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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.7 no.14 Valenciana jul./dic. 2014

 

Reseñas

 

Recorridos urbanos y poéticos. Ciudad Quiltra

 

Sebastián Aguirre*

 

Magda Sepúlveda Eriz, Ciudad Quiltra. Poesía chilena (1973-2013), Santiago, Cuarto propio, 2013

 

*Pontificia Universidad Católica de Chile

 

 

En el libro Ciudad Quiltra. Poesía chilena (1973-2013), Magda Sepúlveda Eriz realiza un recorrido por los últimos cuarenta años de la poesía chilena, construyendo una estrecha relación entre tiempo y espacio urbano. Ciudad Quiltra no puede definirse como un lugar o un estado, más bien es una hibridación entre caracterización e interpretación de la ciudad y las voces que la habitan.

Sepúlveda toma la palabra quiltra desde su origen mapuche, donde designa a los perros callejeros que no son de raza, y la amplía a todas las subjetividades no hegemónicas que toman la voz en la poesía chilena. Para la crítica literaria, son las voces principalmente quiltras quienes, por medio de la poesía, esperan ser escuchadas.

"¿Qué voces tienen pertenencia espacial?, ¿qué hacen las entidades en determinados espacios?, ¿quiénes son los proscritos?, ¿qué lugares abandonados son reterritorializados?", son las interrogantes que Sepúlveda aborda en cada uno de los capítulos de su libro. Este libro persigue no sólo la reflexión poética y urbana, sino que a raíz de éstas pretende mapear la ciudad y reconocer los componentes de historia y memoria de los espacios. La autora estructura su libro en tres capítulos, comienza con "Paseos peatonales y baldíos: La dictadura (1973-1989)", donde utiliza la figura del paseo como símbolo de una derrota política. El sujeto que habita la ciudad ha sido aniquilado o moldeado por el poder imperante. "El sujeto sucio se borra y aparece uno nuevo que se autoengendra". Es decir, las voces quiltras son las que manchan y ensucian la ciudad y un Estado autoritario asume como deber limpiar al país de estas subjetividades. El proceso de aseo consiste en una higienización política, en donde el marxismo fue entendido como el principal contaminante; por tanto, a sus militantes se les hizo desaparecer o replegarse a lugares donde no podían ser vistos ni escuchados. Son precisamente esas voces alucinadas o espectrales y los lugares donde habitan los que rescata Ciudad Quiltra.

Terrenos baldíos como el peladero, adquieren una significación preponderante. "Los personajes del peladero son mendigos, prostitutas y travestis, vale decir, cuerpos rechazados y a la vez producidos por el sistema que los arroja a ese lugar". Quizás uno de los mejores ejemplos que realiza Sepúlveda para ilustrar el peladero como hogar del marginado es el que desarrolla a través de la película "Caluga o Menta" (1990), de Gonzalo Justiniano. La primera escena de la película muestra un peladero junto a unos blocks. La cámara comienza a recorrer el lugar y se encuentra con dos sujetos sin polera que, tirados sobre unos cartones, no hacen más que mirar el cielo. A la escena la acompaña una voz de fondo que dice: "El tiempo se dividía en días, lo que nunca logré entender, pues todos los días eran iguales. Ellos estaban siempre ahí botados, como abandonados". La pobreza se concentraba en los sitios más periféricos, mientras la dictadura se preocupaba por construir la imagen de un Chile solvente económicamente. De este modo, el país comienza a adquirir dos realidades completamente opuestas, las cuales se analizan en Ciudad Quiltra.

Tanto la oposición que plantea Sepúlveda, entre la vitrina luminosa y el baldío, como otras dualidades logran ser plasmadas por los artistas de la época. Pienso en el grupo musical chileno Elicura y su canción "El Metro" que, por medio de un viaje por la ciudad, logran retratar la imagen del Chile de la época; un Chile tremendamente desigual y que el Gobierno se esforzó por esconder: "Qué lindo el metro en mi ciudad / [...] pasa por debajo sin mirar la realidad. /Arriba los pobres en silencio la unidad [...] // Aquí abajo orden y paz / Acá todo es luminoso no hay basuras ni insolencias / Arriba mi calle oscura los pobres con sus dolencias". El grupo Elicura representa una ciudad dividida espacialmente y, así, recrea dos tipos de realidades. Aquellos que habitan en el exterior no pertenecen al progreso ni están dentro de los planes del Gobierno. Han sido aislados hacia una superficie que no condice con lo que el transporte subterráneo ofrece y que fue la estampa de la dictadura militar: orden, limpieza y desarrollo. La superficie funciona, entonces, como un símbolo opuesto a las vías del progreso.

Otra característica importante de la época que Sepúlveda aborda es el rol del brillo y la luminosidad. La autora relaciona la artificialidad de la luz con una ciudad movida por el consumismo: "Estas nuevas ciudades movidas prioritariamente por interés económico [...] entregan una luz falsa, una iluminación sólo de escenario. Ya no existe una luz ilustrada". En la ciudad, el capitalismo de la luz publicitaria y el auge de los paseos peatonales, las tiendas y los malls, provocaron una sensación de modernidad y bienestar económico ligada no a la calidad de vida, sino a la disponibilidad de productos a la venta, lo que no hacía más que acrecentar y ocultar la desigualdad.

Cantantes como Payo Grondona representan la manifestación espacial de esta desigualdad económica. La canción "Américo Vespucio" indaga sobre la ruta que empezó a construirse en 1962 y finalizó en 1987, durante la dictadura. Esta pista automotriz evidenció, y deja entrever todavía, dos realidades opuestas: "La circunvalación Américo Vespucio tiene barrios limpios, tiene barrios sucios/ La circunvalación tiene dos ollitas, una es común, y la otra privadita/ Al norte los pirulos, al poniente los picantes/ Al oriente negociados al poniente cesantía". Grondona establece la desigualdad de un país al usar la avenida como metonimia de Chile. Lo sorprendente es cómo una calle en particular, y con un kilometraje acotado, puede albergar realidades tan alejadas una de la otra, desde sitios eriazos hasta condominios de los barrios más acomodados.

El desplazado ya no puede estar tranquilo ni en el vertedero ni en el lugar más miserable, pues está siendo desplazado constantemente por el poder. La ciudad avanza, insistiendo en limpiar e iluminar el margen, pues considera que quienes lo habitan son sólo espectros sin valor y, por lo tanto, serán desalojados todas las veces que el progreso lo estime necesario. Recuerdo que, hasta la década de los años ochenta, un sector de La Florida, comuna popular por donde pasaba la circunvalación Américo Vespucio, estaba habitado por pobladores que, en busca de una manera digna de subsistir, mantenían tomas de terreno y campamentos. La televisión comenzó a crear una imagen delictiva de los pobladores, donde fueron presentados como ladrones y vagos, responsables de focos de drogadicción y prostitución. Con esta excusa, en el año 1988 el lugar fue deshabitado, para comenzar los trabajos de construcción de lo que hoy es el Mall Plaza Vespucio. Una vez más, "el consumo es aplaudido y legitimado" al sustituir por luces y vitrinas los lugares donde antes existía la vida popular. Pienso, entonces, que el peladero jamás será un lugar fijo. Los terrenos baldíos, presentes hasta hoy, sufren constantes re-marginalizaciones por políticas de desarrollo. La higienización responde al proceso de modernizar la ciudad, de llenarla de luces, aunque las luces no son para todos. La ciudad crece y, por ende, el margen se va alejando cada vez más de ella. Son las afueras del mundo, lugar al que el quiltro le fue predestinado habitar.

Caluga o menta presenta al marginal de aquella época y, a la vez, a uno totalmente contemporáneo. La imposibilidad de hacer los días distintos significa el estar condenado a vivir fuera del mundo. No es tan sólo un aislamiento geográfico. El habitante del peladero se transforma en un excluido social al que no se le otorgan oportunidades. Su condición es una limitante para la educación, trabajo o cualquier actividad en que la validación del lugar donde vive es un factor importante. Todo le ha sido negado. Entonces, la monotonía de su vida recae en el no tener la oportunidad de hacer algo distinto dentro de los parámetros establecidos por la sociedad. El marginal se convierte ahora en un sujeto herido por las instituciones, por lo que resulta un desenlace casi obvio el que comience a quebrantar la ley.

El segundo capítulo de este libro, "Poblaciones y hospederías: La Transición (1990-2000)", discute las consecuencias que tiene no seguir creyendo en proyectos colectivos. La autora sitúa al movimiento obrero y al movimiento de pobladores como los dos grandes protagonistas colectivos del siglo XX. Sin embargo, esta importancia fue violentamente mermada durante la Transición, al borrar la imagen de un pueblo noble y reemplazarla por un pueblo lumpen caracterizado por la delincuencia. Las herencias de la dictadura condenan violentamente las manifestaciones en grupo, ya que llaman al desorden y son señales evidentes de una "traición al Estado". Entonces, la mentalidad es ahora individual: "ya no es necesario sindicalizarse para lograr mejores bienes, basta con endeudarse con la tarjeta de crédito". El modelo económico surgido durante la dictadura permite estas atribuciones. El consumo se instaura como un lugar. Es decir, las salidas recreativas dejan de existir para dar paso a las salidas de consumo. La capacidad de adquirir pretende exorcizar los fantasmas de la precariedad que existieron en los años anteriores, convirtiendo al sujeto en un objeto de y para el consumo. La clase media fue quien aprendió a sobrevivir de esta manera, no obstante, ciertos grupos de pobres no tuvieron opción y se volcaron al crimen, lo que provocó la desaparición de cualquier tipo de esperanza en la acción colectiva.

En consecuencia de lo anterior, Sepúlveda opina que la voz del quiltro evidencia que no ganaron un cambio de vida con la vuelta de la democracia. Para él, todo sigue siendo mirado desde el margen. Un margen que el Estado se ha encargado, durante años, de mantener en su lugar. Casi no existen políticas públicas que mejoren su situación o provoquen cambios radicales. Nos encontramos con instituciones basadas en la caridad (como el Hogar de Cristo y Un Techo para Chile) o fundaciones de todo tipo, que basan sus propuestas en soluciones paliativas, pero nunca en reestructuraciones de fondo. Pienso que instituciones de este tipo no difieren mucho de otras como Paz Ciudadana, organización destinada a la seguridad de los bienes de los más ricos y a la que también se refiere Sepúlveda en su libro: "La idea de producir tecnología para la reducción del delito no es sino más vigilancia y castigo, es decir la continuación de una sociedad represiva". Ambas, las instituciones del Estado y las organizaciones de caridad, se encargan, con la misma violencia, de mantener al marginado en su sitio. La forma de los bonos estatales no hace más que contener al delincuente en su lugar sin promover oportunidades de reintegrarse. Asimismo, las organizaciones caritativas han disminuido los programas de inserción para privilegiar una ayuda inmediata pero momentánea.

Magda Sepúlveda inicia el último capítulo de Ciudad Quiltra, "Mapurbes y discotecas: El último período de la concertación (2001- 2010)", con un relato personal en el que recorre la Plaza de Armas de Santiago. En él, describe dos esculturas ubicadas en este centro cívico: la primera, reconocible para la mayoría, corresponde a la figura ecuestre de Pedro de Valdivia, mientras que la segunda "yace" más anónima y corresponde a una escultura indígena que representa a un mapuche sin cuerpo. La observación de la autora deja entrever un profundo hecho simbólico en la comparación que enmarca de qué forma vemos a nuestros antepasados.

El pueblo mapuche ha manifestado constantemente el derecho a coexistir en igualdad junto a sus pares. Petición que no ha sido denegada y que el Estado se ha esforzado por concretar. Sin embargo, más allá de las leyes o reconocimientos, la percepción de la mayoría no se ajusta precisamente a la integración. La aprobación de una ley en que el poder jurídico reconozca una comunidad indígena, no significa que una sociedad determinada también vaya a hacerlo. Por ejemplo, hace algún tiempo, durante mi primer año de universidad, tuve un compañero de origen indígena. Venía de Nueva Imperial y su nombre era Javier Silva Huichaquelén. Al llegar a la capital, rápidamente adquirió, entre sus más cercanos, el apodo de "huaso" debido a su origen sureño. Esa fue la primera discriminación que sufrió. Quizás temeroso de una segunda, optó por omitir su apellido materno mapuche. En ocasiones, sólo si era estrictamente necesario, escribía una "H" abreviando Huichaquelén. Es evidente que durante su estadía en Santiago procuró, mediante todos los medios posibles, no hacer visible su condición. No debe haber extrañeza en estos resguardos, pues, la ciudad chilena rechaza toda diferencia. Es recurrente que a aquel que no pertenezca a la Región Metropolitana sea despojado de su nombre y le sea asignado uno nuevo. Es la manera en que el citadino le recuerda al quiltro que no pertenece a este lugar. No obstante, Chile no discrimina tan sólo en razón de ser provinciano, sino también por la condición socioeconómica, étnica o de orientación sexual. La historia de Javier me confirma la interpretación de Sepúlveda frente a las esculturas. Nuestra conciencia histórica no ha despertado, de ahí que la presencia indígena aún no sea valorada, no tenga un cuerpo reconocible y tampoco sea nombrada por sus significantes propios.

La autora nos entrega luces sobre el problema del nombrar, que potencia los testimonios recogidos por el poeta Chihuailaf: "Entonces una de las cosas que él asumió —por sus sufrimientos— fue que sus hijos no hablaran mapudungún. Hace 15 o 20 años había que tratar que la Identidad apareciera lo menos posible". El esfuerzo recae entonces en rescatar la voces que hablan de la subjetividad de etnia y que están tensionadas con la nacionalidad chilena. Una parte de la poesía mapuche que aborda Sepúlveda lucha contra la condición subalterna, su poesía se coloca en el mismo nivel y con los mismos derechos que los textos de otras culturas. Por ello, la crítica comenta textos mapuches que se dirigen también al lector urbano y letrado; es decir, reclama, por medio del conocimiento, una ética e identidad propia.

Ciudad Quiltra no sólo interpreta los nuevos lugares de la ciudad como un ejercicio de imaginarios urbanos, sino que también nos ayuda a comprender las voces poéticas que convirtieron esos espacios en propios, lo que permite al lector redescubrir los diversos lugares que habita. El sentido de pertenencia que logra la autora se construye gracias a la separación por épocas realizada en cada capítulo, ya que, permite al lector recoger prácticas urbanas de décadas pasadas y reconocerlas en el presente. Es en este momento donde Ciudad Quiltra adquiere una profunda relevancia, pues, finalmente, la mejor manera de situarnos en nuestro tiempo y lugar es comprendiendo la producción social del espacio de quienes nos preceden.

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