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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.10 n.20 Valenciana Jul./Dec. 2017

 

Reseñas

Yliana Rodríguez González, El lugar común en la novela realista mexicana hacia el final del siglo XIX. Perfil y función, San Luis Potosí, Colsan, 2015

Diana Geraldo* 

*Universidad Nacional Autónoma de México, México

Rodríguez González, Yliana. El lugar común en la novela realista mexicana hacia el final del siglo XIX. Perfil y función. El Colegio de San Luis, San Luis Potosí: 2015. 269,


El libro se compone de una introducción, cuatro capítulos, un apartado de conclusiones y una sección de bibliografía. La introducción (pp. 7-11) cumple con lo que se espera de ella: presenta el tema a tratar (en este caso el lugar común, como se anuncia en el título); explica la relevancia que puede tener esta investigación en la tradición crítica de la literatura mexicana decimonónica; de forma abreviada expone los propósitos del análisis de las obras seleccionadas y, por último, se hace un rápido resumen de cada capítulo. Breve, precisa y clara es esta introducción que nos ofrece Rodríguez González.

El primer capítulo se titula “Lugar común y realismo” (pp. 13-49) y está constituido por tres segmentos. En el primero, se analiza la definición histórica del concepto conocido como lugar común, que será el eje fundamental de toda la investigación. La primera aclaración que hace Rodríguez González es que en su trabajo utilizará lugar común como sinónimo de tópico, y a continuación hace un rastreo terminológico de ambas expresiones. La distinción inicia desde lo que se considera el origen de la noción de tópico, que fue planteada por Aristóteles. La primera característica, atribuida por el filósofo griego, es la memoria, que a su vez se relaciona con la retórica y, por lo tanto, con las funciones del lenguaje. Además, la palabra tópico deriva de un término griego que significa ‘lugar’. Respecto al término “lugar común”, Rodríguez González aclara que el adjetivo común no debe ser entendido como “algo usado muchas veces”, sino como “válido para muchos asuntos” (p. 14). De esta última definición se deriva la característica de ser útil y versátil, explica la investigadora, y así lo entenderá ella para su trabajo.

La reflexión planteada en esta primera parte del capítulo uno tiene un carácter que media entre lo filosófico y lo etimológico, ya que, mediante una serie de concatenaciones léxicas, de conceptos retóricos y al mismo tiempo literarios, Rodríguez logra delinear un par de ideas que serán pertinentes para comprender la definición del lugar común. Entre las características destacadas están: 1) que el tópico tiene un componente temporal, que también es un rasgo definitorio del lugar común, que estará “condicionado de modo histórico” (p. 17); 2) que el tópico “responde… a las demandas del tiempo… y su maleabilidad le permite adaptarse a las necesidad expresivas de su momento” (id.); es, por tanto, flexible y variable. Rodríguez González es contundente en este punto y sostiene que “es improbable que el tópico permanezca uno e inmutable” (p. 22); 3) que el tópico, debido a sus particularidades, puede ser entendido como un método de trabajo, en el que se hallan los huellas de una tradición literaria; 4) que el tópico también es “la manifestación del sentir común e impersonalizado respecto de ciertos temas” (p. 20); 5) que “el tópico es una idea o un procedimiento muy repetido” (p. 21); 6) aclara, por último, que el tópico puede ser un motivo o un conjunto de motivos, pero que no todo motivo es necesariamente un tópico.

Todas estas características validan la posición de la estudiosa, quien con convencimiento expresa su objetivo: “El estudio del tópico en este trabajo quiere ser la posibilidad de reconstrucción de una tradición literaria a partir del examen de su uso. Por mi parte, estoy convencida de que la naturaleza del tópico no desaparece en la singularidad de la obra; al contrario, es más clara” (p. 21). Su meta será, entonces, esclarecer la función que ejerce el lugar común en distintos niveles del texto, su adhesión o transformación en una tradición específica, su reelaboración y su valor para explicar la historia literaria.

La segunda parte del capítulo uno, titulada “El lugar común en el siglo XIX”, es un breve apartado en el que Rodríguez González comenta dos preceptivas de la época, pues considera que son fundamentales para reconocer el uso de los lugares comunes en la literatura realista mexicana como respuesta a los requerimientos y reglas básicas que los escritores decimonónicos tenían en mente a la hora de componer sus obras. Los manuales comentados son Arte de hablar en prosa y verso de Gómez Hermosilla y Retórica y poética. Literatura preceptiva de Narciso Campillo. La revisión de ambas obras permite a la estudiosa declarar que el concepto de arte de la época tenía reglas que pretendían configurar la idea de un modelo y que el arte se regía por la noción de provecho y utilidad, por lo que los escritores se integraban a la tradición al seguir estas preceptivas, mediante la imitación y el diálogo intertextual, pero siempre adaptando las categorías a su propias intuiciones y habilidades de escritor.

La tercera parte de este mismo capítulo se titula “El realismo en México (1880-1910)” (pp. 35-49). La aportación de este apartado puede resumirse, en mi opinión, en dos puntos: el primero, que para Rodríguez González el Naturalismo y el Realismo son dos corrientes literarias de naturaleza semejante; por ello, la investigadora anota que para los fines de su trabajo: “el naturalismo es un nuevo modo, muy agudo, de escribir realismo” (p. 36). La justificación de esta idea es sugerente y está basada en una revisión muy completa de la crítica sobre el Realismo y el Naturalismo, justamente el segundo punto que considero valioso de este apartado: el diálogo con la crítica, en el que a veces es evidente la oposición de ideas, pero que la investigadora por supuesto argumenta razonadamente. Mediante este diálogo crítico se rastrean y comentan los temas más frecuentes en ambas corrientes, el afán moralizador que presentan, la procedencia y originalidad que muestran en México, su adaptación al contexto social y nacionalista. La revisión deja en claro las funciones y capacidades que presenta el Realismo mexicano, aunque siempre en conflicto con las corrientes cercanas, como el Naturalismo, el Costumbrismo e incluso el Romanticismo. Esta revisión parece reducirse, en apariencia, a una conclusión sencilla, pero que conlleva un fuerte compromiso con la concepción del Realismo en México, según lo expone Rodríguez González: “La moralidad, la idealización de la mujer, la imagen de la provincia como una arcadia (rasgo romántico que comparte a veces con el modernismo), entre otras características muy claras del realismo mexicano, complican su definición y la hacen muy cuestionable. El eclecticismo de la literatura mexicana y la huella del romanticismo en el período son, por sí solos, suficiente evidencia para evitar las caracterizaciones absolutas y exclusivas” (p. 45). Me he detenido, quizá bastante, en este primer capítulo porque considero que es sumamente valioso y meritorio por las ideas que plantea sobre la narrativa realista mexicana, no sólo por es una argumentación inteligente y cuidadosa, sino porque ofrece una exploración documentadísima (sus abundantes notas a pie confirman este punto) y bien orientada sobre el tema. Definitivamente es un capítulo que no tiene desperdicio.

El segundo capítulo se titula “Perfil y función del lugar común realista antes de 1900” (pp. 51-109), que consiste en el análisis de dos novelas realistas mexicanas: las Novelas mexicanas de Emilio Rabasa y La parcela de José López Portillo y Rojas. Sobre Rabasa, primero se hace un repaso crítico sobre algunos estudios de su obra, luego se plantea el análisis de los lugares comunes en este conjunto de novelas, que para Rodríguez González deben ser leídas como una sola obra, a pesar de que constituyen una trilogía, ya que, debido a que todas ellas presentan el tema de la vida pública en México, “no nada más es posible, sino deseable” (p. 56) su lectura homogénea. Y así, en efecto, las lee Rodríguez González, analizando en una y otra los tópicos más relevantes, entremezclando las citas de todas ellas como si de una sola obra se tratara. De su análisis se extraen los siguientes lugares comunes: 1) el tópico lingüístico, que tiene ver con las fórmulas y sus capacidades de comunicación; 2) el lugar común de la relación pueblo-ciudad, que en Rabasa sirve para reafirmar el mensaje moral dirigido a los lectores; 3) el tópico de la mujer ideal, la madre santa y la mujer caída, personajes representativos también del Romanticismo y el Modernismo, pero que en el Realismo se relacionan con la idealización de la mujer y con sus cualidades, ya sean positivas o negativas; de fondo, también expone un mensaje moral, una idea simbólica de la mujer, por lo que sus “descripciones convencionales desempeñan con eficiencia su carácter referencial y satisfacen su función constructora y ordenadora” (p. 70); 4) se analiza también el tópico de la enfermedad como expiación, que una vez más ofrece una enseñanza moral para el lector, y 5) se explica el tópico del amor adverso en las novelas de Rabasa, un lugar común que proviene, por cierto, en gran parte del Romanticismo. Rodríguez apunta que se trata de “un tópico de efectos desastrosos” (p. 71). El amor imposible sirve para intensificar la tensión de la trama; para incrementar el interés del lector; para explicar algunos casos de degradación e infelicidad de los personajes; para ver cómo se presentan los impedimentos funestos de conseguir el amor deseado y la consumación inconclusa del ideal. Lo relevante en Rabasa, concluye la investigadora, es que el tópico se mantiene estático, no cambia, no evoluciona; por lo tanto, sólo tiene la función de ser eficiente como recursos de las novelas, pero no propone nada nuevo.

La segunda parte del capítulo lleva por título “El lugar común en La parcela de José López Portillo y Rojas” (pp. 78-109). Lo mismo que en la revisión de Rabasa, Rodríguez González plantea primero un diálogo con la crítica, en el que se exploran las características propias de la novelística de López Portillo y Rojas, y después se detiene en el análisis de cada tópico usado por el autor. Los tópicos encontrados en La parcela son: el tópico lingüístico, que se sustenta en dos soportes lingüísticos: el habla rural y el habla judicial. Este tópico es usado a conciencia por el autor, por lo que el léxico realista es un atributo muy positivo de su obra, en la medida en que ofrece una idea de mundo, de relación entre individuo y sociedad, incluso de nacionalización al aludir al habla popular. Así que el tópico es novedoso y efectivo para la novela. Otro tópico más es la imagen de La Arcadia como lugar idealizado. El uso de este tópico rompe definitivamente con el propósito realista de la configuración objetiva de la realidad social. Lo novedoso del uso de López Portillo es que no atiende por completo el interés realista al acudir al lugar común de La Arcadia, hay un uso a medias del tópico, así que su obra termina finalmente por negar la funcionalidad habitual de éste. Otro tópico más es la contraposición ciudad contra campo, que no tiene mayor trascendencia sino sólo como un sustento de la existencia de un espacio ideal, que expresa el encuentro de contrarios. Los personajes idealizados son un lugar común más, sobre todo, los tópicos femeninos (mujeres-tipo). El tópico permanece inmutable y sin novedad en su uso. El último tópico tratado es el de los amores contrariados, en el que tampoco hay novedad en el tratamiento, pues funciona sólo para confirmar una vez más el mensaje que se quiere transmitir al lector: la lectura moralizante.

En el tercer capítulo (“Perfil y función del lugar común realista después de 1900”, pp. 111-187), se analizan dos novelas: Los parientes ricos, de Rafael Delgado y Santa, de Federico Gamboa. Lo mismo que en los capítulos previos, la investigadora inicia primero con la recepción crítica de los dos autores estudiados y luego procede al análisis de los lugares comunes de cada texto. De Delgado se explica que el trópico ciudad-campo influye en la construcción del espacio; el tópico del dinero es un motor de la trama, como en muchas otras novelas; los personajes tópicos (la madre santa, la joven virginal, el seductor y la mujer caída) cumplen con los requerimientos del tópico a la cabalidad, de modo que representan una entidad mayor, en este caso colectiva, y una alegoría de valores tradicionales; el tópico del amor contrariado es ortodoxo. De este análisis se concluye que en la novela de Delgado los tópicos realistas son ortodoxos en forma y fondo, y que poseen un fondo ético que los guía. En Santa, en cambio, sí hay renovación en los tópicos empleados. Primero, porque en Gamboa el lugar común reitera el mensaje del texto, pero también porque es una novela con tópicos múltiples y complejos en su uso. El tópico lingüístico reitera el mensaje ético, en este caso, educar y dirigir la lectura; el tópico del campo contra la ciudad es totalmente ortodoxo, como en Delgado; los personajes típicos (la prostituta, la madre santa y el seductor) cumplen con su requerimiento normal, pero al mismo tiempo se cargan de profundidad psicológica debido a su complejidad; el tópico de la enfermedad es una metáfora del castigo moral que sufre la protagonista por su falta; el tópico del amor ciego, a pesar de ser romántico, se encuentra en un ambiente naturalista, lo que le otorga ambigüedad. En fin, los tópicos empleados por Gamboa, aunque provienen de una vieja tradición, están empleados en un ambiente propicio pero complejo, ambiguo, innovador en muchos casos y que, precisamente por todos estos aspectos, la investigadora concluye que la obra de Gamboa “está condenada a leerse desde el tópico” (p. 187).

El cuarto y último capítulo del libro (“Lugares comunes realistas”, pp. 189-245) consiste en una revisión amplia y detallada de todos los tópicos analizados en los capítulos previos. Es una especie de conclusión amplia, como lo confiesa la propia autora, en el que se retoman los puntos más relevantes que se discutieron en el análisis de las obras. Se comenta cada tópico, su función, sus facetas de cambio, sus derivaciones, su sentido en cada novela del corpus, de modo que se ofrece un perfil general del tópico sin que se repitan las característica ofrecidas en los capítulos anteriores, aspecto que me parece muy valioso, ya que, sin caer en la repetición y la redundancia, la estudiosa ofrece nuevas particularidades de los lugares comunes, desglosa y deriva los temas de la novela decimonónica, se buscan los orígenes del tópico, sus vínculos o diferencias entre las novelas del Realismo, el Naturalismo y el Romanticismo; es, en fin, un trabajo arduo de deslinde de características que le permite finalmente exponer que el tópico, pese a que siempre se ha considerado un rasgo en apariencia sencillo, en realidad consiste en un ejercicio literario que puede tener distintos usos, complejidades, determinaciones simbólicas, mucha relevancia en distintos niveles del texto, vínculos con los personajes, con su forma de hablar, con la temática del Naturalismo y el Romanticismo, con la interpretación y la lectura, con los valores tradicionales, entre muchos otros rasgos. Pero lo que siempre conserva el tópico, en todas sus manifestaciones novelísticas, es “su función, una misma motivación: que la interpretación correcta del texto obligue a la postre al lector a modificar su conducta” (p. 250). Es decir, la función nunca varía, aunque sí sus formas y sentidos. La función aleccionadora, de índole moral, es su función unívoca y constante.

Resulta difícil, y tentador, no comentar cada uno de los puntos tratados en este último capítulo, pues sugiere muchas nuevas líneas de estudio, muchas nuevas vetas por las que se puede analizar la literatura decimonónica realista y que la autora retoma rápidamente en sus conclusiones sin repetir información, pero, al mismo tiempo, dejando anotado una vez más los puntos más rescatables. También subraya su interés por el tema al afirmar que sus conclusiones “representan, sobre todo, una oportunidad más, la última, para expresar mi entusiasmo por el tema elegido” (p. 247). Rodríguez González confiesa que “quería, además, sin hacer la apología del tópico, matizar la leyenda negra que lo ha acompañado y que supone que su función exclusiva es petrificar el texto” (p. 247).

Y, en efecto, en ningún momento la investigadora desdeñó la función del tópico, ni destacó las debilidades de las obras o sus carencias como defectos del uso del lugar común (como muchas veces hacen los investigadores de literatura decimonónica), más bien todo lo contrario: le otorgó profundidad con un aparato crítico vasto y minucioso (sus extensas y bien informadas notas a pie de página, así como su completa bibliografía evidencian su conocimiento del tópico y las derivaciones críticas que ofrece) a un tema tantas veces desacreditado por artificial y defectuoso. Por esta razón, la investigación que nos ofrece Rodríguez González contribuye, sin duda, no sólo porque ofrece una lectura más apropiada de la literatura mexicana del siglo XIX, sino también porque ilustra con su análisis que no hay tema menor si se le estudia rigurosamente.

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