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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.10 n.20 Valenciana Jul./Dec. 2017

https://doi.org/10.15174/rv.v0i20.307 

Artículos

Octavio Paz: una visión de la cultura azteca

Octavio Paz: a vision of the Aztec culture

Irán Francisco Vázquez Hernández* 

*Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México


Resumen

Este texto pretende ser una aproximación a la imagen que Octavio Paz tenía acerca de la cultura azteca. Se argumenta que el poeta mexicano tenía una visión crítica de dicha cultura, misma que consideraba como decadente. Esta visión crítica tiene su origen en la corriente denominada la “Nueva imagen del México antiguo”, muy en boga durante los años cuarenta y cincuenta y que transformó el curso de los estudios mesoamericanos. Por esta razón, el texto contrasta las ideas de Paz con las de Jacques Soustelle, Laurette Séjourné y León-Portilla.

Palabras clave: Octavio Paz; México; cultura azteca; historia; interpretación

Abstract

This text aims to be an approach to the image that Octavio Paz had about the Aztec culture. It is argued that the Mexican poet had a critical perspective concerning this culture (wich he considered decadent). This perspective was born in the movement denominated “Nueva imagen del México antiguo”, very much in vogue during the 40´s and 50´s and which transformed the course of Mesoamerican studies. Therefore, this text contrast the ideas of Paz with those of Jacques Soustelle, Laurette Séjourné and León-Portilla.

Keywords : Octavio Paz; México; Aztec culture; History; Interpretation

Hasta ahora la crítica ha reflexionado muy poco sobre cuál era la visión de Octavio Paz acerca del México antiguo (algunas excepciones son León-Portilla, 2009; Vera, 2007/2008; Marín, 2010; Piña, 2010). Cuando los estudiosos se han interesado por el tema, ya sea para comprender la poesía o los ensayos mexicanos de Octavio Paz, tal interés se queda únicamente en la mera referencia ocasional y no se intenta profundizar más a ese respecto (es el caso de Schärer-Nussberger, 1993; Gimferrer, 1980; Verani, 2013; Aguilar Mora, 1976; Brading, 2004). El hecho de que Paz no haya escrito un libro en específico sobre el México precolombino no es justificación para este abandono crítico, pues un breve recuento de sus escritos demuestra el profundo interés del poeta mexicano por este tema: El laberinto de la soledad, Postdata, “Cuauhtémoc, joven abuelo”, “Reflexiones de un intruso”, “Hernán Cortés: exorcismo y liberación”, “Comunicación y encuentro de civilizaciones: la Conquista de México (Conversación con Tzvetan Todorov e Ignacio Bernal)”, “El tres y el cuatro”, “Orfandad y legitimidad”, “La semilla”, “Primitivos y bárbaros”, “El punto de vista nahua” y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Tomando en cuenta la atracción que Paz sentía por el tema del México antiguo, el presente ensayo intenta reconstruir la visión que el autor de El laberinto de la soledad se hizo acerca de ese periodo en la historia mexicana, delimitando el trabajo sólo a la cultura azteca y abordando las siguientes cuestiones: ¿Cuál fue la visión que configuró Octavio Paz acerca del mundo de los aztecas? ¿Qué posición le otorgó Paz a esa cultura dentro del vasto mundo mesoamericano? Y ¿de qué fuentes historiográficas abrevó el poeta mexicano para configurar esa visión? Tal vez por esta vía lleguemos a conocer, si bien de manera indirecta, la imagen global que Octavio Paz tenía acerca del mundo mesoamericano.

1

En una carta a Monique Font, Octavio Paz escribe lo siguiente sobre la diosa Coatlicue de los aztecas: “Coatlicue no es una diosa de mi devoción -menos aún la escultura famosa, que encuentro híbrida y decadente, como casi todo lo azteca-” (Font, 2014: 79). En Corriente alterna Paz reitera una opinión similar: “[La escultura de la Coatlicue] no es una creación sino una construcción. Los distintos elementos y atributos que la componen no es funden en una forma. Esa masa es una superposición; más que un amontonamiento es una yuxtaposición. Ni semilla ni planta: ni primitiva ni clásica […] Abigarrada, congestionada, la Coatlicue es obra de bárbaros semicivilizados: quiere decirlo todo y no repara en que la mejor manera de decir ciertas cosas es callarlas” (Paz, 2000: 29). Estas afirmaciones acerca de la Coatlicue son algo más que meras apreciaciones estéticas: reflejan la visión que Paz tenía en torno del mundo de los aztecas. Un calificativo es el que resalta en estos juicios: “decadente”. En efecto, no son pocos los ensayos en los que Paz (algo sorprendente si se toma en cuenta que uno de sus poemas cumbres se titula “Piedra de Sol”) pretende evidenciar a los aztecas como el pueblo que encarnó el período de “mayor decadencia” en la evolución del mundo mesoamericano. Para Paz, el pueblo azteca encarnaba una “cultura disminuida”, “simplificada” y “precaria” que, más que la culminación de las diversas sociedades indígenas que la antecedieron, significó el “empobrecimiento” de ellas (Paz, 2010b: 323). La intención de Paz en estas afirmaciones era la de problematizar la construcción idealizada del pasado mexicano tal y como se venía construyendo desde el siglo XIX.

Ahora bien, se debe destacar que en sus primeros escritos el poeta mexicano apenas si reflexiona acerca de la vida y el significado del pueblo azteca. Cuando el tema se hace presente en los escritos del joven Paz, lo hace a través de comentarios breves y de poca importancia, muchos de los cuales rayan el lugar común de la visión historiográfica decimonónica. Es hasta El laberinto de la soledad (1949) cuando Paz comienza a interesarse seriamente por el México antiguo. ¿A qué se debió ese cambio de interés y de visión en el pensamiento del poeta mexicano? En definitiva, a un hecho fundamental: en las décadas de los años cuarenta y cincuenta sucedía en México una trepidante revolución en el campo de los estudios mesoamericanos. Se puede decir que hay un antes y un después de esas fechas. Durante el siglo XIX, debido a la escasez de trabajos arqueológicos y estudios críticos, existía mucha oscuridad en torno de la historia y la forma de vida de las culturas mesoamericanas (León-Portilla, 1977a: 54).Se desconocía, por ejemplo, el período exacto en que se desarrolló el centro religioso de Teotihuacán; el ascenso y la caída de los toltecas de Tula-Hidalgo; la incógnita sobre si fueron primero los toltecas o la gente de Teotihuacán (“teotihuacanos”, a falta de un nombre designado todavía) los que extendieron la religión de Quetzalcóatl hasta el sur de México; el legado tolteca sobre el pueblo azteca y su pasado “real” antes de la migración hacia el Valle de México, etc. (Portilla, 1977a). Las únicas fuentes disponibles eran los documentos aztecas que representaban lo que Paz denominó como “el punto de vista nahua”, documentos que sirvieron de base para la redacción de libros tan importantes como la Historia general de las cosas de la nueva España, de Fray Bernardino de Sahagún, o la Historia antigua de México, de Francisco Xavier Clavijero.

Sin embargo, en los años cuarenta esta precaria situación comienza a cambiar. Surge lo que Enrique Florescano denomina como la “Nueva imagen del México antiguo”:

En las décadas de 1940 y 1950 se realizaron exploraciones arqueológicas en las principales zonas del país, se estableció la cronología de los distintitos períodos del desarrollo mesoamericano (Preclásico o Formativo, Clásico y Postclásico), se acuñó el concepto de Mesoamérica, salió a la luz el esplendor arquitectónico y la diversidad de las culturas que poblaron nuestro territorio (olmeca, zapoteca, teotihuacana, maya, tolteca, nahua, etcétera), y se fundaron las especialidades para estudiar cada una de estas culturas, o un aspecto particular de ellas (1990: 32).

La “Nueva imagen del México antiguo” significó un enorme avance cualitativo para los estudios mesoamericanos. Se publicaron los primeros trabajos -hoy clásicos- de George C. Vaillant y Jacques Sosustelle acerca de los aztecas; los estudios sobre del arte precolombino y la arquitectura prehispánica de Salvador Toscano, Miguel Covarrubias e Ignacio Marquina; el sacerdote Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla hicieron el rescate de las crónicas, cantos y pinturas náhuatl; también, se publicaron los importantes resultados arqueológicos e históricos de Alfonso Caso, Laurette Séjourné, Ignacio Bernal, Wigberto Moreno, Paul Kirchhoff, Robert Barlow, Pedro Armillas, Alfredo Barreda Vázquez y Eduardo Noriega (Florescano, 1990).

Uno de los aportes fundamentales de la “Nueva imagen del México antiguo” fue el establecimiento de la cronología del mundo mesoamericano en los tres períodos: “Preclásico”, “Clásico” y “Postclásico”. Esta cronología ayudó a los historiadores a situar las diferentes culturas que existieron en el México antiguo. Desde esta perspectiva se confirmó la hipótesis -ya vigente desde la Colonia- de que cuando los aztecas arribaron al Valle de México en 1325 encontraron todavía vivos algunos elementos de la cultura de los toltecas. También se debatió profusamente acerca de la mítica “Tollán” (la ciudad en que nació toda la cultura Mesoamericana) a que hacían referencia las fuentes aztecas, llegando primero a la conclusión de que se trataba de la ciudad de Tula-Hidalgo, aunque luego se rectificó la tesis aduciendo los estudiosos que en realidad la primera “Tollán” fue la ciudad de Teotihuacán (Portilla, 1977b). En términos generales, todo este avance en los estudios mesoamericanos repercutió de manera determinante en la visión del pasado azteca, ya que la operación de cotejo y contraste entre los resultados arqueológicos y los documentos aztecas revelaban nueva información acerca del tema que terminaron por modificar la visión del pasado mexicano.

Es precisamente en este ambiente de renovación en los estudios mesoamericanos en que Octavio Paz escribe El laberinto de la soledad. En este ensayo, Paz demuestra estar al tanto de los avances logrados en este rubro cuando escribe que “después de los descubrimientos de arqueólogos e historiadores” no se puede afirmar que Mesoamérica fuera un mundo primitivo (Paz, 2010a: 104). Así, varias de las ideas de Paz en torno de la cultura azteca reflejadas en El laberinto de la soledad y en ensayos posteriores abrevan de la “Nueva imagen del México antiguo”. En específico, se pueden mencionar dos fuentes directas: Jacques Soustelle y Laurette Séjourné. No es casual el hecho de que se trate de fuentes francesas. Como se sabe, en los años en que se está construyendo esta “Nueva imagen del México antiguo”, Paz se encuentra en París desempeñando una labor diplomática en la Embajada de México. En 1940, Jacques Soustelle publica en la capital francesa La pensé cosmologique des anciens mexicains (editado en español diez años después, bajo el título de El universo de los aztecas) (Sosutelle, 1980) y en 1955 publica en el mismo lugar uno de sus estudios más importantes: La vie quotidienne des Aztéques a la veille de la conquete espagnole (editado un año después en México bajo el título de La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista) (Soustelle, 1983). En el ensayo “Cuauhtémoc, joven abuelo” (1951), Octavio Paz cita directamente el estudio de Jacques Soustelle en su idioma original, lo cual confirma que el poeta mexicano leyó el trabajo del historiador francés desde su primera edición (Paz, 2010c). Lo mismo puede decirse de La pensée des anciens Mexicains Laurette Séjourné, editado en París en 1955 y dos años más tarde en México (con el título: Pensamiento y religión en el México antiguo) (Séjourné, 1989). Seguramente también Paz leyó el estudio de Séjourné en su idioma original y recibió con satisfacción la interpretación que la arqueóloga franco-mexicana hace de la cultura azteca, como lo demuestran las constantes referencias de Paz a los estudios de Séjourné. De esta forma, se puede decir que los trabajos de Soustelle y Séjourné fueron importantes para Octavio Paz en su configuración de la imagen desmitificada del pueblo azteca. Aunadas a esas dos fuentes extranjeras, aunque en menor medida, también se pueden hallar en los ensayos de Octavio Paz las influencias de Alfonso Caso, Miguel León-Portilla, Ignacio Bernal, Alfredo López Austin -Paz era buen amigo del primero, desconocemos si del segundo también-, Friedrich Katz, George C. Vaillant y Enrique Florescano (Paz publicó varios artículos de este último en la revista Vuelta).

Ahora bien, no obstante de que en El laberinto de la soledad Paz demuestra estar al tanto de estas fuentes, puede decirse que el poeta mexicano aún no lograba articular una posición crítica acerca de la cultura azteca en particular y del México antiguo en general. Es cierto que vierte algunos comentarios interesantes, pero estos comentarios no alcanzan la misma penetración que los hechos en ensayos posteriores. En general, Paz se interesa por la evolución de Mesoamérica y por la diversidad cultural en su composición. Se trata de generalizaciones cuya finalidad única es la de contrastar el mundo mesoamericano con el período posterior a la Conquista, que era de mayor interés para Paz en aquellos años (Brading, 2004: 51).

2

Un año después de que se publicara El laberinto de la soledad, Octavio Paz escribe un prólogo a la edición francesa del libro de Héctor Pérez Martínez, Cuauhtémoc, vida y muerte de una cultura (1944). El texto de 1951 se titula: “Cuauhtémoc, joven abuelo” (Paz, 2010c). En este breve ensayo, el poeta mexicano deja ver por primera vez un esbozo de la “imagen desmitificada” de la cultura azteca que repitió en reflexiones tardías. Comentando el tratamiento que hace Pérez Martínez acerca de la religión de los aztecas, Paz dice que el autor de Cuauhtémoc, vida y muerte de una cultura olvida el uso “ideológico” que los aztecas hicieron de la religión con la finalidad de dominar a otros pueblos:

Ciertos trabajos recientes -escribe Paz refiriéndose desde luego la “Nueva imagen de México antiguo”-, especialmente los de Laurette Séjurné [sic], confirman que el Estado azteca se sirvió de la religión de Quetzalcóatl de una manera que no es muy distinta a la seguida por otros Estados, imperialistas o tiránicos, con viejas filosofías y religiones: como un instrumento de dominación política, por una parte y por la otra, como una justificación intelectual (2010c: 197).

No obstante, ya que “Cuauhtémoc, joven abuelo” es un ensayo dedicado a la presentación de un libro, observamos a un Octavio Paz interesado más en glosar las tesis de Héctor Pérez Martínez que en sustentar sus propios argumentos. Es por esta razón que no se puede apreciar todavía con la suficiente nitidez la imagen crítica que Paz se hacía acerca del mundo azteca. Es hasta 1965 cuando el autor de El laberinto de la soledad decide abordar el tema de manera directa en un escrito dedicado a cuestionar las prácticas interpretativas del pasado mexicano. Y, aunque se trata de un ensayo que se interesa en la metodología de interpretación histórica, es posible observar algunas ideas importantes que Paz tenía acerca del tema.

El mencionado ensayo se titula “El punto de vista nahua”. En este texto Octavio Paz cuestiona la práctica “más común entre los historiadores y críticos de arte que entre los historiadores y antropólogos”, consistente en “interpretar la civilización mesoamericana desde los textos e informaciones recogidos por los misioneros españoles en el siglo XVI” (Paz, 1965: 22). Paz se refiere en este sentido a los códices elaborados por los propios indígenas y demás textos en lengua náhuatl escritos con el alfabeto latino que los misioneros españoles acopiaron durante el período de la Conquista. Como opina Paz, estos “documentos” representan “el punto de vista nahua”, ya que ofrecen un panorama del México antiguo según el “punto de vista” de los aztecas. Y aunque Paz reconoce las ventajas de interpretar el pasado mesoamericano desde la visión propia del pueblo azteca, observa también los peligros y limitaciones de este punto de vista: “El primero es el de confundir la parte con el todo; el segundo, suprimir las variaciones y rupturas, es decir, anular el movimiento de una civilización” (Paz, 1965: 22). ¿De dónde surgen estas reservas de Paz? Para responder a esta pregunta es necesario recordar un dato que en muchas ocasiones se suele olvidar: el México antiguo no fue un bloque temporal unitario; más bien representó fenómeno heterogéneo y de largo alcance en la historia (más de diez mil años). Como se ha mencionado antes, gracias a la “Nueva imagen del México antiguo” se pudo determinar que este proceso estuvo dividido en tres períodos: el llamado “Preclásico” (5000 a. C.- 200 d. C.), el “Clásico” (200-900 d. C.) y el Postclásico (900-1521 d. C.) (Velásquez, 2010: 17-70). Según explican los estudiosos en la materia, en cada uno de estos períodos florecieron y llegaron a su fin diferentes culturas como indican los resultados arqueológicos en las zonas del centro y del sur de México. Durante el preclásico florerieron la cultura olmeca y los primeros zapotecas; la cultura de Teotihuacán y los mayas en el Clásico (200 a. C.-700 d. C.); los toltecas en la gran ciudad de Tula Hidalgo durante el Postclásico medio (900-1200 d. C), y finalmente los tepanecas, culchuacanos, texcocanos y aztecas alcanzaron su esplendor en el llamado Postclásico tardío (1300-1500 d. C) (Escalante, 2010: 119-171). Esto demuestra que el México antiguo, lejos de ser un bloque unitario, representó todo un complejo espacio-temporal cuya mayor riqueza estuvo encarnada por los pueblos que lo habitaron y determinaron en gran medida toda su riqueza cultural.

Este breve cuadro -simplificado hasta la parquedad- nos ayuda a situar al pueblo azteca dentro de la evolución general del México antiguo hasta el Postclásico tardío. Así lo manifiesta el propio Paz en El laberinto de la soledad:“Los aztecas son los últimos en establecerse en el Valle de México” (2010a: 104). Ahora bien, tomando en cuenta esta circunstancia, se puede decir que el llamado “punto de vista nahua” sería el punto de vista tardío que un pueblo del Postclásico -el azteca- asumió acerca de las culturas que lo antecedieron en el pasado reciente (el Postclásico temprano) y el más remoto (el Clásico y el Preclásico). El que se trate de una perspectiva tardía ocasiona que el pasado mexicano se perciba equivocadamente como un todo. Como dice Paz, se trata del punto de vista de una cultura que “anula las diferencias entre una época y otra, nos da la parte por el todo” (1965: 24). Y además: “Si aceptamos que la unidad de la civilización mesoamericana es fluida -o sea: que está hecha de variaciones- el punto de vista nahua nos da la ilusión de una realidad estática y uniforme” (1965: 24).

Lo que afirma Paz, entonces, es que “el punto de vista nahua” proyecta al mundo mesoamericano como un todo compacto y sin fisuras, olvidando que se trató de un fenómeno complejo, lleno de divisiones y discontinuidades culturales. A Paz le interesa resaltar que Mesoamérica no es únicamente el mundo de los aztecas, sino algo más: una pluralidad de culturas, de tiempos y de espacios, donde los aztecas son los últimos en aparecer en la evolución general del pasado indígena. Pero hay algo más apremiante en este aspecto que a Paz le importa destacar: la unidad de Mesoamérica tal y como la proyecta “el punto de vista nahua” no sólo es un efecto de una percepción histórica tardía, sino que esa unidad es también una manipulación “tendenciosa” del pasado llevada a cabo por los propios aztecas. En este punto el autor de El laberinto de la soledad va más allá de lo puramente metodológico y se adentra en una crítica frontal a la cultura azteca y su sistema ideológico de dominación.

Para comprender esta idea de Paz es necesario detenerse primero en un hecho fundamental en la vida del pueblo azteca. Se trata de la reforma ideológica que llevaron a cabo en el año de 1427 de nuestra era. Esta reforma estuvo a cargo de un enigmático personaje azteca de nombre Tlacaélel. A éste, consejero de tres tlatoanis desde 1427 a 1480 (Izcóatl, Moctezuma I y Axayácatl), se le debe en gran medida el inicio y apogeo del esplendor azteca desde 1427 hasta la llegada de los españoles al Valle de México. Una vez que los aztecas vencieron a los tenapecas de Azcopotzalco en 1426, a los que se sometieron durante más de cien años desde su llegada al Valle de México (1325), se procedió a determinar el rumbo que tomarían para acrecentar su poderío y consagrarse como el “Pueblo del sol”. Aquí es donde interviene Tlacaélel. El consejero propuso al tlatoani Itzcóatl una serie de reformas ideológicas para generar una “conciencia histórica” de la que pudieran enorgullecerse: “De común acuerdo -escribe Miguel León-Portilla- se determinó entonces quemar los antiguos códices y libros de pinturas de los pueblos vencidos y aun los propios de los mexicas, porque en ellos la figura del pueblo azteca carecía de importancia” (1983: 90). Así procedieron los dirigentes del pueblo azteca, y una vez hecha esta primera operación, se encontraron en total libertad para configurar su propia versión de la historia según su perspectiva y su visión del mundo.

Este es el argumento principal que asume Paz a la hora de enjuiciar “el punto de vista nahua”. Al igual que León-Portilla, Paz afirma que “los aztecas no sólo reelaboraron por su cuenta las antiguas creencias sino que reinventaron su historia […] Aconsejados por Tlacaélel, el cuarto tlatoani, Itzcóatl, ordenó la quema de los códices. Con este acto se inició una inmensa tarea que en términos modernos llamaríamos de rectificación de la historia” (1965: 24). De hecho, Paz compara las falsificaciones históricas de Itzcóatl con las interpretaciones sesgadas de Stalin acerca de la revolución rusa y, sobre todo, con la destrucción de libros clásicos ordenada en 213 a. C. por Shih Huang Ti (1965: 24). Lo que hicieron los aztecas, dice Paz, fue inventar una tradición en la que ellos figurasen como el gran pueblo de Mesoamérica y el de mayor esplendor en toda su evolución. Desde esta perspectiva “el punto de vista nahua” no sería otra cosa más que una visión “tendenciosa” de Mesoamérica, puesto que se basa en la parcialidad del pueblo que ensalza sus propios actos y desmerita los actos de los otros pueblos que estuvieron bajo su dominio. Por esta razón, afirma Paz, “debemos usar los textos aztecas con cierta reserva” para conocer el pasado mesoamericano, ya que ellos representan solo un punto de vista más -de ahí también la ilusión de la unidad mesoamericana- de los muchos que tendríamos si se hubiesen conservado la totalidad de los documentos indígenas del pasado.

Esta interpretación es una revisión que el poeta mexicano pretendía hacer sobre aquella posición que sólo imputaba a los españoles la destrucción de la memoria histórica; pues la destrucción del pasado comenzó mucho antes de la conquista española y fue llevada a cabo por los propios aztecas cuando borraron todo rastro de las culturas que los precedieron para legitimarse políticamente. Paz se constituye así como juez de la historia y reparte las responsabilidades entre el pasado colonial y el México antiguo. Los aztecas no son para nada un pueblo inocente desde la visión que Paz nos ofrece en “El punto de vista nahua”. El hecho de que el poeta compare el reinado de Itzcóatl y las estrategias políticas de éste con las del régimen de Stalin dice mucho a este respecto, sobre todo si se tiene en cuenta que él se mostró siempre reacio a la “cruel política de represión y exterminio” llevada a cabo por la Unión Soviética bajo el mandato de Stalin (Paz, 2012: 28). No es casual que, en otro escrito, Paz afirme lo siguiente aludiendo al poder “central y tiránico” que ha moldeado a la política mexicana desde los aztecas: “En México la realidad de realidades se llama, desde Itzcóatl, poder central” (2010b: 349).En este sentido, la crítica hacia la cultura azteca también es una crítica oblicua hacia el poder presidencial en el México moderno y su sistema sesgado de dominación política. El despotismo, el centralismo del poder y las falsificaciones históricas en México, parece decir Paz, tienen una larga tradición que se remonta hasta el mundo de los aztecas.

3

Posteriormente a “El punto de vista nahua”, en 1969, Octavio Paz escribe Postdata. En este ensayo -continuación de El laberinto de la soledad-se incluye el texto “Crítica de la pirámide”. Ahí, el poeta vuelve a tocar el tema del México antiguo, profundizando aún más en su versión desmitificadora de la cultura azteca. Se trata de un texto concebido principalmente para someter el pasado mexicano al examen de la crítica más rigurosa. La razón de esta operación, según dice Paz, es que si bien es cierto que los aztecas han desaparecido físicamente de nuestras vidas, todavía “no podemos contemplar frente a frente al muerto: su fantasma nos habita” (2010b: 315). Por lo tanto, Postdata no sólo es un enjuiciamiento del pueblo azteca, es también un enjuiciamiento de lo vivo que hay de la cultura azteca en el México moderno. Como dice Paz: “Creo que la crítica [de México] -una crítica que se asemeja a la terapéutica de los psicoanalistas- debe iniciarse por un examen de lo que significó y significa todavía la visión azteca del mundo” (315).

Ahora bien, para comprender cabalmente “Crítica de la pirámide”, es necesario recordar algunos datos relevantes acerca de la transición cultural y religiosa que va desde Teotihuacán a Tula-Xicotitlán y de ésta a México-Tenochtitlan. Se trata de una transición que duró alrededor de mil años y que tuvo su origen en la mítica ciudad de Teotihuacán, denominada por los propios aztecas como la “ciudad de los dioses”. En esta ciudad, dice Miguel León-Portilla, “pueden hallarse las raíces y los moldes culturales básicos que después habrán de difundirse por toda la zona central de México” (1983: 27). Teotihuacán es considerada como la cuna de la religión de Quetzalcóatl y todo lo que derivó de ella en la evolución del pasado mesoamericano. El Códice Matritense afirma que Quetzalcóatl era el dios único de los teotihuacanos, “amante de la paz” y que no exigía nada como sacrificio “sino serpientes, sino mariposas” (León-Portilla, 1983: 27). Era por tanto de un dios pacífico, benevolente y profundamente espiritual (Caso, 1978: 37-41). A la caída de Teotihuacán (siglo VII d. C.),a causa de motivos todavía ignorados por los historiadores, muchos de los habitantes de la gran ciudad se replegaron hacia otras zonas del Valle de México y aún del sur, conservando la antigua religión de Quetzalcóatl y el respeto de su tradición en la manera de rendirle el culto. Estos habitantes esparcidos en el centro de México -y sus descendientes- se congregarían con el tiempo en la llamada “cultura tolteca” y fundarían una de las ciudades más célebres del período Postclásico: Tula-Xicotitlán (Florescano, 1999: 136-137). La Tula de los toltecas fue el modelo en la construcción de ciudades posteriores como Chichen Itzá, Tulan Zuyuá y más tarde la propia capital de los aztecas: México-Tenochtitlan (Escalante, 2010: 129). Esto quiere decir que la cultura de los toltecas se extendió desde el centro de México hasta los territorios del sur y lo que ahora se conoce como Guatemala, difundiendo así el culto al dios Quetzalcóatl heredado de su antiguo linaje teotihuacano. Acerca de los toltecas, se ha escrito mucho desde la época de la Colonia; pero la mayoría de estudiosos concuerda en concebir los como “sabios” y “grandes artífices y grandes sacerdotes” de Mesoamérica (León-Portilla, 1983: 32). Cuando los aztecas llegan al Valle de México en 1325, la Tula-Xicotitlán de los toltecas desapareció un siglo antes, pero su cultura y su religión aún se mantenían vivos en sus descendientes: los tepanecas (Azcapotzalco), los culhuacanos (Culhuacán) y los texcocanos (Texcoco), entre otros pueblos (Florescano, 1999: 165). Tula-Xicotitlán servirá el modelo para la construcción de México-Tenochtitlan y la religión de los toltecas será la fuente principal en el proceso de transculturación que los aztecas sufrirían con posterioridad.

Todo este proceso de transición, desde Teotihuacán hasta Tenochtitlan, es conocido por Octavio Paz y se describe de manera ejemplar en las primeras páginas de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (2008: 26-27). A Paz le interesa sobre todo el último paso en este proceso de transición: el que va de los toltecas a los aztecas (dentro del período Postclásico). Lo que destaca el autor de El laberinto de la soledad es la tergiversación que hacen los últimos sobre la cultura y la religión de los primeros:

Los mexica afirmaron siempre y orgullosamente que eran los legítimos y directos herederos de los toltecas, es decir, de Tula y Culhuacán. Para entender la razón de esta pretensión hay que recordar que para la gente nahua la dicotomía universal civilizado/bárbaro se expresaba por esos dos términos: tolteca/chichimeca. Los aztecas querían negar su pasado chichimeca (bárbaro). Esta pretensión no tenía gran fundamento: antes de la fundación de México habían sido una banda de fugitivos fuera de la ley (2010b: 316; cursivas mías).

El hecho de que Paz denomine el pasado de los aztecas como “fugitivos fuera de la ley” contradice la idea mítica que se tiene de ellos antes de su llegada al Valle de México. En este aspecto, los estudios especializados en el México antiguo se dividen: están aquellos quienes afirman que los aztecas eran un “pueblo culto” desde el momento en que iniciaron su peregrinación hacia el Valle de México y aquellos otros que manifiestan que los aztecas fue una “tribu de bárbaros” (Marín, 1977: 247-255). No está demás decir que tanto una como otra opinión conllevan hacia dos interpretaciones diferentes y opuestas en torno a lo que fueron los aztecas y el significado que tuvieron para el mundo mesoamericano en general. En sus ensayos de temas mesoamericanos, Octavio Paz se adhiere a la segunda de las opiniones antes señaladas y de esa opinión se deriva toda la visión que el poeta mexicano sostuvo sobre la cultura azteca. En efecto, para Paz, los aztecas fueron una “banda de fugitivos fuera de la ley”, “bárbaros”, “advenedizos, nómadas aventureros con genio [que] se apoderan de la herencia tolteca y fundan Tenochtitlan, el poderoso Estado que encontraron los españoles” (2010d: 212). No son pocos los escritos en los que Paz utiliza similares calificativos para referirse al pasado de los aztecas y con ello ofrecer una imagen desmitificada de aquel pueblo. Con esto, se adscribe en la posición de aquellos que leen el mítico recorrido de los aztecas y en la fundación de México-Tenochtitlan mediante la hermenéutica de la sospecha.

Antes de Paz, Jacques Soustelle argumentó que los aztecas experimentaron una particular angustia a causa de su pasado “chichimeca” o bárbaro. Por ello, cuando los aztecas arribaron al Valle de México no dudaron en impulsar un proceso de “transculturación” consistente en la inmediata absorción -en menos de doscientos años- de la religión tolteca. Para lograr esta transculturación, los aztecas hicieron todo lo posible en relacionarse con los descendientes de aquella cultura y adoptar su forma de vida y de organización política (Soustelle, 1983: 220). Poseían así un doble linaje resultado de la intersección entre sus antiguas raíces bárbaras “cuyas virtudes guerreras [los aztecas] cultivaban” y el legado de los pueblos civilizados (toltecas) “simbolizado por el dios-héroe Quetzalcóatl, inventor de las artes y de los conocimientos, protector de la sabiduría” (Soustelle, 1983: 22).

Estas ideas son la fuente principal a la hora de escribir “Crítica de la pirámide”. El poeta mexicano utiliza la misma dualidad chichimeca-tolteca para hacer su interpretación del pasado azteca y valorar el significado de este pueblo en la evolución general de Mesoamérica. Para Paz, los aztecas querían negar su pasado “chichimeca” y trazar una filiación “tolteca”. Por esta razón, se ponen en contacto con los descendientes toltecas, adoptan sus tradiciones, costumbres, vestimentas y, lo que es más importante para Paz, la religión de Quetzalcóatl. Sin embargo, Paz cuestiona este proceso de transculturación, pues observa que en ese proceso operó una transformación radical de la religión tolteca, ya que “toda asimilación de una alta cultura y compleja civilización [toltecas] por un pueblo bárbaro o semibárbaro [aztecas] implica también una desnaturalización y una simplificación de esa misma cultura” (2010d: 212).¿En qué consiste esta “desnaturalización”, según la idea de Paz? En un sentido, atañe a la cuestión de las deidades, pues “el dios tribal, Huitzilopochtli, el Guerrero del Sur, ocupó el centro del culto; a su lado figuraron los otros grandes dioses de las culturas que los habían precedido en el Valle de Anáhuac: Tláloc, Quetzalcóatl” (2010b: 313-314). La “desnaturalización”, en este sentido, se manifiesta en una modificación: la antigua religión de Quetzalcóatl (teotihuacana y después tolteca), que profesaba el culto a un dios único y benevolente, se pobló de los dioses guerreros aztecas y, lo que es más apremiante para Paz, el “dios tribal” Huitzilopochtli llegó a ocupar el centro de ese culto, desplazando a Quetzalcóatl. Esta situación paradójica es lo que Laurette Séjourné denominaría como “la traición de Quetzalcóatl” (1989: 35-43). Los aztecas cambiaron así a un dios sacerdote por un dios guerrero como su deidad principal.

Para Paz, este cambio no sólo implicó una modificación en la jerarquía de las deidades, sino también una alteración en la visión del mundo por parte de los aztecas: se pasaba de la visión mítico-espiritual (la Quetzalcóatl) a la visión mítico-guerrera del mundo (la de Huitzilopochtli). Esto es determinante para entender la posterior argumentación de Paz en torno del pueblo azteca, quien observa en este cambio la mayor “desnaturalización” de los aztecas, pues con base en esta nueva cosmovisión justificaron su dominación sobre los otros pueblos de Mesoamérica. Éste es el otro sentido en que se puede entender la “desnaturalización” de la religión de Quetzalcóatl que reclama Paz a los aztecas. En la idea de Paz, los aztecas no sólo acrecentaron el número de los dioses sino que, también, en una interpretación parcial de la religión tolteca, terminaron por convertir a ésta en un instrumento de dominación.

Quizá convenga en este punto recordar el mito cosmogónico de los cinco soles para entender mejor aún la posición de Paz a este respecto. De acuerdo con este mito tolteca- que los aztecas adoptaron-, el mundo existió a través de distintas edades o “Soles” que se sucedieron una tras otra: primero existió el “Sol de Tierra”, luego el “Sol de Viento”, el “Sol de Fuego” y el “Sol de Agua”. En su momento, cada una de estas cuatro edades llegó a su fin a causa de un cataclismo inmanente a la composición de cada Sol (a saber: lluvia de cenizas, tifones y huracanes, precipitaciones de fuego y grandes diluvios, respectivamente) (Florescano, 1999: 54). Luego, en un tiempo posterior al último cataclismo, nació finalmente el “Quinto Sol” (el “Sol de Movimiento”) en el que les tocó vivir a los teotihuacanos, toltecas y a los todos los pueblos de Mesoamérica en general (incluyendo a los aztecas). En el ya mencionado libro: Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, Miguel León-Portilla destaca que “la única forma de hacer frente al cataclismo que pondría fin a la quinta edad, era buscando en un plano personal la manera de crear en sí mismos un “rostro sabio y un corazón firme como la piedra” que hiciera digno al hombre de ir más allá de esta vida (1983: 91-92).

Ahora bien, según se ha mencionado más arriba, los aztecas llevaron a cabo una interpretación distinta del mito cosmogónico tal y como lo concebían los toltecas. A este respecto, dice León-Portilla que los aztecas concibieron “la posibilidad de evitar la muerte del Sol […] si se le proporcionaba energía vital que está encerrada en el líquido vital precioso que mantiene vivos a los hombres” (1983: 92); es decir, la sangre humana. Así fue como los aztecas transformaron la antigua religión de Quetzalcóatl en un culto sacrificial a favor de su dios tribal y guerrero Huitzilopochtli. Asumieron todos los postulados del mito cosmogónico tolteca y le dieron una interpretación diferente según correspondía a su visión mítico-guerrera.

En “Crítica de la pirámide” Octavio Paz sostiene una interpretación similar a la de León-Portilla pero la enriquece con las tesis de Séjourné y Soustelle sobre la dominación azteca:

La versión azteca de la civilización mesoamericana -escribe Paz-fue grandiosa y sombría. Los grupos militares y sacerdotales, y a su imagen y semejanza la gente común, estaban poseídos por una creencia heroica y desmesurada: ser los instrumentos de una tarea divina que consistía en servir, mantener y extender el culto solar y así contribuir a la conservación del orden cósmico. El culto exigía alimentar a los dioses con sangre humana para asegurar la marcha del universo […] Si el pueblo azteca era el pueblo del Quinto Sol, el fin del mundo se confundía con el de la supremacía azteca y de ahí que evitar ambos -por la guerra, el vasallaje de las otras naciones y el sacrificio- fuese al mismo tiempo una tarea divina y una empresa político militar (2010b: 313; cursivas mías).

La dominación azteca es más que una dominación política, se basó en el cumplimiento de una tarea cósmica: mantener la vida activa del sol. De esta visión azteca, según Paz, se derivaron sus famosas campañas militares sobre los otros pueblos de Mesoamérica, campañas cuya única finalidad consistía en obtener cautivos para alimentar al Sol-Huitzilopochtli. Así, la desnaturalización de la antigua religión de Quetzalcóatl, desde la lectura de Paz, operó completamente en este doble sentido: repoblación en el número de los dioses, usurpación de la divinidad principal por una deidad guerrera y una desfiguración de la cosmogonía tolteca que transforma la espiritualidad en un baño de sangre.

Aquí, tenemos la operación interpretativa más importante realizada sobre la historia del México antiguo. La marca del poeta es evidente en este punto: se ha servido de la “Nueva imagen del México antiguo” para hacer su propia combinatoria de elementos y obtener así una visión desmitificada del pueblo azteca. No se puede dejar de lado el hecho de que en toda esta interpretación histórica -que tiene mucho de fabulación poética- Paz realiza una crítica oblicua al México moderno; pues pretendía oponerse a la imagen idealizada que el nacionalismo oficial proyectaba sobre la cultura de los aztecas. Con ello, intentaba disparar en el centro mismo de esa ideología, desmitificando la cultura azteca y revalorizando la herencia de las culturas precedentes, especialmente la de los toltecas. En este sentido, el revisionismo histórico de Paz consistió en inventarle un nuevo punto de partida a la tradición nacional. Para hacer esta revisión histórica, como se ha señalado, se basó en los descubrimientos y estudios que comenzaban a estar en boga durante los años cuarenta y cincuenta. A la postre, Octavio Paz continuará en la misma tesitura crítica, enlazando las prácticas autoritarias del pueblo azteca con la tiranía del Estado posrevolucionario en México. Sin embargo, revisar este vínculo es tema para un estudio posterior.

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Recibido: 25 de Noviembre de 2016; Aprobado: 04 de Mayo de 2017

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