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Intervención (México DF)

versión impresa ISSN 2007-249X

Intervención (Méx. DF) vol.5 no.9 México ene./jun. 2014

 

Ensayo

 

Las metamorfosis del paisaje y sus repercusiones en la conservación de los monumentos arquitectónicos: el caso del conjunto de Santiago Atzacoalco (México)

 

The metamorphosis of the landscape and its repercussions on the conservation of architectural monuments: the case of Santiago Atzacoalco complex (Mexico)

 

Óscar Molina Palestina

 

Investigador independiente, México ompalestina@yahoo.it

 

Postulado; Submited 03.05.2013
Aceptado; Accepted 20.02.2014

 

Resumen

Este ensayo analiza la relación entre los inmuebles declarados monumentos históricos y el paisaje que los rodea, de la cual dependerá en gran medida su conservación o eventual destrucción. Se presenta la historia del pueblo y templo de Santiago Atzacoalco, y su vínculo con el santuario de la Virgen de Guadalupe y la ruta nororiente, que conectaba a la antigua ciudad de México con el interior del país, hasta llegar a los cambios del paisaje que sufrió la región durante el siglo pasado, derivados de la expansión urbana, con el análisis de sus repercusiones sobre el inmueble. Con base en este caso particular, se invita a reflexionar sobre el papel que juegan las leyes de protección de monumentos, que, al darle a éstos un derecho de permanencia geográfica y formal, los sentencia, asimismo, a confrontarse con el paisaje —en continua transformación— al que pertenecen, relación que, de acuerdo con lo que aquí se examina, puede ser afortunada o contraproducente.

Palabras clave: patrimonio; paisaje y conservación; crítica urbana; Santiago Atzacoalco; restauración.

 

Abstract

This paper analyzes the relationship between buildings declared historical monuments and the surrounding landscape that determines either their preservation or their eventual destruction. The history of the village of Santiago Atzacoalco (México), its chapel, and their association with the Shrine of the Virgin of Guadalupe along the northeastern route between Mexico City and the interior, are examined as a case study. This research focuses on the urban expansion over the last century and its effects on the historical monuments in question, inviting the reader to reflect on historical landmark protection laws, which grant ancient monuments the right to stand "forever"; sentencing them to formal and geographic permanence amid a changing urban landscape, a coexistence which can be satisfactory, but also often counterproductive.

Key words: heritage; landscape and conservation; urban criticism; Santiago Atzacoalco; restoration.

 

La finalidad de las declaratorias de monumentos históricos consiste en destacar ciertos inmuebles mediante su reconocimiento como ejemplares sui géneris en el ambiente en que se encuentran, de manera que un monumento, al recibir esta categoría, queda individualizado y obtiene un "derecho de permanencia" por encima de su entorno. El paisaje con el que se relaciona, exento de protección, se modificará continuamente, lo cual no resulta extraño, pues conservar el ambiente sería atentar contra el "proceso dinámico real" de las ciudades (Rossi 2004:102).

Suponemos entonces que un inmueble que ha obtenido su declaración como monumento histórico quedará protegido, pero la experiencia revela que no siempre es así: si no consigue mantener una relación dinámica con el paisaje que lo circunda, corre el riesgo de desaparecer, ya que el paisaje jamás se le subordinará, antes contribuirá, si constituye un obstáculo para su transformación, a su destrucción, por lo que lo importante es fomentar el mutuo entendimiento entre ambos.

En muchas ocasiones nos encontramos ya sea ante monumentos cuyas modificaciones pueden parecernos absurdas, contrarias a la idea de "conservación" que la teoría nos brinda, o, en el peor de los casos, con inmuebles en franco deterioro. La respuesta a por qué han llegado a esa situación suele encontrarse en su entorno, aunque no visto con una mirada inquisitoria y miope: si analizamos las metamorfosis del paisaje, llegamos a entender algunas de las razones por las que un inmueble que tuvo un lugar relevante hoy carezca de él.

 

Paisajes natural, rural y urbano

El paisaje se manifiesta en tres niveles: por un lado, tenemos el natural, "con autonomía propia" (Bertuzzi 2005:12), ajeno a la presencia del hombre, el cual se alterará si en él se implantan un sistema de cultivo y un asentamiento humano, que lo transformarán en un paisaje rural. Una invasión mayor de la presencia del hombre subordinará a la naturaleza mediante el establecimiento en ella de ciudades, con lo que configurará —transformación que no necesariamente se llevará a cabo de forma armónica (Olea 1989:20)— un paisaje diferente: el urbano. Las metamorfosis del paisaje eventualmente tienen repercusiones negativas no sólo sobre la naturaleza sino también sobre los monumentos históricos que otros hombres han dejado, con lo que se introduce una nueva amenaza, esta vez a un cuarto nivel de paisaje: el cultural.

Para ejemplificar el fenómeno de la metamorfosis del paisaje, trataremos la historia del templo de Santiago Atzacoalco, y de su entorno, ubicado al nororiente de la delegación Gustavo A. Madero del Distrito Federal (México), que acaso resultará emblemática —aunque no de manera positiva— para los estudios sobre conservación del patrimonio tangible en México por razón de que la estructura del edificio, que aun hasta principios del siglo XX había mantenido una relación armónica con su ambiente, en los últimos 80 años —los que suma tras haber sido declarado monumento histórico-artístico— ha sufrido múltiples agravios.

 

Atzacoalco, lugar donde se retiene el agua

La fundación de Atzacoalco se remonta al periodo prehispánico, cuando no era más que un pueblo afincado en la sierra de Guadalupe, ribereño del lago de Texcoco, punto de conexión entre la zona nororiente, lo que hoy es el Golfo de México, y la ciudad de Tenochtitlan. Su posición geográfica se aprovechó para erigir el albarradón que Nezahualcóyotl diseñó en 1449, con el fin de evitar que las aguas salitrosas de aquel lago se combinaran con las dulces del de México, lo que representa una de las primeras intervenciones sobre el paisaje natural. La obra hidráulica, que corría de norte a sur desde Atzacoalco hasta Iztapalapa a lo largo de 16 km (Gibson 1996:241), también controlaba las inundaciones que sufría la ciudad, hecho al cual la localidad debe su nombre, ya que el vocablo Atzacoalco se interpreta como "lugar donde se retiene el agua".

A la llegada de los españoles, dada la importancia de su ubicación, el lugar fue una de las primeras poblaciones que los franciscanos evangelizaron, después de Tlatelolco, con el que compartió santo patrono, cuyo nombre se fusionaría desde entonces con el prehispánico y se denominaría, como hasta el día de hoy: Santiago Atzacoalco.

Convertido al catolicismo, mantuvo su estatus de pueblo de indios, de la misma manera que los que se ubicaban en los alrededores de la sierra de Guadalupe: San Juan Ixhuatepec, San Pedro Zacatenco, Santa Isabel Tola y el que a partir de la leyenda de las apariciones marianas tendría preeminencia sobre los demás: Guadalupe Tepeyac, los cuales, originalmente dependientes de la parroquia de San José de los Naturales (Gerhard 2000:186), pasaron a formar parte, con el establecimiento de la Villa de Guadalupe, de la jurisdicción de Tepeyac.

Más allá de fervores, el pueblo del Tepeyac destacaba sobre los demás por su posición geográfica, favorecedora de su trato con la ciudad de México: era el primer punto del camino que la conectaba con tierra firme hacia el norte, situación que no debe pasar inadvertida, pues aunque el actual paisaje urbano ha minimizado esta trascendente relación, resulta fundamental para comprender el desarrollo del sitio en la historia previa a la expansión de esta ciudad durante el siglo XX. Hay que recordar que "la ciudad nace en un lugar dado, pero es la calle lo que la mantiene viva. Asociar el destino de la ciudad a las vías de comunicación es una regla fundamental" (Rossi 2004:89) y, en ese sentido, es decir, en el entendido de que los caminos llegan a determinar el auge de unos sitios sobre otros, Tepeyac, aparte —insisto— de las apariciones marianas, preponderó sobre los demás pueblos de indios en tanto que era el nodo principal de la parte "extramuros" de la ciudad en el camino hacia el nororiente que se extendía aun hasta el océano; el segundo lo constituía Atzacoalco.

Desde antes de la llegada de los españoles, Atzacoalco fue hogar de comerciantes y sitio de siembra de zacate y magueyes (Molina Palestina 2012:236), sus paisajes natural y rural convivían en armonía en las laderas de los cerros, por donde también pasaba una de las rutas del pulque hacia la ciudad de México. Esta condición se mantendría aún hasta el siglo XIX, como lo refiere Marcos Arróniz (1991 [1858]:226), quien en 1858 señalaba que era en este pueblo donde quienes transportaban el pulque "lo bautizaban con agua para introducirlo a la capital cristianamente".

El paisaje natural de Atzacoalco, un tanto árido, como hoy puede verse en las copas de los cerros de la sierra de Guadalupe aún no invadidas por la mancha urbana, tenía en el Plano topográfico de la Villa de Nuestra Señora de Guadalupe y sus alrededores en 1691 (Figura 1 izq.) una flora escasa (Valero 2004:29), lo que corresponde con la narración que Manuel Payno (2008 [1891]:12-13) haría 200 años después en Los bandidos de Río Frío, novela en la que describe Santiago Atzacoalco como "Situado en la falda de una serranía desolada, cubierta de abrojos, y en las márgenes áridas y color de ceniza del lago, nada tiene de agradable". Quizá por esta razón, "Con raras excepciones, ni Hernán Cortés ni sus sucesores dispusieron de esa parte de la ciudad y dejaron a los indios que lo habitaban en sus respectivas propiedades" (Payno 2008 [1891]:11).

Pese a que el paisaje no constituía un vergel, era vista obligada de cuanto extranjero llegaba del Viejo Mundo a Veracruz con destino a la ciudad de México: antes de entrar en la capital, hacía una parada en el santuario de la Virgen de Guadalupe para dar gracias. Arzobispos y virreyes recorrían esta ruta que, aunque variaba de acuerdo con las épocas de lluvias, en las que el lago aumentaba su tamaño y obligaba a los viajeros a subir por las laderas de la sierra, se retomaba en el pueblo de Atzacoalco hasta llegar al Tepeyac (Figura 1 der.). A causa del clima, este camino debió remozarse en varias ocasiones, por ejemplo, en 1794, para la entrada del marqués de Branciforte a la ciudad de México, donde ocuparía el puesto de virrey de la Nueva España: el corregidor solicitó al maestro de obras José del Mazo que arreglara la plaza del santuario guadalupano hasta el camino hacia Atzacoalco (Bonavia 1794:f.1), quien propuso entonces, entre otras acciones, "componer el camino desde la Capilla del Pocito, hasta dicho paraje Sacualco, rebajando en otras partes, terraplenando otras, y apartando la piedra suelta que hay en la referida falda" (Del Mazo 1794:f.6).

De acuerdo con la tradición oral que se rescató en un cuadro que se conservaba en la tribuna del templo, Atzacoalco fue efímera morada del virrey Juan de Palafox y Mendoza: el también obispo se habría ocultado ahí un tiempo para escapar del acoso de los jesuitas. Según Lauro E. Rosell (s. f. [ca. 1930]:f.1):

[...] nadie supo, ni siquiera sospechó que su Excelencia estuviera tan cerca de la capital; antes bien, creíanlo en la Puebla, y es tradicional también el hecho de que los pliegos que de continuo enviaba el Excelentísimo Señor a la capital, llegaban de manera tan rápida al Real Palacio en pocas horas, que juraban todos a pies juntillas que los ángeles eran portadores de sus misivas [las cursivas son mías].

Nada milagroso había en este hecho, puesto que son pocos los kilómetros que hay que recorrer desde esta localidad hasta el centro de la ciudad de México.

 

Santiago Atzacoalco y la conformación del Distrito Federal

Tras la guerra de Independencia, se modificó la situación jurídica del pueblo de Atzacoalco. En 1824, al establecerse, con base en un modelo circular, el territorio que albergaría al Distrito Federal, el confín hacia el norte quedó en esta localidad, que ya desde la Colonia era frontera con la jurisdicción de San Cristóbal Ecatepec. La más antigua mojonera —se acostumbraba colocar una serie de éstas para marcar los linderos— de la que se tenía noticia en Atzacoalco databa de 1738, según constatación en la piedra grabada que aún hasta la primera mitad del siglo XX estaba en pie.

Si bien el estatus jurídico de Atzacoalco cambió con la creación del Distrito Federal, poco lo hizo el paisaje, tal como atestiguó el pintor José María Velasco, quien dedicó a la región algunas de sus obras, en particular a los riscos. Estas imágenes, unidas a las ya referidas narraciones de Payno y Arróniz, nos siguen mostrando un sitio rural escasamente habitado. Entre la época virreinal y los primeros 100 años del México independiente, la densidad de esta población se mantuvo con pocas variantes; los censos de la Colonia relacionados con los registros de bautizos y entierros celebrados en la iglesia hablan de 150 a 220 habitantes (Molina Palestina 2012:241), mientras que García Cubas (1888:310) reportaba a mediados del siglo XIX 288 personas.

Las transformaciones que en el último tercio del siglo XIX comenzaron a modificar la apariencia de la ciudad de México parecen no haber tenido mucho efecto en los pueblos de los alrededores de la Villa de Guadalupe, para ese entonces agrupados en la figura jurídica de Municipio Guadalupe Hidalgo. El paisaje rural dominaba la zona, que mantenía sus antiguas costumbres, ligadas a la liturgia católica, donde en consecuencia, la vida pública era parroquial. Los límites entre esta zona del Distrito Federal y el estado seguían siendo los marcados por el paisaje. Algunos mantos acuíferos de los alrededores funcionaban como fronteras naturales, aunque ya en 1906 la Dirección de Obras Públicas señalaba que "La demarcación de una línea de división de aguas tiene que ser forzosamente imperfecta [...] es inconcuso que [ésta] no se conserva a perpetuidad" (MGH 1906:f.158). Esta situación era evidente para los habitantes de la región, pues el lago de Texcoco se estaba desecando a una velocidad antes no vista.

Una innovación que empezaría a transformar el paisaje de Santiago Atzacoalco fue la introducción, durante el Porfiriato, de las vías férreas: aprovechando los antiguos caminos, se diseñó el paso de dos rutas por el pueblo, la del Ferrocarril Mexicano, que llegaba hasta Veracruz, y la del Ferrocarril Hidalgo, cuyos durmientes aún se conservan en la zona. Hacia 1928, cuando se trazó el Plano de la Ciudad de México y sus alrededores, del cual se toma el detalle mostrado en la Figura 2 izq., Atzacoalco, aunque enmarcado por estas dos hendiduras a su alrededor, aún mantenía su carácter rural, no así la región del Tepeyac (en gris obscuro en el plano), cabecera de la municipalidad de Guadalupe Hidalgo, donde ya estaba prohibida la instalación de establos, zahúrdas y caballerizas (SCOP 1928).

En la década de 1930 Atzacoalco aún era "un caserío pobre y tristón, en que se destaca[ba] la parda mole de [la] vetusta iglesia" (Rossel s. f. [ca. 1930]:f. 1), dedicada a Santiago Apóstol. En esos años llegaron Jorge Enciso y otros miembros de la Dirección de Monumentos Coloniales y de la República a evaluar la importancia del inmueble.

 

El templo de Santiago Atzacoalco, patrimonio histórico1

Durante el virreinato y los primeros 100 años del México independiente, el templo de Santiago Atzacoalco sería el eje en torno del cual se construiría el caserío que conformaría al pueblo. El inmueble, así, representa el vestigio más antiguo de las relaciones entre las sociedades de los distintos tiempos en la zona, además de representar su elemento con mayor valor artístico.

Jorge Enciso fue el encargado de elaborar el dictamen de evaluación del conjunto arquitectónico con base en el que en 1932 se realizó su declaratoria como monumento histórico. En su informe habló de una iglesia con dos fachadas, la principal, que mira al poniente, y una posterior, dirigida al oriente, aunque en realidad lo que existía era el templo de Santiago (la fachada principal) y una capilla en el lado opuesto, dedicada al Señor de la Cañita, construida en época posterior, tal como se aclara en el informe que el arquitecto Manuel Chacón firmó y remitió a la Dirección General de Bienes Nacionales (1954:f.1).

Desde la perspectiva de un templo con dos fachadas, Enciso (1932:3) estimó que la principal (la de Santiago) debió haberse construida en el siglo XVIII, observación que apoya en la comparación con la fachada de la iglesia de San Gabriel, en Tacuba, indicando que su parecido era evidente en la torre, "cuyos lineamientos generales son los mismos". Considero que la portada debe pertenecer al siglo XVII, pues su tratamiento la acerca más al manierismo de esa centuria (Molina Palestina 2012:238-239), en tanto que la torre de la que habla Enciso sí debe corresponder al siglo XVIII, pues es de apariencia barroca (Figura 3).

Si bien el inmueble corresponde a siglos posteriores al de la conquista, la advocación sí es del siglo XVI, como lo atestigua el plano, fechado entre 1556 y 1562, atribuido a Alonso de Santa Cruz, que se conserva en la Universidad de Upsala, Suecia, donde se lee Santiagoz (Toussaint 1938:141), en el que las construcciones usadas para representar a los cinco pueblos de la región son muy similares, incluida la del Tepeyac. La situación se modificó en el siglo XVII: con el aumento de la devoción a la Virgen de Guadalupe, se construyó un templo de mayores dimensiones, que mostraba la preeminencia alcanzada por la localidad sobre sus vecinos, tal como puede atestiguarse en el Plano topográfico de la Villa de Nuestra Señora de Guadalupe de 1691, antes citado (Figura 1 izq.), en el que vemos ilustrado el conjunto mariano anterior al diseñado por Pedro de Arrieta (el que actualmente conocemos como la "antigua basílica"). El templo de Atzacoalco presenta una fisonomía similar a la que mantuvo hasta antes de su modificación en el siglo XX, con el ábside dirigido a oriente, además de una bóveda peraltada que da la apariencia de una incipiente cúpula. Después del conjunto del Tepeyac, éste sería el más elaborado en la región, lo que demuestra su segundo lugar en importancia.

En la ilustración de una de las letras capitulares que forma parte de los documentos del "Directorio para el Gobierno del Curato de Nuestra Señora de Guadalupe de México y sus quatro pueblos...", fechado entre 1810 y 1812, que se conserva en el Archivo Histórico de la Basílica de Guadalupe (Figura 4) (Andrade 1810:f.39r), ya se insinúa una construcción adosada a la parte trasera de la iglesia de Santiago, que seguramente debe corresponder a la del Señor de la Cañita, por lo que habrá que dar razón a Enciso, quien, aunque la supuso "fachada posterior", consideró que debió haberse construido a finales del siglo XVIII o inicios del XIX. No obstante la dimensión de esta ilustración, que no rebasa los 4 cm de alto, es rica en detalles sobre el paisaje del pueblo, con el conjunto religioso frente a la pendiente del cerro.

De regreso a la evaluación de Enciso, llamó su atención, además de la "portada principal" del templo, la cruz del atrio decorada con los símbolos de la Pasión y con el Divino Rostro tallado en el cruce del fuste y el travesaño, rodeado por una corona de espinas de grandes proporciones a manera de guirnalda. Al momento de la redacción del informe, la cruz estaba rematada por una cartela, también de gran dimensión, que actualmente no tiene y que probablemente perdió poco tiempo después de haberse catalogado como monumento histórico.

El modelo de esta cruz de Santiago Atzacoalco es el mismo que se empleó en la confección de la cruz pétrea de la Basílica de Guadalupe, lo cual muestra una conexión más entre ambos sitios (Molina Palestina 2012:213-228): visto en pequeño en el conjunto de Atzacoalco (de 1 m, aproximadamente), era admirado al doble de tamaño al visitar el Tepeyac. Junto con la cruz, en la declaratoria también se incluyó, más por su importancia histórica que por su valor artístico, la tribuna donde se resguardó el obispo Palafox.

Criterios de valoración de los monumentos según la Ley de Monumentos de 1934

Si bien la declaratoria de la iglesia de Santiago Atzacoalco como monumento histórico se emitió el 8 de abril de 1932, no sería sino hasta el 18 de enero de 1934 cuando se promulgaría la "Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos Arqueológicos e Históricos, Poblaciones Típicas y Lugares de Belleza Natural" (HCU 1934). Para ese entonces el criterio principal para valorar los monumentos era primordialmente artístico o arquitectónico, como menciona el artículo 13. Así, al inmueble se lo concebía como "obra maestra" a la que se debía individualizar de su entorno, por lo que no resulta extraño que, según esta norma, Enciso (1932:f.3) considerara la fachada del Señor de la Cañita como carente de interés, razón por lo que la dejó fuera de la protección que concedía la declaratoria.

Si bien la "Ley de Monumentos" de 1934 ya consideraba la conservación de las bellezas naturales, incluso —en su sentido paisajístico— de algunas zonas típicas (artículos 20 y 21), éste al parecer no buscaba la conservación del monumento y su entorno, sino nada más la de aquellas partes que, vistas en conjunto, resultaban —adjetivo usado en la redacción de su artículo 20— pintorescas.

Gracias a la protección que les daba esta ley, quedaban prohibidas la enajenación, cesión y cambio del dominio de los inmuebles declarados monumentos, así como la realización de obras sin permiso gubernamental, y se obligaba a los responsables de los mismos a velar, en conjunción con el Estado, por su conservación.

La vida del templo y el pueblo de Santiago Atzacoalco después de la declaratoria: los primeros años

Cuando a un inmueble se lo declara patrimonio histórico, los entendidos en la cuestión suponen que con ello se le brinda una protección que anteriormente no tenía. Las normas enunciadas anteriormente daban al templo de Santiago una aparente seguridad jurídica que, lamentablemente, en la práctica se violó en cada uno de sus puntos.

Los daños a este patrimonio protegido comenzaron muy pronto. El 22 de diciembre de 1933, Luis Mac Gregor (1933:f.1) reportó que la cruz que se encontraba en el cementerio de la iglesia ya no estaba en su lugar. Menciona cementerio y no atrio pues era ése el uso que tenía, lo cual no resulta extraordinario: entre las utilizaciones que se daban a los atrios desde la época novohispana estaba el que sirvieran para resguardo de los muertos, tal como lo atestigua el grabado incluido en la Retórica cristiana de Diego Valadés (2003 [1579]:493-497). Ese cementerio interfería mínimamente con la apariencia del conjunto, como se aprecia en las imágenes de la época (Figura 5 izq.), donde sólo se ven unas pequeñas cruces mortuorias levantadas en los alrededores.

Lauro E. Rosell, en seguimiento al informe de Mac Gregor, inspeccionó el lugar y constató que la cruz había sido retirada, por lo que remitió al jefe de Monumentos Coloniales un oficio en el que demandaba su intervención; éste, a su vez, solicitó a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público —por ser la institución responsable, de acuerdo con el documento emitido en la declaratoria— que tomara cartas en el asunto. La respuesta del director de Hacienda no puede ejemplificar más elocuentemente lo que suele ocurrir con la protección del patrimonio dictada desde el escritorio: mencionaba que desde octubre de ese mismo año, en inspección realizada por personal a su cargo, se habían percatado de que la cruz estaba tirada en el atrio, por lo que solicitaron al encargado del templo que la colocara en su lugar. Éste prefirió resguardarla en el interior de la iglesia, ante lo que la secretaría no hizo más que exhortarlo a que la repusiera en su sitio original. Habrá que preguntarse la forma en que se hicieron tales exhortos, porque al mes de diciembre del año en que se reportó el hecho, seguía en las mismas condiciones. Finalmente, a inicios de 1934 la pieza se colocó nuevamente sobre su peana, aunque llama la atención que en los registros fotográficos posteriores ya no incluya la cartela mencionada por Enciso, por lo que no resultaría extraño que la haya perdido durante la caída. Lo ocurrido con esta pieza en 1933 sólo fue el inicio de su degradación física, no obstante que es uno de los ejemplos más usados por los historiadores para disertar sobre las cruces atriales (Molina Palestina 2012:54-56).

En relación con el interior del templo, si bien no disponemos de una descripción exacta de su situación al momento de la declaratoria, las fotografías de la época dejan ver que, aunque un tanto descuidado y con cuarteaduras, su aspecto, con muros aplanados y nichos de estilo neoclásico y ecléctico, era aceptable. En 1954, vecinos representantes del "Comité de Mejoramiento Moral, Cívico y Material del Pueblo de Atzacoalco, Delegación de Villa de Guadalupe, D. F.", solicitaron al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) que se repusieran el techo de la sacristía y la pieza sobre la misma, la cual se usaría como habitación para el párroco. Jorge Enciso (1954:f.1), para ese entonces el subdirector del instituto autorizó las acciones, "siempre y cuando se coloquen vigas nuevas de madera y losa de concreto sobre ellas, para que el techo conserve su tipo original". Sentenciaba que el resto del inmueble no debía tocarse.

El 9 de marzo de 1955 el citado comité nuevamente pidió permiso para llevar a cabo obras de decoración interna del templo: aplanar y pintar muros, y "demoler algunos macizos de mampostería que en alguna época se usaron como altares", los que, de acuerdo con su opinión, presentaban "muy mal aspecto" (Bishop 1955:f.1). Recibieron la autorización de la Dirección de Monumentos Coloniales, en oficio firmado por el arquitecto José Gorbea T. (1955:f.1) con fecha 23 de marzo del mismo año, documento en el que se solicitaba la demolición de una capilla funeraria, construida frente a la cruz atrial, que obstruía su visión (esto, a sugerencia del arquitecto Alfredo F. Bishop). Después de esta fecha no se cuenta con información oficial sobre lo ocurrido en el templo, sino hasta el año de 1969.

Fue durante ese silencio documental, comprendido entre 1956 y 1968, cuando el templo sufrió uno de los daños principales que alteraron la estructura física y simbólica del conjunto. De acuerdo con información obtenida entre miembros de la comunidad, en 1958 el párroco responsable en aquel entonces decidió unir ambos inmuebles, para lo cual se derribó el muro que los separaba y se tapió la entrada del templo de Santiago, con lo que quedó como acceso principal el correspondiente a la capilla del Señor de la Cañita. Con esta decisión, el atrio se aisló del conjunto, y su función como punto de acceso al templo y lugar de la vida comunitaria que cumplía desde la época virreinal, dejó de tener efecto y su uso se restringió al de mero cementerio. De ahí en adelante, el crecimiento del panteón fue desordenado y perjudicó la visibilidad y situación de la cruz pasionaria. Si en 1955 se hablaba de una capilla que obstruía su vista, posteriormente los monumentos funerarios competirían en dimensiones —y capacidad de obstaculizar la vista— con la obra, hecho que se ha agravado en la época actual (Figura 5 der.). Ese desorden al interior no era sino reflejo de lo que ocurría alrededor del conjunto arquitectónico. Para tratar de entender el porqué de esta situación, es necesario regresar a la historia de la metamorfosis del paisaje en la región.

De paisaje rural a paisaje urbano

Como ya señalé, hacia 1932 la zona aún conservaba su carácter pueblerino: las fotografías de la época muestran cerros deshabitados y construcciones sencillas en los alrededores del templo, todavía similares a lo que se observa en la ilustración de la Figura 4, que data del siglo XIX. Con el crecimiento de la ciudad de México, varias zonas fabriles se establecieron en esta región y dieron paso a la fundación de colonias populares que trataron de dar solución a las emergentes necesidades de vivienda. Esta transformación del paisaje rural a urbano trajo consigo una explosión demográfica que exigía más espacio, tanto para la edificación de casas como para el establecimiento de lugares para la muerte y la devoción, y el antiguo templo novohispano se rindió para satisfacer la demanda de una y otro.

En el sentido funerario, si bien desde la época novohispana el atrio se utilizaba como cementerio, la costumbre era otra: no existían el concepto de espacios a perpetuidad ni la cantidad de población habida a mediados del siglo XX. Al ser tapiado el acceso principal, el atrio dio solución a las necesidades de los lugareños, funcionando exclusivamente como cementerio —hasta la fecha—, aunque con ello se haya afectado la estructura del conjunto.

En este microcosmos que representa el antiguo atrio de Santiago Atzacoalco se reproduce lo que a gran escala ocurre con monumentos históricos que "se protegieron" sin tomar en cuenta que para su mejor conservación también había de asegurarse su entorno: se protegió su cruz, pero no el atrio (su ambiente), que siguió transformándose en detrimento de la obra. A una escala mayor, lo mismo sucedió con el templo, que si bien obtuvo la protección legal, no así sus alrededores, incluida la capilla del Señor de la Cañita, con la que colindaba. La decisión de unir ambos inmuebles y establecer la entrada por esta capilla satisfacía dos necesidades: por un lado, concentrar una mayor feligresía en un único espacio, y, por el otro, colocar el acceso de la nueva iglesia híbrida frente a la que ya era la vía de comunicación principal de la zona: la antigua carretera México-Pachuca, actual avenida Centenario. A la fecha, la portada del templo, que da la espalda a esta arteria, es imperceptible para quien transita en vehículos; las nuevas construcciones han obstruido su visibilidad, como ya lo había hecho el cementerio con la cruz atrial. Si bien el cambiar la entrada principal del templo a la portada de la ex capilla del Señor de la Cañita era una manera de seguir manteniendo su presencia en el paisaje de la región, pues "la puso" al frente de la vía principal de la zona, el daño estructural que se causó al conjunto no ha terminado por revertirse.

Ya con este cambio de la posición del acceso principal, en 1969 el párroco del templo solicitó permiso para mover al pequeño atrio frente a la avenida Centenario la cruz que se encontraba "abandonada y deteriorada en el cementerio de la parroquia" (Le Duc 1969:f.1). El arquitecto Carlos Chanfón, jefe del Departamento de Monumentos Coloniales en 1970, le pidió al arquitecto Luis Francisco Villaseñor que evaluara el caso, quien en su reporte supuso que la portada actual del templo se había hecho ex profeso para invertir el acceso. Es de llamar la atención el desconocimiento que todavía se tenía sobre la capilla del Señor de la Cañita, que aunque no tan antigua como el templo de Santiago, era importante para la región —como lo atestigua la imagen del santo patrono, magnífica escultura de tamaño natural del periodo novohispano que a la fecha sigue venerándose—, espacio desdeñado (lo que resultó terriblemente contraproducente) en la declaratoria de protección del monumento histórico.

En la citada evaluación de 1970 se juzgó inconveniente remover la cruz, y se sugirió elaborar un proyecto "que dignifique el área del cementerio entre la portada y la cruz a fin de conservar debidamente los elementos artísticos e históricos en el edificio" (Villaseñor 1970:f.1). Si bien la resolución pareciera la más adecuada para la correcta conservación del patrimonio artístico en el sitio al que originalmente pertenece, a la distancia de 40 años habrá que dudarlo, pues persiste el deterioro de la cruz.

De vuelta al interior del templo híbrido, la unión de los dos conjuntos produjo daños en su estructura. Al perder el apoyo del muro que los separaba, algunas de sus partes empezaron a ceder, entre ellas, las torres de ambas construcciones. Por otra parte, al lado norte de la capilla del Señor de la Cañita se adosaron nuevas habitaciones, que sirven como dispensario, casa y oficina de la parroquia, entre otras funciones. En 1978 se suspendieron obras que se estaban llevando a cabo en el interior del conjunto, las cuales, según los reportes, consistían en el "cambio de techumbre: bóveda catalana por losa de concreto con vigas aparentes" (Aguilar 1979:f.1), esto es, ¡el mismo trabajo por el que se solicitó permiso en 1954!

Gracias a la conjunción de las propuestas de los vecinos, los diferentes párrocos responsables del inmueble y la intervención de las autoridades, en los últimos 30 años se han tomado acciones para reestructurar el conjunto, aunque no siempre exentas de decisiones desafortunadas y de fenómenos que han impedido la recuperación total del monumento.

En 1980 los vecinos reportaron una nueva afrenta al conjunto arquitectónico, esta vez relacionada, por una parte, con la invasión del terreno anexo al lado sur, sobre la avenida Centenario, que ocupó una improvisada mueblería, y, por la otra, con la utilización de un área vecina al muro sur del templo como depósito de desperdicios, los cuales durante las épocas de lluvias provocaban anegaciones que afectaban el interior de la iglesia. Tuvieron que pasar 33 años para que finalmente se retirase esta construcción (marzo del 2013); sin embargo, el terreno se encuentra en litigio y no ha sido posible continuar con la recuperación de este espacio que puede contribuir al mejoramiento del paisaje urbano de la zona. Dicha recuperación se logró cuando también se realizaban nuevas obras de remodelación de la portada original del templo, apenas perceptibles por razón de que la situación del atrio sigue siendo la misma: resguarda un cementerio poco accesible a la circulación y las visitas. Todo lo anterior hace evidentes los vacíos que aún signan las leyes de protección de monumentos, las que si bien se reestructuraron en 1972, cuando se publicó la nueva legislación (que se ha ido reformando y cuya última modificación fue publicada en abril del 2012), aún requieren muchas precisiones.

 

Las metamorfosis del paisaje

No obstante que en la nueva ley de 1972 apareció la figura de Zona de monumentos artísticos o históricos (CEUM 1972, artículos 40 y 41), ésta sólo atiende a la protección de varios monumentos cuya unión se considera de valor estético o histórico relevante. En la práctica, seguimos regidos por la dinámica de protección de monumentos individuales y no de paisajes culturales.

Esto no es exclusivo de nuestro país: fue el criterio que dominó los primeros años de la valoración patrimonial en el orbe, que consideraba los monumentos con un criterio similar al de las siete maravillas del mundo antiguo (Fernández-Posse 2003:65), el cual se ha ido transformando, como mencionan Dolores Fernández-Posse y Javier Sánchez Palencia (2003:65), para dar espacio a nuevas concepciones en las que, dentro de sus procesos históricos, el monumento adquiere relevancia en su dimensión de paisaje, "entendiendo éste como creación de aquellos. En estos paisajes culturales el límite ya no lo marcan las estructuras arquitectónicas sino el propio hecho cultural".

Lo anterior no significa que se pretenda proteger el monumento y, a manera de marco, una circunferencia alrededor de él, lo que sería continuar con la idea de la pieza única, sino lo que se propone es el estudio y planteamiento de una nueva relación entre construcciones, vistas como parte de ese paisaje cultural, donde se establezca un diálogo y no la destrucción de un espacio sobre otro —que casi siempre resulta ser el monumento histórico, como antaño le ocurrió a la naturaleza—. Reconocer los procesos de conservación, pero también los de renovación de las ciudades, nos permitirá fincar un vínculo que garantice la permanencia del monumento sin contrariar la modificación del paisaje urbano, que será una constante. Desde la perspectiva de Aldo Rossi (2004:101), que señala que las permanencias en las ciudades, en este caso representadas por los monumentos históricos, corren el riesgo de convertirse "en hechos aisladores y anómalos", los monumentos tienen dos destinos: volverse elementos propulsores en la urbe a la que pertenecen o transformarse en elementos patológicos. Tendrán que ser capaces, por ende, de mantenerse en juego con el ambiente que los rodea, pues, de no hacerlo, el paisaje acabará fagocitándolos, en aras de su propia supervivencia. No podremos inducir a las comunidades a conservar el patrimonio que han heredado si no conseguimos relacionarlo con el sistema urbano al que pertenecen, el cual, como se mencionó al inicio de este artículo, se transformará y será siempre dinámico; aún más, gozará de una libertad que a los monumentos, al momento de su declaratoria como tales, les es arrebatada por lo menos en el papel: la de cambiar.

 

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Notas

1A menos que se indique lo contrario, los datos referentes a la declaratoria del inmueble como monumento histórico y las acciones llevadas a cabo en éste se obtuvieron del legajo de documentos que sobre el particular se encuentran resguardados en el Archivo Geográfico Jorge Enciso, de la Coordinación Nacional de Monumentos Históricos (CNMH) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

 

Información sobre el autor

Óscar Molina Palestina. Doctor en historia del arte (UNAM, México); ha estado involucrado en el área de fomento cultural, en la coordinación de conferencias y seminarios sobre patrimonio tangible e intangible, de los cuales en 2012 se publicó la Breve historia y relación del patrimonio tangible de la Delegación Miguel Hidalgo. Sus líneas de investigación involucran el estudio de las transformaciones del significado de algunos objetos artísticos a través del tiempo, sobre los cuales ha tratado en diferentes coloquios nacionales e internacionales.

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