El nacionalismo cultural fue el fundamento ideológico del régimen que gobernó a la República mexicana prácticamente durante todo el siglo XX;1 aquí sostengo que, asimismo, fue la base conceptual de las políticas patrimonialistas que hicieron nacer a las instituciones encargadas de formar a los profesionales cuya ocupación ha sido el rescate, la conservación, la restauración y la puesta en valor de los bienes matéricos heredados, muebles o inmuebles.
No obstante, en el rubro “educación pública” del Primer Informe de Gobierno del presidente Adolfo López Mateos, de 1959, se reconoce que “el gobierno no puede absorber todas las necesidades” (López, 1959), lo cual dio pie a la búsqueda de alianzas estratégicas para el progreso educativo en todos los sectores y niveles. En consecuencia, se instrumentó una enorme variedad de prácticas oficiales encadenadas a la promoción de México en el escenario internacional y a ubicarlo como país “elegible” para pactar convenios de educación y asesoría especializada en diferentes áreas de lo patrimonial.
Detrás de este programa político estaba la teoría desarrollista que impulsaba la injerencia estatal para solucionar problemas de toda índole: la finalidad era
alcanzar tasas de crecimiento económico sostenido y modernizar sus economías […] Se propusieron dos vías para materializar este empujón público: por un lado, a través de la intervención del Estado en el proceso de inversión industrial […] Y, por otro lado, a través de la cooperación internacional, ya fuese a través de preferencias en el comercio internacional […] o mediante ayuda financiera directa […] (De la Cruz, 2017, pp. 25-26).2
Tal es el encuadre que explica el involucramiento de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) con la creación del Laboratorio Regional y Centro de Estudios para la Conservación de Bienes Culturales “Paul Coremans”, en 1966, mediante un pacto internacional en aras de la formación de especialistas en restauración.3 El hecho de que México fuera el país elegido por el organismo internacional -y no algún otro de América Latina- fue resultado de una política diplomático-cultural4 operada por los gobiernos autodenominados posrevolucionarios, programa instrumentado, por lo menos, desde 1940.
Este artículo es producto de un proyecto de largo aliento del que, por razones de espacio, sólo propongo a debate los antecedentes. Mucho de lo que afirmo es resultado de líneas de investigación emprendidas desde hace varios años y que confluirán, eventualmente, en un recuento crítico del proceso histórico que dio vida a la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete” (ENCRyM) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en la última fase de los años sesenta del siglo pasado. Entender las sinergias que confluyeron para su fundación es mi propósito final.
I. Guerra fría y conservación
Cuatro fueron los dispositivos centrales por medio de los cuales el régimen logró posicionar la imagen oficial de México en relación con sus bienes patrimoniales: participación activa en todas las instituciones multinacionales de carácter político-cultural que se fundaron en la época; instrumentación de una serie de exposiciones itinerantes en cuanta feria o actividad internacional se desplegó entonces; coordinación de muestras temporales en prestigiados museos de Europa y los Estados Unidos, e implantación de una campaña permanente de promoción y propaganda de un compendio de piezas elevadas a la categoría de emblema del arte y del patrimonio nacional, a las cuales se les construyeron recintos ex profeso. Por supuesto, para proveer de piezas novedosas a museos y exposiciones se continuaron realizando excavaciones arqueológicas, para lo cual fue indispensable la actualización, normativización e institucionalización de las disciplinas relacionadas estrechamente con el patrimonio, primordialmente la arqueología, la antropología y la restauración.
En las primeras etapas de la Guerra Fría se fundaron las instituciones universales que tenían como aspiración garantizar la paz y propiciar la reconciliación entre naciones con base en la busca de estrategias compartidas para afrontar problemas que afectaban a todos. En 1945, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se desprendió la UNESCO (Latapí, 2006) 5 y, al año siguiente, el Consejo Internacional de Museos (ICOM, por sus siglas en inglés).6 Un dato ejemplifica la voluntad de visibilidad internacional de la política gubernamental: en 1965, veinticinco países asistían a la asamblea constitutiva del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS) en Varsovia, pero sólo dos de América Latina: Brasil y México.
Más aún, para la política exterior mexicana no sólo era una obligación ser miembro fundador de todas esas instituciones, sino forjarse un perfil destacado mediante la participación activa y propositiva, con permanente cabildeo y busca de consenso para sus proyectos. El empeño consistía en construir una imagen propia, diferenciada y exclusiva para insertarse en el elitista y reducido grupo de naciones con liderazgo y poder. Su fuerza radicó en representar a los países no consolidados en términos económico-educativos o, como optimistamente se los clasificó en ese tiempo, “en vías de desarrollo”.7 En el discurso del representante mexicano durante la sesión de creación de la UNESCO, se plantearon interrogantes fundamentales tanto sobre el nuevo orden político como acerca de temas educativo-culturales:
La paz que buscamos durante años, ha sido establecida por los ejércitos. A organizar esa paz, en la esfera de lo político y lo económico, se aprestan […] todos los hombres que a sí mismos se llaman […] hombres de acción […]
El mundo aguarda algo más que un arreglo de límites y de zonas de influencia; algo más que una red de convenios para la explotación y el comercio de sus productos; algo más que un sistema de transitoria seguridad. Y eso […] es un nuevo trato entre las naciones y entre los hombres […]
¿Qué están dispuestos a hacer los países más ricos y técnicamente más preparados para ayudar a que eleven los otros el nivel de instrucción de sus habitantes? ¿Cómo conciliaremos tal ayuda con el deber de respetar la libertad de cada nación en la elección de sus métodos internos para organizar la enseñanza en su territorio? […] (Torres, 1995, pp. 970-971 y 974).8
Todo indica que existía algún consenso respecto de que las soluciones a los problemas patrios -internos, pues, pero compartidos con multiplicidad de naciones devastadas por la guerra o en endémicas situaciones precarias- podría encontrarse en las organizaciones supranacionales. Por ello, ante el nuevo orden internacionalista que estaba por instaurarse, la clase política mexicana vivía como compromiso de Estado el hacerse presente de manera protagónica. Consciente de su debilidad económico-administrativa, utilizó la cultura como instrumento de compensación y autodefinición. La distinción cultural fue la meta. En suma, posicionar a México en el concierto de las naciones fue una práctica de Estado,9 donde el territorio artístico-cultural fue la arena de tales combates político-ideológicos.
Para ello, de manera soterrada se recicló el antiguo concepto de “culturas madres”, donde México -por su pertenencia a Mesoamérica- compartía privilegiado lugar con Grecia, Roma, Egipto, China, India y Mesopotamia (hoy Irak y parte de Siria). Cabe señalar que la única competidora americana, la zona incaica, Bolivia, Ecuador y Perú, no logró estructurar una política de posicionamiento universal, precisamente por tratarse de una región que abarca tres países diferentes y con conflictos territoriales entre sí. La estrategia de inclusión también preveía adecuaciones y, en ese caso, la inserción artístico-cultural se hacía con prestigiadas y otrora poderosas naciones centroeuropeas: “No es jactancia provincialista decir que el arte plástico de México, en toda su espléndida tradición, es una de las más notables expresiones universales […] Sólo es comparable, por su magnificencia, a la de las tres grandes culturas europeas, de Italia, Francia, y España” (INBA, 1950, p. 68).
Esta noción se complementó con la de “continuidad artístico-cultural” mexicana, en la que se subrayó que lo mesoamericano mantenía vigencia como fuente de inspiración del arte moderno y como núcleo detonador del arte popular. Así, México se presentó como una nación de antigua cultura que, sin rupturas, se había enriquecido en cada periodo histórico hasta llegar triunfante a la “modernidad”.
El arte de México es mexicano y es adulto. Adquiere sus propias formas y dice su propio mensaje. Tiene una altura y una singularidad excepcionales […] El desarrollo del arte mexicano, desde la antigüedad hasta el presente, indica la presencia constante de un genio artístico siempre vivo y dinámico [...] el moderno arte de México arranca del tronco de su clásico, milenario pasado precolombino […] Dar a conocer en escala universal la cultura artística de México tiene la importancia doble de afirmar el aporte de México a la cultura universal y situar debidamente al propio país en el conjunto de las naciones cultas (Chávez, 2014, p. 79).
De esta forma, las exposiciones temporales que en el periodo se montaron para consumo nacional e internacional tenían como tríada conceptual las nociones de “originalidad”, “continuidad” y “modernidad artístico-cultural”. Este arquetipo expositivo, iniciado de forma oficial en 1940, se desplegó de manera estratégica en el marco de cada encuentro, convenio y tratado internacional de índole financiera, comercial o político-diplomática en cada exposición universal y en diversos museos, preferentemente europeos.10
Todo programa curatorial destacaba la insularidad absoluta de la cultura mesoamericana y glorificaba su antigüedad. En consecuencia, el núcleo más abundante siempre era el prehispánico. Del periodo virreinal se seleccionaban retablos, pinturas y esculturas policromadas barrocas (no manieristas ni neoclasicistas) y no en tanto productos híbridos, sino como “creaciones originales”, con base en una construcción filosófica y poética del Barroco como forma de identidad engendrada aun en épocas de sujeción colonial. El muy reducido lote decimonónico se componía de pintura provinciana costumbrista y los emblemáticos paisajes de José María Velasco, es decir, poscolonial. A mediados del siglo XX, a la entonces llamada Escuela Mexicana de Pintura se la mostraba como la cúspide del arte nacional y constituía un bloque fundamental, ya que a la obra de los llamados cuatro grandes, José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo, se le atribuyó la facultad de representar la posrevolución. Cada exposición se remataba con una amplia sección de arte popular.11
Si bien el plan era posicionar al arte moderno mexicano, lo que los visitantes acentuaban era el “exotismo” de lo mesoamericano.12 Un ejemplo: en las entrevistas escritas enviadas a críticos de arte e intelectuales europeos en el contexto de la exposición de 1952 en el Musée National d’Art Moderne de París, todas las preguntas se enfocaban en la recepción del arte moderno y la mayoría de las respuestas declaraba su admiración por Mesoamérica.13 Esta y otras muchas exposiciones itinerantes, como la que recorrió Europa y Estados Unidos de 1958 a 1962, prepararon el terreno para situar el patrimonio arqueológico como insignia de lo mexicano.14
La edificación y fastuosa inauguración del Museo Nacional de Antropología (MNA) en 1964, la joya de la corona museal mexicana, así como de otros recintos a los que se dotó de menor capacidad emblemática, aunque también se fundaron al finalizar el sexenio presidencial de Adolfo López Mateos, consolidó la imagen de México como país culturalmente responsable, tanto preocupado por la investigación, exhibición, rescate y conservación de su patrimonio como, primordialmente, interesado en firmar convenios internacionales de actualización, unificación y transferencia tecnológica en el territorio de lo arqueológico y lo artístico15 (Figura 1).
II. Posicionamiento internacional
Como consecuencia de la destrucción militar causada por la Segunda Guerra Mundial, que afectó antes de todo al territorio europeo,16 una prioridad de los agentes culturales que actuaban en posiciones de poder dentro de las recién creadas instituciones transnacionales fue garantizar la restauración patrimonial. Su base conceptual era la teoría de la modernización, proyecto netamente occidental,17 donde se vislumbraba como única opción posible el desarrollo de las ciencias sociales y las humanidades con base en procesos de racionalización, con lo que se sistematizaron y uniformaron las disciplinas relacionadas con la excavación, conservación e intervención de los bienes patrimoniales. Más aún, la profesionalización de los expertos y la creación de instituciones especializadas en la producción de conocimiento se emparejaron con estrategias de comunicabilidad científica, de transferencia tecnológica.18
Esto es, la devastada Europa se enfrascó en la tarea de preservar algo de su antiguo poderío y ésa fue la esfera cultural; tener liderazgo dentro de las nacientes instituciones supranacionales, como la UNESCO, el ICOM y, después, el ICOMOS, fue una de las fórmulas con que enfrentaron al triunfante imperialismo estadounidense. No por casualidad las tres instituciones se centralizaron en París y, por citar un caso, de una docena de representantes que ha tenido el ICOM, en ocho ocasiones ha sido regida por europeos y, de ellos, la única nación que ha colocado tres presidentes ha sido Francia.
En su eurocentrismo de Guerra Fría, Europa del Oeste se apoyó en un largo proceso de apropiación, estudio y experimentación sobre bienes patrimoniales universales que acumulaba y exhibía en sus antiguos e imperialistas museos enciclopédicos.19 Se trataba de aprovechar su experiencia para dirigir las lógicas organizacionales, conceptuales y metodológicas de las disciplinas relacionadas con el patrimonio; aquí me refiero, concretamente, a la restauración de bienes muebles e inmuebles. Recordar su centralidad histórica, garantizar el control en la preservación de todos aquellos objetos que documentaran su glorioso pasado, y prorrogar su protectorado sobre sus excolonias y naciones periféricas fue la táctica autodefensiva de algunas naciones europeas: habían perdido poder económico y político, pero no la capacidad simbólica de representación cultural.
A su vez, el eurocentrismo mexicano, heredado del siglo XIX y reactivado en diferentes etapas de la centuria pasada, conoció un revival en los primeros años de la Guerra Fría, en buena medida gracias a la táctica gubernamental de buscar apadrinamientos ajenos al omnipresente y demasiado cercano imperialismo estadounidense. De hecho, perseguir en materia de cultura la asesoría europea obedecía a una larga tradición: sólo quiero recordar que artistas e intelectuales locales acostumbraban realizar la última etapa de su formación en escuelas europeas, y que muchos de ellos enfocaban su práctica profesional en la restauración patrimonial, ya en museos e instituciones públicas, ya en el ámbito particular.20
En cuanto al territorio de la macropolítica, el propósito era encontrar un resquicio por el cual escapar del control político-económico de los Estados Unidos. A ello se debió ese acercamiento simbólico con Europa, ya no un continente que desafiara la seguridad política o económica mexicana, sino al cual se reconocía un vínculo cultural indiscutible. Alguna nostalgia se trasluce también en esta búsqueda de la protección que proporcionarían los antiguos reinos europeos ante el creciente peligro del imperialismo de los Estados Unidos.
Eran épocas en que la diplomacia mexicana se esforzaba por presentarse como hermano mayor latinoamericano, como intermediario entre el norte y el sur del nuevo continente y, por supuesto, como interlocutor autorizado ante la vieja Europa. La antigüedad y riqueza de las culturas originarias fue el argumento que se esgrimió crucialmente. Era natural que México, por ejemplo, al autoproclamarse país líder, neutral, democrático y con independencia diplomática, no aceptara romper relaciones oficiales con la Revolución cubana en 1964, como sí lo hicieron, presionadas por los Estados Unidos, todas las repúblicas latinoamericanas. Por lógica, para evitar negociar con quien pretendía erigirse como un contrapoder, el vecino del norte no alentó la construcción del liderazgo regional mexicano.
En ese convulsionado ambiente político, la elite intelectual y política de México libró, en franca complicidad, innumerables combates por el reconocimiento y el prestigio cultural, dado que garantizaba acceso a recursos económicos, ya fuera por la instauración de programas de profesionalización regional de financiamiento exterior o por la anhelada afluencia turística, palanca económica nada despreciable que formó parte de la lógica desarrollista de ese momento (Figura 2). Había plena coincidencia con las disposiciones internacionales en la materia. Por ejemplo, en las Normas de Quito se lee:
Los valores propiamente culturales no se desnaturalizan ni comprometen al vincularse con los intereses turísticos y, lejos de ello, la mayor atracción que conquistan los monumentos y la afluencia creciente de admiradores foráneos, contribuyen a afirmar la conciencia de su importancia y significación nacionales. Un monumento restaurado adecuadamente, un conjunto urbano puesto en valor, constituyen no sólo una lección viva de historia sino un legítimo motivo de dignidad nacional (ICOMOS, 1967).
(Fotografía: Gustavo Casasola Salamanca; fuente: Colección Archivo Casasola; cortesía: Fototeca Nacional-INAH,1964).
Convertir a México en uno de los 10 destinos turísticos fue un beneficio indiscutible de la práctica gubernamental del país,21 una maniobra política razonable para fomentar la economía nacional; la clave es ¿de qué manera? Así, la política industrial local, tan poco desarrollada, que en mucho se limitaba a maquilar productos internacionales, se concentró en lo que entonces se llamaba industria sin chimeneas.22 Potenciar el turismo constituyó una operación oficial tan exitosa que aun hasta el año 2011 México estuvo, según la Organización Mundial del Turismo (OMT), en el top ten de visitantes mundiales.23 Además, con 35 sitios registrados en la lista patrimonial de la humanidad de la UNESCO, en 2019 ocupaba el séptimo lugar, detrás de Italia (55), China (55), España (48), Alemania (46), Francia (45) y la India (38).24
También eran años de optimismo, gracias a la acción concertada de programas multinacionales, en apariencia bien intencionados que, con mirada retrospectiva, resultan ingenuos: había la ilusión de que, con los avances científico-tecnológicos y la colaboración multinacional podía conjurarse todo peligro patrimonial. Cito aquí el caso del traslado del templo de Abu Simbel -entre 1960 y 1964-, amenazado por el levantamiento de la presa de Asuán, en Egipto, uno de los primeros megaproyectos de la UNESCO.25 La nivelación entre los países desarrollados y en “vías de desarrollo” se veía posible si se alcanzaban los parámetros en materia de conservación que se definían en el seno de los citados organismos internacionales.
III. Torres Bodet, gestor cultural internacional
El papel que se adjudicó a la gestión de aquel líder que fincara su personalidad pública en lo político e intelectual fue nodal en la época. Se le concibió como el eje articulador de las nuevas políticas educativo-culturales del mundo surgido durante la reconstrucción de la posguerra. De allí la centralidad y el protagonismo concedidos a personajes, como el de Jaime Torres Bodet, con un perfil mixto de político, funcionario público, creador e intelectual y, sin duda, de gestor cultural en el territorio de la toma de decisiones de impacto nacional e internacional:
Hay algo más en la cooperación intelectual que un simple intercambio de conocimientos y de ideas, de profesores y de revistas, de laboratorios y de colecciones de museos. Hay algo más importante que todo eso en la base misma de la cooperación intelectual. Es la cooperación de los intelectuales; la fuerza organizada del mundo de las ideas, para impedir que ocurran de nuevo las monstruosas desviaciones que llevaron a los pueblos a resolver su crisis por la violencia (Torres, 1995, p. 976).
Varias generaciones de funcionarios e intelectuales mexicanos se enfocaron, entonces, en su inclusión dentro de los organismos que se estaban forjando. La política, en este caso la política diplomático-cultural, tiene nombre y apellido. Quiero esbozar brevemente el perfil de uno de los ejecutivos que no nada más instrumentó prácticas políticas de Estado sino que contribuyó a su diseño y concepción, Jaime Torres Bodet, activo en todos los procesos hasta ahora reseñados como diplomático y embajador de México en España, Argentina, Países Bajos, Bélgica y su amada Francia; secretario de Educación Pública (SEP, Secretaría de Educación Pública) en dos ocasiones (1943-1946 y 1958-1964) y titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) (1946-1948).
Es preciso subrayar su desempeño, entre 1948 y 1952, como segundo director general de la UNESCO, en la primera etapa de la posguerra. Ha sido el único latinoamericano en tan alta posición dentro de la organización, que hasta 2020 ha estado presidida, con criterios geopolíticos, por un estadounidense, un asiático, un africano y cinco europeos, de los cuales sólo Francia ha logrado imponer a dos dirigentes.26 En 1966, cuando se decretó la creación del Centro Regional en México, Torres Bodet había coordinado indudablemente los cabildeos, dado que participaba en calidad de titular de la SEP (Figura 3).
(Fotografía: Gustavo Casasola Salamanca; fuente: Colección Archivo Casasola; cortesía: Fototeca Nacional-INAH,1958 ca.).
Con larga experiencia en la diplomacia, primordialmente la franco-europea, y con una ideología profundamente nacionalista, su finalidad era que México fungiera como el fiel de la balanza, en la medida de lo posible, ante el amenazador imperialismo de los Estados Unidos, por lo menos dentro del subcontinente americano. Primero como ministro de la SEP y luego de la SRE participó en la asamblea constitutiva de la UNESCO y consiguió para México la sede de la Conferencia Interamericana sobre Problemas de Guerra y Paz (1945) y de la segunda Asamblea General de la UNESCO, celebrada del 6 de noviembre al 3 de diciembre de 1947,27 para lo cual se realizaron rápidas remodelaciones a los museos de Historia, Antropología -entonces en Moneda 13, Centro Histórico de la Ciudad de México-28 y el Nacional de Artes Plásticas, ubicado en el Palacio de Bellas Artes. Además, encabezó la delegación mexicana que en 1948 asistió a Bogotá para la creación oficial de la Organización de Estados Americanos (OEA).
En 1949, durante su mandato en la UNESCO, operó para sentar las bases conceptuales del Centro de Roma ICCROM (actual Centro Internacional de Estudios para la Conservación y Restauración de los Bienes Culturales), aunque el decreto de creación no se emitiera sino hasta 1956 ni se materializara sino tres años después.29 Ya en la Conferencia General de 1950, quien lideraba la comisión mexicana era el arqueólogo Alfonso Caso, que en esa ocasión presentó un proyecto para normar “la protección de los monumentos históricos y tesoros del arte”. Si bien no se aprobó, constituye uno de los precedentes a la convención firmada en 1972.
Según su versión, Torres Bodet renunció a la titularidad de la UNESCO, en 1952, debido a una grave reducción presupuestal.No obstante, siguió activo políticamente aun hasta 1971, año en que concluyó su último periodo como embajador en Francia. Justamente por su larga y entrañable relación con esa nación fue cuando, en 1961, en su segundo mandato en la SEP, contribuyó a la fundación de una institución gala enfocada en el desarrollo de investigaciones científicas en territorio nacional: la Misión Arqueológica y Etnológica Francesa, que hoy conocemos como Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (CEMCA).
Es un dato aparentemente menor de la biografía de Torres Bodet, pero indica -estoy convencida- que es con sumo cuidado como debe estudiarse su perfil profesional para, así, definir con claridad los alcances de su participación en el posicionamiento de la imagen oficial de México en materia de arte y cultura, y que tiene, como una de sus consecuencias más preclaras, la instauración de un organismo que hoy, en doble partición, se subsume en la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC) y la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía (ENCRyM), ambas del INAH, pares complementarios que comparten origen y gestación. Su fundación fue una de las más fructíferas apuestas de la Guerra Fría.
IV. Los mayas
En 1946 se dio a conocer al mundo que en el vasto y recóndito universo maya aún había sorpresas: se desveló el hallazgo, en una ciudad que recibió el nombre de Bonampak, en la selva Lacandona, actual estado de Chiapas, de unos vestigios urbanos que preservaban, principalmente, importantes murales, dignos de trazar un parteaguas en la historia de la arqueología mexicana tanto por la información que proveen sobre rituales mayas del periodo Clásico, por sus enormes dimensiones, por el buen estado de conservación en que se encontraron -que posibilitaba una lectura completa de sus imágenes- como, desde luego, por la magnífica calidad de su manufactura y sus valores plásticos. La historia de su descubrimiento es conocida.
Lo importante aquí es que al director del modesto Departamento de Catálogo y Restauración del Patrimonio Artístico del INAH, ubicado entonces en el exconvento de El Carmen,30 se le comisionara, en 1964, para acompañar al restaurador belga Paul B. Coremans (1906-1965) a examinar los murales del Edificio 1 o Templo de las Pinturas. No es que fuera la primera expedición internacional en que participara la UNESCO después del descubrimiento, sino que Manuel del Castillo Negrete aprovechó muy bien la oportunidad para sentar las bases de una posible colaboración oficial que brindara asesoría técnica no sólo para el resguardo y conservación de los citados murales sino para crear una plataforma que especializara a los empleados del INAH que ya se dedicaban a cuestiones de conservación (Figura 4).
(Fotografía: Gustavo Casasola Salamanca; fuente: Colección Archivo Casasola; cortesía: Fototeca Nacional-INAH,1953).
Ésa fue la intención inicial. Con las negociaciones, el plan se tornó mucho más ambicioso y adquirió dimensión supranacional. La elite política estaba sensibilizada ante la apremiante urgencia de profesionalizar el área de la restauración dado que, precisamente en 1964, el año de la visita de Coremans, se realizó una extraordinaria reforma al sistema museal que afectó, principalmente, al centro de la República y que tuvo como consecuencia más visible la fundación de nuevos recintos: los museos nacionales de Antropología y del Virreinato, la Pinacoteca Virreinal, los museos de Arte Moderno y de Arte de Ciudad Juárez, con lo que se hizo evidente que uno de los requerimientos básicos de cualquier espacio recién creado era el de presentar sus colecciones en las mejores condiciones posibles.
Por todo lo anterior, el proyecto mexicano coincidió con la ordenanza de la UNESCO de implantar una escuela de alcances subcontinentales para los interesados en aprender metodologías de punta que, con ello, acometerían con mejores posibilidades de éxito las diversas problemáticas regionales del patrimonio. El organismo buscaba un país que, con enorme riqueza cultural como base, hubiera demostrado ser culturalmente responsable y tener plena conciencia de la necesidad de preservar los bienes heredados para fortalecer su mitología y su historia nacionales. En América Latina, a mediados de los años sesenta, esa nación era México.
El INAH, institución cultural centralizadora de los acervos patrimoniales del país -metáfora del centralismo político- no era equiparable a ninguna otra del subcontinente. Contaba con capacidad organizativa, experiencia e interés para hacerse cargo del organismo prefigurado por la UNESCO. Coremans, fundador y primer director del Royal Institute for Cultural Heritage de Bélgica, entregó un informe en el que emitía opiniones y recomendaciones específicas para la conservación y restauración de los murales de Bonampak y proponía, primordialmente, que México fuera el país donde se ubicara el centro multifuncional de investigación y educación que preparaba la UNESCO. Con esa recomendación desbancaba a otros candidatos que hasta ese momento se habían manejado.
Ahora bien, ¿qué fue lo que convenció a Coremans?, ¿qué vivió en México que lo hizo ferviente partidario de la candidatura mexicana? Estoy convencida de que fueron las pinturas, prácticamente completas, que abarcan las cuatro paredes de las tres habitaciones que componen la Estructura 1 de una ciudad a la que el arqueólogo de los Estados Unidos Sylvanus G. Morley bautizó como “muros pintados” o Bonampak. Y, ¿quiénes son los mayas?: “los griegos de América”, según la imagen oficial que de ellos se estructuró, por lo menos, desde el siglo XIX. Son el prototipo de comunidad originaria sabia, culta y civilizada, ecológicamente responsable y preocupada por la ampliación del conocimiento en áreas como la astronomía, las matemáticas y el arte. Es por ello que incluso los especialistas los han presentado como “un pueblo humanista por excelencia”.31 Hoy sabemos que esta imagen edulcorada no corresponde con la verdad histórica.
En términos del imaginario colectivo, en buena medida a resultas de la política oficial, aunque el territorio maya abarca regiones que hoy ocupan países como Guatemala, Honduras, Belice, El Salvador y Costa Rica, los mayas son mexicanos. Es un hecho que parte de la notoriedad mediática y turística del arte de esa región reside en que sus características lo hacen cercano, en sus valores formales y plásticos, a la mirada occidental, que continúa siendo el parámetro de manifestaciones artísticas surgidas en las periferias. Por esa razón son comunes equiparamientos conceptuales de este tipo: los murales de Bonampak son “la Capilla Sixtina de México” (Figura 5).
(Fotografía: Gustavo Casasola Salamanca; fuente: Colección Archivo Casasola; cortesía: Fototeca Nacional-INAH, 1964).
De allí que fuera precisamente una visita a tan emblemáticas pinturas lo que detonara el inicio de un proyecto de tutelaje internacional en materia de conservación y restauración.32 A su prestigio internacional mucho había contribuido el hecho de que réplicas de esos murales, realizadas por el pintor Agustín Villagra Caleti, se exhibieron durante decenios en las muestras itinerantes que por Europa y los Estados Unidos se sucedieron incesantemente durante la Guerra Fría (Figura 6). Eran copias realizadas con financiamiento internacional, en este caso de la United Fruit Company,33 que patrocinó dos expediciones, en 1947 y 1948, que constaron de seis semanas de trabajo en cada ocasión (Villagra, 1949).
De esta forma, la estrategia de largo aliento de la diplomacia cultural mexicana se anotó un triunfo con la fundación del Laboratorio Regional y Centro de Estudios para la Conservación de Bienes Culturales “Paul Coremans” en la Ciudad de México.34 La UNESCO decretó su instauración en su Conferencia General realizada en París durante 1966. Allí se acordó que, por la temprana muerte de quien apuntaló el proyecto, Paul Coremans, dicho espacio tendría la tutela del actual ICCROM, con sede en Roma.35 Así fue como incluso los antiguos mayas contribuyeron a la fundación de un establecimiento para educar y profesionalizar a los restauradores latinoamericanos.