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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.11 no.21 Valenciana ene./jun. 2018

https://doi.org/10.15174/rv.v0i21.359 

Dossier

La deuda como forma de gobierno y subjetivación en el neoliberalismo. Reflexiones sobre la culpa, el sacrificio y la desesperación en la religión capitalista

Debt as a form of government and subjectivation in neoliberalism. Reflections on guilt, sacrifice and despair in the capitalis treligion

Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez* 

*Universidad de Guanajuato, México


Resumen

A partir de la idea de que la deuda, más allá de su estricto carácter económico, guarda una estrecha relación con la moral y la subjetividad, con las lógicas del poder y el control social, con el tiempo y el futuro, analizamos las características de la subjetividad a que da lugar y el papel que cumple como forma de gobierno y control en el neoliberalismo. Aunado a esto, a partir de la hipótesis de Walter Benjamin acerca de que el capitalismo es una religión, intentamos poner de relieve la lógica sacrificial inherente al neoliberalismo y el papel que en ella cumple el mecanismo de la deuda.

Palabras clave: deuda/culpa; Gobierno; neoliberalismo; sacrificio; religión capitalista

Abstract

Based on the idea that the debt, beyond its strict economic character, has a closer elation with the moral and subjectivity, whit the logics of power and social control, with the time and the future, we analyze the characteristics of the occasioned subjectivity and role that fulfills with governance and control in neoliberalism. In addition, starting from the hypothesis of Walter Benjamin, concerning the acknowledgment of capitalism as a religion, we try to highlight thelogic of sacrifice inherent to neo-liberalism and the role fulfilling the debt mechanism.

Keywords: Debt/guilt; Government; Neoliberalism; Sacrifice; Capitalist religion

Introducción

Con el devenir renta del capital y en la situación de crisis económica y política en que nos encontramos, la deuda se está convirtiendo cada vez más, para los individuos y las poblaciones por igual, en la condición general de vida. Lo que se verifica ya no solamente en los países del sur global, como ha venido ocurriendo en América Latina desde los años setenta, sino ahora también en el sur de Europa, como ocurre a partir de la explosión de las últimas crisis financieras.

La apabullante hegemonía que ha alcanzado el “bloque neoliberal” permitió el auge de la valorización financiera que, en la práctica, ha significado la expropiación del excedente social acumulado y el endeudamiento creciente de los Estados-nación. A su vez, la salvaje implementación del programa neoliberal ha traído consigo un profundo y amplio costo social, que se ha traducido en una creciente necesidad de recurrir al crédito para muchos individuos.

Es en este escenario que sobrevienen, de acuerdo a Antonio Negri y Michel Hardt, una serie de transformaciones sociales y antropológicas que han desembocado en la aparición de una nueva figura de la subjetividad, el “endeudado”, y de una forma de vida caracterizada por el endeudamiento permanente.

Ahora bien, ¿en qué consiste la deuda?, ¿cuáles son las funciones y dimensiones morales, políticas y temporales que abarca?, pero también, ¿cuál es la naturaleza del “endeudado”?, ¿cuáles son las condiciones sociales y políticas en que surge?

Ya estas preguntas nos ponen en la tesitura de una indagación en la que se exige pensar la deuda más allá de su estricto carácter económico, en la medida que guarda una estrecha relación con la moral y la subjetividad, con las lógicas del poder y el control social, con el tiempo y el futuro. A continuación, analizaremos las formas subjetivas de la deuda y exploraremos el rol que cumple como forma de sujeción social, pero lo haremos a partir de una hipótesis que Walter Benjamin formuló en los viejos años veinte acerca del capitalismo como religión, a partir de lo cual veremos que el neoliberalismo ha convertido la deuda en un dispositivo sacrificial.

Culpa, deuda y desesperación en la religión capitalista

En el famoso fragmento “Capitalismo como religión” de 1921, Walter Benjamín se dio a la tarea de explorar la naturaleza religiosa del capitalismo, “[e]n el capitalismo -dice Benjamin- puede reconocerse una religión” (Benjamin, 2015: 178-186). No sólo se trata de una formación que en sus orígenes estuvo condicionada por lo religioso, como Weber plantearía, la hipótesis es más bien que el capitalismo es un fenómeno esencialmente religioso o, dicho de otra manera, que el capitalismo posee una estructura religiosa.

A su juicio, sin embargo, esto todavía no es del todo reconocible debido a que existe un desfase entre la teoría y lo que sucede, tal como Foucault señalaba en su momento que existía un desfase entre la configuración moderno-disciplinaria del poder y su conceptualización (que seguía presa del privilegio de la teoría de la soberanía). La idea no es que el carácter religioso del capitalismo sea constatable como si se tratase de un hecho, sino más bien que este carácter va despuntando cada vez más conforme se desarrolla el capitalismo; por lo que la representación teórica está rezagada necesariamente.

No obstante, Benjamin estipula que ya son reconocibles en el presente tres rasgos de la estructura religiosa del capitalismo, a saber: a) que el capitalismo es una pura religión de culto, b) que la duración del culto en la religión capitalista es permanente y c) que es un culto gravoso.

Una de las líneas de fuerza y de sentido que recorre el fragmento benjaminiano es que el capitalismo tiene que ver esencialmente con una culpa que se verifica como una deuda. Una culpa que al mismo tiempo es una deuda. Enrique Foffani y Juan Antonio Ennis nos hacen ver, en una nota a la traducción que llevaron a cabo, que la palabra alemana de la cual se vale Benjamin para referir esta ambigüedad es “Verschuldend”, donde el término “Schuld” significa “culpa” y “deuda” al mismo tiempo. Se trata de una culpa/deuda que el culto capitalista hace universal y que, precisamente, es el término al cual el fragmento debe la hipótesis central, pues es el parentesco semántico que establece entre deuda y culpa lo que le permite plantear a Benjamin nada menos que la similitud estructural entre el capitalismo y la religión.

A partir de esta línea de fuerza, es posible enlazar el doble sentido de la palabra “Schuld” como aparece en el fragmento con el endeudamiento en términos económicos y financieros, que constituye el objeto de nuestra reflexión, para subrayar el hecho de que la “deuda económica” siempre implica un índice de culpa moral, afectiva y legal, a tal grado que al endeudamiento en términos económicos le es inseparable la culpabilidad, tal como lo vamos a ver a propósito del crédito al que le es inherente una cierta moralidad que tiene que ver con la culpa.

Lo común entre el capitalismo y la religión seria, pues, esta culpa/deuda. Sobre este trasfondo, desde la perspectiva benjaminiana lo novedoso del capitalismo frente a las religiones históricas, es sobre todo que se trata de un sistema religioso cuyo culto es culpabilizador, antes que expiatorio. “El capitalismo -dice Benjamin- es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa, sino que la engendra” (Benjamin, 2015:11). Estamos ante un culto que no tiende hacia la expiación de la culpa, sino a su engendramiento exponencial, en el sentido de que la culpa no deja de aumentar.

Al no ser expiable la culpa, el culto capitalista no es algo de lo que se pueda abjurar así sin más. Por eso tal vez es que Benjamin planteó el capitalismo como un culto sans treve et sans merci, un culto sin tregua ni respiro, un culto permanente que es capaz de hacer de la culpa/deuda necesariamente algo universal.

En este culto in-abjurable, la universalidad de la culpa alcanza tal extremo que eleva la desesperación, a juicio de Benjamin, a rango de condición religiosa del mundo (Benjamin, 2015: 11). La religión capitalista es una religión de la desesperación porque su culto no tiende a la redención de la culpa sino a agravarla y a convertirla en universal. La universalidad de la culpa que impone el capitalismo está signada, entonces, como un movimiento que eleva la desesperación a estatus del mundo. Históricamente esto sería lo inaudito del capitalismo, que se trata de una religión que mundializa la desesperación y la eleva a condición propia del mundo.

El carácter devastador del capitalismo habría que buscarlo en este culto gravoso e in-abjurable que convierte la desesperación en un ingrediente central en la organización de la vida colectiva e individual. ¿Cómo no ver en esta idea benjaminiana de los años veinte una anticipación iluminadora del drama colectivo e individual que trajeron consigo las recientes y recurrentes crisis financieras? ¿Cómo no retrotraer los suicidios por desempleo, por endeudamiento o por procesos de desahucio a la luz de esta intuición? ¿O el suicidio de miles de campesinos en la India por endeudamiento y desesperación de no poder mantener a sus familias, como consecuencia de la crisis agraria y la pérdida de la soberanía alimentaria provocada por las políticas neoliberales?

Y es que, al ser un culto que no tiende a borrar o a purificar la culpa por medio de algún sacrificio, sino que es -como decíamos- un culto que la engendra y la agrava, en el capitalismo todo termina siendo sacrificable en ese culto. Incluso el propio mundo y el propio hombre.

A esta luz se entiende por qué las deudas económicas tanto individuales como colectivas hacen de la vida humana algo culpable y se convierten, como bien dice Castor Bartolomé, en el instrumento para exigir de ella el sacrificio. La deuda se ha convertido en un medio para culpar a la vida humana y exigir de ella el sacrificio necesario “para compensar lo que debe” (Bartolomé, 2017) y mantener a flote el proyecto del capital en su plena crisis terminal.

La deuda establece un férreo vínculo entre vida y sacrificio, en el sentido de que la vida endeudada es una vida culpable que está condenada al sacrificio. Castor Bartolomé sostiene que la culpa generada por la deuda justifica la necesidad del sacrificio como dispositivo compensador (Bartolomé, 2017). La deuda, en otras palabras, es un dispositivo que exige el sacrificio de las personas.

Que la deuda conlleve obligatoriamente algún tipo de sacrificio, sin embargo, no es una idea enteramente novedosa; lo crucial, a nuestro juicio, a este respecto es la idea de que los sacrificios nunca terminan paradójicamente por expiar la culpa, por más numerosos y agudos que estos puedan ser, pues -recordémoslo- estamos ante una culpa configurada como impagable o inexpiable, que no hace sino agravarse.

Sabemos que la forma de paliar las deudas económicas contraídas es a través del sacrificio, realizando otro trabajo más, un trabajo más extenuante o cumpliendo más horas de trabajo. Tendremos que dedicar largos periodos de nuestra vida a trabajar sacrificadamente para liquidar las deudas que hemos contraído. De aquí que la deuda se paga, en última instancia, con tiempo de vida. Lo que no estaba del todo claro es que los sacrificios no implican el acabose de la culpa, pues ésta, como ya nos debe resultar claro, se encuentra estructuralmente configurada como impagable en el sistema de la religión capitalista.

En la estela del análisis del fragmento, Giorgio Agamben ha sostenido recientemente que en la religión capitalista la culpa se separa del pecado y por eso resulta inextinguible. A su juicio, la tesis de Benjamin es que debido a que en el sistema religioso del capitalismo no es posible expiar la culpa, la “religión capitalista […] vive de un endeudamiento permanente” (Agamben, 2013). En cualquier caso, lo que nos interesa subrayar es la “monstruosa conciencia culpable” a la que da lugar el culto capitalista (Benjamin, 2015: 11) y que con la deuda estamos ante un dispositivo que exige sacrificios para pagar una culpa que estructuralmente es impagable.

Ésta es en su propia crudeza la lógica sacrificial que implica la culpa en la religión capitalista; nos vemos obligados a sacrificar la vida entera a ese insaciable Moloch que es el capital, aún cuando ningún sacrificio baste en realidad. Por esto, no es algo fortuito que, en la “casa de la desesperación” en que nos encontramos, al dispositivo sacrificial ya no le baste con la vida y exija ahora incluso la muerte.

Deuda, sacrificio y neoliberalismo

A partir de esta consideración en torno a la lógica sacrificial del capitalismo, es que también habría que intentar leer al neoliberalismo, pues éste no es sólo un proyecto de clase, como plantea David Harvey, o una forma histórica de gubernamentalidad, como planteó Michel Foucault, por mencionar algunas de las perspectivas teóricas desde las que se ha emprendido el análisis. Es, de igual manera, una gran máquina sacrificial que ha estado llevando a cabo el sacrificio de los trabajadores y de amplias capas de la población para mantener a flote el proyecto ajeno del capital, en plena crisis sistémica de acumulación.

El sacrificio aquí se lleva a cabo a través de un amplio registro que va desde los despidos y la repentina pérdida de trabajos, recortes en salarios, así como en prestaciones y pensiones (las jubilaciones cercenadas) hasta las consecuencias de la reducción de las erogaciones sociales por parte del Estado en materia de salud, educación, infraestructura, transporte, servicios y espacios públicos. Pero el sacrificio involucra también procesos de largo aliento como la deflación monetaria o el congelamiento y la pérdida del poder adquisitivo del salario. Se trata de un sacrificio tanto individual como colectivo que se exige y se impone fetichistamente para que, en última instancia, asumamos en propia carne el drama terminal del capital.

Aunque no está fincado en la interpretación teológica de la modernidad capitalista de raigambre benjaminiana, la teórica norteamericana Wendy Brown ha llevado a cabo en El pueblo sin atributos un análisis crítico del neoliberalismo en términos, precisamente, de los sacrificios que éste exige.

Entonces, ¿por qué es el sacrificio compartido el término común de los negocios y los gobiernos en la actualidad, el mismo que circula entre empresas grandes y pequeñas, y acompaña a la reestructuración fiscal o los auxilios financieros en la Unión Europea, los Estados, las municipalidades o en ciertos sectores económicos o públicos? (Brown, 2017: 279).

Al hacer el análisis de la órbita de significado que alberga esta exigencia de sacrificio, Brown recurre al filósofo israelí Moshe Halbertal para distinguir entre el sacrificio religioso antiguo y el sacrificio político-moral moderno. Mientras el primero es, por lo general, un “sacrificio a” algo, que suele ser un acto colectivo, ritual y cuya importancia reside en ofrecer vida a la fuente de vida; el segundo es, por lo general, un “sacrificio para” algo, que suele ser un acto más bien individualizado, que también implica la renuncia de la vida, pero en este caso es la renuncia de la propia vida (o de uno de sus aspectos) para obtener un cierto resultado (Brown, 2017: 280ss).

En cualquiera de los casos, se renuncia a algo que importa para obtener un resultado y hay una disposición a anteponer una entidad más grande a la que se beneficia con el sacrificio.

Lo interesante del análisis que lleva a cabo Brown es su conclusión, en la cual apunta que, cuando se nos ordena y exige sacrificarnos para la “recuperación” de la economía nacional o para obtener balances positivos en la empresa o para “sanear” las finanzas públicas, la política neoliberal se alimenta tanto de significados religiosos como de significados seculares y políticos, contra la idea de que el sacrificio antiguo ha quedado atrás en el tiempo. De modo que la valencia religiosa del sacrificio sigue presente. E, incluso, nos parece que la atrevida idea de la autora es que con las crisis económicas regresamos al sacrificio religioso, a un “sacrificio a” los dioses de los cuales se cree que depende y emana toda la vida. Y es que, en verdad, la Banca, el Mercado, el Estado y el Capital se nos presentan fetichistamente como los poderes sagrados todo poderosos de los cuales depende la vida misma y como si no hubiese posibilidades para la vida por fuera de ellos.

Bajo este carácter fetichista, el sacrificio implica que cuando el mercado, la banca o el capital así lo requieran hay que “apretarse el cinturón” y aceptar las medidas de austeridad y el desempleo,1 aceptar la expropiación del excedente social acumulado para “salvar” a unos bancos “demasiado grandes para quebrar”,2 sufrir más impuestos o aceptar que los fondos de los Estados estén vacíos porque los impuestos a las empresas, a la industria y a los más ricos de entre los ricos desalientan la inversión.3

Formas de sacrificio movilizadas por el régimen neoliberal en las que está presente tanto el componente político-secular, pero también, y lo que es más importante aún desde nuestra perspectiva, el componente religioso, en tanto son movimientos bajo la forma del “sacrificio a” las potencias sagradas de las que parece depender nuestras vidas y respecto de las que no tenemos ninguna garantía de los efectos positivos de los sacrificios porque se han autonomizado a tal grado que parecen no debernos nada a nosotros.

Esta grilla de lectura (el análisis de las crisis económicas en términos de sacrificio) y la hipótesis sobre el componente sacrificial del neoliberalismo están presentes, de igual manera, en La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal del filósofo italiano Maurizio Lazzarato, pero en esta ocasión montados sobre un eje de análisis que tiene que ver centralmente con la deuda.

De forma inmediata, Maurizio Lazzarato en su ensayo pone de relieve que desde su nacimiento el neoliberalismo se articuló en torno de la lógica de la deuda (2013: 31): “[l]a fabricación de deudas, es decir, la construcción y el desarrollo de la relación de poder entre acreedores y deudores, se ha pensado y programado como el núcleo estratégico de las políticas neoliberales” (2013: 30).

Así sucedió con el “golpe de 1979”, en el que las tasas elevadas generaron de la nada endeudamientos acumulativos de los Estados (deuda pública) y de los países (deuda externa).4 Si el “golpe de 1979” fue el punto de inflexión del neoliberalismo a través del cual se abrió la puerta a las deudas soberanas impagables, el neoliberalismo por otro lado marca la convergencia y concurrencia de los efectos de las políticas de reducción de las erogaciones sociales, de las políticas monetarias, de las políticas de deflación de los salarios y de las políticas fiscales (benéficas a las empresas y a las capas más ricas de la población) que, tras la integración del sistema monetario, el bancario y el financiero,5 van a provocar la expansión de la masa de las deudas privadas y su profundización, al grado que hoy, dice Lazzarato, tanto buena parte del gasto corriente como de las erogaciones más importantes de la unidad familiar se efectúan a crédito (2013: 23).

En un contexto de inflación persistente y encarecimiento de los bienes básicos de consumo, la gubernamentalidad neoliberal ha llevado a cabo, en verdad, a través del congelamiento salarial y la disminución drástica de las erogaciones sociales por parte del Estado, una precarización económica y existencial que para la mayoría de la población va significar endeudamiento y tener que sobrevivir en base a la deuda. Nada de aumento a los salarios, antes bien, crédito al consumo, nada de derecho a la educación, a la salud, a la vivienda, antes bien la conversión de esos ámbitos en mercados accesibles a través del crédito.

El neoliberalismo es una política económica propicia a los intereses del capital que ha llevado a cabo la superposición de la relación acreedor-deudor al conjunto de relaciones sociales, pero sobre todo a la relación capital-trabajo. Lo que, en muchísimos casos, ha obligado a las unidades familiares de las clases trabajadoras y de las clases medias a recurrir al crédito de forma creciente y permanente, bien para acceder a la vivienda, bien para mantener el nivel de vida o sencillamente para subsistir, a tal grado que esta necesidad de vivir endeudados se ha convertido en una forma de vida.6

De modo que estamos ante una lógica de la deuda que, antes que constituir una desviación o un error, anida en el corazón mismo del proyecto neoliberal, en tanto la deuda es buscada y sistemáticamente creada. No es que haya un creciente influjo de la deuda sobre las políticas neoliberales, en realidad, éstas más bien se han articulado desde sus comienzos alrededor de la fabricación de la deuda, al grado que el endeudamiento se ha convertido en la relación de poder clave en el proceso de valorización, acumulación y explotación capitalista.7

Por esto es que el término “economía de la deuda”, que adelanta Lazzarato, se nos hace más afortunado que otros términos como “economía financiarizada” o “capitalismo financiero”, toda vez que, en el plano político, pone de inmediato de qué va la llamada “financiarización”: de una relación de poder entre acreedores (propietarios de capital) y deudores (no propietarios de capital) (2013: 29), con lo que se le devuelve el carácter de clase al neoliberalismo, que otros discursos o bien han intentado ocultar o bien les pasa desapercibido.

En términos de sacrificio, “economía de la deuda” significa, entonces, dos cosas: por un lado, el arrebato y la depredación del excedente social acumulado que las poblaciones han sufrido a manos de los mercados financieros, esto es, la transferencia de enormes sumas de dinero que los Estados han otorgado en situaciones de crisis financieras a los bancos, a las compañías de seguros y a los inversores con cargo a los contribuyentes, los asalariados y las capas más pobres de la población. “Los intereses de la deuda, dice Lazzarato, constituyen la medida de la depredación” que sufren las poblaciones (2013: 22);8 por otro lado, significa también la sangría de los ingresos familiares vía los préstamos personales que la extensión del crédito ha traído consigo.9

Lo anterior quiere decir que el carácter sacrificial del neoliberalismo se genera tanto por el adelgazamiento del Estado de bienestar como por el crecimiento del endeudamiento privado y la quiebra eventual de las finanzas privadas. Lo que esto significa para muchos individuos es que la oportunidad de llevar una forma de vida digna es sacrificada en el altar al capitalismo. Por eso la religión del capitalismo es una religión sacrificial, porque sacrifica el futuro y el porvenir de muchísimas personas, con tal que el mecanismo de valorización del valor continúe funcionando.

Aunque en su ensayo Lazzarato no se detiene como tal a explicitar esta lógica sacrificial que es inherente al mecanismo de la deuda, su texto sin duda sienta las condiciones teóricas para hacerla visible y aprehenderla teóricamente, toda vez que entiende la deuda como uno de los mecanismos económicos en los que la dominación y la violencia se hacen manifiestos de forma más palpable. Lo que constituye, a nuestro juicio, uno de los méritos del ensayo de Lazzarato, frente a los enfoques que se centran o bien en la lógica y la racionalidad interna de la “financiarización” o bien en la dimensión política e ideológica del neoliberalismo, pero que obvian o descuidan la violencia y el sacrificio que se impone a los individuos y a las poblaciones, porque los consideran como algo epifenoménico, que en definitiva no forma parte del núcleo de las crisis económicas ni del régimen neoliberal.

Para nosotros, por contra, esta lógica sacrificial representa una violencia tanto social como económica muy tangible, real y concreta que es el resultado de los efectos acumulados de las recurrentes crisis económicas que se han dado, pero también de un conflicto más profundo que tiene que ver con las relaciones de dominación de clase existentes en la sociedad contemporánea. El neoliberalismo es -a la par- una fábrica de endeudamiento y una máquina sacrificial que se entreteje con la lucha de clases, como hemos visto, pero también, como vamos a ver en seguida, con la lógica del control social.

Si hasta aquí hemos explorado la función extractiva del mecanismo de la deuda y la mortificación social a que da lugar, enseguida exploraremos otra de sus dimensiones, como dispositivo de control y de gobierno.

Ya Deleuze tenía claro que en las sociedades contemporáneas, a las que llama “sociedades de control”, el hombre ya no es aquel encerrado de las sociedades disciplinarias, sino el hombre endeudado. “El hombre ya no está encerrado sino endeudado” (Deleuze, 2006). Lo que ya nos pone en la tesitura de un análisis de la deuda como uno de los dispositivos estratégicos de gobierno y control más importantes en las sociedades actuales.

La deuda como técnica de gobierno y control en la gubernamentalidad neoliberal

Desde el momento en que la relación acreedor-deudor se superpone a la relación capital-trabajo, es en la deuda, como hemos ya dicho, donde se concentra y desde donde se despliega la lucha de clases. Sin embargo, este movimiento no agota la cuestión de la dominación y el control social, pues la relación acreedor-deudor no es sólo una relación entre propietarios y no propietarios de capital, sino también una relación de poder o una relación de fuerza. La deuda es una relación económica entre un acreedor y un deudor, pero es también una relación de fuerza y de poder asimétrica. Esto quiere decir que no es sólo uno de los mecanismos de explotación y depredación social, tal como la hemos centrado hasta ahora, es asimismo una de las formas en que hoy se verifica la dominación y el control social. Y, como tal, es una de las relaciones más importantes del capitalismo contemporáneo. Pero, ¿cómo y desde dónde hay que empezar a pensar está relación de poder específica?

Cuando Maurizio Lazzarato dice “[e]l poder del acreedor sobre el deudor se parece mucho a la última definición del poder en Foucault: [como una] acción sobre una acción, acción que mantiene «libre» a aquel sobre el cual se ejerce el poder” (2013: 38), abre una brecha al análisis que, sin embargo, hay que fortalecer con otros autores.

En efecto, después de haber trabajado al poder durante los setenta bajo la “hipótesis Nietzsche” y el modelo de la guerra y del enfrentamiento, a inicios de los ochenta Foucault empieza a analizarlo bajo el modelo del gobierno, como gobierno de las acciones y de las conductas. Esto lo podemos ver en “El sujeto y el poder” de 1983, donde se aleja de su idea anterior acerca del poder y empieza a plantear su ejercicio como un "conducir conductas" y un “arreglar las probabilidades” (Foucault, 1988: 15). Bajo esta nueva manera no belicosa de entender al poder, éste:

Es un conjunto de acciones sobre acciones posibles; opera sobre el campo de posibilidad o se inscribe en el comportamiento de los sujetos actuantes: incita, induce, seduce, facilita o dificulta; amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema, constriñe o prohíbe de modo absoluto; con todo, siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante o sobre sujetos actuantes, en tanto que actúan o son susceptibles de actuar. Un conjunto de acciones sobre otras acciones (Foucault, 1988: 15).

El poder aquí, como vemos, es un modo de acción sobre las acciones de los otros y su ejercicio puede entenderse bajo la idea del “gobierno” ya que gobernar, precisamente, es estructurar el posible campo de acción de los otros (Foucault, 1988:15).

Ya en el Curso de 1979, que imparte en el Colegio de Francia y que lleva por título El nacimiento de la biopolítica, Foucault analiza la “política de marco” de los ordoliberales alemanes de posguerra (los padres intelectuales del neoliberalismo, no lo olvidemos); donde encuentra una forma de gobierno bastante peculiar que consiste en regular y gobernar las acciones y las relaciones sociales, pero no de forma directa constriñendo a los individuos para que se comporten de cierta manera, sino de forma indirecta, modificando una serie de datos jurídicos, técnicos, políticos, demográficos, educacionales y culturales que constituyen “el marco” (Foucault, 2012: 172 y 174) en el que se desenvuelven los comportamientos. Podríamos decir, en este sentido, que dicha política es una forma de gobierno que modifica el marco para asegurar el comportamiento.

¿Qué es el desarrollo de la estructura y del sistema de crédito sino un ejemplo de esta forma de gobierno a través de la que se ha asegurado el comportamiento? La afirmación podría parecer exagerada, pero en realidad la extensión de los mecanismos de crédito creados por el sector financiero, ha sido una forma con la que se ha podido gobernar el comportamiento a través de la intervención en el marco jurídico, político e institucional, tanto nacional como internacional.

Desde que en los sesentas se empezó a difundir la tarjeta de crédito, se ha venido implementado toda una estructura de créditos fáciles de obtener que ha dado como resultado, entre otras cosas, la generalización del uso de las tarjetas de crédito y su crecimiento exponencial. Proceso que fue posibilitado por la adopción de una serie de medidas fundamentales como la desaparición en los ochenta de las leyes de usura de los marcos jurídicos nacionales, lo que se tradujo en elevadas tasas de interés sobre diversos préstamos personales; o el abandono en los setentas del patrón dólar-oro, que va abrir toda una nueva era de volatilidad financiera; o la creación del Fondo Monetario Internacional como institución encargada de facilitar y asegurar que los Estados-nación paguen las deudas contraídas con los grandes inversores financieros. Medidas que son, precisamente, intervenciones puntuales en “el marco” y que explican el endeudamiento de los países y la población en general.10

Con la más reciente generación de tarjetas de crédito esta forma de asegurar el comportamiento se ha profundizado, pues ahora resulta que la relación acreedor-deudor, como dice Lazzarato, se halla inscrita en el chip (2013: 23). Con este instrumento se da la apertura automática de una relación de crédito que nos instala como deudores permanentes. Si antes el crédito se otorgaba ante un pedido explícito, que generalmente llevaba algún tiempo, hoy con la tarjeta de crédito la relación crediticia está ya instalada desde siempre y para implementarla basta sencillamente con utilizar la tarjeta. El sistema de pago con tarjeta de crédito pone, así, en pie una estructura de deuda permanente. Es un sistema en el que el poder se ejerce como estructuración del campo de posibilidad donde se inscribe el comportamiento de los sujetos actuantes, a través de lo cual se lo asegura. O, dicho de otra manera, es un sistema que permite el gobierno de la conducta y el comportamiento, a través de la estructuración del campo de acción que lleva a cabo la tarjeta de crédito.

No por nada ya Jean Baudrillard, a inicios de los setenta, señalaba agudamente que en “la sociedad de consumo” el crédito cumple un papel determinante en tanto permite “un modo nuevo y especifico de socialización” de las “nuevas fuerzas productivas” que el capitalismo crea a través del consumo. Además de presentarse como un instrumento para acceder a la abundancia, el crédito, a su juicio, lleva acabo un adiestramiento sistemático de “generaciones de consumidores que, de otro modo, habrían escapado a lo largo de su subsistencia” a la planificación y el cálculo económico y “habrían sido inexplotables como fuerza consumidora” (Baudrillard, 2009: 84). Es en este sentido en el que el sistema de crédito trasluce un consumo reglado, forzado, instruido y estimulado. Un modo de consumo que no sería posible, precisamente, sin la tarjeta de crédito.

Lo antes dicho, sin embargo, no agota todo lo que tenemos con la tarjeta de crédito en tanto técnica económica de gobierno. En esta técnica securitaria de gobierno y control, como la llama Lazzarato, también se juega una forma de extorsión y sujeción mucho más profunda y fina que tiene que ver con lo “dividual” a que, a juicio de Deleuze, dan lugar los mecanismos propios de la sociedad de control.11

La deuda a través de la tarjeta de crédito da lugar a lo que nosotros llamamos una “subjetivación molecular” que ocurre, para utilizar los términos de Lazzarato, en un dominio “infra-personal y preindividual de la subjetividad, que no pasa por la conciencia reflexiva”, ya que “en el funcionamiento maquinal de la tarjeta de crédito”, la relación intersubjetiva que supone el crédito se fragmenta en “operaciones sociotécnicas” que no convocan al sujeto, sino las reacciones que prescribe y solicita el cajero (Lazzarato, 2013: 169 y 170). “Ya no está aquí el sujeto que actúa, sino el «dividuo»” (Lazzarato, 2013: 171), que reacciona al dispositivo técnico de la red bancaria.

La tarjeta de crédito, entonces, es un dispositivo en el cual funciona el «dividuo» como engranaje, como “elemento humano que se alinea con los elementos no humanos de la máquina”. El pago con la tarjeta de crédito, desde esta perspectiva, no es otra cosa que nuestra inscripción en una maquinaria electrónica que nos expulsa como actores racionales y reflexivos, en tanto “la máquina-crédito” no pide “ni confianza ni consenso”, sino un funcionamiento “con arreglo a programas que lo utilizan como uno de sus componentes” (Lazzarato, 2013: 172).

Con el sistema de pago de la tarjeta de crédito, la deuda, pues, se convierte en un mecanismo de sujeción infrasubjetivo, un mecanismo de sojuzgamiento que atraviesa y se vale de lo infrapersonal, lo pre-individual y lo asubjetivo.

A pesar de las discrepancias entre Baudrillard, Foucault y Deleuze, que llevan al primero a desestimar el pensamiento deseante de Deleuze y escribir un libro como Olvidar a Foucault, hay una cierta confluencia a la hora de pensar esta sujeción pre-individual e infrapersonal y lo que plantea Jean Baudrillard acerca de la disociación entre el consumidor y el pagador (el trabajador, dice Baudrillard) que provoca el sistema de crédito.

A juicio de Baudrillard, en la técnica del crédito ocurre una especie de disociación entre consumidor y trabajador en cada hombre al momento de consumir a crédito, ya que, debido al “desdoblamiento de la compra y de sus determinaciones objetivas” que provoca el sistema de crédito (2007: 182), éste permite que el consumidor no guarde ninguna relación objetiva con el trabajador que tendrá que pagar lo que el comprador consumió a crédito. Se trata del mismo hombre, por supuesto, pero mientras el consumidor es cómplice del orden de producción al momento del consumo a crédito, el productor-trabajador que tendrá que pagar posteriormente, “al no guardar relación con el consumidor” en el consumo, queda posicionado como víctima del primero. Es esta separación objetiva entre consumidor y trabajador la que permite que el comprador aliene “al que paga, que es el mismo hombre, pero el sistema, por su desnivel en el tiempo, hace que no tome conciencia de ello” y lo que impide, a su vez, que el crédito cobre “la forma viva y crítica de la contradicción” (Baudrillard, 2007: 182 y 183).12

Con el sistema de pago por medio de la tarjeta de crédito esa separación objetiva entre el consumidor y el trabajador se encuentra ya de antemano inscrita electrónicamente en la tarjeta bancaria y es la mera reacción que nos solicita el dispositivo técnico de la red la que la activa, de modo que es el propio funcionamiento maquinal de la tarjeta de crédito el que provoca la disociación entre el que consume y el que paga (y que aquél aliene a éste), cuando el mecanismo de sojuzgamiento infra-personal y pre-individual logra efectivamente producir al «dividuo» a costa y en detrimento del sujeto reflexivo.

Gracias a que ni la separación entre trabajador y consumidor, ni el modo de sojuzgamiento «dividual» que hace posible la tarjeta de crédito son procesos que pasan por la conciencia de los involucrados, la deuda se constituye a este nivel como un “mecanismo molecular” de sujeción, en la medida que integra la subjetividad al orden establecido desde lo pre-individual y lo infra-personal. Tal vez desde aquí cabría entender la producción masiva de deuda como un mecanismo de control pre-individual e infra-personal, un mecanismo que tiende -con su propio funcionamiento- a evitar que se rompa con el orden establecido.

Deuda, moral y subjetividad

A parte de este sojuzgamiento “molecular” que lleva a cabo el mecanismo maquinal de la tarjeta de crédito, la deuda, por otra parte, lleva a cabo una subjetivación que nosotros llamamos “molar” y que Lazzarato entiende como una subjetivación del deudor que tiene que ver con la movilización de la conciencia, la memoria y las representaciones (2013: 170).

No se trata de dos tipos de subjetividad, cuanto de dos procesos paralelos de subjetivación que ocurren a diferentes planos, uno que tiene que ver con el dominio de lo pre e infra-individual y otro con la transformación del individuo en un determinado tipo de sujeto. Por supuesto, el contexto sigue siendo el mismo: la deuda como medio económico a través del que se gobierna lucrativamente la vida de los hombres o forma de gobierno que permite arrebatar grandes sumas de dinero. Pero, ¿cómo es que se constituye al sujeto deudor y qué tiene que ver esto con la moral?

Cuando en el análisis se empieza a centrar la deuda como una relación de poder, uno no puede sino intuir que la economía guarda necesariamente algo que ver con el orden subjetivo, pues de lo contrario la eficacia del mecanismo del crédito dependería íntegramente de la voluntad individual, lo que lo haría endeble y frágil en definitiva. En este sentido, dice Matías Saidel, “la deuda es una relación económica inseparable de la producción del sujeto deudor y de su moralidad” (Saidel, 2016: 144). La deuda es una relación económica que para desplegarse y llevarse a cabo presupone la realización de un trabajo de modelización y producción de la subjetividad. De acuerdo a esto, podemos decir que la deuda es una técnica de control y gobierno, pero sólo lo es en la medida en que modela y produce las subjetividades, tal como ya lo empezamos a entrever en el apartado anterior.

Así que habría que decir que la economía es imposible sin la producción paralela de subjetividad. La hipótesis de Lazzarato a este respecto es que hoy “es la deuda y la relación acreedor-deudor lo que constituye el paradigma subjetivo del capitalismo contemporáneo” (2013: 44), pues cuando la relación acreedor-deudor se sobrepone a la relación entre capital y trabajo, a la del Estado y sus usuarios y a la de la empresa y los consumidores aquella termina instituyendo a los trabajadores, a los usuarios y a los consumidores como deudores (2013: 36).13

Aparte de las obligaciones jurídico-políticas que conlleva la deuda cuando ésta se sanciona como contrato,14 la eficacia de la deuda también estriba en la moralidad que genera. Se trata, sostiene Lazzarato, de una moralidad de la promesa y de la culpa (2013: 37). El autor clave para explorar esta ecuación es Nietzsche, la segunda disertación de su Genealogía de la moral.

Allí Nietzsche, como se sabe, llevó a cabo una genealogía de la conciencia moral, en el sentido de una búsqueda genealógica de todo aquello que fue necesario para que surgiese la conciencia que hace posible que el animal-hombre sea un “sujeto moral”. Lo que encuentra es que detrás de lo que llamamos “conciencia” no está “la voz de dios” en el hombre, esto es, no tiene una ascendencia gloriosa, sino una complicada trama histórica que tiene que ver con la crueldad, la obligación, la deuda y con la pena.

Si el hombre es en esencia un animal del instante (un animal cuyo entendimiento es obtuso, aturdido y contrarrestado por una fuerza activa como es la capacidad de olvido) y del instinto (un animal solicitado por afectos contrapuestos que lo arrastran de un lado para otro), la tarea de “criar un animal al que le sea lícito hacer promesas” (2016: 93), la tarea de hacerlo “calculable, regular, necesario” (de hacerlo un hombre de palabra, de promesa, un hombre responsable y consiente de sí) (2006: 95) no puede ser sino una tarea paradójica, que sólo se logró al precio de una larga y cruel historia que permitió hacerle al animal-hombre una memoria. Esa larga y cruel historia es la historia de la responsabilidad (2016: 96), cuya genealogía va a llevar a Nietzsche a los terrenos de la obediencia, la costumbre y la sumisión.15

Entonces, “«¿Cómo hacerle una memoria al animal-hombre? ¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso, en parte aturdido, en esta viviente capacidad de olvido, de tal manera que permanezca presente?»” (Nietzsche, 2006: 99). Este antiquísimo problema no fue resuelto, sostiene Nietzsche, “con respuestas y medios delicados”. Fue logrado a través de mecanismos terribles y siniestros, como la mnemotécnica. “«Para que algo permanezca en la memoria se lo grava a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria»” (2006: 99).

Esta tesis acerca de que recordamos aquello que no cesa de doler hace referencia al espanto de los medios con que en otros tiempos, en la prehistoria del hombre, se prometía algo o se empeñaba la palabra, como los sacrificios de los primogénitos, las castraciones, los martirios o “la dureza de las leyes penales” (2006: 100); medios a través de los cuales se pudo superar la capacidad de olvido, pero que no han quedado atrás en el tiempo, como parte de un pasado antiquísimo, sino regresan y resurgen entre nosotros. La facultad de memoria, que pone en suspenso la capacidad de olvido y con cuya ayuda entonces es posible hacer promesas, es una facultad que se ha obtenido a “sangre y a horror”, al igual que la seriedad, la razón o el dominio de los afectos (“todo ese sombrío asunto que se llama reflexión”) que -de igual forma- se han obtenido a precios muy altos. “¡[Q]ué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!…” (2006: 101).

Es en este tenor en el que Nietzsche se pregunta cómo fue que vino al mundo esa “«otra cosa sombría»” que es la conciencia de la culpa o “mala conciencia” (2006: 101). La indagación genealógica de la moral, que hasta aquí había sido emprendida en función de la conciencia del individuo (de aquello que lo hizo un ser capaz de prometer y anticipar sus acciones futuras), abre otra línea de indagación con el concepto moral de culpa. ¿De dónde viene la “mala conciencia” o el sentido de culpabilidad?

Según Nietzsche, el concepto de culpa (Schuld) “procede del muy material concepto «tener deudas» (Schulden)” (2006:103). Ligando filológicamente el sentimiento de la culpa (el sentimiento “de la obligación personal”) a la deuda y al “tener deudas”, Nietzsche sostuvo que la culpa nació de la relación entre el acreedor y el deudor, “la más antigua y originaria relación personal que existe” (2006: 115). Pero la culpa aquí, no tiene nada que ver con la responsabilidad moral, sino que -en la medida en que el castigo era originariamente independiente de toda noción de responsabilidad-designaba a quienes no devolvían sus deudas. Los culpables eran quienes no devolvían sus deudas y eran castigados simplemente por haber roto un acuerdo.

Antes de que apareciera en la tierra “el sentimiento de la justicia”, antes de que las formas refinadas del juzgar impusieran penas al malhechor por ser responsable de su acción o de que impusieran penas sólo al culpable, las penas se imponían bajo una lógica de la compensación y de la equivalencia del perjuicio sufrido, tal como los padres -dice Nietzsche- castigan y descargan su cólera sobre sus hijos por un perjuicio sufrido (2006: 104), independientemente si son o no responsables.

El deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución, empeñaba al acreedor -para el caso que no pagara- alguna otra cosa que todavía poseyera, como “su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida” (2006: 105). Cuando se daba el caso de incumplimiento de la obligación, se penalizaba y se escarmentaba al “culpable” que ha incumplido los términos del contrato, pero no por “su irresponsabilidad”, sino como una forma de compensación y restitución que recibe el acreedor por el incumplimiento del contrato. Así, la culpa era en un principio algo poco espiritual y tenía que ver con un contrato que no se cumple o una deuda contraída con un acreedor que no se paga. En la medida en que el acreedor en esta situación participaba “de un derecho de señores” (2006: 106) que le daba la prerrogativa de ser cruel, de provocar daño y dolor, el acreedor podía infligir al deudor afrontas y torturas, como por ejemplo cortar del cuerpo del deudor tanto como pareciese adecuado a la magnitud de la deuda, como una forma de compensación y restitución por el perjuicio sufrido. Bajo esta lógica de la equivalencia, si el deudor no podía pagar, ofrecía entonces lo último que poseía: como su libertad, su cuerpo o su sufrimiento.

Así, el sentimiento de culpa, el sentimiento de la obligación personal, tiene su origen en esa esfera del “derecho de las obligaciones” que ha forjado el siniestro engranaje de “«culpa y sufrimiento»” (2006:107) como una forma de restitución y compensación por deudas que no se pagan o contratos que no se cumplen. Su comienzo, “al igual que el comienzo de todas las cosas grandes en la tierra”, como la facultad de memoria que veíamos arriba, “ha estado salpicado profunda y largamente con sangre” (2006: 107). La sospecha de Nietzsche, como en el caso anterior de la memoria, es que la prehistoria “existe o puede existir de nuevo en todo tiempo” (2006: 117) y que el mundo de los conceptos morales nunca ha perdido del todo “un cierto olor a sangre y tortura” (2006: 107).

¿De qué va -entonces- la moral que segrega la deuda? Es una moralidad de la promesa y de la culpa. Se trata una moral de la promesa (de la promesa de reembolsar la deuda) y de la culpa (de la culpa por haber contraído la deuda). Lo que hace Nietzsche es mostrar lo que está detrás de esa promesa y de esa culpa, y no sólo en un sentido diacrónico, sino también en un sentido sincrónico. Así, para mantener una promesa es necesario una memoria y ésta sólo se logró (y se logra) a través de un sistema de crueldades, cuyos siniestros mecanismos logran gravarla sólo a fuego y dolor. La culpa, por otro lado, tiene que ver con el incumplimiento de una deuda y nos remite a la esfera del “derecho de las obligaciones”, cuya lógica de la equivalencial a articula con el sufrimiento de la pena impuesta por el incumplimiento: una articulación entre sufrimiento y culpa que no es sino una forma de compensación y restitución (en beneficio del acreedor) por la deuda que no se paga. Lo que vemos de este modo es que la moralidad que genera la deuda tiene que ver nada menos que con la crueldad, con la obligación, con la pena y con el sufrimiento, a través de la promesa y la culpa.

Ésta es la moralidad que segrega la deuda, estos son los caracteres que reviste y los que están involucrados en la construcción subjetiva del “deudor”. Ahora bien, la eficacia de la deuda no está depositada en esta moral que genera, sino sobre todo en la construcción del sujeto a partir de esa moralidad.

Cuando se suscribe la deuda, el deudor, en principio, tiene que hacerse garante de sí mismo en la relación acreedor-deudor, en el sentido de ser un hombre capaz de mantener una promesa a pesar del paso del tiempo. Esto supone la construcción, en términos de tortura, de una subjetividad dotada de una memoria y una conciencia que lo induzcan a cancelar su deuda; precisamente veíamos con Nietzsche cómo la construcción de la memoria para mantener la promesa ocurre a través del dolor. De modo que la figura subjetiva creada aquí a través del dolor es la del “hombre de palabra”.

La promesa, sin embargo, es un acto de lenguaje, más precisamente, un acto performativo: el acto de prometer es ya hacer algo. Y como tal, bien pudiera quedar en una simple palabra que no se cumple. Lo que no hay que perder de vista son dos cosas esenciales para la eficacia de la deuda: primero, que se han creado y perfeccionado cada vez más un sin fin de técnicas para que la promesa de pago se cumpla (como el “buró de crédito” o el pago con cargo a la nómina del trabajador), segundo, y lo más importante, que la promesa implica ya una mnemotécnica del dolor que escribe en la subjetividad la promesa de reembolsar la deuda. Esto es, que la promesa de pago es un acto performativo, cuyo efecto principal es que retro-actúa sobre quien “lo enuncia” produciéndolo como “deudor”. De ahí que sea la subjetividad del “deudor” lo que comienza a fabricarse de forma inmediata con la moral que segrega la deuda, porque ahí es buena medida donde radica su eficacia.

Ésta es la importancia, en suma, que tiene la promesa en términos de cumplimiento y eficacia del mecanismo de la deuda. Hablando de la “pistis paulina”, Agamben en una entrevista dice que, cuando establecemos una relación de confianza prestando dinero o tomando prestado, el que tiene en depósito la palabra del otro tiene en su poder a este hombre, en la medida en que tiene en empeño la “fidelidad personal” de ese hombre (Agamben, 2013). Por esto es también que la moralidad que genera la deuda es una moralidad dura y tenaz, porque apela o se vale de una institución antiquísima como es la “fidelidad personal”.

Pero la deuda no sólo provoca la construcción de una subjetividad dotada de una memoria y capaz de mantener una promesa, sino también la de una subjetividad que ofrece su sufrimiento y su sentimiento de culpa como forma de compensar la deuda contraída que no se cumple. La moral que genera la deuda se traduce aquí como una “culpabilización” del endeudado. El deudor que no cumplía su obligación con el acreedor, que no cumplía con “la santidad de la promesa” como dice Nietzsche (2006: 105), antiguamente podía sufrir a manos de éste. Pero aunque tal sistema se nos antoje antiquísimo y ya relegado en el tiempo, la deuda, con todo, sigue provocando el sentimiento de culpa y, sobre todo, la “equivalencia entre perjuicio y dolor” (Nietzsche, 2006: 104). La figura subjetiva creada aquí por la equivalencia entre la culpa y el sufrimiento que hace posible la deuda es aquella afectada por el sentimiento de culpa y por la obligación personal de devolver lo que se ha recibido en préstamo.

Si bien el sufrimiento y la pena por no haber cumplido con los pagos de la deuda son formas de compensación y restitución que han registrado un retroceso considerable, se puede decir, con todo, que la deuda sigue destilando una cierta violencia fundada en la culpa, que no se ejerce por represión ni por coacción, pero que no por ello deja de provocar angustia, desazón, malestar y otros tormentos similares. Esto es, a pesar de todo la culpa sigue transformando una situación eminentemente económica como es “deber dinero” en una situación psicológica y subjetiva que se sufre.

En este sentido, podemos decir que actualmente la subjetividad del “deudor” sigue presentando estos caracteres que provienen de la moral que genera la deuda y que incluso aparecen otros totalmente distintos. A cierto nivel y en ciertos medios, el ser deudor, por ejemplo, está atravesado por todo ese conjunto práctico-discursivo de la emprendeduría y del empresario de sí mismo, de modo que se construye además una subjetividad a la que se le exige que crea en su individualidad, en su potencialidad, que se responsabilice de su propio futuro, que sea capaz de tomar riesgos y saber invertir en “su capital humano”. Una subjetividad que, además de estar domesticada y disciplinada por la moralidad que genera la deuda, está sometida a nuevos imperativos.

Deuda, tiempo y destino

Es necesario, finalmente, atender la correlación que existe entre deuda y tiempo, no sólo por aquello que ya señalaba Jean Baudrillard acerca de que con el crédito se da la anticipación del disfrute de los objetos en el tiempo, sino porque la deuda es asimismo una manera de gestionar el tiempo y en ello está involucrada la moral que genera. Lazzarato, en este tenor, plantea que los efectos de poder de la deuda sobre la subjetividad (para él, responsabilidad y culpa) le permiten al capitalista tender un puente entre el presente y el futuro (2013: 53). Para cerrar, pues, vamos abordar brevemente las relaciones que se tejen entre el mecanismo de la deuda y el tiempo y cómo esto se traduce en “destino”, en el sentido que Benjamin le daba a este término.

De inicio cabe resaltar que el crédito se juega irremediablemente en el plano de lo incalculable y de la incertidumbre del tiempo. A pesar de todos los medios, las técnicas y las formaciones de que se vale, la deuda es un mecanismo que está sometido ineludiblemente a la contingencia radical del tiempo. Pero justo por esto es que sus técnicas tienen la encomienda de neutralizar el tiempo y el riesgo inherente a él. Así, por ejemplo, la memoria que la deuda fabrica, necesaria para mantener la promesa a pesar del paso del tiempo, no es una memoria -dice Lazzarato de nueva cuenta- abocada a conservar el pasado, sino una memoria sobre todo del futuro (2013: 51). Es una memoria con los ojos puestos en el futuro en la medida que se trata de mantener la promesa de reembolso con vistas a un futuro más o menos lejano, más o menos incierto y más o menos imprevisible.

Nietzsche equiparaba esa memoria al sentimiento de poder disponer anticipadamente del futuro (2006: 95) y la presentaba como un medio a través del cual el hombre intentaba sortear la incertidumbre radical del tiempo.

Si el crédito se juega irremediablemente en el plano de lo incalculable de los comportamientos y acontecimientos futuros, sus técnicas son en sí mismas necesariamente técnicas de gobierno de los comportamientos y los acontecimientos futuros (Lazzarato, 2013: 52), en el sentido de que deben prever cualquier “bifurcación” imprevisible de los comportamientos futuros del deudor. De ahí, por ejemplo, que la promesa de reembolso (“el carácter sagrado de la promesa y del deber”) se haga acompañar con algún bien que el deudor todavía posee como garantía de la promesa, como veíamos arriba.

La deuda, en este sentido, no es sólo un dispositivo económico, sino también “una técnica securitaria de gobierno tendiente a reducir la incertidumbre de las conductas de los gobernados” (2013: 52). La deuda, en otras palabras, es también un dispositivo con el que se gestiona y se controla el tiempo, en la medida en que sus técnicas tienen la encomienda de disciplinar a los deudores con la finalidad de que éstos honren su deuda a lo largo del tiempo que dura el crédito. Desde este ángulo, habría que decir, como lo hace Matías Saidel, que toda técnica financiera no tiene más finalidad que objetivar el futuro para poder disponer de él de antemano (2016: 146).

Ya este carácter temporal de las técnicas securitarias de la deuda nos debe llevar a sospechar que a través del préstamo lo que sucede, en verdad, es una apropiación de tiempo por parte de quien presta. Se trata de la apropiación del tiempo de vida del deudor en última instancia, pues lo que está en juego en el reembolso es la necesidad que éste tiene de invertir “su tiempo” para devolver lo que ha tomado en préstamo, ya sea con intereses o sin ellos.

Jean Baudrillard hablaba de una “temporalidad pre-constreñida o hipotecada” y, aunque él lo hacia de cara a la cuestión de la praxis cotidiana de los objetos, su idea nos puede servir para iluminar este problema de la correlación entre tiempo y deuda.

Tanto la obsolescencia planificada y el consumo acelerado de los objetos como los créditos perpetuamente revocables y fluctuantes (presos en una inflación y una devaluación crónicas, que vuelve absurdo economizar decía Baudrillard) nos hacen unos deudores permanentes. Estamos en deuda activa y permanente con la sociedad global, somos deudores permanentemente ante el capital. Le debemos con anticipación nuestro trabajo y nuestro porvenir. En términos de tiempo, esto quiere decir que vivimos “un modo de temporalidad pre-constreñida, hipotecada” (Baudrillard, 2007: 179).

De aquí que con el crédito volvamos, a juicio de Jean Baudrillard, a una situación propiamente feudal, “a la de una fracción de trabajo debida de antemano al señor” (2007:181), esto es, “al trabajo servil”, porque debemos con anticipación al capital el fruto de nuestro trabajo. Esto implica que el capital no sólo se apropia de parte del fruto de trabajo actualmente realizado por los asalariados, sino además se apropia de parte del fruto del trabajo futuro. A este respecto, Lazzarato sostiene que la “economía de la deuda” ha despojado a la sociedad sobre todo del futuro y del tiempo. Y Agamben, en “Walter Benjamin y el capitalismo como religión”, dice que con el crédito el capital productor de mercancías se alimenta de su propio futuro y del futuro de las personas (Agamben, 2013).

A partir del regreso del trabajo servil y de la apropiación del tiempo que lleva a cabo la deuda, lo que sucede en última instancia es que es el propio capitalismo el que asegura y gestiona el futuro. Con el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, el capitalismo “dispone de antemano del futuro”, porque las obligaciones contraídas para con él permiten prever, calcular y medir las conductas y los comportamientos venideros tanto de los individuos como de las poblaciones deudoras. El mecanismo del crédito, en este sentido, es un conjunto de técnicas que le permiten al capitalismo desplazarse y extenderse hacia el futuro, pues a través de esas técnicas es el propio futuro el que queda embargado, en tanto que el flujo temporal queda asegurado a través del flujo permanente de dinero que el servicio de deuda hace posible.

Sin embargo, el tiempo y el futuro aquí referidos deben ser entendidos en un sentido radical y distinto al sentido cronológico, pues la gestión del tiempo y del futuro que la deuda implica es una gestión esencialmente de las bifurcaciones posibles que encierra el tiempo y una neutralización de las posibilidades que encierra el futuro. Lazzarato afirma que lo importante aquí es que se reduce el futuro y sus posibilidades a las relaciones de poder actuales (2013: 53).

Desde este punto de vista, la deuda es sobre todo un instrumento de control del tiempo, en este sentido de neutralización de lo posible y de subordinación de toda posible decisión que pueda encerrar el futuro a la reproducción de las relaciones de producción y de poder existentes. La gestión del tiempo y del futuro que implica la deuda, le permite al capitalismo reducir lo que será a lo que es y reducir el futuro y sus posibilidades a las relaciones actuales.

Todavía, como sostiene Lazzarato, en las sociedades industriales subsistía un tiempo abierto bajo la forma del progreso o de la revolución; en nuestros días, por contra, el futuro y sus posibilidades son aplastados bajo la forma de un presente que alcanza el futuro a través de la deuda. El futuro, en este sentido, termina entre nosotros transformándose ya con anticipación en presente, en tanto que el por-venir no es más que una mera anticipación de la dominación y la explotación actualmente existentes.16

Lo que expropia hoy el capital es sobre todo este tiempo abierto, esta temporalidad como posibilidad, que la deuda achata y reduce al tiempo cronológico propio del capital, al tiempo puntual, homogéneo, vacío y continuo de que requieren esas actividades mercantil-capitalistas como son la compra, la venta, el consumo, la producción y el crédito. Nada más alejado de aquel tiempo mesiánico, pleno, discontinuo y signado por la decisión, que, al momento de redactar sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin de seguro tenía en la cabeza cuando pensaba la revolución como una interrupción y destrucción del tiempo cronológico.

En “Destino y carácter”, un texto que forma parte del horizonte conceptual en el que Benjamin escribe el fragmento que revisamos al inicio, Benjamin sostiene que “el destino se muestra cuando observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue condenado y, a continuación, se hizo culpable” (2010:179). Lo que esto significa es que el destino es un orden cuyos fenómenos constitutivos son la desdicha y la culpa y en el cual no hay camino pensable de liberación. Algo que es destino es, al mismo tiempo, algo que está en la desdicha, en la culpa y que está condenado.

La situación a la que hemos arribado con la lógica sacrificial de la deuda en el neoliberalismo, se parece mucho a la situación que Benjamin describe. A través de la captura del tiempo abierto que lleva a cabo el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, las relaciones sociales de producción capitalistas se convierten en “destino” en el sentido de Benjamin. La extraña sensación de vivir en una sociedad sin tiempo, sin génesis ni télosis, en una sociedad cosificada y sin posibilidad de ruptura tiene en la deuda una de sus explicaciones, pues a través de la deuda y el crédito, el capitalismo gestiona el futuro y el tiempo e intenta convertirlos en destino, en un orden de la desdicha y de la culpa y del que no hay salida. Es así como el mismo por-venir es ahora lo que es sacrificado en el altar al capitalismo.

A manera de conclusión

A lo largo de las páginas anteriores, y siguiendo de cerca la obra de Lazzarato y la hipótesis de Benjamin, hemos intentado poner de relieve que la deuda no es únicamente una técnica económica de extracción de recursos, sino también una técnica política de control que nos encadena a los circuitos del universo social y que tiende con su propio funcionamiento hacer imposible romper con el orden dado. Hemos visto que la nueva figura subjetiva del “endeudado” tiene su raíz en una coyuntura histórica en la que se entreteje el neoliberalismo con la financiarización y las deudas, pero que tiene su fundamento en la articulación deuda/culpa. De la misma manera, hemos intentado poner de relieve el carácter sacrificial del neoliberalismo y el papel que en él cumple el mecanismo de la deuda. Pero a partir de aquí, se abren otras preguntas del orden de lo político que tienen que ver con la desubjetivación y la resistencia y con el problema de si la figura del “endeudado” debe ser redimido o destruido.

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1Como lo vivió todo el sur de Europa recientemente, empezando por Grecia.

2En Estados Unidos en la crisis de las hipotecas subprime de 2008, como señala Brown, setecientos mil millones de dólares de impuestos alimentaron a unos bancos “demasiado grandes para fallar” (2017: 282).

3En Francia, por ejemplo, el interés aplicable más allá de los 17 millones de euros de patrimonio paso del 1.8% al 0.5% (Lazzarato, 2013: 142), mientras los gobernantes aspiran a reducir el déficit presupuestal con recortes salvajes en los gastos sociales.

4Si hasta entonces las tasas nominales habían permanecido en promedio negativas, en 1979 se incrementaron a más del doble (del 9% al 20%), lo que conformó enormes déficits públicos que, ante la imposibilidad de monetizar la deuda social (a través del recurso del Tesoro al Banco Central), obligó al desarrollo de los mercados financieros, organizados e impuestos a través de la gestión de las deudas de los Estados, generadas por el golpe de 1979 (Lazzarato, 2013: 31 y 32). Pero la estructuración y el desarrollo de los mercados financieros fue posible sólo a partir del establecimiento previo de ese instrumento jurídico-político que fue la ley que prohibió monetizar la deuda social a través del Banco Central respectivo. Con anterioridad a esta sanción, el Estado podía financiarse por medio del Banco Central sin pagar intereses y devolviendo lo prestado en correspondencia con el ingreso de recursos, pero a partir del establecimiento de ese instrumento, los Estados ya no pueden beneficiarse mediante la emisión de moneda por parte de su Banco central (Lazzarato, 2013: 21 y 22). Así, lo que se da en llamar “independencia del banco central” en buen sentido común significa la dependencia respecto a los mercados.

5Integración que permitirá, por ejemplo, que los excedentes de los denominados países acreedores se canalicen hacia los grandes bancos centrales, que los reciclarán en préstamos a empresas y particulares por igual.

6La superposición de la relación acreedor-deudor a la relación capital-trabajo va a ser la condición para la generalización del mecanismo del crédito y la extensión de la masa de deudas privadas. Lazzarato menciona, por ejemplo, que la deuda media de las familias norteamericanas aumentó un 22% en la última década. Esto ha configurado, a su vez, un escenario social bastante peculiar: una inmensa mayoría de la población como deudora y una minoría como rentista.

7Debido a que la deuda en las últimas décadas ha adquirido un mayor papel como impulsor del crecimiento económico, algunos autores hablan de “un nuevo capitalismo dirigido o impulsado por la deuda”. Lazzarato no va tan lejos y lo que parece plantear, más bien, es que la deuda, su crecimiento, juega un papel esencial en la supervivencia del propio sistema.

8La sangría que las finanzas internacionales provocan anualmente en los ingresos de la población de una nación es enorme. Lazzarato pone el caso de Francia de nuevo, en donde el pago de la deuda se elevaba en 2007 a 50 000 millones de euros, lo que equivale a la totalidad del impuesto a la renta. Históricamente, Francia ha pagado por los intereses acumulados de su servicio de deuda algo así como un billón doscientos mil millones de euros por una deuda de un billón seiscientos cuarenta y un mil millones (Lazzarato, 2013: 21).

9La concurrencia de fenómenos de endeudamiento crónico, que eventualmente desembocan incluso en el suicidio, debe hacernos ver que no estamos ante relaciones crediticias horizontales o no explotadoras. Al contrario, este fenómeno, junto al carácter masivo del endeudamiento, manifiesta una situación de desigualdad económica aguda. Y es que en las naciones donde el neoliberalismo se ha implementado, como ha sucedido en la mayoría de los casos, se observa un deterioro paulatino del nivel de vida, como hemos ya mencionado.

10El hecho de que las nuevas generaciones vengan al mundo ya acuestas con una deuda (Lazzarato menciona que cada bebé francés al nacer tiene una deuda de € 22.000) nos habla de una relación de poder que nos acompañara a lo largo de toda la vida y que existe en acto todo un marco institucional (nacional e internacional) para asegurarse de que así sea en efecto.

11Mientras las sociedades disciplinarias fueron masificadoras e individualizadoras al mismo tiempo y moldeaban la individualidad de cada cuerpo, los mecanismos de la “sociedad de control” -a juicio de Deleuze- sustituyen el cuerpo por una “materia dividual” que debe ser controlada (Deleuze, 2006).

12Esto es, la separación entre consumidor y trabajador que hace posible el sistema de crédito impide que la relación objetiva de alienación aflore a la conciencia. Y esto ocurre, incluso, indefinidamente, pues, como dice Jean Baudrillard, cuando el consumidor tiende a convertirse en pagador y tiene que “enfrentarse a la realidad socioeconómica”, el comprador a crédito tendrá la posibilidad de “encontrar confortación psicológica en la compra de otro objeto a crédito”, en una “huida hacia adelante” que asume como orden del comportamiento. En esta huida hacia adelante, no hay consecuencia, ya que el comprador a crédito no saca ninguna lección de la realidad, pues “el sistema de crédito eleva aquí al colmo la irresponsabilidad del hombre ante sí mismo” (2007:183).

13Más que seguir el análisis de estas modalidades específicas de producción de subjetividad, en lo que sigue nos interesa analizar a través de qué medios e instrumentaciones el endeudamiento se ha convertido en una de las relaciones de poder clave en la articulación y producción de la subjetividad.

14Prescripciones jurídicas que nos insta a cosas tan obvias -pero no por ello menos problemáticas- como a traducir las obligaciones contraídas en dinero.

15La responsabilidad, resultado de ese ingente y prehistórico proceso, se ha gravado en el hombre “hasta su más honda profundidad” como un instinto, un instinto dominante al que el individuo soberano (aquel al que le es lícito hacer promesas) llama “su conciencia” (Nietzsche, 2006: 98).

16Que mejor ejemplo de esto que el embargo anticipado y la neutralización del futuro (y sus posibilidades) que implica la servidumbre política que generan las deudas soberanas que los Estados-nación han contraído con los acreedores internacionales.

Recibido: 05 de Agosto de 2017; Aprobado: 27 de Octubre de 2017

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