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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.13 no.27 Querétaro ene./abr. 2022  Epub 20-Jun-2022

https://doi.org/10.23924/oi.v12i27.507 

Estudios

Reconocimiento e interculturalidad ampliada ante la inmigración en Chile

Recognition and Interculturality Expanded in Front of Immigration in Chile

Enrique Muñoz Pérez1 

Jorge Alarcón Leiva2 

1Pontificia Universidad Católica de Chile

2Universidad de Talca


Resumen

El objetivo del artículo es ofrecer una aproximación a la situación migratoria producida en Chile en las dos últimas décadas, desde la perspectiva de la teoría del reconocimiento. Durante este período, en efecto, Chile ha experimentado un incremento sustancial del advenimiento de inmigrantes extranjeros. En particular, el texto se propone desarrollar una perspectiva del impacto sobre el sistema escolar obligatorio chileno y en relación con su característico monoculturalismo, supuesto que esta última caracterización define el modo de obrar típico de las instituciones sociales del país; en especial, el modo en que funciona el sistema escolar primario y secundario. Con este propósito, se examina la forma en que, a partir de los problemas de la diversidad y de la inclusión, puede desarrollarse una concepción del sistema escolar que no dependa de una autocomprensión monocultural, en el entendido que es precisamente un cambio en esta comprensión la que afectará positivamente la relación que las institucionales nacionales y sus ciudadanos mantienen con los extranjeros.

Palabras clave Chile; inmigración; interculturalidad; reconocimiento; sistema escolar

Abstract

The objective of the article is to offer an approximation to the migratory situation produced in Chile in the last two decades, from the perspective of the recognition theory. During this period, Chile has experienced, in fact, a substantial increase in the arrival of foreign immigrants. In particular, the text aims to develop a perspective on the impact on the Chilean compulsory school system and in relation to its characteristic monoculturalism, assuming that this last characterization defines the typical way of working of the country’s social institutions; especially, the way the primary and secondary school system works. For this purpose, we examine the way in which, from the problems of diversity and inclusion, a conception of the school system can be developed that does not depend on a monocultural understanding, in the understanding that it is precisely a change in this understanding that will affect positively the relationship that national institutions and their citizens have with foreigner people.

Keywords Chile; immigration; interculturality; recognition; school system

Presentación

Las formas de inclusión y exclusión experimentadas por los individuos en las modernas sociedades occidentales dependen, en partes importantes, del tipo de lazo social que forja y da contenido a las interacciones entre personas en diversidad de contextos. Tal es el caso de la escuela, vale decir, de instituciones en que tienen lugar los procesos de socialización e individuación de los estudiantes en los distintos —y altamente formalizados— niveles y modalidades del sistema escolar.1 Otro tanto puede decirse, por cierto, de agencias que cumplen roles de producción y reproducción de las prácticas de comunidades sociales históricamente situadas (Walzer, 1997).

La discusión teórica, por otra parte, ha evidenciado un notable progreso acerca de cómo comprender la relación entre los roles de las agencias o instituciones sociales y los procesos de socialización e individuación. Ello, por cuanto se ha desarrollado más de una aproximación a las dificultades para vincular las normas y las prácticas, así como para establecer sus correlatos en las disposiciones individuales y colectivas para el gobierno y la gobernanza. En relación con la educación, un aspecto central de este progreso reside en haber precisado que «no es meramente relativa», es decir, que debe entendérsela como un «bien» que ha de ser objeto de una «una justa distribución» (Walzer, 1997: 208), lo que implica sostener una objeción sustantiva contra la práctica de su distribución por reglas de intercambio o de mero mercado.

Las perspectivas de la identidad y la del reconocimiento son especialmente importantes, puesto que, al tratarlas explícitamente, pueden responderse preguntas vinculadas con el rol que juega la historia en el desarrollo de la identidad personal, respecto de la justificación de extender a la identidad colectiva las estrategias para analizar la identidad personal y, en fin, para comprender el rol de los mecanismos de reconocimiento social de «otros» significativos. Especialmente en términos de afirmación positiva de las diferencias entre individuos y grupos, sobre todo cuando estos últimos no pertenecen a las comunidades de origen o presentan condiciones de desventaja respecto de comunidades mayores (Alarcón, 2020). Importa reiterar que responder a estas cuestiones forma parte de la base para comprender instituciones y prácticas sociales (Walzer, 1997) y, en consecuencia, explicar estos problemas contribuye a la tarea general de explicarnos a nosotros mismos.

En relación con esta serie de cuestiones, el artículo aborda las problemáticas expuestas desplegando un análisis que busca, primero, identificar algunos de los rasgos más salientes de las llamadas «políticas de la identidad» y «políticas del reconocimiento»; segundo, caracterizar el sistema escolar chileno, poniendo especial atención a los rasgos presentados por el fenómeno migratorio en el país; y, tercero, avanzar en la línea de orientar la discusión relativa al sistema educativo chileno y su característico mono-culturalismo en función de lo que se propone llamar una forma de «interculturalidad ampliada».

Nota metodológica

El artículo lleva a cabo una interpretación de los principales autores de la así llamada «teoría del reconocimiento», esto es, Charles Taylor y Axel Hönneth, intentando precisar su forma de conceptualizar las cuestiones de la «identidad», el «reconocimiento» y la «interculturalidad», como guía para establecer a partir de ellos una base que permita analizar la situación del sistema escolar chileno. La selección de los textos analizados deriva de la aplicación del criterio de relevancia respecto de la discusión teórica sobre el reconocimiento, así como de su pertinencia para ser aplicada al contexto del sistema escolar chileno.

En relación con el sistema escolar, dada su orientación, el texto se limita a considerar la situación migratoria en términos de algunos antecedentes cuantitativos y respecto de la forma en que es enunciado su propósito en el texto de la Ley General de Educación, como se verá más adelante. El sentido de la introducción de estos antecedentes obedece a la intención de caracterizar la idea de que la inmigración extranjera es para Chile, en general, y para su sistema escolar, en particular, una cuestión cualitativa. Es decir, que la creencia de que los inmigrantes «están por todas partes» no es más que el efecto de un imaginario social que afecta la naturaleza y función del sistema educativo.

Finalmente, al considerar ambos aspectos —la literatura teórica de la teoría del reconocimiento y la situación del sistema escolar chileno— se pone en juego la hipótesis del trabajo respecto de superar el monoculturalismo por una forma de interculturalidad ampliada, entendida como la posibilidad de integrar en el horizonte o el paisaje moral de nuestra identidad a quienes no constituyen de suyo parte de nuestra identidad cultural.

De la identidad, del reconocimiento y de la interculturalidad

Las cuestiones de la identidad personal y colectiva, así como la discusión respectiva acerca de la función del reconocimiento en relación con ella, forman parte relevante de las explicaciones que se ofrecen sobre los rasgos de las crecientes transformaciones experimentadas en las modernas sociedades occidentales. Un factor que motiva la necesidad de aclarar las relaciones entre identidad y reconocimiento proviene, desde luego, del debate concerniente a la legitimidad o no de la integración de ciudadanos a comunidades políticas de destino, distintas a las de sus comunidades de origen (Castles, et al., 2014). La tensión generada por este fenómeno produce profundas discrepancias y genera, además, mermas significativas o reconocimientos internacionales de las naciones y sus gobiernos, conforme hayan sido capaces de resolver o no los dilemas que se enfrentan.

La inmigración se ha venido transformando así, de hecho, en uno de los principales desafíos de las sociedades de occidente. Algunos sostienen que es su «problema» principal.2 Y aunque este no es el lugar para entrar en detalles al respecto, la cuestión migratoria toca el centro de los principios básicos de comunidades políticas basadas en el respeto jurídico de los derechos tanto como del auto-respeto. En particular, y entre otros varios aspectos, reabre el debate acerca de la eventual necesidad de un sistema jurídico internacional.

En ese sentido, Charles Taylor es reconocidamente una de las principales voces en la discusión entre comunitaristas y liberales, y su perspectiva brinda claridad acerca de cómo conceptualizar las cuestiones de la individuación y de la identidad de grupos o de pueblos.

Respecto de esta distinción, Taylor ofrece una aproximación que permite justificar la diferencia entre ambas, aludiendo en el primer caso al sentido psicológico de «la identidad» y a la formación de las identidades colectivas. En relación con ello, en el sentido psicológico o individual, Taylor sostiene que pese a la dificultad que presenta ofrecer una definición estricta de tal identidad (la «mía»), “se podría decir que […] define de alguna manera el horizonte de mi mundo moral” (Taylor, 1996: 10). Ello ocurre en el mismo sentido en que mi «identidad social» me inscribe en un espacio determinado, es decir, “me sitúa en el paisaje moral” (Taylor, 1996: 11). Las imágenes introducidas con las expresiones «horizonte» y «paisaje», conciernen aquí a la pertenencia a una comunidad común de valoraciones que inscribe a una persona en su comunidad de referencia.

Sin embargo, en opinión de Taylor, la solo referencia al «eje moral» no permite entender por qué el término «identidad» es fundamentalmente moderno. La razón del carácter moderno de la identidad personal se muestra a propósito de la necesidad de haber admitido previamente “la idea de que cada ser humano tiene su propia manera de ser” (Taylor, 1996: 11) y que los asuntos relativos al horizonte último no se plantean únicamente en el registro de lo universal; más bien recaen sobre los individuos, lo cual lo atribuye Taylor a la «revolución igualitarista» que identifica con Herder.

Este contexto es aquel en el cual aparece para Taylor la identidad como “algo personal, potencialmente original e inédita […] inventada o, asumida [es el contexto] que hace ver […] las relaciones entre identidad y modernidad” (Taylor, 1996: 12). Antes de esta referencia a lo individual, una noción de identidad no podía ser moderna, porque dependía, en primer lugar, exclusivamente de lo universal; en segunda instancia, porque los horizontes estaban ya pre-establecidos; y, finalmente, porque tales horizontes venían completamente definidos. Una vez perdida la influencia del rango para el destino social del individuo y abierto el espacio de la negociación con el entorno y la historia de cada quien, solo entonces, se ha entrado en una sociedad (cada vez) más igualitaria.

No obstante, faltaba algo más que la «revolución igualitarista»:

Se necesitaba también esta revolución expresivista […] que reconoce en cada individuo su propio modo de ser humano y que […] le conjura a realizarlo en toda su originalidad […]. Esto otorga un nuevo sentido, más radical, al ideal de la autenticidad, a la fidelidad hacia uno mismo (Taylor, 1996: 12-13).

Este segundo eje desemboca, en consecuencia, en la identidad de grupo, en la medida que implica la expresión de la propia identidad como parte de aquello que define a un individuo formando parte de una cierta comunidad de referencia.

En otro texto, El multiculturalismo y la política del reconocimiento (2009), Taylor ahonda estas cuestiones relativas a la identidad y el reconocimiento y las conecta con el multiculturalismo. En tal contexto, se hace más clara la cuestión de la forma en que el «igualitarismo» se coordina con el «expresivismo», esto es, el modo en que la identidad individual se relaciona con la de la comunidad.

Para Taylor, el reconocimiento es una necesidad humana vital, derivada del paso que hay desde sociedades pre-modernas, centradas en el «honor», hacia sociedades modernas, que propugnan la «dignidad», y está vinculado estrechamente a la identidad. La identidad, sostiene Taylor, es una fidelidad que me debo a mí mismo, una autenticidad que surge en diálogo con los otros. Mi identidad propia depende de mis relaciones dialógicas con los demás (Taylor, 2009: 65); tal identidad, sin embargo, puede fracasar en su realización, esto es, puede no ser reconocida, en la medida que estoy ligado a una comunidad minoritaria, discriminada por su origen racial (afroamericanos), de género (mujeres o comunidades LGBTQ+) o cultural (migrantes).

Por ello es por lo que la modernidad filosófica —de Rousseau a Hegel, pasando por Kant— desarrolló la idea de un “reconocimiento igualitario” (Taylor, 2009: 67-69), que persigue primariamente la «igualación», esto es, la exigencia del mismo reconocimiento a que nuestra dignidad personal nos hace merecedores.

No obstante, este logro de la Modernidad evidencia sus límites cuando se ve enfrentado a identidades minoritarias o de grupo. Aquí se percibe la tensión entre el derecho que todos pueden reclamar de ver respetada su identidad, con el derecho reclamado por las mayorías a la mayor importancia de su identidad de grupo, respecto de las identidades minoritariamente representadas en la comunidad. Esta tensión produce una tendencia a la homogeneidad que limita y disminuye y, en el extremo, puede anular, la afirmación de identidades de grupos o minorías raciales, de género o culturalmente diversas.

Por ejemplo, sin duda alguna es valioso que los estudiantes de Enseñanza Básica (Primaria) y de Enseñanza Media (Secundaria) de Chile asistan a clases, dado el carácter obligatorio, legalmente establecido, de 12 años de escolaridad en la educación chilena, y que la cobertura de la matrícula se mantenga al mínimo o que incluso crezca año a año; pero es poco razonable que el currículo nacional sea principalmente monocultural, puesto que se deja poco o nulo espacio al reconocimiento de las identidades de minorías étnicas (pueblos originarios) o a las minorías multiculturales (inmigrantes) presentes en el país. En esta situación, lo que termina por acontecer es que “las culturas minoritarias o suprimidas son constreñidas a asumir una forma que les es ajena” (Taylor, 2009: 77): mapuches, aymarás o haitianos deben aprender español y los estudiantes chilenos no están obligados a la reciprocidad cultural que derivaría razonablemente del igual reconocimiento que, por principio, todos mereceríamos. En el contexto de esta tensión, parece exigible una «política de la diferencia»:

En el caso de la política de la diferencia, también podríamos decir que se fundamenta un potencial universal, a saber: el potencial de moldear y definir nuestra propia identidad, como individuos y como cultura. Esta potencialidad debe respetarse en todos por igual. Pero, al menos en el contexto intercultural, surgió una exigencia más poderosa: la de acordar igual respeto a las culturas que de hecho han evolucionado (Taylor, 2009: 75).

Para ello, Taylor recurre a Hegel y su famosa figura del amo y el esclavo que decanta, finalmente, en el reconocimiento recíproco entre iguales. El punto de Taylor es que las sociedades modernas se hacen, desde hace un tiempo, cada vez más multiculturales y porosas, por lo que debemos reconocer que en su interior conviven culturas diferentes, a las que no sólo debemos dejar sobrevivir o tolerar, sino que “debemos reconocer su valor” (Taylor, 2009: 104). Ello estaría supuesto por la exigencia de «igual reconocimiento» de la dignidad de todos y todas. Un rol fundamental cumpliría aquí la educación:

Un foco importante […] son las facultades de humanidades universitarias, donde se formulan demandas para alterar, ampliar o eliminar el «canon» de los autores acreditados, porque quienes en la actualidad gozan de preferencia son, casi exclusivamente, «varones blancos muertos». Debe darse mayor lugar a las mujeres y a las personas de razas y culturas no europeas. Un segundo foco es el de las escuelas secundarias, donde, por ejemplo, se intenta desarrollar un programa afrocéntrico destinado en especial a los alumnos de las escuelas negras (Taylor, 2009: 106).

Por último, el multiculturalismo lo entiende Taylor —replicando con ello una imagen cara a Gadamer— como una “fusión de horizontes” (Taylor, 2009: 108), es decir, como el lugar donde convergen distintas experiencias humanas.

Por otro lado, el filósofo y sociólogo alemán Axel Hönneth, ha desarrollado un conjunto de reflexiones desde la ética de la acción comunicativa en relación con la noción de «reconocimiento». Lo ha hecho en «Identidad y desprecio» (1992) y en «El reconocimiento como ideología» (2006).

La tesis principal de Hönneth en el primero de los textos, esto es, «Identidad y desprecio», es que la identidad de la persona se ve afectada por la ofensa y por el desprecio. De este modo, el artículo comienza sosteniendo que “la integridad de la persona humana depende constitutivamente de la experiencia de reconocimiento del sujeto” (Hönneth, 1992: 78) o, dicho inversamente, la experiencia del desprecio personal, al denigrar a la persona, no la reconoce como sujeto. Reconocimiento y desprecio se sitúan, así, en los dos extremos de una línea que gradúa el mayor o menor respeto a la integridad personal.

En términos de Hönneth, la ofensa y el desprecio constituyen la otra cara de la moneda del reconocimiento. En el segundo de los artículos mencionados, «El reconocimiento como ideología», define «reconocimiento» diciendo que se trata de la “afirmación positiva de sujetos o grupos” y agrega que en un acto de reconocimiento no se puede reducir a meras palabras o declaraciones simbólicas, porque “es ante todo mediante el correspondiente modo de comportamiento como es generada la credibilidad que para el sujeto reconocido es de importancia normativa” (Hönneth, 2006: 134). En consecuencia, para Hönneth, el reconocimiento no es una mera especulación o teorización, sino que se expresa en actos concretos como el amor por el otro, el respeto del derecho de todos o la solidaridad con otros. Más aún, el amor, el derecho y la solidaridad constituyen “tres patrones del reconocimiento” (Hönneth, 1992: 86). Tales patrones tienen para el sujeto una «importancia normativa», es decir, mantienen una relación conceptualmente intrínseca con su identidad y cobran sentido a partir de su condición de reserva normativa.

Hay una conexión evidente entre tal comprensión del reconocimiento y una noción que Hönneth desarrolla en el primero de los artículos referidos: la noción de «dignidad». Si se examinan estos análisis desde la perspectiva del inmigrante y de la inmigración extranjera a sociedades mayoritarias de destino, las categorías de «reconocimiento» y de «dignidad humana» debieran serle constitutivas a éstas. Sin embargo, si estamos aludiendo a ellas es porque, en ocasiones, dicha correspondencia no se establece o simplemente no existe: el inmigrante es objeto de malos tratos o de discriminación o, con lenguaje de Hönneth, su integridad como persona se ve afectada por el desprecio o por la ofensa (Hönneth, 1992: 82).

Así, la contracara del reconocimiento lo constituyen la ofensa y el desprecio, puesto que constituyen agresiones que se dirigen a la dignidad de la persona. ¿Qué entiende Hönneth por «ofensa» y por «desprecio»? Para Hönneth, ambas son formas de reconocimiento negado. “Mediante conceptos negativos de esta índole se designa una conducta que no representa ya tanto una injusticia, dado que menoscaban a los sujetos en su libertad o le ocasionan daños” (Hönneth, 1992: 80). Más bien se refiere a aquel aspecto de una conducta dañina por la que las personas son “heridas en su comprensión de sí mismas que han adquirido por vías intersubjetivas” (Hönneth, 1992: 80).

Hönneth reconoce que «ofensa y desprecio» se presentan en distintos escenarios, que van de la humillación a la degradación de la persona pasando por la negación de sus derechos fundamentales. El problema de fondo es que la persona a quien se niega reconocimiento ve negada la igualdad de sus derechos, así como ve afectado su valor como persona. Valga redundar en este punto: quien padece esta situación queda “estructuralmente excluido de la posesión de determinados derechos dentro de una sociedad” (Hönneth, 1992: 81). Tanto es así, que quien es víctima del desprecio o de la ofensa puede decirse que sufre algún tipo de «muerte psíquica», «muerte social» o alguna forma de «ultraje» (Hönneth, 1992: 82).

Unos años más tarde, en «El reconocimiento como ideología» (2006), Hönneth hace una importante precisión. Con todo lo valioso de su planteamiento, con lo necesario que es reivindicar la dignidad de la persona y desterrar la discriminación o el desprecio en una sociedad, se pregunta por la calidad del reconocimiento. ¿Puede el reconocimiento tener consecuencias negativas? o, dicho en términos de Hönneth, ¿puede el reconocimiento transformarse en ideología? La respuesta de Hönneth es que el peligro existe, por lo que propone distinguir entre formas del reconocimiento ideológicas y las exigidas moralmente, que hemos descrito con anterioridad.

¿Qué caracteriza una forma de reconocimiento ideológica? Una de las características de este aparente o falso «reconocimiento» es que reconocer a alguien puede llegar a significar “inducirlo, en virtud de requerimientos repetidos y continuados de forma ritualizada, exactamente al tipo de autocomprensión que encaja adecuadamente en el sistema establecido de expectativas de comportamiento” (Hönneth, 2006: 130). Se trata, en consecuencia, del «uso» del reconocimiento como una «tecnología social» de integración que justifica formas de «inclusión forzada» que, examinadas más de cerca o más objetivamente, revelan en verdad patrones de negación, de reconocimiento negado. Así, Hönneth quiere alertar acerca de ciertas formas de reconocimiento que pueden transformarse en formas de sumisión encubiertas (Hönneth, 2006: 131).

Cabe mencionar, por último, uno de los trabajos finales de Paul Ricoeur sobre el reconocimiento. Sin ánimo de redundar en lo ya dicho, ni ahondar en sus estudios sobre Kant, Hegel y Bergson, es interesante la tesis que quiere desarrollar Ricoeur, que coincide con las expuestas anteriormente:

Poniendo en práctica esta convicción, mi hipótesis de trabajo sobre una posible derivación de las significaciones en el plano del concepto encuentra un apoyo y un estímulo en un aspecto significativo de la enunciación del verbo en cuanto verbo, a saber, su empleo ya en la voz activa —reconocer algo, objetos, personas, a sí mismo, a otro, el uno al otro—, ya en la voz pasiva —reconocido, pedir ser reconocido—. Mi hipótesis es que los usos filosóficos potenciales del verbo reconocer pueden ordenarse según una trayectoria que va desde el uso en la voz activa hasta el uso en la pasiva (Ricoeur, 2006: 33; destacado nuestro).

El reconocimiento expresa, para Ricoeur, la expectativa que puede ser satisfecha sólo en cuanto el reconocimiento es «mutuo», por lo que corresponde atribuir al reconocimiento una función fundamental en las relaciones recíprocas entre seres humanos que se respetan mutuamente y cuyo respeto mutuo es la base de la construcción del sentido de sus vidas.

La inmigración y la forma del sistema escolar chileno

Los movimientos migratorios constituyen una de las características de las sociedades modernas (Castles, et al., 2014). De hecho, se estima que el 3.2% de la población mundial vive fuera de su país de origen, lo que equivale a cerca de 214 millones de personas (OIM, 2018). Desde esta perspectiva, la significación de la migración de personas y de grupos se vuelve paulatinamente un fenómeno relevante para explicar las transformaciones culturales de diversos lugares y contextos (Cierani, et al., 2014; Pavez-Soto, 2017).

Pavez-Soto (2017) observa que, conforme a datos de 2016, en “América Latina y el Caribe existen aproximadamente 7.6 millones de personas migrantes, de las cuales 62.8% representa flujos migratorios entre países de la región” (99). Asimismo, sostiene que “el promedio regional de niñas y niños nacidos en un país distinto al de residencia es de 10.5% y no existe un país cuyo porcentaje supere 30%” (Pavez-Soto, 2017: 99). Tal número de población infantil corresponde a niños y niñas que participan en flujos migratorios familiares.

Chile no es la excepción a esta regla general. Desde mediados de la década de los 90, y con mayor fuerza a partir del año 2000, el país se ha consolidado como polo de atracción para personas que, en su mayoría, provienen de naciones de la región latinoamericana, particularmente de Perú, Argentina, Bolivia y, recientemente, Colombia y Haití. En efecto, estos son los colectivos más numerosos, representando en conjunto cerca de 63% del total de extranjeros/as en el país (Vargas, 2018).

El incremento en la migración sur-sur y, particularmente, con destino a Chile, se debe, según Galaz, et al. (2017) al crecimiento económico alcanzado por el país durante la década de los 90´s, que promedió tasas del 7% anual, lo que permitió mayor estabilidad social, económica y también política, generando atracción para los habitantes de países vecinos (Vargas, 2018).

De acuerdo con el último informe del Instituto Nacional de Estadísticas de Chile (INE, 2017), y, en concordancia con la información recabada mediante el Censo respectivo, la cantidad y porcentaje de inmigrantes internacionales, según período de llegada al país, ha aumentado en un 60.2% desde antes de los 90´s hasta el período de 2010-2017. En el Censo de 2002, 1.27% de la población residente era inmigrante; 15 años después, el 19 abril de 2017, se censó 746.465 inmigrantes residentes, lo que representa 4.35% del total de la población residente en el país (con información declarada en lugar de nacimiento).

En cuanto a cantidad bruta de inmigrantes, la Región Metropolitana es el lugar preferido para radicarse. Sin embargo, en cuanto a porcentajes, en Santiago los inmigrantes representan un 7% del total de la población, ubicándose en el cuarto lugar nacional, mientras que en la región de Arica y Parinacota corresponden a un 13.7% de la población, siendo ésta la región con mayor porcentaje de inmigrantes con relación a población total del país. Por su parte, en los últimos años la migración internacional en la Región del Maule ha tenido un aumento significativo, alcanzando cifras cercanas a las 10.780 personas según el Censo 2017.

Pasemos desde los antecedentes empíricos a lo que cabría llamar la «forma» del sistema escolar chileno, visto desde la perspectiva de sus particularidades para atender a la población migrante. Es decir, intentando hacer pie en una descripción del sistema escolar, en plan de evaluar, digamos, su mayor o menor inclinación para ser considerado un sistema mono, inter o multicultural (Chile. Ministerio de Educación, 2018).

En la legislación chilena, el artículo 4to de la Ley Nº 20.370 General de Educación (Chile. Ministerio de Educación, 2009) establece que el Estado otorgará educación obligatoria en los niveles de enseñanza básica y media, que asegurará el acceso y permanencia de los estudiantes, proveerá educación gratuita y de calidad, promoviendo la inclusión social y la equidad y velará por la igualdad de oportunidades y la inclusión educativa. A partir de la esta declaración legal, contenida en una ley de rango constitucional, podemos comenzar por representarnos la situación a que queremos aproximarnos.

Parte importante de las consecuencias de estas declaraciones se revelan, es lo que suponemos, no tanto en la práctica educativa real, sino en cómo compatibilizan ellas con los sentidos fundamentales conforme a los cuales se juzga un sistema educativo. Si preguntamos, entonces, si acaso el sistema educativo tiene la obligación de enseñar a todos los niños y las niñas “¿el valor de sus acuerdos constitucionales y las virtudes de sus fundadores, héroes actuales y líderes?”; lo mismo que si preguntamos respecto de si la enseñanza que se lleve a cabo, “¿no interferirá o competirá con la socialización de esos niños y niñas, que se produce en el seno de sus diversas comunidades culturales?” (Walzer, 1998: 99-100), obtendremos como respuestas algunas consecuencias controversiales.

En efecto, la respuesta a la primera pregunta es que evidentemente el valor de los acuerdos constitucionales y las virtudes que fomentan el respeto por «fundadores, héroes y líderes», debe ser transmitido a las nuevas generaciones y que es cierto que eventualmente el sentido conforme al cual se orienta ese mismo sistema, cuya orientación educativa tenderá a la unidad, colisionará con la socialización de niños y niñas en sus respectivas comunidades culturales.

Esta constatación no tiene, por cierto, por qué encontrar un correlato más allá del que presenta en la forma en que la hemos puesto en evidencia. Efectivamente, puede darse una situación en la que comunidades culturales particulares se hallen en conflicto, o al menos en competencia, con la comunidad cultural general, que puede ser identificada con la «idea» de nación.

Es decir, si como ocurre con los estados nacionales que privilegian una comunidad (general, digamos) por sobre otras (particulares, digamos), puede darse el caso que minorías nacionales deban enfrentarse a la dificultad de tal conflicto o competencia con la mayoría nacional: el régimen nacional “tiene una necesidad mayor de ciudadanos (en particular si está organizado democráticamente), de hombres y mujeres que sean leales, competentes y que estén comprometidos y familiarizados con el estilo, por así decirlo, de la nación dominante” (Walzer, 1998: 102).

En tales casos, las comunidades nacionales mayoritarias pueden pretender usar el sistema educativo como un medio para producir la unidad de conciencia que se necesita para sostener su identidad qua nación. Una unidad que es inherente a la nacionalidad y que es también fundamental para su identidad, entonces, se requiere como mecanismo de preservación histórica de la comunidad cultural, la cual, entre otras agencias sociales, se lleva a cabo mediante la existencia de escuelas estatales para producir el tipo de ciudadanos requeridos por la unidad nacional:

Por ejemplo, en Francia a los árabes se les enseñará a ser leales con el Estado francés, a comprometerse con la política francesa, a ser competentes en las prácticas y en los modos en que se expresa la cultura política francesa y a conseguir una buena formación en historia política francesa y en sus estructuras institucionales (Walzer, 1998: 102).

En Francia, de hecho, es común el parecer que padres e hijos árabes acepten estos objetivos educativos y ello es evidente en que afirman su compromiso árabe o musulmán mediante el simbolismo de su vestimenta, sin pretender cambiar el currículo. La situación aparenta que los árabes están satisfechos “con mantener su propia cultura en las escuelas no estatales, en sus centros religiosos y en su vida familiar” (Walzer, 1998: 102). Lo que equivale a decir que mientras que en la vida pública parecen estar dispuestos a aceptar condiciones de «asimilación», en la vida privada, en cambio, reclaman libertad para expresar y cultivar su identidad cultural de minoría nacional.

La comparación entre la dimensión pública y privada para el caso examinado es interesante por varias razones. Entre ellas, porque sugiere la forma característica de un sistema educativo como el chileno, que ha visto subordinar su condición pública a la prevalencia de lo privado. En efecto, en Chile la educación privada es proporcionalmente mayor que la pública, al menos en términos de la distribución de su matrícula, e inclusive la introducción de normas para fortalecer la educación pública se ha visto fuertemente limitada por la enorme influencia del comparativamente mayor capital invertido en la educación privada. Al punto que lo que está en cuestión es, ¡nótese la inversión!, el sentido de la educación pública, puesto que la privada goza de excelente salud.

Chile, por supuesto, no ha experimentado esta que podemos llamar la «primera tensión» entre minorías y mayorías de carácter nacional. Salvo que se piense no ya en minorías como las árabes y musulmanes, que son, para todo efecto, «foráneas», sino en minorías étnicas como los mapuches. Si pensamos así, la amenaza cultural representada para la identidad nacional mayoritaria por tal minoría, mutatis mutandis ha estado bastante controlada por efecto tal vez del peso mayor de la ciudadanía. La amenaza cultural cobraría relevancia como consecuencia del incremento de la resistencia, en países como Francia y como Chile, al hecho que ellos se conviertan “en sociedades (similares a las) de inmigrantes” (Walzer, 1998: 102). Esta constituiría una «segunda tensión», provocada por un proceso histórico en que, a la existencia de una tensión entre mayorías y minorías nacionales, se le sumaría la presencia de inmigrantes.

El efecto de esta segunda tensión en el sistema escolar debiera expresarse especialmente en lo que podríamos llamar «batallas curriculares», como ocurre, por ejemplo, en los Estados Unidos norteamericanos.

En este caso a los niños se les enseña que son ciudadanos individuales de una sociedad tolerante y pluralista, donde lo que se tolera es su propia elección de identidad y pertenencia cultural. En su mayoría, evidentemente, ya están identificados, debido a las «elecciones» hechas por sus padres o, como ocurre en el caso de las identidades raciales, a causa de su localización en un sistema social de diferenciación. Pero, en tanto que estadounidenses, tienen derecho a hacer elecciones posteriores y se les exige que toleren las identidades existentes y las elecciones posteriores de sus compañeros. Esta libertad y esta tolerancia constituyen lo que podemos llamar liberalismo norteamericano (Walzer, 1998: 102-103).

Ello hace suponer que la mayor prevalencia de inmigrantes extranjeros en la población chilena implicaría que Chile describiera un comportamiento en que las «identidades existentes» se combinaran con las «elecciones posteriores», configurando así una más laxa relación entre pasado y futuro. «Más laxa» decimos, porque hasta el momento, es un hecho que las «elecciones posteriores», vale decir, la libertad de elegirla está especialmente condicionada por las «identidades existentes», es decir, la identidad que se hereda como consecuencia de la pertenencia de la identidad a una realidad cultural que nos antecede.

El caso es que Chile parece hoy lejos de constituirse en una sociedad de inmigrantes, en la que tienen lugar «batallas curriculares» culturalmente relevantes, en términos de las diferencias entre grupos. En gran medida, de hecho, el sistema escolar chileno opera como un conjunto de dispositivos que garantizan la continuidad de las condiciones de origen de los estudiantes. Lejos todavía, entonces, de ese cambio atribuido al multiculturalismo, que “consiste en formar a los niños en la cultura de los otros, en introducir el pluralismo de la sociedad de inmigrantes en las aulas” (Walzer, 1998: 104).

El sistema escolar chileno funciona de tal manera que hace que todos los niños y niñas se incorporen a lo «chileno», es decir, en hacer que se hagan tan similares a quienes pertenecen a la identidad nacional surgida a comienzos del siglo XIX: una identidad tan homogénea como sin relieves, propia de un Estado nacional republicano. El «liberalismo norteamericano», esa versión de la combinación entre pasado y futuro, que se conjugara tan singularmente en la sociedad de inmigrantes que constituye a los Estados Unidos, aún no tiene lugar en Chile.

Integración y exclusión: ir más allá del monoculturalismo

Para concluir este trabajo, quisiéramos hacer la siguiente reflexión que encierra una propuesta: dada la presencia de los estudiantes migrantes en el sistema escolar chileno y la deuda pendiente con los pueblos originarios, nuestra reflexión apunta a la necesidad de construir un sistema educativo interculturalmente amplio: la amplitud supondría reconocer a Chile como un país diverso que debe dejar atrás su carácter monocultural y que debe complejizar su comprensión de la interculturalidad. Procuraremos fundamentar estos comentarios finales.

Desde el inicio del presente artículo propusimos la idea de ir más allá del monoculturalismo, es decir, dejar atrás la concepción, según la cual solo una cultura domina el discurso y la identidad nacional, y que considera ajenas o, incluso bárbaras, a los otros discursos e identidades que se encuentran en la misma nación. Desde una perspectiva política, nos motivaron algunas preguntas relativas a la integración de personas migrantes a nuestro país o al reconocimiento de sus particularidades. Finalmente, hemos tenido como telón de fondo de estas reflexiones el currículo nacional que es mayoritariamente monocultural.

Volvamos brevemente un documento que ya hemos citado y saquemos otras consecuencias. Nos referimos a la Ley General de Educación, específicamente el artículo 3to de la Ley Nº 20.370 (Chile. Ministerio de Educación, 2009), porque ahí se garantizan algunos derechos fundados en la Constitución de la República y en los Tratados Internacionales que deben ser tomados en cuenta en esta reflexión. Los principios que nos interesan resaltar son los siguientes: d) equidad del sistema educativo, f) diversidad, k) integridad e inclusión y m) interculturalidad.

Respecto de la «equidad» del sistema educativo, éste propenderá a asegurar que todos los estudiantes tengan las mismas oportunidades; la «diversidad» apunta a que el sistema educativo chileno debe respetar, entre otras cosas la diversidad cultural; la «integridad e inclusión» es uno de los puntos centrales: “Asimismo, el sistema propiciará que los establecimientos educativos sean un lugar de encuentro entre los y las estudiantes de distintas condiciones socioeconómicas, culturales, étnicas, de género, de nacionalidad o de religión” (Art. 3; letra k) Cuando menos, como norma, la Ley General de Educación garantiza el cruce de distintas culturas.

A ello se suma, como sosteníamos, la propuesta intercultural. “El sistema debe reconocer y valorar al individuo en su especificidad cultural y de origen, considerando su lengua, cosmovisión e historia” (Art. 3; letra m). Interesa destacar aquí que la redacción de la norma se expresa mediante un imperativo, relativo al reconocimiento y valoración de las particularidades de los estudiantes no chilenos, en especial, su idioma, concepción de mundo e historia. Este es el punto que nos permite instalar y proponer la discusión sobre la interculturalidad.

Referirnos a la interculturalidad supone abrirnos a un ámbito de discusión amplísimo, que supera el alcance de estas reflexiones finales. Por ello, debido a la formación inicial de los autores del presente texto, quisiéramos circunscribirnos, más bien, a bosquejar su concepto. Algunos autores atribuyen el origen de la noción de interculturalidad a la moderna noción de «cosmopolita» o «ciudadano del mundo» desarrollada por Kant en Sobre la paz perpetua (1998). En dicho texto, habla Kant de la hospitalidad y la entiende como “el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio de otro” (1998: 27) Cuestión que no es menor si se tiene en cuenta la antigua tensión entre lo local y lo foráneo.

Del mismo modo, otros autores han sintetizado las características de la noción de interculturalidad de la siguiente manera: no se busca tomar una posición monolítica o absoluta; no es posible universalizar una forma de comprender el mundo; por lo mismo, no existe una verdad única; existe una racionalidad universal que se manifiesta de distintas maneras a lo largo y ancho del mundo; en especial, la interculturalidad “está representada por un proceso de emancipación de todo tipo de centrismo, ya sea europeo ya sea no europeo” (Mall, 2016: 71).

En otras palabras, la interculturalidad busca destacar el pluralismo, la diversidad y la diferencia que ciertas formas de pensar o discursos teóricos tienden a anular.

Por último, mencionamos una de las ideas que mejor expresa, a nuestro juicio, la noción de interculturalidad, que ha sido propuesta por Wimmer en su texto Filosofía intercultural. Allí, Wimmer propone la noción de «polílogo», que busca ir más allá de la noción de «diálogo». El «polílogo» es el entrecruzamiento de todas las culturas presentes en una sociedad.3 De ese modo,

las preguntas filosóficas, preguntas referentes a las estructuras fundamentales de la realidad, a la cognoscibilidad, a la validez de normas y valores, deben ser discutidas de modo que ninguna solución sea difundida antes de que sea realizado un polílogo entre tantas tradiciones como sea posible. Esto presupone la relatividad cultural de los conceptos y métodos, e implica una idea no-centrista de la historia del pensamiento humano (Wimmer, 1996: 18).

Referencias

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1Por razones de economía de expresión, el artículo sigue la norma convencionalmente admitida de utilizar formas masculinas para incluir al género femenino y masculino en una sola fórmula.

2Se acepta el uso de la expresión «problema» respecto de la migración, en el sentido desarrollado por Fornet-Betancourt: “la inmigración y los inmigrantes no son un «problema» (sic). Si hay un «problema» en la inmigración como dimensión de nuestra realidad humana, ese problema estaría más bien en la manera como respondemos o nos comportamos ante ella los que formamos parte de las sociedades «receptoras» y, con nosotros, nuestras instituciones” (2004: 36).

3Para Wimmer, siendo A, B y C tres formas distintas de pensamiento dentro de una cultura, los polílogos que se formarían serían los siguientes: AB, AC, BC.

Recibido: 11 de Mayo de 2021; Aprobado: 19 de Julio de 2021

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