Introducción
A lo largo de la segunda parte de su Nova Methodus Discendae Docendaeque Jurisprudentiae (1667), uno de los primeros y más famosos tratados de filosofía del derecho que escribe Leibniz, podemos encontrar dos definiciones complementarias de «jurisprudencia» (Aceti, 1957: 18). Mientras que la primera definición afirma que la jurisprudencia es “la ciencia del derecho relativa a un caso o hecho” (Massimo: 31; AA VI 1: 293);1 la segunda definición entiende por jurisprudencia “la ciencia de las acciones, en la medida en que son llamadas justas o injustas” (Massimo: 49-50; AA VI 1: 300). En ambos casos, en opinión de Aleksandra Horowska (2016: 557-558), la «jurisprudencia» se relaciona con el derecho, concretamente con la noción de justicia que mantendrá de forma consistente a lo largo de su obra, a saber, la justicia como la caridad del sabio (caritas sapientis). Teniendo esto en mente, en una carta dirigida a la electriz Sofía de Hannover —probablemente redactada en 1697—, Leibniz introduce las siguientes definiciones del prefacio de su Codex Iuris Gentium de 1693 para esclarecer su noción de justicia:
La justicia es una caridad conforme a la sabiduría.
La sabiduría es la ciencia de la felicidad.
La caridad es una benevolencia universal.
La benevolencia es un hábito de amar.
Amar es encontrar placer en el bien, la perfección, la felicidad de otro (Echeverría II: 78-79; GP VII: 549).
Un problema que se deriva de estas definiciones consiste en comprender su relación de cara al ámbito práctico, pues de la mera complacencia por el bien, la perfección y la felicidad del otro no se sigue que el sujeto deba actuar de tal o cual forma, lo cual es contrario al carácter normativo del derecho. Para que el derecho prescriba determinadas acciones, acorde a la necesidad moral de las mismas, es necesario que aquella complacencia del amor se vuelva efectiva, como sugiere a lo largo de su Méditation sur la notion commune de la justice de 1703, de modo que el sujeto de la acción no se conforme ni con la mera pasividad contemplativa del que se complace con el bien ajeno, ni se limite a abstenerse de hacer el mal al prójimo (Salas II: 92; Mollat: 55). Ser justos es buscar el bien, la perfección y la felicidad no sólo de un otro concreto, sino, como lo exige la definición anterior de caridad, de todo otro.
Para comprender el carácter normativo del derecho, en consecuencia, debemos analizar dos cosas: por un lado, la relación entre amor y acción, para lo cual analizaré la teoría leibniziana de la motivación moral, ampliamente estudiada por Gregory Brown;2 por otro lado, la relación entre caridad y sabiduría, a través de la cual Leibniz reivindica la distinción escolástica entre amor concupiscente y amor benevolente, a fin de desarrollar una teoría del amor desinteresado o, como prefiero denominarlo, virtuoso.
Motivación y complacencia
La relación entre amor y acción, en este sentido, se encuentra mediada por la teoría leibniziana de la motivación moral, la cual se sitúa en un punto intermedio entre el racionalismo moral y el sentimentalismo. En opinión de Jorati, “mientras que los racionalistas sostienen que la razón puede proveernos tanto de conocimiento como de motivación moral, los sentimentalistas niegan que la razón sea capaz de ambas cosas. En su lugar, los sentimentalistas insisten en que las emociones, sentimientos o pasiones son críticamente importantes para juzgar que algo es moralmente bueno o malo” (2014: 749). Leibniz, en efecto, mantiene una postura intermedia entre el racionalismo y el sentimentalismo moral, puesto que, por un lado, reconoce que la razón no es suficiente para comprender la motivación de un acto, de modo que es necesario acudir a ciertos estados afectivos del agente moral, como lo es el placer,3 y, por otro, sostiene que la voluntad siempre se determina a actuar en virtud del mayor bien aparente (OFC II: 135; AA VI, 4B: 1450; véase también Roldán: 185; AA VI, 4B: 1380), para lo cual es necesario que el sujeto sea capaz de discernir o deliberar entre distintos bienes. Aunque el placer y el amor son suficientes para dar fe de nuestras acciones, el mero impulso del amor no es suficiente para que nuestros actos sean justos, de ahí que su noción de justicia implique concebir la caridad en conformidad con la sabiduría (Salas: 516).
La teoría leibniziana de la motivación moral parte de dos tesis fundamentales: en primer lugar, que toda elección racional, tal y como se aprecia en su correspondencia con Pierre Coste, “sigue la mayor inclinación, bajo la cual comprendo tanto pasiones como razones verdaderas o aparentes” (Roldán: 225; GP III: 401-402); en segundo lugar, que “la voluntad jamás se ve arrastrada a actuar a no ser por la representación del bien, que prevalece sobre las representaciones contrarias” (OFC X: 122; GP VI: 128; véase también:Andreu III: 88; Grua: 513), en cuanto que ésta “consiste en la inclinación a hacer alguna cosa en proporción al bien que ella encierra” (OFC X: 110; GP VI: 115). Lo cual implica, entre otras cosas, que aquello por lo cual se inclina nuestra voluntad está relacionado con la forma en que nosotros percibimos el bien o la perfección de algo. Que nuestra voluntad tienda siempre a buscar el mayor bien aparente, en consecuencia, significa que ésta se determina a actuar en proporción al bien que podemos percibir,4 incluso en aquellos casos en los que nuestra acción no se sigue de un proceso deliberativo, tal y como se aprecia en el siguiente pasaje de sus Nouveaux essais:
Todas nuestras acciones no deliberadas resultan de la confluencia de pequeñas percepciones, e incluso nuestras costumbres y nuestras pasiones, que tanto influyen en nuestras deliberaciones, provienen de ellas: dichos hábitos nacen poco a poco, y por tanto sin las pequeñas percepciones no llegaríamos a configurar disposiciones tan apreciables. Ya indiqué que quien niega esos efectos en la moral se parece a las gentes poco instruidas que niegan los corpúsculos invisibles en física; y por el contrario, entre los que hablan de la libertad distingo algunos que, al no tener en cuenta esas impresiones insensibles, capaces de inclinar el fiel de la balanza, se imaginan una indiferencia completa en las acciones morales, como la del asno de Buridán, partido en dos entre dos prados. De eso hablaremos con mayor amplitud más adelante. Afirmo, sin embargo, que estas impresiones, sin obligar fatalmente son las que acaban por inclinarnos a un lado o a otro (Echeverría I: 120; GP V: 105-106).
Puesto que toda acción sigue la inclinación más fuerte y que sus inclinaciones se relacionan con la forma en la que percibimos el bien de algo, se siguen dos cosas: por un lado, que nuestras elecciones están determinadas por el grado de claridad y distinción de nuestras percepciones; por otro lado, que toda elección racional se encuentra íntimamente relacionada con el placer, en la medida en que el placer “no es otra cosa que la percepción de la belleza, del orden y de la perfección” (OFC II: 303; Couturat: 535; véase también OFC X: 290; GP VI: 282; y también Andreu III: 88; Grua: 513). Acorde al grado de claridad y distinción de nuestras percepciones, en primer lugar, se sigue que, si bien todo lo que ocurre en el alma depende de ella, no toda acción depende de su voluntad, ya que no todas sus percepciones son distintas, ni todas poseen el mismo grado de distinción (OFC II: 345; Robinet I: 35-37). De ahí que Leibniz sostenga que sólo “somos libres en cuanto nos veamos determinados a seguir la perfección de nuestra naturaleza, es decir, a la razón; sin embargo, somos esclavos en tanto que sigamos a las pasiones y a las costumbres o a los impulsos indeliberados que la razón no haya conformado anteriormente con un hábito de bien hacer” (Roldán: 28; Grua: 478).
Dada nuestra finitud constitutiva, en consecuencia, nuestras acciones implican una cierta mezcla entre acción y pasión, es decir, entre percepciones distintas y confusas que inclinan a nuestra voluntad (Roinila, 2007: 183), sin que por ello se siga necesariamente la acción, ya que la voluntad puede determinarse o bien por sus pasiones, o bien por la conclusión a la que llega mediante la deliberación, en cuanto que ésta “es la consideración de los argumentos contrarios acerca de un bien o un mal práctico” (Andreu III: 73; Couturat: 498).5 La diferencia entre un acto libre y uno que no lo es, en consecuencia, estriba en si la voluntad atiende a los argumentos o razones para preferir una cosa sobre otra o no. Cuando la elección se sigue de una deliberación, podemos decir que nuestra voluntad se determina no por sus pasiones, sino por aquello que su razón considera que encierra el mayor bien aparente. Para Leibniz, en este sentido, elegir es “establecer qué será mejor de entre varias cosas”, mientras que rechazar algo es “establecer qué será menos bueno” (Andreu III: 73; Couturat: 498).
Cuando Leibniz dice que la elección sigue la inclinación más fuerte y afirma que nuestras inclinaciones están relacionadas con la forma en la que percibimos o nos representamos el bien de algo, el filósofo de Hannover no sólo relaciona su teoría de la motivación con su teoría de la percepción, sino que también, en segundo lugar, establece una relación entre la elección racional y su noción de placer. El placer, en efecto, juega un papel fundamental dentro de la teoría leibniziana de la motivación moral, en cuanto que éste, según su La Felicité de 1694-1698, “es un <un conocimiento> o [un] sentimiento de <la> perfección [u orden] no solamente en nosotros, sino también en otros, pues entonces se despierta también alguna perfección <en nosotros>” (Andreu III: 106; Grua: 579). Dado que en el conocimiento puede ser o bien de hechos o bien de razón, en este mismo texto Leibniz distingue entre dos tipos de placer: por un lado, el placer de los sentidos, cuyo origen se encuentra en la percepción confusa de alguna perfección que se da a través de nuestras sensaciones (Andreu III: 106; Grua: 579-580); por otro lado, el placer del espíritu, el cual “consiste en el conocimiento de las perfecciones por sus razones, es decir, en el conocimiento del Ser perfecto, que es la razón última de las cosas y de sus emanaciones” (Andreu III: 106; Grua: 580).
Aunque Leibniz reconoce que hay ciertos placeres de los sentidos que se aproximan a los placeres del espíritu, como los que se derivan de la música y de la simetría, también recomienda no dedicar mucho tiempo a este tipo de placeres, ya que, en su opinión, muchos de estos placeres sensuales “causan luego dolores mucho más grandes o mucho más prolongados, o impiden placeres mayores o más duraderos” (Andreu III: 108; Grua: 582). De ahí que nos veamos en la necesidad de una ciencia de la felicidad o sabiduría,6 la cual nos permita discernir entre distintos placeres y, en consecuencia, elegir sólo aquellos que encierran mayor perfección o bien. En el caso de los espíritus creados, sin embargo, ocurre que “no siempre es posible llevar el análisis de los bienes y males verdaderos tan lejos como para que podamos captar el placer y el dolor que implican, de modo que lleguen a conmovernos”, motivo por el cual recomienda “poner atención a las conclusiones de la razón, y seguirlas una vez comprendidas” (Echeverría I: 214; GP V: 173). La consecuencia inmediata de esto, acorde con lo anterior, es que los espíritus, en cuanto agentes morales, no sólo no deben desconfiar de los placeres que nacen de la inteligencia (Andreu III: 107; Grua: 580), sino que, además, deben privilegiar aquellos que los perfeccionan y que, por ende, contribuyen a su felicidad.
Ya sea que la causa del placer se encuentre en nosotros o en algo ajeno a nosotros, como lo es el bien, la felicidad y la perfección de los otros, la percepción de una perfección siempre representa un bien propio, ya que este sentimiento o conocimiento “excita alguna perfección en nosotros, porque la representación de la perfección lo es también en nosotros” (Andreu III: 108; Grua: 582). No es raro, en consecuencia, que Leibniz sostenga que “no hay nadie que haga algo deliberadamente, sino por causa de su propio bien”(Guillén: 73; AA VI, 1: 461).Aunque para algunos comentadores de Leibniz esto implica que su filosofía práctica parte de un egoísmo psicológico,7 a partir del cual entra en diálogo con Hobbes (Goldenbaum, 2009: 189-201),8 una persona auténticamente virtuosa no actúa a causa de su propia satisfacción, como si la razón de su obrar fuese el placer por sí mismo o como si su única motivación fuese un interés particular egoísta. Por tanto, para Leibniz —y en esto concuerdo con Jennifer Frey (2016: 603)— la motivación de la persona justa no es su propio placer, sino la perfección y el bien percibido.
La razón de esto es que, en sentido estricto, complacerse en la felicidad, el bien y la perfección de algo significa percibir el bien que eso encierra, con independencia del percipiente. El bien percibido, en opinión de Frey, “es objetivamente deseable o valorado con independencia de los estados psicológicos del agente” (2016: 602), de modo que el agente encuentra su motivación en la realización misma del bien y no tanto en el placer que se derive de su percepción. A partir de lo cual se sigue no sólo que el placer juega un papel central dentro de la teoría leibniziana de la motivación, sino también que existe un vínculo entre el amor y la acción, entendido por amor aquella “conmoción que produce en el alma el movimiento de los espíritus, que la incita a juntarse con la voluntad a los objetos que le convienen” (Andreu III: 91; Grua: 516). Esto mismo se puede apreciar en la carta dirigida a la electriz Sofía de Hannover que citamos al inicio de esta investigación, en concreto cuando afirma que:
Amar es encontrar placer en las perfecciones o atractivos, y sobre todo en la felicidad de otro. Así es como se ama a las cosas bellas, y sobre todo a las sustancias dotadas de inteligencia, cuya felicidad nos proporciona alegría y a las que queremos bien, por consiguiente, aun cuando nada nos ocurriese excepto el placer de verlas felices.Así es como se encuentra el ánimo de aquellos que tienen la dicha de conocer las incomparables virtudes de V.A.E.
Amar sobre todas las cosas es encontrar tanto placer en las perfecciones y en la felicidad de alguien que los restantes placeres ni se toman en cuenta con tal de disfrutar de ése. De donde se sigue que, según la razón, aquel a quien se debe amar sobre todas las cosas debe tener perfecciones tan grandes que el placer que proporcionan pueda difuminar todos los demás placeres.Y eso sólo le puede corresponder a Dios (Echeverría II: 76; GP VII: 546-547).
Caracterización del amor que concuerda con aquella que hace en su De justitia:
Llamo aquí amor al que habitualmente es llamado por escolásticos amor virtuoso, o amor de amistad. En este sentido, amar equivale a buscar por uno mismo la felicidad de otro, o, lo que viene a ser lo mismo, ser feliz con la felicidad de otro. Pero, como buscamos siempre lo agradable en sí mismo, resulta que disfrutamos de ello sin percibir ni esperar ninguna otra cosa a cambio o como recompensa en el futuro.Tal es realmente la felicidad de aquel que ama: el bienestar de un amigo lo convierte en un incremento de la felicidad propia (Salas: 107; Mollat: 36-37).
La caridad del sabio: del hábito a la virtud
De acuerdo con los Nouveauxessais de Leibniz, así como podemos distinguir entre dos tipos de placeres —los placeres de los sentidos y los del espíritu—, así también podemos encontrar dos formas de amor, i.e., dos formas de desear el bien y la perfección del otro: por un lado, el amor de concupiscencia, “que no es sino el deseo o sentimientos que se experimentan hacia aquello que nos proporciona placer, sin que nos importe si él a su vez también lo siente”; y, por otro, el amor de benevolencia, “que es el sentimiento que se experimenta por aquel que nos proporciona placer por medio del suyo o de su felicidad” (Echeverría I: 186; GP V: 150).9 Así, mientras que el primero nos conduce a centrarnos en nuestro propio placer y perfección, el amor de benevolencia nos mueve a desear “bienes a los otros, no por el provecho que de ahí nos toque, sino porque ello nos [gusta por sí mismo] es agradable en sí” (Andreu III: 109; Grua: 583). Si bien en ambos casos el amor se presenta como la complacencia en la felicidad y el bien del otro, en la concupiscencia el fin es el placer del agente y su propio provecho, mientras que en la benevolencia, como aclara en sus Elementa juris naturalis y en sus Elementa verae pietatis, el bien ajeno es deseado por sí mismo (Guillén: 78;AA VI, 1: 464; véase también OFC XI: 122;AA VI, 4B: 1357).
De acuerdo con este último texto, i.e., sus Elementa verae pietatis, la diferencia entre una cosa que es deseada por sí misma y otra que es deseada por su utilidad, también se puede apreciar en la forma en que el bien del otro nos produce deleite, ya que “si inmediatamente producen gozo, en esa misma medida se dice que son buscadas por sí mismas; en cambio, si sólo sirven para obtener otra cosa que realmente produce gozo, entonces se buscan sólo a causa de otro” (OFC XI: 122-123;AA VI, 4B: 1358). Esto nos permite afirmar que el tipo de amor al que se alude en su noción de caridad y, consecuentemente, en su definición de justicia, no es el amor por utilidad ni el amor de concupiscencia, sino aquel amor virtuoso de benevolencia que nos conduce a buscar el bien y la perfección del otro sin mediación de algo ajeno a sí mismo. De ahí que el bien y la felicidad del otro, en cuanto constituyen bienes objetivos que son deseados por sí mismos, adquieran un carácter normativo, y que, en consecuencia, Leibniz sostenga que “el lugar del otro es el verdadero punto de perspectiva tanto en política como en moral” (Andreu III: 6; Grua: 699).
Al deducir este principio moral de la noción de amor de Leibniz e introducirlo en su teoría de la justicia universal, sin embargo, observamos que aquel situarse en el lugar del otro conlleva cierta universalidad, en cuanto que, en palabras del hannoveriano, “la CARIDAD es una benevolencia general” (Andreu III: 109; Grua: 583). La noción de amor que Leibniz introduce en su definición de justicia, en consecuencia, implica formular una lógica de la alteridad en la que sólo es justo quien es capaz de establecer una relación no sólo con un otro concreto, sino también con todo otro (Guo, 2016: 207). Se trata, pues, de una benevolencia universal que consiste, en palabras de Leibniz, “en poner el propio provecho y el placer propio en aquello que redunda en bien público, en conmoverse profundamente por los males ajenos, y, si puedes prestar socorro, no dejar de hacerlo ni por las incomodidades [[que ello comporte]] ni siquiera por los peligros [[que se pueda correr]]” (Andreu III: 42; GP VII: 124). Al igual que un juez, para quien no basta situarse en el lugar de una de las partes, sino que sólo puede ganar objetividad en su juicio situándose en el lugar de todos los involucrados (Salas: 93; Mollat: 58), una persona sólo es justa cuando extiende aquel hábito de amar al otro a todos los miembros de la Ciudad de Dios (Casales: 2018), tal y como sostiene en el siguiente pasaje:
Ahora bien, el principio de la justicia es el bien de la sociedad, o por mejor decir, el bien general, pues todos nosotros somos parte de la república universal cuyo monarca es Dios, y la ley mayor vigente en esa República es que le procuremos al mundo la mayor cantidad de bien que podamos. Esto es infalible, supuesto que haya una providencia que gobierna todas las cosas, bien que los resortes que pone en juego estén aún ocultos a nuestros ojos. Por tanto, hay que tener por cierto que, cuanto más bien ha hecho un hombre o, al menos, ha intentado hacer con todas sus posibilidades (pues Dios, que conoce las intenciones, toma una verdadera voluntad por el efecto mismo), más feliz será, y, si ha hecho o incluso ha querido hacer grandes males, recibirá muy grandes castigos (Andreu III: 188; GP VII: 106-107).
Situarnos en el lugar del otro, en este sentido, es un principio moral que se deriva de su definición de justicia, en particular de su noción de amor, el cual nos permite, en palabras de Leibniz, “descubrir consideraciones que sin ello no se nos han ocurrido” (Andreu III: 6; Grua: 701). Al situarse en el lugar del otro, en efecto, no sólo se conocen las consecuencias de sus actos, sino que también se descubren las necesidades reales del otro, es decir, aquello que constituye su bien y su perfección. De ahí que este principio sea fundamental para discernir “qué es digno del hombre, qué es lo apropiado a la naturaleza creadora, cómo contribuye a la verdadera perfección y armonía de las cosas el embellecer el propio lote y hacer el bien con la mayor amplitud que pueda cada uno” (Andreu III: 44; GP VII: 124-125). La continuidad entre su noción de caridad y este principio moral, así, nos permite evidenciar la relación entre la caridad y la sabiduría, ya que, en opinión de Leibniz, “quien es sabio ama a todos” y, en consecuencia, “procura ser de provecho a todos” (Andreu III: 158; GP,VII: 75).
En opinión de Leibniz, la sabiduría juega un papel fundamental en su definición de justicia, ya que ésta nos permite discernir, entre distintos bienes, cuál es el mayor bien aparente: “así —dice— cuando uno vive entregado a ser justo, intenta procurar el bien en cuanto es posible, razonablemente, más en proporción a las necesidades y méritos de cada uno” (Andreu III: 106; Grua: 579). Para ser justo, en consecuencia, se necesitan dos cosas: por un lado, que el agente sea caritativo, es decir, que haga cuanto dependa de sí para contribuir al bien, la felicidad y la perfección de todo otro (Andreu III: 109; Grua: 583); por otro lado, que esa caridad se encuentre regulada por la sabiduría, puesto que “nada contribuye más a la felicidad que el esclarecimiento de la inteligencia y la ejercitación de la voluntad para que obre siempre conforme al entendimiento” (Olaso: 458; Guhrauer I: 423). Se trata, pues, de un amor virtuoso, en cuanto que la virtud, en palabras del filósofo de Hannover,“es el hábito de obrar según la recta razón” (Andreu III: 94; Grua: 520) y “una vida honrada no es otra cosa que una vida gobernada por la virtud en general, es decir, una vida en la que los hábitos del alma siguen a la razón y a la moderación de las pasiones” (Salas: 112; Mollat: 9).
De este modo, podemos decir de manera conclusiva, no es raro que Leibniz entienda la caridad del sabio y, por ende, la justicia, como “la virtud que, de acuerdo con la razón, dirige el afecto del hombre hacia sus semejantes” (Salas: 111; Mollat: 8), así como tampoco es raro que caracterice a parte del derecho como la ciencia de la caridad (scientia caritatis) (Salas: 111; Mollat: 8). Definir la justicia como la caridad del sabio, en este sentido, implica que sólo es justa aquella persona que es capaz de orientar su voluntad conforme a la razón, para que ordene su acción a la consecución del bien común, tal y como lo demanda la regla suprema del derecho (Salas: 112; Mollat: 9). Quien es justo, pues, busca el bien, la felicidad y la perfección del otro no por un interés egoísta, sino motivado por un amor desinteresado.