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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.11 no.21 Querétaro ene./abr. 2020  Epub 05-Jun-2023

https://doi.org/10.23924/oi.v11i21.412 

Hápax Legómena

El problema de la belleza de lo visible y de lo audible*

Dietrich von Hildebrand


Introducción

❖ Problema

Dentro de la jerarquía que atraviesa el universo, la sublime belleza de los objetos visibles y de la música constituye un caso sorprendente y enigmático. La elevada belleza espiritual que irradia el Coliseo, el paisaje de la Toscana o el Quinteto en sol menor de Mozart se eleva, en su cualidad, por encima de la dignidad ontológica de la esfera de los objetos sensibles en cuanto tales y nos pone frente a un enigma.1

Con frecuencia se evita este problema, ya sea oponiendo la belleza de lo visible y de lo audible, en su cualidad, como forma inferior de la alta belleza de contenidos espirituales, ya sea creyendo encontrar la raíz de esta belleza en algo puramente espiritual que está vinculado a lo visible y lo audible sólo racionalmente.2 Pero la realidad se opone a estos intentos.

Es indudable que una montaña en una bahía puede ser de una sublime belleza espiritual y que esta belleza no está adherida a una «idea» que sólo es «representada» por la montaña —o para cuya representación ésta ofrece un estímulo— sino que está adherida inmediatamente a la montaña, antes de que se vinculen a ella pensamientos.

No puede pasarse por alto el hecho de que, entre la dignidad ontológica de la montaña y su belleza (condicionada por su forma, su color y su entorno) se abre una misteriosa distancia. ¿Cómo es posible que una montaña sea más bella que un gusano, no obstante que el gusano, en cuanto ser vivo, se encuentra ontológicamente por encima del reino de la materia inanimada al que pertenece la montaña?

Al problema principal al que aquí nos enfrentamos, y que constituye una de las cuestiones fundamentales de la Estética,3 están dedicadas las siguientes consideraciones.

❖ Distinciones iniciales

Es evidente que, junto a la belleza que es un resplandor de la dignidad de un objeto (la que se tiene en mente cuando se habla de la belleza como un «trascendental»4), existe otra belleza condicionada por la forma, la proporción y el color de las formaciones visibles, o por la melodía, la armonía y el sonido en el mundo de lo audible. A esta última clase de belleza queremos llamarla «belleza de la forma» y a la clase de belleza que se le contrapone queremos designarla «belleza ontológica».5

Sin embargo, el problema que nos hemos planteado se hace más claro cuando distinguimos entre dos tipos diferentes de belleza de la forma.6

El primero es de una especie relativamente primitiva; es la belleza propia de la regularidad de ciertas formas y de la agradabilidad de los sonidos. Por ejemplo, la belleza de un círculo en contraposición a una figura irregular arbitraria, o la mera regularidad de ciertos rostros, o la de la llamada «sección áurea», o el sonido de un instrumento, etc. Se encuentra relativamente próxima al mundo sensible.

El segundo es de una especie inmensamente superior; una que no sólo presupone la cooperación de muchos más factores, sino que tiene también un contenido completamente distinto. Por ejemplo, la belleza de una gran obra de arte, como la Catedral de San Marcos en Venecia o el «Ícaro» de Brueghel, o la belleza del paisaje en los alrededores de Florencia, o una Sinfonía de Beethoven. Esta alta belleza tiene un carácter claramente espiritual y, en razón de su sublimidad, está más allá de toda comparación con la otra belleza. Incluso, es una belleza en un sentido totalmente nuevo.

Así pues, la belleza de la forma, considerada en general, es tan sólo un concepto análogo. Nuestro problema se relaciona tan sólo con la alta belleza de la forma.

Donde quiera que aparezca, esta alta belleza —como un paisaje sublime o un cuarteto de Beethoven— hace surgir ante nuestro espíritu un mundo totalmente espiritual, cargado con una gran cantidad de elementos espirituales: lo poético, en oposición a lo prosaico y cotidiano; la necesidad, en oposición con lo accidental y arbitrario; la plenitud interior, en oposición a lo tedioso y vacío; la autenticidad y la verdad, en oposición a todo lo afectado e inauténtico; la sublimidad, la amplitud y la profundidad, en oposición a todo lo trivial y plano.7

Para comprender la peculiaridad de esta belleza de la forma, así como su diferenciación de la belleza ontológica, debemos considerar ahora brevemente la esencia de la belleza ontológica.8

La belleza ontológica

❖ Notas generales

San Agustín designa la belleza como «splendor veri». Con la expresión «splendor» apunta a un profundo rasgo esencial de la belleza en cuanto tal. Éste es, por así decir, el «rostro» de todo lo valioso, de lo íntimamente precioso. Este carácter de resplandor de lo íntimamente precioso se expresa de manera precisa en la belleza ontológica.

Todo lo valioso tiene su particular belleza que, en su cualidad y rango, corresponde a su respectivo valor. La vida tiene su especial belleza; la persona, en cuanto ser espiritual dotado de conocimiento y libre voluntad, tiene su belleza; los valores intelectuales (como un espíritu rico y profundo) y, sobre todo, los valores morales (virtudes como la justicia, la generosidad, la fidelidad) tienen una belleza aún más elevada. Esta belleza apunta evidentemente, en su rango, al rango de los valores en los cuales se funda. Alcanza su punto más alto en la sublime belleza transfigurada de los santos y de la moralidad sobrenatural.

Aprehendemos esta belleza, primariamente, en la representación espiritual del objeto correspondiente.9 Pero no es suficiente un pensamiento discursivo sobre el objeto: en primer lugar, debemos acercarnos a éste en una actitud contemplativa; en segundo lugar, su esencia debe hacérsenos presente en una intuición espiritual.

Cuando nos adentramos en la estructura de un organismo y, desde allí, nos ilumina la naturaleza misteriosa de la vida, entonces se nos abre la belleza ontológica que es propia de la vida. O en un nivel aún más alto: escuchamos o leemos sobre la acción de un hombre; por ejemplo, el martirio de san Esteban. Aprehendemos el alto valor moral, incluso la santidad de su acción y, al mismo tiempo, se nos muestra su belleza específica, que es el resplandor —«splendor»— de esta santidad. Sin duda aquí, en la aprehensión de la belleza, el carácter intuitivo del acto integral alcanza, por así decirlo, su punto culminante. En verdad, esta belleza es, según su esencia, un resplandor, la fragancia de la preciosidad interna de la acción; es decir, el «aparecerse» de esta preciosidad.

❖ La belleza ontológica expresada en lo sensible

Pero esta belleza, fundada en la dignidad ontológica de los valores vitales, intelectuales, morales, que no sólo alcanza en la santidad su punto más alto, sino que se eleva a una cualidad completamente nueva y transfigurada, puede extenderse, en parte, en el mundo de lo sensible.10 Este es el caso, ante todo, de la belleza ontológica de las formaciones corpóreas. En la apariencia visible de una piedra, de un árbol, de un animal se expresa su modo de ser y, con ello, la belleza ontológica que pertenece a su esencia.

Ciertamente, esta belleza ontológica visible se distingue claramente de la belleza de la forma.11 En su cualidad, por ejemplo, nunca trasciende el rango de valor del objeto al cual se adhiere y, por lo mismo, de ninguna manera nos pone delante del enigma mencionado anteriormente.

Pero también la belleza ontológica de contenidos espirituales puede volverse visible en lo sensible a través de la expresión, en el sentido estricto de la palabra.12El rostro de un hombre, sus movimientos, su postura corporal, el tono de su voz, tienen la capacidad de expresar vivencias, actos, rasgos esenciales de la persona. Hablamos de un rostro bondadoso, espiritual o de un rostro común y carnal; de una postura corporal pretensiosa, afectada o brutal y de una postura corporal digna y noble. Nos asusta la expresión iracunda de un hombre y nos llenamos de compasión a la vista del profundo dolor que habla a través de un rostro.

❖ Problema

Surge la pregunta: ¿cómo es el proceso interior o la propiedad espiritual que creemos percibir en el rostro y demás aspectos de un hombre y que están vinculados con las formas visibles accesibles a nuestros sentidos y con las expresiones faciales de este hombre, pero también con la acústica de su voz? ¿Son tan sólo deducidos o nos son dados inmediatamente?

No es posible, en este contexto, adentrarse en las diferentes teorías sobre la «expresión». Pero debemos señalar brevemente la inconsistencia de la teoría de la «conclusión por analogía».13

En primer lugar, la percepción de la bondad o de la pureza en un rostro se distingue claramente de la consciencia de algo que deducimos desde el exterior del hombre; por ejemplo, cuando aprehendemos que alguien tiene miedo porque huye o alguien está de acuerdo porque asiente con la cabeza. La bondad o la pureza, así como la ira que brilla en los ojos o la tristeza profunda de una mirada, tienen claramente el carácter de un dato intuitivo, no el carácter de algo sólo deducido.

En segundo lugar, falta, por así decirlo, el tertium comparationis: lo dado a través de la «analogía», que es alcanzado a través de la supuesta conclusión. No conocemos el rostro que ponemos cuando estamos enojados o llenos de dolor; apenas somos conscientes de las sensaciones musculares que acompañan concomitantemente nuestras vivencias de ira o de dolor pues, en nuestra ira o dolor, estamos concentrados en el objeto; en todo caso, sólo conocemos su aspecto interior y en modo alguno implican el conocimiento del aspecto exterior, esto es, los elementos que les corresponden en nuestra apariencia física externa.

Esta explicación confunde el fenómeno de la expresión con un mero signo, aunque los signos —que juegan un importante papel en el conocimiento de la vida anímica ajena— se distinguen claramente de la expresión en esta función. Debemos reconocer el hecho de que las formaciones visibles y audibles tienen la capacidad de expresar, bajo determinadas circunstancias, un contenido espiritual o comunicar intuitivamente su cualidad y su existencia real.

No es posible poner en duda o pasar por alto que determinados actos (como la ira, el dolor, la alegría) y determinadas propiedades de la persona se muestran en el rostro y en la voz del hombre. Mientras vemos o escuchamos, aprehendemos inmediatamente una realidad subyacente totalmente distinta, de tipo espiritual, en su esencia particular y en su cualidad particular.

La «expresión» se diferencia no sólo de los signos en sentido estricto, sino también de muchos otros tipos de relación significativa de lo espiritual con algo sensible, tal como se da en el símbolo en el sentido estricto o en la relación entre palabra (en cuanto formación fonética) y significado verbal.14 Mientras que en todo esto la conexión no es de naturaleza intuitiva, en la expresión lo interior se muestra a través de lo exterior y se vuelve en verdad espiritualmente visible con y en la visibilidad de lo exterior, como algo que «anima» el exterior e inhabita en él.

A lo visible y lo audible se les ha confiado la capacidad de transmitir algo intuitivamente, que sobrepasa su propio ámbito de ser. Sobre la base de esto, la belleza ontológica de las acciones espirituales puede hacerse visible y audible, cuando ésta se expresa, por ejemplo, en el exterior del hombre. La belleza de un espíritu grande y rico puede expresarse en la naturaleza exterior de una personalidad; la belleza de la bondad, de la generosidad, de la nobleza interior de un hombre puede expresarse en su rostro; etc.

❖ Resumen

Aunque la belleza ontológica no constituye nuestro tema propio, parece útil enunciar explícitamente los siguientes puntos:

  1. La belleza de los valores intelectuales y morales puede expresarse en la naturaleza exterior del hombre (pero no tiene que hacerlo); en algunas circunstancias, lo exterior puede engañar y expresar rasgos positivos y negativos y propiedades que, en verdad, no pertenecen al hombre en cuestión.

  2. Esta belleza ontológica no se adhiere a los rasgos del rostro en cuanto tal, sino a los actos espirituales o las propiedades que, verdadera o aparentemente, se expresan en el rostro y en el exterior del hombre.

  3. La belleza ontológica, que podemos aprehender en una intuición espiritual, es la misma que se manifiesta aquí en la expresión de lo visible. Pero el modo en que nos es dada aquí es diferente, porque se transmite a través de lo sensible.

  4. También esta belleza es dada inmediatamente; no sólo es sabida o deducida.

  5. Esta belleza, que se manifiesta en la expresión de la naturaleza exterior de los actos espirituales o de los rasgos del carácter, se ajusta —en su rango y cualidad— al rango de los valores en los que se funda, como toda belleza ontológica.

Si toda belleza ontológica puede volverse visible o audible en una expresión —como la belleza de la verdad o la belleza del ente en cuanto ente— no debe investigarse aquí.

La belleza de la forma

❖ Evidencia

Después de este análisis de la belleza ontológica expresada en lo sensible, volvemos a la belleza de la forma, que constituye el tema propio de nuestra investigación. Es propio de lo sensible una capacidad que, desde el punto de vista de la belleza, es más misteriosa y admirable que la capacidad de la expresión.

Cuando pensamos en la sublime belleza del adagio de la Novena Sinfonía de Beethoven o en la belleza del paisaje desde el Capitolio sobre el Foro Romano hacia la Campaña romana y los montes albanos,15 es indudable que esta belleza, en su cualidad, sólo puede compararse con una alta belleza ontológica.16

❖ Explicaciones inadecuadas

Con todo, sería falso afirmar que representa una belleza inferior y superficial porque se adhiere a contenidos visibles y audibles, así como decir que no se adhiere inmediatamente a lo visible y lo audible, sino en pensamientos o ideas que sólo asociamos con ellos.17

No debemos dejarnos engañar por el hecho de que esta belleza, en cuanto a su cualidad sublime, está vinculada a lo visible y lo audible, explicando a priori que, dado que todo lo sensible ocupa en la jerarquía ontológica el lugar más bajo, esta belleza no puede ir, en cuanto a su cualidad, más allá de los estrechos límites de su contenido. Tampoco debemos tratar de negar, para salvaguardar la sublimidad de esta belleza, que ésta se halla presente a la vista de ciertas cosas o en la escucha de la música.

Este esfuerzo de «rescate» seguirá siendo falso mientras se haga adherir esta belleza a ideas que contemplamos ascendentemente en analogía con lo visible y lo audible, o se la interprete como una belleza ontológica expresada en lo sensible o, en el caso del arte, la miremos como fundada en la auto-expresión del artista.

No podemos evitar el problema que aquí se presenta; antes bien, debemos tratar de hacer justicia al misterio que subyace a él a través de un análisis más detallado de los hechos.

❖ Análisis

En primer lugar, debemos señalar que esta belleza sólo se encuentra en el mundo de lo visible y lo audible, pero no en la esfera de los demás sentidos.18Las fragancias, los olores, los sabores, las sensaciones táctiles no sólo son agradables; también pueden comunicar el carácter de lo noble, de lo fino, pero nunca la belleza en el sentido pleno de la palabra.19 Las fragancias —como la de una flor, por ejemplo— pueden comunicar un contenido más noble que los sabores o las sensaciones táctiles; pero, a pesar de estas diferencias, la belleza en sentido estricto se limita a lo visible y lo audible en la esfera de los sentidos.20

Esto se debe a que la belleza no se funda en las sensaciones de los sentidos en cuanto tales, sino en determinadas formaciones objetivas visibles y audibles, que hacen realidad la belleza en sus formas, colores, proporciones y peculiaridades rítmicas, melódicas, armónicas.21Las fragancias no pueden constituir, de manera análoga, una forma, una formación, como los tonos constituyen una melodía; mucho menos pueden hacerlo los sabores y las sensaciones táctiles.22Por tanto, es falso interpretar la belleza de las formaciones visibles y audibles como algo sensible en sentido estricto y ponerla en el mismo nivel que los sabores y las sensaciones de placer de los sentidos.23

Aristóteles, de manera sorprendente, hizo esto cuando, al investigar en su Ética a Nicómaco (III, 10: 1118a) qué sentidos son peligrosos desde el punto de vista moral, explicó entonces que la belleza del arte no es peligrosa, mientras que el sentido del tacto constituye el núcleo mismo del peligro. Asumió implícitamente que se trata de datos comparables y que la belleza de algo visible representa un correlato de la sensación placentera del sentido del tacto.

En segundo lugar, debemos señalar que esta belleza se adhiere al objeto de manera distinta que la belleza ontológica.24 La belleza que se adhiere a la bahía de Nápoles no es un resplandor de la preciosidad ontológica del agua o del Vesubio (en cuanto masa material). Ésta no adviene a las cosas materiales que componen la bahía de la misma manera como la belleza de la pureza acontece en el hombre puro.

La bahía, por así decirlo, es tan sólo un pedestal para esta belleza, un espejo en el cual se refleja una belleza que, en realidad, pertenece a algo mucho más alto.25 Las cosas materiales que constituyen la bahía no están incluidas ontológicamente en la preciosidad y la nobleza de la belleza de la bahía (desde donde se anuncia la cualidad de esta belleza).26

No anhelamos una mayor unidad con estos objetos materiales a la vista de la belleza de la bahía. Mientras que la belleza ontológica de un espíritu rico o de una virtud moral despierta en nosotros el anhelo de entrar en contacto más estrecho con el sujeto al que se adhiere esta belleza, no exigimos estar en contacto más estrecho con una hermosa estatua (en cuanto objeto material) o con los objetos materiales que constituyen la bahía. Antes bien, nuestra mirada se dirige hacia arriba.27

En tercer lugar, sin duda todo valor es un mensaje de Dios.28 Pero mientras que otros valores —así como su belleza ontológica— se adhieren totalmente a los objetos y la imagen de Dios acontece, en este caso, a través de estos objetos y a través de su ser,29 la imagen que está dada en la alta belleza de lo visible y audible «flota» sobre estas formaciones, pero sin implicarse en su imagen.30 Ciertamente, estas formaciones también reflejan a Dios en su ser, pero esta imagen pertenece a un nivel mucho más bajo que el de la belleza que «flota» aquí misteriosamente sobre los respectivos contenidos.

❖ Distinción y comparación

Aparece ahora, con toda claridad, la diferencia entre la belleza ontológica visible y la belleza de la forma (que no se refiere a la cualidad de la belleza, sino al modo como esta belleza se adhiere a su portador).

La belleza ontológica expresada en lo sensible se adhiere claramente a una realidad superior percibida en la expresión y sólo se aprehende cuando aprehendemos primariamente esta realidad en cuanto tal. En la belleza de la forma, en cambio, aunque es verdad que ésta constituye objetivamente el resplandor de un mundo superior y que este mundo superior se implica de una manera misteriosa en esta belleza, se aprehende primariamente la belleza en su peculiaridad cualitativa y sólo ella es visible de manera plena y propia. Ella sólo llega a la apariencia en el contenido visible y audible, sin algo objetivo en el cual sustentarse ontológicamente.31

Esto no cambia el hecho de que, en la totalidad del portador de la alta belleza, se entrelacen con frecuencia momentos de belleza ontológica auténtica, comunicada expresivamente y explícitamente visible. En la belleza de la naturaleza y del arte interactúan orgánicamente la belleza de la forma y la belleza ontológica expresada visiblemente, tanto en sentido estricto como amplio de la palabra.32

En la consonancia de ambos tipos de belleza —la belleza de la forma y la belleza ontológica expresada en lo sensible— se constituye, ante todo, la belleza plena de un paisaje, de una obra arquitectónica, de una pintura. Pero en toda esta consonancia, la belleza de la forma reafirma su carácter, especialmente su notable soberanía sobre su portador sensible y su aparecer sin un objeto al que le corresponda ontológicamente. Ésta prevalece en el arte, sobre todo en la música; y la manera como la belleza adviene en el arte a la formación que representa su sustrato sensible, es siempre, formalmente, la que corresponde a la relación entre la belleza de la forma y su portador.

❖ Precisiones

Hay dos cosas que no pueden enfatizarse suficientemente:

En primer lugar, que esta belleza es realmente transmitida a través de lo visible y audible y que no debemos «pensar» en un mundo espiritual superior o incluso en el poder creador de Dios para aprehender esta belleza.33 Ésta se hace presente inmediatamente a través de lo visible y lo audible y su cualidad conduce nuestra mirada hacia arriba. Esta belleza no se hace presente cuando pensamos en Dios, sino que llega a aparecer a través de lo visible y audible y ella es la que nos conduce a Dios.34

En segundo lugar, esta belleza no es el resplandor ontológico de la íntima preciosidad de las formaciones sensibles, sino que es objetivamente un mensaje de Dios que se nos revela aquí de manera misteriosa.35 La dignidad ontológica de los tonos o de los objetos visibles es la misma, tanto en un cuarteto trivial como en una gran obra de arte, tanto en un paisaje aburrido y soso como en uno significativo y hermoso.36 Los elementos que condicionan esta belleza no son perfecciones del objeto en sentido ontológico. Reciben su significado exclusivamente a través de la misteriosa capacidad de hacer presente una belleza que, en su cualidad, va mucho más allá de los contenidos sensibles.

❖ Solución al problema

Esto nos lleva al punto decisivo de nuestro problema. La tarea encomendada por Dios a los contenidos visibles y audibles es transmitir —independientemente de la expresión, en sentido auténtico, que constituye la base de la belleza ontológica expresada— un mensaje divino que trasciende el rango ontológico de lo visible y de lo audible como tal.

Lo visible y lo audible pueden transmitir realmente una belleza, ante la que desempeñan un papel totalmente humilde y servicial. Aunque ontológicamente pertenecen a un nivel inferior en la jerarquía de los seres, pueden convertirse en portavoces de algo incomparablemente más alto.

Los factores que hacen presente esta belleza —y que aparecen objetivamente en un cuarteto o en la bahía de Nápoles— son misteriosos y multiformes. Proporción, color, forma, luz, melodía, armonía, ritmo, sonido, composición, etcétera, son medios; pero su empleo, que funda la belleza de la totalidad, es un misterio que, en cada paisaje individual bello, en cada obra de arte individual verdadera, está presente como una sorpresa nueva y no puede reducirse a ninguna fórmula.

Conclusión

Proseguir esto está más allá de nuestro problema. Nuestro tema era la demostración de que esta belleza de la forma —como la llamamos en oposición a la belleza ontológica— se adhiere, por un lado, inmediatamente a contenidos visibles y audibles; por el otro, que no es el «splendor» de su dignidad ontológica, sino el «splendor» de la preciosidad ontológica de contenidos mucho más altos. Es necesario comprender la función casi-sacramental que ha sido confiada por Dios a lo visible y lo audible37: la misteriosa capacidad de trascenderse a sí mismos en la belleza y para la cual constituyen únicamente un modesto pedestal.38

Una vez que se comprende esto, se viene abajo el prejuicio de que la belleza de contenidos visibles y audibles debe ser un estadio preliminar de la belleza espiritual. No se trata de una belleza «exterior» porque se adhiere a contenidos visibles y audibles; tampoco es destruida o afectada por el «odium» que se adhiere al mundo sensible, en oposición al mundo espiritual-inteligible. Por tanto, ya no es incomprensible que una montaña pueda ser más bella que un gusano. Pues la manera como la belleza corresponde a un objeto bello es, en el caso de la belleza ontológica y de la belleza de la forma, completamente distinta.

Notas

*Fuente: Hildebrand, Dietrich von, “Zum Problem der Schönheit des Sichtbaren und Hörbaren”, en Die Menschheit am Scheideweg. Gesammelte Abhandlungen und Aufsätze, Habbel, Regensburg, 1955, pp. 409-421. Agradecemos a John Henry Crosby, fundador y director de «The Hildebrand Project», y a Catherine Beigel, su responsable académica, el permiso pertinente para publicar el presente artículo en lengua española. La traducción, así como los títulos y subtítulos al interior del artículo y las notas a pie de página, son de Ramón Díaz.

1Al tema de la «belleza espiritual» de las cosas visibles y audibles Hildebrand dedicó las páginas centrales de su primer libro de Estética (Ästhetik1, Kohlhammer, Stuttgart, 1977), especialmente los capítulos 6 al 10.

2Sobre estas explicaciones erróneas de la «belleza espiritual» en las cosas visibles y audibles, ver: Ästhetik 1, capítulo 6 (151).

3Sobre la «belleza espiritual» de las cosas visibles y audibles como problema central de la Estética, ver: Ästhetik 1, capítulo 6 (149); capítulo 8 (182); capítulo 9 (193).

4Hildebrand identifica aquí la «belleza ontológica» con el «trascendental belleza» del que se habla en la tradición escolástica; más adelante se apartó de esta equiparación. Para ello, ver: Ästhetik 1, capítulo 1 (95-98, especialmente la nota n. 23: 95-96); capítulo 2 (98-100); capítulo 8 (182-183).

5Sobre la distinción entre «belleza ontológica» y «belleza de la forma», ver: Ästhetik1, capítulo 2 (105); capítulo 6 (150); capítulo 13 (269).

6Sobre las dos clases de «belleza de la forma» y sus respectivas ejemplificaciones, ver: Ästhetik 1, capítulo 2 (105); capítulo 6 (150); capítulo 9 (193, 197-198); capítulo 13 (269). Aquí, Hildebrand denominará a la primera clase «belleza sensible» o «belleza de primera potencia» y a la segunda clase «belleza espiritual» o «belleza de segunda potencia».

7Respecto al mundo de cualidades espirituales que acompañan a la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual»), ver: Ästhetik1, capítulo 10 (205-239); capítulo 17 (373-375). En particular, sobre la oposición de lo poético contra lo prosaico y cotidiano: capítulo 10 (206-216); sobre la plenitud interior contra lo mediocre y filisteo: capítulo 10 (216-226); sobre la autenticidad contra lo inauténtico y afectado: capítulo 10 (230-234); sobre la profundidad contra lo superficial y chato: capítulo 10 (227-230); sobre la necesidad contra lo accidental y arbitrario: capítulo 10 (374-375).

8Acerca de la naturaleza y las notas distintivas de la «belleza ontológica», ver: Ästhetik1, capítulo 2 (90, 92-94, 100-101). Aquí, Hildebrand cambiará el nombre de esta belleza por «belleza metafísica».

9Sobre el modo de donación de la «belleza ontológica» y sobre el acceso intelectual a ella, ver: Ästhetik 1, capítulo 3 (107-112).

10Acerca de la manifestación de la «belleza ontológica» en la esfera de lo sensible, especialmente en las cosas visibles y audibles, ver: Ästhetik 1, capítulo 3 (pp. 109-112).

11Sobre los rasgos distintivos de la «belleza ontológica» (expresada en lo sensible) y la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual»), ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (197-200); capítulo 13 (269).

12Respecto del papel de la «expresión» en la manifestación de la «belleza ontológica» en el mundo sensible, ver: Ästhetik 1, capítulo 3 (109-112); capítulo 5 (135-140); capítulo 9 (196); capítulo 13 (269).

13Acerca de la teoría de la «conclusión por analogía» como explicación inadecuada del fenómeno de la expresión, ver: Ästhetik 1, capítulo 7 (163-173).

14Sobre otras conexiones de contenidos espirituales con datos sensibles —como el signo, el significado, el símbolo, la analogía cualitativa, las cualidades espirituales objetivadas en aspectos, las cualidades psíquicas objetivadas— inadecuadas para explicar la belleza ontológica que se muestra a través de la expresión, ver: Ästhetik 1, capítulo 7 (153-163, 173-178); capítulo 9 (193-197).

15Para otros ejemplos de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual»), ver: Ästhetik 1, capítulo 6 (151); capítulo 8 (191-192); capítulo 9 (193); capítulo 16 (349-350); capítulo 17 (371-372).

16Sobre la equiparación de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») con la «belleza ontológica» (expresada o no en lo sensible) desde el punto de vista de la espiritualidad, ver: Ästhetik 1, capítulo 8 (182, 192); capítulo 9 (193, 198, 201).

17Sobre las explicaciones erróneas de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») en las cosas visibles y audibles, ver la cita de la nota 2.

18Acerca de la circunscripción de la «belleza de la forma» (en sus dos clases) a las cosas visibles y audibles y su exclusión de otras esferas sensibles, ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (113-134).

19Sobre los valores estéticos que comparecen en la esfera de las sensaciones táctiles, gustativas y olfativas (con excepción de la «belleza de la forma» en sus dos clases), ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (121-133).

20Sobre la superioridad de los olores para sustentar ciertos valores estéticos respecto de los sabores y las sensaciones táctiles, ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (123-126).

21Acerca de la inherencia de la «belleza de la forma» (en sus dos clases) en entidades objetivas del mundo visible y audible y no sobre sensaciones subjetivas del hombre, ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (114-115; 119-121); capítulo 8 (185-187; 191-192).

22Sobre la incapacidad de los olores, sabores y cualidades táctiles para constituir entidades objetivas en las cuales pueda inherir la «belleza de la forma» (en sus dos clases), ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (123, 129-130, 132, 133-134).

23Respecto de la irreductibilidad de la «belleza de la forma» (especialmente de la segunda clase, la «belleza espiritual») a las sensaciones visuales y auditivas, ver: Ästhetik 1, capítulo 4 (113-114; 115-116); capítulo 16 (356-357).

24Sobre el modo de inherencia de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») en lo visible y audible, en contraposición con la forma de inherencia de la «belleza ontológica» en otros valores (éticos, intelectuales y vitales, principalmente), ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (198-200).

25Con relación al carácter servil o funcional de las cosas visibles y audibles —pedestal o espejo— para el surgimiento de la «belleza de la forma» de segunda clase (la «belleza espiritual»), ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (198-199; 200-201); capítulo 13 (272).

26Sobre la diferencia fundamental de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») respecto de los objetos en los cuales inhiere, ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (198).

27Sobre la diferencia de la «belleza ontológica» y la «belleza de la forma» (en su segunda clase) desde el punto de vista de la actitud que asume el hombre ante una y otra, ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (199).

28Acerca de los valores como «mensajes» provenientes de Dios, ver: Ethik (Habbel, Regensburg, 1973), capítulo 10 (140-141); capítulo 14 (169-174).

29Sobre el modo como los objetos portadores de «belleza ontológica» se vuelven trasuntos de Dios, ver: Ästhetik 1, capítulo 8 (192); capítulo 9 (202).

30Sobre el modo como los objetos portadores de «belleza de la forma» (de segunda clase) se vuelven trasuntos de Dios, ver: Ethik, capítulo 14 (171-173); Ästhetik 1, capítulo 9 (202-203).

31Sobre las diferencias fundamentales entre la «belleza ontológica» (expresada en lo sensible) y la segunda clase de «belleza de la forma» (la »belleza espiritual»), ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (197-200); capítulo 13 (269).

32Respecto a la cooperación de la «belleza ontológica» (expresada en lo sensible) y la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») en un mismo objeto, como en ciertos paisajes y algunas obras de arte, ver: Ästhetik1, capítulo 9 (197); capítulo 14 (279, 288).

33Acerca del modo de inherencia de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») en las cosas visibles y audibles, así como sobre su captación inmediata en estas cosas por parte del hombre, ver: Ästhetik1, capítulo 6 (149-151); capítulo 9 (193, 194, 197-198); capítulo 13 (269).

34Sobre la manera como la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») eleva al espíritu del hombre hacia Dios mediante su apariencia sensible, ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (202-203).

35Sobre el carácter de mensaje proveniente de Dios de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») y no de resplandor de la dignidad ontológica de los objetos (como la «belleza ontológica»), ver: Ästhetik1, capítulo 2 (95-96, nota 25); capítulo 8 (192); capítulo 9 (198-199, 201, 202).

36Sobre la independencia ontológica de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual») de las cosas visibles y audibles en las cuales aparece, ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (196, 198).

37Para la función «casi» sacramental que Dios ha confiado a las cosas visibles y audibles en relación con la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual»), ver: Ästhetik 1, capítulo 9 (200-201).

38Sobre el carácter servil o funcional que desempeñan las cosas visibles y audibles —espejo o pedestal— en la aparición de la segunda clase de «belleza de la forma» (la «belleza espiritual»), ver las citas mencionadas en la nota 25.

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