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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.13 no.25 Valenciana ene./jun. 2020  Epub 15-Jun-2020

https://doi.org/10.15174/rv.vi25.438 

Artículos

El desgarramiento del cuerpo postmoderno

The tearing of the postmodern body

Arturo Rico Bovio* 

*Universidad Autónoma de Chihuahua, México, aricobovio@hotmail.com


Resumen

El autor expone el problema del pensamiento y la práctica del mundo occidental posmoderno, donde coinciden la violencia y el abandono de todo soporte natural de los valores. Para buscar una posible solución examina el concepto de "cuerpo", que cambia de una sociedad a otra marcando el estilo de cada cultura. Traza su evolución hasta la primera mitad del siglo XX, cuando se sometió el cuerpo al mercado y se promovió la ideología de la muerte del sujeto. Califica como "desgarramiento del cuerpo" al actual deterioro físico y simbólico de los individuos y las sociedades. Propone como instrumento de cambio un concepto filosófico alternativo de "cuerpo", que integra en un solo sistema los aspectos visibles e invisibles del ser humano, a fin de fundar los valores en una teoría dinámica de la naturaleza humana, que permita recuperar al "cuerpo que somos" en este siglo XXI.

Palabras clave: cuerpo; desgarramiento; postmodernidad; valencias corporales; virtualidad

Abstract

The author exposes the problem of the thought and practice of the postmodern western world, where violence and the abandonment of all natural support of values coincide. To look for a possible solution, he examines the concept of "body", which changes from one society to another, marking the style of each culture. It traces its evolution until the first half of the 20th century, when the body was submitted to the market and the ideology of the subject's death was promoted. It qualifies as "tearing of the body" the current physical and symbolic deterioration of individuals and societies. It proposes as an instrument of change an alternative philosophical concept of "body", which integrates in a single system the visible and invisible aspects of the human being, in order to found the values in a dynamic theory of human nature that allows to recover the "body that we are " in this 21st century.

Keywords: Body; Tearing; Postmodernity; Corporeal valences; Virtuality

1. Pensamiento y mundo postmodernos

Cuando Lyotard proclamó en 1979 el fin de los metarrelatos distintivos de la Modernidad con su aseveración de que “Se tiene por postmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. Esta es, sin duda, un efecto del progreso de las ciencias; pero ese progreso, a su vez, la presupone. Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis de la filosofía metafísica…” (1990: 10), nunca sospechó los alcances que llegaría a tener en el pensamiento contemporáneo su interpretación de la historia de la cultura. A partir de la publicación de La condición postmoderna y de otros textos suyos, se instauró una enconada polémica en torno a la interpretación del presente y la previsión del futuro de nuestra cultura occidental. Su planteamiento trascendió, como frecuentemente sucede con las ideas generalizadas a modo de diagnóstico de una época, que además de repercusiones teóricas llegan a asumir funciones ordenadoras, como orientar las prácticas educativas y políticas de la sociedad donde se proyectan. Pasadas más de tres décadas, hablar de la postmodernidad no es un tópico agotado, como algunos piensan. Se reactiva con la aparición de neologismos como “tardo-modernidad”, “hipermodernidad” y “posthumanidad”, con los que se interpretan los cambios que está experimentando el mundo en el siglo XXI, tanto occidental como oriental.

El debate sobre el alcance de “lo postmoderno” planteó que había llegado a su término el proyecto civilizatorio liberal basado en la Libertad y el Progreso. Que habría que abandonar, por obsoleto, el dorado sueño de las utopías que propusieron modelos sociales para alcanzar el bienestar general de la Humanidad. El veredicto proclamado por los heraldos del nuevo nihilismo fue radicalmente escéptico: no quedaría más opción que atrincherarnos en las bancadas de la subjetividad.

Foucault, en Las palabras y las cosas, publicado en 1966, había anunciado la muerte del hombre como sujeto (1981: 373-375). Sostenía que no existe una naturaleza humana; que somos producto de la cultura a la que pertenecemos, puesto que nuestra singularidad es construida desde los niveles del poder que establecen las normas y los conceptos para el control de los cuerpos. Hacia el final de su vida suavizó su planteamiento con su giro hacia la micropolítica, así como al abordar la historia de la sexualidad, que está entretejida por atavismos naturales. En este sentido afirmó: “Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres” (2011: 148). Para situarnos críticamente ante los dispositivos sexuales de cada cultura, no debemos partir de la subjetividad del deseo, sino de las constantes corporales. Pese a esta rectificación tardía, ha predominado el interés por la tesis foucaultiana de la muerte del sujeto, seguramente por su mayor afinidad con el nihilismo postmoderno.

En oposición a los filósofos frankfurtianos y al humanismo de inspiración judío-cristiana, los pensadores postmodernos han defendido un panorama social de alta permisividad, regido por un pluralismo avant la lettre que es favorable a la globalización planetaria y a la proclamación de una libertad de elección sin cortapisas morales o científicas. Con este soporte ideológico la tecnología se entroniza como la más alta expresión de una creatividad humana sin límites predeterminados, de la que podemos hacer uso según nuestros gustos, puesto que todas las lecturas son permitidas. Eco se muestra prudente al declarar: “Nadie está más a favor de abrir las lecturas que yo, pero el problema es, aun así, establecer lo que se debe proteger para abrir, no lo que se debe abrir para proteger” (1992: 34). Por su parte Derrida, desde su postura deconstruccionista, afirma: “Ser responsable, guardar razón sería inventar unas máximas de transacción para decidir entre dos exigencias igualmente racionales y universales aunque contradictorias con la razón y con sus luces” (2005: 188). El autor del concepto de “lo por venir”, siempre un horizonte inalcanzable, muestra así que aún la razón (y por lo tanto la eticidad) es deconstruible, variable. Ambos autores fueron seducidos por la propuesta postmoderna, fuente de interpretaciones equivocistas, como las designa Beuchot (2013). No cayeron en la cuenta de que al apoyar a la hermenéutica postmoderna, además de ofrecer una representación simbólica del mundo contemporáneo y su deriva hacia el nihilismo, contribuían a justificarlo y a promover su desarrollo sin el recurso de la crítica.

El mundo contemporáneo está marcado por la expansión de los mass media, como lo apunta Vattimo en su obra La sociedad transparente, que genera un “caos relativo”, donde a juicio del filósofo italiano: “se abre camino un ideal de emancipación a cuya base están… la oscilación, la pluralidad, y, en definitiva, la erosión del propio ‘principio de realidad’” (1990: 82). Esta revolución tecnológica de la comunicación marcaría el fin de la Modernidad y de su concepto unitario de la Historia, para permitir el surgimiento de un mundo plural donde cada quien elegiría hablar uno de los innumerables dialectos existentes.

No obstante lo atractivo de su discurso, la realidad en que estamos insertos en la segunda década del siglo XXI no corresponde con su pronóstico optimista de una confluencia de credos que se respetan entre sí. Las ideologías hegemónicas continúan al timón de las sociedades actuales, conduciendo la vorágine de los mercados y su globalización. Bajo su control se sacrifican millones de vidas humanas, excluidas por el tamiz de las agudas diferencias sociales y económicas. Pueblos completos padecen hambrunas, enfermedades, violencia. Las nuevas “guerras santas” se diseminan por la geografía planetaria en busca de los recursos del subsuelo, que para ventaja estratégica de los países depredadores se ubican en territorios poblados por sociedades con costumbres y lenguas distintas, regidas por concepciones religiosas que son descalificadas y adjetivadas a priori de contrarias a la tradición judeo-cristiana. Por su ajenidad a la civilización científica occidental, por el desconocimiento de sus creencias, en lugar de que su diferencia favorezca el pluralismo cultural, las vuelve blanco fácil de la sospecha de ser incubadoras del terrorismo.

La explosión de la revolución tecnológica no vino a resolver la crisis que vive la cultura contemporánea, sino sólo a disfrazarla e intensificarla. Es dolorosamente acertado el diagnóstico de Bauman cuando se refiere a una “globalización negativa” planetaria, con su cauda de injusticia, desigualdad y miedo, que instituye una cultura y una sociedad “líquidas” (Bauman, 2015: 40). Más que enumerar las virtudes de la sociedad postmoderna y su presunta apertura a la diversidad humana, deberíamos destacar sus peligros, que resultan evidentes a la mirada de cualquiera que abandone su nicho de seguridad, para asomarse a valorar críticamente las sociedades contemporáneas.

El mundo de hoy que se acomoda a vivir conforme al ideario postmoderno nihilista, que abandona los antiguos “fundamentos” (Dios, la Naturaleza, el Ser, el Hombre, el Valor), ratifica en la práctica el “adiós a la verdad” del que habla Vattimo, pero no por eso accede a una sociedad “más libre, democrática y amigable”, según sostiene el filósofo italiano, quien afirma que “la verdad no se ‘encuentra’ sino que se construye con el consenso y el respeto a la libertad de cada uno y en las diferentes comunidades que conviven, sin confundirse, en una sociedad libre” (2010: 20). Por el contrario esta ausencia de soportes filosóficos nos predispone a ser fácil presa de espejos narcisistas, esa proliferación de bienes y servicios que circulan por los rieles del mercado con la promesa de llegar a todos los sectores sociales, que además se topan con las enormes diferencias en la capacidad adquisitiva de los consumidores, que no permiten vivir el consumo de la misma manera. La gran mayoría de la población del planeta vive de los desechos, del desperdicio y de los servicios que brinda a una minoría adicta al despilfarro. En nuestro tiempo se ha impuesto el “consumo, luego existo”, leitmotiv de la sociedad postindustrial, en lugar del “me maravillo” de los griegos, del “pienso” cartesiano, del “hago” del homo faber y del “descubro” de la era científica.

Muchos pueblos y grupos sociales viven en condiciones infrahumanas y en un clima de violencia. Bajo la sombra del proclamado “final de los tiempos”, proliferan los fundamentalismos religiosos y políticos, en clara reacción frente a la falta de metas y al nihilismo creencial de la sociedad secularizada, que ha llegado al punto crítico de sostener que todas las opciones y preferencias individuales deben ser permitidas y protegidas. Sólo se conserva, para garantizar el orden y la supervivencia de los grupos sociales, la frágil línea fronteriza que deslinda el territorio de los delitos. “Frágil”, porque sus límites van siendo gradualmente recorridos en dirección al nivel cero, bajo los auspicios del slogan postmoderno de que cada quien es dueño absoluto de sus decisiones, siempre y cuando no dañe a otro. ¡Engañosa declaración, porque la mayoría de nuestros actos tienen alguna repercusión en las vidas ajenas, actuales y venideras!

Estamos muy lejos de habitar un mundo solidario y responsable, dispuesto a tomar como propios los problemas de los otros. Resulta cuestionable la opción vattimiana de conservar la caritas cristiana sin el soporte religioso que le dio origen y sin substituirlo por otro de corte filosófico. Así sostiene: “Ninguna prueba natural de Dios, sino sólo caridad y, ciertamente, la ética. Siempre digo que la ética es, simplemente, la caridad más las leyes de tráfico” (Vattimo, 1990: 51). Lo mismo sucede con la solidaridad propuesta por Rorty, quien afirma que aceptar a otros seres humanos como “uno de nosotros” y no como “ellos”, “no es una tarea de una teoría, sino de géneros tales como la etnografía, el informe periodístico, los libros de historietas, el drama documental y, especialmente, la novela” (2013: 18), puesto que no podemos asegurar acuerdos en la diversidad de juegos o familias del lenguaje. Pero no convence su idea de propiciar la lectura de obras de la Literatura Universal que promuevan el interés por ver al otro como uno de nosotros, porque para la selección de tales obras requeriría del concurso de una ética objetivista que definiera, justificara y señalara cuáles son los sentimientos solidarios y hasta dónde podemos llevarlos, porque también hay solidaridad entre grupos criminales. La realidad es que el “hoy” se ha convertido en el tiempo del “sálvese quien pueda” de un individualismo recalcitrante. Más afín con esa disposición egocéntrica es el credo expuesto por Stirner en El único y su propiedad, bajo la siguiente proclama:

Yo, no soy un ‘Yo’ junto a otros ‘Yo’; soy el sólo Yo, soy Único. Y mis necesidades, mis acciones, todo en Mí es único. Por el sólo hecho de ser ese Yo único, de todo hago mi propiedad poniéndome a la obra y desarrollándome. No es como Hombre que me desarrollo y no desarrollo al Hombre: soy Yo quien me desarrollo (1970: 245).

En el capitalismo de mercado que alienta la competencia, reunir un amplio patrimonio de bienes y recursos genera la ilusión de la seguridad para quienes se sienten amenazados por extraños e incluso por conocidos. La paranoia social se afianza en el imaginario colectivo y afecta por igual a individuos que a grupos enteros. Se incrementa con la incertidumbre en torno al futuro, fruto de las guerras, de la violencia interna y de la falta de ideales de trascendencia. El vacío existencial es aprovechado por los mecanismos rectores del mercado para vender toda clase de paliativos. La atmósfera de inseguridad conduce a muchos humanos a cuestionarse sobre el mañana, de modo que optan por la inmediatez de los placeres del presente y apuestan a un futuro próximo que pareciera estar al alcance de nuestra voluntad.

Ante este inquietante panorama ¿qué podemos pensar y hacer?

2. La construcción histórica del concepto actual del cuerpo

Detrás del ideario postmoderno, acompañándolo, haciéndolo posible, se agazapa el nuevo hedonismo que fabricó la Modernidad. Hay una relación proporcional inversa entre el proyecto de perseguir metas que nos trasciendan, que sigan allí cuando ya no estemos, como lo apuntó Levinas (1974: 52) y el vivir solo el momento, buscando estímulos y bienes que nos hagan sentir vivos. Cuando una de las dos direcciones sube, la otra baja. Tanto la práctica de la acumulación del capital que Marx analizó en los Grundisse (Marx-Engels, 1985), como su versión postmoderna de atesorar bienes de consumo, están entrampadas en la dinámica circular de los medios, que descarta indagar y proponer los fines últimos, el largo alcance de nuestra temporalidad. El placer del tener es, ciertamente, un acicate que fomenta el trabajo, pero por sí solo no conduce al crecimiento y a la superación de los seres humanos.

El modelo postmoderno exhibe mejor su capacidad de control colectivo cuando lo referimos al cuerpo. Este término se ha vuelto clave, a partir de los trabajos de Merleau-Ponty (1945) y de Foucault (1966), para proceder al examen crítico de la Cultura en sus diversas expresiones. Baudrillard, en La sociedad de consumo, libro publicado en 1970, expresó: “En la panoplia del consumo hay un objeto más bello, más preciado, más brillante que todos los demás y hasta más cargado de connotaciones que el automóvil que, sin embargo, resume a todos los demás: el CUERPO”; unas líneas más abajo añade: “en cualquier cultura, el modo de organización de la relación con el cuerpo refleja el modo de organización de la relación con las cosas y el modo de organización de las relaciones sociales” (2007: 155). En desarrollo de esta tesis podemos postular que las sociedades se organizan en torno a las ideas dominantes sobre el cuerpo humano (en este sentido Rico Bovio, 1990: 21, 24). Para construir las diversas interpretaciones corporales participan las prácticas sociales, las ideologías que las justifican, los tabúes morales establecidos, las costumbres tradicionales, las influencias de otras culturas, así como la investigación efectuada a través de las vías de conocimiento reconocidas por cada grupo social. No es este el lugar ni el momento para presentar hipótesis sobre la construcción de las diversas nociones del cuerpo, como lo hace Le Bretón en su Antropología del cuerpo en la modernidad (2002). Nos ocuparemos sólo de trazar una reseña de la evolución de la idea occidental del cuerpo humano desde Grecia hasta nuestro tiempo, hasta desembocar en el cuerpo postmoderno.1

El mundo europeo-occidental que encabeza la globalización del Planeta es producto de la Modernidad. Heredó el paradigma corporal que separó cuerpo y pensamiento en una de sus múltiples versiones. Tuvo sus raíces en la tradición órfico-pitagórica recogida y reinterpretada por Platón. Fue retomado de los filósofos neo-platónicos por el maniqueísmo cristiano que dio motivo a severos debates teológicos medioevales. Pese al concepto integrador del ser humano propuesto por Tomás de Aquino, subsistió en la Modernidad una de las versiones dualistas del ser humano favorable al nacimiento y desarrollo del sistema de producción capitalista. Se redujo la noción de “cuerpo humano” a denotar un objeto material, a fin de darle el trato de instrumento de trabajo. Esa lectura corporal no fue uniforme, porque durante un largo período coexistieron la aristocracia, que alimentaba su ego y su mitología en una pretendida diferencia de sangres y calidades humanas, con la burguesía emergente, que clasificaba a los humanos en comerciantes, artesanos, clientes y fuerza de trabajo. Su origen fue distinto: aquella descendía de etnias guerreras indoeuropeas, ésta se fue formando entre los pueblos conquistados de diversa procedencia étnica, con el desarrollo del comercio y de la banca, que favorecieron la creación de ciudades de “hombres libres”, conformadas por migrantes, oficios y niveles sociales distintos. Terminó por imponerse la ideología liberal con su pragmatismo, su culto al merecimiento individual y al ejercicio de la libertad. Así se fue diferenciando una minoría social conformada por “triunfadores” (intelectuales, artistas y dueños del capital) y una masa anónima de campesinos, artesanos y trabajadores, designada bajo el nombre genérico de “pueblo”.

Quienes se consideraban dueños de la razón y del conocimiento, quienes ejercían las funciones del pensar y el manejo de los recursos económicos privados, procuraron diferenciarse de aquellos cuerpos que parecían moverse por apetitos animales. La convivencia con la aristocracia los llevó a imitar sus costumbres, su boato, el cuidado visual de su cuerpo, para marcar una distancia con la clase baja. La indumentaria, las casas, la alimentación, la forma de comportarse, fueron rediseñadas para adoptarse como notas simbólicas de su status.

La burguesía en ascenso apoyó la investigación que era propicia a sus intereses, así como la secularización de la vida social que favorecía el desarrollo del comercio. Así se constituyó la Ciencia y sus hallazgos fueron modificando la antigua concepción medioeval del cuerpo. A medida que se iban conociendo nuestras capacidades físico-biológicas y psíquicas, el funcionamiento de los diversos órganos y sistemas, se creaban tecnologías que potencializaban la visión, la audición, la motricidad y su aplicación en la medicina y a la vida cotidiana. Para procesar simbólicamente los hallazgos científicos y técnicos se asimiló la idea del cuerpo a la de una máquina, porque nos vemos a nosotros mismos según las extensiones corporales que construimos o adoptamos. El cuerpo-máquina fue la metáfora propicia para justificar el trabajo asalariado como operación lícita y moral, principalmente al producirse la revolución industrial.

El paso de las ciudades-estados a naciones y de las monarquías a un modelo de gobierno representativo, con la gradual diversificación de las funciones públicas, también se vio reflejado en la conceptualización del cuerpo humano. Las apuestas eran diferentes: maestros, científicos, filósofos, religiosos, artistas, aportaban sus opiniones desde sus creencias y sus experiencias corporales. Debatieron sobre la mejor forma de gobierno, los modelos económicos, la educación, los sistemas carcelarios, las prácticas médicas. Predominó la visión mecanicista del cuerpo humano, porque además de compatible con el dualismo cristiano, resultaba cómoda para la mentalidad secular que acompañó al desarrollo del modelo capitalista occidental. Por eso apuntó Arendt (1998: 320): “La victoria del animal laborans nunca habría sido completa sin el proceso de secularización, la pérdida de la fe moderna que proviene inevitablemente de la duda cartesiana, que privó a la vida individual humana de su inmortalidad o cuando menos de la certeza de su inmortalidad”. Quizá más que la duda fue la teoría del cuerpo-máquina la principal contribución de Descartes a la creencia de que “tenemos un cuerpo”, un cuerpo material separado de la subjetividad humana, creencia que sería adoptada como estrategia social hasta arribar a los tiempos actuales. Así lo manifiesta su frase (1980: 50): “Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios da forma con el expreso propósito de que sea lo más semejante a nosotros”. Formulada esta tesis en 1662, instaura filosóficamente al mecanicismo, aunque iba acompañada por una reflexión espiritual que buscaba evitar una posible persecución religiosa.

No es casual que en el siglo XIX las revoluciones burguesas que derribaron monarquías europeas, coincidieran con el florecimiento de la industria, con el positivismo de Comte que sostenía el triunfo de la Ciencia sobre la Religión y la Filosofía y la postulación historicista que diferenció las ciencias de la naturaleza de las ciencias de la cultura. Todo hacía pensar que el ideario liberal había triunfado sobre la Teología, al proclamar la superioridad de la libertad y la razón humana respecto de la Naturaleza, incluido en ella al cuerpo que poseemos.

Sólo que la crisis de la Modernidad y sus promesas sobrevino en la primera mitad del Siglo XX. Los avances científicos y tecnológicos se pusieron al servicio de la muerte y la destrucción en las dos Guerras Mundiales. El holocausto judío, la deshumanización de los campos de exterminio, la mortandad extendida en ambos bandos, el empleo de las armas nucleares, la destrucción de ciudades enteras, llevaron al Mundo Occidental al desencanto en torno al proyecto moderno, a la pérdida de la fe en el promesa histórica del progreso. La Guerra Fría fue una prolongación más del miedo y del rencor para las poblaciones lastimadas. La barbarie habitaba en el núcleo mismo de la Civilización Occidental; la decepción consiguiente se vio reflejada en la tesis lyotardiana del final de los metarrelatos.

3. El “desgarramiento” del cuerpo postmoderno

La concepción del cuerpo había cambiado. Del cuerpo etiquetado con base en indicadores de raza, económicos y políticos, se transitó a una corporeidad polisémica, maleable, intervenible quirúrgica, genética y estéticamente. La Tecnología, aliada con el Mercado, hicieron un “milagro” paradójico: mientras la Medicina se afanaba en cuidar la salud y prolongar las vidas humanas, los intereses económicos fueron deteriorando la idea del cuerpo pensado y regulado socialmente. Reducido a su visibilidad y a su función instrumental, la sociedad de consumo le otorgó un lugar en el escaparate de bienes y servicios como una mercancía más. Así lo expresó Baudrillard en su primera época (2007: 158): “uno administra su cuerpo, lo acondiciona como un patrimonio, lo manipula como uno de los múltiples significantes del estatus social”. En curioso contraste la reflexión sobre el cuerpo fue abandonada por la mayor parte de los discursos filosóficos. Ese olvido podría deberse al impacto psicológico-mediático de las dos grandes guerras del siglo XX: la evidencia de cuerpos deshechos, torturados, convertidos en materia prima para detergentes, en siluetas impresas por las explosiones nucleares. La misma tecnología fotográfica que promocionaba la moda difundió la muerte y la desolación masiva, carga y culpa sobre la conciencia colectiva. Como reacción cultural, de buena o de mala fe, se crearon tecnologías y programas para olvidar esa trágica marca en el expediente de la Humanidad, que se encuentra testimoniada de modo abundante en fotos y documentales cinematográficos.

La intelligenzia occidental intentó minimizar esos excesos atribuyéndolos a la insania mental de los enemigos. Para lograrlo secuestró la naciente industria de la imagen. El cine había participado en la apología de la guerra, exhibida como una cruzada contra el mal. Luego se usó para restañar las heridas infringidas en la consciencia colectiva, mediante películas de evasión y esparcimiento que siguieron incluyendo los ingredientes de crueldad y horror, quizá con una función catártica. Desde esa etapa hasta hoy mirar la violencia se erigió en espectáculo.

Al comenzar la Guerra Fría tenía valor estratégico señalar y perseguir a los “enemigos de nuestra civilización”. Fue uno de tantos momentos en que los símbolos y las etiquetas son considerados realidades. Además de favorecer vías de escape y alienación con el doble propósito de la diversión y del adoctrinamiento, dieron paso a las modas y los estereotipos del nuevo orden económico, encaminado a conformar un orden global. Imagen y distribución comercial formalizaron lazos para ensanchar los mercados e incrementar las ganancias de las grandes compañías, crecidas en la tierra abonada por el culto a la visibilidad. Para coronar este proceso histórico que desemboca en un cuerpo fragmentado, tanto individual como colectivo, fraguado a todo lo largo de la modernidad; para superar el trauma de las guerras que subsisten en esta segunda decena del siglo XXI, surge la cultura del no-cuerpo, la reducción de la corporeidad humana a ser tratada como materia plástica, intervenible, modificable en su aspecto, atributos e inclinaciones. La habitación, la ropa, el calzado, los muebles, los ornamentos, las herramientas, habían cumplido antes la función de extensiones corporales, dotadas de significado según las prácticas y las normas de cada grupo social, para proveer de seguridad, identidad y jerarquías a sus integrantes. En los tiempos postmodernos llegan a proponerse como substitutos corporales. En la Modernidad todavía las acompañaba una lectura substancialista que diferenciaba el alma del cuerpo. La Ciencia, hija de la secularización, se concretaba a examinar al cuerpo humano en las coordenadas de lo observable. Sus continuadores contemporáneos, deslumbrados por los avances técnico-quirúrgicos de la substitución de órganos y por la manipulación genética, terminaron por alentar la idea de que el cuerpo mismo es una extensión intercambiable, que en un futuro próximo podrá ser substituida por otra, en una mágica promesa de inmortalidad (Harari, 2017: 32). Tal propuesta-ficción vendría a justificar el manejo de slogans postmodernos como el de “haber nacido en un cuerpo equivocado”, que esconde un dualismo inconfeso.

El ser humano postmoderno se muestra como una corporeidad desgarrada, doblemente negada,2 rota en lo físico y en lo simbólico, tanto en la teoría como en la praxis del abandono de los metarrelatos. La noción de “desgarramiento” (Zerrissen, zerreissen)3 que proviene del Hegel de la Fenomenología del Espíritu (1966: 305-311), atribuida por él a la dialéctica necesaria del espíritu en su manifestación como cultura, la adoptamos para designar la situación trágica de los cuerpos humanos en nuestro tiempo. Se trata de un doble “desgarre” conceptual y real, del vaciamiento de contenido simbólico del cuerpo individual y colectivo, de la manipulación discrecional de su forma y de su finalidad. Hoy los cuerpos humanos se comercializan, desechan, torturan, alteran, porque perdieron la estimación de ser portadores de un alma, sin que esa desacralización se compense con una revalorización de su singularidad y de su interacción con los otros cuerpos. Vaciados de propósito natural y sujetos a las leyes del mercado, van encaminando a la especie humana hacia la autodestrucción. Se trata de la ruptura radical, teórica y práctica, del último reducto de la naturaleza humana, negada por Rorty y Vattimo, entre otros filósofos, y ratificada en la cotidianidad por la violencia y la desigualdad que favorecen un mundo a la deriva. El discurso nihilista de los postmodernos avala la radical permisividad que niega los valores universales. No se preocupa por examinar si estamos dañando los resortes de la articulación social y las bases para pensar nuestras vidas personales como proyectos de crecimiento, porque ya no hay un “para qué” ni un “desde dónde” plantearlos.

¿A quién no qué favorece esta nueva subjetividad, al menos a corto plazo? Al parecer sirve para fortalecer al sistema de circulación de bienes y servicios, con su capacidad técnico-publicitaria de ofrecernos renovados y placenteros beneficios “materiales”, entre ellos la promesa de “cambiarnos el cuerpo” (Harari: 2017: 37), compromiso establecido a un futuro próximo con fecha de vencimiento escrita en caracteres imperceptibles. De esta manera se impulsa la vorágine social del trabajar-vender-comprar-consumir y seguir trabajando.

El postmoderno, especialmente en su versión actual del posthumanismo, es el mundo de la ilusión, de la virtualidad.4 Nos está alcanzando a todos, gracias a los mass media que nos envuelven y controlan con la tecnología digital, que conduce a los usuarios a vivir en una comunidad global abstracta que favorece la manipulación colectiva del género humano, puesto que permite operar con impunidad a las fuerzas económico-políticas, escondidas tras la anonimia de las nuevas formas de comunicación. Los cuerpos humanos son vaciados de su contenido natural para llenarlos y volverlos a vaciar según las modas y los intereses del mercado.

4. La reflexión filosófica en torno al cuerpo que somos

En el silencio de los filósofos contemporáneos, que salvo honrosas excepciones como Nietzsche, Merleau-Ponty, Sartre, Foucault, dejan de lado el tema del cuerpo, son antropólogos, psicólogos y sociólogos quienes se ocupan de estudiarlo, aunque por las restricciones del método de investigación de las ciencias sociales se concretan a identificar las diversas lecturas y prácticas sociales que se dan en torno al cuerpo. Algunos se basan, como Le Bretón (2002) y Turner (1994), en las filosofías del cuerpo de Merleau-Ponty y de Foucault. Rehúyen todo intento de abordar al cuerpo humano desde una perspectiva ontológica, bajo la influencia de las condiciones sociales que dieron origen al discurso postmoderno y por el efecto disolvente del relativismo contemporáneo. Por el contrario sostenemos que no hay impedimento lógico para postular una ontología corporal similar a la que Heidegger propuso en la relación entre ser y tiempo, al aseverar que “La ‘esencia’ del ‘ser ahí’ está en su existencia” (1962: 54). La dimensión temporal del dasein, transferida a términos corporales, nos conduce a pensar en la “esencia dinámica” del “cuerpo-que-somos”, a enfatizar el carácter histórico del desarrollo corporal antes de examinar sus predisposiciones naturales, pero sin desconocer su existencia.

Una vez que abandonamos la infructuosa búsqueda de una esencia inmutable común a los seres humanos, sin incurrir en el solipsismo historicista, podemos buscar las condiciones generales que presiden el origen, las características distintivas y el desarrollo del cuerpo que somos, en su ser ahí en interacción con otros cuerpos. También reflexionar sobre sus límites biológicos, sociales y personales, no como un “cuerpo para la muerte”, sino “para un tiempo después de mi tiempo” (Levinas, 1974: 52), con un punto de partida y una evolución personal que apunta a la trascendencia. Levinas (1974), Arendt (1998) y Rico Bovio (2017), entre otros, abordan desde diversos ángulos esa condición humana natural-dinámica.

Es de notar que Vattimo, al invocar a Nietzsche como precursor de Heidegger y declararlos cofundadores del nihilismo de la tardo-modernidad, no aquilató el interés que el pensador prusiano otorgó al cuerpo y lo que de allí podría desprenderse. Enfatizó el aspecto disolvente de su pensamiento, pero no examinó la propuesta (asistemática, porque ese era su estilo de filosofar) en torno al cuerpo humano conceptualizado como vida y conciencia. Recordemos algunas aseveraciones del filósofo alemán: “Yo soy cuerpo, nada más que cuerpo” (1963: 31). Y su enigmático comentario: “Cuando el cuerpo está entusiasmado no hay que preocuparse del alma” (1974: 117).

En innumerables textos breves nos habla Nietzsche del cuerpo viviente, fundamento de la voluntad de poder. ¿No bastarían esas referencias para diferenciar su nihilismo “activo”, como él mismo lo nombra, del “nihilismo pasivo”, por tratarse de un instrumento demoledor de las “verdades” de la cultura occidental, que supone la existencia de un basamento natural, desde donde efectúa la crítica de los valores de la cultura cristiana de su tiempo?

Coincidimos con Vattimo en su denuncia de los excesos del absolutismo en el conocimiento. Quienes creen ser poseedores exclusivos de la Verdad frecuentemente han sido responsables de los mayores atropellos en contra de otros seres humanos, al igual que del medio ambiente. Pero para defender el pluralismo y la tolerancia no necesitamos negar la existencia de una naturaleza humana; basta con reconocer que es dinámica, que no lo sabemos todo acerca del cuerpo humano y que su conocimiento es siempre perfectible. Resulta prioritario ampliar la reflexión sobre este tema. Si somos cuerpos, profundizar en el conocimiento corporal de uno mismo y de los otros cuerpos, incluso los no humanos, nos permitirá ir más allá del escepticismo postmoderno.

“Cuerpo” es un término polisémico que proponemos repensar, no desde el dualismo que subyace al entramado de nuestra cultura, sino a partir de la perspectiva integradora de “ser cuerpos”, en lugar de “tener cuerpos" (Rico Bovio, 1990: 16). La visión sistémica del cuerpo reúne y articula los aspectos visibles y no visibles del ser humano: físicos, biológicos, sociales y psíquicos, sin sostener a priori que unos son causa de los otros. Aceptar la dicotomía alma-cuerpo es optar por la existencia de una grieta ontológica no demostrada que pasa por la coordenada de la visibilidad. Sus defensores incurren en una falacia pars pro toto, porque la separación entre lo visible y lo invisible supone, sin justificarlo, que la vista es la única vía confiable del conocimiento. Existen otros recursos corporales: sensoriales, motrices, lingüísticos y psíquicos, que intervienen en el proceso del conocer, que deben ser considerados en conjunto y valorada su participación en la apreciación de la realidad.

El “cuerpo que somos”, categoría hermenéutica que nos vincula a todos los cuerpos, animados e inanimados, tiene la virtud de condensar una multiplicidad no limitada, extensible, de propiedades corporales, que vamos conociendo al ponerlas en acción y al atender a examinarlas. En lugar de construir un concepto rígido, restrictivo, de qué somos, adoptamos un horizonte abierto de estudio, susceptible de ser enriquecido a partir de distintas perspectivas y con los hallazgos de futuras investigaciones. Beuchot tiene razón cuando invoca a la frónesis como fundamento de su hermenéutica analógica (2013: 89). Al no existir dos cuerpos idénticos, para conocerlos debemos acudir a la analogía, a la comparación, incluso entre cuerpos humanos y no humanos. No somos totalmente diferentes aunque tampoco completamente semejantes, porque cada humano es único. Desde esta propuesta filosófica podemos defender un pluralismo real, en lugar de basarlo en la subjetividad de las preferencias o en el ejercicio de una presunta libertad de elección.

La injusticia, la desigualdad de oportunidades que ofrecen a sus integrantes los cuerpos sociales mal conformados, inarmónicos, estratificados, deja un saldo amargo porque son fábricas de cuerpos humanos frustrados. Las patologías sociales provienen del desconocimiento de los llamados del cuerpo que somos, de sus necesidades y aptitudes biológicas, sociales y personales (“valencias corporales”, según Rico Bovio, 1990: 52-56).La integración del grupo social falla cuando se desconocen o descuidan los factores naturales del desarrollo individual y colectivo. Los cuerpos sociales son realidades complejas interconectadas, que se autorregulan a partir de las creencias vigentes en torno a nuestros cuerpos y a los demás cuerpos. La existencia corporal es dinámica en todos sus aspectos, visibles o invisibles. Aspiramos a ser más, a crecer con todas las notas propias de nuestra singularidad, de una manera tan radical y profunda que va más allá de lo propuesto por Nietzsche en su voluntad de poder. Si el filósofo alemán no llevó más lejos su reflexión sobre el cuerpo, se debió a que, como hijo del siglo XIX, no contaba con los elementos de juicio para proponer una teoría sobre la unión entre lo psíquico y lo somático. La Psicología no había alcanzado el grado de madurez post-freudiana que nos permite reconocer hoy la presencia y coalescencia de las necesidades biológicas, sociales, personales y espirituales.

5. Reflexiones a modo de conclusión

La cultura postmoderna es el escaparate de toda clase de distorsiones y agresiones corporales. Se niega al cuerpo cuando a la mayoría de los seres humanos se les niegan las condiciones necesarias para su desarrollo biológico, social, personal y espiritual. Se le niega también cuando el canto de sirenas del mercado seduce a las masas para que den la espalda a sus requerimientos naturales y vivan la fantasía de adquirir extensiones y bienes que ofertan placer y felicidad, pero que no dan en el blanco de sus urgencias corporales.

La negación del cuerpo había sido administrada desde antaño por ideologías que desconocían las diferencias personales en beneficio de minorías privilegiadas. Pero ahora, en la época postmoderna, la negación del cuerpo llega hasta el límite de rechazar que haya algo propiamente humano. La creación de “mundos virtuales” como extensiones del cuerpo, nace con la constitución del Arte, que ha acompañado a nuestra especie desde sus orígenes; así se pone de manifiesto que la creatividad es una de las notas distintivas de la dimensión personal del cuerpo que somos. Pero el problema más distintivo de nuestro tiempo es la “virtualización de los cuerpos”, desdibujamiento de toda nuestra condición natural, que opera mediante la intervención discrecional, no por razones de salud o de suplencia de pérdidas corporales, sobre su forma física, su estructura biológica, su dimensión comunicativa y su misma condición personal, irrepetible y abierta al mundo de los demás.

El cuerpo que cada-quien-es tiene sus propias razones, sus tendencias, sus requerimientos, sus vínculos con otros cuerpos. Todo puede intentarse respecto de él, pero no todo le viene bien, porque algunas opciones en lugar de contribuir a su desarrollo pueden hacerle daño, desviar o abortar su crecimiento. Es el caso de los senderos del hedonismo contemporáneo, que se cruzan con las sofisticadas versiones del sado-masoquismo. Torturar, suprimir, desechar cuerpos en un mundo superpoblado amenaza convertirse, de una situación de violencia circunstancial, en un programa eugenésico y eutanásico, vuelto política oficial o estrategia de control por los grupos en el poder. Los medios masivos de comunicación de la sociedad tardo-moderna favorecen esa posibilidad cuando banalizan los crímenes más horrendos (infanticidios, feminicidios, terrorismo, incursiones bélicas), minimizándolos, convirtiéndolos en estadísticas, en notas marginales, o mediante la invitación al goce visual morboso de la imagen de las víctimas masacradas, descoyuntadas, que a menudo se presentan anónimas para cubrir una pretendida cuota a la decencia y al pudor.

Estos tiempos de postmodernidad son la expresión de una danza social macabra de cuerpos desgarrados, desarticulados, desaparecidos, atropellados, transgredidos. Cualquier discurso filosófico, como el de Vattimo, que dé la espalda a esa realidad dolorosa que se multiplica gracias a la “reproductibilidad técnica”5 de los bienes y fenómenos relevantes para la economía capitalista en su etapa del consumo y del desecho masivo, sólo atina a reblandecer la consciencia social y a reducir nuestra capacidad crítica.

Por eso va nuestra apuesta a favor de una filosofía que invita a examinar el fenómeno postmoderno desde la perspectiva del cuerpo, ahondando en el desarrollo de una categoría que es, en nuestro parecer, clave para abordar el autoconocimiento del ser humano. Así se procura un fundamento natural alternativo para los valores y se favorece la crítica de las estructuras e instituciones socio-culturales vigentes desde el mirador del cuerpo que somos, movido por resortes internos, inserto y participante en un mundo de cuerpos y responsable, por su misma capacidad de conocimiento y de diseño tecnológico, del futuro del sistema corporal planetario.

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1La apretada síntesis de la evolución histórica de la idea occidental del cuerpo es responsabilidad del autor de este ensayo, pero reconoce la influencia de muchos teóricos sociales, entre ellos Horkheimer, Marcuse, Fromm, Arendt, Foucault y el mismo Le Bretón.

2Primera, al ser separada de su ingrediente psíquico o espiritual; segunda, al negársele una condición natural, tratamiento que sí se admite para el resto de los seres vivos.

3Lexicología tomada de la versión alemana de la Phänomenologie des Geistes, páginas 336-347, consultada en línea y citada en la Bibliografía

4En este ensayo “virtualidad” es un término recuperado del ámbito de la Informática, para referirnos a la simulación de la realidad generada por medios tecnológicos, que permite evadirnos de lo concreto; coincide sólo en parte con los “simulacros” del primer Baudrillard.

5Referencia libre a la obra de Benjamin: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (2003: 42). El tema que aborda sobre la autenticidad de la reproducción respecto del original, nos sugiere su traspolación a la producción en serie de la vestimenta y otros objetos de moda, que incorporan la promesa de novedad y originalidad en la multiplicación de bienes para opción de muchos, aunque con la desigualdad social también favorece la diseminación de la violencia en nuestro tiempo.

Recibido: 12 de Enero de 2019; Aprobado: 29 de Marzo de 2019

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