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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.8 no.14 Querétaro jul./dic. 2017

 

Dialógica

Habitar la ciudad

Dwelling the City

Juan Carlos Mansur Garda* 

*Instituto Tecnológico Autónomo de México, México. jcmansur@itam.mx


Resumen

En este texto se busca ahondar en la noción del habitar para comprender qué es habitar la ciudad. A lo largo de este artículo se advierte que más allá de ocupar un espacio, habitar es vivirlo de forma creativa, simbólica y libre, y señala como elementos fundamentales del habitar el «cuidado», el «amparo», el «arraigo» y el «encuentro». Estos elementos permiten comprender que habitar es un ethos y las ciudades son la manifestación de nuestra forma de expresar nuestros deseos e intereses por nosotros mismos, por los demás y por las cosas que nos rodean, por esto, se habita la ciudad cuando se hace ciudadanía, y se encarnan nuestras relaciones sociopolíticas y económicas, que se reflejan en las formas arquitectónicas y urbanas de las ciudades.

Palabras clave: amparo; arraigo; ciudad; cuidado; habitar

Abstract

This text seeks to clarify the notion of dwelling, in order to understand what to inhabit the city is and means. Throughout this article it is noticed that beyond occupying a space, to dwell is to live it in a creative, symbolic and free manner, and points out as fundamental elements of living the «care», the «protection», the «rooting» and the «meeting». These elements allow us to understand that dwelling is an ethos and cities are the manifestation of our way of expressing our desires and interests for ourselves, for others and for the things that surround us, and because of this, the city is inhabited when we make citizenship, and embody our socio-political and economic relations, which are reflected in the architectural and urban forms of cities.

Keywords: care; city; dwelling; protection; rooting

Los seres humanos habitamos

El título de este artículo, «habitar la ciudad», sería una tautología o una verdad obvia si no fuera porque no siempre las ciudades son esos lugares donde los seres humanos cumplen su necesidad esencial de ser habitantes del mundo. No siempre se logra la que debería ser una vocación natural a ella, a saber: que sus moradores cuenten con espacios adecuados que les permitan promover relaciones que sean habitables.

Una vivencia que nos haga comprender que no siempre van de la mano «el habitar» y «los espacios de la ciudad» es la que tenemos cuando viajamos y visitamos distintos lugares, dentro o fuera del país. En nuestros recorridos, procuramos encontramos en sitios donde por alguna particular razón nos sentimos bien. Visitamos ciudades que tienen algo que, de primera impresión, nos hacen sentir especialmente alegres y a gusto. Experimentamos cierta afinidad o simpatía por su gente, sus calles, el ambiente que se genera y tenemos la impresión de ser bienvenidos e invitados a caminarla, conocerla, admirarla. Estas ciudades nos provocan un deseo de permanecer, de dilatar nuestra estancia y postergar nuestra partida. Hay otras ciudades, en cambio, cuyos espacios nos resultan distantes, fríos, ajenos, sitios que, aunque son iguales a otros que hemos visto y visitado, físicamente, no nos atraen ni nos hacen sentir bien, sino por el contrario nos invitan a no permanecer por mucho tiempo ahí. Tenemos la impresión de ser ajenos y extraños a tales sitios, lo cual nos hace comprender que ocupar un espacio físico per se, no garantiza la experiencia de habitarlo.

Inclusive, la misma ciudad en la que cada uno de nosotros vive tiene espacios y rincones a los que recurrentemente nos acercamos y en los que nos gusta permanecer un tiempo porque tienen algo que nos da vitalidad, nos ubica en un lugar y, en cambio, hay otros espacios que evitamos porque nos hacen sentir o bien indiferentes porque no despiertan nuestro interés o, quizás, incluso incómodos o inseguros. Así, no todo espacio físico nos resulta habitable. El mero estar en una ciudad, u ocupar un espacio territorial, no necesariamente se identifica con el habitar. De aquí que sea importante reflexionar sobre cómo se debe «habitar la ciudad».

Para esclarecer el sentido del habitar, se pueden recordar algunas de las ideas a que alude Heidegger en su afamada conferencia Bauen, Wohnen, Denken.1 Ahí, el filósofo de la Selva Negra distinguió la «vivienda» del «habitar». Afirma que no todas las construcciones cumplen con la función de ser «moradas» (Heidegger, 1994: 127). Si bien, hoy día distinguimos el «habitar» y el «construir», hubo un tiempo en que ambas realidades estaban más implicadas; incluso se asocian verbos como buri, büren -que significaban «habitar»-, con el verbo «construir»: Bauen, buan, bhu, beo. Ambos los identifica Heidegger con el verbo bin; es decir: el verbo ser. Así, según el pensador alemán, al decir «yo habito» solía decirse lo mismo que «yo construyo», pues viene de la misma raíz, a saber: «yo soy».

Heidegger, por ello, afirma que «somos en el habitar» y que todo hombre es en la medida en que habita. De manera muy interesante, Heidegger expande la concepción tradicional que tenemos del habitar como el vivir dentro de una casa, y afirma que habitamos en nuestro quehacer cotidiano, en nuestra forma de trabajar, al hacer negocios, estudiar, viajar, comer o caminar. En todos estos casos, estamos ya habitando, según esto, porque ser y habitar se identifican. Un segundo sentido del habitar lo encuentra el filósofo de la Selva Negra al encontrar la etimología del verbo Wohnen (habitar) en el verbo, wunian, que significa estar en paz, satisfecho, libre, de donde el segundo sentido de habitar implica estar bajo el cuidado. Así, habitar es nuestro modo de ser hombres, en paz, bajo cobijo y cuidado.

El verbo «cuidar», a su vez, tiene un sentido muy importante en el pensamiento heideggeriano pues, para él, cuidar significa dejar algo en su esencia. Por eso asocia el rasgo fundamental del habitar con el cuidar o mirar para y afirma que habitar es un “residir cerca de las cosas” (Heidegger, 1994: 131), es un cuidado -dice- por el cielo, la tierra, los dioses y los mortales y afirma que habitar es guardar, en verdad, a la cuaternidad en las cosas, en tanto que este guardar es un construir. El cuidar pone bajo cobijo; el cuidado, permite apreciar las cosas en su esencia. Cuidar es construir y habitar: “El habitar -dice Heidegger-, es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales” (Heidegger, 1994: 141). Por eso, Heidegger piensa que esta reflexión sobre el habitar puede arrojar luz sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y es el modo en que recibe de él su esencia.

Habitar se da, por ejemplo, desde el acto de cuidar y preservar una amistad y sacar a la luz la cordialidad de las personas. Una ciudad es habitable cuando en ella se cuida de la persona en cada una de las etapas de su vida -en su infancia, su juventud, su vida adulta y su vejez-, pues habitar es vivir bajo el cuidado, en nuestro ser temporal y en nuestra vida. Este es el punto de partida y la meta para hacer habitable una ciudad. Poder responderse a preguntas como las siguientes: ¿Cómo es preciso habitar para hacer relucir la esencia del cuidado frente a un enfermo? ¿Cómo construir como comunidad y cómo construirnos para sacar a la luz el amor en su esencia? Pensemos en la esencia y cuidado del comer, del compartir la comida, el agradecer, ¿cómo es que habitamos estas realidades?

La ciudad contemporánea deja mucho qué desear sobre el tema del cuidado. Se abandona a la persona y se privilegia un éxito material, en aras de una seguridad económica que deja en la inseguridad a la persona, lo mismo que su entorno natural. Quien habita, cuida, preserva la esencia, devela el sentido del ser de las cosas y vive el «amparo», el «arraigo» y el «encuentro», como formas de este cuidado. Quien habita, siente el amparo, la seguridad de no sufrir daño, de preservar y mantener su esencia y destino, de poder transitar, no únicamente de un lado a otro, sino de transitar en la vida. Una ciudad donde hay justicia, seguridad económica, posibilidad de relaciones humanas e incluso relaciones con la divinidad, nos hace sentir amparados. Una ciudad en donde, debido a nuestras enfermedades, capacidades diferentes, a nuestra vejez, no nos sentimos amparados, es una ciudad donde no habitamos de forma plena.

Lo mismo sucede con el arraigo como una forma de sentirnos pertenecientes a un lugar, a una comunidad y a su historia, arraigo que se da en el lenguaje, por ejemplo, en la religiosidad y en las costumbres. El arraigo permite identificarnos con lo otro y asumirlo como propio. Consiste en poder encontrar lo íntimo en las cosas. Sentimos arraigo por una tradición o por símbolos que identifican nuestra vida, a nuestros antepasados y nuestra historia. De aquí que resulte dura la realidad del extranjero, del migrante, del excluido, que no encuentra en las ciudades una forma de arraigo y, por lo mismo, no logra llevar el habitar a su esencia.

El encuentro es una forma de habitar porque en el encuentro sale a la luz la esencia de las cosas. No sólo consiste en entrar en diálogo con ellas, sino en la comunión. Las culturas que no se han dejado arrastrar por la ciudad industrial mantienen todavía espacios que favorecen el encuentro entre personas y la comunión con la vegetación, los ríos y los animales; en cambio, en muchas de las ciudades actuales, lo que parece ocurrir es un deliberado evitar el encuentro, aislar a las personas y evitar el contacto y encuentro entre ellas, sea mediante calles, bordos, automóviles o simplemente por el horario de trabajo que viven día a día y que les impide tener tiempo para comunicarse y encontrarse. Muchas de las ciudades contemporáneas son ciudades que también nos aíslan de la naturaleza y esconden sus ríos mediante tuberías. O talan los árboles y se aíslan del ambiente mediante la instalación de un clima artificial porque la ciudad no garantiza un aire limpio o porque los espacios no están diseñados para tener una buena circulación de aire.

Los párrafos anteriores nos permiten comprender que habitar es más que ocupar un espacio. Se habita cuando se funda una morada, se establece una relación con nuestro propio ser y se entra en relación con los otros. Por eso es fácil pensar que se habita cuando se funda un ethos, algo que sucede sólo desde el amor o eros: habitar es un acto de amor que expresa nuestro ethos, como propone Alberto Pérez-Gómez, quien intenta reestablecer la relación entre poética y ética en la Arquitectura en su obra Lo bello y lo justo en la Arquitectura o, como dice en sus propias palabras:

interpretar la relación entre amor y arquitectura para localizar puntos de contacto entre poética y ética: entre la vocación del arquitecto por la belleza, que busca engendrar un mundo más hermoso y el imperativo ético que tiene la Arquitectura de proveer un lugar siempre mejor para la sociedad (Pérez Gómez, 2014: 19).

Desde este sentido, podemos ampliar más nuestra noción del habitar y hablar ahora del sentido de la Arquitectura como una forma privilegiada de encarnar y llevar a una realidad espacial, material, los deseos espirituales del ser humano, tal como dice el citado Pérez-Gómez:

La auténtica arquitectura responde al deseo de habitar un lugar elocuente, capaz de proporcionar un sentido de orden que responda a nuestros sueños y dé razón de nuestro ser mortal en función de nuestra capacidad de pensar lo eterno; es una contribución del arquitecto a la sociedad que al enmarcar y hacer posible el habitar revela, asimismo, como significativas las acciones humanas a través de emociones apropiadas, exponiendo los límites de la condición humana mientras propicia nuestra identificación emocional con el mundo cultural y natural que da lugar a nuestra conciencia: el enigma fundamental que da sentido a nuestra existencia (Pérez-Gómez, 2014: 19).

Según este punto de vista, se podría ver la ciudad como la forma de expresar el deseo e interés por el bien propio y el de los demás, el cuidado por nosotros mismos, por los demás y por las cosas que nos rodean y que constituyen nuestras relaciones socio-políticas, económicas, que se reflejan en formas arquitectónicas y urbanas. Así, siguiendo esta línea del cuidado y el amor, podría comprenderse nuestra idea de derecho en la ciudad. ¿Qué es justo? ¿Qué debe hacerse? ¿Hay que plantearse las cercanías y lejanías de nuestro entorno arquitectónico, como esta forma de hacer ciudad, algo que trasciende la idea de espacio y tiempo de la física y matemática, no porque la Arquitectura prescinda de ellas, sino porque la matemática y física son sólo los medios de los que se sirve el arquitecto y que le permiten suscitar vivencias espaciales que no pueden ser reducidas a los lenguajes cuantificables. Este es uno de los principios fundamentales a los que ha llegado la fenomenología del espacio en la Arquitectura.

El espacio en la arquitectura

Al día de hoy, se cuenta con una serie abundante de reflexiones sobre la diferencia entre el espacio físico y el espacio vivido. Así, se pueden mencionar las aportaciones en filosofía de autores como Heidegger, Merlau-Ponty y Alfonso López Quintás, quienes, desde la hermenéutica y la fenomenología, han contribuido a comprender de una manera más profunda la esencia del habitar, lo mismo que dentro de la reflexión arquitectónica se puede destacar la obra de Edward T. Hall, Juhani Pallasmaa y Jahn Gehl, entre muchos otros. Nos dejan ver que, mientras la física mecánica ve el espacio como algo neutro, rígido y frío, la fenomenología y la hermenéutica lo ven como algo cargado de valor, dinámico y que genera una calidez en las relaciones humanas.

Los autores citados han puesto de manifiesto que, si bien todos los seres humanos percibimos el espacio y éste nos estimula a responder con ciertas conductas, el habitar se da en tanto vivimos el espacio de forma libre y creativa, lo cual implica por un lado que no «ocupamos» el espacio como si éste fuera un receptáculo donde colocar las cosas, sino que «hacemos» el espacio, pues, en el ejercicio diario de habitarlo. Lo «conquistamos» y «fundamos» de acuerdo con nuestros intereses y vivencias que nos lleva a darle distintas jerarquías y marcar las pautas de lo que queremos mantener cerca y lejos, según nuestras intenciones y de las vivencias que establecemos con otras personas y objetos con quienes convivimos, como sucede, por ejemplo, con quien llega a vivir a una nueva ciudad y, existencialmente, se ubica y se orienta con respecto a su nuevo lugar de trabajo, los comedores y tiendas cercanos, el lugar de oración o meditación al que asistirá, los lugares que le parecen más seguros, etcétera.

Este «ubicarse con respecto a» es lo que muestra que no ocupamos el espacio, sino que lo vivimos de forma libre y creativa de acuerdo con los acentos que le damos. Quien habita no trata con «cosas» en el espacio, sino que hace «lugares» -también llamados «sitios»-, que marcan una jerarquía y que subordinan un espacio respecto a otro como, por ejemplo, cuando se erige una universidad. Ésta se vuelve un hito arquitectónico, en torno al cual se podrán hacer nuevos sitios como cafeterías, papelerías, comedores, librerías, y en ellos, todo tipo de actividades que están en relación con este sitio principal que es el que abre espacio a una «plaza», dice Heidegger (1994: 135); por otro lado, el habitar de forma libre y creativa implica que lo seres humanos convivimos de diferente manera, según los signos y símbolos con que «leemos» y «vivimos» nuestro llamado «espacio vital», lo cual se vive de forma tanto personal como cultural. Por ejemplo, cuando, en un país, el contacto físico es muestra de amistad y en otro es signo de abuso a la integridad del otro. O mirar al otro a los ojos: es, en algunas culturas, signo de atención y en otras lo es de desafío, etcétera.

Así, nuestra forma de expresión corporal habla de nuestra forma de habitar según las culturas y regiones. Lo encontramos cuando vemos la diversidad de formas en que se expresa en la arquitectura el derecho a la propiedad privada, que aunque es un derecho en distintos países, la forma de delimitar una propiedad, sin embargo, es diferente según el país en que nos encontremos, de acuerdo con la forma de expresar esta privacidad: así, hay países que mediante un anuncio, o una línea mantiene distante a la gente, mientras que en otros casos es necesario erigir bardas, pues ambos son códigos culturales. De la misma manera, la amistad, la inclusión o la sociabilidad se expresan de diferente manera según las culturas. Así, por ejemplo, la germana se expresa eminentemente mediante el contacto visual; en los países latinos, el contacto es más bien físico; en las culturas árabes, también se trata de una proximidad olfativa.

Nuestra ubicación de cosas en el espacio y nuestro lenguaje corporal marcan proximidad, distancia, intimidad, publicidad, importancia, nulidad. Manifiestan lo prohibido y lo permisible. Es decir, hablan de lo que interesa a la conciencia y la forma como ésta vive. De tal manera, se puede concluir que las ciudades y sus espacios (públicos o privados) responden a la vivencia de los espacios por parte de sus ciudadanos. Nuestra edificación de ciudades, más importante aún, devela la forma en la que, intencionalmente, la conciencia de las personas se manifiesta a los demás en el mundo.

Por eso la arquitectura es un campo fértil para la reflexión filosófica y, en este sentido, la filosofía puede contribuir mucho a la reflexión del urbanismo y la filosofía y, quizás, dentro de ésta, la fenomenología y la hermenéutica tienen mucho que aportar en este terreno. Sobre todo, en los aspectos de cómo interpretar el uso de los espacios, o cómo organizar espacialmente la vida de los habitantes. Por eso se afirmaba, líneas arriba, que las ciudades no sólo aportan subsistencia material, sino que deberían estar orientadas a generar un sentido de vida en sus habitantes, puntos donde la filosofía, la teología y la psicología tienen mucho que aportar en la reflexión del urbanismo.

Lo anterior deja ver, también, que la vivencia de los espacios ciudadanos a los que hemos hecho mención, son también el resultado de nuestras decisiones políticas, sociales y culturales como comunidad; que han determinado los límites y permisos a los que tenemos derecho los ciudadanos. Hablan de las relaciones interpersonales que constituyen la vida política y que se ponen de manifiesto en formas arquitectónicas que expresan para una comunidad lo público y lo privado, lo permitido y lo prohibido, razón por la cual la ciudad y el uso de sus espacios son un reflejo más real de la vida de la «polis» y del amor que nos tenemos como habitantes. Mucho más, acaso, que lo que podrían decir el derecho y la legislación política de una ciudad. Una expresa cómo vivimos de facto el derecho a la ciudad; la otra, cómo deberíamos vivirlo.

Piénsese tan sólo que la vida en las plazas y calles de varias ciudades europeas es resultado y reflejo de la madurez política a la que ha llegado la convivencia de esa sociedad, que permite a los peatones salir a las calles con seguridad, emplear un transporte público de calidad, vivir fuera con la tranquilidad del acceso la seguridad social. No basta con diseñar espacios para garantizar una vida pública; si no hubiera armonía entre la madurez de una ciudadanía y su legislación para garantizar la sana convivencia entre sus habitantes. De ahí, la importancia de recordar la frase heideggeriana “el habitar precede al construir”. Por esto vale la pena insistir que la ciudad nos habla de la vida y madurez política, como afirma Pallasmaa: “El espacio propio expresa la personalidad al mundo exterior, pero, no menos importante, ese espacio personal refuerza la imagen que el habitante tiene de sí mismo y materializa su orden del mundo” (Pallasmaa, Habitar: 22).

En la ciudad se expresan cosmovisiones que se plasman en estilos arquitectónicos, disposiciones jurídicas y políticas que delimitan dónde se colocan las cosas y por qué. Hace referencia a la forma en que habitamos, a cómo nos organizamos y queremos vivir. Por eso, las ciudades hablan. Hablan de nuestra forma de entendernos, de nuestra forma de socializar y expresar nuestros deseos y de la forma de vivir con los demás: de convivir. La ciudad es el macrocosmos de nuestra propia vida interior y es esta forma de habitar la que determina distintas formas de construir, como afirma Heidegger: “Construir no es solo medio y camino para el habitar. El construir es, en sí mismo, ya el habitar” (Heidegger, 1994: 128). Esta forma de expresarse no es unívoca y clara como podría pensarse. Hacer ciudad implica una forma de marcar simbólicamente los espacios, la forma de vernos, de escucharnos, de acercarnos los unos a los otros. Es diferente según culturas y regiones. La ciudad es nuestra conciencia hecha espacio. Es una de las mejores formas de ver cómo nos entendemos y cómo somos, cómo entendemos la comunidad, la protección, la hospitalidad, la diversión, la ayuda. Así, pues, la ciudad no solo es un lugar donde nos reunimos para hacer cosas, sino que en ella queda expresa la forma o manera como la hacemos: “las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a su esencia y dan casa a esta esencia” (Heidegger, 1994, p.140), y cuando no sucede esto, tenemos que repensar el habitar pues, quizás, aprendiendo a habitar podamos hacer ciudadanía.

Habitar como forma de hacer ciudad y ciudadanía

Con lo expuesto anteriormente, se puede esbozar una idea de cómo habitar la ciudad. En muchas de las ciudades actuales no se puede hablar de que habitamos una ciudad. Más bien, la ciudad nos contiene como si fuera un recipiente donde se colocaran personas y servicios. Habitar la ciudad ocure cuando vivimos el espacio de forma libre y creativa, como se expresó líneas más arriba. Se da cuando manifestamos nuestro ethos como una forma de amor, cuidado y respeto, que desvele las cosas en su esencia y propicie vivir los espacios bajo la experiencia del cuidado, del amparo, el arraigo y el encuentro entre los habitantes.

Habitar no es «alojarse». No es un asunto de buenas distribuciones de espacios, ni facilitar la vida práctica. No es edificar departamentos con precios asequibles, buena ventilación y asoleamientos, ni pensar de esta manera la vivienda supone una comprensión del habitar. Se habita cuando estamos vinculados a los seres que están a nuestro alrededor. Habitar, por eso, debería considerarse, de acuerdo con lo que aquí se ha expuesto, como una forma de ejercer el deseo caritativo de hacer política. Nuestra idea de justicia, de organizar la economía y nuestras formas laborales, pues, se pueden conjuntar en “una arquitectura capaz de seducir, enmarcado en forma apropiada el deseo de la colectividad a través de posiciones éticas y políticas, es quizás la opción más prometedora para una práctica que busque asumir sus responsabilidades fundamentales” (Pérez-Gómez, 2014: 21-22). De la misma manera, habitar la ciudad implica el derecho a vivirla; esto es, a recorrerla, a pasear y caminar, algo que recientemente ha manifestado Henri Lefevre y que semeja a lo que apunta Heidegger. Así, la conclusión es clara “sólo si somos capaces de habitar podemos construir” (Heidegger, 1994: 141 y ss.).

En este sentido se podría afirmar que la ciudad se construye y transforma de forma orgánica y positivamente en la medida que la habitamos porque la ciudad se configura cuando se ejerce activamente la ciudadanía en el ejercicio cotidiano de habitar, cuidar y respetar lo que hace la ciudad, sean las personas o el entorno natural, pues el cuidado que tomamos por las cosas y las personas deviene poco a poco un lugar en la ciudad y un sentido de vida que se construye a través de la comunidad, del diálogo, de la riqueza del encuentro: “Habitar es residir cerca de las cosas” (Heidegger, 1994: 133) y la cercanía que generamos a través del paseo, del ejercicio, de la diversión, del conversar, del respetar la forma y lugar del trabajo, etc., generará una fisonomía de la ciudad, siempre y cuando se tome verdadera consciencia en la ciudad de la esencia del habitar. De la misma manera la falta de cuidado y cercanía que se tiene a la ancianidad, a los pobres y enfermos, a la gente con alguna discapacidad lo mismo que al preso, los excluye de la ciudad al punto de hacerlos casi inexistentes, pues los vuelve seres «inhabitantes» de la ciudad.

Se habita, también cuando se cuida la ciudad y la historia que ella contiene, se procura preservar el patrimonio, pues él nos muestra no sólo la historia de una comunidad, sino la forma como se construyó y se mantuvo relación con la naturaleza para lograr hacer uso de la temperatura, el agua, la forma de guarecerse. Habitar es saber leer los símbolos con que se ha erigido una comunidad, por esto es importante conocer de la historia y de los monumentos de la ciudad, pero también de su patrimonio intangible, de sus tradiciones, pues es una forma como se expresa el amor en comunidad, pero nuevamente la concepción moderna de la ciudad, lleva a la crisis la vida de sus habitantes:

la función imaginativa y social de las ciudades está amenazada por la tiranía de la mala arquitectura, la planificación desalmada y la indiferencia ante la unidad básica del lenguaje urbano, la calle, y la «ruissellment de paroles» (corriente de palabras), las infinitas historias que la animan. Mantener vivas la calle y la ciudad depende de entender sus gramáticas y generar nuevas articulaciones donde estas proliferen (Solnit, 2015: 324).

Se habita cuando se tiene cercanía entre las personas y la historia de las comunidades, pero también se habita cuando hay cercanía con la naturaleza. Las comunidades que saben habitar la ciudad conforman sus ciudades cuidando y manteniendo cerca la naturaleza, y no mantienen una violencia hacia ellas, por el contrario, saben aprovechar la orografía, sean montañas o valles, o estepas, lo mismo que si se habita en terrenos boscosos o tropicales, o en la costa del mar o a orillas del río o laguna. Se habita cuando se hace de la temperatura una experiencia de vida desde los climas secos o húmedos, hasta los fríos, calurosos o templados, quien habita sabe que se vive con la naturaleza y es necesario cuidar del entorno y aprender a vivir con él, así cuando Heidegger dice: “El puente deja a la corriente su curso y al mismo tiempo garantiza a los mortales su camino, para que vayan de un país a otro” (Heidegger, 1994, p.134), nos ayuda a recordar que los puentes, los caminos, tienen que tener esta función, no “anular” la naturaleza que nos circunda, sino dejarla ser, y a la vez, dejarnos ser con ella.

La crítica que se ha hecho la filosofía moderna que desprecia el lenguaje simbólico en aras de lograr la racionalidad de la claridad y distinción, alcanza al urbanismo y a la edificación a las ciudades, la ciudad diseñada desde el beneficio material, genera la pérdida del sentido simbólico y hermenéutico de sus espacios y por consecuencia, la pérdida de sentido de sus habitantes, crítica que han hecho autores como Bachelard quien hace ver la pérdida de los símbolos de la ciudad, como Jane Jacobs en su obra Vida y muerte de las ciudades quien hace la misma crítica sobre la pérdida del sentido de comunicación y contacto entre las personas, o como Pallasmaa y Alberto Pérez-Gómez, quienes expresan su preocupación frente a la pérdida del sentido Eros dentro de la Ciudad, en la misma línea se encuentran autores que hacen una dura crítica a la ciudad que no busca dar sentido de vida a la persona sino al beneficio, como son David Harvey, Edward Glaeser, Illich, en que hablan de la pérdida de sentido de vida en las ciudades por el uso despersonalizado que lleva la vida moderna, como expresa Pallasmaa:

Una de las razones por las que las casas y las ciudades contemporáneas son tan alienantes es porque no contienen secretos; su estructura y su contenido se perciben de un solo vistazo. Comparemos los secretos laberínticos de una antigua ciudad medieval o de una casa vieja, que estimulan la imaginación y la llenan de expectación y estímulos, con la vacuidad transparente del paisaje y de los bloques de apartamentos contemporáneos (Pallasmaa, 2016: 31).

En la misma línea, vale la pena enfatizar que quizás una parte en la que no se ha visto del todo claro al día de hoy es creer que densificar es incrementar la relación humana y resolver nuestros problemas de ciudad, crítica que hace Gehl en su obra La humanización del espacio urbano, y afirma que los grandes edificios y las avenidas que favorecen el uso del automóvil no propician el encuentro, lo cual es sumamente grave en la vida de una ciudad pues en el encuentro se habita y se contribuye al desarrollo de la persona y se construyen relaciones interpersonales. La especulación financiera, el establecer criterios de enumerar y acomodar, hace perder la sensibilidad del espacio, el resolver el espacio antes de resolver la vida ha generado serios problemas en el habitar.

Habitar es cuidar, no explotar, no alterar el orden de la vida, atender lo sagrado y a los seres humanos. Más aún, la ciudad que toma un carácter centrado en el consumismo genera una pérdida de sentido de la persona, tal como lo muestra Victor Frankl en su obra, donde las personas que habían intentado suicidarse eran personas con condiciones de vida favorables. El sentido de vida se construye en comunidad, y “las alternativas materialistas y tecnológicas para la arquitectura -por sofisticadas y justificables que sean en vista de nuestras fallas históricas-, no responden satisfactoriamente al complejo deseo que define a la humanidad” (Pérez-Gómez, 2014: 18).

Por eso es importante recalcar que la forma como progrese nuestro sentido social y comunitario, nuestra vida política, modificará necesariamente el espacio urbano que vivimos. Son estas ideas y acciones de justicia, de amistad, de cooperación o aislamiento las que hacen la arquitectura y el urbanismo. Un aspecto que insiste en recordar Danto cuando afirma que “la belleza es un tributo demasiado humanamente significativo para que desaparezca de nuestras vidas. O al menos eso esperamos. Sin embargo, sólo podría volver a ser lo que en arte fue una vez si se produjera una revolución no sólo en el gusto sino en la vida misma. Y eso tendría que empezar por la política” (Danto, 2005: 180), razón por la cual, si se desarrolla una adecuada vida social y política entre sus habitantes, es posible tener una ciudad con calidad de habitar, mientras que “una ignorancia parcial o total de las profundas relaciones que vinculan el amor y el deseo con los significados arquitectónicos tiene consecuencias nefastas, contribuyendo a perpetuar la epidemia moderna del formalismo vacío y el funcionalismo banal, condenando a la arquitectura a ser una moda pasajera o una mercancía de consumo, y condicionando las culturas que ésta enmarca a sufrir sus peligrosas patologías” (Pérez-Gómez, 2014: 21).

Con lo anterior comprendemos un poco más por qué la crítica de Heidegger a la idea del habitar hoy día, pues se ha dejado de lado la esencia del habitar, y en lugar de esto estamos ante la penuria de viviendas, y aun cuando se ponen medios para remediarlo, se intenta evitar esta penuria haciendo viviendas, fomentando la construcción, planificando la industria y el negocio de la construcción: sin embargo, ahí no está la solución, la solución estará cuando comprendamos la esencia del habitar y no pensemos desde el construir, es decir, cuando antepongamos a la persona y desde ella y el cuidado por lo que la rodea hagamos relucir la verdadera esencia de ser y habitar, pero ante esta pérdida de conocimiento del habitar, sólo podremos pensar en vivienda como un colocar personas en lugares, y no como el hacer que las personas «funden» lugares y convoquen el sentido del ser, concluyo con la propia frase que da Heidegger: “la auténtica penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua aún que el ascenso demográfico sobre la tierra y que la situación de los obreros de la industria. La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar” (Heidegger, 1994: 142).

Referencias bibliográficas

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1Es bien sabido que Ortega y Gasset publicó una conferencia en que se manifiesta abiertamente una postura contraria a la de Heidegger, y al explicar sus razones más parecería darle la razón al pensamiento del filósofo alemán que ir contra sus principios. El lector puede hacerse de su propia opinión (Ortega y Gasset, 1951: 629 ss.)

Recibido: 14 de Octubre de 2015; Aprobado: 02 de Febrero de 2017

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