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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.9 n.18 Valenciana Jul./Dec. 2016

 

Dossier

Sacrificarse por el otro, salvarse por el arte. “El Cristo negro”, de Salarrué

Self-sacrificing for the sake of others, saving oneself throught art. Salarrúe’s “El Cristo negro”

Martha Elena Munguía Zatarain* 

* Universidad Veracruzana


Resumen:

La literatura no ha sido nunca ajena a la ética, hunde sus raíces en ella y de ahí toma el oxígeno para construir mundos ficticios llenos de sentido. Pero algunas obras se orquestan alrededor del problema de una compleja relación con lo ético, como el caso de esta leyenda, de origen oral, llevada a la literatura culta por Salvador Arrué, Salarrué, escritor salvadoreño que pone en juego todo el conflicto que anida en la idea del sacrificio para salvar al otro. ¿Es posible un nuevo Cristo en la tierra sin que resulte un verdadero demonio? Parece ser la pregunta que late detrás de la historia que narra. Mal y bien se funden y es imposible distinguirlos. El escritor encuentra la última redención, la verdadera posibilidad de salvarse en la amorosa mirada artística, la única capacitada para comprender.

Palabras clave: Salarrué; leyenda; santidad; Uraco; ironía

Abstract:

Literature has never been unawareof ethics. The first one is rooted in the second, and it takes from it the oxygen needed to build fictional worlds full of sense. However, some works are orchestrated around the problem of a complex relationship with ethics, like the case of this legend, oral in its origins and brought to highbrow literature by Salvador Arrué, Salarrué, the Salvadoran writer that puts the whole conflict nested in the idea of sacrificing one’s life to save the lives of others at stake. ¿Is it possible to have a new Christ on Earth without him turning out to be a demon? This seems to be the question behind the story told by him. Evil and Good merge together, and they become impossible to distinguish from one another. The writer finds the last redemption, the true chance for salvation, in the loving gaze of art, the only one he ́s able to understand.

Keywords: Salarrue; Legend; Saintliness; Uraco; Irony

La belleza es el campo de batalla donde Dios y el

Diablo se disputan el corazón del hombre.

Dostoievski, Los hermanos Karamazov.

A pesar de la existencia de santos modernos, algunos plenamente reconocidos por la institución religiosa, como Josemaría Escrivá de Balaguer, y otros al margen, como Jesús Malverde, parece a primera vista que el género hagiográfico ha dejado de ser fructífero para la literatura actual, tal vez por la resistencia generalizada a creer en la santidad; sin embargo, es indudable que sus huellas perduran en obras narrativas contemporáneas y no sólo en su forma paródica. Probablemente pueda provocar extrañeza la constatación de que un centroamericano, en pleno siglo XX, haya explorado las posibilidades artísticas del género y haya escrito un cuento singular, en más de un sentido, que recupera los tonos y las formas de la hagiografía antigua sin que se trasluzca ni un mínimo matiz paródico. Me refiero al cuento “El Cristo negro (Leyenda de San Uraco)”, del salvadoreño Salvador Salazar Arrué, Salarrué, publicado en 1927. Los orígenes de la trama, el estilo con el que se narra, la visión irónica del narrador que debe distanciarse de un horizonte de valores artísticos dominante para contar una historia que emerge desde la más remota periferia cultural, el profundo sentido ético del relato en su relación con la actividad estética, son todos factores que hacen del cuento un luminoso ejemplo del cruce problemático y escurridizo de lo ético y lo estético.

Salvador Salazar Arrué, Salarrué (1899-1975), pintor y escritor escasamente conocido fuera de su país natal, es autor de dos libros de relatos, sus obras más conocidas, Cuentos de barro (publicado en 1931 a instancias de Gabriela Mistral, aunque la versión definitiva no vio la luz hasta 1934) y Cuentos de cipotes (1961). Salarrué también escribió novelas, entre otras, El señor de la burbuja (1927)1 y Catleya Luna (1974), mucho menos apreciadas que sus cuentos y apenas leídas. En resumidas cuentas, el autor ha sido frecuentemente relegado, poco comprendido, fuera del ámbito centroamericano, tal vez porque el reconocimiento que ofrecen las historias literarias todavía se sigue controlando desde las metrópolis latinoamericanas y desde ahí se ha creído posible ignorar el universo cultural de Centroamérica, sobre todo en lo que se refiere a escritores difícilmente encasillables en los parámetros establecidos por la crítica y la historiografía.

A pesar de todo, es preciso reconocer que algunos estudiosos se han ocupado de la obra de Salarrué y, al hacerlo, dejan brotar el asombro que causa su estilo, aunque no todos han sido muy precisos ni justos al intentar ubicar el lugar que ocuparía el autor en la tradición literaria centroamericana.2 Así se expresa, por ejemplo, José Juan Colín:

In the historical progression of Central American Literature, an interesting precursor to contemporary forms is found in the case of Salvador Salazar Arrué (Salarrué), a Salvadoran writer who became prominent at the dawn of the twentieth century. This writer was one of the earliest promoters of the so called nueva narrativa in Latin America and was one of the founders of a new Central American narrative as well called Costumbrism. In adittion, Salarrué is considered one of the greaters exponents of Cuzcatleca narrative (Colín, 2009: 36).

Me parece, sin embargo, que se debe considerar a Salarrué como alguien que hizo algo más que ser un mero precursor de las formas de la modernidad y que puede resultar confuso adscribirlo al costumbrismo, por la larga historia de ambigüedad e imprecisiones que arrastra el término. Salarrué no fue un pintor de costumbres con el pincel del color local; es un artista que ofrece una visión renovada y compleja del mundo que recrea, construye un lenguaje literario inédito, en la encrucijada del regionalismo, lo lírico de corte vanguardista y la oralidad popular de acentos indígenas. El problema es que para explicarlo en su complejidad y ubicarlo con mejor tino en la tradición literaria hispana hacen falta muchos estudios todavía.

Ricardo Roque Baldovinos es el crítico que ha sido más certero y justo para comprender la dimensión de la propuesta artística de Salarrué, y en esta labor emprende una fértil polémica con quienes lo han adscrito al costumbrismo. Roque Baldovinos ve con suma claridad que la peculiaridad estilística de Cuentos de barro lo aleja de la tradición costumbrista, pues observa el juego que el autor establece entre lenguaje culto, de tradición libresca y expresión popular, y apunta: “Salarrué busca la síntesis, la elipsis, la máxima economía narrativa y la sorpresa. En ello manifiesta que tiene ya un dominio de la forma del cuento moderno -del short story- que implica un alto grado de conciencia sobre los procedimientos narrativos” (Roque, 2012: 99).

Los personajes que pueblan las obras de Salarrué son campesinos centroamericanos despojados de sus tierras, trabajadores humillados con hambre, indígenas abusados, seres errantes en un mundo hostil, niños callejeros; sin embargo, no son mirados y avasallados por la autoridad omnisciente y paternalista del narrador, al modo del realismo que se practicó con tanta frecuencia en Hispanoamérica. Hay en estos cuentos un constante choque, a veces casi imperceptible, entre las conciencias de los personajes y la de la voz narradora, para resolverse en una imbricación sutil de ambos, de tal suerte que el narrador termina por contar desde dentro del horizonte ajeno, desde la percepción del mundo de los personajes, sin imponerles ni su visión ni su estilo lingüístico. La apuesta poética de Salarrué parece estar más orientada a la búsqueda del lenguaje vivo, atravesado por las voces indígenas, por arcaísmos, prosopopeyas, hipálages, sinestesias de la más pura raigambre vanguardista, que sea capaz de expresar de un modo conciso, metafórico y contundente el alma de los habitantes de ese mundo que empezó siendo ajeno al narrador. Por esta razón, los personajes nunca son pintorescos, ni son ofrecidos a la vista del lector como un objeto concluido y cerrado.

Casi todos los críticos han señalado el lirismo presente en las descripciones de la naturaleza y hay mucha razón en esta observación; sólo quisiera puntualizar que ese lirismo no niega la decidida orientación narrativa de todos los relatos. Salarrué se vale de la metáfora para construir el mundo y esta decisión obedece a la búsqueda de la verdad, una verdad con frecuencia ocultada, silenciada. Por ello busca en los hechos menudos, en el rincón no visitado antes, hasta que el universo cobre vida y hable en el relato. También se ha señalado la creciente presencia, con el transcurrir de los años, de una honda preocupación por las cuestiones del bien y del mal en su obra; su formación católica fue muy importante en el proceso de conformación de esta conciencia ética, pero resultó decisivo su interés por la teosofía y más tarde por las ramas espirituales derivadas del budismo. “La teosofía -apunta Sergio Ramírez- llegó a representar para él una especie de atalaya de resistencia moral contra los valores de la sociedad en que le tocaría resistir como escritor, pues aunque apacible, su vida artística fue en muchos sentidos todo un desafío, y es desde las fundaciones éticas de sus creencias, que pudo levantar las fábricas de su creación literaria” (1977: xiii).

“El Cristo negro” es una obra temprana, antes de que Salarrué se comprometiera a fondo con la teosofía; sin embargo, el eje de su composición gira justamente alrededor de esta preocupación acerca de la índole del bien y del mal. En un breve trabajo anterior sobre Cuentos de barro, apunté como hipótesis explicativa de la estética de Salarrué la construcción del cuento como metáfora, no entendida ésta en el sentido retórico, “sino como el punto de reunión tensa de dos ámbitos habitualmente separados, opuestos, incompatibles, dos universos de sentido, de emoción, y en ese punto de choque es donde se genera un nuevo sentido, un mundo nuevo” (Munguía, 2002). Y si ahora la traigo a colación es porque me parece que puede ser una propuesta válida para pensar “El Cristo negro”, pues todo su universo de sentido está orquestado alrededor de un oxímoron básico: la cercanía, al punto de la fusión, del bien y del mal.

El relato no genera dudas al respecto; así lo expresa contundente Oviedo: “en la novela corta El Cristo negro, ambientada en tiempos de la colonia, propone la idea de que el diablo y el Niño Dios son la misma persona” (2001: 545).3 Yo creo, sin embargo, que es preciso poner un matiz en esta apreciación, pues el texto no “propone ideas” en un sentido filosófico; el relato está orquestado en una tensión de carácter ético que encuentra solución artística cuando se entorna la mirada comprensiva para aprehender el mundo y darle forma.

Una hagiografía peculiar

Los materiales con los que Salarrué compuso “El Cristo negro” son heterogéneos, pues una parte de ellos provienen de la tradición oral de carácter legendario -no es gratuito que entre paréntesis se haya colocado el subtítulo “Leyenda de San Uraco”-, otra, de la historia colonial de Guatemala, pero también, y muy importante, de los discursos filosófico-teológicos acerca de la posibilidad del bien en el mundo y su inevitable relación con el mal. Todos estos materiales son sometidos a la reelaboración estética signada por la peculiar mirada del narrador, de donde emerge un relato perturbador desde el punto de vista ético y literario. A grandes rasgos la historia consiste en el proceso de perdición de un fraile, Uraco, que en su infinita bondad comete toda clase de maldades, asesinatos y crueldades que lo convierten en la encarnación del demonio; sin embargo, la peculiaridad consiste en que el hombre se hace abyecto por amor al prójimo, todo con el fin de salvar las almas de los demás, pues él comete los crímenes y las atrocidades que otros planeaban cometer y así les evita a los otros el pecado. Él carga con el peso de todos los males de su mundo, hasta que es aprehendido y sometido a un castigo extremo: será crucificado, con lo que se establece una situación ambivalente, pues se trata de un demonio castigado del mismo modo como se castigó a Cristo. Es un escultor, Quirio Cataño, el único que puede penetrar en el significado de la historia; sólo él es capaz de percibir lo que está detrás de las apariencias porque mira con ojos de amor y compasión dado que es artista; gracias a eso puede esculpir una efigie del Cristo crucificado que será estremecedora ya que logra atrapar esa verdad profunda.

Es hecho histórico que el escultor Quirio Cataño fue contratado a fines del siglo XVI por las autoridades eclesiásticas para que tallara una escultura de Cristo crucificado en madera. La escultura se hizo y se colocó en la Basílica de Esquipulas, Guatemala. Se trata de un Cristo negro -hay muchas versiones sobre el color de la escultura, algunos piensan que fue una elección deliberada del artista, otros sostienen que la madera se fue oscureciendo con el paso de los años- y es, sin duda, un objeto de culto popular que se ha extendido a diversas partes de América Latina y se ha convertido, por su color, en una especie de símbolo de reivindicación de las comunidades indígenas de piel oscura. Ésta es la parte de la historia documentada que sirve de fuente para la composición del cuento. El texto parece proponerse como una especie de explicación imaginativa de por qué esa figura tallada por Cataño logró captar la profunda verdad de un Cristo crucificado y ha resultado así tan significativa para el pueblo centroamericano. Pero, evidentemente, el cuento es mucho más que esto, pues se abre a una compleja red de significaciones entrelazadas, algunas de las cuales intento rastrear aquí.

La forma de composición afilia el cuento a la tradición de la hagiografía que, por su propia naturaleza, asume tonos legendarios. Las leyendas de los santos intentaban recrear las magníficas obras que realizaban personajes iluminados por la gracia divina -oían voces que les señalaban lo que debían hacer, tenían visiones que los guiaban-, y en el recuento de esas vidas, los relatos se detenían a reconstruir el trayecto siempre lleno de obstáculos que todo santo ha de transitar para alcanzar a distinguirse del resto de los mortales; de esta manera, se ofrecían como un modelo de imitación revivido una y otra vez. Para explorar de manera más clara el juego ambiguo e irónico que establece Salarrué en su texto, puede ser de suma ayuda tratar de rastrear los paralelismos que va estableciendo con el proceso de santificación y con las leyendas hagiográficas, entendidas como una de las formas simples que estudió André Jolles en su clásico tratado.4

El papa Urbano VIII puso en marcha, en 1634, la reglamentación elaborada para santificar a alguien, ahí se establece, entre otras cosas, que deben pasar al menos 50 años entre la muerte del santo y su canonización, lo que produce un distanciamiento temporal necesario entre la vida del candidato y el reconocimiento de su santidad. El primer paso que se da en este proceso es el de la beatificación, seguido de la canonización; pero lo que importa resaltar del complejo procedimiento es que se formuló como un meticuloso juicio de investigación judicial: se dice que “los argumentos de la beatificación y canonización deben ser sometidos a análisis tan severos como los de un proceso criminal y que los hechos deben demostrarse con la misma exactitud que se exige para el castigo de un delito” (Jolles, 1972: 32).

En este proceso del reconocimiento de la santidad como parte de una investigación criminal se asienta el paralelismo básico que explorará Salarrué en la construcción de la leyenda del Cristo negro. El santo, como el delincuente, añade Jolles, debe distinguirse de los demás, más que en cantidad, en calidad: desde la infancia el santo debe dar muestras de su diferencia frente al común de los hombres; así, “santos y delincuentes son personas en las cuales, de algún modo, el bien y el mal se hacen objetivos” (1972: 38). Como se verá enseguida, Uraco da señales muy tempranas de su índole demoniaco-beatífica.

Salarrué propone a sus lectores el proceso de construcción de la santidad de un hombre y los hechos que tiene para mostrar esta cualidad diferencial de su personaje frente al común de los mortales, son justamente un cúmulo de delitos cometidos: cuanto más delinquía su personaje, más se distanciaba de los hombres comunes y más fehacientemente se mostraba su santidad. Vale la pena señalar que, desde el punto de vista de la justicia terrena, los actos de Uraco no pueden ser vistos más que como delitos; pero desde la perspectiva religiosa, el fraile está cometiendo pecados, está atentando contra su fe por amor a la humanidad. Algunas de las tropelías que comete apuntan al atropello de su propia fe, como profanar imágenes divinas; pero es importante señalar que ésta nunca es puesta en duda por el fraile ni por el narrador, de ahí que el sufrimiento del pecador sea mucho más agudo y hondo y, por tanto, más meritorio su acto. En este punto también se marca la diferencia de esta historia con otras de índole legendaria, como la de Malverde, el santo que robaba a los ricos para dar a los pobres. Malverde nunca quiso redimir a los demás ni actuó en contra de su propia fe, como lo hace Uraco.

La ironía inversora del relato se instaura desde la recreación de los orígenes de Uraco: su padre, “Argo de la Selva, noble ruin de Badajoz”, fue un criminal que perdió los favores del poderoso, fue juzgado y ahorcado. Su madre, india Txinque, “algo bruja, algo loca”, intentó vengar a su marido “pero no logró su intento y fue destrozada por la guardia y enclavada más tarde su cabeza en una lanza, en medio de la plaza de la ciudad” (1977: 3). Nótese, entonces, cómo los orígenes del santo no podían ser más oscuros y problemáticos; también, es en este aspecto donde se siembra la semilla de la identidad entre personaje y pueblo: las comunidades marginales centroamericanas pueden hallar sus orígenes en historias oscuras, como hijos ilegítimos, sujetos a perpetua sospecha por parte del poderoso. Estos elementos son fundamentales para el surgimiento de la leyenda de Uraco.

El joven huérfano se refugia entre los franciscanos, donde iniciará una vida peculiar, dando señas de su cualidad extraordinaria, pues el amor que siente por Cristo es visto como una desmesura por los frailes. Aunque el narrador no se detenga a exponer las manifestaciones de este amor, no cabe duda de que la devoción de Uraco no es la habitual en los frailes y se reconoce más como “locura y desenfreno” o franca hipocresía, lo que en una terminología moderna puede ser denominado como arranques de neurosis (de este modo se han visto algunas de las expresiones de arrebato de fe por parte de santos). En los intersticios del relato siempre está latiendo el problema de la imposibilidad de imitar a Cristo pues, aunque la iglesia postule el ideal de la emulación, cuando se lleva a los hechos siempre es vista como una manifestación enfermiza o francamente maligna.

Importa destacar la caracterización del personaje que, además de ser mestizo, desde su juventud tenía un aire malévolo en su rostro: “Delgado y gris, enfundado en el hábito sugería la idea -mil veces exorcizada por los monjes- del Demonio metido a fraile” (4), aunque su hablar desmentía esta primera impresión, porque su voz era suave y amorosa. Con estos rasgos ambivalentes tenemos el perfil del personaje que habrá de recorrer un tortuoso camino de pruebas hacia la culminación de su santificación, marcado siempre, sin embargo, por la locura y lo demoniaco, nunca por la sensatez o la realización de obras beatas.

Evidentemente, el lector no puede más que sentir una especie de perplejidad, por decir lo menos, al constatar que el cuento nos propone el relato de la vida legendaria de un santo, pero la fábula se compone de la comisión de un delito tras otro, que abarca una inmensa gama de abyecciones: lujuria, sacrilegio, maltrato a seres indefensos, como su propio hijo, robos, la invocación a Satanás para lograr la curación milagrosa de una moribunda, múltiples asesinatos. ¿Desde qué horizonte de valores se puede proponer la santidad de un personaje de esta índole? ¿Se trata de una burla del narrador? ¿Qué significa en el fondo este largo oxímoron narrativo?

El cuento se abre con un párrafo en tono burlón que puede hacer pensar que todo el relato será una gracejada: “San Uraco de la Selva, no se encuentra en el Martirologio pero podemos atrevernos a creer que debía hallarse allí, aunque en el mismo Cielo de nuestro Señor y aun en el Infierno de los cornudos, se vieron en grueso aprieto para saber dónde debía quedar” (3). Más desaprensión no podía mostrar este narrador con respecto a la historia que contará y con ello rompe la convención de la leyenda hagiográfica. Sin embargo, este dejo burlón y desenfadado no volverá a registrarse en ningún otro momento y muy pronto, en el siguiente párrafo, habrá asumido el tono distanciado de lo legendario: “Nació en Santiago de los Caballeros, allá por el año de 1567” (3), tono que, en general, sostendrá.

El narrador urde su trama posicionado en un después muy claro: los sucesos ya eran remotos, él conoce perfectamente la conclusión de la historia; sin embargo, su relación temporal y afectiva con aquellos hechos va sufriendo modificaciones, pues en ese hilvanar el relato se va creando la expectativa de lo que le ocurrirá al personaje, y los lectores asistimos, poco a poco, al proceso de construcción de una vida, como si estuviera ocurriendo ante nosotros en este momento, o más bien como si nuestro momento de lecturas e desplazara hacia aquel remoto siglo XVI en el que vivía Uraco su aventura. Ésta es en buena medida la condición genérica de la leyenda hagiográfica que actualiza Salarrué: se cuenta una vida pasada, una historia concluida que entra en tensión con las pretensiones características de la leyenda de poner frente a los ojos del lector el transcurrir de una vida ejemplar, que se ofrece como modelo, de tal suerte que parece que los acontecimientos relatados volvieran a ocurrir en el aquí y el ahora de la lectura.

La construcción de la espera, de la incertidumbre sobre el futuro del personaje, la crea el narrador a veces de manera explícita, involucrándonos en su vacilación sobre el conocimiento absoluto de los hechos: “¿A dónde iba; cuándo llegaría; por qué sus pasos seguían el rastro fulgurante de una esperanza; por qué el Señor no le arrojaba de una vez entre las llamas del Infierno, aquel Infierno de sobra ganado por él al servicio de Dios?” (9), de pronto se pregunta el narrador, en consonancia con las dudas y tormentos que sufre el personaje. Pero en otros momentos recupera sin más la distancia radical entre la enunciación y los hechos referidos: “Corría el año de 1595” (17).

Ahora bien, ¿cómo se resuelve la paradoja de que se narran actos criminales en la forma de una leyenda hagiográfica? ¿Cómo se construye en el ánimo del lector la sensación de leer el discurrir de una vida ejemplar, camino de la santidad, a pesar de los datos objetivos de maldad que se cuentan? Parece haber un principio implícito en cada vida de santo hecha leyenda: el del sufrimiento. El personaje que merezca ser alzado a esta condición debe haber enfrentado múltiples pruebas, tentaciones, debe haber combatido peligros y amenazas que pongan en riesgo su índole beatífica, pero, sobre todo, debe haber plantado la cara a aquellas vivencias que hayan atentado contra la propia fe. Recuérdese cómo el propio Cristo debió sufrir en su exposición al mundo y debió combatir para mantener la fe en su padre. Cuanto más extraordinarias hayan sido las aventuras pasadas, más propicia será esa vida para la leyenda y cuanto más cercano haya estado al martirio, más edificante podrá ser la historia contada.5 Salarrué erige el sufrimiento de su personaje como uno de los ejes esenciales para identificarlo como un santo. El criminal común no padece con los actos delictivos en los que participa; san Uraco vive un intenso sufrimiento cada vez que debe violentar la norma, y buena parte de su vida atormentada gira alrededor de la fe contra la que atenta.

No tenemos ningún dato contundente que demuestre la bondad de Uraco; sólo contamos con las afirmaciones reiteradas del narrador y el adjetivo de santo que le antepone; de ahí que estemos orillados a creer sin más en el personaje como encarnación de la virtud suprema. Es el narrador el que afirma que fray Uraco hace el mal para evitar que otros lo cometan. En varias ocasiones el propio personaje llega a cuestionar la moralidad de sus actos, pero el narrador cierra la puerta una y otra vez a la duda. Así se reproduce el debate interior del santo: “Has liberado del Infierno a dos hombres tentados por el maligno. ¿No es todo eso amor? ¿Cristo no habría hecho otro tanto?” Y en el siguiente párrafo entra la voz del narrador en un discurso que se va volviendo indirecto libre al ir cediendo el espacio a la expresión del santo en su debate de conciencia: “Al pensar así se horrorizaba. ¡Oh, no; Nuestro Señor no habría cometido infamias tan grandes. Habría hallado el modo de arreglar todo bien!...” (8). El personaje ha construido su vida imitando a Cristo en su infinita bondad, aunque él mismo impugna de modo contundente el paralelismo al identificarse como un demonio, pero en este rechazo se configura la humildad que lo vuelve a acercar a lo divino. Incesante batalla en el cuento entre Dios y el Diablo y la imposibilidad de saber dónde acaba la esfera de uno y comienza la del otro.

Buena parte de la tensión del relato consiste en este debate entre la certeza de Uraco de ser un agente del mal y la incesante afirmación del narrador de la santidad de su personaje. En el trayecto donde enfrenta una serie de pruebas que el destino le pone delante y que lo llevarían a alcanzar la gracia divina, el ex fraile va ahondando en la maldad de sus acciones con el afán de arrebatarle almas al demonio. Prófugo de la justicia, errante en la selva, repudiado por los hombres, vive su martirio con lágrimas en los ojos; ésta es la única manifestación externa del sufrimiento de Uraco: “Venían le cortos estremecimientos de frío y largos lapsos de fiebre cuya sed calmaba, a falta de agua corriente, con la de los pantanos apestosos o con la humedad salobre de sus lágrimas” (7).

Dice van Gennep sobre la leyenda hagiográfica: “Une a una gran precisión -real o no, es indiferente- histórica y geográfica, una maravillosa imprecisión en la psicología de los personajes” (1982: 130). Al modo de estas leyendas antiguas, Salarrué tampoco da espacio a un especial desarrollo de la psicología de su personaje pues todo pasa por el conocimiento absoluto del narrador. Las crisis que vive Uraco no alcanzan a configurar un alma en debate con su conciencia; lo que vimos líneas arriba es apenas un asomo de su vida interior para darle fuerza a la tensión sobre la que se construye el relato, el santo y el pecador, pero sobre todo, la valoración que reciben las acciones del personaje; por un lado, la condena más radical y, por el otro, la lectura de sus actos como manifestación de santidad.

En resumen, Salarrué compone su relato siguiendo el modelo de la leyenda hagiográfica pero operando en ella una inversión que viene a minar de raíz el supuesto en el que descansa ésta, la incuestionable santidad del personaje, pues si bien el narrador no vacila jamás sobre la índole beatífica de san Uraco, el acontecer de la historia pone en duda una y otra vez la posibilidad de una lectura lineal y unívoca de la santidad, lo que lleva a enfrentar y a confundir la bondad y la maldad.

Ética y visión estética

Es importante no olvidar que el relato literario, contra lo que se ha sostenido en ciertas etapas de predominio de algunas teorías formales, no es indiferente a la valoración de las acciones de los personajes. Recordemos con Ricoeur que “Es cierto que el placer que experimentamos en seguir el destino de los personajes implica que suspendamos cualquier juicio moral real, al mismo tiempo que dejamos en suspenso la acción efectiva. Pero, en el recinto irreal de la ficción no dejamos de explorar nuevos modos de evaluar acciones y personajes [...] El juicio moral no es abolido; más bien es sometido a las variaciones imaginativas propias de la ficción” (1996: 167). La actitud evaluativa que como lectores del texto de Salarrué asumimos nos es sugerida por la configuración de la mirada moral del narrador. Es a través de su lente que nosotros vemos, y él decidió desde un principio que todas las maldades cometidas por su personaje obedecen a una intención santa, la de salvar almas, de tal suerte que nosotros seguiremos en la lectura el camino tortuoso y doliente de Uraco hacia la santidad; a pesar de todo, nuestra certeza nunca es absoluta: el relato abre las puertas para la posibilidad de una evaluación ética independiente de la suya, pero siempre dentro de los márgenes del mundo ficcional propuesto. La orquestación de la historia gira alrededor de esta tensión que no halla respuesta en el mero territorio de lo ético, tiene que ser resuelta en la esfera donde la ética se intersecta con la estética.

¿Es, verdaderamente, Uraco un santo? ¿Nos permite el cuento la duda? En todo caso, ¿hacia dónde nos encamina la duda? La organización formal del cuento no parece, en primera instancia, dejar abierta la puerta para que el lector pueda distanciarse de la convicción inquebrantable del narrador sobre la santidad de su personaje, pues el conocimiento del mundo que ese narrador muestra es absoluto, ya que incluso exhibe su capacidad para introducirse en la conciencia del santo. Este rasgo del texto nos recuerda que Salarrué, por un lado, encabalga su relato entre la tradición oral de la leyenda en la que el tono y la actitud narrativa hacia la materia contada cierran la posibilidad de la duda: el pueblo tiene por verdaderas las leyendas y no hay razón para cuestionar su veracidad;6 pero, por el otro lado, está la clara participación del cuento en la tradición literaria de naturaleza culta, escrita, en la cual no existen verdades inamovibles, todo puede ser sujeto de sospecha. Es en esta dimensión en la que se perciben, por lo menos, dos fisuras por donde se cuela la vacilación: la propia incertidumbre del personaje que lo lleva a invocar la protección del demonio y la desmesura de la historia que va empujando a Uraco a convertirse en una especie de sosia de Cristo, un gemelo que no puede ser más que irónico puesto que, por un lado, es imposible la imitación impecable del salvador y cuando ésta se emprende el resultado no puede ser más que negativo; por otro lado, el cuento configura sutilmente el cuestionamiento a la problemática idea de que alguien cargue con todos los pecados del mundo sin que esto lo lleve a la perdición. Imitar a Cristo en la tierra es repetir la imposibilidad de la salvación, del bien y de la redención, de ahí que el sosia de Cristo sólo pueda ser un demonio.

Contar una historia de santidad al revés es una elección esencialmente irónica y profundamente retadora, que pone de cabeza las ideas del bien y del mal, la salvación y el sacrificio por el otro: ¿servir a Dios por los caminos de la maldad? Así se diluye la delicada línea que separa a Dios del mal, hasta hacerlos una misma cosa. Uraco, mientras vivió, hizo el mal para hacer el bien, y por decisión de la justicia terrenal termina crucificado, como el hijo de Dios, cuando en realidad fue la plena encarnación de Satanás. La idea de crucificarlo es, evidentemente, una decisión irónica de la autoridad y con este acto, para escarmiento de los herejes, se abre la puerta para la equiparación entre ese demonio castigado y Cristo que murió en la cruz para redimir a los demás. De esto se percata claramente el santo varón: “Inútil es decir que Uraco protestó desesperadamente por aquella determinación tan absurda. No merecía su inmunda persona tamaña gloria” (18). A pesar de todo, es en este momento en el que el personaje alcanza su cometido de volver a ser Cristo en la tierra. En la composición de este relato, entonces, yace escondido el gesto de una risa que se ha ido diluyendo hasta convertirse en huella mínima en la ironía del narrador de la modernidad, un narrador que, sin embargo, se sabe en los márgenes de la metrópolis de la cultura, que debe darle vida, con las formas artísticas de la cultura dominante, a la oscura sobrevivencia de pueblos perdidos. Por ello, debe moldear la hagiografía hasta hacerla suficientemente dúctil, con el fin de expresar la peculiaridad de la santidad en un mundo violento, desgarrado por la desigualdad y la injusticia ancestrales.

En este punto quiero detenerme a revisar la solución final que propone el relato y que puede enunciarse más o menos en los siguientes términos: sólo para el artista que asiste al acto de la crucifixión resulta significativa la escena que va a presenciar. La verdadera santidad, la bondad no son visibles en primera instancia, sólo por la vía del arte se revelará esta posibilidad. Quirio Cataño es el único que siente piedad y amor por el condenado: “Sólo un hombre entre aquellos que le acompañaran en la vía de la dulzura y de la redención, le había mirado con ojos de amor” (19).Con esta anotación se abre la otra propuesta ética del relato: el arte es una fuente de visión más verdadera que la histórica, porque el artista es el único capaz de entornar una mirada empática y amorosa hacia el prójimo; sólo por el arte se puede acceder a la verdad que yace oculta en la apariencia de los actos y por eso se vuelve una mirada productiva. Esta relación estrecha entre la contemplación ética solidaria y la posibilidad expresiva en el arte la expuso Bajtín en uno de sus primeros trabajos y lo que apunta parece sumamente esclarecedor para abordar el texto de Salarrué:

El desamor, la indiferencia jamás pueden ser capaces de desarrollar fuerzas suficientes como para demorar intensamente por encima del objeto, fijando y moldeando cada pormenor y detalle suyo. Sólo el amor puede ser estéticamente productivo, sólo en una relación con lo amado es posible la plenitud de lo múltiple (1997: 70).

Quirio Cataño, el escultor, asistió a la crucifixión y ahí, siendo testigo del tormento extremo infligido al impenitente pecador, se le reveló la verdad y pudo inspirarse para esculpir el Cristo negro, obra enigmática y magistral. Sin embargo, todo esto fue posible porque supo detenerse en la contemplación amorosa, la única que puede “abarcar y retener la multiplicidad concreta del ser sin empobrecerlo ni esquematizarlo” (Bajtín, 1997: 70). El relato, desde esta perspectiva, también puede ser leído como un cuento sobre la creación artística y los fundamentos éticos de ésta.

Me parece que la propuesta de lectura que enuncié tiene la ventaja de evitar el riesgo que se puede correr fácilmente al interpretar “El Cristo negro” desde un relativismo ético que no presenta, donde todo podría ser válido y legítimo. El relato está sustentado en una clara ética y en una profunda visión del sentido moral del arte, del verdadero arte que expresa una vida orientada hacia los otros y para los otros, que se sacrifica más allá de los límites de lo humano. Ésta es la verdad que encarna Uraco en su vida pesarosa de pecador impenitente; esto es lo que alcanza a comprender y a plasmar Quirio Cataño en su obra artística y esto es, finalmente, en este juego de múltiples ecos, lo que el narrador es capaz de aprehender en el relato.

Bibliografía

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1Intento de novela, “al cabo malogrado” dice Sergio Ramírez (1977: x).

2José Miguel Oviedo es de los pocos historiadores de literatura hispanoamericana que lo incluye en su recuento, aunque no se muestra muy entusiasta con Cuentos de barro, del que dice “Es cierto que su realismo de ambiente campesino y de sabor popular parece simple y muestra a veces rezagos del más convencional nativismo” (2001: 545), sí supo apreciar la dimensión poética de su escritura, en particular el diálogo productivo entre el lenguaje verbal y el visual que tan bien dominaba como pintor.

3No voy a entrar en la discusión acerca de la índole genérica del texto, pues si para José Miguel Oviedo se trata de una novela corta, yo pienso que puede ser leído igualmente como cuento. En todo caso, dejo para otro momento la revisión de este problema.

4Jolles define las formas simples de esta manera: “Allí donde bajo el dominio de una actividad mental lo múltiple y polifacético del ser y del acontecer se condensan y adquieren forma, donde la lengua aprehende esto en sus unidades indivisibles, en unidades lingüísticas que al mismo tiempo se refieren a y significan ser y acontecer simultáneamente, estamos frente a la aparición de las formas simples” y añade que la historia literaria las ha llamado motivos, lo que ha dado lugar a confusiones (1972: 46). Entendida así, es muy claro cómo la leyenda hagiográfica puede ser estudiada como una forma simple, pues en ella se encuentra absolutamente entrelazado el ser con su acontecer que se plasma en el relato.

5“Para ser héroe o verdadero Dios, necesita haber sufrido; la civilización humana general es el rescate de este sufrimiento individual”, deja asentado Arnold van Gennep en su estudio sobre la leyenda. Aunque también reconoce que, si bien todo mártir es un santo, “no todo santo ha sido mártir” (1982:118-119).

6El narrador parece, al final, volver a otro de los recursos clásicos de la leyenda hagiográfica: “Algunos santos provienen de falsas interpretaciones de inscripciones antiguas, de estatuas, de bajo-relieves, de cuadros, etc. Durante toda la Edad Media han determinado así, motivos iconográficos la formación de cultos y de leyendas explicativas” (Genep, 1982: 122-123). La historia que se relata en “El Cristo negro”, entonces, explica los orígenes de la formación de la leyenda a partir de una obra escultórica.

Recibido: 26 de Enero de 2016; Aprobado: 29 de Marzo de 2016

Martha Elena Munguía Zatarain

Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Trabaja como investigadora de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana. Coordina el proyecto colectivo Manifestaciones de la Risa en la Literatura Hispanoamericana (Ciencia Básica, Conacyt). Ha publicado La risa en la literatura hispanoamericana (apuntes de poética) (Iberoamericana/Bonilla Artigas, 2012); La risa y el cuerpo: ¿un estallido de flores? (Ediciones Sin Nombre/Universidad de Sonora, 2012); coordinó con Claudia Gidi el libro colectivo La risa: luces y sombras. Estudios disciplinarios (UV/Bonilla Artigas, 2012). Ha escrito varios capítulos de libros y artículos de la especialidad. Sus líneas de investigación: estudios de poética histórica, la risa como manifestación estética.

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