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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.6 no.12 Valenciana jul./dic. 2013

 

Artículos

 

Orfandad, exilio y utopía en el pensamiento literario de Tomás Segovia

 

Juan Pascual Gay

 

El Colegio de San Luis.

 

(Artículo recibido el 28 de mayo de 2013;
aceptado el 21 de septiembre de 2013).

 

Resumen

Este texto pretende una aproximación al desarrollo de ciertas ideas centrales presentes en la obra de Tomás Segovia: exilio, orfandad y utopía. En el caso del exilio se hablará del que se corresponde con una noción más bien abstracta antes que la histórica concreta; el estado de orfandad como un exilio radical conculcado por el reconocimiento, y la utopía como un lugar posible de ser vivido desde el respeto por el otro, por el mero hecho de ser hombre.

Palabras clave: orfandad, reconocimiento, exilio, utopía.

 

Abstract

This text aims to an approach to the development of certain central ideas present in the work of Tomás Segovia: exile, orphanhood, and utopia. In the case of the exile will discuss which corresponds to a rather abstract notion rather than the historic concrete; the State of orphanhood as a radical exile violated by the recognition, and utopia as a possible place of living out of respect on the other, by the mere fact of being a man.

Keywords: Orphanhood, Recognition, Exile, Utopia.

 

Con frecuencia, se ha calificado a Tomás Segovia como escritor del exilio, incluso ha pasado a formar parte de esas clasificaciones académicas destinadas a ubicar a los escritores para las cuales no basta la obra y les es necesario elaborar adscripciones y proponer registros como si eso asegurara la pervivencia de tales escritores. Afirmar que Tomás Segovia es un escritor del exilio español de 1939 es una obviedad, pero asegurar que su obra se corresponde con lo que comúnmente se entiende como obra de exiliado, si tal cosa existiera, es otra cosa. Se puede hablar del exilio de Tomás Segovia o, mejor todavía, de la presencia del exilio en su obra pero a condición de establecer qué entiende por exilio. Las ideas de Segovia en torno al exilio poco o nada tienen que ver con aquellas que habitualmente se argumentan para clasificar como autor exiliado a tal o cual escritor. Hay como dos planos definidos, establecidos por Segovia, en relación con el destierro o el exilio. De un lado, una reflexión más bien abstracta que se sitúa en un momento anterior a la sociedad pero que la inaugura, en un estadio pre-social que a la vez funda el mito y es fundada por éste; de otro, un exilio concreto debido a circunstancias históricas particulares que afectan a la vida de quienes lo padecen. Uno y otro se relacionan entre sí, se modifican y ofrecen una visión muy personal de ese avatar, pero ese segundo exilio hay que situarlo dentro de las reflexiones de Segovia acerca del primero, lo que no quiere decir que no haya experimentado en carne propia las consecuencias del exilio del 39, sólo que las ve desde ese otro lado que no excluye al segundo, sino que lo dota de un sentido que va más allá de los testimonios en torno a este hecho. De muestra vale un botón, entresacado del ensayo "Juan Ramón o el artista. Juan Ramón uno y trino", en el que subraya la pérdida que conlleva siempre el destierro al abolir el futuro: "Esta es la soledad en la que ha muerto: no poder hablar a esos jóvenes que su palabra hubiera ayudado a definirse, con él o frente a él. Lo más cruel del exilio es que destierra también el porvenir, y en el caso de Juan Ramón esto es particularmente injusto porque él tenía mucho que hacer allí". (1988: 98) Estas páginas se ocupan del primer exilio o destierro, aunque como no puede ser de otro modo, hay alusiones, referencias y correspondencias con aquel que experimentó Segovia a raíz de la guerra civil española, pero siempre a contraluz, supeditado a ese otro primigenio originado en sus propias ideas y que ha recibido la mayor atención de los críticos e historiadores.

 

Orfandad, reconocimiento

Así como para Segovia la idea del reconocimiento es originaria y se despliega a lo largo y ancho de su escritura, también la noción de orfandad permea tanto su pensamiento como su literatura. La orfandad que está en el origen de ese reconocimiento, que lo precede y sustenta, sin el que aquella tendría su sentido completo. No hay duda de las resonancias de Kierkegaard en esta premisa. Escribía el filósofo a propósito del capítulo XI de la Poética de Aristóteles: "Naturalmente lo que aquí me interesa es el segundo momento: el reconocimiento. En todas partes y siempre que se habla de un reconocimiento hay eo ipso algo que estaba anteriormente oculto. Del mismo modo que el reconocimiento trae consigo alivio y calma, lo que permanece oculto ocasiona la tensión característica de la existencia dramática" (2006: 159). La orfandad es el exilio, pero el exilio radical; la única manera de proscribirlo es mediante el reconocimiento. De hecho, la verdadera orfandad sólo lo es si antes o después viene el reconocimiento. Es en este contexto, donde la anagnórisis adquiere toda su relevancia y todo su sentido. No es una casualidad que uno de los poemarios más importantes de Tomás Segovia se titule precisamente así, Anagnórisis (1967). Podría decirse, sin faltar al rigor, que la orfandad es el centro de las reflexiones de Segovia no sólo en torno al hombre sino sobre todo en relación con la tarea del artista. Pero junto a la orfandad y el reconocimiento desfilan otros conceptos de los que no puede deslindarse: la paternidad y la maternidad, la fidelidad y la infidelidad, la partida y el regreso, la palabra y el amor. En torno a ellos oscilan esas ideas originarias sobre la orfandad y el reconocimiento; ambivalencias de sentido que construyen la dialéctica de la propuesta moral y literaria del hispano-mexicano.

El amor, para Segovia, es lo que justifica la existencia misma, como dice en alguna página de El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas (1950-1983), "el amor es todo en la vida, pero no es toda la vida" (2009: 662). Pero el amor exige una aceptación que se traduce en el pleno abandono de la persona que se siente amada. Así, asienta que "La verdadera aceptación del Amor que nos ama es la plenitud de la condición filial" (2009: 578). Aceptar que es recibir voluntariamente lo que se da y ofrece; no basta pues con recibir, sino que la aceptación implica un movimiento de solidaridad hacia aquel que entrega algo y aquello que es entregado. La filiación consigna la primera aceptación del amor: un amor que no es conquistado pero que tampoco se recibe como una deuda ni por parte del padre ni por la del hijo; es un amor que "no es suyo puesto que no puede faltarle; pero es suyo porque lo acepta, y en realidad sólo por eso no puede faltarle" (2009: 579). El amor del padre hacia el hijo exhibe una doble condición puesto que es personal e impersonal. Es decir, "el hijo acepta ser amado porque es él —y ser amado porque es el hijo de su padre" (579). Además, el amor que siente el hijo por su padre no es independiente de la aceptación del amor de éste hacia el hijo, por eso es a la vez "activo y pasivo". Pero el hijo debe aceptar el amor del padre para ser el elegido, si no lo es se debe a que "no ha aceptado" (579).

En este punto, surge una importante aclaración en el mismo diario, puesto que ser elegido no es una cosa que pueda quererse, únicamente puede aceptarse. La orfandad para Segovia encierra una paradoja por la que es negada: "Todo huérfano es hijo de una virgen. Lleva dentro a su madre que no se ha desarrollado, que no ha desplegado y cumplido su maternidad" (2009: 612). La paradoja reside en considerar que todo hijo es también su propia madre o es hijo de sí mismo, pero se trata de una maternidad que no se despliega. Lo maternal es la condición no ya para ser reconocido sino confirmado, pero confirmado en el ser, acto simultáneo al reconocimiento. Esta orfandad es un primer exilio, pero no es propiamente un exilio puesto que el reconocimiento y la confirmación siempre llegan desde la madre que todo hijo tiene dentro. Al hijo-huérfano, pues, no le falta el reconocimiento maternal aunque no haya conocido a su madre. En consecuencia, el hijo siempre hace el hogar, pero el hogar propiamente lo construyen el hombre y la mujer, el padre y la madre, y cada uno despliega una función diferente: "pero dentro, en lo delimitado, entre las mores, el hombre abandona la semilla, no es el guardián de la semilla; puede volver a los elementos, y es el pastor, y es el poeta. Pero tiene que <<volver por la honra>>, porque la mujer es la sede de la <<honra>> pero el hombre es su guardián" (2009: 664). El hombre es el guardián de la honra por lo que debe volver por la semilla que es volver por el hijo o por el amor, puesto que eso representa el hijo: "el padre tiene que reclamar (y reconocer: anagnórisis) a su hijo para que el amor no pierda su sentido esencial" (2009: 664).

El hogar en torno al hombre y la mujer, padre y madre una vez fecundada, distribuye los espacios de uno y otro: "El espíritu creador (fuego masculino) fecunda la tierra, y así la tierra apresa el espíritu y se hace moral, límite y freno (femenino). La moral es guardiana de la semilla de fuego, del espíritu creador; pero el espíritu tiene que volver por su honra y ser el guardián de la moral. Para reclamar y reconocer a su hijo. Esto es lo que hacen los poetas de la <<honra>> (clásicos españoles)" (2009: 664). Se trata de una reflexión ontológica e histórica: en el primer caso porque redunda en el ser del hombre y la mujer en tanto padre y madre, en segundo lugar porque remite al inicio propiamente de la historia que únicamente puede comenzar a partir del hijo, es decir, de la descendencia. Estas relaciones se fundan en el amor porque propiamente el hogar lo es si salva al amor, sin hogar no hay amor verdadero, sólo "pasión amorosa" que es principio de la perdición. El lugar del hombre y la mujer alrededor del hogar sólo puede concederlo la palabra:

La palabra es lo que da su sitio al hombre y a la mujer alrededor del "hogar". Sólo por la palabra se hacen cargo del "hogar", se hacen sustento de la casa que los sustenta.

Toda la profunda dialéctica del sitio del hombre entre los hombres está contenida en la relación del fuego y la piedra. Cada uno de estos elementos transforma al otro en "hogar"; cada uno tiene que hacerse cargo del otro antes y después.

Del mismo modo, una vez fundado el "hogar", el hombre y la mujer se fundan en él. Pero tienen que fundarlo antes y después de fundarse en él.

El "hogar" apresa al amor como la piedra al fuego y el vientre a la semilla. Pero, como la semilla, el fuego tiene que romper y salir. El fuego tiene que devorar antes y después. La llama traspasa el "hogar". El hijo irrumpe en la historia, es la encarnación de la paternidad (como Cristo). La paternidad no descendería si el hijo no rompiera (2009: 668).

Todas estas relaciones únicamente pueden realizarse desde y en la palabra, porque ese lugar ocupado por el hombre y la mujer sólo lo pueden ocupar a partir de la palabra o, más precisamente, del diálogo, puesto que en el diálogo la palabra adquiere su sentido. El hogar alcanza su plenitud si surge ese diálogo entre el hombre y la mujer, si no nace es un hogar frustrado. Así, "la palabra es la fundación de lo fundado" (2009: 668) , pero la fecundación es la fundación de lo infundado. El sentido del hijo en el hogar no puede darse plenamente en una sociedad matriarcal, puesto que la mujer es a la vez el hogar y su guardián, y no necesita del hombre para que lo custodie, así el hijo no es hijo de hombre. Por eso el hijo tiene que salir porque sólo retornado trae una segunda semilla, un segundo fuego que ya no es presa del hogar. Este retorno es literalmente "la semilla guardada y con ella empieza el silo y la agricultura. La agricultura es la segunda aportación del fuego. Esta segunda fundación del <<hogar>> es su fundación plena"(670). Por eso asienta Segovia que "la única tarea del poeta es justificar a su padre y a su madre" (669). Es la única tarea porque el hogar se funda entonces plenamente en torno al amor, la palabra y la descendencia. La palabra poética adquiere su plétora de sentido, pero esa palabra poética sólo la puede traer el hijo, puesto que cierra el círculo del hogar y la morada, al sostenerla a la vez que los sostiene. Es el hijo el que otorga la paternidad al padre y no al revés; el padre es padre por el hijo, no por su condición de hombre: "Por eso es el hijo el que da la paternidad, el que hace padre al padre, y no el padre el que hace hijo a su hijo. Pero no es lo mismo con respecto a la madre. La madre hace hijo suyo al hijo. Éste es el sentido de que la maternidad sea siempre segura mientras que la paternidad en rigor siempre es putativa" (670). El hijo retornado es, pues, el hijo pródigo, es decir, el segundo fundador, quien asegura la perdurabilidad de lo fundado; de ahí que el hijo pródigo encarne al poeta, puesto que "sólo el poeta, pero sólo retornado, puede hacer la segunda fundación"(670). Y ello porque es ya dueño de la palabra y por eso su tarea es justificar a su padre y a su madre que es justificarse a sí mismo. Ahora bien, para que el hijo sea verdaderamente retornado es necesario que sea reconocido, si no hay una anagnórisis no hay regreso posible. El hijo pródigo sólo lo es si es reconocido. Ulises una vez de regreso en Ítaca no es reconocido por lo que todavía no ha vuelto plenamente, a pesar de estar ya allí, en esa escena del canto XIX de la Odisea. Erich Auerbach, en el comienzo de Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, recrea la escena apegado a la epojé clásica, a esa suspensión que exige ya la anagnórisis:

El forastero se ha granjeado la benevolencia de Penélope, quien ordena al ama lavarle los pies, primer deber de hospitalidad hacia los fatigados caminantes en las historias antiguas; Euriclea se dispone a traer el agua y mezclar la caliente con la fría, mientras habla con tristeza del señor ausente, que muy bien pudiera tener la misma edad que el huésped, y que quizá se encuentre ahora, como éste, vagando quién sabe dónde como un pobre expatriado, y entonces se da cuenta del asombroso parecido entre ambos, al mismo tiempo que Ulises se acuerda de su cicatriz y se retira aparte en la oscuridad, a fin de no ser reconocido, al menos por Penélope (1950: 9).

En este momento, todavía Ulises es un expatriado, un exiliado, a pesar de haber regresado. El regreso originario, pero también el circunstancial exigen el reconocimiento del que partió. Pero hay una distinción de grado en ambas partidas. El regreso originario del hijo es necesario para que comience la historia, mientras que el del desterrado obedece a otras causas. No obstante, en Segovia la partida es siempre necesaria, el exilio es una condición natural, a condición de que haya regreso. Un exilio histórico es otro exilio añadido, pero no es el fundamental, ni el originario, y muchas veces oscurece el verdadero sentido de la partida.

 

El hijo pródigo, la palabra, el poeta

El hijo pródigo, el hijo retornado, es el poeta porque él mismo es la palabra, es decir, compendia la relación primigenia del padre y la madre mediante el diálogo, junto al fuego apresado por la piedra; es decir, casa, la morada. El hijo mismo es la morada cuando ya no es propiamente esa morada, pero no sería sin ella. Por eso lleva consigo la palabra y la semilla y la morada, por eso con él comienza la segunda fundación e inicia la historia. Sin el hijo, ni el padre ni la madre ocuparían su lugar en el hogar. El hijo supone un primer ordenamiento de los elementos del hogar siendo él mismo el elemento decisivo. Esta fundación, decisiva para la moral, sólo es posible mediante la unión del fuego y la palabra, de la semilla y la poesía, de la artesanía y el arte. El poeta hace suyo el patrimonio del artesano y luego canta; esa síntesis es la que representa Orfeo, pero no Hefesto, quien es dueño del fuego, pero no de la semilla:

La palabra poética es el fuego de la segunda fundación.

Cuando la mujer apresa la semilla y la piedra apresa el fuego ha sido hecha la primera fundación del hogar. Es la fundación prepaternal. En el hogar prepaternal la mujer y la piedra son el hogar: el fuego y la semilla son suyos, el hombre no ha vuelto por su honra.

Con el retorno del hijo viril la mujer ya no es la dueña de la segunda semilla y la piedra no es la dueña del segundo fuego, que es la palabra poética, la palabra traída de allá. Entonces empieza el diálogo. El coloquio. Por la "honra" la mujer devuelve la semilla, el hombre reconoce al hijo, se produce la anagnórisis, y el fuego y la palabra de allá se responden. El paso se hace mediante la salida del fuego, la huida del hijo, el robo del hogar por el artesano. Se completa con el retorno del hijo viril, la transformación de Hefaístos en Orfeo, la insuflación de la palabra de allá en artefacto. El artífice inspirado. El "virtuoso" con destino (2009: 676).

Es indispensable, pues, dentro del pensamiento de Segovia, que el hijo salga para que pueda volver una vez reconocido, para que verdaderamente regrese como poeta. Pero para ello, para iniciar esta transformación la partida es inevitable. Pero la salida implica otra noción asociada con el hijo retornado: la infidelidad o la fidelidad vista desde otro lado. Porque para Segovia esa primera infidelidad que resulta del abandono de la morada por parte del hijo, en realidad, resulta de la fidelidad a su condición de hijo que encierra la infidelidad necesaria expresada por la salida. "La <<infidelidad>> es necesaria porque el hogar tiene que ser fundado una segunda vez ­—y sobre todo la <<moral>> tiene que ser fundada una segunda vez. La verdadera historia humana, o sea el <<espíritu>>, sólo puede empezar como salida de la <<moral>> e <<infidelidad>>, pues sólo la <<infidelidad>> puede fundar por segunda vez" (2009: 677).

Esta infidelidad-fiel o fidelidad-infiel se manifiesta en una doble dirección: hacia el hogar y hacia la moral. El hogar no se vuelca sobre lo abierto, sino sobre la moral; el hogar se vuelve sobre sí mismo. Si el hogar funda la moral, romper el hogar es destruir la moral, por eso el hogar no puede discutirse desde la moral ni la moral desde el hogar. Pero "romper la <<moral>> es abrirse al más allá del espíritu" (2009: 678). Desgarrar la moral exige salir del hogar porque se trata de la moral de "allá". Es esta distinción la que propicia un nuevo deslinde entre "trinidad simétrica" y "trinidad asimétrica": "Pero la trinidad del hogar es simétrica: el padre, la madre y el hijo; mientras que la trinidad del más allá es asimétrica: el Padre, el Hijo… y el Espíritu Santo. Por eso Cristo en cuanto hijo del <<hogar>> tiene un padre y una madre, mientras que en cuanto hijo de Dios no tiene más que un Padre" (2009: 678). La consecuencia de todo esto afecta directamente al poeta, porque el fuego del segundo retorno no puede ser igual al primero, la semilla que fecunda; no puede remitir a una mera repetición sino a una síntesis que atraiga la moral de allá en el acá, es decir, vuelve no como fuego sino como palabra. Este asunto es primordial en la poética de Segovia puesto que el poeta, el verdadero poeta y poeta sabio, tiene que salir para hacerse poeta, para adueñarse de la palabra. Por eso el destierro, a condición de regresar, es imprescindible y por eso también se puede entender la reflexión de Segovia en torno al exilio no como un evento ligado a una circunstancia histórica, política, social o del tipo que sea, sino siempre como una premisa para el verdadero poeta. Así, ese exilio segundo siempre se subordina, en el caso del poeta, al primero, originario y primigenio, pero insoslayable y necesario. Lo cual retoma de nuevo la cuestión de la infidelidad: "Es en el hijo donde se articula la posibilidad de resolver la contradicción <<infidelidad>> al <<hogar>>, y en la paternidad se cifra todo el destino terrestre del hombre. Sólo la transformación de la cría en hijo hace posible al mismo tiempo la infidelidad y su sentido. Esto es esencial porque sin <<infidelidad>> no puede hacerse la segunda fundación, pero sin la <<honra>> que transforma la cría en hijo y en macho al padre, la <<infidelidad>> no podría dejar de minar la moral que a su vez protege al hogar" (2009: 678). Es la segunda fundación la que inicia la historia, pero también el espíritu. Pero para que se dé plenamente la fundación es necesario el amor, puesto que "el sentido originario del amor es el coloquio. El amor es el fruto y el sentido de la segunda fundación. Representa la ruptura del silencio que separa al hombre y a la mujer antes del retorno y del reconocimiento. Por eso el amor, en un sentido, es la Poesía misma y aun toda la poesía" (679-680).

 

El amor, la palabra, la segunda fundación

Así, el amor y la palabra están en el origen de la primera partida que precede a la segunda fundación. El exilio originario es tan necesario como imprescindible para que el hijo retornado vuelva adueñado de la palabra, de la poesía. La palabra no es sólo portadora de la belleza, sino que es la belleza misma. La belleza, en realidad, es la patria verdadera del hombre. "Toda belleza es connatural nuestra porque la Belleza es la patria verdadera —hasta el punto de que toda pretensión ajena a una propiedad de esas bellezas nos parece monstruosa" (2009: 709). Por tanto ¿es posible ser exiliado o desterrado de esa patria que obedece a una decisión personal de búsqueda y construcción? ¿Acaso esa belleza en cuanto patria puede arrebatársele al poeta? Esta patria erigida en la belleza condiciona entonces el modo de relacionarse de Segovia con el exilio:

Pero el exiliado a veces se siente excluido de ese derecho. Siente que no participa, que todo eso no es para él. (Aquí entraría perfectamente la idea —Simon Weil, creo— de la Belleza como Orden. Porque es la exclusión de un orden, un orden que a veces no comprende, o en el que a veces no le es permitido participar, lo que excluye al extranjero de la participación en la belleza.)

Por todo eso el verdadero exilio no tiene nada que ver (quiero decir que no necesariamente) con las naciones (2009: 709).

Este apunte sitúa el exilio en otro lugar que poco tiene que ver con los vaivenes coyunturales, propiciados por circunstancias de diferente género. Por eso en otro lugar decía Segovia que el arte es el nombre de la patria del hombre, pero no es su lugar natal. Es decir, la patria fundada en y por la belleza hay que construirla, no es algo que se le da a nadie como un regalo o como una situación ya dada en función de su nacimiento geográfico. Para encontrar esa patria es necesario perder ante todo lo que impide su invención, es decir exiliarse: "No se trataba de encontrar, sino de perder a la madre en la esposa, segunda madre, segunda vez perdida, como la <<segunda patria>> —exiliarse del exilio, enviudar de la orfandad. Así el ciclo se cierra. La madre perdida (y ya doblemente desde el principio) la volví a perder en la pérdida de la patria, y ahora la pierdo en la <<segunda madre>> como en la <<segunda patria>>. Por fin me libro de ella […], por fin la veo" (2009: 710).

Pero, además, en Segovia hay una variable necesaria para comprender su relación con el espacio y, en particular, con la geografía y la poesía: el exilio histórico. Parece claro que Tomás Segovia vivió un exilio histórico, pero no se conforma únicamente con esta evidencia, sino que la traslada a la poesía misma; una duda más que razonable que sitúa a la palabra poética en otro sitio: "Estos días he estado profundizando —aunque sin medirlo todavía— en el sentido de este exilio. Pero lo importante sería saber hasta qué punto es mi exilio y hasta qué punto el de la poesía misma" (2009: 329). Esta dubitación ubica las reflexiones del poeta en un lugar revisitado: la palabra poética está afuera, en lo abierto; por tanto, independientemente de la experiencia del exilio de determinado autor, siempre será desarraigada en la medida que lo es la poesía misma. Guillermo Sucre escribe que "Segovia vive su exilio como una fatalidad, pero justamente esa fatalidad es lo que lo inserta en un contexto más amplio: siente que cumple un destino que el hombre, en cualquier tiempo, ha sobrellevado también. […] El exilio se convierte, así, en una nueva aventura, en una experiencia dramática pero también jubilosa. La aventura del hombre que sabe que ha perdido la patria pero que el único modo de recuperarla es ganar el mundo" (2009: 369). Tomás Segovia ha reflexionado sobre su exilio, pero lo ha hecho desde un lugar que otros exiliados no siempre han compartido:

Más interesante sería preguntarse si esa influencia [la del exilio] puede implicar o debe necesariamente implicar algunas características que la distingan de cualquier otra influencia (prácticamente cualquier cosa puede influir en los tonos o en los temas de un poeta). O bien plantear la pregunta al revés: ¿puede el destierro no influir en la obra de un poeta? Yo diría que puede no influir (aunque sería sorprendente). Pero sobre todo que puede no influir en los temas, o que puede no influir en el tono […] Añadir el tema del exilio al repertorio de un poeta es tal vez influir, pero sólo en la suma de sus temas, no necesariamente en los temas mismos otros que el exilio. (1991b: 199-200)

Más revelador, quizás, es el sentimiento del exilio, las sensaciones que le despertó esa experiencia siendo niño:

Cuando de niño, en mis primeros exilios (los menos conscientes, pero también, por eso mismo, los más "auténticos" en algún sentido), vivía sumergido casi todo el tiempo en aquella vasta tristeza, el sentimiento de exilio desaparecía sin embargo en cuanto me invadía esa calurosa sensación de la Belleza-amada-y-amante en quien creer. Y no hablo de seres, o no sólo, sino hasta de paisajes o de situaciones de plenitud infantil, de reconfortación, de protección, por ejemplo. Era verdaderamente ese sentimiento de Madremundo a que aludo en "El sexo en el arte" (2009: 708-709).

Tierra y mundo, silencio y palabra, son los elementos que configuran la expresión del destierro tanto original como "episódico", como lo califica también Segovia en el texto "Explicación (1978). Respuestas del exilio":

La Tierra y la Palabra (permítaseme variar así la formulación de León Felipe) es una fórmula que puede expresar, para mí, no sólo un tema fundamental, sino el plano donde toma sentido el del exilio. Sin duda puede concebirse una experiencia del exilio que llamaré accidental: el exilio como uno de los episodios, aunque fuese el más grave, de la vida de un ser humano. Pero hay otra experiencia en la que un hombre vive el exilio no como un episodio de su vida sino como su condición. Esta es la experiencia de mi generación, y tal vez, a partir de cierto momento, la de la generación anterior de los exiliados españoles, cuando sus tenaces ilusiones no pudieron seguir ya presentándoles el exilio como un episodio (aunque aun así no es lo mismo una condición que nos cae encima en cierto momento de nuestra vida que la que es vivida como originaria o casi) (1991b: 204).

 

Exilio, arraigo, desierto

Tomás Segovia, ya se refiera a un exilio o a otro, privilegia un paisaje que remite tanto al principio de la palabra como al espacio íntimo. Ese paraje es el lugar que, en determinado momento, el poeta selecciona y escoge no tanto para hablar de un espacio literario en donde se remansan sus versos, sino como ese espacio originario y primario donde el artista, el poeta en este caso, construye su arte. Se trata de un espacio originario, anterior al tiempo y que, sin embargo, lo inaugura; donde la historia no está escrita, pero comienza a escribirse; hollado por unas pisadas que el viento borra, pero que la palabra atestigua y fija: el desierto. Sin duda, el simbolismo del desierto está ligado a la experiencia del exilio, pero un exilio entendido según propone Sucre: la pérdida de la patria, a condición de conquistar el mundo.

Ahora bien, esta construcción de un nuevo mundo para Tomás Segovia se relaciona con un ámbito situado en la orilla del tiempo o, como dice, ubicado "sobre la nada". El artista construye su obra sobre la nada si antes es capaz de asumir su desarraigo, aun cuando éste sea su arraigo. Pero para ello, para arraigarse en el movimiento es preciso asumir el desplazamiento como condición necesaria para acceder a esa nada. Por eso, en Tomás Segovia, la palabra es tiempo y lo es en una doble dimensión: en tanto que palabra poética, goza de una naturaleza profética; en cuanto medio de comunicación, exige un silencio obligado. El silencio de la palabra incide igualmente en su hábitat geográfico. El desierto, como espacio geográfico e imaginario, rebosa de sentido la palabra poética. Ahora bien, para levantar la casa en esa orilla hay que demoler primero aquello que impide ese impulso extremo, para comenzar a edificar después de ese primer desmantelamiento. Con todo, la verdadera casa para Segovia es siempre interior, es decir, ese lugar del que salir y adónde volver, como subraya en El tiempo en los brazos: "Eso es la casa: tener adónde volver, para de veras salir, para de veras entrar. (Pero —no: por eso— la verdadera casa es <<interior>>: <<la que hace mi casa en todas partes>>)" (2009: 646). Construir, en este sentido, es fundar; inaugurar algo nuevo. En la tradición occidental ese espacio geográfico y simbólico está representado por el desierto. El espacio árido es el ámbito natural para la revelación por medio de la palabra. Así, el paisaje desértico se relaciona a la vez con la palabra y con su naturaleza sagrada; pero la sacralidad no reside únicamente en la palabra, sino también en la realidad misma, en la medida que la palabra profética descifra esa realidad. Pero no basta sólo con esto, es necesario que la palabra poética regrese a su principio profético. Es paradójico que ese paraje tan reactivo a la vida, sin embargo, instituya la vida misma o, por lo menos, la memoria de esa vida. El desierto, en tanto que espacio geográfico, exhibe el irracionalismo del paisaje como se colige de su vinculación con la palabra profética y con la palabra errante, que la devuelve a una originariedad que reside en el movimiento, oponiéndose a todo estatismo, estancia y encomienda. El espíritu nómada puede vincularse con la reticencia a valorar el espacio. Blanchot, en "La palabra profética", comenta que "el desierto no es todavía ni el tiempo ni el espacio, sino un espacio sin lugar y un tiempo sin engendramiento. Allí sólo se puede vagar, y el tiempo que pasa no deja nada tras de sí; es un tiempo sin pasado, sin presente, tiempo de una promesa que sólo es real en el vacío del cielo y la esterilidad de una tierra desnuda donde el hombre no está nunca, sino siempre fuera" (2005: 106-107). Quizás por eso, para el romanticismo, el desierto representa ese viaje a los infiernos al que exhortan por igual Novalis y Nerval; un predicamento al que Leopardi, Baudelaire o Poe dan la vuelta al elevar la muerte a una categoría estética.

Pero ese afuera que subraya Blanchot es la morada del poeta, la nada sobre la que edifica su obra. Así, el desierto es el ámbito del sacrificio y el sacrificio sacraliza la obra que se funda en la realidad. No extraña, por tanto, la crítica permanente de Segovia hacia el arte abstracto en El tiempo en los brazos, hacia esa expresión artística que no está inspirada en la realidad:

El género de absoluto que instaura el abstraccionismo es el del infinito vacío; es, en una forma elaborada y disfrazada, el infinito de la negación; consiste (también hegelianamente) en trasladar el acento del ser al no ser no-ser. El ser así es como una interrupción del no-ser. Así en el abstraccionismo la realidad es como un accidente de la estructura. Se afirma que hay una organización cuyos intersticios o cruzamientos "forman" la realidad, en lugar de afirmar que hay una realidad organizada. El fundamento absoluto es un absoluto negativo, la infinitud vacía de la negación. El abstraccionismo pone el absoluto en el no-ser infinito (2009: 317).

Pero quizás donde se muestra más crítico y ácido hacia el "arte artístico" como también llama al arte abstracto, es en el ensayo "Marsias y Orfeo":

Creo, en resumen, que la parte esencial de las doctrinas puristas en este sentido de la palabra: o sea purismo intelectual o antiintelectual, puede resumirse con dos afirmaciones: primera, que la poesía no debe apuntar a nada fuera de ella misma; no debe referirse a la realidad exterior, aludir a ella —puesto que esto significaría supeditar el espíritu verdadero a la realidad falsa—, es decir, la poesía no debe significar nada; y segunda, que no debe recibir en su seno nada que provenga de otro sitio: de nuestros intereses, de nuestros conflictos ante el mundo, ante el tiempo, etcétera —puesto que esto significaría supeditar la absoluta libertad del espíritu a la circunstancia, que es justamente el contrapeso, el límite de la libertad—, es decir, la poesía debe ser gratuita, desinteresada en el sentido de no tener relación alguna con los intereses humanos de cualquier especie (1990: 478).

Y, poco después, expresa implícitamente que es para él el arte: "El abstraccionismo consiste en considerar a la obra de arte como una cosa, como un objeto en el pleno sentido de la palabra, o sea algo a lo que se mira, en lugar de considerarlo, como está implícito en todo el arte anterior, como un lugar desde el cual se mira, como un punto de vista sobre las cosas, o sea, en rigor, como un sujeto" (1990: 480).

El poeta es quien dota de sentido a la realidad y no quien crea al margen de esa misma realidad con la pretensión de construir una realidad autónoma y autosuficiente distinta a la realidad. Pero es que para Segovia es imposible dividir o abstraer el arte del hombre mismo, puesto que la humanidad es anterior y, a la vez, le confiere sentido al hombre singular, así lo consigna en sus Cuadernos de notas: "El hombre nace en la Naturaleza, pero es porque no nace hombre. Se hace hombre después, poco a poco entre los hombres. Desde el primer momento es tomado por los otros, por la vida <<social>>, es educado, instruido, humanizado: La humanidad es un legado. Por eso es histórica. El hombre no tiene la humanidad; vive en ella: está allí antes que él: para él es un mundo. Hacerse hombre es entrar en posesión de ese mundo" (2009: 577). Si la humanidad es un legado es porque es una tradición, porque ya está inscrita en la historia. Pero para registrarse en esa tradición previamente hay que reconocer el legado al que ese individuo pertenece. Abrazar el mundo es reconocer igualmente ese legado al que se pertenece. Y reconocimiento del mundo en la tradición occidental está asociado al viaje y la errancia, es decir, al nomadismo, forma de vida preferente de quien habita en el desierto. Si Tomás Segovia propone el desierto y la orilla como un espacio privilegiado donde levantar la obra, es porque considera que un lugar es lo único verdaderamente sagrado. Por eso no importa que el artista se hospede en el desierto, en esa orilla del tiempo y del espacio, porque es capaz de sacralizarlo, convertirlo en templo:

Lo único verdaderamente sagrado es un templum (= lugar). En rigor, todo lo que sea considerar sagrada cualquier cosa que no sea un lugar es idolatría. (Cuando los cristianos dicen "hermanos en Cristo" hacen de Cristo un lugar).

Si lo sagrado es siempre un lugar sagrado, es porque nada que tengamos es sagrado, sino sólo aquello donde entramos.

Entrar en un templo es lo único que no es idolatría.

En el templo se entra y se sale y no es posible vivir dentro de él. Pero el templo está siempre abierto, y aunque nos quedemos en el umbral (Buber), nada es lo mismo cuando hay templo y cuando no hay templo.

Lo sagrado es siempre algo que hay.

Pero el yo no tiene que ser destruido sino salvado.

El lenguaje es sagrado porque es un lugar al que entramos. Hacer vivir el lenguaje —¿hacer vivir en el lenguaje?— es una creación y es sagrada (2009: 626).

El templo o templum, al igual que el desierto, es abierto; por eso el desierto es el espacio de la revelación, de lo sagrado y, por eso también, la palabra poética se origina en la profética. Pero lo que interesa de la propuesta de Segovia es que el centro, sin importar si es imaginario o no, es un lugar y en ese lugar se construye el arte; por eso, en su poética, la poesía es sagrada porque se construye a partir de la naturaleza abierta del lenguaje; el lenguaje es el centro, el templo de la poesía; por eso también, la poesía puede levantarse sobre la nada a condición de convertirse en centro o templo. Si el desierto es un paraje inhóspito para la vida, no lo es para el arte; al contrario, es su espacio privilegiado en tanto que en él habita la palabra como expresión de la sacralidad del mundo, como imago mundi. El propio Segovia establece este vínculo entre palabra y sacralidad, entre palabra esencial y arte en una página de sus cuadernos: "Tampoco quiere que se identifique con la Palabra, o sea su producto. Realidad es lo que la palabra quiere "fingir" cuando quiere "fingir la realidad". Por consiguiente nunca podrá entregar sino su ficción, y eso está implícito en la esencia misma de la Palabra (por eso la Palabra esencial es el Arte). Pero a su vez la realidad no puede darse sino como desnudamiento, desvelamiento, desciframiento de su ficción por la Palabra" (2009: 659). Y, en otro lugar, explica la diferencia entre religión y espiritualidad, remitiendo el sentido de este último vocablo a la expresión poética: "El caso extremo permitido en este terreno es el de San Juan de la Cruz. Sus poemas en general —y por supuesto aquí se trata de conjuntos de sentido y no de datos— no hablan de religión, sino que hablan religiosamente de la vida. Pero nos da al lado una clave simbólica perfectamente formulada para transportar (en el sentido musical) esa poesía al lenguaje de la literatura teológica (¿o sería más preciso decir <<teología literaria>>?)" (2009: 533). Puede calificarse de paradójico el planteamiento de Segovia, y quizás lo sea en algo, pero no es en absoluto contradictorio. Sin duda, su propuesta poética, esa que formula la poesía como un acto sagrado y, por tanto, goza de las cualidades de la palabra poética, nada tiene que ver con una poesía religiosa o con la expresión de un sentimiento religioso, pero sí con el registro de lo sagrado como cualidad de lo poético. Esa sacralidad, claro, necesita de un centro o un templo, pero sobre todo del mecanismo que convierte lo profano en sagrado: el sacrificio. Ese sacrificio únicamente se cumplimenta en lo abierto, donde el poeta arriesga para ganar o perder todo, porque es en lo abierto, en ese margen del tiempo y el espacio, en el que el poeta puede levantar su obra, es decir, su morada. Así el desierto se transforma en esa imagen geográfica y espacial que resume no sólo la tradición occidental de la poesía entendida como revelación (desvelamiento, descubrimiento), sino como un lugar preferente para transformarla en lo sagrado.

Esa invención está estrechamente vinculada a la idea de utopía. Gregory Claeys ofrece una caracterización de las utopías modernas que, en parte, puede atribuirse a la propuesta poética e intelectual de Tomás Segovia: "La mayoría de las utopías modernas, sea su tipo más o menos primitivista, incluyen un grado sustancial de igualdad. Este rasgo define de hecho tanto la ética que domina en las utopías modernas y cuyo epítome es el igualitarismo de las Revoluciones americana y francesa, como la insistencia aún mayor del socialismo en la igualdad. La decadencia de la fe religiosa que acompaña en la modernidad permitió así que la búsqueda de la igualdad en el otro mundo fuera desplazada por un mayor deseo de lograrlo en éste" (2011: 13). Todas estas ideas, todas estas circunstancias, todos estos factores se han amalgamado para ofrecer una idea de la utopía distinta a como se ha manejado tradicionalmente. En el caso de que Segovia haya construido una utopía, y yo no dudo de que lo haya hecho, ésta diverge en algo del concepto tradicional y, más bien, arraiga en la modernidad misma. Conviene retomar la caracterización de Claeys sobre este asunto:

Si consideramos la utopía no como la religión ni como un estado psíquico interior sino como un discurso de la sociabilidad voluntaria, quizá lleguemos a una conclusión diferente. Es posible crear espacios utópicos y periodos de tiempo sin reimaginar una sociedad entera reestructurada como utopía. Las saturnales y el carnaval son prueba de esto, al igual que instituciones religiosas como las Iglesias, donde la mayor pretensión de igualdad y el fortalecimiento de los vínculos colectivos nos recuerdan, momentáneamente, las ventajas de la obligación y la fe. Las comunidades ad hoc son nichos utópicos en un espacio ajeno. Y la isla de Utopía de Moro es, desde luego, un oasis, en un desierto no-utópico, aunque acaso se proponía representar un espacio real. ¿Es posible, pues, que todavía lleguemos a concebir una visión de ayuda mutua, incluso global, que no cometa los errores que definen la distopía? (2011: 204)

Tomás Segovia parece proponer esa utopía entendida como "un discurso de la sociabilidad humana". Es natural que así sea, si repasamos las reiteradas ocasiones en las que el poeta habla del amor, de la adhesión a la vida, del respeto al otro. Sobre todo, Segovia subraya en "Identidad, razón y magia" el respeto como cualidad intrínseca en una sociedad utópica: "Pues no dudo que el rasgo fundamental de una sociedad humana deseable, por supuesto utópica, sería un tipo de general respeto, de interés activo, de sabia comprensión que merecería un nombre más alto aún que el de tolerancia" (1993: 141). Este ideario es el que le lleva a censurar a los "filósofos" del XVIII y rehabilitar el pensamiento fourieriano en "Fourier y la mujer (1974)": "La fórmula que simboliza el programa de estos ideólogos del siglo XVIII, <<la felicidad del mayor número>>, no puede satisfacerle. Mientras haya un solo ser al que se le aflige injustamente la desgracia, ningún aumento en el número de los que escaparon a esa suerte podrá borrar esa injusticia. La mirada que llega así a este último de los desvalidos (y que lo está los mismo para producir que para gozar) es una mirada que ha recorrido necesariamente toda la gama del desvalimiento" (1991c: 68). Estas palabras que se sirven del pensamiento del francés, en realidad encubren el pensamiento mismo de Segovia en torno a la sociedad, la moral y la justicia. No hay duda de la adhesión al ideario fourieriano del hispano-mexicano como un instrumento para reivindicar una utopía asentada en el respeto debido a cualquiera por el hecho de ser hombre. En todo caso, no deja de ser una aplicación más a eso que Segovia llama compasión hacia el mundo, hacia la vida. El ideario de Fourier le permite argumentar a favor de la igualdad entre los hombres, es cierto, pero también defender la libertad sexual de la mujer en un momento, a principios de la década de los setenta del siglo pasado, en el que en México pocos hablaban de este derecho. Al remitirse a Fourier, Segovia no sólo hace gala de su conocimiento del pensamiento occidental, sino que reforzaba esa idea constante de que en ocasiones la tradición es capaz de afrontar el presente con mayor solvencia intelectual y moral, que las ideas y tendencias que predominan en un momento determinado. A la vez, Segovia ensalzaba ese pensamiento al situarlo en un proceso en el que la liberación de la mujer era un síntoma más asociado a un movimiento armónico de toda la sociedad: "Todo en Fourier tiende a mostrar que el sentido de la sociedad humana es realizar en su plenitud la unidad del hombre y que esta plenitud depende de la pluralidad, la diversidad, y el grado de divergencia de los hombres. La historia de la idea de universalidad es la historia de la distancia siempre creciente que un espécimen humano es capaz de salvar para reconocer en otro espécimen lejano a un hombre de pleno derecho." (1993: 73-74)

Como siempre, esa sociedad armónica respetaría, en la propuesta de Segovia, el derecho irrenunciable a la disidencia, en donde la libertad de expresión, sin importar quién, ni de dónde hable, no sólo debe ser aceptada sino defendida. Para Tomás, ese siglo XVIII representa el momento soberano de la humanidad en el que los seres excéntricos y marginales se vuelven centrales, a fuerza de cobijarse bajo el lema de la libertad, la igualdad y la fraternidad universales: "el primitivo, el niño, el oriental, el loco, el dormido, la mujer, el solitario" (1991c: 74). Pero lo relevante no es únicamente la aceptación de esta nivelación, sino que el sistema fourieranio representa ante todo el sentido del Romanticismo:

Que el ser del hombre está en otro y aun en lo otro —recordemos una vez más el Je est un autre de Rimabaud—, que el mundo no es un edificio cuya ley es la consolidación y su principio el equilibrio de las fuerzas que se limitan mutuamente desde fuera, sino un organismo cuyo principio es la esencial interdependencia de las partes, relacionadas por influencias mutuas que les son internas y cuya ley es la expansión, tal es el sentido profundo de ese pensamiento que trastorna a Occidente desde la segunda mitad del siglo XVIII y que debemos seguir llamando, a pesar del desprestigio del término, romanticismo (1991c: 77).

De donde se infiere que esa utopía apenas entrevista por Tomás Segovia sólo podría darse a partir de la revolución romántica producida en el seno del pensamiento más efervescente de la Ilustración, es decir, en los albores de la modernidad. ¿Qué hace de la doctrina de Fourier un pensamiento moderno? En palabras de Segovia en el ensayo "Pizca fourieriana (1972)", "tanto lo societario como la armonía, es decir, dos factores que conciben la sociedad no como una maquinaria que propicia la represión, sino que la levanta" (1991d: 84). Y aquí, en la ausencia de la represión como justificación social, radica la relevancia de este pensador para Segovia. Fourier había propuesto "cambiar al hombre", y Segovia se adhiere tácitamente a la propuesta. Segovia, mediante Fourier, dice que la utopía sólo puede darse entre los "armonianos", pero que no hay posibilidad alguna para transformarnos en ellos, de manera que la utopía, en el aparente fracaso de su inaccesibilidad, se preserva a sí misma, puesto que está fuera del tiempo y del espacio. Con todo, eso no impide que busquemos permanentemente orientarnos hacia ella.

El estadio pre-social en el que se alberga Segovia reproduce el comienzo de la convivencia humana cifrada en la morada, la moral y la palabra. Ese principio todavía no es el comienzo de la historia puesto que para que comience se necesita que la mujer sea fecundada y el hijo de sentido a todo eso. Pero el hijo, además, tiene que salir, primera infidelidad, para regresar, cumplimiento de su fidelidad. Una vez que ha regresado, y regresado por la palabra (por eso el hijo pródigo es el poeta y por eso el poeta representa la fundación de lo fundado) comienza la historia. La fidelidad al hogar y la moral y, por tanto a la palabra, expresa por igual el silencio originario de la palabra profética del hijo que sale de la morada. El hijo en el allá dota de sentido al mundo mediante la apertura a esa misma realidad a la que lo impulsa la palabra misma. Ese momento anterior a todo estado y principio de todo lo demás representa esa utopía sostenida por Tomás Segovia. Por eso este destierro o infidelidad anterior a cualquier exilio es el verdadero exilio, común y compartido por todos los hombres a condición de que lo acepten. Un espacio intelectual e imaginario que, sin embargo, dota de sentido y de todo su sentido a la palabra poética.

 

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