999: 377).

El soneto, ciertamente, quizá no resista un análisis lógico riguroso. Naturalmente, la parte que más me interesa es el primer cuarteto, el del beso y el deslumbrante punto de partida del resto. “Rayo visual” es término de óptica que se asociaba a los espíritus que se creía salían de los ojos y que tan importante papel tenían en el amor, como atestiguan los poetas desde Cavalcanti -“Voi che per li occhi mi passate ‘l core”, “Pegli occhi fere un spirito sottile” o “O tu, che porti nelly occhi sovente” (1990: 34, 54, 86)- hasta Quevedo, pasando notablemente, en España, por Garcilaso (“De aquella vista pura y excelente”), y que los filósofos neoplatónicos del amor, con Ficino a la cabeza (De amore, VII, IV), se encargaron de comentar. Los primeros versos establecen la correspondencia párpados-labios y rayos visuales-besos. Como quedará claro en el segundo cuarteto, a Quevedo no le preocupa demasiado encimar los conceptos párpados/ojos/labios sin mantener una estricta lógica. Los ojos del poeta miran al sol, que es la amada, a la manera de las águilas, que se creía que podían mirar directamente los rayos solares.

Los hidrópicos párpados-labios (que, entre más toman, más sed tienen) se beberían, pues, las bellezas de Lisi, o sea, en principio, los rasgos tópicos de la hermosura femeninos: cabellos, cuello, mejillas, labios, etc. Podemos encontrar un juego semejante con hidropesía/ojos/besos, por cierto, en el romance 6 de la primera sección de Erato, “Alegórica enfermedad y medicina de amante”.

El sexto verso del soneto es ciertamente problemático. Entiendo que los primeros cristales se refieren a los ojos del amante o, más específicamente, al conjunto ojos/párpados-labios (que fueran solo los párpados-labios no tendría sentido), y los segundos, aunque cabe la posibilidad que aludan tanto a la blancura de la piel de Lisi, como aseguran Alatorre (1999: 373, n. 7) y Olivares (1995: 120), como a sus ojos, parecen más bien referirse a éstos, como también han observado Rey y Alonso Veloso, pues solo así el siguiente verso adquiere pleno sentido. “Luces” e “incendios”, en efecto, son metáforas ordinarias para el brillo de la mirada. El “alimentando su morir vivieran” es tópica paradoja, con resonancias del léxico místico, que expresa que los ojos del amante viven de aquello que los hace morir.

Los tercetos, como apuntó Alatorre, parecen desarrollarse en un plano distinto a los cuartetos. Ya no se trata solo de besos y lo que empezó con la proposición “si mis párpados fueran labios, te besaría con la mirada”, parece extenderse a otras posibilidades del contacto a la distancia. El vocabulario empleado tiene potencial significado erótico (“comercio”, “desnudos”, “cuerpo”, “favores”, “gozaran”, etc.). El sujeto del primer terceto abarca tanto lo intelectual, las potencias del alma, como lo físico, los sentidos, que subsistirían gracias a un intercambio invisible y que no poseen materialidad alguna. El verbo “gozar” tiene connotaciones sexuales, como en el famoso soneto 46 de la primera sección de Erato: “¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Direlo? / Sí, pues que sueño fue: que te gozaba”, etc. Sin embargo, quizá la palabra clave sea “favores”. Lo curioso, para el lector del resto del poemario, es que Lisi no es dama que suela conceder favores y que aquí, y en el siguiente terceto, excepcionalmente parecería adivinarse una cierta correspondencia, salvo que la palabra se refiera, como señalan Rey-Alonso en nota, a contactos admitidos involuntariamente. No obstante, el plural de los sustantivos y los verbos del último terceto (“ardores”, “amores”, “requebraran”, “pudieran”) sugieren la idea de cierta reciprocidad. Es como si por un momento, llevado por la fantasía de los párpados-labios, el amante pensara, no solo que es posible besar a Lisi y tener un contacto más íntimo con ella, sino que, además, de alguna forma ella le corresponde, lo que remarcaría la singularidad de este soneto en el contexto de todo el poemario.

Una confrontación con otros poemas de Quevedo arroja alguna luz sobre su especificidad. En el marco de Canta sola a Lisi, podría casi formar un par con el soneto 49, “Amante apartado, pero no ausente. Amador de la hermosura de l’alma, sin otro deseo”, que es como su reverso:

Puedo estar apartado, mas no ausente;

y en soledad, no solo, pues delante

asiste el corazón, que arde constante

en la pasión, que siempre está presente.

El que sabe estar solo entre la gente

se sabe solo acompañar, que, amante,

la membranza de aquel bello semblante

a la imaginación se le consiente.

Yo vi hermosura y penetré la alteza

de virtud soberana en mortal velo:

adoro l’alma, admiro la belleza.

Ni yo pretendo premio ni consuelo,

que uno fuera soberbia, otro vileza;

menos me atrevo a Lisi, pues, que al cielo.

Ortodoxamente platónico, el yo lírico proclama que ha superado la atracción sensual, que ya solo ama la belleza espiritual y que no pretende obtener ningún favor o consuelo (físicos, desde luego), o sea, una actitud enteramente opuesta a la de “Si mis párpados, Lisi, labios fueran”. En aras del ingenio, Quevedo juega así con dos extremos del sentimiento amoroso, el del casto y espiritual amante platónico y el del menos riguroso que se permite, así sea imaginariamente, una gratificación sensual. Como han observado Alfonso Rey y Alonso Veloso en el estudio preliminar a la primera sección de Erato (2011: XXXVII), Quevedo no suscribe una sola doctrina amorosa y juega con todas, poniendo a prueba su agudeza, aunque quizá este eclecticismo encubra un escepticismo de fondo.

Sin embargo, el poema que por contraste mejor ilumina al que comentamos no pertenece a Canta sola a Lisi ni a Erato. Es un poema de beso soñado, el romance “No pueden los sueños, Floris” (Blecua 440). Aquí, el amante sueña un encuentro sexual con su amada y dedica buena parte a los besos que, en el fondo, quizá, no sean tan distintos a los que imagina el amante de Lisi:

Andúvete con la boca

rosa a rosa las mejillas,

y aun dentro de tus dos ojos

te quise forzar las niñas.

Dime una hartazga de cielo

en tan altas maravillas;

maté la hambre al deseo,

y enriquecí la codicia.

No hay estación en tu cuerpo

que no adore de rodillas;

con mis cuentas en la mano,

lloré en la postrer ermita.

De beso en beso me vine,

tomándote la medida,

desde la planta al cabello,

por rematar en las Indias.

De manera cómica y mucho más clara que en “Si mis párpados, Lisi, labios fueran”, aquí los besos se mezclan con el sexo. En medio de un auténtico furor, el desenfrenado amante, peregrino en el cuerpo de Floris, la besa en todas partes -¿incluyendo aquellas “donde Amor el cetro tiene”, al decir de Aldana (1990: 496)?-, pero reserva un lugar especial para las Indias, o sea, la boca. Quevedo utiliza la metáfora en otros poemas, como aquel en que elogia a una dama que hablaba muy bien francés: “Vuestra boca, rïéndose, es aurora; / es francesa, si habla; y es Oriente / que con todas las Indias enamora” (34, vv. 9-11). El discurso burlesco del romance explicita lo que el a fin de cuentas cortés de “Si mis párpados, Lisi, labios fueran” no podría enunciar nunca.

Otro poema de beso soñado es una variante, probablemente una versión preliminar, del famoso “¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Direlo?” (46), este sí en Erato:

¡Ay, Zafira! Soñé que te… ¿Direlo?

Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.

¿Y quién sino un amante que soñaba

abrazara el infierno con el cielo?

Tu cuerpo era de nieve y en su yelo

incendios amorosos resfriaba;

mas, por no derretirle, me apartaba,

y de mi bien mayor tuve recelo.

Hablaste, y las razones que decías

yo te las escuchaba con la boca;

tú della las palabras me bebías.

Despertó el alma de contento loca,

y si durara el sueño eternos días,

la eternidad me pareciera poca.

Poéticamente inferior, desde luego, a la versión más conocida, el soneto interesa porque aquí ocurren besos, que después desaparecieron. El tema del sueño erótico ha sido ampliamente estudiado por Alatorre (2012) y Maurer (1990). En general, representaba para los poetas una manera audaz, pero lícita, de hablar de un encuentro sexual sin ofender las normas amorosas de la época, la honestidad y el decoro. El soneto comienza a la manera de una dolorosa y autoburlesca confesión a la amada e introduce de inmediato el tema de la fantasía onírica, cuyo contenido se adivina por la duda del amante; ésta se resuelve de inmediato en el segundo verso en una categórica afirmación con el atenuante del sueño y la declaración explícita del tema sexual. Solo un amante que sueña, dice el resto del primer cuarteto, podría juntar el infierno (o sea, su tormento amoroso y ardor erótico) con el paraíso que representa la amada. Las imágenes petrarquistas de fuego y hielo del segundo cuarteto son perfectamente tópicas (ella tiene la piel blanca como la nieve y es fría, desde luego, y él arde de amor), pero lo curioso es el apartamiento y la desconfianza del amante, que incluso en medio de un sueño parece no poder realizar su anhelo. Y entonces vienen los besos: la amada habla al amante y éste, así como el de Lisi la besaba con los párpados, sinestésicamente la escucha con la boca y ella, a su vez, bebe sus palabras, en un beso evidentemente recíproco con el consecuente intercambio de alientos. Ésta es la razón, quizá, por la que el alma despierta “de contento loca”, porque en el sueño se dio, o comenzaba a darse, la tan ansiada unión espiritual de los amantes, además, claro, de la física. Ibn ‘Arabi, filósofo y místico andalusí del siglo XII, lo explicaba así:

cuando se besan o abrazan, la respiración del uno se expande en el otro y el hálito así exhalado compenetra a ambos. El espíritu animal que actúa en las formas naturales no es diferente del hálito, de manera que este es el espíritu (animal) de cada una de las dos personas que respiran y que vivifica en el momento del beso y la respiración… Este aliento, una vez exhalado por el amante, transmite cierta forma de amor preñado de deleite. Cuando este aliento se convierte en el espíritu de aquel hacia el que ha sido transmitido y cuando el hálito de la pareja se convierte de la misma forma en el espíritu del primero, puede hablarse de identificación por parte de los dos seres implicados, según lo que el poeta ha dicho: ‘Yo soy aquel a quien amo, / y aquel a quien amo, ¡soy yo! (Mora, 2011: 302).

El caso es que -aunque el soneto se detiene en el momento justo del despertar y no registra, como en otros casos del mismo tema, la desilusión de darse cuenta de que todo fue un sueño- en realidad no ha habido ningún beso ni ningún intercambio espiritual. Se trata, una vez más, de un beso fantasma.

En el resto de la primera sección de Erato hay otros dos besos imaginarios (además del ya mencionado del romance 6): en el idilio 1 y la canción 3. El primero es una versión del carpe diem que termina así:

Coronemos con flores

el cuello, antes que llegue el negro día.

Mezclemos los amores

con la ambrosía mortal que la vid cría.

Y de los labios el aliento flaco

nos acuerde de Venus y de Baco.

De inspiración anacreóntica, el idilio recuerda la oda V del Anacreonte castellano. Recordemos que Quevedo lo compuso hacia 1609 basado en una colección de poemas armada por el humanista francés Henri Estienne y atribuida al antiguo poeta griego, aunque en realidad los poemas, de origen romano y bizantino, son mucho más tardíos (Schwartz, 1999: 294-295). El inicio reza: “mezclemos con el vino diligentes / la rosa dedicada a los amores” (1794: 25). Los versos clave son, desde luego, los dos últimos, en los que el desfalleciente aliento de los amantes, que alternan los besos y la bebida, remite tanto a la diosa como al dios. La canción 3 es un desafío de amor en el que el poeta reta a Aminta a unírsele en el marco de un locus amoenus. Los besos son los protagonistas de las últimas tres estancias:

Ven, que te aguardan ya los ruiseñores,

y los tonos mejores,

por que los oigas tú, dulce tirana,

los dejan de cantar a la mañana.

Tendremos invidiosas

las tórtolas mimosas,

pues, viéndonos de glora y gusto ricos,

imitarán los labios con los picos.

Aprenderemos dellas

soledad y querellas,

y, en pago, aprenderán de nuestros lazos

su voz requiebros y su pluma abrazos.

¡Ay, si llegases ya, qué tiernamente,

al ruido de esta fuente,

gastáramos las horas y los vientos

en suspiros y músicos acentos!

Tu aliento bebería

en ardiente porfía

que igualase las flores de este suelo

y las estrellas con que alumbra el cielo;

y sellaría en tus ojos,

soberbios, con despojos,

y en tus mejillas sin igual, tan bellas,

sin prado flores, y sin cielo estrellas.

Halláranos aquí la blanca Aurora,

riendo cuando llora;

la noche, alegres, cuando en cielo y tierra

tantos ojos nos abre como cierra.

Fuéramos cada instante

nueva amada y amante,

y ansí tendría en firmeza tan crecida

la muerte estorbo y suspensión la vida;

y vieran nuestras bocas,

en ramos de estas rocas,

ya las aves consortes, ya las viudas,

más elocuentes ser cuando más mudas.

Esta canción fue reelaborada varias veces por Quevedo y ha sido objeto de un estudio de Alberto Blecua en el marco del concepto crítico-textual de contaminación de autor. Atender a las variantes y a las etapas de construcción del poema resulta fundamental pues son éstas las que aclaran el significado de ciertos pasajes que en la versión final pueden ser confusos. Como de costumbre, aquí el beso no pasa de ser una ilusión, un anhelo insatisfecho. La primera estancia, con su tópica comparación con las tórtolas -famosas por su amor y fidelidad, recuérdese la canción gongorina “Vuelas, oh tortolilla” (Góngora, 2015: 55)- no presenta mayor dificultad, no así la siguiente. Llama la atención en los primeros versos (con sus “vientos”, “suspiros” y “músicos acentos”), la presencia implícita del pneuma. En algunas versiones anteriores, los besos comenzaban explícitamente desde aquí, pues el verso “en suspiros y músicos acentos” decía “en besos, no en razones ni en acentos” (Blecua 389, n. 52); en la versión final, los besos empiezan inequívocamente con el paradójico verso “tu aliento bebería”, acción que el amante llevaría a cabo tantas veces, a mi entender, que los besos, a la manera de Catulo (Luque Moreno, 2018), serían tan numerosos como las flores del prado o las estrellas del cielo. Que éste sea el significado parece claro a la luz de versiones preliminares, que decían: “en besos, no en razones ni en acentos. / Y tantos te daría / que los igualaría / a las rosas que visten este suelo / y a las estrellas que nos muestra el cielo” (Blecua 389, n. 52-56). Curiosamente, Alberto Blecua propone una interpretación más audaz: “se trata de lo conocido vulgarmente por un ‘revolcón’; de ahí que el amante vea el prado con sus flores y el cielo con sus estrellas, según esté encima o debajo de Aminta” (2016: 24-25). Que se trata de un revolcón, no me cabe duda, pero que los versos de flores/estrellas se refieran a la posición sexual del amante me parece un poco excesivo, sobre todo cuando las variantes indican claramente cuál es el sentido, o sea, la innumerable cantidad de besos.

La última parte de la estancia es aún más problemática. La interpretación propuesta por Rey-Alonso en nota (evidente desde la puntuación) es: “‘y sellaría con despojos flores sin prado y estrellas sin cielo en tus ojos soberbios y en tus mejillas sin igual, tan bellas’. Sellaría: ‘estamparía’. Despojos: los del amante, por efecto del amor”. Sin embargo, creo que, como en el caso del soneto de la bujía, es preferible la lectura de Blecua, que dice: “y sellaria en tus ojos, / soberbios con despojos, / y en tus mejillas sin igual, tan bellas, / sin prado, flores, / y sin cielo, estrellas”. En el primer caso, “con despojos” es un complemento circunstancial de instrumento y, en el segundo, un modificador indirecto de “soberbios”. La prosificación podría ser: ‘y sellaría estrellas sin cielo y flores sin prado en tus ojos soberbios con despojos y en tus mejillas sin igual, tan bellas’. El sentido es que el amante besa (sella) los brillantes ojos (estrellas sin cielo) y las rosadas mejillas (flores sin prado) de Aminta. Los ojos son “soberbios con despojos” porque matan con la mirada y han ejercido tanto su poder que se han ensoberbecido. El sentido queda perfectamente claro con la lectura del soneto “A una dama bizca y hermosa”, en el que Quevedo utiliza el término de tal forma que no deja lugar a dudas. Refiriéndose a los ojos estrábicos, dice: “lo que no miran ven, y son despojos / suyos cuantos los ven” (24, vv. 9-10). “Sellaría” debe entenderse como ‘sellaría con un beso’, como revelan las variantes, que literalmente decían: “pues besara en tus ojos” (Blecua 389, n. 57). Al retocar la estancia, Quevedo sistemática y hábilmente omitió el sustantivo beso o besos y cualquier forma del verbo besar, pero no por ello éstos dejan de ser el núcleo de la estrofa; al contrario, al no mencionarlos explícitamente, los realza poéticamente.

Esto se confirma en la última estancia, que concluye positivamente con un beso y que en las otras versiones, más atrevidas, se trataba claramente de lo que en un tiempo se denominó beso francés. Los primeros versos dicen sencillamente que los amantes, incansables, serán sorprendidos, juntos y felices, tanto por la mañana como por la noche (el rocío es, por supuesto, el llanto de la aurora, y la noche abre y cierra ojos porque descubre las estrellas y hace dormir a las criaturas). Lo que se describe luego es el continuo proceso de transformación y regeneración de los amantes merced a la fuerza del amor y, podemos suponer, del intercambio de aliento propiciado por el beso. Ocurriría, entonces, algo extraordinario: “y ansí tendría en firmeza tan crecida / la muerte estorbo y suspensión la vida” (vv. 67-68). El amor que vence a la muerte es tópico en Quevedo, pero aquí parece ocurrir algo distinto: se impide la muerte y se suspende la vida, en una suerte de anulación del tiempo. Se asemeja a la experiencia descrita por Octavio Paz -atento lector de Quevedo- en La llama doble: “el amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes. Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida. No a la vida eterna sino, como he tratado de decirlo en algunos poemas, a la vivacidad pura” (2012: 220). Esta momentánea eternidad, esta suspensión del tiempo, es la que anhela el amante de Quevedo.

Los últimos versos retoman, nuevamente sin mencionarlo de manera explícita, el tema del beso. Desde las rocas, las aves, tanto las que tienen pareja como las viudas, verán las bocas de los amantes “más elocuentes ser cuando más mudas”. La elocuencia es, por supuesto, amorosa y se refiere a los besos, que felizmente impiden que los amantes hablen. Una vez más, la consulta de las variantes aclara el sentido. Prácticamente el resto de las versiones del poema terminaban con el verso “que por sobra de lenguas están mudas” (Blecua 389, n. 73). Naturalmente, las lenguas sobrarían en las bocas de los amantes y causarían la mudez porque cada una tendría dos, la propia y la del otro, en un apasionado beso francés o de lengua. A esta clase de beso, estudiada por José Ignacio Díez Fernández en la tradición áurea (2006), se le consideraba más propicio para el intercambio de almas, como atestigua el poeta neolatino Juan Segundo, incontestable autoridad en materia de besos, cuyo “Beso V” dice:

et linguam tremulam hinc et inde uibras,

et linguam querulam hinc et inde sugis,

aspirans animae suauis auram

mollem, dulcisonam, humidam, meaeque

altricem miserae, Neaera, uitae;

hauriens animam meam caducam,

flagrantem, nimio uapore coctam,

coctam pectoris impotentis aestu,

eludisque meas, Neaera, flammas,

flabro pectoris haurientis aestum,

O! iucunda mei caloris aura! (Martínez y Santana Enríquez, 2008: 87-88).3

En el resto de la poesía amorosa de Quevedo, la no incluida en Erato, hay algunos besos reales (o sea, no aparentes, no imaginados ni soñados), pero son los menos. Habría que mencionar, por ejemplo, los de la versión del Cantar de los cantares (Blecua 198) y un par de madrigales, “A Fabio preguntaba…” y, sobre todo, “Los brazos de Damón y Galatea…” (Blecua 412 y 413), aunque la autoría de Quevedo de estos dos últimos ha sido cuestionada (Pérez Cuenca, 2000: 279-280). Otro asunto, que escapa al objetivo de este trabajo, serían los besos en la poesía satírica, aunque tampoco parecen ser muy abundantes (Blecua 551, 566, 598, 674 y 795, entre otros). En conclusión, lo que queda claro es que el beso predominante en su poesía amorosa es el que he denominado beso fantasma, ese que es solo una apariencia o una fantasía.

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1Uso principalmente la edición de Rey y Alonso Veloso, y en adelante, para efectos prácticos, solo indico el número del poema y los versos. De manera auxiliar, utilizo la edición de Blecua y cuando la cito indico Blecua, número de poema y versos.

2El penúltimo verso, en la edición de Rey y Alonso Veloso, dice “en humo, que tu boca es milagrosa”, pero parece mejor la versión original de El Parnaso (“en humo, que en tu boca es milagrosa”), que también sigue Blecua (309), pues el “aura” del último verso no es la boca, sino el soplo salido de ella. Asimismo, en el tercer verso, creo que sería preferible “por sí en el humo se mostró enlutada”, pues entiendo que el sentido es que la lumbre mostró luto por ella misma, o sea, por su muerte, en lo negro del humo, más que haberse apagado por sí misma, como sugiere la puntuación.

3 “tú vibras tu lengua trémula, / que busca dulce alimento, / aspirando el aura suave, / húmeda y con tiernos ecos. / Tú das, mi Nerea hermosa, / a mi triste vida aliento / y al alma desfallecida / en tan amoroso incendio, / que recibe nueva vida / en el abrasado pecho, / respirando el vital aire / que trae dulce consuelo. / ¡Oh de mi fuego alegre!”.

Recibido: 14 de Octubre de 2019; Aprobado: 20 de Febrero de 2020

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