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Intervención (México DF)

versión impresa ISSN 2007-249X

Intervención (Méx. DF) vol.9 no.18 México jul./dic. 2018

https://doi.org/10.30763/intervencion.2018.17.203 

Reseña de libro

La vinculación social en arqueología. Planeación del impacto social de un proyecto arqueológico. Una propuesta de María Antonieta Jiménez Izarraraz para la investigación arqueológica

Social Engagement in Archaeology. Planning the Social Impact of an Archaeological Project. A Proposal by María Antonieta Jiménez Izarraraz for Archaeological Research

Magdalena A. García Sánchez1 

1 Centro de Estudios Arqueológicos (CEQ), El Colegio de Michoacán (Colmich), México, magdalenaamalia@gmail.com

Jiménez Izarraraz, María Antonieta. 2015. La vinculación social en arqueología. Planeación del impacto social de un proyecto arqueológico. Zamora: El Colegio de Michoacán (Colmich), ISBN: 978-607-9470-04-3. 291 pp,


Resumen:

El libro La vinculación social en arqueología presenta una propuesta para establecer un nexo con la sociedad que acoge un proyecto de investigación arqueológica, la cual otorga un papel dinámico a la sociedad: más allá de considerarla como mera espectadora, por el contrario, la concibe como un componente del proceso de investigación que puede resultar en un aliado deseable en la conservación de un sitio y de sus materiales. Esta obra propone, asimismo, mecanismos de evaluación que orientan el fortalecimiento de la relación con la sociedad, con un énfasis importante en la participación social. El panorama general es el planteamiento para hacer de la investigación arqueológica una disciplina más cercana al público no especializado, e incluirlo como un actor social cuyo vínculo con el patrimonio arqueológico se considera vital. Para ello se presenta un estudio de caso en el sitio arqueológico El Palacio de Ocomo, en Oconahua, Jalisco, México.

Palabras clave: arqueología comunitaria; vinculación; participación social; Etzatlán; México

Abstract:

The book entitled Social Engagement in Archeology presents a proposal to establish a connection with the society that hosts an archaeological research project. This provides a dynamic role to society beyond considering it a mere spectator; it conceives it as a component of the research process that can result in a desirable ally in the conservation of a site and its materials. This work also proposes evaluation mechanisms that guide the strengthening of the relationship with society, with an important emphasis on social participation. The general overview is the proposal to make archaeological research a discipline that is closer to the non-specialist public, and to include it as a social actor whose engagement with archaeological heritage is considered vital. To this end, a case study is presented at El Palacio de Ocomo archaeological site in Oconahua, Jalisco, Mexico.

Keywords: Community archeology; connection; social participation; Etzatlán; Mexico

Figura 1 Portada del libro La vinculación social en arqueología. Planeación del impacto social de un proyecto arqueológico, de María Antonieta Jiménez Izarraraz, Zamora, El Colegio de Michoacán (Colmich), 2015. ISBN: 978-607-9470-04-3, 291 pp. 

El libro que se reseña en estas páginas constituye una contribución al proceso mismo de la investigación arqueológica, primero por razón de que, como trata un tema poco desarrollado, hacía falta en el ámbito de la disciplina; en segundo, porque discute detalladamente la relación entre las sociedades del presente con las del pasado a través del patrimonio arqueológico.

La obra de Antonieta Jiménez (Jiménez 2015) nace de una genuina convicción que, por desgracia, soslaya típicamente el gremio de los arqueólogos en nuestro país; ella la plantea en la primera página de su libro de esta manera: “el patrimonio arqueológico puede ser fuente de bienestar social” (Jiménez 2015: 11). Lo más común -y por eso resulta una sorprendente generalidad- es que el arqueólogo llegue a un lugar determinado en el que está ubicado “su sitio”, se dirija a las autoridades civiles del lugar y contrate gente -mayormente hombres para las labores físicas como cargar, excavar, cribar, y mujeres para la preparación de comida, lavar ropa y limpiar el campamento-. Puede estar poco o mucho tiempo en ese sitio, incluso varias temporadas durante años, repitiendo ese patrón de trabajo.

Desde este punto de partida, reconocer que el patrimonio arqueológico pueda ser fuente de bienestar social más allá de la posibilidad laboral es una afirmación novedosa, principalmente porque implica incluir a la sociedad a partir de una auténtica participación social. Con base en este punto de vista, la propuesta más importante del libro consiste en elaborar un plan de vinculación social que conjunte los intereses del responsable de un proyecto arqueológico con los de la gente del lugar donde se trabaja. Esto me da pie para entrar de lleno a esta reseña.

Se puede decir que el libro tiene tres ejes conductores que se enuncian aquí y se amplían más adelante. El primero es reconocer que la investigación arqueológica puede ser una actividad más humana o, mejor dicho, un proceso que destaque sus cualidades humanas, pues al fin y al cabo la arqueología es una ciencia social. Lo que mayormente se privilegia es la aplicación de las técnicas propias de la investigación arqueológica en campo, como el recorrido de superficie, la excavación y la clasificación de materiales arqueológicos, pero vincularse con la sociedad implica tomarla en cuenta de manera más formal, con mayor seriedad. Se trata, por ello, de practicar más la comunicación, el respeto y el aprendizaje en dos vías: del arqueólogo investigador hacia la gente de la localidad en la que trabaja y de ésta al investigador. En este sentido, quizá sería más correcto decir: practicar el diálogo, brindar respeto, para también recibirlo, y tener la actitud de aprender de la gente, además de la de enseñar (cuando se tiene el tiempo y la actitud para enseñar qué es lo que hace un arqueólogo y para qué). Es decir, es indispensable superar el hecho de “estar en campo” y dejar una huella en la localidad en la que el arqueólogo investigador hace su trabajo mediante una colaboración efectiva entre éste y la gente o sociedad. El segundo eje es la elaboración de un diagnóstico de percepción social que debiera incluirse en el desarrollo de todo proyecto de investigación arqueológica. La autora utiliza aquí el concepto “diagnóstico” literalmente: “recoger y analizar datos para evaluar problemas de diversa naturaleza”, en el sentido de determinar “la naturaleza de una enfermedad mediante la observación de sus síntomas” (Diccionario de la Lengua Española s. f.). Este caso no se refiere a una enfermedad, pero sí a identificar actitudes que pueden ser relevantes en la relación entre el desarrollo de un proyecto arqueológico y la sociedad que lo acoge. El tercer eje lo constituye la propuesta medular contenida en el título del libro, es decir, considerar una planeación del impacto social como respuesta al diagnóstico previo. Bien podría señalarse que, como veremos, dicha propuesta se halla inmersa en el ámbito de la prevención.

Los tres ejes conductores

a) La arqueología comunitaria

En relación con el primer eje, el de la comunicación, Antonieta Jiménez (2015: 41-56) retoma ejemplos de otras partes del mundo en las que se lleva camino andado en torno de la práctica de la investigación arqueológica y la consideración de la sociedad en su desarrollo como un actor, tan activo que ha logrado incidir en la legislación, como en los muy ilustrativos casos de Australia (Government of South Australia 2007) y Egipto (Moser et al. 2002). El nombre con que se identifica esta práctica es arqueología comunitaria, que estriba en una corriente que reconoce y pone en primer término la relación de la gente de las localidades con el patrimonio arqueológico, es decir, con su patrimonio. Trata del respeto a este vínculo y de la manera en que es posible articular la investigación arqueológica con las diversas valoraciones que la comunidad o sociedad que acoge los sitios arqueológicos le otorga, así como de la posibilidad de generar un beneficio económico o bien influir en el uso social del patrimonio arqueológico; de hecho, el trasfondo de esta corriente es una manera distinta de concebirlo: más a favor de entender y respetar a la gente de las localidades que acogen un sitio arqueológico -y trabajar con ella- que una mera imposición por parte de los investigadores. La autora ejemplifica y discute ampliamente esta corriente de la disciplina (Jiménez 2015: 41-46), la que a la fecha cuenta con otros casos notables en México (p. ej., Glover et al. 2012; Robles García 2002) y, desde luego, en otras partes del mundo, como en Colombia (Noreña y Palacio 2007), el País Vasco (Ayán 2014), el Perú (Gould 2015) y Bolivia (véase el ilustrativo caso en Incallajta en Muñoz 2003), por mencionar algunos.

Vale la pena detenerse un momento para comentar una reflexión de la autora en el tenor de las distintas valoraciones del patrimonio: la evidente -y, paradójicamente, por eso mismo casi invisible- ponderación del valor científico que se le otorga al patrimonio arqueológico por encima de todos los demás. De nueva cuenta, a riesgo de caer en una generalización, no es difícil sostener que en el gremio de los arqueólogos mexicanos es una práctica común pensar que el patrimonio arqueológico es sólo nuestro y que el valor científico es el único que debería prevalecer.

Desde la arqueología comunitaria, la autora muestra que las valoraciones de dicho patrimonio no sólo se derivan de las perspectivas de tiempo y espacio (es decir, de dónde está el patrimonio, entre quiénes se encuentra, en qué época y periodo se trabaja), sino del reconocimiento de las emociones de la gente que lo aloja, es decir, de la conciencia del valor del patrimonio en la vida de la gente (Jiménez 2015: 49-53). En otras palabras, nuestro gremio no tiene problema en reconocer que las instituciones designadas por el Estado mexicano para proteger el patrimonio arqueológico, o bien aquellas autorizadas para estudiarlo (como en los diversos centros y universidades), lo investiguen, precisamente porque tiene un valor científico. En cambio sí hay reticencia, e incluso descrédito, a reconocer que respecto de nuestro objeto de estudio hay otras miradas que pueden adjudicarle valores afectivos, simbólicos, de reconocimiento y respeto (entre otros), en particular entre las sociedades indígenas que habitan cerca de los sitios arqueológicos o que tienen una honda relación con éstos. La autora señala la responsabilidad de reconocer esos “otros valores” sin necesidad de contraponerlos con los del científico, pues en determinado momento pueden ser útiles para que los pobladores apoyen la conservación del patrimonio. Una manera de acercarse al reconocimiento de esos otros valores -llamémosle así- no científicos es, señala, la sociología de las emociones (Jiménez 2015: 56-59). En el mismo sentido, es importante tener claro que esos otros valores tampoco son necesariamente compartidos por todos los actores o miembros de una comunidad. Con referencia a ellos, en el libro se propone el reconocimiento de lo que Jiménez llama “grupos en interacción”, que se refieren justamente a las distintas facciones que conviven cotidianamente en una sociedad, cuya característica común es que comparten determinados vínculos con el patrimonio cultural; por ejemplo, funcionarios, jóvenes estudiantes, mujeres, hombres en posibilidad de trabajar, niños, autoridades, propietarios de terrenos, asociaciones de vecinos (Jiménez 2015: 45, 46, 102, 103). Cada uno de ellos tiene distintas maneras de aprehender su entorno, y, en éste, el patrimonio arqueológico y los proyectos que lo estudian, por lo que conviene tenerlo presente en la toma de decisiones y en el desarrollo de los proyectos.

Todo lo anterior puede resumirse en la necesidad de que antes de iniciar un proyecto arqueológico debiera comprenderse cabalmente no sólo cuál o cuáles son las percepciones de la sociedad (los actores de la comunidad, los grupos de interacción) respecto de su patrimonio, sino también sus expectativas, afinidades, o aun sus “demonios interiores”, mediante una consulta. Ésta serviría como base para la elaboración de estrategias de comunicación que facilitarían la relación entre los científicos y la sociedad, y, en el mejor de los casos, perfilaría incluso el curso de la investigación. Se destaca en este punto, como señala la autora (Jiménez 2015: 129), que el conocimiento que persiguen los investigadores no es necesariamente el mismo que quiere la gente: mientras que unos buscan identificar el cambio entre un periodo histórico y otro o cómo se llegó a la complejidad social, la gente quisiera saber, por ejemplo, cómo vivían los antiguos, qué comían, en qué trabajaban. Ahora, como propone la autora (Jiménez 2015: 58-68), parte fundamental del proceso de desarrollo de un proyecto en la modalidad de arqueología comunitaria es la constante comunicación, pero en sentido dialógico, esto es, entre la gente de la localidad (desde luego, también el público en general) y el arqueólogo, en la que el punto de partida sea la interpretación temática. Ésta se refiere a utilizar de manera sistemática materiales para la divulgación de contenidos elaborados con un lenguaje sencillo y comprensible, relacionados, en este caso, con cinco puntos fundamentales relativos al sitio arqueológico que el investigador estudia: su significado, el propósito de la divulgación, los estudios sobre visitantes (reales y potenciales) que llegan (o podrían llegar) a la zona arqueológica en estudio, la selección de medios y una evaluación de su aplicación. Estos puntos dependen, a su vez, de cuatro condiciones: 1) la comprensión del significado histórico y antropológico del patrimonio por parte de la sociedad; 2) las relaciones de empatía, desarrolladas mediante la divulgación, entre las sociedades del pasado y las del presente que puedan resultar socialmente significativas; 3) considerar útil el patrimonio en tanto brinde beneficios (particularmente económicos), y 4) que el uso del patrimonio sirva como base para su protección.

b) El diagnóstico de percepción social

En cuanto al segundo eje del libro, la autora presenta sus instrumentos para la elaboración del diagnóstico desarrollados desde una perspectiva antropológica, con un énfasis particular en la etnografía (Jiménez 2015: 94-101); esta propuesta incluye criterios de análisis, indicadores y un estándar de evaluación. El diagnóstico ofrece un panorama de la población del caso de estudio, el Palacio de Ocomo, ubicado en el municipio de Oconahua, en Jalisco, México. Se trata de un lugar a 40 km de un sitio más famoso, aunque no está oficialmente abierto al público: Teuchitlán y sus conocidos Guachimontones.

El diagnóstico es, sin duda, una de las contribuciones del libro, pues constituye la aplicación de una metodología y de sus resultados, que dan cuenta de la percepción que la sociedad tiene del patrimonio que acoge. Inicia con la presentación de los resultados respecto de qué tanto la población de Oconahua es consciente de lo que implica un proyecto arqueológico y de si lo acepta o no; continúa con la averiguación de qué es lo que la población quisiera saber de las sociedades antiguas en estudio. También considera lo que la gente espera del proyecto que favorece la conservación del Palacio de Ocomo; identifica, asimismo, los conflictos existentes y las posibles soluciones, así como el impacto económico, político y urbano del proyecto (Jiménez 2015: 94-167).

Los instrumentos se aplicaron a los mencionados grupos de interacción, que abarcaron a toda la población, mediante entrevistas, cuestionarios, encuestas y observación directa o participante. Los resultados fueron sorprendentes. En relación con el impacto económico del proyecto arqueológico, la constante y más notable de las expectativas era que, visualizado en la restauración del Palacio de Ocomo y su articulación con el turismo de la región, iba a ser una fuente de empleo para los pobladores del municipio (Jiménez 2015: 106-108). De acuerdo con lo que narra Antonieta Jiménez, aunado a que la población vivía en condiciones de pobreza y desempleo, el proyecto arqueológico fue una promesa de campaña de quien sería presidente municipal de ese lugar entre 1998-2000, Enrique Meza Rosales, lo que lo colocó peligrosamente entre las fantasías de los pobladores para alcanzar una mejor vida. En este sentido, hubo también esperanzas de que la infraestructura siguiera mejorando y de que se mantuvieran los empleos, acciones resultantes de las actividades de dicho proyecto, que, por supuesto, quedó a deber en este rubro, por lo menos ante una expectativa tan alta, tal cual lo revelan los resultados del diagnóstico (Jiménez 2015: 108-111). Otra de las conclusiones obtenidas fue que la gente realmente conoce muy poco de las sociedades antiguas; su percepción está muy lejana de los resultados de investigación arqueológica típica, cuyos intereses se centran en objetivos como la organización social en la región (véase, por ejemplo, Heredia y Englehardt 2015). Ello sorprende cuando se traza, por ejemplo, una línea de unión entre los agricultores del pasado y los del presente: no obstante que las sociedades antiguas de Oconahua fueron agrícolas y que la sociedad contemporánea también lo es, en esa línea no se advierte ningún lazo de afinidad por este hecho, pues hay un desconocimiento de cómo vivían aquellos habitantes antiguos. Esto a pesar de que se trata de un tema que prácticamente aparece en todas las investigaciones arqueológicas en torno a Mesoamérica (Jiménez 2015: 126-127).

En cuanto a la identificación de conflictos existentes entre los actores sociales de un proyecto arqueológico y la gente de la localidad que lo acoge, el diagnóstico mostró que hubo quienes vendieron sus tierras de cultivo para conformar la poligonal de protección del sitio -esto es, la línea oficial que delimita el sitio arqueológico-, pero finalmente no estuvieron del todo contentos con esa venta. Otros actores que también se consideraron en el diagnóstico fueron los guías de turistas y los comerciantes, quienes expresaron sus expectativas respecto del proyecto arqueológico y su sentir en relación con sus resultados: poca afluencia turística.

c) El Plan de vinculación entre la sociedad y un proyecto arqueológico

El tercer eje del libro es, como quedó dicho, la propuesta del “Plan de vinculación entre la sociedad y un proyecto arqueológico”. Ese plan está conformado por 23 herramientas para establecer la vinculación, descritas y detalladas con objetivos, requerimientos (humanos y materiales), pasos necesarios, resultados esperados, riesgos y estrategias de evaluación. Esta sección constituye una parte esencial para construir una relación entre el investigador arqueólogo y la gente (sociedad) que aloja el sitio arqueológico.

La autora señala que “El plan de vinculación en conjunto con las herramientas constituyen lineamientos generales de actuación, susceptibles de ser modificados conforme se den o no se den las condiciones para su desarrollo” (Jiménez 2015: 175); es decir, que, a pesar de que abarca una amplísima gama de posibilidades para su aplicación, de ninguna manera se trata de camisas de fuerza o propuestas inalcanzables. Puede ser incluso la guía para elaborar otras más adecuadas a los casos particulares; el énfasis, sin embargo, está en reiterar la necesidad de establecer necesariamente una vinculación con la sociedad.

Se presentan aquí algunos de los rubros que Antonieta Jiménez incluye en su propuesta y que ejemplifica con el plan elaborado para el sitio arqueológico Palacio de Ocomo (2015: 169-237): el planteamiento de la misión, visión y objetivos del proyecto; la divulgación de las actividades de éste, utilizando, por ejemplo, el laboratorio de análisis de materiales arqueológicos como instrumento de enseñanza para los distintos grupos de interacción; la publicación periódica de resultados en materiales de divulgación para la población local; la presentación personal de los avances y logros mediante conferencias; la divulgación del quehacer de la investigación arqueológica por medio de talleres; la formación de guías de turistas; el uso común de un glosario para la gente de la localidad; la planeación de visitas guiadas al sitio o al laboratorio.

Jiménez establece como puntos necesarios en el esquema del plan de vinculación tanto el agradecimiento público, y el reconocimiento continuo, a los participantes de la localidad que apoyan las labores del proyecto (Jiménez 2015: 176), así como compartir los resultados de investigación de manera sistemática mediante exposiciones; brindar apoyo a otras organizaciones cuya preocupación sea la conservación de otros patrimonios; dar a conocer permanentemente los aspectos legales relacionados con la protección del patrimonio, y brindar información a los coleccionistas respecto de la legalización de sus colecciones.

En lo que toca a la prevención y solución de conflictos, se sugiere establecer reglamentos sobre el uso del patrimonio arqueológico para definir qué se puede y qué no se puede hacer, primordialmente a partir de los conflictos de la vecina zona arqueológica de Teuchitlán, donde quedó de manifiesto la necesidad de reglamentar: lo referente a los apoyos que los municipios pueden brindar a quienes trabajan en las zonas arqueológicas; el eventual cobro por la entrada a los visitantes; la jurisdicción e injerencia de los municipios en la zona arqueológica; las posibilidades de establecer comercios y de dar a la localidad una visión de arquitectura tradicional que favorezca la imagen que se llevan los visitantes (Jiménez 2015: 222-223). Asimismo, se destaca que una manera de evitar conflictos consiste en ser interlocutor entre las instancias gubernamentales y los propietarios de terreno.

Comentarios finales

El libro de Antonieta Jiménez da cuenta de éstas y otras posibilidades para lograr una vinculación en el sentido casi etimológico del concepto: de vinculis, encadenar. Encadenar al investigador arqueólogo a la gente de la localidad que acoge el sitio y el proyecto. El plan de vinculación es, llanamente dicho, un plan de salvación para los sitios arqueológicos, y quien suscribe agregaría: también para los monumentos históricos, con una comunicación permanente entre los miembros de las localidades principalmente. Todo esto, para conservar aquello que, evidentemente, no es un lastre, sino un posible eslabón afectivo, de comprensión y de entendimiento de qué es y para qué puede servir ese, nuestro objeto de estudio, el patrimonio arqueológico. Para reconocer, asimismo, que se tiene más en común con los antiguos habitantes que con sectores sociales modernos y que hay mucho por conocer aún y, por ello, es una necesidad apremiante conservarlo.

Referencias

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Recibido: 12 de Mayo de 2017; Aprobado: 09 de Mayo de 2018

Magdalena A. García Sánchez

Licenciada en arqueología (Escuela Nacional de Antropología e Historia [ENAH, México]), maestra en antropología social con especialidad en etnohistoria y doctora en antropología social en la línea de investigación ambiente y sociedad (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social [CIESAS, México]. Estudia el modo de vida lacustre desde la perspectiva etnoarqueológica, la vida cotidiana desde el punto de vista arqueológico e histórico y la divulgación como estrategia para la conservación del patrimonio cultural, en particular en la educación formal. Ha escrito los libros Ecatepec y el desagüe del valle de México (1993); Petates, peces y patos. Pervivencia cultural y comercio entre Toluca y México (2008); Los que se quedan. Familias y testamentos de Ocotelulco, Tlaxcala, 1572-1673 (2015). Actualmente es profesora investigadora de tiempo completo (titular B) del Centro de Estudios Arqueológicos de El Colegio de Michoacán (CEQ-Colmich, La Piedad). Desde 2014 es coordinadora de dos seminarios: el interinstitucional sobre artesanías, arte popular y saberes tradicionales, y el denominado Hacia un programa regional para la protección del patrimonio arqueológico e histórico.

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