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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.9 no.17 Querétaro sep./dic. 2018  Epub 02-Mayo-2023

https://doi.org/10.23924/oi.v9n17a2018.pp183-190.320 

Reseñas

Reseña de: Beruete, Santiago. (2016). Jardinosofía. Historia filosófica de los jardines, 1ª edición. Turner: Madrid. 533 pp.

Oswaldo Gallo-Serratos1 

1Universidad Iberoamericana

Beruete, Santiago. Jardinosofía. Historia filosófica de los jardines. 2016. Turner, Madrid: 1ª edición, 533p.


Pocas heterodoxias en la narración de la historia de la filosofía han resultado tan geniales como la publicada recientemente por Santiago Beruete Valencia. Jardinosofía presenta un recorrido histórico por los jardines desde una perspectiva filosófica de una manera que conjuga amenidad con seriedad académica. “Los jardines –nos dice el autor– han plasmado de forma privilegiada la relación del hombre con la naturaleza y han sabido traducir en un lenguaje plástico y sensorial la metafísica vigente en cada momento histórico” (Beruete, 2016: 15).

Deleuze decía que la historia de la filosofía es a la filosofía lo que el autorretrato a la pintura y que ambas disciplinas, que exigen una meticulosidad de ermitaño, compartían largas horas de observación de los personajes sobre los que proyectar su talento. Dominar el arte del retrato supone un análisis sesudo de los rasgos esenciales pero, sobre todo, casi imperceptibles, de los retratados; dominar el arte de narrar la historia de la filosofía exige un esfuerzo similar. Beruete parte del supuesto de que “el jardín es, en tanto que obra de arte viva dotada de una compleja simbología, un artefacto cultural y una sofisticada creación intelectual, y por consiguiente materia de reflexión filosófica” (Beruete, (2016): 16). Hasta ahora, los estudios filosóficos sobre jardines habían sido publicados sobre todo en inglés, destacando entre ellos A Philosophy of Gardens (2006) de David E. Cooper. A diferencia de la excepcional obra de Cooper, Santiago Beruete armoniza filosofía e historia, logrando un recorrido que cobra especial importancia no sólo para filósofos, sino para historiadores de las ideas, medievalistas, botánicos y aun diseñadores. La pertinencia de libros como éste goza de aquella perennidad expresada por William Chambers: “Los jardineros no son sólo botánicos, sino también pintores y filósofos”.

La distribución del libro en cuatro apartados casi corresponde con la distinción tradicional de la historia de la filosofía: 1) Antigüedad Clásica y Medievo, 2) Renacimiento y Barroco,3) Siglos XVIII y XIX y 4) Siglo XX. El libro incluye imágenes y un glosario pensado para quienes, quizá familiarizados con el lenguaje filosófico, no lo están tanto con el de los jardines; la extensión del aparato bibliográfico, además, da cuenta de una investigación no solamente minuciosa, sino apasionada. Ensayos como éste sólo pueden ser escritos por alguien que cultiva la tierra, como es notorio en el caso de su autor.

En términos de originalidad y profundidad estrictamente filosóficas, la primera mitad del libro es la mejor lograda. En ella se rescata una obviedad desconsiderada por prácticamente todos los académicos: que la filosofía surgió bajo la sombra de los jardines griegos. No es casualidad que Teofrasto, el sucesor de Aristóteles en el Liceo, haya creado el primer jardín botánico del que se tenga noticia y nos haya legado esa extraordinaria Historia de las plantas, que se trata, más bien, de una investigación científica de repercusiones enormes en la Edad Media, como se verá después. Sin embargo, son los epicúreos los filósofos in-disociables de los jardines; hoy sabemos que el Jardín de Epicuro, era un huerto más cercano a nuestra concepción del monacato que a la del jardín para el esparcimiento. Comoquiera, la relación de los filósofos con la naturaleza, y especialmente con los jardines, configuró buena parte de su filosofía.

Un rasgo en común de los jardines que Santiago Beruete resalta en varios momentos de su libro, es que se trata de un espacio con límites bien definidos. Pareciera, y es la tesis del autor, que la misma idea de un jardín supone cierta relación geométrica con sus partes, como si se tratara de una armonía ex profeso que habría de reflejar, en quien la contempla, el mismo efecto geométrico pero en términos de moralidad.Así, la advertencia platónica que figuraba en el pórtico de la Academia: “No entre aquí quien no sepa geometría”, contrasta con aquélla del Jardín, según la escribe Cicerón: “Huésped, aquí estarás bien, aquí el bien supremo es el placer”. De ser cierta la tesis principal de Beruete, de que los jardines constituyen un referente simbólico y filosófico de su tiempo, ya en los jardines griegos encontramos el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser consciente de contar. De igual modo que, según Pitágoras no oímos la música de las esferas celestes por estar acostumbrados a su sonido desde el nacimiento, no percibimos la geometría que se oculta tras la belleza de las formas ni la matemática enmascarada tras la armonía vegetal (Beruete, 2016: 49).

Acostumbrados desde hace siglos a la enseñanza de la filosofía dentro de espacios constreñidos –y no solamente por muros y pupitres–, la idea de filosofar a partir de los jardines le resultará, hoy día, a más de uno, imposible de realizar.

Como tantas otras cosas que bebieron de la cultura griega, los romanos adaptaron los intereses naturalistas y botánicos de los griegos. En Roma, los jardines inicialmente no fueron lugares de recreo, sino espacios, dentro de los confines de la casa, dedicados al cultivo de vegetales y hierbas medicinales. Es cierto que los griegos no descollaron como jardineros, pero una de sus aportaciones a la jardinería, aún no suficientemente valorada, “es la concepción del jardín como un parque público, destinado a satisfacer las necesidades higiénicas, recreativas y educativas de los ciudadanos, anticipándose de este modo, en más de dos mil años, a los proyectos decimonónicos de parques urbanos en Francia, Inglaterra y Estados Unidos” (Beruete, 2016: 50).

No obstante, en el siglo I, conforme Roma se consolidaba como el imperio más importante del Mediterráneo y extendía sus fronteras hacia el Oriente, su contacto con otras civilizaciones le obligó a adaptar en sus villas extensiones considerables de terreno para emular la belleza de los jardines mesopotámicos, persas y egipcios. Los jardines se convirtieron en símbolo de poder. “A tal punto llegó la pasión por los jardines entre los nobles enriquecidos que se descuidó el cultivo de alimentos, trayendo como consecuencia una carencia y carestía de los víveres en tiempos del emperador Augusto” (Beruete, 2016: 54). De esa época, y particularmente de la usanza de Medio Oriente, data la costumbre de podar arbustos.

“El jardín romano dio cuerpo a un sueño griego”, escribió Pierre Grimal (Beruete, 2016: 57). Encontramos en la obsesión de los romanos por los jardines los primeros indicios de la crisis contemporánea que supone reconocer a todos un “derecho a las áreas verdes”. Los jardines reflejaban la bonanza de una familia, muy lejos de la concepción que de ellos tenía Epicuro.Al margen de estas consideraciones, Santiago Beruete tiende a pensar que la armonía espacial, tan cuidada por los romanos en sus jardines, “ocultaba el anhelo de un orden perdurable y la falsa seguridad de la permanencia” (Beruete, (2016): 58). Para entonces, con la llegada del cristianismo al imperio, el contraste entre paganos y cristianos en cuanto a su visión del jardín se volvió evidente: “Como adoradores de lo visible, a diferencia de los cristianos, los romanos aprendieron a hablar el lenguaje de las formas y rindieron culto a la belleza que emana de la proporción y la simetría” (Beruete, 2016: 59). El ocaso del Imperio Romano significó el olvido de los jardines. Sin embargo, al igual que con la cultura, los libros y buena parte de la sabiduría antigua, los conocimientos sobre plantas encontraron resguardo en los monasterios, desde donde habrían de resurgir, paulatinamente, bajo la forma de jardines en la Edad Media.

El capítulo dedicado a los jardines medievales es extraordinario, toda vez que su autor se lanza a construir puentes entre los presupuestos filosóficos (búsqueda de la armonía y la disciplina mental), teológicos (referencias iconográficas de los santos y alusiones al Edén) y artísticos (fuente de inspiración poética, escenarios del amor cortés) de los jardines, por medio de una hermenéutica que resulta muy útil para seguir el mapeo que Jardinosofía propone.

Al igual que sucedió con todas las artes, el desarrollo estilístico de los jardines llegó a un punto álgido en el Barroco. Sin embargo, a diferencia de las artes, que encontraron nuevas maneras de expresarse –pensemos, simplemente, en los claroscuros de Caravaggio–, los jardines mantuvieron una disciplina geométrica que permitió el surgimiento de un diseño que esconde toda una cosmovisión: los laberintos. No es casualidad, por eso, que la literatura, la pintura y, sobre todo, la música barrocas se distingan por sus intrincadas figuras retóricas, su horror vacui y sus fugas. Paradigma de la racionalidad moderna –con su matematización del mundo, su exaltación de un método científico absoluto y su reduccionismo naturalista–, la geometría del laberinto ofrecía una solución adecuada a los problemas que planteaba la transición de una época a otra.

A fuer de tratarse de una historia filosófica de los jardines, el lector esperaría, llegado a la Edad Moderna, que el libro de Beruete hiciera una pequeña regresión cronológica para recuperar la filosofía que subyace a los jardines orientales y mesoamericanos, por decir lo menos. Sin embargo, a la mitad del libro se vuelven muy evidentes ciertas omisiones: Jardinosofía se aboca a narrar una historia filosófica, pero eurocéntrica de los jardines; irreprochable si especificara su delimitación desde el principio, pero insoslayable al presentarse como una historia filosófica en general. No se aborda la riqueza intelectual y simbólica de los jardines japoneses, entre los que destacan los acuáticos y del tipo zen, con sus ceremonia de té, sus lámparas de piedra y su antiquísima tradición mística; no hay una sola mención a los jardines de Moctezuma ni del jardín más antiguo de América, la Alameda, en la actual Ciudad de México; tampoco se exploran los jardines chinos, en los que destaca el muy famoso Yuanmingyuan o el Parque Beihai. Quizá sin proponérselo, pareciera que la obra suscribe el prejuicio según el cual no existe el pensamiento filosófico allende las fronteras de Europa o del primer mundo. Salvo algunas menciones a los jardines en Medio Oriente y a la labor del arquitecto paisajista brasileño Roberto Burle Marx, el único lugar fuera de Europa del que se ocupa el libro es Central Park.

El tercer apartado trata del pensamiento que dio origen a los jardines ingleses, que encontraron en el arte del paisajismo un terreno fértil para el desarrollo del nacionalismo decimonónico. Es interesante, además, la interpretación del autor, según la cual los jardines ingleses se caracterizan por una textualidad “en tres dimensiones, cuya lectura exige al visitante algo más que el mero ejercicio físico de pasearlo […]. No solo es necesario caminarlo sino también vivirlo” (Beruete, 2016: 234). Santiago Beruete distingue dos tradiciones filosóficas: “el enclaustramiento y la apertura al exterior” (Beruete, 2016: 238).A la primera categoría pertenecen santo Tomás, Descartes o Marx; a la segunda,Aristóteles, Ficino,Wittgenstein y Nietzsche, cuyo Ecce Homo denuncia: “No se debe prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre” (Beruete, 2016: 238). No obstante, la profundidad de algunas reflexiones en torno a los jardines modernos, sobre todo en lo que se refiere a la recuperación de los laberintos y su papel como arquetipos de la mente moderna, el capítulo dedica demasiada atención a detalles históricos que relegan los aspectos filosóficos de los jardines, peligro al que se exponen las obras que se sitúan en los límites de las disciplinas.

El cierre del libro, en el capítulo cuarto, hace una lectura de las utopías y distopías que apoyan la tesis del jardín como una imago mundi. En ese sentido fueron creados los jardines públicos, que encontraron en las ciudades estadounidenses un campo fértil donde germinar como espacios de esparcimiento. “La filosofía que anima la realización de grandes parques urbanos de estilo paisajista desde mediados del siglo XIX –en palabras del autor– no obedece únicamente a planteamientos estéticos sino también a criterios de educación social y salubridad pública” (Beruete, 2016: 287). Las áreas verdes dejan de ser un privilegio de las clases pudientes y se convierten en un derecho de los trabajadores de una ciudad. Surge entonces una suerte de melancolía romántica por los paisajes que termina por adquirir cuerpo en la obra de Christopher Tunnard; en ella se exponen “los fundamentos teóricos y los rudimentos de la gramática del jardín contemporáneo”, mientras se aboga “por integrar la tradición pintoresca inglesa con el lenguaje plástico de las vanguardias artísticas y el rigor formal de la arquitectura vegetal” (Beruete, 2016: 299). Es notable que en la primera mitad del siglo XX, mientras Europa se desangraba por dos guerras mundiales, los Estados Unidos hicieron lo mismo que los monasterios en el ocaso del Imperio Romano: conservar la tradición de los jardines y darles nuevos bríos, en nuevas tierras.

Los jardines constituyen, todavía, un signo de distinción social; un lujo al alcance de muy pocos, casi una marca de clase. El análisis de Beruete, hacia el final del libro, tiene de genial lo que de preocupante: “Conscientes de la alienación de la vida humana en las urbes, los arquitectos quisieron idear entornos más habitables y consiguieron en muchos casos lo contrario: ahondar la fragmentación y el aislamiento social” (Beruete, (2016): 323). Es precisamente a partir de la desigualdad que propician los jardines en las ciudades, que la reflexión filosófica en torno a ellos adquiere matices indispensables en disciplinas incipientes como la filosofía ambiental, el pensamiento ecológico y la ecocrítica. Jardinosofía se sitúa, y concluyo con un logro flagrante de esta historia filosófica de los jardines, en unas coordenadas que, aunque siempre presentes, pasan del todo desapercibidas en la academia y en la vida diaria. Me apropio de la apuesta que hace Santiago Beruete: recuperar los jardines como espacios privilegiados de reflexión filosófica y, con ésta, de una vitalidad perenne.

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