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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.14 no.30 Querétaro ene./abr. 2023  Epub 10-Nov-2023

https://doi.org/10.23924/oi.v13i30.548 

Estudios

La naturaleza en el pensamiento de los antiguos: La hermenéutica del homo mensura y perspectivas ambientales de lo inmensurable*

Nature in Ancient Thought: The Hermeneutics of homo mensura and Environmental Perspectives of the Unmeasurable

Sandra Baquedano Jer1 

1Universidad de Chile


Resumen

La naturaleza en el universo antiguo se manifiesta en los filósofos a través de distintos pensamientos de la época, entre ellos, mediante una particular hermenéutica del homo mensura. Desde un pensar rememorativo acerca de la naturaleza en el mundo helénico, se sondean los orígenes e implicaciones del enfoque interpretativo del homo mensura, cuyo curso desembocará en la posteridad en una visión instrumental de la naturaleza que oculta su ser. En este contexto, se mostrará de qué modo la apertura a una dimensión de lo inmensurable en la naturaleza posibilita comprenderla con mayor profundidad, más allá de las razones suficientes que se tengan para medirla e interpretarla de esa forma.

Palabras clave Filosofía ambiental; Filosofía de la naturaleza; inmensurable; homo mensura; naturaleza

Abstract

Nature in the ancient universe is manifested in the philosophers through various thoughts of the epoch, among them, through a particular hermeneutic of the homo mensura. From a reminiscent thinking about nature in the Hellenic world, the origins and implications of the interpretative approach of the homo mensura are analyzed, whose course will lead in posterity to an instrumental vision of nature that conceals its being. In this context, it will be shown how an openness to a dimension of the immeasurable in nature enables to understand it more deeply, beyond the sufficient reasons that are available for measuring and interpreting it in this way.

Keywords Environmental philosophy; Philosophy of nature; unmeasurable; homo mensura; nature

Introducción

Atisbar en toda su inmensidad el complejo escenario ambiental que signa el siglo XXI implica sondear cómo la degradación masiva de los ecosistemas está antecedida por la comprensión de lo que el ser humano ha concebido como naturaleza. Consciente o inconscientemente, la interpretación racional de su significado ha determinado una gran gama de sistemas, modos de producción y de vida, cuyas dinámicas han generado una alteración antropogénica en la composición de la biosfera y de los seres que la habitan. Pero al igual que el medio ambiente, la noción de naturaleza no abarca solamente los sistemas existentes entre seres y elementos extrahumanos, debido a que al interactuar el homo sapiens se desenvuelve, se desarrolla, adapta, transforma y utiliza sistemas mediante otros que él ha creado, proyectando desde dentro de sí nuevos ambientes en los cuales él mismo ha evolucionado y en cierta forma trastornado.

Este artículo se enfocará en un período concreto de la historia del pensamiento para reconocer cómo la naturaleza misma en el universo antiguo se manifiesta a través de distintos razonamientos de la época; entre ellos, mediante una determinada hermenéutica del homo mensura.

Más allá de este periodo histórico, el verbo mensurar, que significa “medir”, no ha sido independiente de la prevalencia de una medida o valuación económica y utilitaria de la naturaleza, entrando con posterioridad en una dinámica de convertir lo mensurable en objeto de explotación, buscando medidas de equivalencias y proporción entre la naturaleza tasada como recurso y las respectivas ganancias monetarias derivadas de una relación de dominio y control. Por contraste, una tregua a este modus operandi de la razón puede posibilitar una apertura hacia una dimensión de lo inmensurable en la naturaleza. Aquello que no se deja medir ni tampoco calcular puede ser fuente de una comprensión desinteresada, en el sentido de estar libre de los fines e intereses instrumentales con los que el homo mensura se relaciona de manera funcional con la naturaleza.

Los presocráticos y la φύσις

En griego, el término naturaleza proviene de phýsis (φύσις), un derivado del verbo phynai (φῦναι) y su forma phýo (φύω), que significa nacer, originarse o surgir (Frisk, 1970: 691). Primitivamente, trascendió entre los presocráticos la idea de concebir la naturaleza como principio constitutivo de cada fenómeno del entorno, equivaliendo a la esencia en cuanto principio de movimiento o actividad (Caspers, 2010: 1066, 1068-1072). Estos pensadores aventuraron teorías sobre el principio en el que consiste la naturaleza, dejando legados sobre sus propias concepciones, que luego fueron traducidos al latín. Precisamente, de nasci, que alude al verbo nacer u originarse, Cicerón tradujo en De Natura Deorum el término como natura para designar igualmente el nacimiento, la producción de las cosas o la simple constitución de algo (ND, vol. 2. II, 22, 23-33). En estas acepciones básicas se entiende en general la naturaleza como el conjunto de partes que conforman el universo entero o la esencia de algo que, según un principio activo, lleva a que aquello se manifieste mediante determinadas cualidades características.

Desde los albores de la filosofía, diversos pensadores dejaron testimonio acerca de cuestionamientos sobre el origen y constitución del cosmos. A los primeros filósofos de la tradición helena suele denominárseles presocráticos, aunque cronológicamente no todos vivieron antes de Sócrates (470/469-399 a. C.) y en lo doctrinal tampoco es sencillo sostener que fueron los precursores de las teorías socráticas debido a las visibles diferencias en el planteamiento de los temas. Sin embargo, entre los rasgos comunes que compartían—y que permiten afianzar esta clásica distinción— estaba el intento de determinar el principio, arché (ἀρχή) último y eterno del que todo procede y del que todo se compone, buscándolo ya no en representaciones antropomórficas personificadas en dioses u otras figuras mitológicas, sino en lo que precisamente llamaron naturaleza, phýsis (φύσις). La significación de φύσις como la totalidad de lo que existe data de a mediados del siglo V a. C.

El concepto de naturaleza fue antecedido por la apertura hacia una dimensión inmensurable del homo sapiens, surgiendo sus acepciones filosóficas como una interpretación que el ser humano desde la consciencia de su nimiedad hacía de su realidad circundante, múltiple y móvil que no se dejaba en su inmensidad asir ni soslayar. De un modo incomprensible aparecían el conjunto de las cosas como brotando o naciendo unas de otras. De este hecho, se desprende que el término quede ante todo vinculado no solo con el esquema de generación de las cosas, sino más bien con la interpretación que se hace en su totalidad de las mismas. A la pregunta ¿qué es todo esto?, los presocráticos solían pensar que las cosas provenían en su totalidad del mismo fondo, en cuanto subyace una realidad viva de la cual todas emergen o nacen. En ese sentido, la naturaleza era el principio, arché (ἀρχή) el punto de partida o causa originaria desde donde emanaba la totalidad de los entes que existían en el mundo, adquiriendo identidad y consistencia. Sensu allegorico, es posible figurársela como un manantial, cuyo fluir consiste en principiar el entorno natural. Al respecto, se ha de considerar que entre los pre-socráticos se distinguen fundamentalmente dos grandes tradiciones: la científica jónica y la mística itálica.

Dentro de los jonios, a los milesios se les conoce como los primeros filósofos de la naturaleza, debido al intento de develar el fondo de la realidad sobre la base de argumentos estrictamente racionales. En la multiplicidad fenoménica del mundo solían buscar un principio intrínseco de crecimiento y organización que no estaba relacionado con una base transmundana ni inmaterial, sino con una que en un determinado momento surgió a partir de ciertos elementos materiales. En general, fue algo característico de los helenos pensar que las cosas formaban parte de la doxa (δόξα), por eso algunos buscaban purificarla, reduciéndola a sus expresiones puras o elementos, o sea, aquellas manifestaciones que reproducían del modo más diáfano la naturaleza de donde provenían. Bajo este prisma, cada uno de los cuatro elementos conservaba, por ejemplo, determinadas propiedades que permitían interpretar la génesis de las cosas a partir del agua, del aire, del fuego o de la tierra. Inspirados en aspectos tomados tanto de la ciencia egipcia como mesopotámica situaron en un segundo plano las representaciones antropomórficas de los mitos con las que usualmente habían explicado el mundo físico. Elaboraron, en cambio, cosmologías de corte científico-filosófico sobre la base de variaciones de una sustancia subyacente que en esencia no mutaba.

Para Tales de Mileto (aprox. 624-546) el principio de todas las cosas es el agua, afirmación que de este modo transmitía Aristóteles:

De los primeros que filosofaron, la mayoría pensaron que los únicos principios de todas las cosas son de naturaleza material: y es que aquello de lo cual están constituidas todas las cosas que son, y a partir de lo cual primeramente se generan y en lo cual últimamente se descomponen, permaneciendo la entidad por más que ésta cambie en sus cualidades, eso dicen que es el elemento, y eso es el principio de las cosas que son […]. Tales, el introductor de este tipo de filosofía, dice que es el agua. De ahí que dijera también que la tierra está sobre el agua (Met., I.3, 983b, 7-21).

Este elemento no solo se conservaba a través del cambio, sino que al permanecer siempre en lo fundamental es que se podían explicar todas las modificaciones posibles. Todo fue agua y todo lo continuará siendo. Tales dejó a un lado la tradición mitológica de su época que hacía descansar en poderes sobrenaturales tanto la formación del mundo como el origen de la vida, intentando explicarlos a través de diferentes procesos y ciclos que atañen al agua como, por ejemplo, la condensación de la humedad. Si bien en sus argumentos no se desechó la posibilidad de que ciertas fuerzas sobrenaturales influyeran en muchas causas naturales, fueron estas últimas las que finalmente sustituyeron el contenido de las explicaciones mitológicas.

La φύσις era la sustancia real que conformaba el mundo y que contenía la capacidad generadora, dotando de vida y de cambio a los fenómenos en los que ella misma estaba sujeta. Así como algunos milesios la reconocían a través de elementos específicos, otros la encontraron mediante lo inespecífico e ilimitado.

Anaximandro de Mileto (610-545 a. C.) —considerado el primer pensador en escribir un libro Sobre la naturaleza— sostuvo que el principio de todas las cosas es el ápeiron (ἄπειρον), vocablo conformado por la á privativa y por péras que significa límite o confín, es decir, lo ilimitado, indefinido o indeterminado, aludiendo a un elemento imperecedero, no empírico, que todo lo engendraba, volviendo luego a su seno (DK 12 B 9, 10, 11). Al ser el principio de todo, no podía tener en sí un comienzo, debido a que si fuera así, este hubiese sido el definitivo. A ese estado inicial aludía el ápeiron (ἄπειρον), aquello que no poseía un arché (ἀρχή) en la medida que si lo hubiese tenido constituiría un cierto límite y fin (Fís., III.4, 203b, 6-7). El orden adoptado por el mundo se derivaba de la separación de los contrarios o los elementos, cuyos conflictos eran inherentes a la naturaleza. En una etapa posterior se desarrolló la vida animal. La existencia individual implicó también la separación del ápeiron (ἄπειρον) originario, siendo cada uno de los seres vivos solo manifestaciones secundarias que se daban a través de un proceso gradual, según el cual, unas especies evolucionaron en otras (DK 12 B 30). La mitología de la época describía un estado caótico inicial, en cuya evolución, paulatinamente, se habría ido ordenando el estado cósmico hasta aquel entonces.

Anaxímenes de Mileto (585-524 a. C.) se valió de este ápeiron (ἄπειρον), pero para concebir la naturaleza como un proceso por el cual todas las cosas reciben su ser y luego se disuelven en la misma. Según este pensador, todo procedía del aire (Met., I.3, 984a, 5-7) y nuevamente volvía a él, pasando por un proceso de condensación y rarefacción (DK 13 A 5, 7). Al haber tenido lugar la génesis del mundo por un elemento único, el curso del devenir y las mutaciones posteriores se explicaban por una mayor o menor cantidad de su presencia. Dentro de esta concepción monista del universo, el aire era el arché (ἀρχή) donde descansaba la variedad multiforme de los fenómenos. Así como el ser humano necesita respirar para vivir, Anaxímenes pensaba que el alma en el fondo era aire y, por extensión, su soplo no solo permitía la vida individual, sino la del mundo entero, entendido como algo vivo (DK 13 B 2). Si bien creía en la existencia de los dioses, no les atribuyó la creación de la sustancia aérea del mundo; más bien esta era concebida de un modo divino (DK 13 A 10).

Los milesios compartieron una visión racional de la naturaleza, donde los elementos —o lo que más tarde llamaron materia— era concebido como algo animado. Este hilozoísmo ayuda a entender el proceso de naturalización del cosmos griego. El concepto de naturaleza fue una inventiva de los filósofos de la ciencia jonia (Pohlenz, 1953: 426). Por los aspectos descritos fueron conocidos muchas veces como los “físicos”, puesto que su interés se centraba precisamente en el sustrato originario, el fondo inmensurable de donde todas las cosas emergen.1

La φύσις concebida como elemento, materia originaria o principio, arché (ἀρχή) del que todo estaba compuesto, de donde todo procedía y a donde todo volvía, generaba un constante flujo, una vía de ida y vuelta marcada por una correspondencia efectuada en el tránsito de identidad. Esta idea se encuentra en Heráclito de Éfeso (hacia 500 a. C.) al sostener: “La verdadera naturaleza gusta de ocultarse” (DK 22 B 123). Cuando se mostraba, se escondía. Precisamente, en la búsqueda de la φύσις o ἀρχή de las cosas, los primeros filósofos emplearon un estilo antitético de pensamiento (frío/caliente, húmedo/seco, etcétera), planteando los problemas en formas de dilemas. Bajo el halo de la contrariedad, solían usar expresiones generales como “las cosas”, “el mundo”, “todo”, etcétera. Heráclito, valiéndose de esta tendencia sostuvo, por ejemplo, en algunos aforismos: “Este orden del mundo, el mismo para todos los seres, no lo ha hecho dios ni el ser humano, sino que fue siempre, es y será; eterno fuego vivo, que se prende según medidas y se apaga según medidas” (DK 22 B 30). Pensaba que el fuego, que es el cosmos, siempre era viviente, no había reposo, por lo que en todo existía un incesante intercambio con ese elemento (DK 22 B 90). Tanto la medida como la igualdad y la proporción eran valores compartidos entre los presocráticos. La armonía de los contrarios, identificada con la justicia conformaba uno de los principios esenciales en la formulación de una teoría del mundo físico: “El Sol no excederá sus medidas; si no es así, las Erinis, defensoras de la Justicia, lo descubrirán” (DK 22 B 94). En definitiva, una armonía relacionada con la tendencia a concebir la realidad escindida en pares de contrarios: “Y es siempre lo mismo aquello que vive en nosotros: lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo. Si esto se convierte es lo otro y lo otro de nuevo es lo convertido a su vez” (DK 22 B 88).

A diferencia de la tradición jónica, la mística itálica —conformada por figuras como Pitágoras (aprox. 570 a. C.?) y Parménides de Elea (hacia 540-470 a. C.)— tenía una tendencia más bien metafísica y también religiosa, pese a que el elemento compositivo del término φύσις no se conocía aún.

Los pitagóricos se centraban casi exclusivamente en elucidar la consistencia de las cosas en el modelo de los números, puesto que ahí precisamente encontraban la verdadera naturaleza de los fenómenos. El modo cómo es posible una generación a partir de los números se transformó luego en uno de los problemas centrales del siglo V a. C. La filosofía pitagórica consideraba la armonía y la proporción como cualidades éticas inherentes a un principio físico más abarcador o como caracteres razonables de la naturaleza humana.2 En general, para el mundo helénico de aquellas centurias el cosmos en último término fue considerado como algo vivo. Pitágoras sostenía que los hombres podían reencarnarse en plantas o animales, llevando a cabo numerosas prácticas de abstinencia debido, entre otras cosas, al parentesco de la especie humana con el resto de las formas de vida (DK 14 A 9).

Es cierto que la etimología de la φύσις remite a la génesis o el proceso de generación. Ahora bien, fue común ir más allá de esta estricta acepción. Es lo que ocurrió también con los últimos presocráticos. Concebida también como articulación del mecanismo de generación, lo que posteriormente revela la estructura de las cosas, Empédocles de Agrigento (483-424 a. C.) afirmó, por ejemplo:

“Pero otra cosa te anunciaré: no hay propiamente nacimiento (φύσις) de ninguno de los seres mortales, ni tampoco un final tras la muerte perecedera. Solo existe mezcla e intercambio de lo mezclado. El nacimiento es un nombre que los seres humanos le dan” (DK 31 B 8); “De lo que no existe es imposible que algo surja, así como es irrealizable e inaudito que lo que exista se extinga” (DK 31 B 12).

En una línea similar, concibiendo una inteligencia o mente que abraza la totalidad de lo existente, Anaxágoras de Clazomenas (462- 432 a. C.) sostuvo al respecto: “En lo concerniente al nacimiento y a la muerte, los helenos hacen un uso incorrecto del lenguaje. Porque ninguna cosa nace o perece, sino que se mezclan o se separan de las cosas ya existentes.Y así, lo correcto sería llamar al nacer combinarse y al perecer separarse” (DK 59 B 17). Según Anaxágoras, el principio de movimiento atañía al espíritu, nous (νούς), quien gobernaba el universo de los procesos cósmicos, liberándose semillas spérmata (σπέρματα) en cada una de sus combinaciones o disgregaciones de modo que todo se encuentra en todo.

Contadas escasas excepciones, existen entre los presocráticos vestigios claros de que en general concebían el entorno, con sus elementos y expresiones inmensurables, como algo fundamentalmente vivo. Recién con Leucipo (aprox. 460-? a. C.) y Demócrito de Abdera (460-370 a. C.) se suele concebir la materia como algo más bien inerte, pero en un grado de “palpitación” originaria que lleva a replantearse este estado (Cordero, 2020: 95). La dicotomía heredada de los milesios, que se producía entre los fenómenos particulares transitorios, en incesante cambio, y una naturaleza siempre inmutable desde la cual emanan o se sostienen las propiedades y modelos eternos, se consumó en la antigüedad helénica con el asentamiento de la teoría atómica. En cuanto constituían un principio físico, los átomos inmutables e indivisibles creaban, mediante diversas combinaciones, todo el universo de objetos que contenía el mundo. Cuando esta visión se impuso provocó un reduccionismo de la naturaleza física hasta el extremo de ser considerada como un mero asunto científico, lo cual si bien duró todo el siglo V a. C., ya a mediados de esa centuria comenzó a ser compensado por un cambio considerable, al desarrollarse un fuerte interés por los estudios humanistas.

Ante esta tendencia, la filosofía se distanció de las concepciones que definían la naturaleza, excluyendo diversas áreas humanistas como la gramática, la oratoria, la retórica, la ética, la religión y la política (Sabine, 1945: 32). Pese a que el estudio del mundo físico no cesó, los argumentos racionales de la época comenzaron a complementarse y a ser reformulados en gran parte a partir de la observación de las relaciones intrahumanas. Comenzará a consolidarse una visión de la naturaleza centrada con mayor énfasis en el ser humano. Este nuevo eje, centrado en el hombre, aunado a la prevalencia de concepciones que poco a poco dejan de concebir la noción de un cosmos viviente y naturalizado, que no es ajeno, ayudarán a desplegar la nueva hermenéutica de la naturaleza del homo mensura.

El homo mensura y las posturas dicotómicas entre Platón y los sofistas: ¿naturaleza o convención?

El concepto de naturaleza fue asimilado por los presocráticos ante todo en cuanto cosmos naturalizado, en cambio, con Platón y los sofistas el término adquirió una nueva dimensión al ser asociado con la naturaleza de un ser. Es verdad que en los últimos diálogos platónicos, específicamente en el Timeo, es posible encontrar una cosmología cargada de elementos presocráticos: un demiurgo dotó la naturaleza de inteligencia, modelándola sobre su mismo ser vivo, que lo abarcaba todo, tenía alma y, en definitiva, era divino, retomándose la idea de un cosmos viviente y naturalizado (39d-41d). Sin embargo, con la era socrática la interpretación de la φύσις se volcó en general hacia lo humano.

Protágoras (aprox. 480-410 a. C.), con su sentencia del homo mensura, suele ser considerado la máxima expresión del periodo antropológico de la filosofía griega clásica. Platón, quien la rescató, interpreta: “Sóc. – ¿Acaso no dice algo así como que las cosas son para mí tal como a mí me parece que son y que son para ti tal y como a ti te parece que son? ¿No somos tú y yo hombres?” (Teet., 152a). No es fácil así proporcionar una definición que resulte válida de manera universal acerca de lo que son las cosas, en general. Por ejemplo, en esta línea, respecto a la justicia se sostiene: “Lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue así” (Teet., 167c).

Sobre el dilema entre lo que se es por naturaleza y lo que se es por convención se centraba el eje de la reflexión filosófica. En la diferenciación en torno a la oposición entre phýsis (φύσις) y norma de conducta, nomos (νόμος), se asentaron las bases para tematizar, por ejemplo, si la Constitución de una sociedad, sus leyes y respectivas normas procedieron de una forma de ser que las antecedió, o fueron, por el contrario, fruto de un acuerdo o pacto social. Los sofistas solían optar por el convencionalismo, mientras que Platón adoptó al comienzo una postura marcadamente anticonvencionalista. Al ser las convenciones producto tanto de la voluntad como del acuerdo entre los seres humanos, carecerían, según este prisma dicotómico, de existencia natural. Desde esta perspectiva, todas las leyes, normas sociales, constituciones como a su vez las instituciones políticas, sociales y económicas eran producto de una convención humana. Según esta visión, aquello cuyo ser o modo de ser ha sido elegido por el hombre en aras de satisfacer ciertos intereses o a fin de cumplir determinados propósitos, difería en lo sustancial de lo que tenía un modo de ser inherente y que, por lo tanto, exigía ser conocido tal como naturalmente era, sin intervenciones humanas de ningún tipo.

Ahora bien, quienes consideraban el nomos (νόμος) como un impedimento que malograba las obras de la naturaleza aducían a veces a razones distintas, tales como la de defender lisa y llanamente el egoísmo. Un caso extremo de esta postura fue la de Calicles, presentada por Platón (Gorg., 483b-484b) o la de abogar, en cambio, por un punto de vista moral, ya que se creyó que los sabios no debían guiarse por las leyes establecidas, sino por las leyes de la areté (ἀρετή) moral, infundidas por la naturaleza misma (Leyes, 889a-890c).

La naturaleza, precisamente, comprendía todos aquellos componentes y aspectos del cosmos que no dependían ni de la voluntad ni de pacto humano alguno. Se trataba de asuntos que eran dados a descubrir, pero sobre los que no era necesario convenir algo, pues existían con independencia de las convenciones.

En Platón tuvo lugar un renacimiento de la sustancia de los milesios que en su filosofía aparece como ley de la naturaleza eterna, la cual permanecía en medio de las infinitas manifestaciones y accidentalidades del devenir humano. De ser encontrada, se abriría la posibilidad de orientar la vida humana hacia un grado de racionalidad enfocado sobre todo al bien. Esta idea se relacionaba con la regla de comportamiento, cuya realización exige la naturaleza en el hombre a través de la razón. Platón concebía la naturaleza como una ley benéfica, un principio racional de justicia, que atravesaba a los seres humanos y a los modelos eternos en los que se fundamenta el mundo; pensaba que el orden era inteligente, y si bien no negaba la existencia del mal, su concepción de la naturaleza implicó una valoración racional-moralista y, en definitiva, religiosa.

Los sofistas, en su mayoría, no creían que la naturaleza fuese moral. Más bien sostenían que se caracterizaba en los seres humanos por la autoafirmación del yo, a fin de satisfacer intereses egoístas o ansias de poder (Sabine, 1945: 36). Protágoras afirmaba, por ejemplo, que tanto las instituciones políticas como las costumbres sociales se debían a contratos sociales entre los hombres; pensaba que las leyes eran invenciones de los legisladores para permitir la convivencia y superar la ley del más fuerte. No consideraba innatas las virtudes políticas, sino inculcadas y aprendidas: “la virtud es enseñable y adquirible” (Prot., 324c). Esta visión les exigió a los sofistas desmarcarse de la tesis del fundamento natural de las leyes y costumbres, cuyo origen descansaba en la noción de una ley eterna, puesto que rechazaban de plano que las leyes humanas fueran meros desarrollos de ella o ulteriores manifestaciones derivadas del poder dictado por los dioses. Ponderadas las normas morales como convenciones, solían relegar a la naturaleza el comportamiento humano con sus ansias de poder y placer, una tendencia que se intentaba regular a través de distintas leyes, las cuales si bien algunos consideraban que podían nacer de la particular arbitrariedad del legislador, la mayoría de ellos se inclinaba a concebir las normas como fruto de acuerdos colectivos.

Según Protágoras, el sabio era aquel que se debía adecuar a las circunstancias que lo rodeaban, juzgando todo según la medida que proporciona cada ocasión en un determinado momento, y creía en la permanente fluencia de las cosas, no en verdades universales que fuesen absolutas para todos los hombres. La tradición ha transmitido este relativismo subjetivista con el principio fundamental de su obra: πάντων χρημάτων μέτρον ἄνθρωπον εἶναι, τῶν μὲν ὄντων ὡς ἔστι, τῶν δὲ μὴ ὄντων ὡς οὐκ ἔστιν (DK 80 B 1); [“El hombre es la medida de todas las cosas, tanto del ser de las que son, como del no ser de las que no son” (Teet., 152a)]. Con influencias heracliteanas, pensaba que en este constante fluir, el ser la medida de todas las cosas —que incluye la naturaleza en general—, no implica que exista solo un criterio de verdad para todos los seres humanos:

Herm. – Yo desde luego, Sócrates, no conozco para el nombre otra exactitud que ésta: el que yo pueda dar a cada cosa un nombre, el que yo haya dispuesto, y que tú puedas darle otro, el que, a tu vez, dispongas. De esta forma veo que también en cada una de las ciudades hay nombres distintos para los mismos objetos: tanto para unos griegos a diferencia de otros, como para los griegos a diferencia de los bárbaros.

Soc. – ¡Vaya! Veamos entonces, Hermógenes, si también te parece que sucede así con los seres: que su esencia es distinta para cada individuo como mantenía Protágoras al decir que “el hombre es la medida de todas las cosas” (en el sentido, sin duda, de que tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te aparecen a ti, así son para ti) (Crát., 385d-386a).

Cada pueblo tenía sus propias reglas, costumbres y las culturas eran diversas, por lo que eran perspectivas provisionales, contrapuestas a la creencia del carácter permanente de una verdad universal. Precisamente, se ha relacionado este pensamiento con la doctrina de Heráclito relativa al fluir permanente de las cosas pues los fenómenos del mundo externo están en procesos de constantes cambios; del mismo modo, tanto el cuerpo humano como los órganos también se encuentran sujetos a ciertas transformaciones. Este tipo de cambios explica que el contenido de las percepciones vaya variando a lo largo del tiempo. De este modo, determinados objetos, además de modificarse por factores que de por sí los afectan, están sujetos a la vez al cambio por los años, la enfermedad o las alteraciones causadas por los propios sentidos. Por consiguiente, resulta más plausible conocer cómo se nos aparecen las cosas en un determinado momento antes de cómo ellas son. En este contexto, cobran validez únicamente los juicios relativos, introduciéndose la máxima de Protágoras de que el hombre es “la medida de todas las cosas, de las reales en cuanto que son y de las no reales en cuanto que no son” (Capelle, 2003: 117-118).

En primera instancia, la expresión “hombre” (ἄνθρωπος) puede aludir a un sentido individual, así como es explicada la máxima en el Teeteto, puesto que en la locución completa Sócrates interpreta que al hombre las cosas le resultan tales como se le aparecen al sujeto en su individualidad (160c), entendiendo que habría tantas medidas para las cosas como hombres que existan. Entender en una segunda instancia la noción de “hombre” en términos colectivos permite más allá de un sujetocentrismo, avizorar la posibilidad de un eventual relativismo cultural en todo su espectro en cuanto estos hombres pueden referirse a diversos grupos humanos (hoy en día, piénsese en una distinción de género, pueblos, naciones, etc.). Ahora bien, si se interpreta la noción de “hombre” en un sentido más amplio, haciéndolo extensivo al género o a la especie humana en general, entonces, es posible sondear más allá de un relativismo antropológico —individual o cultural— la existencia de un antropocentrismo, en cuanto este “hombre” alude ante todo al ser humano, no a la persona individual o a un grupo de ellos, sino al conjunto de todos ellos. La especie humana sería entonces la medida de todas las cosas, tal como se le aparecen a ella, es decir, al “hombre”. De este modo, la noción de “medida”, fuera de representar un criterio epistemológico neutral, va prefigurando una particular actitud del hombre frente a la naturaleza. Las “cosas” a las que se refería Protágoras podían ser las expresiones de la phýsis (φύσις), ya sean las cosas físicas en general como también aquellas que son mediadas por algo tan complejo como la relación de control, manejo y dominio que establece el homo mensura con el entorno y con el resto de los seres vivos entre quienes se desenvuelve.

Aristóteles y la oposición naturaleza versus técnica del hombre en cuanto animal racional

Uno de los primeros pensadores en formular el principio de no contradicción (Met., IV.3, 1005b, 18-35; IV.6, 1011b, 15-23), y quien se esmeró en refutar a quienes intentaron negarlo (Met., IV.5, 1009a, 5-39; XI.6, 1062b, 3-36), fue Aristóteles. En su obra interpretó la máxima de Protágoras relativa al individuo en particular, para quien todas las cosas son tales según a cada uno le parecen. Esto implica que una cosa pueda ser buena para uno y mala para otro y, por consiguiente, ser buena y mala a la vez, lo cual conlleva a que afirmaciones contradictorias u opuestas puedan resultar igualmente verdaderas. En este contexto, ha de considerarse que si la medida (μέτρον) supone al ser humano que percibe, entonces, Protágoras estaría facultando a los sentidos del hombre de poder atribuir realidad a aquello que se le presenta. Es cierto que la medida (μέτρον) supone al hombre en tanto ser sensible, pero la capacidad de percepción (αἴσθησις) no era considerada por Aristóteles el mayor atributo de la especie humana, ya que en su caso esa medida (μέτρον) es posible gracias la capacidad biológica de razonar. Específicamente, la percepción (αἴσθησις), en sintonía con la conceptualización, el ejercicio mental de contar y medir, es decir, de pensar la realidad de las cosas tangibles (χρήματα), permiten calificar al hombre ante todo como animal racional, posicionándolo jerárquicamente en el escalafón superior de las especies, como juez y administrador de la naturaleza.

El ser humano hace surgir a partir de sí diversas concepciones acerca de la naturaleza, en contextos muy diferentes, pero no todas quedaron exentas de la tendencia de Platón al entenderla de forma dual. Es lo que sucedió con el Estagirita, cuando siguiendo esta línea de su predecesor, luego de referirse en su Metafísica a seis acepciones diversas de la naturaleza (V.4, 1014b, 16-36; 1015a, 1-19), aclaró en el fondo que todas estas connotaciones confluían fundamentalmente en una definición: “Naturaleza, primariamente y en el sentido fundamental de la palabra, es la entidad de aquellas cosas que poseen el principio del movimiento en sí mismas por sí mismas” (V.4, 1015a, 13-15).

Este movimiento lo entendió como una actualización de aquello que está en potencia como tal, encontrándose la naturaleza en proceso hacia la consumación de un estado. Si existe algo que sea actualmente y en una potencia particular, el movimiento es la actualización de esa particular cualidad. Al apuntar la naturaleza a múltiples procesos que tendían a un fin, se la consideraba ante todo en su capacidad de poseer en sí misma el principio del movimiento. Según este criterio, era posible identificar aquello que es por naturaleza como los animales (incluyendo sus partes), las plantas y los cuerpos simples de donde todo procedía; distinguiéndolo cuidadosamente de todo aquello que era producido por la téchne (τέχνη); a saber: el arte como principio productivo. A diferencia tanto de los animales como de las plantas y los cuerpos simples —que contenían en sí mismos el impulso del movimiento, iniciándose desde dentro— las cosas manufacturadas tenían una tendencia a moverse, pero no por un cambio o facultad interna, sino en virtud de los materiales por los que fueron hechas. En el primer caso la causa de un hecho o acontecimiento era interna, mientras que en el segundo era externa al efecto:

Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua – pues decimos que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza.Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos en cada caso por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio; pero en cuanto que, accidentalmente, están hechas de piedra o de tierra o de una mezcla de ellas, y sólo bajo este respecto, la tienen. Porque la naturaleza es un principio y causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma, no por accidente (Fís., II.1, 192b, 5-23).

En este contexto, era posible identificar la naturaleza con la materia, en cuanto se la concebía en su capacidad de recibir este principio a partir de su propio movimiento; o incluyendo el devenir y el crecimiento como movimientos derivados de tal principio. La naturaleza de algo es lo que hace que posea un ser, lo que implica un llegar a ser o movimiento que de suyo le pertenece. Puesto que toda la naturaleza es un impulso innato al movimiento, todo aquello que, en cambio, no posea ni un principio ni, por consiguiente, la posibilidad de tener un comportamiento para desarrollarse y actualizar su ser potencial, no tendría —según Aristóteles— una sustancia llamada naturaleza.

Se ha de considerar que la teoría aristotélica de la φύσις seguía una finalidad constructiva. Piénsese en un sistema de capacidades o un conjunto de fuerzas, cuyos cursos tendían intrínsecamente por su naturaleza hacia determinados fines característicos. En este sentido, solía ser identificada con la correspondiente forma que adquiría, es decir, con el carácter de algo cuando alcanzaba su pleno desarrollo. Primero tenía lugar lo más primitivo y simple, luego, devenía lo más perfecto y complejo tras haberse producido un desarrollo, realzándose en la etapa final de plenitud su verdadera naturaleza, es decir, se realiza más plenamente cuando existe en acto —al alcanzar su propia forma— que cuando no existe más que en potencia, o sea, cuando no existe más que como materia. Este desarrollo no solo era aplicado a un plano biológico, sino también social. Por ejemplo, Aristóteles sostenía que la familia, antecede en el tiempo a la pólis (πόλις), pero al ser la ciudad-estado la comunidad de desarrollo más acabada, reflejaba mejor la vida en la pólis lo que era propiamente la naturaleza humana. Si bien la comunidad primitiva llegó a concretarse debido a impulsos instintivos inherentes a toda vida, la reproducción o la necesidad de alimentarse al ser cuestiones comunes tanto en el ser humano como en el resto de los animales —subestimados estos últimos como inferiores por Aristóteles— no eran considerados aspectos exclusivos de la vida humana. Según esta concepción, el hombre solo podía alcanzar su plenitud en ciertos poderes que pertenecen exclusivamente al animal racional. Únicamente para quienes gocen de una vida reflexiva podía tener lugar la justicia y la amistad debido a la posibilidad de generar entre las partes acuerdos y vínculos éticos relevantes.

La teoría aristotélica de la naturaleza establecía una subordinación funcional de especies que impide encontrar en su filosofía una reflexión ética compasiva respecto a la relación del ser humano con el resto de los seres vivos: “Las plantas existen para los animales, y los demás animales para el hombre: los domésticos para su servicio y alimentación; los salvajes, si no todos, al menos la mayor parte, con vistas al alimento y otras ayudas, para proporcionar vestido y diversos instrumentos” (Pol., I.8 1256b, 11). Aquí la noción de “hombre” no alude necesariamente a un ideal, sino más bien a algo inferior que se tenía en mente, que se considera por debajo de él: la vida irracional de los animales.

La naturaleza humana se manifestaba del modo más acabado mediante poderes que pertenecían únicamente a su especie. Al ser el Estado el único medio en el que era posible desarrollar esas facultades distintivas, solía contrastársele en ciertos aspectos a lo instintivo. El rasgo exclusivo suyo radicaba en la capacidad de razonar, la cual no podía tener lugar sin el lógos (λόγος). Este le permitía tener conciencia moral sobre lo justo, valiéndose de la virtud como referente, la cual está en ciernes desde la infancia, pero madura a través de las acciones, actualizándose acabadamente mediante el hábito: “De ahí que las virtudes no se produzcan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que nuestro ser natural pueda recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre” (EN, II.1, 1103a, 25-26). En el Estado, la naturaleza humana podía alcanzar sus capacidades más altas, pero de no darse las condiciones adecuadas, su actualización no era posible, siendo eventualmente perjudicial. Para realizarlas en plenitud se requerían condiciones materiales adecuadas, las que llevadas a situaciones actuales implicarían hoy en día reparos ambientales.

En síntesis, la visión aristotélica concibió la naturaleza como proceso hacia la consumación de una particular cualidad, donde solo la vida en la pólis (πόλις) reflejaba el desarrollo más acabado y distintivo de la especie humana. Únicamente ahí se creía posible el pleno desarrollo de aquella facultad que lo diferenciaba del resto de los seres vivos: su racionalidad. Este antropocentrismo, ya característico del homo mensura, junto al hecho de que la capacidad de poder tener conciencia moral sobre lo justo e injusto, lo bueno y lo malo, se aplicara exclusivamente en el marco de las ciudades estados, ayudó a legitimar la exclusión de la biósfera y del resto de las especies de la esfera ética en su calidad de pacientes morales. En otras palabras, se le dio un respaldo ontológico y epistemológico a una ética que regulaba únicamente las acciones intrahumanas y que dejaba fuera de su esfera el enclave extrahumano: la vida fuera de la pólis (πόλις), la naturaleza no domeñada por el hombre, en cuanto animal racional.

La mensura de los estoicos en el “vivir según la naturaleza de uno y la del universo”

Para los estoicos, naturaleza, Dios, fuego y razón conformaban en lo esencial una unidad inseparable a partir de la cual derivaron una ética en la que se precisa vivir acorde a la naturaleza. Zenón de Citio (333-264 a. C.) fue el primero que en el libro De la naturaleza del hombre afirmó que el fin es vivir conforme a la naturaleza, es decir, vivir según la virtud, puesto que la naturaleza conduce a ella (Dióg. Laert., VII, 87).

Los estoicos concebían la naturaleza de un modo heracliteano, como un fuego eterno, pero sobre todo artístico, impulsado por el perpetuo ímpetu de crear (Dióg. Laert., VII, 156). De él precisamente nacieron los cuatro elementos y a él retornan a través de la destrucción y la muerte.

Tanto en el campo de la ética como en el de la física consideraban la razón como algo inherente al pneuma (πνεῦμα). Sin ser únicamente de orden físico, este lógos (λόγος) divino o cósmico era, en definitiva, la naturaleza y recibía también denominaciones tales como aliento ígneo, necesidad, ley natural, fatum o moira (μοῖρα), las cuales hacían referencia a un poder que crea y unifica las cosas (Long, 1984: 148). El pneuma (πνεῦμα), en el que consistía la naturaleza, era considerado una entidad fundamentalmente racional: es un Dios, mente o razón, que todo lo rige y de cuya ley nada ni nadie puede sustraerse. Inmanente al mundo, este lógos (λόγος) es a su vez corpóreo, penetra y actúa sobre la materia, la cual asociada a un principio pasivo e inerte (Ep, 65, 2) recibe del hálito (πνεῦμα), el impulso creador de todo ser y acontecer (Long, 1984: 156-159).

Todo en la naturaleza es mezcla de estos dos principios corpóreos, objetivándose como razón en las personas maduras, como alma en los seres irracionales y como principio rector en las plantas.

En los marcos de una visión original acerca de la naturaleza, Dios y la razón, los estoicos heredaron a grandes rasgos la gradación valórica de las especies de Platón (Tim., 42b-c; Fed., 81d-82a), aunada a una visión funcional de las mismas, así como lo plantea Aristóteles (Pol., I. 1256b, 11). En Cicerón vemos reflejada esta influencia de sus predecesores: “Todas las demás cosas —aparte del mundo— se crearon para otras, como las cosechas y los frutos que la tierra cría para los animales, y como los animales, por su parte, para los hombres (como el caballo para transportar, el buey para arar, el perro para cazar y proteger). El propio ser humano, por su parte, se originó para contemplar e imitar el mundo” (ND, II, 14).

Los animales, si bien poseen alma, al ser considerados “irracionales”, quedan a merced del ser humano, a quien se lo situaba por sobre el resto de todos los seres gracias al lógos, a su facultad intelectual que, en definitiva, lo distinguía de las demás especies y le permitía su dominación (Capelle, 2003: 300).

En general, los estoicos pensaban que el resto de las especies habían sido creadas para beneficio del ser humano y que la vida de los animales era un medio para los fines propios. Marco Aurelio creía, por ejemplo, que el hombre era superior al resto de las formas de vida ya que el movimiento racional e intelectivo le permitía no ser derrotado por el movimiento sensitivo o instintivo característico de otras especies (Meditaciones, VII, 55). Por su parte, Epicteto pensaba que las plantas no son capaces de servirse de las representaciones, pero pueden disponer de su uso (Diss., II, VIII, 4-10); el animal, en cambio, puede servirse de ellas, pero no puede llegar a entenderlas. Solo el ser humano podía lograr esto y llegar a verse a sí mismo (Diss., I, I, 4-6; I, XX, 5,6). Pensaban que el tipo de presentación que se daba en la vida humana era común a la de otros animales, solo que cuando el individuo se va formando, su racionalidad se manifiesta en él de modo tal que sus impresiones generan conceptos hasta que ese proceso de ser algo sensible pasa a albergar un contenido racional. De ahí que solo la especie humana fuese capaz de comprender este tipo de representaciones (Diss., I,VI, 12-19).

En este proceso, se ha de considerar que gracias al lógos estoico se pensaba que el hombre era capaz de medir y regular los movimientos del alma. Los sentidos, la sensación aisthesis (αἴσθησις) era el primer modo de registro en su alma, donde comienza el conocimiento. Ahora bien, esos sentidos no eran receptores pasivos de los datos provenientes del mundo externo, sino que el mismo pneuma (πνεῦμα) va desde el hegemonikón (ἡγεμονικός) —su potencia racional— hasta el respectivo órgano del sentido y su objeto para retornar luego al sujeto a través del órgano del sentido y dejar así una determinada presentación en su mente (Dióg. Laert., VII. 52). De este modo, el pneuma (πνεῦμα) resultaba ser un tránsito por el cual los datos sensorios llegan a la mente.

En el marco de esta tradición la vida no era considerada, sensu stricto, un bien en sí ni la muerte un mal, sino tan solo indiferentes, no diferenciables, adiáfora (ἀδιάφορα). Dentro de tales indiferentes, los impulsos racionales hacían florecer las capacidades humanas más altas que condicen la plenitud de los mortales, considerados superiores a cualquier clase específica de ser vivo (Diss., II,VIII, 4-10).

Para los estoicos, y, específicamente, para Séneca una vida acorde a la propia naturaleza humana implica una vida conforme a la razón (Ep., IV, 41, 8); en el lógos descansaba, precisamente, la ética, toda acción moral, y gracias a él era posible conocer la relación que existe con el universo y la establecida con los demás hombres. En general, pensaban que el alma humana es una porción del hálito inteligente y vital, que atraviesa el cosmos entero (Dióg. Laert., VII, 156). Por otro lado, a pesar de este explícito antropocentrismo, se sostiene a veces que el conjunto del cosmos es concebido superior al ser humano, quien tiene como fin imitar la naturaleza del mundo al que pertenece. De ahí que algunos estoicos tardíos rechazaran la idea de que el cosmos existiera con vistas a él (antropocentrismo); más bien, su teleología conservaba esta jerarquización de especies, pero validaba desde la perspectiva del hálito (πνεῦμα), lo que algunos estudiosos han llamado un cosmocentrismo:

Cada uno tiene una disposición: uno, la de ser comido; otro, la de ayudar en las tareas del campo; otro, la de producir queso; otro, otra utilidad semejante. Para eso, ¿qué utilidad tiene comprender las representaciones y ser capaces de discernirlas? Al hombre, por el contrario, lo ha traído aquí en calidad de espectador suyo y de su obra, y no sólo como espectador, sino también como intérprete. Por eso es una vergüenza para el hombre empezar y acabar donde los animales; mejor empezar ahí, pero acabar en donde termina nuestra naturaleza. Y ésta acaba en la contemplación y la comprensión y la conducta acorde con la naturaleza (Diss., I,VI, 17-21).

Todos los acontecimientos de la naturaleza estaban determinados y gobernados por la ley racional del pneuma (πνεῦμα), que no solo era inmanente, sino también necesaria. La naturaleza, fuente de racionalidad, acoge al hombre turbado por las dinámicas irracionales de la sociedad. A raíz de ello, la libertad del ser humano no consistía en otra cosa que en la aceptación del propio destino, el cual radicaba fundamentalmente en vivir conforme a la naturaleza, es decir, de acuerdo a la razón, pues lo natural era racional y el mundo en tanto que era racional terminaba siendo justo. Por eso es que por naturaleza es posible intuir “lo justo y el bien” (Dióg. Laert., VII. 53).

A partir de un antropocentrismo, geocentrismo o “cosmocentrismo”, en todos los casos, finalmente, el lógos del hombre estoico se vuelve la medida todas las cosas. De este modo, el hombre aparece ocupando un lugar central o sumamente especial en el universo. Solo él es capaz de tomar conocimiento de cómo a través de una vida virtuosa —o sea, siguiendo una vida moral y acorde a la naturaleza— le es posible orientar y disponer —hacia lo que él considera mejor— las cosas, el resto de los seres vivos y la naturaleza donde se desenvuelve.

El naturam sequi de los epicúreos

A diferencia de los estoicos, los epicúreos no promovieron la aceptación de la necesidad de la naturaleza, pues la concebían como un todo azaroso, oscilante entre átomos y vacío. A partir de este todo configuraron la lógica, la física y la moral. De este modo, la libertad de los epicúreos era distinta a la estoica, pues al asimilar la naturaleza de un modo espontáneo, hicieron recaer en ellos mismos la construcción del destino temporal. En eso consiste precisamente el naturam sequi, puesto que “a la naturaleza no se la debe forzar sino hacerle caso, y le haremos caso si colmamos los deseos necesarios y los naturales siempre que no perjudiquen y si despreciamos con toda crudeza los perjudiciales” (Epicuro, 2012: 100).

Epicuro entendió la filosofía como una medicina que debía expulsar las enfermedades o dolencias del alma, y de ser suministrada como si se tratase de un tratamiento, ayudaba a mejorar y aprender a ser felices. El hedonismo naturalista de Epicuro asociaba la felicidad con la satisfacción de los placeres del cuerpo, aunque no se trataba de cualquier tipo de placer, tenían que ser de suyo naturales, necesarios, moderados y en calma:

127. (…) Debemos darnos cuenta, por un acto de reflexión, de que los deseos unos son naturales, y otros vanos, y que los naturales unos son necesarios y otros naturales sin más.Y de los necesarios unos son necesarios para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, y otros para la propia vida.

128. Pues una interpretación acertada de esta realidad sabe condicionar toda elección y repulsa a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad del alma, ya que éste es el fin de una vida dichosa. Pues todo lo que hacemos lo hacemos por esto, para no sentir dolor ni temor (2012: 89).

Epicuro distinguió, así, tres tipos de placeres: aquellos que eran de suyo naturales y necesarios; aquellos que eran naturales y no necesarios; y por último, aquellos placeres que no eran ni naturales ni necesarios, y de los cuales el ser humano prudente debía intentar liberarse. Únicamente los primeros eran capaces de menguar las aflicciones, ayudando al logro de la felicidad, pero sin el estudio de la naturaleza no era posible obtener estos placeres puros (2012: 94). En lo que se refiere a los segundos solo conseguían variar el deleite, mas ni estos ni los últimos lograban quitar la verdadera aflicción.

Toda la sabiduría que se pueda desarrollar acerca de la naturaleza consiste en Epicuro en ser orientadora para el logro de una vida feliz, eudaimonía (εὐδαιμονία): “128. […] El gozo es el principio y el fin de una vida dichosa. 129. Pues hemos comprendido que ése es el bien primero y congénito a nosotros, y condicionados por él emprendemos toda elección y repulsa y en él terminamos, al tiempo que calculamos todo bien por medio del sentimiento como si fuera una regla” (2012: 89-90). En este contexto, se ha de considerar que la experiencia enseña que el hombre podía ser aquí también la medida de todas las cosas, en cuanto había que medir con prudencia cada acción emprendida, estableciendo un sistemático cálculo ((λογισμός) y balance entre el placer y el dolor que se desprendía de dicho obrar y tras el que estaban implicadas las cosas en general: “132. Pues ni las bebidas ni las juergas continuas ni tampoco los placeres de adolescentes y mujeres ni los del pescado y restantes manjares que presenta una mesa suntuosa es lo que origina una vida gozosa sino un sobrio razonamiento” (2012: 91).

Dolor y placer constituían para los epicúreos los móviles fundamentales de todos los seres vivos. La naturaleza misma los colocó así en ellos y la sabiduría práctica (φρόνησις), la inteligencia que ayudaba a encontrar el verdadero placer y evitar el dolor de lo que realmente resulta conveniente. A raíz de eso es que a veces se podía preferir (a través de una serie de cálculos y medidas) soportar ciertas incomodidades o pesares a fin de evitar otros peores, basándose así en un análisis estrictamente racional que competía a la naturaleza: “142. XI. Si no nos molestaran nada las sospechas que albergamos de los cuerpos celestes y de la muerte, por miedo a que ello sea algo que tenga que ver con nosotros en alguna ocasión, y tampoco el miedo a no conocer los límites impuestos a los sufrimientos y a los deseos, no necesitaríamos más del estudio de la Naturaleza” (2012: 94). El saber acerca de la naturaleza ayuda a superar el miedo a la muerte y a los dioses, y permite además salir de la ignorancia, fuente de innumerables tormentos, dándole así un sentido de moderación a los placeres y apetitos del homo mensura.

La hermenéutica de la naturaleza del homo mensura y perspectivas ambientales de su ser inmensurable

Tanto la conversión de los elementos naturales en meros recursos económicos o energéticos como la transformación del resto de las especies en objetos de consumo y explotación son parte de la misma racionalidad. Parte de sus antecedentes filosóficos se remontan a la hermenéutica del homo mensura, la cual termina por escindir en la esfera ética al hombre de la naturaleza, excluyéndola de su esfera en cuanto agente o paciente moral. Por consiguiente, si bien esta concepción es característica de la Época Moderna, se ha mostrado que está enraizada mucho antes de la revolución científica e industrial de las últimas centurias modernas, asentándose y hallando un respaldo filosófico en la máxima de Protágoras “el hombre es la medida de todas las cosas”, donde el ser humano, en cuanto animal racional (Pol., 1332a-b, 11-12), al identificarse fundamentalmente con una determinada forma del homo mensura, pasará, en definitiva, a concebir la naturaleza entera a su propia medida. Al dejar gradualmente de sentirse y actuar como un ser aunado a ella, creyéndose más bien superior a la misma, pasará a concebir el mundo como un campo de objetos abiertos a su medida y manipulación. A un lado, queda el mundo tasado por su modo instrumental de medir la naturaleza; al otro extremo, la objetivación se presenta como la base para la dominación de la naturaleza, como lo otro inferior a uno que se lo ha de controlar.Valorar a partir de esta forma de interpretar el entorno ha implicado posesión, extracción, explotación. Los elementos naturales pasan a ser recursos para ciertos fines del hombre; mientras que el resto de los seres vivos se vuelven objetos de consumo y explotación. Esta interpretación que se hace de ellos oculta el concepto prístino y desinteresado que se pueda tener de la naturaleza y, por consiguiente, de quien la mide y sondea de esa manera.

De la palabra latina mensurare, el verbo “mensurar” en castellano tiene, según la Real Academia Española, principalmente una doble acepción: medir y juzgar (RAE, 2016: 7898). Al contrario, el adjetivo inmensurable (immensurabilis) es definido ahí como lo que “no puede medirse” o es de “muy difícil medida” (RAE, 2016: 6820). Ambas acepciones posibilitan, no obstante, reivindicar su estatus ontológico-ambiental, lo cual supone una disposición filosófica orientada hacia la naturaleza en cuanto naturaleza. Sus connotaciones complejas y disímiles, antecedidas por nociones histórico-filosóficas del término, no proporcionan un sentido único del que se pueda poseer. Esa diversidad conceptual permite la apertura a una nueva dinámica en la relación, distinta a la heredada por la civilización industrialista occidental y su valoración mercantilista del entorno.

Con la asimilación de múltiples concepciones clásicas de la naturaleza no se intentó delimitar, elaborar y presentar una definición de la naturaleza de modo unívoco a partir de diversas connotaciones que se han asimilado desde Tales de Mileto hasta los epicúreos para lograr un eclecticismo formal del término en el universo antiguo. Tan solo a través de un pensar que rememora cómo fue concebida la naturaleza en el mundo helénico, se contextualizó los orígenes del enfoque hermenéutico del homo mensura, cuyo curso tiende luego, en la posteridad, a una visión instrumental de la naturaleza que oculta su ser. Precisamente, para retornar a su interioridad se emprendió primero una anámnesis histórico-filosófica en torno a la noción de la naturaleza en el pensamiento de los antiguos, en vista de comprender mejor las raíces e implicaciones de la hermenéutica del homo mensuray, por contraste, mostrar la posible apertura a una dimensión no antropocéntrica ni especista de su ser inmensurable.

No es debido a la urbanización de las grandes sociedades en la que vive la mayor parte de la población mundial que sea imposible retornar a la naturaleza, pues el hecho es que ya se está en ella, pero atrapados en una dinámica de medirla, calcularla, tasarla, entenderla y tratarla, que acaba lesivamente por velar lo que es.

Reflexionar en profundidad sobre la atmósfera con la que se asimila lo inmensurable del entorno que rodea algo o a alguien como elemento fundamentalmente colectivo —donde se albergan un conjunto de seres vivos y condicionantes, según las cuales alguien o algo en cuanto paciente moral está inmerso— ayuda a contemplar el valor de la biodiversidad, su interdependencia y el realce de los paisajes de la naturaleza salvaje, libre de las razones suficientes con las que mide y calcula de un modo instrumental el homo mensura.

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*Este artículo fue fruto de los proyectos Fondecyt 1190021 y ANID/BASAL FB210018 del Centro Internacional Cabo de Hornos (CHIC).

1El sentido y significado de φυσικός amerita sondear diversas acepciones filosóficas del término (Bernabé, 2017: 39-78).

2Destacaron sus aportes en la aritmética, astronomía, música y geometría, algo que Boecio llamó en el siglo VI Quadrivium para referirse a las cuatro ciencias que comprenden el estudio de la naturaleza.

Recibido: 04 de Diciembre de 2021; Aprobado: 20 de Julio de 2022

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