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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.8 n.15 Valenciana Jan./Jun. 2015

 

Artículos

Neuroética: una introducción

Jorge Alberto Álvarez Díaz1 

1Universidad Autónoma Metropolitana


RESUMEN

La neuroética puede entenderse de dos formas: entre 1973 y 2002, se entendió como una ética de la neurociencia y, a partir de 2002, se ha entendido también como una neurociencia de la ética. En el primer sentido, no sería más que una rama de la bioética sin novedad alguna. En el segundo sentido, algunos consideran que se trata de un nuevo saber, una nueva forma de fundamentar la ética desde la neurobiología y no desde el saber filosófico. Con tan sólo una década de desarrollo, ya existen dos puntos en los que coinciden prácticamente todos los autores. En este trabajo se abordan estas dos propuestas, que resultan necesarias para construir o para criticar la neuroética en tanto que neurociencia de la ética.

Palabras clave: neuroética; neurociencia; neuroimagen; intuicionismo moral; evolucionismo moral

ABSTRACT

Neuroethics could be understood in two different ways: between 1973 and 2002, it was understood as an ethics of neuroscience and, since 2002, it has been understood also as a neuroscience of ethics. In its first sense, neuroethics would be just a bioethics branch without novelty. In its second sense, there´s someone that consider neuroethics as new discipline, a new way to found ethics from neurobiology and not from philosophical knowledge. With only a decade of development, they already exist two points on which virtually all authors agree. This paper address with these two proposals, that are required to build or to criticize neuroethics as a neuroscience of ethics.

Keywords: Neuroethics; Neuroscience; Neuroimage; Moral intuitionism; Moral evolutionism

En un texto titulado La historia comienza, Amos Oz se pregunta si existe alguna fórmula para iniciar un texto literario. Apenas iniciado el libro, Oz habla acerca de los textos científicos de su padre, quien parecía tener las cosas más sencillas al dedicarse a la ciencia, pues en ella bastaba reunir antecedentes para tener un inicio (el mejor, parece ser). Las llamadas neurohumanidades tienen este problema aún más grande, al menos eso se pensaría, dado que se trata de áreas que intentan ser cruce entre las neurociencias y las humanidades. ¿Cómo empezar? ¿Con una anécdota? ¿Con una cita? ¿Reuniendo datos como antecedentes? Oz lo tiene claro, en cualquier campo "Empezar es difícil" (Oz, 2007; 13). Aunque reconoce que hay estrategias, lo cierto es que nunca hay una receta que diga qué y cómo decir lo que se quiere transmitir. De este modo, se ha optado por hablar acerca de algo que no suele tomarse en cuenta de entrada en la mayoría de los textos, ya sea de ciencias o de humanidades: la historicidad del conocimiento.

Para Diego Gracia, el bioeticista más importante en lengua española, "El conocimiento de la realidad no es sólo lógico, sino también histórico; es lógico históricamente y es histórico lógicamente" (2012; XI). Hay que reiterar esta historicidad del conocimiento, ya que este texto (y cualquier otro) solamente será comprensible en un contexto histórico determinado, el cual, para este caso, es el inicio de la segunda década del siglo XXI. Más adelante, se notará que esta acotación no es baladí. Además, también en palabras de Gracia, "Esto supone tanto como afirmar que nuestro conocimiento de las cosas es siempre provisional e incompleto. De ahí la necesidad de estar sometiéndolo a continua revisión. Lo cual significa que el saber sobre la realidad tiene siempre fecha, responde a una situación determinada concreta, y, en consecuencia, que nuestra razón se halla necesariamente situada en el tiempo, y que, por tanto, es histórica" (2012; XI). Así las cosas, lo que se pueda decir de la neuroética (y de cualquier disciplina o campo disciplinar) será siempre provisional e incompleto, por lo que este texto aspira a ser sometido a revisión una y otra vez, mientras eso sea necesario. El conocimiento siempre estará situado en el tiempo.

El nacimiento de la neuroética

Suele afirmarse que el nacimiento de la neuroética ocurre en el año 2002, debido a que el 13 y 14 de mayo de ese año tuvo lugar una reunión en la Fundación Dana y cuyo tema central fue el de neuroética; además, un periodista publicita la reunión de inmediato y afirma el nacimiento de un nuevo saber (Safire, 2002), a esto se añade que las memorias del evento se organizan y se publican casi de inmediato (Marcus, 2002). Esto ofrece ventajas y desventajas para analizar lo que se ha avanzado en esta área. Una ventaja es que, dado que ha pasado al menos una década, es posible hacer algún tipo de balance sobre el camino recorrido, sobre lo que se está trabajando y sobre lo que falta por hacer. Una desventaja es que, para algunos autores, más que una perspectiva histórica podría tratarse de una perspectiva sociológica, dado que muchos de los debates que se han iniciado no han hecho sino crecer durante el tiempo transcurrido. De cualquier forma, parece ser un buen momento para iniciar algunos análisis.

En primer lugar habría que aclarar que el término "neuroética" aparece por vez primera casi tres décadas previas a la reunión de la Fundación Dana, en 1973, bajo la pluma de la neuropsiquiatra alemana afincada en Nueva York, Anneliese Alma Pontius. En este intervalo, es decir, entre 1973 y 2002, ocurren al menos dos hechos destacables: el primero, la publicación de un texto que llegará a ser definitorio en la reunión entre neurociencias y humanidades, particularmente la filosofía, escrito por Patricia S. Churchland, y que lleva por título Neurofilosofía. Hacia una ciencia unificada de la mente/cerebro (1986), el cual es un texto monográfico que intenta sentar bases neurocientíficas para el desarrollo de la filosofía. En buena medida puede considerarse el nacimiento de la disciplina, ya que se trata de la primera vez que aparece el término en la literatura especializada. Ahora bien, el segundo hecho destacable fue la decisión política tomada por el Congreso de los EEUU para llevar a cabo el Proyecto "Década del Cerebro" (Martín-Rodríguez et al., 2004); tal decisión, tomada el 17 de julio de 1990, consistía en llamar de esa manera a la última década del siglo XX para aumentar la financiación de las investigaciones neurocientíficas. De este modo, al iniciar el nuevo siglo y el nuevo milenio, parecía un momento adecuado para comenzar los balances de los adelantos conseguidos tras la investigación. La reunión de la Fundación Dana puede considerarse uno de esos intentos.

Con estos antecedentes, hay que decir que en este periodo, 1973 a 2002, la neuroética se entendió como una ética de la neurociencia, es decir, una rama de la bioética encargada de intentar brindar soluciones a los problemas éticos surgidos con el enorme avance de la investigación neurocientífica (Álvarez-Díaz, 2014). A la fecha, ya han aparecido textos monográficos sobre esta forma de entender la neuroética, tratando problemas tales como el estado vegetativo permanente, la muerte cerebral, etc. (Bonete Perales, 2010). Si se tratara de una rama de la bioética, como la tanatoética (Iftime, 2005), gynética (Canales-de la Fuente, 2009), gen-ética (Nagle, 1984), etcétera, no parecería una novedad, sino una profundización del conocimiento de la bioética en un campo particular. Aunque se ha cuestionado la legitimidad de las ramas de la bioética, neuroética incluida (Wilfond y Ravitsky, 2005), lo cierto es que los debates sobre la cuestionada disciplina alcanzan ya los comités de bioética (Ford, 2008), de modo que de algún modo se ha ido legitimando su presencia en la práctica clínica.

En el 2002 también ocurrió un giro decisivo en el rumbo que habría de tomar la neuroética. Ese año, en un breve artículo, Adina L. Roskies afirma que la neuroética, además de entenderse como una ética de la neurociencia, también puede entenderse como una neurociencia de la ética (Roskies, 2002).Si una rama de la bioética no parecía representar novedad, esto sí que era una auténtica revolución en la conceptualización de este campo emergente. En ese mismo año, aparece otro artículo breve, ahora escrito por Judy Illes, quien afirma que tras el avance neurocientífico han aparecido una serie de neologismos neurológicos que ella califica de neurologismos (Illes, 2009), tales como neuroedad, neurotiempo, neuroderecho, neuropolítica, a los que podría seguir una larga lista de palabras con el prefijo neuro- seguido de alguna palabra un tanto más clásica. Para algunos, esto sería un uso abusivo del prefijo (García-Albea, 2011); sin embargo, surgía una duda, ¿se trataba la neuroética, bajo esta segunda acepción propuesta por Roskies, de una nueva disciplina? Para algunos, estaba claro que sí lo era (Illes y Raffin, 2002), que se trataba de una disciplina que había llegado para quedarse (Kennedy, 2004). Sin embargo, tal como ocurrió con los cuestionamientos a la primera acepción, hubo quien cuestionó la legitimidad de la disciplina aparentemente emergente (Knoppers, 2005). Por otra parte, estudios bibliométricos dejaron notar que la neuroética venía consolidándose con la proliferación en el uso de técnicas no invasivas de neuroimagen, tales como la imagen por resonancia magnética funcional (fMRI); esto quedó claro analizando varios periodos: 1991-2002 (Illes et al., 2003), 2002-2007 (Comerford et al., 2009) y 1999-2009 (Garnett et al., 2011).

Hay que esclarecer que, si bien es posible hacer esta serie de cortes históricos, la historia vivida (no la narrada, no la escrita) carece de estas fronteras marcadas, por lo que pueden rastrearse varios elementos interesantes. Uno de ellos puede ser que, con la popularización de los neurologismos y su consecuente masificación, se ha propuesto que es posible el desarrollo de neurodisciplinas, las cuales se han ido consolidando de forma paralela a la neuroética; es decir, la neuroética solamente es un ejemplo entre otras propuestas. Después de la "Década del Cerebro" fue claro que el desarrollo neurocientífico no se encaminó a la ruta "clásica", como podría ser el diagnóstico y tratamiento de las patologías neurológicas y neuropsiquiátricas, sino que derivó en algo interesante y común para varios campos novedosos: si el cerebro parece ser el asiento fundamental de la actividad humana, se inició la búsqueda, cada vez de forma más sistemática, de las bases neurobiológicas de toda actividad humana, individual y compartida. Por ello es que surge el cruce entre las neurociencias y las ciencias sociales, con ejemplos tales como la neurosociología (de la Puente Viedma, 2011), la neuroeconomía (Glimcher, 2009) o la neuroeducación (Mora, 2013) entre tantas otras. Por otra parte, se cruzan las neurociencias con las humanidades, hablando entonces de la ya citada neurofilosofía, la neuroética (sobre la que se profundiza más adelante), aunque también se habla (y se escribe bastante) sobre otras ramas como la neuroestética (Martín Araguz et al., 2010), etc.

El desarrollo de la neuroética en dos ramas distintas ha sido tan vasto que queda claro que hay momentos en que una rama debe interactuar directamente con la otra. Por ejemplo, ¿cómo debe actuarse si en una investigación con fMRI, realizada con fines de investigación acerca de las bases neurobiológicas de la elaboración de juicios morales, se descubre una malformación arteriovenosa en alguna región encefálica, si no se cuenta con el diagnóstico previo y el sujeto de investigación no se sabe portador de tal anomalía? En el fondo, este tipo de preguntas son las respuestas que la ética de la neurociencia debe buscar para aportar un mejor desarrollo de los protocolos desarrollados para la neurociencia de la ética. Por lo anterior, se ha sugerido que lo ideal sería dar un nombre específico a cada una de las dos ramas y abandonar el término "neuroética" (Álvarez-Díaz, 2014). Albert Jonsen, destacado bioeticista norteamericano, ha propuesto que a la ética de la neurociencia debería llamarse "encefaloética" (Jonsen, 2008), término que considera más elegante y acorde con otras ramas de la bioética que utilizan un prefijo para referirse al campo sobre el cual tratan. La misma Roskies ha propuesto un término que puede ser utilizado para la neurociencia de la ética: "neuromoral" (Roskies, 2004). Sin embargo, dado el éxito que ha obtenido la disciplina conocida y difundida con el nombre de neuroética, resulta una propuesta verdaderamente difícil de realizar, aunque sea algo deseable. Hay que decir que resulta deseable toda vez que conceptualmente es difícil tratar, por ejemplo, el tema del consentimiento informado y las voluntades anticipadas en padecimientos neurodegenerativos (tales como las demencias) y, también, después abordar el tema de la libertad y el libre albedrío desde la perspectiva neurocientífica. Esto dificulta no solamente el trato en los temas, sino la búsqueda de información. Mientras existan más avances, habrá que esperar a ver qué derroteros sigue la neuroética y sus acepciones. Por lo pronto, este texto empieza a considerar en adelante solamente el segundo sentido de la neuroética, es decir, como una neurociencia de la ética y conserva el término "neuroética" en lugar de "neuromoral" para evitar cualquier confusión.

La perspectiva empírica de la neuroética

Es indudable que a todo tipo de saber (sea una ciencia natural, una ciencia social, una rama humanista) le resulta imposible fundamentar todo su conocimiento a partir de la propia disciplina. Esto es, la realidad no está compuesta por disciplinas, es el ser humano quien parcela el conocimiento para intentar profundizar en él. De esta manera, hay que rastrear cómo ha entendido la neurociencia lo que es la ética para poder seguir con la exposición y decir cómo ha sido su proceder, en tanto que saber neurocientífico. Por lo anterior, resulta crucial la exposición acerca de cómo se ha construido la conjunción de metodologías e instrumentos propios de las ciencias naturales para analizar ese fenómeno que ha estudiado la filosofía con otro tipo de métodos, como el de la ética. Es materialmente imposible reunir todo lo que se ha publicado sobre neuroética, pero se parte del supuesto de que es posible señalar autores clave, publicaciones señeras y, así, poder hacer una narrativa sobre la construcción de la neuroética en su primera década de vida.

En este sentido, el primer personaje que hay que citar es Jonathan Haidt. Este autor cuenta con un texto (2001) que, desde el título, no tiene desperdicio alguno, ya que orienta cómo se ha iniciado la construcción de la neuroética. En ese trabajo, Haidt plantea una situación empírica y presenta los resultados que obtiene, pues no puede ser otro el punto de partida, si se quiere hacer ciencia, habrá que contar con hechos. El planteamiento es el siguiente: un par de hermanos, Julie y Mark, toman un viaje a Francia 1 y consideran que sería divertido tener relaciones sexuales. Para ello, toman toda clase de precauciones antes del evento (Julie toma anticonceptivos orales; Mark utiliza condón), durante el evento (nadie les conoce en el lugar, nadie se va a enterar) y posteriores al mismo (a nadie lo van a contar y nunca más lo van a repetir). Consideran que esto es una experiencia que, incluso, les une más. Ante este escenario, se le pregunta a un grupo de personas si piensan que Julie y Mark actuaron bien (para el lenguaje que habrá de desarrollar: si obraron de una manera moralmente buena), a lo que una abrumadora mayoría respondió que no, que lo que han hecho es moralmente reprobable. Acto seguido, se les invita a los entrevistados a que den razones del por qué consideran que los personajes actuaron moralmente mal. La respuestas iniciales solían ser "puede quedar embarazada", "las malformaciones son más comunes entre parientes por problemas genéticos", "alguien puede enterarse", "van a repetirlo después", etc. Cuando se reitera a los sujetos de investigación que todas las razones que están argumentando no están justificadas, debido a que todas esas posibilidades se han controlado, la gente terminaba diciendo "no sé porqué está mal, pero sé que lo que hicieron está mal". Haidt considera que es muy interesante que la gente no cuente con argumentos, con razones que expliquen el por qué de sus opciones y opiniones morales. En el análisis de esta situación, Haidt parte al decir que en el desarrollo de los estudios empíricos respecto a la moralidad se había dado un peso enorme a la actividad racional (menciona con énfasis especial los trabajos de Piaget, Kohlberg y Turiel). Ante estos hallazgos, Haidt propone que no puede ser posible que la razón tenga un papel definitorio en el mundo moral, sino que hay algo anterior a ella. Por lo que, en realidad, lo que sucede cuando los seres humanos hacen juicios morales es que construyen un argumento post hoc a algo que ya tenían considerado previamente, pero de un modo intuitivo. Para Haidt, la intuición moral es un rasgo definitorio de la moralidad, evidenciado empíricamente. 2

Haidt ha mantenido la postura del intuicionismo moral y ha profundizado en el tema, tanto desde el punto de vista teórico-especulativo (indispensable en el desarrollo de cualquier disciplina o campo del conocimiento) como desde el punto de vista empírico. Desde el punto de vista teórico, Haidt considera que los seres humanos son egoístas (2007), aún en el caso de que estén motivados moralmente. La moralidad sería un fenómeno universal (con lo que se ubicaría en la línea de la filosofía), aunque tendría variaciones culturales. Esta aparente contradicción estaría explicada, en su opinión, en algunos principios que comparten algunas disciplinas, principios como la importancia de las intuiciones morales, el pensamiento moral con una naturaleza socialmente funcional (en lugar de buscar la verdad) y la co-evolución de mentes morales con prácticas culturales e instituciones que crean comunidades morales diversas. Haidt considera que se requiere de más investigación, particularmente en las partes colectiva y religiosa del dominio de la moral (como la lealtad, la autoridad y la pureza espiritual); además, al considerar que la moralidad trata de algo más que el daño y la justicia, propone cuatro principios para guiar la futura investigación: el primer principio corresponde a la primacía intuitiva (no dictadura de la intuición; se apoya en modelos evolucionistas darwinianos de la moralidad y en la psicología social); el segundo principio lo formula al decir que "el pensamiento (moral) es para la acción (social)" (el cual apoya en modelos darwinianos de evolución cognitiva); el tercer principio es que la moralidad une y construye (continúa con modelos evolucionistas darwinianos y dice que la evolución de la moralidad cubre dos procesos: primero, la selección de parentesco, donde los genes para el altruismo pueden evolucionar si el altruismo es seleccionado por los parientes; segundo, el altruismo recíproco, donde los genes para el altruismo pueden evolucionar si el altruismo y la venganza son blanco de aquellos quienes regresan y no regresan los favores, respectivamente); el cuarto principio se da al considerar que la moralidad trata de algo más que el daño y la justicia (se apoya en los resultados de la investigación en psicología moral, ya que considera que las líneas de investigación han sido fundamentalmente dos: primero, acerca del daño, el cuidado y el altruismo, al considerar que la gente es vulnerable y frecuentemente requiere protección; segundo, acerca de la equidad, la reciprocidad y la justicia, al considerar que la gente tiene derecho a ciertos recursos o formas de tratamiento). Una conclusión general de esta propuesta es que la evolución ha seleccionado grupos humanos que pueden reciprocar, ya que salvando al grupo se salva el individuo.

Con esta base teórica, junto a su grupo de investigación, Haidt ha realizado una investigación empírica acerca de la influencia de la emoción de disgusto sobre el juicio moral (donde concluye que ésta es importante y especifica la influencia de esta emoción en la severidad de los juicios morales) (Schnall et al., 2008) y acerca de la influencia de la emoción de gratitud sobre las relaciones de la vida diaria (donde concluye que esta emoción puede funcionar en la formación y mantenimiento de las relaciones interpersonales) (Algoe et al., 2008); además, profundiza sobre el papel que podría jugar la religiosidad de los seres humanos en el mundo moral y concluye que las religiones pueden reunir gente alrededor de comunidades morales (Graham et al., 2010). 3 Esta perspectiva empírica ha llevado a la propuesta de una cartografía para el dominio de la moralidad, desarrollada con la validación del Cuestionario de Fundamentos de la Moral (Graham, 2011), el cual tiene en su base un modelo teórico de cinco grupos de intuiciones morales universales (si bien, desarrolladas de una forma variable): daño/cuidado, equidad/reciprocidad, endogrupo/lealtad, autoridad/respeto y pureza/santidad.

Sin duda alguna, la aportación y sistematización realizadas por Haidt han ejercido una influencia determinante en el desarrollo ulterior de la neuroética. Sin embargo, hasta este momento no se han mencionado sino instrumentos propios de la psicología cognitiva, como los cuestionarios y su aplicación mediante encuestas, muchas de las veces multiculturales en afán de buscar la universalidad que se atribuye al fenómeno de la moralidad. Como ya se dijo, el análisis bibliométrico muestra que la neuroética ha tenido un desarrollo que no ha hecho otra cosa sino crecer en la última década, en gran medida, gracias a la utilización de las técnicas de neuroimagen, fundamentalmente la fMRI. Ahora, es necesario incluir esta perspectiva en el nacimiento y desarrollo de la neuroética.

De la neuroimagen a la neuroética

En primer término, al personaje que hay que presentar en esta sección es Joshua D. Greene, otro autor crucial. Ya se mencionó que la neuroética requiere de hechos, en tanto que saber científico, pero no sólo hechos, sino buenos hechos. De este modo, se tuvo que desarrollar una herramienta central en todas las disciplinas "neuro-": la neuroimagen. Greene y un equipo de colaboradores hicieron esto por vez primera en el año 2001, al publicar los resultados que ahora constituyen una referencia obligada.

Para la primer gran aportación de Greene hay que hacer, cuando menos, dos aclaraciones: la primera es que Greene ya consideraba que el marco más adecuado para el estudio de la moralidad era el intuicionista (Greene y Baron, 2001), de modo que de alguna manera desarrolló su trabajo paralelamente a lo que realizó Haidt; la segunda es el origen de la aproximación empírica para el estudio de la moralidad, que puede rastrearse hasta Phillipa Foot. Esta filósofa británica realizó importantes e interesantes aportaciones al mundo de la ética y, en este momento, hay que recordarla como quien propone un dilema moral que puede utilizarse (y, de hecho, se ha utilizado bastante) para hacer investigación empírica en materia de ética. Un famoso dilema propuesto por ella es el llamado "dilema del tranvía" (Foot, 1967), el cual ha sido objeto de múltiples modificaciones y versiones con el objetivo de controlar el mayor número de situaciones posibles, las más citadas son las que hizo Judith Jarvis Thompson (1976, 1985) y, posteriormente, Peter Unger (1996). Las diferentes modificaciones intentan, entre otras cosas, limitar las posibilidades de que exista otra posibilidad distinta a la que se plantea en el problema, así como dar un peso diferente a distintos factores susceptibles de ser modificados.

En esencia, una de las versiones más acabadas del "dilema del tranvía" puede resumirse de la siguiente forma: Paco se encuentra ante una situación en la cual se da cuenta que un tranvía ha perdido el control (no se sabe por qué y tampoco parece que pueda controlarse pronto). Más adelante, sobre la vía, hay cinco excursionistas andando, que no pueden abandonar el camino debido a que las laderas se encuentran muy inclinadas; de este modo, como el tranvía va sin control, están condenados a una muerte segura si no se modifican las circunstancias. Sin embargo, existe una vía alterna, sobre la cual hay un excursionista, que tampoco puede salir de la vía. Paco se da cuenta que tiene frente a él una palanca que, de accionarla, podría desviar al tranvía hacia la vía alterna. Planteado el escenario, se pregunta a los sujetos de investigación, ¿Paco debe accionar la palanca, sí o no?

Acto seguido, se introduce una serie de modificaciones para plantear lo que se conoce como "el dilema del puente peatonal". Bajo este escenario, Paco se encuentra con un tranvía fuera de control y cinco excursionistas bajo las mismas circunstancias: no pueden abandonar la vía y morirían irremediablemente si no se modifican las circunstancias. Sin embargo, en esta ocasión Paco se encuentra parado en un puente peatonal que pasa justo por encima de la vía y que se encuentra justo entre el tranvía fuera de control y los excursionistas caminantes. Además, en esta ocasión Paco tiene a un lado a un sujeto que es muy alto, muy corpulento y obeso, de modo que, si lo tira hacia la vía, el tranvía podría vararse al arrollarle y así evitar que mueran los cinco excursionistas. Ante este escenario nuevo, se pregunta a los sujetos de investigación, ¿Paco debe arrojar al sujeto a la vía, sí o no?

Evidentemente, en la época que Foot formula el dilema no hay fMRI, de modo que lo que se hace es aplicar métodos e instrumentos de investigación comunes a la psicología social, tales como encuestas y su posterior análisis estadístico. La introducción fundamental que hace Greene es que, al preguntar a los sujetos de investigación, no se les tiene con papel y lápiz al frente sino en un resonador, de modo que capta la fMRI que se produce cuando los sujetos emiten sus respuestas ante ambos escenarios. Por si fuera poco, no les plantea solamente el dilema del tranvía, sino que les plantea 60 dilemas y toma, junto con su equipo, la neuroimagen funcional producida antes cada uno de ellos y sus respuestas (Greene et al., 2001).

El lector, en este punto, probablemente se pregunte sobre lo que Paco debería haber hecho en cada escenario. Hay que decir ahora que, para consuelo o desconsuelo del lector interesado (todo depende de la respuesta pensada), en el primer escenario, una abrumadora mayoría respondió que Paco debería empujar la palanca y, en el segundo escenario, una abrumadora mayoría respondió que Paco no debería arrojar al sujeto hacia la vía.

Ahora bien, si el lector se encuentra interesado en estos temas se habrá dado cuenta que la neuroética, en tanto que rama de la neurofilosofía, es incapaz de generar todas las preguntas o plantear todas las respuestas por medio solamente de datos científicos, por muy claro que estos puedan resultar. Este ejemplo es altamente ilustrador en este sentido. Si se analizan los datos, y no se piensan desde el punto de vista de las neurociencias sino en términos filosóficos, hay que hacer una abstracción para analizar los resultados de la fMRI. En ambos casos, puede resumirse el problema en una situación: Paco debe tomar una decisión (no está contemplado el abstenerse ni que entre otro personaje para que actúe en lugar de Paco), si Paco no acciona la palanca o si no empuja al sujeto, mueren cinco personas; si Paco acciona la palanca o si avienta al sujeto, muere una sola persona. Desde el punto de vista filosófico, habría algunas consideraciones comunes: primero, la pérdida de la vida humana es una tragedia en tanto en que cualquier ser humano tiene dignidad y no es reemplazable; segundo, desde cualquier teoría filosófica (deontológica, consecuencialista o la que se quiera) siempre será peor que mueran cinco personas a que muera una. Si esto es así, ¿por qué la gente opina que Paco debería accionar la palanca y dejar morir sólo a una persona, pero no debería empujar al sujeto y dejarle caer sobre las vías para evitar que mueran cinco?

Greene reflexiona sobre esta cuestión e intenta dar un esbozo de respuesta en el mismo artículo, donde da a conocer los resultados empíricos, y profundiza las reflexiones en su tesis doctoral, defendida públicamente al año siguiente de la publicación del éste (Greene, 2002). 4 Lo que Greene considera que ocurre es que hay una diferencia fundamental entre ambos dilemas (y los otros 59 aplicados a los sujetos de investigación): el "dilema del tranvía" es un dilema que llama impersonal, en tanto que el dilema del puente peatonal le llama personal. Estos y el resto de dilemas muestran que los seres humanos reaccionan diferente en ambos escenarios, independientemente de la abstracción filosófica ya comentada, ya que en el primer caso la relación la establece Paco con un objeto inanimado, en tanto que en el segundo caso la relación la establece con otro ser humano; es decir, en el primer caso el daño que se produce es por haber realizado una acción cuyo resultado desemboca en la muerte de otro sujeto, en tanto que en el segundo caso es la acción sobre el sujeto la que resulta ser la causa directa de la muerte.

Para apoyar esta formulación, Greene apela a los resultados empíricos de la investigación, específicamente a la fMRI. En el caso de los dilemas impersonales, las áreas encefálicas que se activan al responder a los dilemas se encuentran predominantemente localizadas (no exclusivamente) en la región de la corteza prefrontal del encéfalo, la cual se ha relacionado con las denominadas "funciones mentales superiores", tales como la planeación y el razonamiento. En el caso de los dilemas personales, las áreas que se activan primordialmente no son corticales, sino que involucran más algunas áreas subcorticales, tales como la amígdala, que se ha relacionado estrechamente con las emociones. No puede decirse que en el primer caso no se activaron regiones subcorticales, o que no se activaron regiones corticales en el segundo, sino que predominaba uno u otro tipo.

Además de esto, hay otro dato interesante. Ya se habló de "abrumadoras mayorías", lo que significa que, en el primer caso, hubo quien opinó que Paco no debería accionar la palanca y, en el segundo caso, hubo quien opinó que Paco debería empujar y tirar al sujeto hacia la vía. En estos casos, se tardó más tiempo en tomar la decisión que el resto de los encuestados.

En esta nueva serie de resultados, pudo observarse que, tras la aportación de Greene y su interpretación, al parecer se aclaraban y confirmaban supuestos que ya estaban en Haidt: la moral es intuicionista y está basada en la respuesta subcortical hacia los dilemas morales personales, por eso la respuesta es inmediata, por ello no se encuentran razones (que estarían en la corteza). Ahí, empezaba a desvelarse la base neurobiológica de la moralidad.

En el año que defendió su tesis doctoral, Greene se reúne con Haidt y revisan todo lo aparecido hasta ese momento en materia de neurociencia de la ética (Greene y Haidt, 2002). Encontraron que las áreas encefálicas, cuyos circuitos están implicados en la ética, corresponden a las siguientes: 5 giro frontal medial (9, 10); corteza cingulada posterior, precuneal y retrosplenial (7, 31); giro temporal superior y del lóbulo parietal inferior (39); corteza órbitofrontal y corteza frontal ventromedial (10, 11); polo temporal (38); amígdala; corteza dorsolateral prefrontal (9, 10, 46), y lóbulo parietal (7, 40).

A partir de estas propuestas se contó con un cuadro más completo que posibilitaba la investigación, de un modo más sistemático, de las bases neurobiológicas de la ética: un marco teórico que consideraba que la moralidad era intuicionista antes que racionalista, lo que parecía corroborarse de forma empírica con métodos de la psicología social y con el instrumento más utilizado en neurociencias, la fMRI. Había una fundamentación, un método (plantear dilemas y obtener la neuroimagen), así como instrumentos que posibilitaban esto (la fMRI). De esta manera, desde el 2003 y hasta el momento actual, no han hecho sino aumentar los reportes que muestran evidencia empírica de las bases neurobiológicas de la moralidad.

Aunque resulta materialmente imposible citar trabajo por trabajo aparecido en esta década, sí es posible citar, cuando menos, las revisiones sistemáticas que se han hecho de este tipo de investigaciones en materia de neuroética. Unas revisiones amplias de artículos que utilizaron estudios de neuroimagen, para buscar la asociación de redes neuronales ante tareas de decisión ética, postulan que las regiones que se encuentran relacionadas a la tarea son corticales, subcorticales y que algunas cuentan con datos dudosos (Moll et al., 2005; Moll et al., 2008). Las regiones corticales incluyen la corteza prefrontal anterior, la corteza orbitofrontal medial y lateral, la corteza prefrontal dorsolateral (sobre todo en el hemisferio derecho) y los sectores adicionales de la corteza prefrontal ventromedial, los lóbulos temporales anteriores y la región del giro temporal superior. Las estructuras subcorticales incluyen la amígdala, el hipotálamo ventromedial, el área septal y los núcleos del prosencéfalo basal (especialmente el cuerpo estriado ventral, el globo pálido y la amígdala extendida), las paredes del tercer ventrículo y el tegmentum rostral del tallo cerebral. Las regiones encefálicas que no han sido asociadas consistentemente con el comportamiento moral en los estudios con sujetos incluyen los lóbulos parietal y occipital, otras áreas de los lóbulos frontal y temporal, el tallo cerebral, los núcleos basales y otras estructuras subcorticales adicionales.

Sin embargo, para poder hacer un planteamiento desde la perspectiva de una neuroanatomía funcional, habría que proponer no solamente las redes neuronales involucradas en la ética, sino la forma en la cual interactúan entre sí y con otras redes neuronales. La más reciente revisión que intenta esclarecer cómo sería el circuito neuronal de la ética indica que existiría un centro cortical de integración relacionado con la moral en la corteza prefrontal ventromedial, con conexiones múltiples al lóbulo límbico, al tálamo y al tallo cerebral (Marazziti et al., 2013). A pesar de que suene arriesgado para algunos, de existir una base neurobiológica que sea la causa de la conducta ética, habría que aceptar entonces el innatismo de los juicios éticos (Agnati et al., 2007). Esta base se fundamentaría, cuando menos en parte, en el sistema de las "neuronas en espejo", descubiertas por Giacomo Rizzolati en la década de los noventa del siglo XX (Rizzolatti, 2001). Este sistema de redes neuronales activa regiones de la corteza cerebral análogas a la función cuando los sujetos son testigos de la acción, percepción, dolor o de la alegría de otro sujeto; en otras palabras, de alguna manera capacita fisiológicamente a los sujetos para sentir empatía por los estados funcionales neuronales de los semejantes (Rubia Vila, 2011; Reich, 2012).

Una vez que se cuenta con esta base empírica neurocientífica para el desarrollo de una neuroética, hay que seguir en la construcción del edificio de la teoría que puede articularse a partir de los datos empíricos. Así, hay que recordar a Francis H. Crick , el afamado Premio Nobel de Fisiología o Medicina por la propuesta del modelo del DNA, quien en los años setenta del pasado siglo derivó su interés hacia el estudio de las neurociencias. Crick propone, en su libro La búsqueda científica del alma, que "'Usted', sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas" (1994; 3). A esto lo denomina como la "hipótesis revolucionaria". Se trata, como suele ocurrir en la traducción de la literatura (especializada o no), de una mala interpretación (o de mera mercadotecnia, según se vea). El título original dice An astonishing hypothesis, de modo que una mejor traducción sería la de una hipótesis "asombrosa".

Definitivamente, no podría tratarse como revolucionaria una idea que estaba ya en el nacimiento de la medicina occidental, desde la escuela hipocrática. Se sabe que el mundo griego dejó a los dioses en el Monte Olimpo y buscó sistemáticamente la interrelación de la realidad desde categorías que no dependieran del deseo o la voluntad de una entidad superior (o varias). El referente que encontraron y desarrollaron de modo exuberante fue la physis, que suele traducirse por "naturaleza". El naturalismo griego también se plasmó en la medicina como un saber teórico-especulativo, de modo que la hasta entonces llamada "enfermedad sagrada" padece de un proceso de desacralización en la obra de Hipócrates, cuando expone que "Conviene que la gente sepa que nuestros placeres, gozos, risas y juegos no proceden de otro lugar sino de ahí (del cerebro), y lo mismo las penas y amarguras, sinsabores y llantos. Y por él precisamente, razonamos e intuimos, y vemos y oímos y distinguimos de feo, lo bello, lo bueno, lo malo, lo agradable y lo desagradable, distinguiendo unas cosas de acuerdo con la norma acostumbrada, y percibiendo otras cosas de acuerdo con la conveniencia; y por eso al distinguir los placeres y los desagrados según los momento oportunos no nos gustan (siempre) las mismas cosas" (1990). Como puede notarse, antes que revolucionaria, lo asombroso en la propuesta de Crick sería, en todo caso, que la evidencia neurocientífica confirmaba el saber clásico propuesto desde el mundo hipocrático... que desde luego no contaba con fMRI.

Además, antes de cerrar con esta sección, hay que destacar un detalle especial, Patricia S. Churchland (ya citada a propósito de su libro Neurophilosophy) ha sido profesora adjunta en el Instituto Salk, en La Jolla, California, EEUU, desde 1989; en ese mismo lugar, investigó Crick a partir del año 1976, fecha en que tomó un año sabático y decidió dejar Cambridge para cambiar su residencia a California. La visión que tiene Crick respecto al funcionamiento del cerebro dejó una huella profunda en la obra de Churchland. En el prefacio de su texto sobre neurofilosofía, Churchland agradece a Crick la revisión que hizo sobre el borrador; además, le cita tanto de manera formal (haciendo referencia a trabajos publicados) como de manera informal (mediante charlas sostenidas con él).

La sistematización de la neurociencia de la ética

Hasta este punto, hay que decir que existe el suficiente material para intentar establecer esa tan anunciada neurociencia de la ética, entendida como el intento de abordar las bases neurobiológicas de la ética. Sin embargo, hay que aclarar que no todo el mundo ha obtenido las mismas consecuencias al tomar como punto de partida los datos vertidos hasta este momento (y muchos otros más, que aumentan o aclaran algún punto en esta exposición). A estas alturas del avance del conocimiento, sería posible identificar, cuando menos, tres posturas distintas, más o menos definidas respecto a la neuroética: los neurorreduccionistas, los neuroescépticos y los neurocríticos (Álvarez-Díaz, 2013).

La postura neurorreduccionista es la combinación de un neurodeterminismo y un neuroesencialismo, esbozada en Hipócrates y afianzada con el trabajo neurocientífico de Francis H. Crick y el neurofilosófico de Patricia S. Churchland. Bajo esta visión, el ser humano es el resultado de la acción de un conjunto de neuronas, de modo que sus comportamientos, motivaciones, pensamientos, deseos, esperanzas, etc., pueden explicarse por medio de la neurobiología. La neuroética neurorreduccionista tiene como ejemplo el trabajo de la propia Patricia S. Churchland, Michael S. Gazzaniga (2006) y, en lengua española, Francisco Mora (2007).

La postura neuroescéptica ha sido una reacción frente al neurorreduccionismo, pues es de cierta forma una confrontación a esa postura, bajo la cual se considera que la neurociencia no puede ni debe sustituir a la ética, dado que no sería posible extraer consecuencias normativas a partir de premisas de hecho; se trataría de la famosa falacia naturalista. El ejemplo puede estar en trabajos de Tom Buller (2006) y de Selim Berker (2009).

La postura neurocrítica ha surgido también como otra forma de reaccionar frente al neurorreduccionismo, pero sin llegar al neuroescepticismo. Esta tercer postura considera que no es posible subsumir el discurso filosófico en el neurocientífico (como harían los neurorreduccionistas), pero tampoco es posible permanecer al margen de sus avances (como podría ser el caso de los neuroescépticos); lo mejor sería, en todo caso, tomar en cuenta las aportaciones de la neurociencia para la elaboración de una neuroética. Aquí, caben distintas posturas, dentro de las cuales pueden citarse las de Marc D. Hauser (2008), Neil Levy (2007) y la de Adela Cortina (2011), en lengua española.

Dado que el espacio no es eterno y las tres posturas tienen planteamientos generales y específicos (además de contribuciones por medio de trabajo hemerográfico de otros autores), no es posible exponer los argumentos y explicaciones que brindan las tres. Se tomará como ejemplo la aportación de Michael S. Gazzaniga, ya que se trata de uno de los pioneros en el campo de la neuroética con un enfoque neurorreduccionista y, de alguna manera, sigue las premisas básicas desarrolladas hasta este momento al hablar de los cimientos de la disciplina y foco de las primeras críticas.

En un texto que ahora es referencia obligada (no solamente desde neurorreduccionismo, pues se trata del primer texto que intenta ofrecer de una manera sistemática, una fundamentación de la neuroética), Gazzaniga se posiciona desde el prólogo diciendo: "En mi opinión, la neuroética debe definirse como el análisis de cómo queremos abordar los aspectos sociales de la enfermedad, la normalidad, la mortalidad, el modo de vida y la filosofía de la vida, desde nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales subyacentes. Esta disciplina no se dedica a la búsqueda de recursos para la curación médica, sino que sitúa la responsabilidad personal en un contexto social y biológico más amplio. Es -o debería ser- un intento de proponer una filosofía de la vida con una fundamento cerebral"(Gazzaniga, 2006; 14-15; las negritas son mías).

Como se ha dicho a lo largo de este trabajo, los meros datos empíricos no pueden formar una disciplina, por mucho que quiera legitimarse al escribir su apellido como "científica". Es necesario hacer antes de una "neurofilosofía" una "filoneurociencia", ya que solamente con criterios que brinda la filosofía, por medio de la epistemología, es posible intentar fundamentarla. Aclarado esto, los criterios epistemológicos que recoge Gazzaniga son naturalistas de tipo biologicista, específicamente neurorreduccionistas. En el último capítulo de su libro, Gazzaniga apela a la idea de naturaleza humana. Después de apuntar que filósofos, antropólogos y biólogos (dando ejemplos de cada disciplina) han negado la idea de la naturaleza humana, Gazzaniga dice que "Sabemos, no obstante, que existe algo que denominamos naturaleza humana, con cualidades físicas y manifestaciones inevitables en muy diversas situaciones. Sabemos que algunas propiedades fijas de la mente son innatas, que todos los seres humanos poseen ciertas destrezas y habilidades de las que carecen otros animales, y que todo eso conforma la condición humana" (2006; 168). Desde luego, esto dista mucho de lo que la "condición humana" podría significar, por ejemplo, para Hannah Arendt.

Una afirmación de este calado, que parece más metafísica que neurocientífica, se esperaría que tuviese una base empírica para mostrarlo... y resulta que no. En el texto, Gazzaniga admite el intuicionismo de la moral, del mismo modo que le parece adecuado estudiar a la ética utilizando la fMRI. Cita algunos de los trabajos que nosotros también hemos citado; en fin, va con la línea de entender que "neurona es igual a ser humano". Pareciera que los argumentos post hoc de los que hablaba Haidt los tiene Gazzaniga, en relación a que la ética está en el cerebro, sensación que se justifica ya que en lugar de apelar a datos neurocientíficos, apela a la sociobiología y al evolucionismo que se encuentra en ella, citando ampliamente trabajos en esta línea. Después de analizar aportaciones de Wilson en el campo sociobiológico, Gazzaniga sigue la idea de que existirían impulsos comunes en los seres humanos (innatos, biológicos, inscritos en el cerebro mediante le evolución) que serían la base de normas y leyes, la base de la ética. Dice que "Entre ellos destaca el hecho de que todas las sociedades creen que el asesinato y el incesto están mal, que hay que cuidar y no abandonar a los niños, que no debemos decir mentiras ni incumplir promesas y que debemos ser fieles a la familia" (2006; 170). La gran cuestión sería reflexionar si esto efectivamente es así (no habría otra cosa más que reflexionar dado que no proporciona datos, lo que se espera regularmente de la mirada científica). En el último capítulo de su texto, Gazzaniga cita un trabajo que hace consideraciones teóricas a este respecto. Bajo la mirada del autor de un artículo por demás interesante, el razonamiento moral podría ilustrarse por medio de tres grandes filosofía morales: el utilitarismo (Mill), el deontologismo (Kant) y la ética de a virtud (Aristóteles). El artículo citado por Gazzaniga concluye que podría decirse que "estos tres enfoques hacen hincapié en diversas zonas del cerebro: frontal (Kant); prefrontal, límbica y sensorial (Mill); la acción correctamente coordinada de todo el cerebro (Aristóteles)" (Casebeer, 2003). ¿Qué dirían estos pensadores, o algunos de sus seguidores (pasados o presentes), de este tipo de afirmaciones?

Al reunir todo lo que ha expuesto hasta este momento (más otros datos, que no tienen relación directa en sentido estricto con la neuroética, sino que los utiliza por extensión a modo de ejemplos), continúa e incluye los comentarios citados en este texto para afirmar que cuando los seres humanos quieren desarrollar un código moral, "Es como si adoptaran unos mecanismos de supervivencia individual, universalmente reconocidos, que después se aplican a otras situaciones sociales. La evolución salva al grupo, no solo a la persona, porque parece que la salvación del grupo salva también a la persona" (2006; 174). Nada nuevo respecto de lo afirmado previamente... y nada nuevo en el sentido de que no deja de ser un aporte teórico especulativo, sin datos empíricos.

En el primer enunciado del último párrafo del libro, Gazzaniga termina donde inició, diciendo lo siguiente: "Estoy convencido de que debemos comprometernos con la idea de que es posible una ética universal, y de que conviene poner todo el empeño para comprenderla y definirla" (2006; 179).

Al final de nuestra exposición, las preguntas que se abren ante la neuroética serían, cuando menos, las siguientes: ¿es sostenible que los juicios morales sean intuicionistas?, ¿la mejor técnica para investigar en neuroética la constituye el uso de la fMRI?, ¿la única forma de entender la propuesta intuicionista de la moralidad es desde el evolucionismo darwiniano?, ¿es verosímil la visión neurodeterminista para explicar la vida moral?, también, al reunir un poco todas estas cuestiones, ¿existe, entonces, una "ética universal" que pueda fundamentarse en la neurobiología? Cada esbozo de respuesta amerita un texto reflexivo, cuando menos, para poder situarse, al igual que el contenido de este trabajo, en el momento histórico contemporáneo. Queda abierto un espacio para seguir reflexionando sobre el tema.

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1Aunque no se especifica de dónde parten, es de suponerse que de los EEUU, país de donde es oriundo Haidt, donde estudió y donde estaba afincado al momento de hacer la investigación (en Virginia, aunque desde el año 2011 regresa a su natal Nueva York).

2Se trata, como puede pensarse, de una conclusión a la que llega no solamente por medio del artículo, ya que era un tema sobre el cual había trabajado formalmente, en tanto que psicólogo social, desde una década antes. Véase, por ejemplo, el artículo en donde enfatiza todavía las normas culturales, pero cuya relevancia consiste en el modelado de emociones (Haidt et al., 1993).

3Hay muchos antecedentes de esta opinión; por ejemplo, en un texto que sistematiza se lee que "Algo tan complejo y que requiere tanto tiempo, energía y pensamiento como la religión no existiría si no tuviera una utilidad laica. Las religiones existen, ante todo, para que los seres humanos logren unidos lo que no pueden alcanzar de manera aislada. Entre los mecanismos que facilitan el funcionamiento de los grupos religiosos como unidades adaptativas están las propias creencias y las prácticas, que les confieren una apariencia enigmática a los ojos de los legos" (Wilson, 2002).

4Es de especial interés, para este punto, el capítulo 3.

5Entre paréntesis se indican las áreas de Brodmann.

Recibido: 11 de Agosto de 2014; Aprobado: 30 de Diciembre de 2014

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