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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.12 no.23 Valenciana ene./jun. 2019

https://doi.org/10.15174/rv.v0i23.387 

Artículos

“La tona” e “Hículi Hualula” como dos visiones antitéticas sobre lo indígena en El diosero, de Francisco Rojas González

"La tona" and "Hículi Hualula" as two antithetical visions of the indigenous in El diosero, by Franciso Rojas González

Ana Lourdes Álvarez Romero*  ** 

*Universidad de Sonora, México

**Université Paul Valéry Montpellier 3, Francia


Resumen:

En este trabajo se analizan dos cuentos del importante pero poco estudiado libro El diosero (1952), de Francisco Rojas González, como dos posturas antitéticas sobre lo indígena. “La tona” e “Hículi Hualula” se inscriben en un contexto donde el debate sobre la mexicanidad se encontraba en boga tanto por la institución literaria como por la antropológica. Antropólogo de profesión, Rojas González aparece como una figura que a través de una de sus narraciones problematizará la disciplina a la que pertenece. La postura del autor sobre el conocimiento del indígena será un antecedente para la literatura indigenista mexicana posterior y para el pensamiento latinoamericano que pondrá en duda la superioridad del conocimiento de occidente.

Palabras clave: Rojas González; antropología; indigenismo; Tona; Hículi Hualula

Abstract:

This paper analyzes two tales from the important but unexplored book El diosero (1952), by Francisco Rojas González, as two antithetical positions on the indigenous. "La tona" and "Hícula Hualula" are part of a context where the debate about Mexicanness was in vogue in the literary institution as well as in the anthropological one. Anthropologist by profession, Rojas González appears as a figure who, through one of his narrations, would problematize the discipline to which he belonged. The author's position on indigenous knowledge would set a precedent for later Mexican indigenist literature and for the Latin American thought that would put in doubt the superiority of West's knowledge.

Keywords: Rojas González; Anthropology; Indigenism; Tona; Hícula Hualula

Francisco Rojas González y las ideas sobre lo mexicano

Hijo del proyecto político creado a partir del fin de la Revolución Mexicana, Francisco Rojas González (1904- 1951) aparece como un catalizador de intereses desplegados tanto en lo literario como en lo antropológico, ambos campos ligados a la ideología nacionalista del momento. Formado en etnología con figuras como Andrés Molina Enríquez y Miguel Othón de Mendizábal (Sommers, 1963: 300), al mismo tiempo que desarrolló una carrera literaria reconocida (Premio Nacional de Literatura en 1944 por La negra angustias), el autor se encuentra en un intersticio disciplinar al igual que los antropólogos Ricardo Pozas (1912-1994) y Carlo Antonio Castro (1927-2010).

Las concepciones sobre la mexicanidad en las obras de Rojas González han sido señaladas por la crítica, aunque no estudiadas a profundidad como se ha hecho con la ensayística sobre la identidad nacional producida de principios a mediados del siglo XX. Escudada bajo la etiqueta de “ficción”, la obra literaria del autor esconde implicaciones profundas sobre el proyecto modernizador mexicano que intentaba, de maneras cuestionables, “incluir” las sociedades indígenas al entonces nuevo sistema de nación. Aunque en este ensayo no consideramos su obra como un documento propiamente sociológico, sí posicionamos la dimensión estética de la misma dentro del panorama social de la época donde antropología y Estado iban de la mano. Asimismo, partimos del hecho de que la discusión sobre el indígena se desarrolló por medio de enfoques interdisciplinarios.

Francisco Rojas González tuvo un interés analítico y explícito por comprender el fenómeno de la producción cuentística en el país dentro del marco del nacionalismo; es decir, el autor muestra una inclinación manifiesta por la cuestión identitaria donde descubre los distintos hilos que, a su parecer, la constituyen. En su artículo “Por la ruta del cuento mexicano” (1951), Rojas González despliega un amplio conocimiento del género problematizando su función social en relación con una idea discursiva de la mexicanidad. El autor llega a sugerir el papel político del cuento con algunos juicios de valor, como lo son: 1) el considerar la didáctica su función principal; 2) su planteamiento sobre el origen del cuento mexicano como producto de la “síntesis” y “perspicacia” populares en relación a las obras “imaginativas” del siglo XVII, lo que recuerda a ideas sobre el mestizaje; 3) la importancia de la obra de Fernández de Lizardi para la cultura mestiza dada la representación de la misma dirigida al pueblo; 4) la apreciación del “realismo” con el que José López Portillo y Rojas construye la vida rural nacional; 5) su reconocimiento de la crónica y poesía de Manuel Gutiérrez Nájera al mismo tiempo que su lamento por la importación “de elementos ajenos que marchitaron la frescura y debilitaron el colorido del cuento mexicano”; 6) su queja sobre Amado Nervo por su lejanía de la realidad mexicana; 7) la estima por los cuentistas Carlos Díaz Dufoo, Heriberto Frías, Francisco M. de Olaguíbel y Rubel M. Campos, ya que “contra el tumbo extranjerizante, mantienen en alto el género mexicanísimo del cuento” (2006: 424-437), entre otros juicios. Rojas González busca y exalta, así, lo “mexicano” relacionándolo con aspectos de la vida rural y elementos populares en contraposición a elementos “extranjeros”.

El autor discurre entre los orígenes del cuento, su llegada a América, su transformación a través del contacto con las culturas indígenas, sus influencias y características durante el siglo XIX y principios del XX, el papel de la Revolución Mexicana en él y el esperado arribo a la “verdadera literatura mexicana” gracias a ésta:

Es que México se ha encontrado a sí mismo, y este autohallazgo afirma toda nuestra estructura como pueblo. El escritor, naturalmente, no puede quedar al margen de este fenómeno y es así como lo vemos capacitarse para el trato de temas ajenos, de situaciones universales y para el conocimiento y examen de teorías y escuelas, sin riesgo de peligroso relajamiento o de vergonzosas contaminaciones, porque, para orgullo de nuestras letras, se está plasmando el definitivo estilo mexicano (2006: 439).

El autor entiende su propia producción literaria en este marco nacionalista, mismo que se inscribe en el contexto en plena efervescencia del indigenismo institucional: en 1940 se había celebrado el Congreso de Pátzcuaro y en 1948 se había creado el Instituto Nacional Indigenista, ambos teniendo como uno de sus principales objetivos la “inclusión” de los pueblos indígenas a la vida nacional. No resulta fortuito, entonces, que la obra literaria de Rojas González se encuentre en estrecha relación con el tema identitario.

Joseph Sommers identifica cinco “tipos concretos de materia preexistente” utilizados como puntos de partida en la obra de Rojas González: la observación directa, sus estudios antropológicos, la intertextualidad, la concepción de la historia mexicana y su propia literatura (1963: 300-305). En realidad, esta categorización podría simplificarse a sus preocupaciones antropológicas y a la reconstrucción del ambiente revolucionario en sus cuentos, partiendo de que las demás categorías son comunes a todas las obras literarias y no muestran alguna especificidad sobre la producción del autor.

Sommers señala la influencia de los estudios antropológicos de Rojas González en las dos narraciones que analizamos. Para él, esta influencia puede observarse gracias a dos estudios etnográficos, realizados por el mismo Rojas González, temáticamente relacionados con los dos cuentos: “Totemismo y nahualismo” y “El Jiculí ba-ba o estudio etnográfico del peyote” (1963: 302-303); ambos estudios han sido rescatados por Andrés Fábregas Puig en una compilación titulada Ensayos etnográficos y publicada por CIESAS en 1998.

En un tenor similar al de Sommers, Fábregas Puig señala la importancia de los trabajos antropológicos del autor de El diosero para el entendimiento de su obra literaria (1998: 15), suponiendo relaciones armónicas o no problemáticas entre su literatura y su trabajo como antropólogo; asimismo, puntea algunas correspondencias entre lo político, lo literario y lo antropológico en la producción del autor:

El trasfondo de la obra antropológica o literaria de Francisco Rojas González es el México en transformación que le tocó vivir. La energía y entusiasmo por la investigación, su preocupación por el destino del indio, el cuidado que puso a su escritura, serían incomprensibles sin ese país en movimiento. Aún los estertores del Porfiriato formaron parte de su niñez y lo transmite tanto en sus primeros cuentos como en la actitud hacia los indios y su visión de la antropología como un instrumento de redención de los pobres entre los pobres. Esta convicción de Rojas González era la del indigenismo cardenista, parámetro ideológico de su quehacer como antropólogo y escritor (1998: 16).

Por nuestra parte, detectamos que las implicaciones antropológicas de sus textos literarios no son siempre uniformes entre sí, como puede observarse en El diosero. Aunque por un lado el libro muestra una postura positiva acerca del proyecto modernizador mexicano, por el otro discute con la antropología indigenista a través de un conflicto con los postulados de la institución al cuestionar la labor del antropólogo y su misma capacidad de conocer a sus sujetos de interés. En los cuentos hay una constante recreación del contacto cultural indígena y mestizo a través del desconcierto que crea dicho contacto desde esta última posición a la que pertenece Rojas González. Como resultado, se presenta el mundo indígena a través de (la recreación estilística de) su lógica que no siempre es comprendida o valorada de manera uniforme en el contacto cultural. Para observar esta complejidad de la recreación del tema indígena se analizan dos cuentos que funcionan como puntos divergentes.

“La tona” e “Hículi Hualula” como dos visiones antitéticas sobre lo indígena

El diosero (1952), de Francisco Rojas González, es una de las obras clave para entender la literatura indigenista así como la producción posterior influenciada por ella. Esta colección de cuentos póstuma no ha recibido una importante atención de la crítica a pesar de su buen recibimiento a partir de su publicación (Tarica, 2002: 100). El libro está conformado por 13 cuentos enfocados en distintas culturas indígenas y en diversas recreaciones del contacto cultural con el mundo mestizo, este último representado algunas veces por antropólogos. Por cuestiones de espacio no es posible, en este trabajo, estudiar la totalidad de los cuentos, pero señalamos que el desconcierto recreado a través del contacto cultural tiene distintos matices para las distintas voces narrativas: empatía, paternalismo o la misma incapacidad de conocer el mundo indígena por parte de los mestizos.

A diferencia de Juan Pérez Jolote, publicado tres años antes, El diosero no pretende ser un informe etnográfico para el campo antropológico, sino la recreación de cuestiones etnográficas llevadas a cabo desde parámetros literarios. Bajo este marco, los cuentos de El diosero podrían clasificarse bajo el concepto “etnografía ficcionalizada” propuesto por Martin Lienhard, puesto que en todos ellos se crea una mirada ajena al mundo indígena que intenta reconstruirlo y plasmarlo; se narra, pues, lo que el “etnógrafo” ha observado o “lo que hubiera podido observarse” (2003: 265). Habría que añadir que lo observado por el etnógrafo está condicionado por el horizonte de la antropología mexicana del momento, como se desarrolla a continuación.

“La tona”, el cuento con el que comienza El diosero, narra las vicisitudes del parto de Crisanta, una joven zoque. Simón, su marido, la encuentra rodando en la arena y convulsionándose. Crisanta había tratado de llevar a cabo su proceso de parto en los márgenes del río:

Cuando estuvo en las márgenes, desató el mecapal anudado a su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:

La abuela,

La madre,

La hermana,

La amiga,

La enemiga,

Remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas (2006: 242).

Simón la lleva a su casa después de encontrarla y Altagracia, la partera, intenta llevar a término el parto. Tras algunas complicaciones, Altagracia manda a Simón a comprar chile seco para ponerlo a coser y poder inducir el parto de Crisanta. En el camino, un amigo le recomienda que en vez del chile seco vaya por el doctor, quien se encuentra en el campamento de los ingenieros. Simón objeta que no tiene con qué pagarle, a lo que el amigo le responde: “Si le dices lo pobres que somos, él entenderá…” (2006: 245). Simón encuentra al médico, éste acepta ayudar a Crisanta y de inmediato parte en bicicleta. Cuando Simón regresa a su casa, el doctor ya había logrado que Crisanta diera a luz. El resto del relato ha sido considerado lo más icónico de éste: Simón esparce cenizas alrededor de su hogar para saber quién será la “tona” del niño: “él llevará el nombre del pájaro o la bestia que primero haya venido a saludarlo; coyote o tejón, chuparrosa, libre o mirlo, asegún…” (2006: 247). El doctor, elegido como el compadre, vuelve para el día del bautizo; cuando pregunta qué nombre le pusieron al niño, Simón contesta que “Damián Becicleta”: “Damián, porque así dice el calendario de la iglesia… y Becicleta, porque ésta es su tona, así me lo dijo la ceniza…” (2006: 248).

Este cuento puede leerse a través de las dicotomías “civilización” contra “naturaleza”/“barbarie” con las implicaciones histórico-políticas a las que remiten: la condición de alteridad de América Latina respecto a Occidente y los “procesos civilizatorios” que provienen de este último, mismos que colocan al subcontinente en una “situación de subordinación política” (Urdapilleta Muñoz/Núñez Villavicencio, 2014: 52). Si el cuento se desarrolla en un contexto mexicano donde los mestizos se encuentran más apegados a las técnicas occidentales, desde una perspectiva decolonial esta narración puede interpretarse como la incapacidad por entender las técnicas indígenas; a su vez, se devela la propia línea neopositivista del autor y el proyecto de modernización al que se adhiere.

Crisanta es descrita a través de la isotopía de la animalidad: “reanudaba el camino con ímpetus de bestia” (2006: 241); “y allá fue, arrastrándose como coyota” (2006: 242); “A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía pendiente de la coyunda” (2006: 244). Destaca, a su vez, la dicotomía entre Altagracia, la partera, y el doctor como dos polos opuestos. Desde el credo al revés que rezaba Altagracia -“empezando por el amén para concluir en el…. Padre, Dios en creo” (2006: 243)- hasta los métodos tradicionales para lograr que Crisanta pariera, la curandera es la representación del saber indígena. En cambio, el doctor, quien logra llevar a término el parto, representa la civilización occidental a través del saber no problematizado ni problemático de su profesión. Resulta significativo que el cuento presente al doctor como el que salva la situación y no a la partera.

A su vez, el triunfo de la perspectiva occidental se muestra a través del nombre del niño: primero, se elige nombrarlo según el calendario de la iglesia católica y, segundo, la tona ha revelado que debe llamarse “Becicleta”; es decir, la cosmovisión indígena se ha supeditado a occidente, metonímicamente, a través de su tradición religiosa (representando la cosmovisión del hombre blanco) y a través vehículo del doctor (representando las herramientas occidentales). Así, el triunfo del saber occidental no sólo se presenta gracias a la ayuda eficaz del médico, sino también por medio del bautizo simbólico del niño doblemente significativo. Nominalmente, no queda rastro de herencia indígena.

Bajo el marco de la antropología del Estado, esta historia puede considerarse como el triunfo del saber occidental sobre el saber indígena. Hay una necesidad, pues, por “modernizar” las técnicas indígenas relativas a la medicina. El simbolismo del mestizaje que sugiere Sommers al final del cuento (1963: 303) se produce en un ambiente político donde no hay horizontalidad entre dos culturas (es decir, no se trataría de un proceso armónico ni neutral), sino todo un proyecto de aculturación en el cual las culturas indígenas cargan con una historia de explotación y violencia.

Cabe destacar la descripción del parto de Crisanta como representativa de todas las mujeres zoques; al configurarlo como tal, la narración muestra una lógica cultural que encasilla a sus actores como uniformes y estáticos. De esta manera, se muestra una descripción cultural que traspasa las generaciones y por lo tanto es fácilmente observable y sujeta a generalizaciones. Si es capaz de uniformizar comportamientos es porque esta descripción no resulta problemática para el observador: son patrones culturales que se repiten y, por ende, son datos fácilmente verificables.

Esta representación del indígena merece ser comparada con la de Juan Pérez Jolote: biografía de un tzotzil (1948), de Ricardo Pozas. Aunque la crítica se ha empeñado en demostrar que Pérez Jolote no es un hombre representativo de su cultura (ver, por ejemplo, “El subalterno excepcional: testimonio latinoamericano y representación”, de Nathanial Gardner),1 existe una instrucción metapoética que intenta mostrarlo como un hombre representativo de los chamulas. Al igual que en el texto de Pozas, en “La tona” se crean prototipos del indígena que suponen uniformidad entre los mismos. Este afán podría atribuirse a las mismas generalidades que intenta descubrir o develar la antropología para caracterizar patrones culturales y, por tanto, a la capacidad antropológica por el conocimiento del Otro. Si bien “La tona” no pretende ser un informe etnográfico, el autor actúa desde los parámetros de la etnografía ficcionalizada anteriormente mencionada, además de inscribirse en el contexto político esbozado en el apartado previo.

El relato no ofrece mundos en conflicto por relaciones de poder y subordinación (el doctor, por ejemplo, accede rápidamente a ayudar a Crisanta a pesar de que no tienen con qué pagarle), sino la comunicación entre dos culturas disímiles donde una de ellas soluciona el conflicto y, por tanto, se posiciona en un nivel superior al menos en cuestión de técnicas. Al igual que en Juan Pérez Jolote, en “La tona” no se enmarca la cultura zoque en una posición conflictiva respecto a la cultura nacional. Al contrario, la aceptación del médico a pesar de la falta de dinero de Simón configura a la cultura mestiza de manera empática en su relación con los zoques. De esta manera el relato se inscribe en el marco de la antropología culturalista norteamericana adoptada por el Estado Mexicano, enfoque que consideraba el “atraso” de las comunidades indígenas como producto de sus propias costumbres y no de la subordinación de las mismas comunidades por la cultura mestiza (Korsbaek/Sámano-Rentería, 2007: 207).2

Si “La tona” es un cuento no problemático para la antropología mexicana de su tiempo en el sentido de que no cuestiona ni trastoca el saber occidental (horizonte epistémico del saber antropológico), de manera contraria se presenta “Hículi Hualula”; en esta narración, un antropólogo relata un incidente ocasionado a partir de su trabajo de campo en un pueblo huichol. El cuento se desarrolla a partir de la curiosidad del antropólogo tras haber escuchado las palabras “Hículi Hualula”, pronunciadas descuidadamente por el patriarca. El antropólogo le pregunta por el significado y el patriarca le advierte que no debe averiguar por su propio bien. Después de consultar a varios nativos sobre la frase y tras toparse con la negativa de todos ellos, el antropólogo se encuentra con Mateo San Juan, el maestro rural del pueblo. Su descripción resulta significativa:

[…] un buen chico, huichol de pura raza. A las primeras palabras cruzadas con él, se describía su inteligencia; pronto también se percataba uno del anhelo del joven por mejorar la condición económica y cultural de los suyos. Mateo tenía especial interés en informar a los extraños que había vivido y estudiado en México, en la Casa del Estudiante Indígena, allá en la época de Calles (2006: 265-266).

Mateo San Juan se rehúsa, primero, a darle información sobre el “Tío”, pero en un encuentro posterior accede a explicarle con cierto recelo:

-No creo, Mateo San Juan, que todo un maestro rural sienta pavor supersticioso, tal y como lo experimentan el común de los indígenas.

-Del Tío no tengo temores, sino de sus “sobrinos”. Pero, repito, no quiero ser ruin; la humanidad debe ser favorecida con las virtudes del Tío… (2006: 268).

Después de algunas explicaciones de Mateo San Juan, el antropólogo le pregunta si no se refiere a otra cosa que el peyote. Mateo le responde que el peyote es conocido por “ustedes” desde hace tiempo, pero el “Tío” es otra cosa. El antropólogo le pide una muestra para análisis en laboratorio y Mateo se la otorga. Poco tiempo después, Mateo es encontrado en su casa golpeado, con la cara desfigurada; él piensa que no fue el “Tío”, sino sus “sobrinos”. El antropólogo había enviado la muestra por correo al Instituto de Biología pero, al regresar a México e ir al Instituto, la muestra se pierde. Decepcionado, le escribe a Mateo San Juan sin obtener respuesta de él, sino del cura del pueblo, informándole que Mateo había marchado a Estados Unidos a trabajar como peón y que él no podría enviarle lo requerido para no causar molestias entre la población.

El final del relato se desarrolla después de que el antropólogo narra el día que descubrió al “Tío” dirigiendo el tráfico:

La tarde en que lo descubrí dirigiendo el tránsito de vehículos en los cruceros de las avenidas Juárez y San Juan de Letrán, estaba magnífico: el rostro pétreo inconmovible, aliñado con un bezote de turquesa, la testa tocada con un penacho de plumas de guacamayo, los pies con sandalias de oro y su índice horrible, hecho de carne verde de nopal y armado con una uña de púa de maguey, me señalaba, al tiempo que por la boca escurrían espantosas imprecaciones en huichol…

Alguien me ha dicho que quien me condujo a la Cruz Roja había escuchado de mí estas palabras:

“El Tío… fue el Tío, que no perdona”, al mismo tiempo que mis ojos vagaban imbécilmente… Que entonces mi voluntad era nula y mi pulso alterado…

El médico recetó bromurados, reposo y baños tibios…” (2006: 271-272).

Al igual que en “La Tona, en este cuento se describen dos culturas que se interconectan a través de algunos de sus actores. En contraste, la dicotomía planteada que ya no es “naturaleza”/“barbarie” y “civilización” sino “mundo indígena” y “mundo mestizo” es valorada jerárquicamente de manera distinta: ya no es el mundo del mestizo el que se posiciona por encima del indígena sino al revés, siendo este último imposible de captar por el primero. El antropólogo es incapaz de entender al “Tío”: el análisis por parte del Instituto de Biología se ve ofuscado y termina por encontrarse a Hículi Hualula de manera personificada.

Encontramos un personaje médico en la narración al igual que en “La Tona”; a diferencia del cuento inicial de El diosero, donde resulta el héroe de la historia, en “Hículi Hualula sólo acierta a recetar medicina insustancial. El saber occidental, representado por el médico en este relato, no se valora como el saber verdadero o necesario, sino como un tipo de conocimiento incapaz de entender otras lógicas y visiones de mundo. Además, si bien el médico no entendió la visión del antropólogo, de cualquier manera se atreve a prescribir remedios; es decir, el saber occidental dictamina incluso sobre lo que no comprende.

Igualmente resulta significativa la caracterización del maestro rural en una intersección entre las dos culturas (“huichol pura raza” pero educado en la ciudad de México gracias a las políticas indigenistas de Calles) que intenta llevar la traducción de una a la otra. La traducción no solamente no se lleva a cabo, sino que Mateo San Juan obtiene un castigo y se ve obligado a huir; es decir, es imposible el desciframiento cultural del Otro a pesar de que ese mismo Otro participe. El relato puede leerse, por tanto, como una alegoría del fracaso de la traducción cultural que intenta el antropólogo.

Dentro de la dicotomía planteada por el cuento, también sobresale la falta de respeto de la curiosidad antropológica sobre la autoridad indígena. A pesar de la negación del patriarca por explicar las palabras al mestizo y a pesar de las negativas de los nativos por traducirlas, el antropólogo insiste en averiguar su significado. A su vez, el reduccionismo del antropólogo al identificar el “Tío” con el peyote se configura dentro de esta dualidad de mundos donde es imposible la traducción.

Este cuento entra en conflicto con la antropología institucional al no haber una correspondencia entre su horizonte epistémico con el del culturalismo norteamericano. Mientras el culturalismo pretendía comprender los hábitos de los pueblos nativos al mismo tiempo que los identificaba como las causas de sus condiciones sociales ínfimas, en “Hículi Hualula” se recrea la incapacidad del antropólogo por comprender lo que escape a su lógica occidental.

“Hículi Hualula” cuestiona la figura del antropólogo como autoridad mucho antes que la disciplina antropológica lo expusiera explícitamente en 1982 con el trabajo de James Clifford “Sobre la autoridad etnográfica”. Como el mismo Clifford señala, la problematización de la “autoridad etnográfica” apareció en occidente después de 1950, época ligada a la caída del poder colonial y a los ecos que ocasionaría en las teorías de la cultura de los años 60 y 70 del siglo XX (1995: 40). El contexto mexicano, disímil a las potencias desde donde se teorizó la antropología hegemónica de los años 80, le dio a Rojas González la posibilidad de adelantarse, literariamente, al debate explícito sobre el conocimiento que adquiere el antropólogo del Otro.

A través del análisis de estos dos cuentos es posible evidenciar la divergencia de perspectivas sobre las culturas indígenas. No se trata de un libro de cuentos con un mismo horizonte respecto a la construcción del papel de la antropología, sino que existen visiones encontradas al respecto. Mientras que “La Tona” construye el mundo indígena según características similares a las del culturalismo norteamericano y, por tanto, está implicada la superioridad del saber occidental sobre el indígena, “Hículi Hualula” problematiza el mismo conocimiento antropológico al declarar su incapacidad para el entendimiento del Otro incluso por medio de su cooperación; una cooperación que resulta traidora para la comunidad indígena y, en consecuencia, merecedora de castigo y asilamiento.

“La tona” se encuentra más cercana a la narrativa indigenista anterior dada la situación paternalista del cuento (la relación armónica y benévola del médico respecto a Crisanta), aunque hay un intento por entender el mundo indígena a través del cuestionamiento del médico por la costumbre de la tona. En cambio, en “Hículi Hualula” se subvierte la capacidad antropológica de adentrarse al conocimiento indígena en términos occidentales, por lo que la misma disciplina se configura más allá del dilema de Fray Ramón Pané según lo entiende González Echevarría cuando se pregunta si realmente podemos conocer al Otro “sin adulterar o violentar su cultura” (2011: 206): no sólo se trata de que el saber occidental “adultere” las lógicas de las culturas indígenas o las convierta en ficción, sino de la misma incapacidad de éste de comprenderlas.

Esta visión disímil de las culturas nativas en las narraciones de El diosero posibilita, además, la configuración de un nuevo entendimiento no monolítico sobre las mismas. La recreación del saber occidental en El diosero no se muestra uniforme ni coherente consigo misma, como lo exigiría la reflexión antropológica del momento a través de la sistematización y categorización que supuso. La representación, que podemos tildar de realista, se lleva a cabo por medio de la divergencia entre las posturas ambivalentes sobre lo indígena y no a través de una narración global totalizadora que no se diferenciaría del discurso antropológico institucional.

“Hículi Hualula” como prefacio de la literatura indigenista

Las dos posturas sobre lo indígena en los dos cuentos analizados pueden relacionarse con la literatura indigenista producida en el país anterior al denominado “Ciclo de Chiapas” y la que surge a partir del mismo. Mientras que en “La tona” la perspectiva privilegiada es la del mestizo y es su lógica la que triunfa sobre el conocimiento indígena, en “Hículi Hualula” existe el reconocimiento de la falta de la “conciencia cultural”, conciencia que Sommers (1964: 259) identifica como propia de las ocho obras representativas del Ciclo: Juan Pérez Jolote (1948),3El callado dolor de los Tzotziles (1949), Los hombres verdaderos (1959), Benzulul (1959), La culebra tapó el río (1962), Balún Canán (1957), Ciudad Real (1960) y Oficio de tinieblas (1962). Así, “La tona” e “Hículi Hualula” representarían, en términos panorámicos, un antes y después del enfoque epistémico sobre las culturas originarias en la literatura mexicana indigenista.

Las características del indigenismo como proyecto literario y como proyecto antropológico y político en México han sido distintas a las del resto de los países latinoamericanos; esto ha influido en el interés por y en los modos de representación del indígena. Según Julio Rodríguez-Luis, el indigenismo en el México posrevolucionario tuvo la tarea paradójica no sólo de señalar la explotación del indígena:

[…] sino que además deberá desenmascarar su pretensión de haberlo liberado, evitando la coerción del vasto aparato cultural del estado de un solo partido, donde el intelectual suele depender para su supervivencia del gobierno, para el que trabaja en una o varias dependencias (1990: 48).

En realidad, sería difícil (mas no imposible) distinguir entre las posiciones políticas que los intelectuales asumieron por afinidades con el proyecto modernizador de una estrategia por evitar la sanción del Estado, aunque indiscutiblemente el aparato estatal aplicaba fuertemente la censura como lo demostró el polémico caso en 1964 de Los hijos de Sánchez, del antropólogo Oscar Lewis. En el caso de Francisco Rojas González, las posturas explícitas sobre la mexicanidad que mostró en su artículo esbozado en el primer apartado nos inducen a plantear la línea de conformidad y contribución del autor con el nacionalismo y proyecto modernizador de la época.

Por otro lado y aparentemente de manera contradictoria, ¿qué sucede con “Hículi Hualula”, un cuento donde se problematiza el conocimiento que el mestizo tiene del indígena y su misma capacidad por aprehenderlo? ¿Se trata de una postura posibilitada por la obra artística y su necesidad de dramatismo, así como de la problematización de las verdades oficiales que logran los discursos literarios?4 Este cuento constituye un punto divergente de la línea a la que explícitamente se adhiere el autor así como de la antropología y la política de la época, logrando desestabilizar las posturas institucionales sobre el proyecto modernizador mexicano.

A su vez, este cuento sienta un precedente para la narrativa donde también se cuestiona y se denuncia la jerarquía social superior del mestizo (en las obras del Ciclo de Chiapas) y la superioridad del conocimiento occidental, como sucede con las obras híbridas Los hongos alucinantes (1964), de Fernando Benítez, Vida de María Sabina, la sabia de los hongos (1976), de Álvaro Estrada e, incluso, con la famosa obra de Carlos Castaneda, Las enseñanzas de Don Juan, una forma de conocimiento yaqui (1968), que aunque no fue producida dentro del marco de la élite cultural mexicana, tuvo gran repercusión en la misma.

Valdría la pena señalar que en esta línea de cuestionamientos sobre la superioridad del conocimiento occidental y de los proyectos modernizadores, a partir de la década de los sesenta surge un pensamiento latinoamericano multidisciplinario que sigue en proceso y que pone en duda los proyectos heredados de la tradición ilustrada, blanca, europea, capitalista, masculina y heterosexual con autores como Enrique Dussel, Guillermo Bonfil Batalla, Gloria Anzaldúa, Silvia Rivera Cusicanqui, Walter Mignolo, Breny Mendoza, por mencionar algunos.

En el conglomerado de los discursos que no se producen en el vacío sino en estructuras culturales específicas, “Hículi Hualula” se presenta como un antecedente directo del cuestionamiento de la epistemología occidental y de los proyectos derivados de la misma. En esta narración se muestra la capacidad artística para subvertir y cuestionar los proyectos ideológicos de la época, incluso a los que el mismo autor se pudiera adherir explícitamente.

Bibliografía

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1 Gardner expone que las vivencias de Pérez Jolote que en su juventud lo obligaron huir de su casa, el periodo que luchó en la Revolución y los cargos que desempeñó de vuelta en su comunidad como mayor, alférez, mayordomo y profesor de español, demuestran que “la vida de Juan Pérez Jolote (bastante entretenida, si no fascinante) es cualquier cosa menos típica y […] que los comentarios introductorios de Pozas que afirman que el protagonista era un miembro típico de la población chamula son totalmente inexactos” (2015: 309).

2No se ha insistido suficiente en el carácter racista de algunos postulados o preconcepciones de la tradición antropológica posrevolucionaria. Si bien los antropólogos tuvieron la labor social de mejorar las condiciones de las comunidades indígenas, en muchos de sus estudios y discursos prevalecieron ideas de las culturas nativas como inferiores a las mestizas; tal es el caso, por ejemplo, de algunos textos del padre de la antropología mexicana, Manuel Gamio. En “Consideraciones sobre el problema indígena en América”, Gamio señala las características de las culturas indígenas (y no propiamente las biológicas, aunque su discurso resulta ambiguo en algunas afirmaciones) como impedimentos para la mejora social (94-95). Beatriz Urías Horcasitas en Historias secretas del racismo (1920-1950) ha estudiado los planes gubernamentales de eugenesia social en el periodo posrevolucionario (Urías Horcasitas, 2007).

3Aunque Sommers agrega Juan Pérez Jolote a este conglomerado de obras y, efectivamente, la institución literaria la adopta como propia al publicarla como novela indigenista en la colección de Letras mexicanas en 1952 (Medina Hernández, 2007: 37), la obra de Ricardo Pozas nace dentro del seno antropológico y contiene la instrucción de leerse como una monografía de la cultura chamula. Es decir, hay un pacto de “no-ficción” que no existe en los cuentos de El diosero. Este hecho no fue problematizado por Sommers y no ha sido revisitado a través de las teorías contemporáneas de la ficción y de los discursos culturales. Por otro lado, aunque en Juan Pérez Jolote no difiere de todo con la antropología del Estado, como se mencionó anteriormente, esta narración resulta significativa en cuanto presenta, por vez primera en el siglo XX, un testimonio (que simula ser propio) de un indígena.

4Al respecto, Roberto González Echevarría propone que la novela “forma parte de la totalidad discursiva de una época dada, y se sitúa en el campo opuesto a su núcleo de poder. La concepción misma de novela resulta ser un relato sobre el escape de la autoridad, relato que generalmente aparece como una especie de subargumento en muchas novelas” (2011: 38).

Recibido: 08 de Febrero de 2018; Aprobado: 06 de Julio de 2018

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