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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.11 no.21 Valenciana ene./jun. 2018

https://doi.org/10.15174/rv.v0i21.347 

Artículos

La presencia de Dios en el castillo interior. En torno a la complementariedad de la antropología mística de Santa Teresa de Jesús y la antropología fenomenológica de Edith Stein

The presence of God in the interior castle. On the complementarity of mystic anthropology of Santa Teresa de Jesus and Edith Stein's phenomenological anthropology

Lucero González Suárez* 

*Universidad Nacional Autónoma de México, México


Resumen

El artículo tiene el propósito de mostrar los principales puntos de encuentro entre la antropología mística de Santa Teresa de Jesús y la antropología fenomenológica de Edith Stein, en lo tocante a la comprensión del alma. Se trata de exhibir la plena conformidad que existe entre el la antropología mística teresiana y la antropología fenomenológica de Stein. Esta meditación es la antropología filosófica por su objeto; fenomenología, por el método empleado; hermenéutica, porque el análisis se dirige fundamentalmente a tres construcciones textuales: Las moradas del castillo interior, Ser finito y ser eterno y El castillo del alma. La tesis que trataré de probar es que, si la naturaleza humana se define por la apertura al misterio de Dios, la comprensión integral del ser humano tiene que considerar los testimonios místicos.

Palabras clave: Santa Teresa de Jesús; Edith Stein; antropología fenomenológica; mística; Dios

Abstract

The aim of this article is showing the most important coincidences between Santa Teresa de Jesus’s mystic anthropology and Edith Stein’s phenomenological anthropology, about soul’s comprehension, in order to exhibit their agreement. This meditation is philosophical anthropology by its object; phenomenology, by its method, and hermeneutics, because the analysis is directed to threetextual constructions: The interior castle (written by Santa Teresa de Jesús), Finite and eternal Being and Soul’s Castle (written by E. Stein). The thesis I´ll try to prove is:if the human essence is defined by the opening to the mystery of God, the integral comprehension of human being should consider the mystical testimonies.

Keywords: Santa Teresa de Jesús; Edith Stein; Phenomenological anthropology; Mysticism; God

Introducción

El artículo tiene el propósito de mostrar los principales puntos de encuentro ente la antropología mística de Santa Teresa de Jesús (STJ) y la antropología fenomenológica de Edith Stein. Lo que pretendo es hacer ver que, si la sabiduría mística responde plenamente a la aspiración a la verdad de la antropología filosófica, el hombre sólo puede conocerse cabalmente cuando busca a Dios en sí mismo y se descubre en Dios.

En la primera sección se subraya la dimensión sobrenatural de la antropología que STJ nos ofrece en Las Moradas del Castillo Interior. La segunda sección busca explicitar las estructuras fundamentales del ser del hombre: cuerpo, alma y espíritu. La tercera sección describe el camino del alma desde la dispersión en el mundo hasta la unión mística. En la cuarta sección se explica la presencia de Dios en el “castillo interior”, que el hombre descubre gracias a la experiencia mística.

Esta meditación es la antropología filosófica por su objeto; fenomenología, por el método empleado; hermenéutica, porque el análisis se dirige a tres construcciones textuales: Las Moradas del Castillo Interior, El castillo del alma y Ser finito y ser eterno.

1. El conocimiento amoroso de Dios: origen de la antropología teresiana

La sabiduría antropológica de STJ no es de orden natural: no llegó a ella a través de la investigación filosófica ni del análisis racional de la revelación; sino por haberse dispuesto favorablemente para que Dios infundiera en ella la contemplación amorosa delo que Edith Stein llamaba el ser finito y el ser eterno.

Frente a los discursos de la teología y de la teodicea, la mística es experiencia sobrenatural de Dios. En el Libro de la Vida, la santa nos dice: “Entendí grandísimas verdades sobre esta Verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado [...] Esta Verdad que digo se me dio a entender, es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las verdades dependen de esta verdad” (40, 4). Idea cuya cabal comprensión reclama como condición de posibilidad tener claro lo siguiente: “Contemplation is a form of knowing arrived at not by thinking but by seeing, intuition. It is not co-ordinate with the ratio, with the power of discursive thinking, but with the intellectus, with the capacity for ‘simple intuition’" (Pieper, 1958:73-74).

La ciencia sobrenatural de la que STJ da testimonio es efecto de la experiencia amorosa de Dios, por obra de la cual se borra la separación entre el que conoce y lo conocido: entre el hombre y el Amado Esposo Cristo. Acceder a la contemplación del amor divino no equivale a comprender el significado de la noción “amor”; sino a saberse inmerso en el amor preeminente, espontáneo, inmerecido y universal que Dios es. El místico sabe que “Cristo ha muerto por nosotros para darnos la vida. Esta fe es la que nos permite ser una sola cosa con Él con la unidad que tienen los miembros con la cabeza y abre para nosotros el torrente de su vida. Tal es la fe viva en el Crucificado, la fe viva que va unida a un abandono amoroso y constituye para nosotros la entrada a la vida” (Stein, 2002: 166).

2. El ser del hombre: estructuras

Por experiencia, STJ sabe que el hombre es capaz de Dios. A diferencia de Edith Stein, la santa no pretendió mostrar el fundamento ontológico de la apertura del espíritu finito al espíritu eterno. Por tanto, no se preocupó de indagar cuáles son las estructuras que integran el ser del hombre sino que, sin mayores reparos, se sirvió de la antropología de su tiempo para expresar su encuentro con Dios.

A diferencia de su madre espiritual, en tanto que filósofa, Stein sí estaba obligada a preguntarse por las condiciones de posibilidad del encuentro amoroso con Dios. En un primer momento, con el propósito de comprender ¿quién es el hombre?, Stein se introduce en el estudio de la psicología. No obstante, concluye que la investigación en dicha área del conocimiento seguía un rumbo equivocado, debido a que las nociones básicas de esta última carecían de fundamento. Tan pronto la psicología tomó un rumbo independiente de toda consideración religiosa o teológica del alma, se llegó, en el siglo XX, a lo que la filósofa denomina “una psicología sin alma”. La falta de reflexión sobre el alma provocaba una separación tajante entre psicología, antropología filosófica y teología, por obra de la cual se afirmaba que aquello que distinguía al hombre del resto de los seres finitos, no tenía relación con Dios.

Frente a la psicología, el método fenomenológico de Husserl ofrecía clarificar los fundamentos del conocimiento, entendido este último desde una perspectiva realista. El principio de todos los principios de la filosofía en cuanto fenomenología era que “Toda intuición que se da originalmente a sí misma es fuente legítima de conocimiento, que todo lo que se nos presenta originariamente en la intuición debe ser sencillamente aceptado tal como se da, pero también sólo dentro de los límites en que se da” (Husserl, 2013: 58)

A fin de comprender el proceso gracias al cual el hombre podía entrar en contacto consigo mismo, con el prójimo y con Dios, Stein comenzó sus investigaciones en el campo de la antropología fenomenológica. Tomando como punto de partida la distinción entre el ser finito y el ser eterno; el hecho de que, a diferencia del ser eterno, el ser finito no constituye la razón de su existencia ni de su esencia; así como la necesidad de suponer al menos tanta realidad en la causa como en el efecto, Stein concluye que, por ser la causa eficiente del hombre, Dios ha dejado en este último una huella de su ser. Por lo cual, cabe encontrar en la criatura humana una huella del Creador.

De acuerdo con Santo Tomás de Aquino, el hombre es semejante a Dios, pero Dios no es semejante al hombre. Pues “como dice Dionisio en el c 9 De Div. Nom., entre las cosas que son del mismo orden hay semejanza mutua, pero no entre la causa y lo causado; pues decimos que la imagen es semejante al hombre, no al revés. Así es como puede decirse que la criatura es semejante a Dios; no, sin embargo, que Dios sea semejante a la criatura” (S.T. I q. 4, a. 3). Como Stein advierte en Ser finito y ser eterno, tanto la fe como la reflexión teológica le permiten al hombre acceder al conocimiento de Dios como causa primera. A semejanza de San Anselmo de Canterbury, la filósofa piensa que para entender es necesario creer.

Para comprender que el hombre es criatura no es necesario asentir a la verdad revelada. La pregunta filosófica por el sentido del ser, conduce tanto al descubrimiento de Dios como principio creador del hombre, como al reconocimiento de la huella que Aquél ha dejado en todo ser finito. Así, una antropología fenomenológica completa reclama como condición de posibilidad la pregunta por el sentido y rasgos esenciales del ser eterno, del cual es imagen el hombre.

Según Stein, la persona1 está integrada por tres dimensiones fundamentales. En tal sentido, “Elle est constituée d'âme, de corps et d'esprit, mais ce n’est que dans l'âme que l'individualité s'exprime à l’état pur et sans mélange. Ni le corps matériel, ni la psychè comme unité substantielle de tout être et de toute vie sensible et intellective de l'individu, ne sont intégralement déterminés par le noyau” (Stein, 1992: 86). Tal concepción es del todo congruente con la antropología paulina. Al exhortar a los tesalonicenses a que participen de la experiencia de Dios en Cristo, San Pablo se dirige a ellos diciéndoles: “Que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserven sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes 5, 23). Con lo cual da a entender que el hombre está integrado por tales elementos. El ser del hombre “no es algo simple: es un ‘compuesto’ de varios estratos: el Yo puro, como sujeto de experiencia y unidad de conciencia; el alma como parte esencial del individuo, su unidad sustancial; el cuerpo al que está unida el alma y que se vive como ‘experiencia’, como ‘mi cuerpo’ y por tanto algo vivo” (Sancho, 1998:673-674).

El concepto steiniano de alma procede de Aristóteles, quien, tras aclarar que la primera es entidad en tanto que forma o principio organizador del cuerpo, afirma lo siguiente: 1) El alma “es la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida” (Acerca del alma, 412a 27-28); 2) El alma es la “entelequia primera de un cuerpo natural organizado” (Acerca del alma, 412b 5); 3) El alma es “la entidad definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo” (Acerca del alma, 412b 10-11). En su calidad de primera substancia, el individuo humano es una realidad compuesta de un principio potencial (la materia) y un principio actual (la forma). Lo propio de la materia es su indeterminación. La forma es principio de determinación y definición esencial de la materia. El alma es una "substancia en el sentido de forma substancial, es decir, como la parte determinante de la substancia que, como compuesto de materia y forma, es el ser vivo. [...] es aquello en virtud de lo cual el cuerpo se convierte en ser vivo [...] El alma, como entelequia o perfección del cuerpo, no puede existir separada de él” (Ramón, 1992: 46). Así como en el ámbito natural no hay cuerpos sin alma, tampoco existen almas incorpóreas. Entre el alma y el cuerpo no se da una relación de independencia sino de mutua influencia. Es por ello que aun cuando el cuerpo sea la cerca del castillo interior, forma con el alma un todo unitario.

Edith Stein sostiene que es equivocado pensar al hombre como el resultado de la unión de dos substancias, siempre que por substancia se entienda aquello “que, ni se dice de un sujeto, ni está en un sujeto” (Aristóteles, Categorías, 2a11-12). En conformidad con la filosofía aristotélica, el alma es el principio que organiza y dirige los movimientos del cuerpo, hacia su propia perfección. Tomando en cuenta lo anterior, en La estructura de la persona humana, Stein sostiene que, sin el alma, el cuerpo no puede ser concebido como substancia. El cuerpo concreto, que es el único existente, sólo es tal por el alma que lo determina. El cuerpo no es la casa del alma. Alma y cuerpo no son dos realidades entre las cuales se dé una relación de mera contigüidad. El cuerpo está penetrado por el alma, “de manera que no sólo la materia organizada se convierte en cuerpo penetrado de espíritu, sino que también el espíritu se convierte en espíritu materializado y organizado” (Stein, 1998: 169).Entendido como substancia primera o individual, el hombre es un compuesto hilemórfico.

El cuerpo no sólo es el objeto de una percepción externa; también es algo que se puede percibir interiormente. En tanto que correlato del alma, como señala M. García-Baró, “Cuerpo quiere aquí decir cuerpo propio, cuerpo mío, yo mismo como cuerpo; o sea, movimiento sentido por dentro, cinestésicamente; dolor y placer; esfuerzo y resistencia. Sujeto a la sensación, aunque, en ocasiones -las manos mías que se tocan-, sea simultáneamente también objeto de ella; pero nunca mero objeto sentido (1999: 47). El ser del hombre no puede ser comprendido al margen de la corporalidad. Es por ello que incluso el contacto con el ser eterno tendrá necesariamente repercusiones en el cuerpo sentido; en “mi cuerpo”.

Finalmente, el hombre es espíritu. Como señala Caballero, “El espíritu es la dimensión de apertura de la persona, es lo que hace que la persona sea persona” (2010:42). En contra de la comprensión dualista del ser del hombre, Stein sostiene que el espíritu, o la conciencia como correlato del mundo de objetos, no es algo independiente del cuerpo. Todas y cada una de las actividades del espíritu, incluida la percepción sensible, expresan la apertura del hombre al ser finito y al ser eterno. La sensibilidad es un modo de abrirse a la realidad que entraña un riesgo de alienación: embelesado por la belleza de las criaturas, el hombre puede olvidar a Dios.

Al referirse al ser eterno, Stein aclara que lo espiritual se define por su no materialidad y su no espacialidad; pero, ante todo, por ser “lo que posee una interioridad en un sentido completamente no espacial y permanente en sí, cuando sale completamente de sí mismo. Este salir de sí le es de nuevo esencial: es la pérdida total de sí [...] que da enteramente su él sin perderlo” (1996: 376). El hombre es un ser extático toda vez que la existencia se despliega como un doble movimiento de salida y permanencia en sí mismo.

Por ser un espíritu encarnado, el hombre está abierto a la experiencia empática de sí, a la vivencia del prójimo y al encuentro con Dios. Es decisión de cada uno abrirse a la finitud del otro y a la infinitud de Dios o cerrarse a ellas. En ambos casos hace falta que el hombre “salga” de sí mismo. Para el hombre, “salir” consiste en “conocer, amar, servir [...] todo esto es al mismo tiempo recibir y aceptar, donación libre de sí mismo en esta vida dada” (1996: 368).Porque el hombre es espíritu tiene la capacidad dehacer donación de su ser, sin que eso implique ningún tipo de pérdida.

3. La experiencia mística como camino por las moradas del castillo interior

En la antropología mística de STJ, Stein encuentra tanto una descripción de la experiencia que no reduce al ser eterno a mero contenido de la conciencia como una comprensión adecuada del ser del hombre. Asimismo, si Stein encuentra en la obra de STJ una confirmación de aquello que ha logrado comprender gracias a la aplicación del método fenomenológico es porque la antropología mística teresiana tiene una clara orientación pneumatológica. Veámos en qué sentido se afirma lo anterior.

Con relación al hombre, la filósofa sabe que a través de la razón, cabe comprender que su condición de espíritu encarnado hace del primero un ser “capaz de Dios”. La razón es luz natural que descubre ante el hombre la profundidad de su ser. No obstante, a fin de evitar que su pensamiento sea malinterpretado, Stein aclara que la razón tiene ciertos límites. Cuando el hombre se obstina en alcanzar con su razón finita aquello que lo sobrepasa, necesariamente se extravía.

De acuerdo con E. Stein, “La razón se convertiría en sinrazón si se obstina en detenerse ante las cosas que no puede ella descubrir por su propia luz y si cerrara los ojos delante de lo que una luz superior le hace visible" (1996: 40). Aquello a lo que la investigación filosófica aspira, sólo es asequible al hombre gracias a la experiencia mística. Tal como la filósofa sostiene en Ser finito y ser eterno, el ideal hacia el cual tiende la filosofía sólo se cumple en la visión simple gracias a la cual Dios se comprende a sí mismo y a todo lo creado. Y lo único que se aproxima a dicha visión es la experiencia mística. De donde se sigue que la contemplación de la esencia divina propia del místico es superior a la búsqueda racional que define al filósofo.

Las Moradas del Castillo interior “es un libro de camino y encuentro: muestra el camino que el alma ha de hacer para hallarse con Cristo, en su casa o castillo más hondo, esto es, en la morada final del amor donde viene a sellarse en encuentro” (Pikaza, 1989: 164). La imagen del castillo interior, llevará a Stein a comprender que, por ser espíritu encarnado, el hombre puede sondear la profundidad de su alma y descubrir a Dios en ella. Para STJ, el alma es semejante a “un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas” (M I, 1, 1). La imagen teresiana tiene por fundamento las palabras de Jesús “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones” (Jn 14, 2).

Al describir su experiencia como un viaje al más profundo centro del castillo interior, STJ “was merely describing her own experiences which were not intended to become a standard for mysticism, for she readily admitted that others may have quite different experiences” (Fanning, 2005: 156). Lo anterior se debe a que, al místico, “la geografía de la búsqueda individual se le antoja buena evidencia de la geografía de lo Invisible [...]Su descripción de esa geografía[...] estará condicionada sin embargo, por su temperamento, por su poder de observación, por la metáfora que tenga más a mano y, sobre todo, por su educación teológica” (Underhill, 2006: 122-123). Sin embargo, es necesario admitir que las metáforas como el castillo interior son la expresión de “revelaciones que están en la base de la cultura, y que la representan. Manera de representación de una realidad que no puede hacerlo de un modo directo[...] única forma en que ciertas posibilidades pueden hacerse visibles a los torpes ojos humanos” (Zambrano, 1987: 49)

La santa nos pide imaginar los aposentos en el castillo como de un palmito, “que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta pieza están muchas, y encima lo mismo[...] y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio (M I, 2, 8).La disposición arquitectónica del castillo muestra una jerarquía: allende las murallas del castillo se ubica el mundo exterior; en la pieza principal de éste mora la presencia divina. En el centro del castillo se halla la pieza “más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (De Jesús, M I, 1, 3).El centro “es el punto antropológico más profundo y el lugar teológico propiamente tal en cuanto «pieza del rey», el educando llega «a lo que es de comer», es decir, a satisfacer sus necesidades humanas vitales” (Meis, 2013: 118).

En la primera morada se encuentran quienes aún no han descubierto por experiencia que el fin sobrenatural de la existencia es conocer y amar a Dios. Tales personas “están embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras y pretensiones” (De Jesús, M I, 2, 12).Aquí el alma está aún enredada en las cosas de este mundo, lo cual “hace brotar el deseo pecaminoso de ellas [...] que frena el recogimiento, o provoca un errado apego a sí mismo” (Stein, 1999: 63)..

Aun cuando, gracias a la tradición, tal tipo de hombre ha oído hablar de Dios y tiene la intención de no ofenderlo, vive “caído” en medio del mundo y de las cosas. En la primera morada están quienes se han dejado arrastrar por la dispersión del mundo, pero que de vez en cuando se acuerdan de Dios. Tales hombres tienen a Dios por valor máximo. Por lo cual, procuran no pecar, a fin de no contrariar la voluntad divina. Pero no pasan de ser “virtuosos negativos”: su virtud consiste en su ausencia de vicios graves.

A las primeras moradas no corresponde forma alguna de oración. Lo cual es grave porque, de acuerdo con STJ, la oración es la puerta que permite penetrar en las diversas moradas del castillo, avanzando desde el cerco hasta la pieza principal. Por lo cual dice la santa que allí no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey.

El hombre que habita en las primeras moradas del castillo tiene múltiples aficiones. A lo cual se refiere STJ cuando dice que “con tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas emponzoñosas que entraron en él, no le dejan advertir la luz” (M I, 2, 14). Aquello a lo que nos invita la imagen teresiana es al vaciamiento. Por estar hecho de cristal, cuando el castillo está vacío, la luz que proviene del centro irradia hacia todas las piezas; cuando las piezas están ocupadas, eclipsan la luz y dejan al hombre en tinieblas.

En las moradas segundas, están quienes “ya han comenzado a tener oración”(De Jesús, MII, capítulo único, 2), pero no se han determinado seriamente a abandonar su primer estado. Tales hombres quieren tenerlo todo: a Dios y al mundo. Aquí se realiza la “entrega inicial, donde se ofrece a Dios sólo un esfuerzo limitado de amor” (Pikaza, 1989: 167). En quienes viven de esa manera, no ha surgido todavía la determinación de negarse a sí mismos para abrirse a la experiencia de Dios. Con todo, ya han tenido la experiencia de ser llamados por el Señor Jesús, a fin de que, escondiéndose en el más profundo centro del castillo interior, puedan descubrir la presencia escondida del que por amor y para amar las creó. Llamado que, la mayoría de las veces, tiene lugar a través de los otros y de la consideración atenta de las Sagradas Escrituras. Al referirse a las llamadas de Dios, Stein declara: “No se trata de voces interiores, que se hagan sentir en el alma misma, sino de reclamos que le vienen desde fuera y que ella percibe como un mensaje de Dios: como las palabras de un sermón, o pasajes de un libro que parecieran dichos o escritos precisamente para ella, enfermedades y otros mensajes” (1999: 43).Este es un periodo de tentación. El alma sabe cuán vanos son los bienes mundanos. Mas “la costumbre en las cosas de vanidad y el ver que todo el mundo trata de eso, lo estraga todo” (De Jesús, Moradas II, capítulo único, 5).

Esta fase del proceso místico se distingue porque en ella “aparecen todos los obstáculos, todo parece ponerse de acuerdo para impedir el avance, es el momento de mantenerse firme en la decisión, a pesar de los pesares, desoyendo la oposición interior de un «yo» que no quiere ceder terreno” (Guardans, 2009: 137). Este es el momento en que el hombre debe determinarse a hacer de su vida un seguimiento de Cristo. Para lo cual es necesario considerar la vida del Señor, ya que, como advierte STJ: “si nunca le miramos y consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio” (Moradas II, capítulo único, 11).

En las moradas terceras tiene lugar la entrega total del hombre a Dios. Quienes allí se encuentran, están al pendiente de no incurrir en el pecado, no por temor, sino por deseo de no ofender a Dios. Tales hombres procuran a Dios un amor activo, que se empeña en ganar la salvación con base en el esfuerzo personal.

El principal obstáculo que el espiritual tiene que vencer en este tiempo es la tentación de pensar que por el cumplimiento de la ley se puede merecer la salvación. Quien se conduce de tal modo es semejante a los mercaderes espirituales que se dirigen al templo con el capital de sus “buenas obras” para ofrecerlas a Dios, olvidando que “si ofrecieran todo lo que poseen y cumplieran con todo lo que pueden con amor de Dios[...] en modo alguno estaría Dios obligado a darles nada[...] Pues lo que son, lo son gracias a Dios, y lo que tienen, lo tienen por Dios y no por sí mismos” (Eckhart, 2008: 36).

Las cuartas moradas señalan el inicio de la contemplación. Este es el momento en el que los contentos se truecan en gustos. Los primeros “comienzan de nuestro natural mismo y acaban en Dios” (De Jesús, M IV, 1, 4); mientras los segundos, “comienzan de Dios” y corresponden a la oración de quietud. Los contentos de la meditación son aquellos que traemos “con los pensamientos ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento” (De Jesús, M IV, 2, 3); los gustos provienen de Dios. El efecto del gusto derivado de la contemplación es grandísima paz y quietud y suavidad. El gusto de Dios es una influencia que afecta la totalidad del ser del hombre. Influencia que, a pesar de ser trascendente, por cuanto tiene su origen en Dios, nace de la interioridad; de lo que STJ llama “el centro del alma”.

En las cuartas moradas aparece el primer grado de “oración de recogimiento infuso, que nace de una poderosa llamada de Dios -bajo la imagen de Rey y pastor- que despierta y atrae a todo el hombre, a sus potencias y sentidos” (De Cós, 2013: 45-46). En palabras de STJ: “Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo[...] por su gran misericordia quiérelos tornas a El, y, como buen pastor, con un silbo tan suave que aun casi ellos mismos no lo entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que se tornen a su morada” (De Jesús, M IV, 3, 2).

Las moradas cuartas son una preparación para la oración de quietud. En ellas no se debe abandonar la meditación, porque el recogimiento infuso no es un fin en sí mismo, sino un llamando a entrar en el interior del castillo, a fin de gozar de la comunicación amorosa con Dios. Por lo cual dice un destacado intérprete de STJ, que la quietud “comienza a darla al alma la posesión, el goce fruitivo del soberano bien. El recogimiento afecta principalmente al entendimiento[...] mientras que la quietud afecta, ante todo, a la voluntad” (Royo, 2002: 341)

En las quintas moradas, el alma ya no experimenta gusto en los bienes sensibles. Antes bien, su voluntad no haya descanso en el goce de las criaturas finitas, toda vez que aquello a lo que aspira es el ser eterno e infinito de Dios. Tal desapego respecto de los bienes finitos, no es gratuito; se origina en una mayor comunicación de la presencia divina. Ya que en esta fase del camino de perfección, la meditación ha comenzado a dejar su sitio al conocimiento contemplativo de Dios. De modo que si antes el alma se esforzaba por imaginar la vida de Cristo para imitarla; ahora es Dios mismo quien se hace presente en el alma como presencia salvadora, que a un mismo tiempo ilumina y enamora.

En las sextas moradas acaece la gracia a la que STJ llama “herida de amor”. Según lo dicho por Stein en El castillo del alma, durante su estancia en dichas moradas, el hombre padece una experiencia fruitiva, que sólo cabe describir como herida amorosa, aun cuando no sea posible decir quién ha sido la causa de ella ni cómo es que esta última ha tenido lugar. Herida por la presencia amorosa del Esposo, el alma anhela desesperadamente la unión de semejanza y “Quéjase con palabras de amor, aun exteriores, sin poder hacer otra cosa a su Esposo, porque entiende que está presente, mas no se quiere manifestar de manera que deje de gozarse, y es harta pena”(De Jesús, MVI, 2, 2).

Dado que ya ha tenido lugar la reunión de los amantes, está “tan esculpida en el alma aquella vista, que todo su deseo es tornarla a gozar” (De Jesús, M VI, 1, 1). Mas como no depende de su voluntad suscitar la presencia del Esposo, la herida de amor es para el hombre causa de un profundo dolor. Empero, “En medio de todos estos sufrimientos al alma no se le oculta cuán cercana está del Señor. Él se hace sentir mediante unos impulsos tan delicados y sutiles que proceden de lo muy interior del alma” (De Jesús, M VI, 2, 1).

Podría pensarse que al llegar a las sextas moradas, donde tiene lugar el desposorio espiritual, el espiritual alcanza la paz. No obstante, el desposorio es “un conocimiento de Dios en profundidad, que enamora y acelera la fidelidad purificadora responsiva del hombre en vistas a la unión del matrimonio” (Herráiz, 2003: 97). Aquí tienen lugar intensos sufrimientos, pues “como va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor; y viene en estos años creciendo poco a poco este deseo de manera que la llega a tan gran pena como ahora diré” (De Jesús, M VI, 11, 1).

Las séptimas moradas señalan el fin del itinerario espiritual que conduce al encuentro amoroso con Dios. El fruto de ellas es la unión de semejanza amorosa del hombre con Dios. El conocimiento amoroso al que allí se accede hace igualdad de semejanza entre el alma y Dios. Para explicar tan dichoso estado, STJ recurre a una imagen que, interpretada de modo precipitado, haría pensar en fusión y pérdida de la conciencia individual más que en unión: “Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo que toda luz fuese una, u que el pabilo y la luz y la cera es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, quedan en dos velas, u el pabilo de la cera”(De Jesús, M VII, 2, 4). La imagen sugiere que en el desposorio espiritual la unión entre Dios y el hombre no es permanente, puesto que es posible el apartamiento.

Al hablar de unión, STJ sostiene que “es como si cayendo agua del cielo en un río u fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río u lo que cayó del cielo”(M VII, 2, 4). La comparación es complicada porque induce al lector a pensar que la unión mística conduce a la pérdida de la individualidad; a la disolución del yo en el abismo de lo divino.

Para la santa, luz y agua son símbolos primordiales, cargados de un fuerte sentido espiritual. El agua purifica, recrea, refresca, renueva y esclarece. El agua tiene el poder de regresarle al castillo su pureza originaria, para permitir que la presencia luminosa del Esposo, que se encuentra escondida en la pieza principal, irradie cada uno de los aposentos. Motivo por el cual, desde el capítulo 11 al 22 del Libro de la Vida, la santa describe en qué consisten los diversos grados de oración, comparándolos con el agua. Por su parte, la luz espiritual ilumina el entendimiento con la sabiduría infusa por Dios y enciende en la voluntad el amor. Por lo cual, en Las moradas del castillo interior, STJ compara a Dios con una luz sobrenatural cuya presencia está escondida en el centro del alma. Agua y luz, “tomados en su ser natural son muy diferentes; usados por santa Teresa, como símbolos místicos, se refieren a una sola realidad: la gracia” (Andueza, 1985: 11).

La imagen de la gota de agua que cae del cielo en un río, a la que ya no cabe distinguir del agua con la que se ha juntado, no ha de entenderse como un retorno a la unidad indiferenciada del ser; sino como la más alta expresión de la transformación de semejanza amorosa. La principal obra del amor es operar semejanza entre amado y amante. Una vez consumada la unión de semejanza amorosa, la amada irradia la presencia del Amado. Pero eso no significa que la igualdad llegue a tal punto que borre la distinción ontológica entre ambos.

4. La presencia del Esposo en el castillo interior

La imagen del castillo y sus moradas, muestra que el alma tiene estratos: adentro-afuera; centro-periferia. El centro del alma es la morada donde habita la presencia escondida de Dios y donde tiene lugar la unión de los amantes: del hombre que ama a Dios y del Dios enamorado del hombre. En tal sentido, si bien es cierto que el hombre puede gastar la totalidad de su existencia como morador del cerco del castillo, también lo es que puede penetrar en su más profundo centro.

La mística es el proceso de recogimiento que lleva al hombre de la periferia al centro. Acceder a la experiencia de Dios es entrar en uno mismo; recogerse para poner fin a la dispersión que nos aparta del fin sobrenatural de la existencia. Tal movimiento de entrada en uno mismo constituye, desde otra perspectiva, una salida. Entrar es salir en el sentido de que para acceder a la experiencia de Dios es necesario dejar a un lado los placeres egoístas, que tienden a instrumentalizar todo aquello que anhelamos.

La presencia de Dios en el centro del alma es semejante a la del sol en el centro del castillo de claro cristal. Cuando el alma-castillo está vacía de apetitos e imperfecciones, la presencia de Dios resplandece; pero cuando no es así, por más que allí se halle la luz misma, es como si estuviera eclipsada por la oscuridad de las propias faltas morales y espirituales. En palabras de la santa, “aquel sol resplandeciente que está en el centro del alma, no pierde su resplandor y su hermosura, que siempre está dentro de ella[...] Mas si sobre un cristal que está al sol se pusiese un paño muy negro, claro está que, aunque el sol dé en él, no hará su claridad operación en el cristal” (M I, 2, 3).

La principal aportación de la mística teresiana a la antropología filosófica consiste en haber puesto de manifiesto que además del cuerpo y del alma, en el hombre cabe distinguir esa tercera estructura a la que E. Stein llama espíritu y STJ “el centro del alma”. La lectura de Las moradas del castillo interior, le permite a la filósofa comprender que

El alma, como “castillo interior”, tal como la describe nuestra santa madre Teresa, no es puntiforme como el yo puro, sino que es un “espacio” -un castillo con muchas moradas- donde el yo puede moverse libremente saliendo o retirándose más al interior. No es un “espacio vacío”, aunque pueda penetrar allí una plenitud, y deba incluso estar allí acogida si ella quiere desarrollar su vida propia. El alma no puede vivir sin recibir; se nutre de los contenidos que asimila espiritualmente por experiencia [...] no se trata sólo de llenar un espacio vacío: el alma que asimila es un ente de una esencia particular que asume a su manera y asimila lo que ha recibido. La esencia del alma con sus cualidades y sus facultades se abre en la experiencia vivida y asimila lo que necesita para llegar a ser lo que debe ser (1996: 388-389).

Aun cuando el ser de la persona sea unitario, por cuanto el hombre es espíritu, la existencia consiste en un éxtasis o en movimiento que puede dirigirse hacia dentro -para desocultar la presencia escondida de Dios- o hacia fuera, para salir en pos de los bienes finitos. Ambas, dispersión y recogimiento, son maneras de vivir; pero sólo una de ellas conduce a la felicidad.

Para Stein, la existencia es apertura y, por lo mismo, tiene el poder de asimilar aquello que se le ofrece. En función de aquello que se asimile será el tipo de vida que se elige; el tipo de persona en el que el hombre se convertirá. Quien anhela la posesión de los bienes del mundo, se hace uno con ellos tornándose mundano; quien accede a la experiencia de Dios, deviene místico.

La afirmación más radical de la antropología steiniana es que el yo no es el alma, sino un morador de ella, que puede decidir dónde coloca su interés, su deseo y su amor. Según Stein, “El yo no es idéntico al alma y tampoco al cuerpo vivo. ‘Habita’ en el cuerpo vivo y en el alma, se encuentra presente en cada punto en que siente algo presente y vivo; aunque tiene su ‘sede’ más propia en un punto determinado del cuerpo y en determinado ‘lugar’ del alma” (1996: 389).

Cada modo de existencia supone una manera de ser hombre ante Dios, que nace de la decisión humana de acoger o rechazar la gracia. En razón de su libertad, el hombre puede elegir en cuál de esas moradas quiere permanecer. La salvación es obra divina; pero Dios no puede salvar al hombre si éste no quiere. Como explica E. Stein: “La grâce est l'esprit de Dieu qui descend dans l'âme humaine. Elle ne peut pas y faire sa demeure si elle n’y est pas reçue librement. Cette verité est dure. Ily est dit -outre la limite de la toute-puissance- la possibilité de príncipe de s’exclure de la rédemption et du rayaume de la grâce” (1992: 42). Ningún hombre puede conquistar la salvación; pero todo hombre tiene el poder de negarse a ella. En tal sentido, la libertad es índice no de la impotencia sino de la omnipotencia divina: el poder de Dios es tal que incluso deja espacio a la acción equivocada del hombre.

La mayoría permanece en la parte más superficial del castillo, en la periferia o/cerco. Adentrarse en el castillo es un proceso de recogimiento. Sin embargo, en no pocas ocasiones, Dios hace a muchas almas la merced de salir a su encuentro, de formas diversas, para enamorarlas a fin de que se escondan en su interior.

Conclusiones

Para STJ, mujer sin letras, el principio de todo conocimiento es la experiencia. Frente al saber de los teólogos, Teresa levanta su humilde voz para declarar que a ella, una mujer sencilla, le ha salido al paso el Amado, para enamorarla. Mas, ¿qué puede decirle una mujer como ella al hombre de nuestro tiempo? La enseñanza fundamental de la mística cristiana es que sólo cuando logramos comprender quiénes somos a la luz de la experiencia de Dios, caemos en la cuenta de que nuestro ser es finito y limitado; pero está abierto a la experiencia transformadora de encuentro con Dios, y es allí donde radica su grandeza.

Para comprender que el fin sobrenatural de la vida es conocer y amar a Dios como Él se conoce y se ama en cada una de las Personas de la Trinidad y ama al hombre, es necesario conocerse a sí mismo, a fin de descubrir quién es el hombre y cómo debe obrar para alcanzarla perfección a la que está llamado. Ese conocimiento es la meta del proceso místico ¿Cómo se llega a dicho conocimiento? STJ responde: “la puerta para entrar al castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal, que, como sea oración, ha de ser con consideración; porque la que no advierte con quien habla, y lo que habla, y quién es quien pide, y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios” (M I, 1, 7).

A cada una de las moradas corresponden un determinado grado de amor y de oración. Conforme el hombre avanza por las moradas, comprende que su grandeza radica en ser imagen de Dios y estar llamado a ser semejanza de Dios. En cada una de las moradas, la presencia divina se manifiesta de un modo especial y único. Dicha presencia es el origen y la condición de posibilidad de la experiencia mística. Sólo se busca aquello que ya, de algún modo se es. El Evangelio según San Lucas, nos recuerda que “El reino de Dios está dentro de nosotros” (Lc 17, 21). La pregunta obligada es ¿cómo podemos no caer en la cuenta de que Dios mora en nuestro interior? Aun si esta afirmación es demasiado violenta, me atrevo a decir que, antes de responder de algún modo a tal cuestión, tendríamos que preguntarnos si tenemos claro lo que significa la interioridad y su relación con el recogimiento. De acuerdo con Avenatti,

Estéticamente considerada, la “interioridad” es el lugar donde se origina el dinamismo de la manifestación de la figura que consiste en patentizar la acción divina como amor, en tanto esta acción es lo inefable que palabra y silencio buscan expresan en la luz sin lograrlo totalmente. Dramáticamente considerada, la “interioridad” es también el lugar donde acontece la irrupción de lo divino como acción gratuita, donde se opera la transfiguración humana y de donde brotan las palabras y las acciones con poder real de creación cultural (2009: 680).

Quien está totalmente centrado en sí mismo, llenos de sus apetitos y aficiones, no tiene espacio para Dios. Su vida espiritual está clausurada. De modo que la manera en que Dios mora en el castillo de su alma asume la forma de luz eclipsada. Por el contrario, el alma del justo es “un paraíso, adonde dice El tiene sus deleites” (De Jesús, M I, 1, 1).A diferencia del alma egoísta, la contemplativa se define por una actitud de pasividad: por una reducción de su actividad, que abre espacio a la acción de Dios en ella. La función de dicha pasividad es “recibir para poder dar y actuar en fidelidad con lo recibido” (Herráiz. 2003: 34).

Al recoger la pregunta de la antropología filosófica por el sentido de la existencia, la mística enseña que la plenitud y la felicidad sólo provienen de la experiencia de Dios. Por lo cual, en sus Confesiones, ha dicho San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti” (I, 1, 1).La importancia de las enseñanzas de STJ radica en que su conocimiento del hombre no es el resultado de la especulación; su sabiduría se origina en la experiencia de “Dios, en la fidelidad y el amor, en la atención interior a sí misma y a quien la alumbra: por eso termina fascinándonos, porque lo que en ella encontramos es todo lo humano llevado a su mejor expresión por la presencia sorprendente de Dios”(González de Cardenal, 2012: 225).

Los caminos del conocimiento de Dios y del autoconocimiento no pueden separarse. La experiencia de Dios “descubre al hombre su propia identidad, y el adentramiento en el misterio de Dios introduce al hombre el zonas de su intimidad que el hombre reducido a la experiencia mundana se ve condenado a ignorar” (Martín Velasco, 2007:131)

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1Dependiendo de lo que E. Stein quiera destacar, utiliza los términos “hombre”, “persona”, “espíritu” o “conciencia”. Para evitar posibles confusiones, es necesario aclarar que dichos términos no son sinónimos. La palabra “hombre” designa a la criatura racional. Al decir que el hombre es persona, la filósofa pone de relieve la dimensión social que lo define: el hecho que, en cada caso, la existencia se despliega en un mundo compartido. Por su parte, la palabra “espíritu” alude a uno de los elementos constitutivos de la estructura fundamental del hombre. Por último, si el hombre es conciencia es debido a que, por el hecho de estar abierto a la comprensión del sentido del ser, de su ser y del ser de los entes, habita en la verdad.

Recibido: 21 de Abril de 2017; Aprobado: 05 de Septiembre de 2017

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