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Intervención (México DF)

versión impresa ISSN 2007-249X

Intervención (Méx. DF) vol.9 no.17 México ene./jun. 2018

 

Ensayo

Información, datos y metadatos para la conservación del patrimonio cultural

Information, Data, and Metadata for the Conservation of Cultural Heritage

Renato González Mello1 

1 Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Laboratorio Nacional de Ciencias para la Conservación del Patrimonio Cultural (Lancic), Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), México; Academia de Artes, México, mello@unam.mx


Resumen:

Este ENSAYO busca contribuir a la generación de sistemas de información acerca del patrimonio cultural y de su conservación. Se examina la historia de la catalogación de imágenes y objetos del patrimonio cultural mexicano en los años sesenta y setenta del siglo pasado, y se reseñan los cambios legales recientes que obligan tanto a llevar a cabo un registro del patrimonio cultural como a publicarlo en formato de datos abiertos, interoperables y estandarizados. Se hace un análisis histórico de las nociones de información, datos y metadatos, rastreando los orígenes de este último concepto en la Guerra Fría. Se enumeran las dificultades para elaborar un sistema de información relativo a la conservación del patrimonio cultural mexicano: el legalismo de las normas, la organización de la información alrededor de los objetos, la pluralidad de formatos de los datos científicos y un escaso desarrollo de la lexicología especializada, entre otros. Por último, se esbozan algunas propuestas sobre dicho sistema de datos.

Palabras clave: patrimonio cultural; conservación; metadatos; conocimiento interdisciplinario; transparencia gubernamental; México

Abstract:

The aim of this ESSAY is to contribute to the generation of information systems on cultural heritage and its conservation. It examines the history of the cataloguing of images and objects of Mexican cultural heritage in the 1960s and 1970s, and reviews recent legal changes that require both the registration of cultural heritage and its publication in open, interoperable and standardized data formats. A historical analysis of the notions of information, data, and metadata is done, tracing the origins of this last concept to the Cold War. The difficulties in developing an information system related to the conservation of Mexican cultural heritage are listed: the legalism of the norms, the organization of information around objects, the plurality of scientific data formats, and a scarce development of specialized lexicology, among others. Finally, some proposals on such a data system are outlined.

Keywords: cultural heritage; conservation; metadata; interdisciplinary knowledge; government transparency; Mexico

Introducción

La revista Art Documentation, de la Art Libraries Society of North America (Arlis/NA, Sociedad de Bibliotecas de Arte de Norteamérica, EUA), dedicada a la catalogación y documentación del patrimonio artístico, publicó su primer número en febrero de 1982. La mayor parte de los artículos se dedicó a México; más precisamente, a los centros que en ese momento encabezaban importantes esfuerzos de catalogación relacionados con las artes y las imágenes: la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia “Dr. Eusebio Dávalos Hurtado” del Instituto Nacional de Antropología e Historia (BNAH-INAH), el Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación (CIG-AGN) y las colecciones bibliográficas de Gonzalo Obregón y Justino Fernández. No es extraño, el desarrollo había sido importante y desde principios de los años sesenta Jaime Litvak había logrado avances en un proyecto para convertir el catálogo del Museo Nacional de Antropología (MNH-INAH) en un instrumento computarizado, incluidas las fotografías (Ellin 1968; Cowgill 1967). En cierta medida, aquellos empeños llegaron a buen término: sólo hay que recordar el extenso Catálogo de ilustraciones que publicó el CIG-AGN (1979).

¿Qué falta para que todo el patrimonio esté en un sistema de información pública?, ¿no deberíamos tener un sistema de información sobre los materiales de cada objeto, capa por capa, para entender mejor sus necesidades de conservación?; ¿no sería estupendo que ese sistema incluyera alguna forma de referencia geográfica y que, con base en ello, se cruzaran datos sobre la conservación material de los objetos en relación a condiciones climáticas?;¿será tan difícil ver todo junto en un mapa interactivo? Le debemos a generaciones anteriores el rescate de todo lo que investigaron, las soluciones que ensayaron, sus aciertos y errores.

A diferencia de lo que ocurría en los años sesenta, hoy nuestras expectativas sobre la nueva tecnología no tienen límite. La queremos ya, en el celular, en la punta de los dedos. Carecer de ella es un grave problema, pues la ausencia de la información se ha convertido en un delito federal. Las nuevas leyes obligan a que el Estado haga público el patrimonio. Es lo justo, pero hay otras preguntas: ¿es posible?; ¿cómo se haría?; ¿cuánto costaría?; ¿tendríamos que publicar todo? Al hacerlo, ¿no se pondría en riesgo una parte del patrimonio?

Este ENSAYO consta de tres partes. En la primera se reseñan brevemente los cambios habidos en distintas leyes, o bien episodios surgidos en la aplicación de las existentes que han provocado la necesidad de algo relativamente nuevo para las instituciones públicas mexicanas, entendidas en sentido amplio como las educativas o las organizaciones de la sociedad civil, obligadas a publicar “información”. La segunda parte examina la noción de dato, que a veces se confunde con la información, sin ser lo mismo; se rastrean los orígenes de la noción de metadatos, en la Guerra Fría. Estas dos historias, la nacional y la internacional, son un poco prolijas, y para la segunda me apoyé completamente en las fuentes secundarias que se citan. Me pareció necesario incluirlas para llamar la atención de los historiadores sobre la importancia de la sistematización de la información en el siglo XX (un tema que se ha estudiado extensamente, por ejemplo, para la Ilustración). La tercera refiere algunos esfuerzos importantes para la sistematización de la información del patrimonio cultural en México. Salvo un par de excepciones, mi argumento será que el desarrollo legal descrito en la primera parte ha llevado a elaborar manuales que hacen hincapié en las responsabilidades, y que suelen tener criterios jurídicos bien establecidos, pero carecen de un mayor desarrollo de los criterios de catalogación. Finalmente, se describen algunas dificultades para sistematizar y publicar la “información” científica relativa al patrimonio cultural y su composición material, que resulta crucial para su conservación, lo mismo que para su conocimiento.

El objeto del texto es promover la investigación que contribuya a la definición de un sistema para la catalogación de los materiales y la conservación del patrimonio cultural. Uso esta última expresión, ajena a las categorías legales del patrimonio mexicano, de manera deliberada. Quiero desviar la atención de ese sistema de leyes y derechos para atender las herramientas que requeriremos. La primera versión de este artículo se envió a dictaminar antes de los sismos del pasado 19 de septiembre, que provocaron daños en alrededor de 2 000 inmuebles que pertenecen al patrimonio cultural de México, y además en bienes muebles en cantidades todavía no registradas. La necesidad de contar con catálogos ágiles, confiables y con información útil para la conservación se ha vuelto mucho más urgente. Por eso, además de un análisis de los sistemas actuales, me ha parecido obligatorio arriesgarme a proponer algunos principios que pudieran ayudar al acopio y organización de esta información. He incluido la explicación de algunas nociones que resultarán elementales para los profesionales de la información, pues desafortunadamente son todavía muchos los trabajos de catalogación realizados sin control de autoridades ni principios básicos de normalización.

La voluntad (popular) de saber

La normalización de información para su publicación en la red electrónica (internet) se ha convertido en una obligación legal para el Estado mexicano en todos sus niveles y ramas; toda oficina gubernamental debe publicar sus documentos. El fundamento de esta obligación está en el artículo 6 de la Constitución mexicana. En 1977 se añadió a éste una oración que durmió, durante años, el sueño de los justos: “el derecho a la información será garantizado por el Estado” (López Ayllón 2000:157). Aunque México suscribió una variedad de tratados internacionales a este respecto, durante casi un cuarto de siglo no se promulgó ley alguna que reglamentara el acceso público a la información. Las cosas cambiaron con la alternancia política. Durante los últimos 15 años, una combinación de decretos del Poder Ejecutivo y reformas legislativas han incluido, entre las facultades y obligaciones de los organismos del Estado, la conformación de enormes sistemas de información computarizada acerca del gobierno, o bien para la educación y la investigación académica. Enumero sólo algunas de las modificaciones más significativas.

En junio del 2002, el gobierno de Vicente Fox promulgó la “Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental” aprobada por el Congreso de la Unión (cfr.DOF 2002). De acuerdo con ésta, toda dependencia del Estado tenía la obligación de poner “a disposición del público, a través de medios remotos o locales de comunicación electrónica” (DOF 2002:3, 9) una serie de datos relativos a su gestión y organización interna; debían hacerlos públicos sin petición de parte y sin restricciones. Esta tendencia se acentuó en la última “Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública” (cfr.DOF 2015), que convierte en “sujetos obligados” a publicar información prácticamente a todas las dependencias del Estado mexicano, de todos los niveles, autónomas o no, desconcentradas o no. El artículo 70 de dicha ley contiene una lista de 48 obligaciones de transparencia comunes a todos los “sujetos obligados”, y una cantidad variable para distintos tipos de entidades y dependencias: sindicatos, universidades, individuos que reciben fondos públicos. Ambiciosamente, este último ordenamiento creó la obligación de publicar una Plataforma Nacional de Transparencia donde fueran accesibles todos los datos publicados, sin petición expresa alguna, por los “sujetos obligados” (cfr.DOF 2015). Esta obligación ha sido difícil de cumplir, lo cual es comprensible; sin embargo, en una consulta azarosa, el sistema es bastante ágil al momento de escribir estas líneas (cfr.Morales 2017a, 2017b; Periodistas de El Universal 2017; Matute 2017; PNT 2017).

En mayo del 2014, el presidente Enrique Peña Nieto publicó un paquete de reformas a la “Ley General de Educación”, a la “Ley Orgánica del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología” (Conacyt) y a la “Ley de Ciencia y Tecnología” (cfr.DOF 2014). En virtud de éstas, el Estado está obligado a “democratizar la información Científica, Tecnológica y de Innovación” (DOF 2014: cap. V, art. 64), utilizando para ello recursos como el “acceso abierto […] sin requerimientos de suscripción, registro o pago” (DOF 2014: cap. V, art. 65), y emplear “estándares internacionales que permitan buscar, leer, descargar textos completos, reproducir, distribuir, importar, exportar, identificar, almacenar, preservar y recuperar la información que se reúna” (DOF 2014: cap. V, art. 70). La información así reunida debe integrarse en un “repositorio nacional”, o bien en repositorios por materia, a través de una compleja definición que le ordena al Conacyt promover la interoperabilidad1 de los datos (cfr.DOF 2014). Instituciones autónomas, como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), también han generado su propia política de datos abiertos, estandarizados y descritos de tal manera que hacen imperativa su interoperabilidad (cfr.Narro Robles 2015).

Para las instituciones de cultura, estas obligaciones se suman a las ya existentes en la “Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos”, que exigen el registro del patrimonio arqueológico, histórico y artístico (cfr.Presidencia de la República 2015 [1972]). Las nuevas condiciones legales y las leyes precedentes determinan que las instituciones encargadas del patrimonio hagan públicos registros científicamente válidos, en formatos de acceso abierto, interoperables y de validez mundial, de la totalidad de bienes patrimoniales previstos por la ley. Un sistema de información científica sobre los materiales y deterioros de los bienes culturales deberá tener esas características. Como veremos, hay algunos avances, aunque no son suficientes.

La manzana de la discordia. Información y datos

En el nuevo contexto político se concibe la información como un conjunto de comunicaciones que existe por sí, y que estaría a disposición de los ciudadanos (o del mercado) con sólo tomar la decisión de divulgarlo. Pero la información no existe en forma natural, y la historia misma del concepto es bastante compleja (cfr.Capurro 2009). Información es un término polisémico; se refiere a nociones matemáticas, también a datos organizados que puedan ser falseados en el contexto de un paradigma. En sus acepciones antiguas se toca con las formas platónicas; en las más modernas, su genealogía puede situarse firmemente en Descartes y en la revolución epistemológica de John Locke (cfr.Adriaans 2013). Para normalizar la información, como lo exigen las leyes, primero sería necesario normalizar la noción misma, pero la protagonista de este pequeño drama es elusiva y fantasmagórica. La más reciente “Ley de Transparencia” sólo define la “información de interés público”. Es la que “resulta útil para que el público comprenda las actividades que llevan a cabo los sujetos obligados” (DOF 2015: art. 3, secc. XII). En las definiciones del primer proyecto de ley, en abril del 2002, los diputados definieron la información como “la contenida en los documentos que los sujetos obligados generen” (DOF 2002: art 3, secc. V); en realidad, una definición restrictiva: se da por hecho que el significado de información es por todos conocido y compartido, y se limitan los alcances de la ley a aquella que esté en “documentos” de los “sujetos obligados”, esto es, en algún archivo del Estado. Más que a la información, las leyes se refieren a la documentación.

Los juristas perciben la información con algo de angustia: como un texto cuyas palabras no están ordenadas. Lúcidamente, Sergio López Ayllón (2000) señalaba, en los albores del proceso de apertura de la información, esta contradicción entre la mentalidad jurídica tradicional y la realidad:

Tradicionalmente anclados sobre una base nacional, monotecnológica y frecuentemente monopólica, los servicios relacionados con la información están modificándose rápidamente, al grado de crear auténticos espacios ‘‘virtuales”, deslocalizados y no jerarquizados, donde “circulan” diariamente millones de unidades de información. Las consecuencias económicas, políticas y culturales de esta revolución tecnológica plantean enormes desafíos al derecho. Ninguna política regulatoria nacional puede desconocer esta realidad cambiante, potencialmente rica, pero también perturbadora, que desafía los conceptos tradicionales y obliga a una evolución significativa de los procedimientos e instituciones jurídicas (López Ayllón 2000:159).

Una evolución que no ha ocurrido del todo. Las leyes hasta aquí descritas podrían interpretarse como un intento de someter las “unidades de información” a un sistema jerarquizado.

Si la noción de información se remonta a los griegos, la de dato tiene una historia diferente. En castellano, el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española recogió la voz en 1817 como “documento, testimonio o fundamento” (RAE 2001); y no fue sino hasta 1859 cuando apareció definido como “antecedente necesario para llegar al conocimiento exacto de alguna cosa” (RAE 2001). Es un poco sorprendente, porque ya en 1359 se refería, en una instrucción para confesores, que “el saçerdote debe encobrir el pecado así que nin por señales nin por datos nin en otra manera non lo debe descobrir nin en general nin en espeçial” (Instituto de Investigación Rafael Lapesa 2013). El dato así concebido se parece al hecho, pero no es completamente sinónimo de esa voz, que se refiere a las cosas mismas y a su percepción, y que, principalmente, está relacionado de manera estrecha con la noción de verdad (cfr.Mulligan y Correia 2013). El dato es distinto del hecho porque no forzosamente es verdadero. No es un hecho que Rodrigo de Cifuentes pintara el primer cuadro colonial (se trató de un personaje romántico inventado por el conde de la Cortina [cfr.Ángeles Jiménez 2008]), pero sí es un dato. Cuestionable, pero dato, a final de cuentas. Que sea verdadero o falso es otro problema: no podemos descartarlo o borrarlo del registro, lo más que podemos hacer es organizar nuestras apreciaciones sobre éste.

Aunque su uso en el idioma español es viejo, en la lengua inglesa es donde el concepto adquiere su sentido moderno. En inglés, datum y data son palabras prestadas del latín. En la Europa del siglo XVII comenzaron a escribirse historias cada vez más seculares, que se apoyaban en el examen crítico de fuentes escritas; el Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle (1697) es el ejemplo clásico de esta nueva mentalidad. El método crítico ponía en entredicho la autoridad de la historia sagrada, pero como no podía realmente ser cuestionada, se empezó a usar la noción de datum, el participio pasado del verbo latino do, dedi, datum, para referirse a los hechos dados: a los sucedidos de la historia sacra que nadie estaba autorizado a cuestionar. Eran datos el Éxodo, la expulsión del Paraíso o el ascenso de Elías al Monte Carmelo. Los datos eran una categoría retórica. Conservaron esta cualidad cuando la palabra se comenzó a utilizar para el álgebra. De acuerdo con Rosenberg (2013:21), al traducirse del latín al inglés The Method of Fluxions and Infinite Series, de Isaac Newton (1736), el traductor propuso utilizar el latinajo para referirse a las variables ya conocidas en una ecuación que precedían a la interrogante y por eso estaban “dadas”. En una regla de tres, donde se desconoce una de las cuatro cifras involucradas, esos tres números son “dados”: son los datos. Esta historia es bastante importante porque distingue los datos de la información: aquéllos son una categoría retórica; “los hechos son ontológicos. La evidencia es epistemológica; los datos son retóricos, y, además, tienen otra característica: su certidumbre es indiferente o indiscutible” (Rosenberg 2013:18-21).

Ahora bien, en el siglo XXI nadie piensa que haya datos inobjetables. Hay “datos duros”, “validación de datos”, “datos verificables” y toda una serie de adjetivos que buscan evadir esta naturaleza retórica de los datos para convertirlos en algo un poco distinto: información. Pero conviene quedarnos en este origen de los datos, cuando en la cultura social todavía el álgebra no se independizaba de la retórica (Williams 2013:41-59). Es uno de los motivos por los que articular sistemas de información es tan complicado, pues no sólo se trata de recolectar o “capturar” los datos, sino además “validarlos” para convertirlos en otra cosa: en información.

En un sistema de información para la conservación del patrimonio cultural, quienes van a generar los datos científicos serán los especialistas, pero su organización y validación requerirá métodos distintos de los de la física, la química, la conservación o la historia del arte. Las ciencias de la información serán las que lleven la batuta.

Datos y metadatos

Pero… ¿se ha visto alguna vez a un escritor que escriba para su estilográfica?

Paul Virilio (1989:98)

Los metadatos se describen como: “datos acerca de los datos” (GeoIDEP s. f.). Digamos que una computadora tiene una fotografía de un óleo de la Catedral Metropolitana. Sus “metadatos” son los pequeños fragmentos de texto que la describen, le ponen un título y un autor. Existe un contenido de la fotografía: la imagen del cuadro. Los metadatos deberán indicar detalladamente la fecha de la toma, el instrumento y su técnica, los filtros y la iluminación empleados, el área del cuadro cubierta por la imagen y a su autor. Si ésta se obtuvo mediante reflectografía infrarroja o alguna técnica semejante, es claro que los “metadatos” apenas son el principio de la interpretación.

Los metadatos describen y clasifican el contenido. Se originaron principalmente en los catálogos bibliográficos porque los bibliotecarios necesitaban describir el contenido de los textos para ofrecerlos a los lectores. Esto llevó al desarrollo de técnicas específicas para representar distintos contenidos que podían atribuirse al mismo libro. Pero la palabra metadatos tiene una etimología menos tranquilizadora. Después del furor por el triunfo obtenido en la Segunda Guerra Mundial, la elite política y militar estadounidense se preguntó qué ocurriría si su nuevo adversario, la Unión Soviética, organizara un ataque masivo con misiles transcontinentales. Los cálculos eran inaceptables; alcanzarían su objetivo en muy breve tiempo, y provocarían entre 53 millones y 91 millones de civiles muertos en el primer ataque. El gobierno de Estados Unidos planeó un sistema de defensa llamado SAGE (Semi-Automatic Ground Environment), que recabaría la información enviada por cientos de radares situados en los límites del territorio estadounidense (eventualmente, en otras partes del mundo e incluso en la estratosfera), haciendo posible la detección y destrucción en vuelo de los misiles enemigos (Slayton 2013:41).

La polémica sobre esto fue intensa, pero aparentemente nunca se logró un sistema semejante. Los físicos a cargo del programa pusieron toda su atención en desarrollar misiles que pudieran destruir los temibles proyectiles soviéticos. Además, se esmeraron en el desarrollo de radares que los pudieran detectar en condiciones muy desfavorables. No le dieron importancia a la elaboración de los programas de computadora que debían integrar los datos de los radares. Esto era un problema, porque un ataque con misiles transcontinentales iba a ser muy rápido. En esas condiciones, el programa de cómputo que procesara la información de los radares iba a tomar la decisión de un contraataque. No había tiempo de avisarle al presidente. Los congresistas de Washington descubrieron muy pronto que mientras más recursos le asignaban a la elaboración de ese programa de cómputo que podía destruir el mundo, más se tardaba el software en quedar concluido, y parecía menos confiable (Slayton 2013:41, 46, 103-117, 191, 219).

Mientras SAGE comía y comía recursos, con resultados siempre decepcionantes, un ingeniero egresado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), EUA, publicó un estudio donde proponía una solución (cfr.Gartner 2016:10). El problema, tal como se señaló, era que la mayoría de los lenguajes de programación se apoyaban en convenciones “implícitas” establecidas por el programador, por ejemplo, el orden del mes, año y día en una fecha, como es la costumbre en los países angloparlantes. Esto podía resolverse si esas características de los datos se volvían explícitas y eran objeto de una declaración que permitiera aceptar datos con distintos formatos; a esas definiciones, cuando aparecían junto con los datos, las llamó metadatos (Bagley 1969:26).

Metadatos. Tan importante como la capacidad de combinar los elementos de datos para hacer elementos de datos compuestos, es la habilidad de asociar de manera explícita, con un elemento de datos, un segundo elemento de datos que representa datos “sobre” el primer elemento de datos. Llamaremos “elemento de metadatos” a este segundo elemento de datos. Ejemplos de elementos de metadatos de este tipo son: un identificador, un “prescriptor” de dominio que especifica de qué dominio se deben tomar los valores del primer elemento, un código de acceso que limita las condiciones en las que puede accederse al primer elemento de datos (Bagley 1969:26, trad. del autor).

El problema, claro está, era la información combinada de fuentes muy distintas. “En numerosas situaciones hoy, particularmente militares, en especial en las aplicaciones para el comando militar, se valora mucho la reducción del tiempo empleado” (Bagley 1969:4). Además de inventar el neologismo, Bagley (1969) describió extensamente distintos tipos posibles de metadatos. Los datos podían ser confiables o no; los radares podían haber detectado un ataque nuclear ruso o una bandada de patos; cada radar tenía una manera distinta de enviar su información por medios a veces incompatibles; todo eso hacía necesario “describir los datos” antes de describir la situación en el espacio aéreo (Bagley 1969:76).

La necesidad de los metadatos viene de que los datos mismos no son confiables, y los profesionales de la información se ocupan de organizarlos, pero, de ninguna manera, de dictaminar sobre su relación con la realidad. Un buen ejemplo de esto lo proporciona Gartner (2016:150), cuando recuerda a una médium que aseguró estar en pláticas con varios compositores famosos, entre ellos Chopin, de los que proporcionó las partituras desconocidas, dictadas desde el más allá. Los bibliotecarios, basados en su propio código de ética, incluyeron el caso en la segunda versión de las Anglo-American Cataloguing Rules (AACR2, Reglas de Catalogación Angloamericanas):

21.26. Spirit communications 21.26A. Enter a communication presented as having been received from a spirit under the heading for the spirit (see 22.14). Make an added entry under the heading for the medium or other person recording the communication. (Joint Steering Committee for Revision of AACR 2005:21-43).

El bibliotecario va a enlistar al autor como “Chopin, Frédéric (espíritu)”, y se va a abstener de calificar la realidad de semejantes comunicaciones (Gartner 2016:150).

Los profesionales del patrimonio cultural, como los conservadores, enfrentan situaciones muy semejantes. Las atribuciones de obras de arte pueden ser dudosas, y remitirse a individuos que no existieron. Se necesita información acerca de los datos que permita decidir si se puede publicar, si sería recomendable no hacerlo o si es legalmente obligatorio publicarlos, como estipulan con frecuencia las nuevas leyes.

La dificultad de esto es muy sencilla: existen estándares de metadatos para catalogar los objetos del patrimonio cultural. VRAcore (cfr.LOC y VRA 2014), publicado por Visual Resources Association y la Library of Congress (Asociación de Recursos Visuales y Biblioteca del Congreso, EUA). Y compatible con las viejas, pero vigentes, etiquetas MARC (Machine Readable Cataloging, Catalogación Legible por Máquina); las Categories for the Description of Works of Art (CDWA, Categorías para la descripción de las obras de arte) del Getty Research Institute (GRI, EUA) (cfr.GRI 2015), y el que parece destinado a imponerse a largo plazo, la combinación del Conceptual Reference Model (CRM, Modelo Conceptual de Referencia), con la especificación de metadatos derivada de esa ontología, LIDO, elaborados ambos por el International Committee for Documentation, del International Council of Museums (CIDOC-ICOM), de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) (cfr.CIDOC-ICOM 2010, 2014). Lo que no es tan claro es algún estándar mundialmente válido de metadatos para los materiales y la conservación del patrimonio. Aunque existen intentos, un documento inicial del GRI propuso cautelosamente dividir sólo entre tres grupos de documentos: imágenes, textos y conjuntos de datos. El documento es del 2013 (cfr. GRI 2013). Es una buena idea, porque los documentos separados así pueden catalogarse de acuerdo con el estándar Dublin Core. Sin embargo, aunque es un criterio realista y permite conservar la información, es posible que en el futuro queramos usar los datos como tales, es decir, utilizar las series de números con algún propósito. Aunque en la actualidad hay sistemas que permiten pensar en un uso semejante, están lejos de ser estandarizados. El muy importante manual Cataloging Cultural Objects (Baca et al. 2006), al que me referiré más adelante, recomienda a este respecto utilizar campos de texto libre (Baca y Harpring 2006:45, 49). El estándar CDWA del GRI incluye dos capítulos relativos al registro del estado de conservación y a los tratamientos recibidos por los objetos. El enfoque de esta solución es historicista, al pretender que se registren con precisión la fecha y la persona responsable por una observación específica, y también la fecha y la descripción de un tratamiento específico (GRI 2015: secciones 14 y 15). Esto es indispensable, pero la información concreta relativa a esas observaciones y tratamientos no es objeto, por lo pronto, de sistematización. Y está claro por qué, se trata de una empresa demasiado ambiciosa.

Los datos que interesan

Todos los especialistas en los sistemas de información modernos coinciden en que los métodos para entender y usar la información se originaron en las bibliotecas, y la de Alejandría es el ejemplo más empleado para ello (Gartner 2016: cap. 2). Sin embargo, que la mayoría de los estándares modernos para intercambiar información tengan su origen en las prácticas bibliotecarias provoca un problema: casi todas esas fichas ideales, definiciones de conceptos y vocabularios controlados se refieren a los contenidos de los libros. La historia que llevó a su clasificación es el fundamento de una ética. Un bibliotecario ideal es un catalogador que pone los contenidos de los libros al alcance de los usuarios. Aunque los objetos que llevan esos contenidos podrían importarle, la parte más alta de su labor -a la que no renunciará fácilmente- consiste en atribuir “encabezamientos de materia” a los libros que cataloga (esas etiquetas o tarjetas que dicen cosas como “MÉXICO - HISTORIA - REVOLUCIÓN”).

Pero el patrimonio cultural no se compone únicamente de libros. Las AACR2 incluyen un capítulo dedicado a los “artefactos tridimensionales y realia” (los objetos que no son libros). Los criterios establecidos ahí pueden ser muy productivos cuando se aplican con buen juicio (como en el ejemplo que se cita abajo, de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas [CDI], México). No obstante, el capítulo 10 de las AACR2 no es suficiente y su definición deja ver la lejanía de sus autores con muchas prácticas y necesidades de la catalogación del patrimonio cultural. De manera notable, sostienen que “la fuente principal de información para los materiales tratados en este capítulo es el objeto mismo”, un principio que desde luego es importante para la práctica curatorial, pero no absoluto, y que si se aplicara a rajatabla metería en muchos problemas a quienes lo emplearan (Joint Steering Committee for Revision of AACR 2004:10-13). Las AACR2 están siendo reemplazadas por una nueva norma de catalogación general, llamada, en plural, “las RDA” (Resource Description and Access; Recursos, Descripción y Acceso). En su norma 2.2.2.4.1, RDA refiere el título de los “recursos tangibles” a “una fuente textual en el recurso mismo”, “una fuente interna, como una pantalla de título”, “una descripción integral, un envase o material acompañante publicado con el recurso” (ALA, CLA y CILIP s. f.: sección 2.2.2.4.1). En suma, recomienda utilizar la información en el propio objeto para atribuirle datos. Ahora bien, es indudable que siempre deben registrarse las inscripciones en el objeto, pero ningún profesional del patrimonio cultural, particularmente en el campo de las artes, donde abundan las falsificaciones y los simulacros legítimos, podrá aplicar este criterio en forma general (ALA, CLA y CILIP s. f.: sección 2.2.2.4.1).

No obstante, las RDA son el mayor intento hasta la fecha por generalizar los criterios de catalogación para que incluyan material distinto del bibliográfico. Así, el capítulo 3 contiene instrucciones para la definición de materiales del objeto que son bastante apropiadas para los usos habituales en la catalogación de objetos artísticos, y reproduce la manera “estratigráfica” de descripción a la que me referiré más adelante. Asimismo, el capítulo 6.3 permite describir “la forma de la obra”, para distinguir objetos de diferentes géneros o tipos: pinturas, esculturas o estampas, una necesidad básica en cualquier colección de cultura material (cfr.ALA, CLA y CILIP s. f.).

Muchas limitaciones en los sistemas tradicionales de catalogación han sido superadas por la publicación del monumental Cataloging Cultural Objects, elaborado por Murtha Baca et al. (2006), un parteaguas en las prácticas de catalogación del patrimonio. Este notable punto de partida, que resuelve las dudas más angustiantes para quienes enfrentan en términos generales la necesidad de organizar extensas y muy plurales colecciones de cultura material, formará parte de una atmósfera nueva con la nueva norma de catalogación general.

No obstante estos indudables avances, hay una diferencia cultural gigantesca entre los profesionales del patrimonio cultural material, curadores y restauradores, y los profesionales de las bibliotecas. Los primeros están acostumbrados a trabajar con “cédulas” y “fichas de obra” que muy rara vez se refieren al contenido (Rossetti 2013:285). Los catálogos de las bibliotecas, por el contrario, siempre han aspirado a clasificar todas las ramas del conocimiento, para facilitar el acceso a los libros. La posición de los bibliotecólogos en las bodegas de arte, cuando algún director de museo quiere modernizar sus catálogos de pintura o escultura y contrata uno, está lejos de ser ideal. La literatura especializada está llena de historias de desencuentro entre los bibliotecarios y los equipos de los museos (cfr.Zoller y DeMarsh 2013).

Quizá aquí haga falta abundar un poco más. La diferencia entre las profesiones de los libros y las de las artes se origina en una disyunción teórica muy relevante. La norma Functional Requirements for Bibliographic Records (FRBR, Requisitos Funcionales de los Registros Bibliográficos) define la noción de obra en términos radicalmente idealistas, casi podríamos decir, neoplatónicos. Para explicarlos, la International Federation of Library Associations and Institutions (IFLA, Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas) utiliza un ejemplo homérico:

Una obra es una entidad abstracta; no hay un objeto material único que pueda denominarse la obra. Reconocemos la obra a través de realizaciones individuales o expresiones de la obra; pero la obra en sí sólo existe en la comunidad de contenido entre las distintas expresiones de la obra. Cuando hablamos de la Ilíada de Homero como de una obra, nuestro punto de referencia no es un determinado recitado o texto de la obra, sino la creación intelectual que se encuentra tras todas las diferentes expresiones de la obra (IFLA 2004:50).

Las prácticas profesionales de los museos suponen precisamente lo contrario: el objeto material único es precisamente “la obra”. La diferencia teórica sería larga de discutir, y es tan importante que sólo puede esbozarse. Las disciplinas de las artes dialogan con dos saberes fundamentales a este respecto. Por un lado, con la filosofía; por el otro, con los saberes del lenguaje, y particularmente con la semiología. La noción de articulación sería de gran utilidad para las disciplinas de la catalogación, y como se verá más adelante, la norma FRBR tendría a este respecto una enorme utilidad (García Molina 2017:37). Esto no debe llevar a pensar que las FRBR sean un ejercicio fuera de la realidad. Por el contrario, como señala Rodríguez García (2006), se elaboraron con fines prácticos para que los registros computarizados fueran funcionales. Y es esa característica su necesaria interacción con las máquinas, la que vuelve el modelo tan abstracto.

Sería entonces un grave error descartar la intervención protagónica de los bibliotecólogos en la solución de la tarea. ¿Cómo se llamaba el pintor Diego Rivera? A todos nos ha pasado algo así: ¿cómo le vamos a decir a Diego Rivera? ¿Diego María Rivera? ¿Diego María Juan Nepomuceno Rivera Barrientos? La solución apareció en realidad hace mucho tiempo en los catálogos de las bibliotecas, principalmente, las americanas e inglesas. Se llama control de autoridades, un término que parece referir a alguna forma de filosofía política, pero que sólo denomina la tarea de establecer una lista estandarizada de nombres de personas y organizaciones. Ejemplos bastante conocidos de listas de autoridades son la elaborada por la Library of Congress; los catálogos mundiales VIAF (Virtual International Authority File; Archivo Virtual Internacional de Autoridades) e ISNI (International Standard Name Identifier; Identificador Internacional Estandarizado de Nombres); el catálogo de autoridades de la Dirección General de Bibliotecas (DGB-UNAM), y un instrumento cuyas siglas son ULAN (Union List of Artist Names; Lista Unificada de Nombres de Artistas) elaborado por el Getty Institute (cfr.Harpring 2010). Aunque estos registros contienen una parte de los artistas, particularmente de los artistas mexicanos, existen varios motivos por los que resultan muy incompletos. El más importante es que esos instrumentos suelen ser colaborativos, pero los catalogadores de los museos mexicanos rara vez participan en su elaboración o corrección (excepción hecha de ULAN). Y es que no es sencillo. El “registro de autoridades” es una tarea que las bibliotecas (y organizaciones que las regulan, como DGB-UNAM) se toman absolutamente en serio. Está sujeto a normas rigurosas y de cumplimiento obligatorio. No se otorga esa responsabilidad a cualquiera; menos aún, si no tiene formación bibliotecológica formal (como es el caso de la mayoría de los antropólogos, conservadores, historiadores del arte, historiadores a secas y otros involucrados en la curaduría).

Podemos hablar de dos continentes en la organización del patrimonio.

Los distintos problemas implicados

El legalismo de las normas

Los estándares mundiales para la catalogación de objetos artísticos son bastante recientes, y si los comparamos con las venerables AACR2, están en su infancia. De los que tienen mayor vigencia, la asociación VRA data de 1982, y el estándar VRAcore, de 1996 (cfr.VRA 2015). CDWA, del GRI se desarrolló en los años noventa (cfr.GRI 2015); los muy poderosos CRM y LIDO de la UNESCO son aún más recientes: del 2006 y el 2010 respectivamente (cfr.CIDOC-ICOM 2010, 2014). La adopción de estándares y métodos uniformes de catalogación es gradual. Sobra decir que ninguna organización de la información sobre la conservación de los objetos culturales y artísticos tendrá utilidad si no se resuelve primero el registro de esos objetos. Ésa sería materia de otra discusión.

A este respecto, hay algunos avances notables. Pueden señalarse de manera sobresaliente las Normas de catalogación de la CDI, que utilizan las etiquetas MARC. Además, refieren al uso de catálogos de autoridades, y señalan casos y soluciones específicas adecuados a sus condiciones. Proporcionan también las plantillas para el registro de los objetos, y adelantan algunos de los vocabularios elementales más importantes. Con estos antecedentes, obviamente el catálogo en línea es ágil, funcional y fácil de usar (cfr.CDI 2006). Los recursos en línea del Laboratorio Audiovisual de Investigación Social (LAIS), del Instituto de Investigaciones “Dr. José María Luis Mora”, se han propuesto exitosamente analizar los contenidos y propiciar el análisis de las imágenes como patrimonio (LAIS 2017; Green y Roca 2012). El proyecto Musicat, cuya titular es la doctora María de la Luz Enríquez, está ubicado en el Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE) de la UNAM y utiliza la norma internacional RISM (Répertoire International des Sources Musicales, Directorio Internacional de Fuentes Musicales) para la catalogación de los libros de coro en los cabildos catedralicios (cfr.Musicat s. f.).2 La UNAM ha puesto en línea sus datos científicos, siguiendo un largo proceso de elaboración de repositorios (cfr.Galina et al. 2011; Narro Robles 2015). También puede enumerarse la base de datos pionera de la Fototeca Nacional del INAH, México, cuyas normas catalográficas publicadas no tienen, sin embargo, el mismo proceso de normalización (cfr.Sinafo-INAH s. f.). Los avances en el Sistema Nacional de Fototecas (Sinafo), México, así como los muy importantes logros en la catalogación de la Fonoteca Nacional, han estado relacionados con la publicación de normas oficiales mexicanas que, si bien son encomiables, no siempre tienen nociones de normalización. En el último decenio se han publicado normas para la catalogación de documentos fotográficos, videográficos y fonográficos. Teniendo, como los tienen, muchos preceptos que hay que reconocer, al estar basados en la experiencia, no siempre incluyen formas básicas de normalización (cfr. SE 2009, 2014, 2016). Existen también algunas publicaciones que aluden a este problema, como las de Barra Moulain y Gutiérrez (2005) y Aguayo y Martínez (2012). Seguramente las contribuciones con mayor potencial son las tesis cada vez más frecuentes de los estudiantes de bibliotecología y archivonomía que se aventuran en la catalogación del patrimonio cultural. No obstante, en casi todos los esfuerzos mencionados (con excepción de la CDI) prevalece un criterio distante de los saberes de la información. Esto provoca que muchos problemas concretos de la catalogación estén previstos con gran precisión y profesionalismo, pero también que en ocasiones la normalización se posponga. En sentido contrario, las disciplinas de la información no siempre son sensibles a problemas distintos de los planteados por los documentos escritos, lo que pospone los problemas concretos de las grabaciones, las fotografías, los cuadros y las esculturas. En este campo, la interdisciplina es el único camino imaginable.

Ahora bien, una característica visible en las Normas Oficiales Mexicanas (NOM) en materia de catalogación (cfr.SE 2009, 2014, 2016), que se vuelve dominante en una variedad de manuales de procedimiento de numerosas dependencias del Estado, es que en ellas predomina el lenguaje jurídico. En las NOM es visible, como traté de exponerlo, el intento de grupos de profesionales por sistematizar la experiencia gremial, con bastante éxito y consenso en el caso de la relativa a la catalogación fotográfica. Sin embargo, los extensos vocabularios que abren estos documentos hacen evidente la participación protagónica de los profesionales del derecho, y tal vez no tanto de los profesionales de la información. Por ejemplo, las NOM aquí referidas (SE 2009, 2014, 2016) suelen definir a los autores como “personas físicas” -de acuerdo con la jerga oficial, para diferenciar a las personas de las organizaciones- en los términos de la “Ley Federal del Derecho de Autor” (cfr. Presidencia de la República 2016 [1996]). Eso es correcto, pero no se refieren a la normalización mediante autoridades. Los manuales de los acervos, con excepciones muy brillantes, como el de la CDI, suelen estar dirigidos a definir las responsabilidades de los empleados y funcionarios públicos a cargo del patrimonio. ¿Quién debe firmar los préstamos?; ¿quién es responsable de hacer los registros? El desarrollo legal que se describe en el segundo apartado de este ENSAYO hace indispensable esta distribución de facultades, pero esto tiene relativamente pocas consecuencias para los aspectos académicos de la catalogación.

Es frecuente que los acervos de patrimonio cultural, especialmente cuando sus colecciones son muy grandes, se organicen con base en criterios archivísticos, como ocurre en el ejemplo referido al principio de este artículo, del CIG-AGN. Este método es plausible, aunque no podrá aplicarse universalmente a los acervos de patrimonio cultural, pues los académicos dedicados a la historia del arte (como el autor de estas líneas) y los profesionales de los museos y de la conservación del patrimonio objetarán seriamente la noción de archivo para referirse a un acervo artístico.

La información está organizada alrededor de los objetos

En cierta medida, cuando se emprende el estudio científico de una obra, se construye un pequeño cosmos: el del objeto, que contiene una naturaleza propia. Las leyes naturales son ahí idénticas que en cualquier otra cosa, pero los principios de organización y jerarquización cambian bastante, lo que obliga a una catalogación ad hoc. Las dificultades conceptuales para pensar en un sistema de información geográfica (SIG) que abarque el mundo son idénticas para imaginar un sistema que abarque todo lo contenido en un objeto de 20 cm. Pero, a diferencia del planeta Tierra, que sólo es uno, los objetos culturales son innumerables y tienen características muy distintas. Me refiero sólo a una que será fácil de comprender: casi todos los sistemas de catalogación se organizan en torno de la idea de que un objeto cultural tiene soporte y medio (véase, por ejemplo, “materials” en LOC y VRA 2014). Esto tiene mucho sentido para la pintura de caballete occidental, que permite una suerte de estratigrafía de cada objeto. Desde luego, no todos los objetos culturales tienen una estructura semejante, lo que lleva a forzar un poco, a veces mucho, las normas de catalogación para incluir, por ejemplo, los materiales de una canasta, que no son medio ni soporte, o las partes de una obra de arte conceptual, que pueden estar dispersas en varias ciudades o ser efímeras.

Dificultad de clasificación de las imágenes

Las imágenes tienen una dificultad inherente, sin importar la técnica de su producción. Aunque algunos métodos especializados pueden dar lugar a imágenes que sean tan limitadas en sus parámetros que pudieran ser susceptibles de lectura por una máquina, en términos generales no existen -como sí existen para los textos- métodos automáticos para describir imágenes. Por supuesto, hay herramientas que parecen mágicas, que permiten buscar rostros y encontrar patrones similares. Esto se ha desarrollado de manera especial para auxiliar el control de calidad industrial; existen investigaciones y métodos para que una computadora decida si un lienzo de seda tiene defectos o si una balata de un automóvil debe descartarse (cfr.Beyerer, Puente León y Frese 2016; Wang et al. 2016). Algunos de estos métodos podrían emplearse, mediante una cuidadosa preparación previa, en la detección de deterioros específicos en el patrimonio cultural. Se han hecho al respecto experimentos para clasificar imágenes, pero cuando llega la etapa de la clasificación propiamente dicha, es claro que se requiere la intervención humana (cfr.García-Gago et al. 2014). Lo que no parece existir son instrumentos semejantes al software que hoy en día está en operación en numerosos centros bibliotecarios y de información, que imponen automáticamente descriptores a los textos.

Limitación en los formatos que arrojan los instrumentos especializados

De manera típica, un instrumento científico manda información a una computadora que, a su vez, sólo está conectada al propio instrumento. Es frecuente que haya una restricción para conectar esa computadora a cualquier otra cosa, a veces por consideraciones de propiedad intelectual, a veces para evitar que una actualización automática de un sistema operativo impida el funcionamiento de un instrumento costoso y muy complejo. El programa que maneja el instrumento suele ser lo que llaman software propietario (un anglicismo abusivo, pues dicho código es propiedad de la compañía, no propietario de ésta). El formato de los espectros, gráficos, imágenes y otros resultados suele ser también exclusivo, no abierto y no universal. Es parte del folklore de la ciencia experimental que la lectura a través de programas hechos por terceros no siempre es confiable. Tenemos mucha suerte cuando podemos obtener un archivo en formato de texto simple (TXT), comma-separated values (CSV, valores separados por comas) o de hoja de cálculo con los datos, o bien un tagged image file format (TIFF, formato de archivo de imagen etiquetada). Estos estándares suelen implicar un empobrecimiento de la información o de la imagen, pero los archivos llamados propietarios no siempre son legibles fuera de su computadora. Peor aún: hay instrumentos que entregan la información en archivos de formato comercial, ya sea de procesador de texto o de impresión de documentos, como DOCX o PDF.

Límites borrosos entre los datos y los metadatos

¿Cuál es el límite entre los datos y los metadatos? Cuando se clasifica una fotografía de una obra de arte, ¿debe incluirse información de la obra representada? Este problema suele confundir bastante a los profesionales de los museos y del patrimonio cultural, cuyo enfoque sobre este problema es fundamentalmente pragmático. Ven las imágenes como instrumentos de registro (no hace mucho tiempo se utilizaban las fotografías de revelado instantáneo), y se resisten a darle valor al registro, que no vale nada frente al original. Cuando hablamos de imágenes o datos científicos el problema aumenta por un motivo: la cantidad de documentos. Es imaginable, aunque no inminente, un futuro en el que la información misma, por lo menos la numérica, pueda ser legible por las máquinas durante una consulta cualquiera.

Pero esto tiene consecuencias importantes. Los profesionales de la conservación generan bases de datos muy detalladas y normalmente pertinentes con el tipo de objeto en el que son especialistas, esto es, las bases de datos siguen una lógica muy especializada, y casi nunca están adecuadas o correlacionadas con algún estándar universal de metadatos, como Dublin Core. No hay ninguna garantía de que información compatible o igual se describa y organice en formas equiparables.

Problemas lexicológicos

¿Cómo le vamos a decir a la técnica del óleo?, ¿“óleo sobre tela” o, como es más frecuente en otros países de América, “aceite sobre lienzo”? Existen vocabularios especializados para resolver este problema. Uno muy notable es la traducción chilena del Art and Architecture Thesaurus, del Getty Research Institute (la traducción se puede consultar en CDBP 2015). Es un comienzo estupendo y útil. Pero las herramientas lexicológicas son más útiles cuando se elaboran en el idioma nativo, lo cual es especialmente cierto si van a abarcar áreas que, como las llamadas “artes decorativas”, no tienen un vocabulario regular en el mundo hispánico.

Por otra parte, el sistema cultural mexicano tiene categorías legales, ya no digamos materiales, que le son propios, notorias en el legalismo al que hice referencia en el segundo apartado de este ENSAYO. Esas categorías no van a encontrarse en diccionarios que no se hayan elaborado aquí.

Análisis de las dificultades y propuestas

Los problemas enumerados serían suficientes para desanimar a cualquiera. Los metadatos se refieren a un universo de objetos que no está completamente catalogado, tienen como centro imágenes que deben describirse en forma verbal y no automatizada, y los formatos de los datos científicos son como los radares del sistema antimisil, de “chile, de dulce y de manteca”. Digamos, además, que, como ocurre en muchos otros campos, los esfuerzos para establecer los metadatos son muy recientes. Aunado a ello, la solución de estos problemas es obligatoria, pues su omisión puede acarrear serias consecuencias para quienes laboran en el sector público.

En mayor medida que la catalogación de libros o de obras de arte, la organización de la información sobre la composición material de las obras, sus deterioros y su conservación busca sistematizar un saber que recurre a las ciencias, pero que no es propiamente una ciencia. No intenta establecer paradigmas, ni está interesada en las leyes generales y se concentra de manera casi exclusiva en sus objetos de estudio. Aunque esto pueda ser semejante a la medicina, existe una diferencia esencial en cada objeto artístico (o bien cultural), al tener una estructura propia y distinta de los demás, una diversidad que no existe en los cuerpos humanos. La sistematización de estos datos es complicada debido a un problema de fondo: los objetos de estudio son cualquier cosa menos información depurada. Son construcciones complejas y con frecuencia caprichosas; nuestros gremios le dedican años a entender pequeñas variaciones en las cosas. Aunque nuestros saberes se benefician de todos los avances de la química, y se toman muy en serio las técnicas y métodos de las ciencias, la conservación es una profesión -no sólo un saber- y sus prácticas no sólo se apoyan en los conocimientos sistemáticos, sino también de manera muy firme en la experiencia. Y esta última se puede sistematizar; lo realmente difícil es organizarla, describirla, sistematizarla sin empobrecerla.

Al mismo tiempo, no parece haber una mejor manera de empezar que la de ir resolviendo primero los problemas más sencillos. La complejidad de los métodos de investigación, la polisemia de los objetos, la pluralidad de las técnicas empleadas hacen muy poco recomendable un camino que vaya de lo general a lo particular. No existe lo general, sino un saber integrador entre la química y la iconología. La integración de los datos es un problema ético, no sólo legal o científico, y tendrá que apoyarse en la pluralidad de nuestros compromisos con el patrimonio cultural.

Este mismo compromiso ético implica que no es posible conformarse con un lamento ante las dificultades de la tarea. El país gasta mucho dinero en instrumentos y especialistas, y aunque las leyes puedan tener errores, tienen razón quienes propusieron que la información obtenida con fondos públicos sea, en efecto, pública. Para ello es necesario organizarla, y lo que sigue es una propuesta de jerarquización de criterios para organizar la información científica sobre los objetos culturales.

  1. El paso más importante, y condición para todo lo demás, es adoptar un sistema normalizado y estandarizado de catalogación del patrimonio. Este tipo de sistema permite que se incorpore la experiencia de los responsables de las bodegas, de los curadores, de los oficiales de registro, de los conservadores, de los comisarios, de los custodios, de los arqueólogos, de los historiadores y antropólogos en la descripción de los objetos. Obviamente, esta tarea de conciliación requiere un profesional. Las bodegas y otras oficinas que deben catalogar el patrimonio cultural necesitan por lo menos -de la misma manera que una biblioteca- un catalogador profesional. Existen mapas que permiten correlacionar los estándares con mayor vigencia mundial, como los mencionados más arriba, por lo que la elección de uno u otro, de las etiquetas MARC, CDWA, VRA o CRM dependerá de las necesidades específicas, los recursos y la formación del profesional a cargo. Si los objetos no se describen correctamente, no hay ninguna esperanza de que podamos organizar la información relativa a sus estratos microscópicos, a sus capas de material, a las pequeñas zonas que los distinguen.

  2. Los bancos de muestras pueden organizarse también con los estándares propios de los objetos culturales de los que fueron parte. Los manuales de procedimientos, como el muy encomiable CCO, indican cómo referirse a las partes de un objeto mayor. Y una muestra es eso: una parte de un objeto mayor (Baca y Harpring 2006: sección 1.1.1; IFLA 2004:153). Estos dos pasos demandan decisiones en los ámbitos normativo, administrativo o político: los estándares y métodos para la organización ya existen.

  3. En lo que toca a la sistematización de los datos sobre el patrimonio cultural, ésta también precisa un ordenamiento profesional, digital y de otros tipos, de la documentación. En este punto no vale inventar, pues existen normas o prescripciones para describir y organizar archivos, además de profesionales formados especialmente para esa tarea. Son ellos los que deben establecer los criterios respectivos.

  4. La investigación se requiere de manera específica en lo tocante a la construcción de la información científica relativa a la materialidad del patrimonio cultural para que ésta sea útil eventualmente para las operaciones de enlace propias de la red semántica, donde todos los objetos y sus orígenes se describen de manera codificada y minuciosa para que las máquinas puedan reconstruir la complejidad de su información (Miller 2011:303-23). Esto implica una tarea de muy largo plazo, y no se puede conseguir por un mero decreto legislativo (particularmente cuando esa acción legal no se acompaña de los fondos que demandaría un trabajo altamente especializado de grandes dimensiones). Para evitar la pérdida de información, se debe recomendar a los encargados de la documentación de los laboratorios, a los curadores de las muestrotecas, que registren su información calificándola de manera muy estricta con algunos datos mínimos que permitan su recuperación futura. Los metadatos se dividen, de acuerdo con Rodríguez García (2010:68-69) entre administrativos, estructurales y descriptivos. Los primeros permiten conservar el recurso digital como tal; los segundos se refieren a su estructura; los terceros detallan su contenido. Lo que es muy importante es que por lo menos haya metadatos administrativos y estructurales cuando se archiven cientos, a veces miles, de archivos digitales como resultado de un estudio. Los metadatos descriptivos serán imposibles de obtener, dados los volúmenes de información descritos, si no está clara la naturaleza y situación de cada recurso digital. Siguiendo al mismo autor (Rodríguez García 2010:70), se trata de obtener mínimamente metadatos del segundo nivel; estructurados y con algunos elementos formales referidos a lo administrativo y estructural. Es urgente tener propuestas de formatos enriquecidos, de tercer nivel.

Supongamos que se trata de una muestra de un mural que ha sido objeto de un estudio destructivo de resonancia magnética. Lo ideal sería que el sistema de información incluyera, además de los datos del objeto original, la ubicación estandarizada de la muestra y los datos de ésta, la enumeración de sus materiales y técnicas que remitiera a alguna fuente de autoridad (o, siquiera, lexicológica, a un vocabulario especializado). Esto es, que dijera piroxilina, duco o nitrato de celulosa, pero que en todo caso el metadato correspondiente remitiera en forma precisa al vocabulario del que se tomó el término, para poder construir redes de sinonimias comparables entre laboratorios que hubieran elegido duco o piroxilina, por sus propios motivos. La diversidad de materiales es tal que sería poco realista intentar la construcción de una fuente de autoridad centralizada, como ocurre con las autoridades autorales y con los encabezamientos de materia.

Lo difícil vendría con el gráfico de la resonancia magnética. Por una parte, sería ideal conservar el archivo “propietario” con metadatos regulados por códigos XML (eXtensible Markup Language; Lenguaje de Marcas Extensible) que permitieran, en el futuro, mitigar la obsolescencia tecnológica. Dicho en otras palabras: la catalogación de los archivos que provienen de instrumentos científicos debe ser muy minuciosa, pues es previsible que los archivos generados por los instrumentos sean de difícil lectura dentro de un par de decenios, cuando tal vez los necesite la investigación y la preservación del mural. Quien requiera saber qué datos arrojaron esos estudios del año 2018 debe contar por lo menos con los datos mínimos sobre la naturaleza del archivo para buscar un convertidor de éste. Lo anterior debería tener consecuencias en la elección y adquisición del instrumental científico, y debería ser una característica a evaluar para su adquisición futura; que los archivos digitales generados por el instrumento contaran con un encabezado descriptivo que permitiera su recuperación en un futuro remoto. Esto exigirá un cuidadoso trabajo de planeación, pues la experiencia indica que la construcción de una red de relaciones con demasiados niveles no es funcional, por lo que sería buena idea atenerse a las recomendaciones de la norma Functional Requirements for Bibliographic Records (FRBR, Requisitos Funcionales de los Registros Bibliográficos) (IFLA 2004:117-54), y complementarlas cuando fuera necesario, como ocurre con LOC y VRA (2007:2-3), que ya incluye una lista renovada de relaciones, pero sin tratar de construir una Torre de Babel, una progresión geométrica de relaciones infinitas y circulares que resultara imposible para cualquier máquina. Casi todas las experiencias de adopción de la tecnología informática han pasado por un error así.

Por otra parte, los datos en formatos estandarizados (CSV, por ejemplo) deberían tener también un registro minucioso del origen y naturaleza de los datos en el conjunto del documento: el instrumental empleado, el tipo de estudio realizado, la organización general de la información en el documento. Hay que caminar antes de correr. En las condiciones actuales, estaría fuera de la realidad describir los datos mismos. Llevamos meses recorriendo escombros. Podemos recogerlos, los podemos organizar, podemos registrar cada fragmento; podemos incluso archivar organizadamente cada estudio que le hagamos a cada fragmento. Tal vez no es el momento en el que podremos registrar cada dato en cada estudio sobre cada fragmento de cada obra. Pueden ser cientos o miles de números de cada estudio, multiplicados por miles de fragmentos de cada una de las miles de obras (como ocurre cuando hay un sismo y caen los fragmentos de los murales).

Pero ese final ambicioso sí debería ser nuestro horizonte; sería posible buscar en el futuro alguna herramienta informática que permitiera regularizar la información contenida en los documentos, y para ello sería indispensable prepararse describiendo los documentos. Estamos preparados para describir y organizar las obras, los fragmentos de las obras y los documentos que arrojen los estudios técnicos. Debemos preparar, asimismo, el terreno para organizar los datos contenidos en esos documentos. Las iniciativas públicas que requerirían estos esfuerzos rebasan los límites de este ENSAYO.

Agradecimientos

Este artículo contó con el apoyo del proyecto PAPIIT IN101015, otorgado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). No habría podido escribir el texto si no hubiera contado con la discusión muy generosa del Laboratorio Audiovisual de Investigación Social implementado en el Instituto Mora, en los años 2000, por Fernando Aguayo, Lourdes Roca y Andrew Green, con apoyo del Conacyt (LAIS 2017). Asimismo, de los participantes en el seminario Uniarte, que se ha reunido desde el 2011 en el Instituto de Investigaciones Estéticas (IIES-UNAM), particularmente, de Georgina Torres, Egbert Sánchez Van der Kast, Ariel Rodríguez García, Silvia Meza, Wanda Hernández, Pedro Ángeles Jiménez, Lourdes Padilla y Pablo Amador. Debo hacer mención especial, por distintas atenciones y consejos, de Ángeles Juárez y Betsabé Miramontes; asimismo, de Víctor Zamora Guerrero. Por otra parte, el diálogo con Sandra Zetina, Tatiana Falcón, Elsa Arroyo y Eumelia Hernández ha sido crucial para el desarrollo de esta idea. Las conversaciones con Tila María Pérez y Joaquín Giménez, del Instituto de Biología de la unam, también han sido cruciales. El seminario para la catalogación del acervo de la antigua Academia de San Carlos, en la UNAM, también fue un espacio de aprendizaje para llegar a las conclusiones que aquí se expresan; le debo una gratitud especial a José de Santiago, a Filiberto Martínez Arellano, Angélica Ortega, Angélica Valentino, María Eugenia Castro, Clara Bargellini, Eder Arreola, así como por las frecuentes discusiones con Jorge Peón, José Luis Ruvalcaba, Manuel Espinosa Pesqueira, Baldomero Esquivel, Marisol Reyes Lezama, Adrián Mejía, Rebeca Barquera y Nuria Esturau. También agradezco las invaluables discusiones con Luis Equihua Zamora y Alejandro Ramírez Reivich. Mucho de lo que se dice aquí habría sido imposible sin el diálogo con Claudio Molina Salinas (Dorantes 2017; Molina Salinas 2017). Años atrás, en 1993, Laura Filloy, Diego Jiménez Badillo y el que esto escribe organizamos un coloquio a puerta cerrada sobre el tema de este artículo. Finalmente, pero muy importante, debo agradecer a quienes han dictaminado este artículo en forma anónima, al Comité editorial y a quien realizó la corrección de estilo. La seriedad de las críticas y la precisión de las recomendaciones me evitaron algunas omisiones y errores, además de permitirme mejorar el contenido del texto.

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1En este contexto, la interoperabilidad se refiere al uso de los datos de un sistema por parte de otro sistema en otra computadora, a través de la red.

2Por motivos de ética académica, que obligan a revelar posibles conflictos de interés, es importante expresar de manera transparente que el autor del artículo dirige el Instituto de Investigaciones Estéticas, de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIE-UNAM). Por eso mismo, me abstuve de referir otros esfuerzos en los que estoy directamente involucrado, y que tienen lugar en el propio IIE-UNAM.

Recibido: 05 de Junio de 2017; Aprobado: 12 de Febrero de 2018

Renato González Mello

Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Laboratorio Nacional de Ciencias para la Conservación del Patrimonio Cultural (Lancic), Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), México; Academia de Artes, México, mello@unam.mx. Doctor en historia del arte (Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], México), investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE-UNAM, México) desde 1992. Curador del Museo Carrillo Gil, 1987-1992. Autor de La máquina de pintar. Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje (México, IIES-UNAM, 2008). Cocurador de las exposiciones y coeditor de los catálogos José Clemente Orozco in the United States, 1927-1934 (Nueva York, Norton, 2002), Los pinceles de la historia IV. La arqueología del régimen (México, IIE-UNAM/Munal-INBA, 2003), Vanguardia en México, 1915-1940 (México, Munal-INBA, 2013) y Paint the Revolution. Mexican Modernism, 1910-1950 (Filadelfia/México, Philadelphia Museum of Art/Museo del Palacio de Bellas Artes, 2016), entre otras. Profesor de licenciatura y posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UNAM. También ha sido docente en El Colegio de México (Colmex), Columbia University (Universidad de Columbia, EUA), la Universidad Iberoamericana (UIA, México) y la Universidad Veracruzana (UV, México).

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