¿Periandro pone y Mauricio descompone?
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), por medio de su obra, reorganizó el curso estético y alteró el desarrollo de la inteligencia y gusto literario de su época asimilándolos, en gran medida, a sus propios andares de escritor. Con base en ello y por falta de términos más adecuados, a este autor le llamamos ‘clásico de nuestro idioma’ o ‘parteaguas’, pero no olvidemos que ese impacto, en sí mismo, es un hecho crítico: Cervantes reflexionó y reconfiguró la cultura y la literatura. Posiblemente ése fue su hecho crítico más importante.
Frente a los hechos críticos culturales están los hechos críticos literarios, de los que Cervantes también participó a su manera. Éstos, en su obra, se encargan de manifestar explícitamente las repercusiones que un discurso puede tener en los receptores y su mundo. En su narrativa, literatura y crítica conforman un binomio indivisible. Pese a la noción vulgar que aminora a la crítica literaria como algo “no tan importante” y que la expone como parásito-letra de segunda mano-, allí donde la crítica triunfa, lo hace porque refuerza y prolonga un efecto literario dado. La intención de este trabajo es destacar que para leer la novela basada en una obra de Francisco de Rojas de 1633, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), hay que pensar en una impronta crítica que coexiste con la narración.
Así entendida, la crítica es un artificio más para la pervivencia de la literatura que florece inmanente a ésta y que constituye la posibilidad de transformación y adaptación a nuevas culturas. En síntesis, la crítica literaria, pienso, revitaliza y convierte a un texto en ‘clásico’. Cervantes reconoció estas ventajas del hecho crítico literario y, tanto en el inicio de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha (1605 y 1615) cuanto en su querido Persiles, juega con él. Explica los procesos de recepción, las reacciones del lector y las consecuencias de hacer público un discurso.1 El autor español dotó a su obra de una autoeficiencia terrible (por poderosa) y atractiva (por lo que ésta ocasiona en su receptor).
Posiblemente, la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda (en adelante Persiles) conforma esa diada que, al contener su propia crítica y sus propios méritos literarios, se revitaliza a sí misma.2 Pensemos en el caso del relato de Periandro (Cervantes, 2001: 207-269). En ese episodio lleno de metarreflexiones, historias intercaladas, digresiones, aventuras de índole maravillosa, pasajes alegóricos, se halla una profunda disertación sobre el rol del receptor frente a la obra literaria. Crítica inmanente, las voces del sabio Mauricio y de sus acompañantes seproponencomo un artificio para argumentar, fiscalizar e incluso poner en crisis a la misma novela.
-No más -dijo a esta sazón Arnaldo-; no más Periandro amigo; que, puesto que tú no te canses de contar tus desgracias, a nosotros nos fatiga el oírlas, por sertantas (Cervantes, 2001: 227).
A todos dio general gusto de oír el modo con que Periandro contaba su estraña peregrinación si no fue a Mauricio, que, llegándose al oído de Transila su hija, le dijo: -Parecéme, Transila, que con menos palabras y más sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida; porque no había para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fiestas de las barcas, ni aun los casamientos de los pescadores, porque los episodios que para ornato de las historias se ponen, no han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sin duda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de su ingenio y la elegancia de sus palabras (Cervantes, 2001: 234).
Debido a un uso tal vez automatizado del lenguaje, ‘verosímil’ se ha hecho sinónimo de ‘casi verdadero’, de ‘parecido a lo real’ o de algo que ‘pudiera ocurrir’. Sin embargo, en el Persiles no puede designar a tantas cosas; entiendo lo verosímil en el caso que reviso como una cuestión de astucia narrativa de Periandro (visto éste como una fuerza comunicativa),3 como la facultad de atisbar las posibles consecuencias o efectos de lo que dice y la forma en que lo dice, una supuesta acción libre y artísticamente contada que busca una reacción determinada: la loa o la sorpresa.4
La ficción de Periandro (si se lee como tal según las leyes intrínsecas de la novela) no es una falsedad común y corriente (podría ocurrir que el personaje así recuerde su viaje); antes bien supone un simulacro de la realidad diegética. Juan José Saer explicó que si la verdad es lo contrario de la mentira, la ficción no es lo contrario de la verdad; es más bien otra cara de la verdad (¿el deseo de algo fuera de la verdad?) o una sugerencia (algo que, según el emisor, debiera ser).
La ficción cervantina, con base en el Quijote y la novela póstuma aquí analizada, es el vasto reino de lo probable: siempre hay una manera de negar lo maravilloso, pero también siempre hay una forma de permitirse creerlo (como el episodio de la cueva en el Quijote).5 Me permito citar en extenso:
Y así, no tan maduro como presuroso, fui donde estaba el caballo y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le tenía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para detenerle, y llegué a la punta de una peña, que sobre la mar pendía, y apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo, como gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos en la profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé, que pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con el golpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fue así, porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe de tener guardado, hizo que las piernas y los brazos del poderoso caballo resistiesen el golpe, sin recibir yo otro daño que haberme sacudido de sí el caballo, y echado a rodar, resbalando por gran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y creyese que yo quedaba muerto; pero cuando me vieron levantar en pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locura mi atrevimiento.
Duro se le hizo a Mauricio el terrible salto del caballo tan sin lisión: que quisiera él, por lo menos, que se hubiera quebrado tres o cuatro piernas, porque no dejara a Periandro tan a la cortesía de los que le escuchaban la creencia de tan desaforado salto; pero el crédito que todos tenían de Periandro les hizo no pasar adelante con la duda del no creerle: que, así como es pena del mentiroso, que cuando diga verdad no se le crea, así es gloria del bien acreditado el ser creído cuando diga mentira.
Y como no pudieron estorbar los pensamientos de Mauricio la plática de Peridandro, prosiguió la suya (Cervantes, 2001: 267).
Si se sigue esta no pequeña argumentación y este debate entre lo contado por Periandro y las exigencias de Mauricio (ocurridos sólo en la lectura, pues Mauricio “calla y susurra” en la diégesis), hay una reacción inesperada por el formidable narrador Periandro: la duda y la puesta en crisis de lo que cuenta, el intento de Mauricio por calcular y matizar la posibilidad y otros resultados de sus acciones menos extraordinarias.
Entonces, puede leerse como ‘verosímil’ también -para este caso concreto- la argumentación crítica de Mauricio, Sinforosa o Arnaldo. Lo verosímil, así, emerge como una tensión textual entre la astucia narrativa (Periandro) y la argumentación crítica (público de Periandro).6
Esa tensión está siempre en el espacio imaginario entre las palabras del protagonista y los oídos de sus acompañantes; quizá en ningún otro momento de la novela esa zona invisible es tan importante. Cabe preguntarnos ahora: ¿cómo satisface el autor ese espacio entre el discurso y el oído? Es decir, ¿cuál es la postura de Cervantes en este pasaje: la del enamorado de su arte y de su estilo, el narcisístico Periandro; la del inquisitivo y mordaz Mauricio, o la de las bellas damas regocijadas por el estilo del engañoso príncipe?
En pocas palabras, ¿qué nos quiso decir el autor de La Galatea con esos momentos en que se manifiesta la tensión entre emisor y receptor? ¿Cuál es la intentio auctoris? Por obvias razones, nunca lo sabremos. Aunque tenemos un hecho textual incorruptible: el conflicto en la diégesis.
En la narrativa cervantina, la mayoría de las veces, la incomprensión lectora es un tema que no viene de la falta de inteligencia de los personajes, sino de la falta de sensibilidad (como ocurre con el clérigo y su séquito de censores en el Quijote); Mauricio constituye un ejemplo claro: es uno de los personajes con mayor formación intelectual (la intuición intelectual es el imperativo categórico de una forma de la crítica), pero poco acusa una sensibilidad ante el arte de contar. Para ello están los personajes femeninos de esta escena: ellos manifiestan la importancia de dar carta de ciudadanía a la belleza cuando se está ante un relato.
Entre juicios firmes y alabanzas cuasi etéreas, Periandro cuenta los sucesos de su viaje frente a un público variado que reacciona de manera diversa ante el mismo estímulo narrativo. Unos acusan el talento narrativo de Persiles disfrazado,7 otros dan cuenta de lo inverosímiles que resultan algunos episodios, otros tantos hacen hincapié en lo prolijo de la historia.8 Lo dicho: no se puede (re)conocer la intención del autor, pero sí puede intentarse una interpretación y un análisis del conflicto. Un catálogo de reacciones bien definido y demarcado. ¿Qué mecanismos operan en el Persiles al contener sus propias reflexiones sobre la recepción?9
Verdad de Perogrullo. Si se dan esas tres reacciones en los receptores de Periandro (loa, escepticismo y cansancio) es que todos los estímulos necesarios para esa suma de diversas recepciones están, por así decirlo, en el relato: hay un artificio que ocasiona el reconocimiento del talento narrativo (piénsese en la alegoría de la carrera de barcas cuando los pescadores ofrecen locus a Auristela).Caso ejemplar de esto último es el siguiente parlamento; nótese el juego metafórico y de hipálages que acusa ya no poco arte:
Ven, señora, y si en lugar de los palacios de cristal, que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los dejados de mimbres, o por mejor decir, las paredes de mimbres, y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro, y las voluntades de perlas para servirte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porque no hallo cosa mejor que el oro, ni más hermosa que las perlas (Cervantes, 2001: 210).
Cervantes se preocupó por darle arte a Persiles narrador. Hay asimismo sucesos maravillosos que devienen en la duda y el escepticismo (como el caso de la caída del caballo) y hay también una extensión que provoca el cansancio por parte del público (diegético y empírico, pues ¡son sesenta y dos páginas de un solo relato intercalado! y los personajes se quejan numerosas veces):
Paréceme que si no se arrimara la paciencia al gusto que tenían Arnaldo y Policarpo de mirar a Auristela, y Sinforosa de ver a Periandro, ya la hubieran perdido escuchando su larga plática, de quien juzgaron Mauricio y Ladislao que había sido algo larga y traída no muy a propósito, pues, para contar sus desgracias propias, no había para qué contar los placeres ajenos. Con todo eso, les dio gusto y quedaron con él esperando oír el fin de su historia, por el donaire siquiera y buen estilo con que Periandro la contaba (Cervantes, 2001: 217).10
Es evidente que todos y cada uno de esos “estímulos” o “artificios” narrativos-siguiendo las propuestas de Viktor Shklovski (1991: 1-15)- están ahí para crear la ilusión de un Periandro que sabe narrar (aunque no sepa sintetizar) y un público que sabe escuchar, interpretar, loar, criticar.
Pese a que nunca podremos separar o unir bien a bien la conciencia narradora de Periandro y de Cervantes (en el medio están el complejísimo narrador de la novela, toda la reflexión sobre el arte estético y las teorías narratológicas), al final ambos cuentan una historia y un hecho es claro: todo lo que el relato periándrico está transmitiendo en la diégesis, todo lo que hay del personaje en cuanto narrador y sus memorias viajeras se ha convertido en letra sobre papel... Lo que ha ocurrido a Periandro -en verdad diegética o no, con altos vuelos estilísticos o sin ellos, con exceso narrativo y sin él-11 todo eso que se proporciona a los otros personajes en forma de lenguaje hablado, performativo, nosotros lo recibimos por escrito; es decir, los lectores podemos verlo en tinta. Lo sufrimos y lo gozamos.
Algo que llama la atención: los personajes receptores descifran el lenguaje de Periandro aunque no compartan códigos lingüísticos entre sí. Aquí conviene otra verdad de Perogrullo: nosotros, lectores, hacemos algo similar. Una virtud de la narración analizada es que no importan nacionalidades y lenguas: todos “escuchan” al príncipe (nosotros lo leemos) y todos lo comprenden (comprendemos).
Es ése un matiz relevante para esta investigación: si nosotros, por obvias razones como la lectura silente y la cordura, nos guardamos nuestra opinión en pro del seguimiento de los acontecimientos, Cervantes se adelanta a las posibles reacciones de recepción sobre el relato periándrico: los momentáneos acompañantes del peregrino descodifican un mensaje cifrado en unos cuantos miles de palabras y ocurre un hecho muy particular: opinan.
En ese pequeño puñado de crítica, de opinión y de loa se encuentra la única y última garantía de su experiencia, porque denotan una emoción. La crítica intradiegética persiliana trabaja con ese puñado de efectos: dice qué es el relato de Periandro, qué hay detrás y debajo de él y, sobre todo, qué significa. De esta manera, el Persilesse construye a sí mismo, se revisa, se anota, se acota, se embiste; en pocas palabras, se apropia del juicio estético que puede ocasionar. Es un sistema cerrado. Solipsismo narrativo. Espejo frente al espejo.12
Para esa singular configuración, la tarea del Periandro narrador se interrumpe y se intercala con otras voces. En cada momento que entrega su historia a los escuchas éstos comentan o piensan para sí en lo que están recibiendo. Y en ese espacio ocurre la primera crítica. El valor del comentario intradiegético es analizar mientras se escribe y mientras se lee. Luego vendrá la tarea de los críticos de carne y hueso. De esa forma, Mauricio se multiplica.
Ahora bien, Mauricio es un intérprete, un crítico en su definición más estricta: un receptor que no guarda para sí mismo su experiencia y los efectos del discurso periándrico. Incluso si calla, si sólo susurra a su hija o si únicamente piensa su crítica y no la hace explícita en el mundo de la obra, la maquinaria narrativa del Persiles, que entra y sale de la mente de los personajes de acuerdo con sus necesidades propias, representa sus juicios y los manifiesta para el lector empírico.
De forma que Mauricio pone a la luz su proceso de asimilación del relato peregrino, lo hace explícito y examina su experiencia, la asienta para su análisis y se plantea problemas acerca de él. Es válido, entonces, preguntarnos: ¿quién es más importante: Periandro porque cuenta o Mauricio porque expresa qué implica y qué significa el relato del protagonista? ¿Versa este pasaje sobre la recepción o sobre la narración?
Lo cierto es que Mauricio emprende una labor que muchos lectores suelen hacer. Es una forma muy estilizada y artificiosa de las ingenuas o genéricas exclamaciones lectoras: “¿En serio habrá ocurrido eso?, ¡Qué bien dicha está esa frase!, ¡Qué largo es este relato!, ¡Qué enredado está esto!”, entre otras opiniones que ocasionalmente o no tanto tienen lugar en la mente del lector.13
Así pues, desde ese prematuro momento en que Cervantes da voz en tinta a los reparos y acotaciones de Mauricio, ahí ha comenzado ya la crítica literaria; gracias a los comentarios de ese personaje la crítica de la novela Persiles se emprende desde sí misma en cuanto fenómeno. En ese punto nodal, literatura y crítica se nutren mutuamente. Narrador y crítico, ambos intradiegéticos cobran por derecho propio su relevancia en esos pasajes. Para dialogar desde Ricardo Piglia, crítica y ficción se amalgaman; ninguna pesa más que la otra y tiene así lugar un relato crítico. Nótese cómo el parlamento de Mauricio, netamente interpretativo, propone una exégesis no del sueño de Periandro (dentro de su relato), sino de la manera en que lo cuenta el protagonista:
-¿Luego, señor Periandro, dormíades?
-Sí -respondió-; porque todos mis bienes son soñados.
-En verdad -replicó Constanza- que ya quería preguntar
a mi señora Auristela adónde había estado el tiempo que no había
parecido.
-De tal manera -respondió Auristela- ha contado su sue-
ño mi hermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo
que decía.
A lo que añadió Mauricio:
-Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen repre-
sentarse las cosas con tanta vehemencia, que se aprenden de la
memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como
si fueran verdades (Cervantes, 2001: 244).
En una de las mejores páginas cervantinas, como estado pasajero, el escepticismo de Mauricio es una insurrección desde las leyes empíricas contra la lógica interna del relato de Periandro, pero al repetirse se conforma un sistema ‘narración/puesta en crisis’; llega así la novela al borde de una anarquía donde ni narración ni crítica gobiernan.
Queda, únicamente, para establecer un orden aparente y continuar la lectura, dar primacía al juicio del lector empírico (aquél que da vuelta a las páginas): ¿éste cree en Periandro? ¿Confía en que su relato no sólo es bello, sino verdadero por lo menos para la diégesis general del Persiles?: “La verosimilitud en estos casos depende de la oralidad del personaje que lo contará; de la mentira sobre la que construye su historia […] y hay que confiar en la credibilidad del lector” (Martínez, 2004: 608-609).
El hecho crítico de Mauricio devuelve la autoridad al lector y le recuerda que tiene la última palabra. La obra es un constructo a disposición y juicio del receptor. Así, hay cierto placer en leer los parlamentos y pensamientos del viejo astrólogo que es, me parece, el de Narciso: el lector se mira en Mauricio; analiza, y gracias a ello la obra se afirma como un bello espejo, construida para el placer del reflejo de quien recorre con sus ojos la tinta sobre el papel.
Es placentero mirar nuestras actitudes más básicas (o más elevadas) en la novela, sentir como siente un personaje, ahondar en el relato desde él mismo, arrojar nuevas luces sobre lo contado o hacerla bambolear con nuestro juicio y, así, reconocer que de ninguna manera somos receptores pasivos o ingenuos. Con base en ese proceso especular, la novela Persiles nos resulta más compleja y por ende más ambigua y mucho más rica. Mauricio es, entonces, la personificación de una suma de placeres y reflexiones lectoras y quizá, como se dijo antes, sea igual de importante que los protagonistas: el príncipe Persiles y la hermosa Sigismunda, disfrazada de Auristela.
Parte del enriquecimiento que encarna Mauricio corresponde a la obra misma (más polivalente de lo que creíamos después de los argumentos del astrólogo). El Persiles, además de ser una compleja y excelente máquina narrativa (los cuestionamientos sobre desde dónde se cuenta, cuándo se cuenta, qué se cuenta y cómo se cuenta obedecen a un proyecto estético muy logrado), contiene una suma de artificios que en lo personal considero ‘críticos’, pues hace explícita nuestra relación con la obra literaria, pone en palabras (escritas) la experiencia lectora y provoca la estimulación y el desarrollo del ejercicio interpretativo; en suma, potencia el análisis.
Las fronteras entre lector, personaje-crítico y crítico -a secas- se nulifican. Desde esta perspectiva, concuerdo con Christine Marguet cuando asevera: “Más allá, tantos recursos ilusorios remiten a la ilusión novelesca: el texto entero se deja ver como taller de ilusión con sus múltiples figuras del creador y del público en una novela decididamente experimental” (Marguet, 2004: 545).
El sabio anciano es para nosotros los lectores como el encantador al que teme la dama en el escrutinio de la biblioteca en el Quijote, que según ella y desde dentro del libro encanta al lector externo. Contrario a lo que dice la famosa frase de ese clásico: “No esté aquí algún encantador de los que tienen estos libros y nos encante” (Cervantes, 2005: 60), quizá lo mejor en este caso sea que aparezca algún Mauricio y desde dentro del relato se nos prevenga y presente nuestro rol como lectores y, así, se nos “encante” en la ficción ya no con base en el arte narrativo, sino por medio del arte crítico.
Otros críticos
Mauricio no es el único “encantador” que fiscaliza el relato periándrico. Parece que en la novela se propone que un lector es tanto mejor cuanto más comprensiva, múltiple y amplia es su lectura con respecto al sentido y a la experiencia estética y, asimismo, cuanto más se aleje de falsas e ingenuas determinaciones. Por eso comparten la escena Mauricio, Arnaldo, Constanza, Ladislao, Sinforosa, Transila, Policarpo, Auristela, Antonio padre y Antonio hijo, el narrador/traductor/crítico extradiegético y un largo etcétera (sólo menciono a quienes se les da voz e incluso hay personajes que “hablan” dentro de los relatos insertos en el de Periandro).
El crisol de comentarios es más que variado: fértil y copioso, diríase. Por ejemplo, gracias a la opinión de Sinforosa y Transila, se nos recuerda que lo que sucede en la literatura no sucede nunca en stricto sensu: no es necesario creer que la narración de Periandro sucedió realmente, sino observar la maravilla que conforma el prodigioso narrador. Hay que tener cortesía con el emisor para lograr un disfrute pleno del relato, así se estén contando las aventuras más extraordinarias:
Aconsejéles que ninguno volviese a tierra, por quitar la ocasión de que el llanto de las mujeres y el de los queridos hijos no fuese parte para dejar de poner en efecto resolución tan gallarda. Todos lo hicieron así, y desde ahí se despidieron con la imaginación de sus padres, hijos y mujeres. ¡Caso extraño, y que ha menester que la cortesía ayude a darle crédito! Ninguno volvió a tierra (Cervantes, 2001: 226; el énfasis es mío).
-Así debe ser -respondió Transila-; pero lo que yo sé decir es, que ora se dilate o se sucinte en lo que dice, todo es bueno y todo da gusto (234; el énfasis es mío).
Esta diversidad de personajes receptores sugiere varios fenómenos de recepción: está quien comprende que la fuerza de un relato se debe a la armonía entre contenido (verosímil o no), estructura y estilo; quien cree que el relato es defectuoso (Mauricio y Arnaldo) y quien reconoce el virtuoso relato como fruto de un ingenio sin igual (Sinforosa y Transila). Como sea, todos los tipos de receptores que expone Cervantes en ese pasaje se permiten la cortesía de seguir a su emisor.
En ese pasaje crítico se destacan para el lector empírico del Persiles una suma de bondades del relato periándrico: si bien Mauricio descalifica por inverosímil la síntesis del viaje de Periandro y demuestra que el lector tiene la última palabra en cuanto al texto -es decir si lo deja “avanzar” crédulamente o lo “detiene” o abandona aburrido y desilusionado por los hechos extraordinarios relatados-, también se reconoce el talento e ingenio que demuestra el protagonista por medio de las voces femeninas que alaban la forma.
La tensión entre emisor y receptor que fue descrita en páginas anteriores es un conjunto de actitudes pertinentes para la comprensión del texto. Hay, pues, una especie de búsqueda de la armonía entre ficción, verosimilitud y arte narrativo. Armonía. Ésa es la clave exegética. Léase un pasaje de índole teórico o ensayístico en el Persiles:
Las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos no cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deben callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse; puesto que es excelencia de la historia, que cualquiera cosa que en ella se escribía puede pasar al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verosimilitud, que a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía (Cervantes, 2001: 343).
Primordialmente juego armónico, la ficción periándrica se convierte en un esfuerzo colectivo: los personajes aceptan las “mentiras” de Periandro (incluso Mauricio, al no hacer pública su falta de fe, participa de ese colectivo crédulo y feliz o feliz precisamente por ser crédulo) siempre y cuando el príncipe los lleve a cierto goce estético y los informe sobre sí mismo.
Esto último se nota con claridad en Arnaldo y Policarpo, que buscan la verdad sobre la realeza e identidad del astuto protagonista, leitmotiv de esta novela bizantina. Revisemos el inicio del relato del personaje, donde la curiosidad de Arnaldo se propone como clave de lectura y como expectativa sobre la información que ese relato puede aportar:
Periandro respondió, que sí haría, si se le permitiese comenzar el cuento de su historia, no del mismo principio, porque éste no le podía decir ni descubrir a nadie […] todos le dijeron que hiciese su gusto, que de cualquier cosa que él dijiese le recibirían. Y el que más contento sintió fue Arnaldo, creyendo descubrir, por lo que Periandro dijiese, algo que descubriese quién era. Con este salvoconducto, Periandro dijo desta manera (Cervantes, 2001: 207).
Cervantes, en su Persiles, demuestra con el relato de Periandro que ‘forma es fondo’ y que una lectura no ha de obviar esa diada; integra, con una completa y múltiple visión sobre la historia periándrica, una experiencia crítica más vasta para el lector y le muestra a éste que lee mejor quien no se encierra en lo estrecho y experimenta aisladamente carácter y contenido. Sin duda, una bondad tan sutil que escapa a una primera lectura, pero ahí están las diferentes voces diseccionando y opinando sobre el cómo y el qué de la narración. Sólo hace falta seguirlas en el verdadero acto crítico: la relectura.
Ejemplo claro de lo anterior, el hecho de que ‘forma es fondo’ y viceversa en el Persiles es notado por Isabel Lozano-Renieblas:
La modalidad narrativa que seleccionan tanto Rutilio como Periandro para caracterizar sendas confesiones no es inocente; ajustan sus relatos a un género que apela a la experiencia de caos y de confusión, en la que el entendimiento del hombre da paso a la fantasía y a fuerzas sobrenaturales que la experiencia humana no puede aprehender cabalmente (Lozano, 1998: 270).
El lector está aprendiendo siempre. Una finalidad de la crítica es formar lectores, entes capaces de sentir y entender el mundo literario y el otro, ese mundo que ronda por ahí a veces fuera y a veces dentro del libro. Cervantes tomó eso como proyecto estético (de hecho, lo entendemos a partir de su obra); por eso su Quijote “enfermó” por leer. Lo mismo puede decirse de nosotros, lectores persilianos que somos contagiados tanto por la actitud inquisitiva de Mauricio como del embelesamiento de las mujeres que escuchan a Periandro narrar su historia con no poco arte.
Don Quijote y Don Persiles
Al final, un buen autor no narra para nadie o narra para todo el mundo: Periandro y Cervantes ocasionan un efecto en las psiques máuricas y las que se homologuen a las cortesanas de la isla de Policarpo. Crítica y narración, en ese pasaje, son para todos y en todos se instalan como prismas a través de los cuales se reciben el relato de Periandro y la novela entera.
En ello, probablemente, hay un vaso comunicante entre el Persiles y el Quijote: la reflexión sobre la lectura y sus efectos sobre el receptor literario. Léase el muy traído y llevado capítulo L del Quijote: “Y vuestra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala” (Cervantes, 2005: 511). El Quijote representa la tensión entre la lectura y la realidad; por su parte, el Persiles se ocupa de la tensión entre escritura y lectura, entre el autor y su público.
Pensando en el Quijote y el Persiles, buena parte de la obra cervantina se forja su propia disciplina de interpretación, se autorrevisa y autopresenta ante el público lector. Tal es el pacto. Esa fusión, esa frontera inasible, puede llamarse crítica literaria o literatura crítica porque une la actitud inquisitiva con el placer estético. En el caso que aquí nos compete, supone la perfecta amalgama entre Mauricio y Sinforosa.14
Con los ejemplos citados, Cervantes nos enseña que la literatura puede ser criticada por y desde la literatura misma (así ocurre en el Quijote, así en el Persiles), pues los juicios lectores, en la obra del poeta soldado, son en ellos mismos artísticos (bien por su temática, bien por su belleza estilística).15 Salta, pues, a la vista el ingenio crítico cervantino, toda vez queel ingenio literario ha sido probado y rescatado en muchas ocasiones por los críticos y escritores más célebres.
En sus obras, el nacido en Alcalá de Henares convierte al lector en un inquisidor y, también, en un admirador del texto que se halla entre sus manos. Le representa con innumerables voces y actitudes en la diégesis, le muestra la amplia gama de posibilidades exegéticas y, si éste es lo suficientemente sensible para tomar en cuenta ese sistema de varias perspectivas, lo convierte en crítico de la obra en cuestión, pues -acaso quede demostrado en el presente estudio-ser crítico, desde la obra de Cervantes, parece implicar la posesión de una suma de talentos que las narraciones cervantinas mismas conceden, presentan, sugieren. Desde la perspectiva planteada, quizá las preguntas que nos debemos hacer al estudiar el total de los relatos del Persiles son ¿quién dice?, ¿cómo?, ¿por qué lo dice?, ¿cuándo lo dice?, y ¿a quién se lo dice?
¿Dónde ponemos al Persiles?
“La literatura produce lectores, los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer”, dijo con lucidez no menor Ricardo Piglia (2001: 17) . En ese tenor, no es secreto entonces que El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha es un gran texto porque ha cambiado la forma en que leemos desde su aparición en 1605 hasta nuestros días. Sigue haciéndolo toda vez que nos acercamos a su lectura y relectura. Cierto es también que los personajes del corpus de esta investigación no son tan entrañables y no se desarrollan tanto como en otras obras cervantinas.
Con esas salvedades y como una conjetura, propongo que ello se debe a que la última novela de Cervantes se ocupa de la labor de narrar (el caso revisado es un ejemplo) y, con base en esto, podría haber un trío de verdaderos protagonistas: la narración misma, el lector y el narrador, pues creo se demostró aquí que en la novela se problematiza mucho la labor del emisor de un relato, el génesis de una historia, sus efectos, sus avatares, sus intenciones, su naturaleza.
Si el Quijote es la obra en que se representa al lector obsesivo y los efectos de la ficción, propongo entonces que el Persiles es la obra en que se manifiesta al receptor obsesivo, el que toma distancia con respecto al relato y es, sobre todo, crítico. Para decirlo mal y con economía, Miguel de Cervantes no fue Macedonio Fernández ni Hans Robert Jauss; no parece que su proyecto estético sea el desarrollo de una teoría del lector o de la recepción. Sin embargo, ante la muerte y la vejez de su autor, el Persiles se erige como un intento de explicación íntima del propio escritor para sí mismo. Pareciera ser la búsqueda constante de la respuesta a su trabajo de ficción preguntándose “¿quién fui? ¿Qué hice?”.
Punto final del corpus cervantino, en la revisión del quehacer narrativo que hay en esta novela puede intuirse una desesperada integridad que impregna cada párrafo y que se pregunta cómo y qué contar-siempre con voz elegante y al tiempo sentida-:la aparente reacción a la cercanía del final que implica la muerte ya no ficcional, sino empírica.
Así, se comprende probablemente por qué Miguel de Cervantes creyó que el Persiles era su obra más importante (incluso por encima del Quijote): acaso en Los trabajos de Persiles y Sigismunda la figura del narrador y su relación con lo que cuenta son los pilares y eso daba a este texto un especial fulgor para su propio autor que, dejando todo tipo de parafernalias, era un narrador que amaba su trabajo. Quizá, por ese mismo amor, el prócer español problematizó su labor con el máximo empeño: para muchos, amar es contemplar algo o a alguien con fruición y con crítica observando sus virtudes, defectos, carencias, peligros, potencias.
Con base en la pretendida recepción, Cervantes logró consolidar su última obra: un texto intenso y complejo. El broche de oro que pocos escritores alcanzan a forjar. Quizás, insisto, ésa sea la razón por la cual Miguel de Cervantes, la persona, eligió hacer de este cúmulo de reflexiones sobre el arte de narrar su último legado. Un canto de cisne que, como tal, se supone bello... y peculiarmente crítico.