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Valenciana

versão impressa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.6 no.12 Valenciana Jul./Dez. 2013

 

Reseñas

 

Juan Pascual Gay, El beso de la quimera. Una historia del decadentismo en México (1893-1898)

 

Shanik Sánchez

 

San Luis Potosí, El Colegio de San Luis, 2012

 

Fundación para las Letras Mexicanas.

 

Si hubo o no decadentismo en la literatura mexicana finisecular es una cuestión que todavía carece de una respuesta más completa en tanto que no se ha establecido siquiera una definición precisa y bien argumentada de lo que fue el decadentismo en México. Algunos críticos han coincidido en que se trata de una expresión o etapa derivada de un primer modernismo, relacionada tanto con el romanticismo como con el simbolismo. Entre los argumentos en su contra está aquel que define a los decadentistas como simples imitadores de los europeos, en especial de los franceses; imitadores absurdos, pues lo que en Europa fue una legítima preocupación espiritual, aquí no pasó de ser mera pose literaria. De admitir el juicio anterior, estaríamos afirmando que la literatura decadente mexicana, y todas las de esta naturaleza propias de Hispanoamérica, no pasaron de ser expresiones anacrónicas y sin sentido trascendente, que no contribuyeron en nada a la comprensión de la realidad social en que emergieron.

Pero he aquí que El beso de la quimera. Una historia del decadentismo en México (1893-1898), de Juan Pascual Gay, viene a dar cuenta de la singularidad de este movimiento literario no sólo escasamente abordado por la crítica e historia de la literatura mexicana, sino, peor aún, bastante incomprendido. Las tres premisas de las que parte el autor nos revela un panorama sucinto y esclarecedor de los cinco años, 1893-1898, en los que surgió y feneció este movimiento: primera, el decadentismo en México puede considerarse, guardando las distancias, un movimiento de vanguardia interesante y atractivo por sus aportaciones precisas y particulares a la literatura del país porque se vuelve un modelo en el que otros grupos, como el propio Ateneo de la Juventud, se apoyarían a la hora de operar a lo largo del siglo XX (15); segunda, el decadentismo mexicano sí se vincula a su contexto socio-histórico porque se legitimó en la transgresión de una realidad social que lo hostilizaba; y tercera, la importancia del ámbito cultural, es decir las polémicas, personajes y revistas que por un lado favorecieron su desarrollo y, por el otro, propiciaron su descrédito (16).

El acierto de El beso de la quimera reside en tratar el problema del decadentismo en México a partir de la formación del grupo decadentista como unidad, pues aunque existan artículos dispersos dedicados a algunos miembros del movimiento por separado o a analizar temas adyacentes como el modernismo o la Revista Moderna, hasta el momento no ha sido lo suficientemente estudiado. A lo largo de ocho capítulos, Juan Pascual Gay defiende la idea de que el decadentismo en México no puede verse como una escuela literaria, sería más preciso acercarnos a él como un estado de ánimo compartido por esta cofradía —José Juan Tablada, Amado Nervo, Alberto Leduc, Bernardo Couto, Jesús E. Valenzuela, Efrén Rebolledo, Ciro B. Ceballos, Rubén M. Campos, Jesús Urueta y Balvino Dávalos—, que se concreta en una cierta modalidad literaria, inspirada en su correlato europeo francés e italiano, sí, pero con ciertas peculiaridades que le confirieron autonomía y validez en tanto postura cultural arraigada a las letras, acompañada por artistas plásticos como Julio Ruelas y Jesús F. Contreras.

El primer capítulo, "La Quimera y el fin de siglo", muestra el "panorama literario y emocional" del decadentismo en Europa y luego en México, desde la óptica de la ciudad moderna simbolizada en la figura de la Quimera. El siguiente, "Simbolismo, decadentismo, modernismo", intenta diferenciar estos tres términos, que suelen confundirse o utilizarse de manera arbitraria como sinónimos al no tomar en cuenta que lo "que en Francia y Europa se llamó «simbolismo» en Hispanoamérica comenzó a denominarse «modernismo»" (68), al mismo tiempo que precisa los periodos Fin de siècle y Belle époque en contraste con aquellos. El tercer capítulo, "El decadentismo: características y temas" destaca los rasgos más importantes de este movimiento en general para luego ceñirse a los que heredaron los decadentes mexicanos y enmarca dos momentos, las polémicas de 1893 y 1897, y dos publicaciones, la Revista Azul y la Revista Moderna, que habrían de servir como plataformas para este grupo de escritores. En "La promoción decadentista de México, 1890-1898", hace un recorrido biográfico del movimiento, sus inicios y aportaciones una vez finalizado, así como la conformación de este cenáculo alrededor de la figura de José Juan Tablada. El siguiente apartado, "Decadentismo y bohemia", reflexiona sobre la producción decadentista a través del binomio ciudad moderna-vida bohemia, donde la imagen del bar operaba como un sinónimo de ésta: "la bohemia fue la manera de asumir y asimilar la modernidad de la ciudad" (17) y el elegir este tipo vida se convirtió para los decadentes en metonimia de la literatura y el arte. Finalmente, los tres últimos capítulos profundizan en las dos polémicas decadentistas (1893 y 1897) y destacan la importancia de la Revista Moderna como el órgano y la plataforma del grupo decadente.

Si seguimos con lo postulado por Juan Pascual Gay en El beso de la quimera, para llegar a la raíz del decadentismo mexicano, más que en figuras retóricas y tópicos literarios, debemos pensar en una cierta emotividad, en un estado de ánimo compartido por este grupo de jóvenes literatos. "No hay procedimiento ninguno para llegar a un estado del alma; y el decadentismo, más que una forma literaria es un estado del espíritu", consignó Alberto Leduc en 1893. Y este estado consiste en un verdadero y absoluto desaliento. Desaliento ante todo pesimista, pero que no deja de sugerir la capacidad de una elevación espiritual. Los personajes decadentistas son esquizofrénicos, malditos, exquisitos e inmorales, no amorales, no porque se enorgullezcan de ello, sino porque su transgresión propone una ética: si la moral imperante es reprobable por sus dobleces, su hipocresía, podemos, como decadentistas, abolirla, y no estaremos participando del mal. El decadentista transgrede. Está desilusionado y pese a ello aún conserva el impulso creador. Su creación nace del grotesco, tal como los románticos que, mediante las palabras de Víctor Hugo, agregaron a las categorías de la belleza aquello que hasta entonces se revelaba despreciable y asqueroso. Se trata de abrazar la complejidad de la vida con el entusiasmo que nos confiere la desilusión. Ese entusiasmo que consiste en gozar el hoy porque el mañana no tendrá lugar.

"El decadentismo fue el primer movimiento artístico-literario plenamente moderno de México, y la bohemia, esa manera de vivir la ciudad, la expresión de la modernidad" (31). Después de leer El beso de la quimera resulta arbitrario limitar la definición de decadentismo mexicano tan sólo a sus formas estilísticas o a sus temas. Es importante también tomar en cuenta la tónica emotiva con que se postula. El decadentismo es una expresión de la realidad finisecular que va más allá de una cuestión contra las normas, literarias y sociales, vigentes; más allá del culto a lo artificial, más allá de la sinestesia, la trasposición de las artes, la experimentación temática y métrica, más allá del uso ingenioso de neologismos. Quizá si lo restringiéramos a las formalidades arriba señaladas, sí podríamos hablar de una incipiente copia de la factura europea, pero lo cierto es que nuestro decadentismo no se estanca allí. ¿Cómo va a estancarse allí si desde el hecho de estar escrito, leído, pensado, sentido, en español ya es otra cosa? Emerge a consecuencia de una profunda crisis espiritual, política y social, de una sensibilidad que aporta a la literatura nuevas preocupaciones, propias de su entorno, únicas. Esto acontece no sólo con miras a épater la mentalidad burguesa, sino principalmente como una alternativa a las vicisitudes de la vida moderna. El escritor decadentista no se evade; por el contrario, sobrepasa la altura de las circunstancias. Su actitud es la del artista como un instrumento a través del cual Dios se expresa. "si el arte era Dios, el artista se revestía de los atuendos sacerdotales para rendir culto a la nueva religión a la que, si era necesario, había que entregar la propia vida [...] El poeta era, pues, el sacerdote y el profeta" (88). No se pretende copiar nada a los decadentistas franceses, quienes "proporcionaron a los mexicanos un manual estético pero también ético: no sólo una manera de escribir sino, sobre todo, un modo de vivir sujeto al ejercicio poético y a la modernidad" (94). Si bien las formas y los procesos llegan a ser semejantes, debido claro está a nuestro sedimento occidentalizado compartido, los focos de atención son otros. Mientras los europeos observan el derrumbe paulatino de una civilización que les había prometido la utopía; acá asistimos a la muerte gradual de un sistema religioso e ideológico que culminaría en la Revolución. Y es que pese a que no se dio un desarraigo espiritual del cristianismo en América durante el siglo XIX, sí hubo una severa fractura sobre todo en el orden filosófico. Acá se vivía, con el Porfiriato, el positivismo, una paz augusta pero deleznable; era cuestión de tiempo que la fantasía se derrumbara. Sin duda el grupo decadentista estaba consciente de ello, de ese conformismo salvaje que tarde o temprano tenía que estallar. Ya todo se había banalizado, se había atentado contra el principal sustento ontológico de los mexicanos: prueba de ello fue el periodo de Reforma, padre del Porfiriato, y la Revolución, hijo de este último.

Escandalizar a la prensa y la ciudad porfirianas era el objetivo de los decadentistas mexicanos (José Juan Tablada, Amado Nervo, Alberto Leduc, Bernardo Couto Castillo, Jesús E. Valenzuela, Ciro B. Ceballos, Rubén M. Campos, Jesús Urueta y Balvino Dávalos). Esta actitud —emplearon estrategias de promoción y exhibición y modificaron la manera de establecer relaciones con la sociedad y la crítica— se volvería paradigma a lo largo del siglo XX para grupos artístico-literarios de vanguardia. De ahí que los decadentes sean los pioneros de este comportamiento —juventud, rebeldía, polémicas y manifiestos— ante la modernidad y con ello inauguren la imagen del artista moderno. Con los escritores decadentes se debate por vez primera si la literatura en México debe responder a intereses nacionalistas o ecuménicos.

Aportación invaluable, pues, El beso de la quimera, de Juan Pascual Gay, que, además de todo lo anterior, nos presenta varios caminos abiertos a la investigación como el marcado énfasis sobre las figuras de Manuel Gutiérrez Nájera, José Juan Tablada, Amado Nervo, Jesús Urueta y Jesús E. Valenzuela en tanto orquestadores y amalgamas de los decadentes mexicanos; al igual que la mención de características y temas predominantes en su literatura con pequeñas muestras del trabajo de José Bustillos, Balbino Dávalos y Francisco M. de Olaguíbel.

Sin embargo, expone poco sobre Efrén Rebolledo y Julio Ruelas (a pesar de brindarnos generosamente una sección con ilustraciones del artista plástico al final del libro), omite al casi desconocido Severo Amador y deja de lado el Ateneo Mexicano Literario y Artístico, sociedad cultural presidida por el propio Jesús F. Contreras y antepuerta del modernismo —incluso de la Revista Moderna—, ya que entre sus miembros contaba no sólo con Justo Sierra como presidente honorario, sino también con literatos de la talla de Carlos Díaz Dufoo, Ángel de Campo, Juan de Dios Peza, Balbino Dáva-los, Rubén M. Campos, José Juan Tablada, Federico Gamboa, Jesús Urueta, Luis G. Urbina, Jesús E. Valenzuela y el propio Amado Nervo; así como el notario Jesús Trujillo, el doctor Manuel Flores y Victoriano Salado Álvarez; los pintores Leandro Izaguirre, Germán Gedovius, Gerardo Murillo, Alberto Fuster y Julio Ruelas; y los músicos José F. Elizondo, Ernesto Elorduy, Manuel M. Ponce y Ernesto Campa.

Para concluir con el espléndido recorrido que nos ofrece El beso de la quimera, precursor en el análisis de los autores decadentes mexicanos como grupo, resulta enco-miable el intento de Juan Pascual Gay por erigir el decadentismo no como una escuela literaria sino como un movimiento de vanguardia, deslindarlo del simbolismo, delimitar tanto su campo en relación con el modernismo como sus apropiaciones del romanticismo y, al mismo tiempo, vincularlo con los scapagliati italianos. Así como por rastrear los orígenes, herencias y afinidades literarias de este cenáculo decadente, inserto entre un viejo régimen y un naciente orden social, cuyo factor de unidad y cohesión sería el espacio urbano.

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