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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.5 no.7 Querétaro ene. 2014

 

Estudios

 

Fe, razón, persona: de la creencia como dimensión antropológica al acto personal de fe

 

Faith, Reason and Person: on Belief as an Anthropological Dimension of the Personal Act of Faith

 

Urbano Ferrer

 

Universidad de Murcia, España. ferrer@um.es

 

Recibido: 16/04/2013
Aceptado: 29/08/2013

 

Resumen

Se estudia el arraigo antropológico de la fe desde la dimensión credencial del hombre, puesta de relieve por la fenomenología, la sociología de la comunicación y en especial la antropología. A continuación se aborda el paso de la creencia bajo su modalidad religiosa a la fe, como respuesta obediencial al llamamiento primero de Dios, como consta en las Escrituras. La fe monoteísta, a diferencia de otras religiones, embocó desde los inicios la vía de la racionalidad, tanto en el ámbito del conocimiento teórico como en el de la convivencia civil, pese a las desviaciones que a lo largo de la historia se han dado en ambos terrenos. En este sentido, la fe cristiana ha impulsado las universidades y ha contribuido a la expansión de los conocimientos, así como ha puesto las bases para el reconocimiento de la esfera propia del poder civil (laicidad en sentido positivo). Pero una muestra particularmente elocuente de esta convergencia entre razón y fe se encuentra en la noción de persona, por un lado ajena al pensamiento precristiano y, por otro lado, elaborada en los primeros concilios con las categorías racionales puestas a disposición por los griegos.

Palabras clave: conocimiento, fe, raíces antropológicas, laicidad.

 

Abstract

This paper studies the anthropological roots of faith from the believing dimension of man, highlighted by Phenomenology, Sociology of Communication and, especially, Anthropology. It continues then dealing with the step taken from religious belief to faith, understood as an obedient response to the call of God, as it presented out in the Scriptures. Now unlike the various religions, monotheistic faith took from the beginning the route of reason, both in the sphere of theoretical knowledge and in that of civil coexistence, despite the deviations that have occurred in both spheres throughout the course of History. Thus, the Christian faith has been the driving force of universities and has contributed to the growth of knowledge, while laying the foundations for recognizing the authority of civil power (laicality in the positive sense).Yet a particularly eloquent sample of the convergence between reason and faith is found in the notion of person, on the one hand inexistent in pre-Christian world, and on the other, elaborated in the first councils in the categories of Reason put forward by the Greeks.

Keywords: anthropological roots, knowledge, laicality, faith as response.

 

1. ¿Qué se entiende por "creencia" y, más específicamente, por "creencia religiosa"?

Empezaremos por un análisis fenomenológico, destacando el lugar que asigna la fenomenología a la creencia en el seno de la conciencia. Edmund Husserl encontró, en aplicación de su método fenomenológico, que la certeza de la creencia no es un acto más de la conciencia entre otros, sino el telos en el que desembocan esencialmente todos los actos de conciencia: así, en el orden cognoscitivo, la duda, la opinión, la sospecha, etc., no son sino actitudes inestables y provisionales que tienden a la certeza y se colman en ella, y cuando no es posible hallarla, siempre cabe la conversión de lo dudado, opinado o sospechado en aquello de lo que estoy cierto como dudoso, probable o como sospechado; análogamente, en los órdenes afectivo y volitivo aquello que estimo y aquello que quiero -en el doble sentido de que estoy connaturalizado con ello y de que lo decido- sólo son posibles si previamente tengo algún conocimiento cierto al respecto, indispensable para poder identificarlo tanto como estimado cuanto como querido. De un modo general, "la certeza de la creencia es creencia pura y simple, en su pleno sentido [...] Introducimos el término de creencia primitiva o protodoxa, con el que se expresa adecuadamente la referencia intencional retrospectiva de todas las modalidades de creencia (a la creencia pura y simple)" (Husserl, 1962: p.252).1

Por otra parte, la creencia interviene en los actos de conciencia de un doble modo: como un índice que tiende al objeto, o más propiamente al estado de cosas antes de que se me dé en su integridad a la conciencia, y como el carácter de confirmada que asume la creencia una vez que el objeto, o en su caso el estado de cosas, se han hecho presentes. Son los dos matices semánticos que en primer término destacan disyuntivamente en el verbo "creer": creo u opino sin tener todavía una certeza suficiente o confirmada, o bien creo con adhesión firme, acreditada (de nuevo aparece el verbo credere en esta segunda acepción).

En griego, el sustantivo correspondiente es doxa, que designa tanto la creencia en tanto que forma de conocimiento inferior a la episteme o conocimiento científico como la fama o gloria reconocida a los héroes (en este segundo sentido empleará traslaticiamente San Pablo el nombre de doxa para referirse a la gloria de Dios). En este orden, el lenguaje usual diferencia netamente los dos significados de un mismo término, ya que si al creer en la primera acepción le otorgáramos la certeza que acompaña con derecho al segundo sentido, la actitud mental correspondiente la llamaríamos credulidad, la cual se contrapone manifiestamente a la creencia en su sentido más estricto.

En conclusión, la certeza de la creencia es para Husserl el estado definitivo de la mente, que está en el trasfondo de todos los otros estados, bien porque apuntan a ella como a su término (cuando es una certeza no alcanzada todavía), bien porque la contienen a su modo implícitamente, pudiéndoselos transformar en algo de lo que estoy cierto en tanto que creído (así, al estar cierto de que tengo tal duda o tal sospecha).

Se podrían evitar las ambigüedades anteriores en el término "creencia" reemplazando su sentido fuerte por asentimiento, como es el caso en J.H. Newman: "el asentimiento es una adhesión sin ninguna reserva o duda a la proposición que constituye su objeto" (Newman, 2010: p.148). Así como la certeza de la creencia es un modo primordial de conciencia o protodoxa, al que cabe referir los otros estados de la mente, también el asentimiento es un acto originario y completo, en el que pueden transformarse sus declinaciones como la duda, la sospecha, etc. "Cuando doy mi asentimiento a una duda o a una probabilidad, mi asentimiento como tal es tan completo como si asintiera a la verdad; no es un cierto grado de asentimiento" (Newman, 2010: p.151). Asentimiento y creencia coinciden, además, en contener virtualmente la certeza que con Newman podemos llamar "certeza interpretativa" (Newman, 2010: pp. 179ss.), hasta el punto de desvanecerse como tales si no la admitieran como prueba de fuego. En consecuencia, aquellas creencias que no se traducen en asentimiento -cierto- las equipararíamos a las opiniones, en las que sí cabe establecer una gradualidad según su mayor o menor acercamiento a la certeza. No obstante, mientras que el asentimiento denota preferentemente el acto correspondiente, la creencia se extiende, sin forzar su sentido, del acto de creer al hábito mental, lo cual dispensa de tener que aludir a los hábitos de creer con otro término y emparenta la creencia más fácilmente con la fe en su sentido de virtud o hábito sobrenatural. Por ello, normalmente seguiremos empleando el término "creencia", una vez desenmascarada la ambigüedad semántica mencionada.

Haré a continuación una incursión por la perspectiva de la sociología de la comunicación, para advertir el lugar que se concede a la creencia en el ámbito de la opinión pública. Los estudios en este terreno han mostrado que existe un estado de creencia -en el sentido de opinión- dominante en el medio social tal que no se resuelve en los actos de interacción sociolingüística, como tendía a presentarlo la teoría social crítica de Habermas, sino que se acrisola espesamente como una muralla de silencio. Para integrarse en el grupo no importa tanto el manejo adecuado del argot correspondiente cuanto que se sepa acrecentar esa, según expresión de E. Noelle-Newmann (1995; Laporta, 2000; Ferrer, 2001), "espiral de silencio" que entre sus componentes van consolidando para poder diferenciarse nítidamente como grupo social. Coincidiría esta percepción de las creencias públicas con la que se encuentra en Ortega y Gasset, al reconocer las creencias como lo primero que se respira en el ambiente social y que sólo en momentos de crisis son puestas en cuestión, transformándose entonces en ideas con las que nos manejamos, que son de claro origen individual y crítico. "De las ideas-ocurrencia podemos decir que las producimos, las sostenemos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que nosotros, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas" (Ortega Y Gasset, 1983: p.384). Parece, pues, que el hombre no puede desenvolverse en el entorno social sin unas creencias consabidas, no expresadas, pero operativas de un modo latente en los comportamientos comunes. Es una concepción que viene abonada, por otra parte, por el interaccionismo simbólico de Herbert Blumer, continuador de los planteamientos de fenomenología social de Alfred Schutz, que identifica a los grupos sociales culturalmente antes de ingresar en los procesos de interacción discursiva.

En otro orden, antropológicamente hablando, el hombre se nos presenta como constitutivamente credencial, en el sentido de que no le basta con el tipo de certeza -o de ausencia de ella- que en cada caso se le muestra necesaria para resolver su situación pragmática, sino que está a la búsqueda de unas creencias básicas o primordiales que le puedan sostener en el más pleno y radical sentido. Los interrogantes sobre quién soy, de dónde vengo, adónde me dirijo, qué va a ser de mí. son inevitables y, sin embargo, la respuesta inmediata y coyuntural que vaya a darles es siempre de paso, quedando abierta en todos los casos a lo que se presente, al fin y a la postre, como definitivo. Son interrogantes que no tienen una respuesta obvia que los haga desaparecer como tales. Se trata más bien de preguntas inesquivables que sobrepasan el horizonte de lo que puede ser despejado de un modo objetivo; dicho en los términos inversos: los datos objetivos que me salen al paso me impelen a rebasar el límite de lo que puede ser objetivado y a la formulación de tales interrogantes, con su demanda de una creencia cierta en la respuesta.

El Concilio Vaticano II se refiere a ellos en los siguientes términos: "Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la naturaleza humana que hoy, como ayer, conmueven íntimamente los corazones. ¿Qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución específica después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?" (Gaudium et spes, n.10).

Abundando en este aspecto voy a referirme sucintamente a tres autores contemporáneos que, de un modo u otro, cuentan con lo que excede la conciencia intencional objetiva. Como es sabido, Gabriel Marcel diferencia entre el "problema", que me hace frente de modo objetivo y tiene solución a partir de los datos de que dispongo, y el "misterio", de orden existencial, que me envuelve y, por tanto, se resiste a ser objetivado. El misterio es aquello en lo que existencialmente creo, sin que lo pueda convertir en un problema a despejar objetivamente; pienso en él, pero no lo llego a hacer objeto dominable por el pensamiento, a modo de un problema. En un sentido similar, Karl Jaspers se refiere a las cifras del existir, que se revelan en situaciones-límite en calidad de inabarcables objetivamente, como pueden ser el dolor, la culpabilidad, la lucha interior o el amor. Son cifras en tanto que no se las puede reducir a aquello que presuntamente las descifrara.

A su vez, Ortega y Gasset muestra que en el mundo, tal como es dado objetivamente, hay una división o fractura constitutiva que remite como algo necesitado de explicación a un más allá que lo recomponga. Las cosas son penúltimas, están abiertas a través del horizonte indeterminado que las acompaña a algo que sea último y que, en su ultimidad, dé razón de ellas:

el ser fundamental, por su esencia misma, no es un dato, no es nunca presente para el conocimiento, es justo lo que falta a todo lo presente. ¿Cómo sabemos de él? Cuando en un mosaico falta una pieza lo reconocemos por el hueco que deja; lo que vemos es su ausencia; su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente. De modo análogo, el ser fundamental es el eterno y esencial ausente, es el que falta siempre en el mundo -y de él vemos solo la herida que su ausencia ha dejado, como vemos en el manco el brazo deficiente. Y hay que definirlo dibujando el perfil de la herida, describiendo la línea de fractura. Por su carácter de ser fundamental no puede parecerse al ser dado, que es, precisamente, un ser secundario y fundamentado (Ortega y Gasset, 1983b: p.333).

Esta larga cita se justifica porque en el texto aparece nítidamente expuesta la diferencia que separa lo dado objetivamente en el mundo del ser último, que no forma parte del mundo. Cabe concluir que, ante esta exigencia de ultimidad -advertida, como se ve, desde distintas perspectivas-, no es posible no optar por una de las dos alternativas que se presentan: el teísmo o el ateísmo, bien entendido que ambas son creencias irreductibles, no verificables en el sentido de lo que es positivizable. No es posible neutralizarlas con un tercero no credencial y pretendidamente aséptico: el agnosticismo es, en rigor, un oscilar entre ambas, no es una respuesta, sino que más bien se mantiene en la búsqueda de la respuesta estable o definitiva. Con ello hemos transitado desde la creencia en general al estrato de la creencia religiosa.

A un nivel sociocultural puede decirse que la creencia religiosa ha impregnado a todos los pueblos desde la más remota antigüedad. Sólo desde ella ha podido el hombre dar cauce a las inquietudes y sombras relativas al universo y al sentido de la existencia. Es de notar que no se trataba por lo común de opciones meramente individuales, sino que la formación de las comunidades y el ingreso de alguien nuevo en ellas iban acompañados de un rito religioso. Marcel Mauss ha mostrado cómo la ceremonia del don dentro de la comunidad, claramente credencial, ha precedido al sentido ético para las exigencias de la justicia, que se han nutrido de él. Según dice: "las sociedades han progresado en la medida en que ellas mismas, sus subgrupos y, en fin, sus individuos han sabido establecer sus relaciones: dar, recibir, devolver" (Mauss, 1950: p.278). Otro testimonio está en el célebre discurso de San Pablo a los atenienses, cuando se dirige a ellos como uno de los más religiosos de entre los pueblos. Sin embargo, ya poco después de que despuntara la vía del logos en la Grecia del siglo VI a. C., se empezaron a poner de manifiesto las contradicciones internas en las creencias griegas o el antropomorfismo de los dioses, que llevó a Jenófanes a conjeturar que si, en vez de hombres fuéramos asnos o bueyes, fingiríamos igualmente a los dioses por analogía con nosotros. Es la época de la Ilustración griega, en que hacen crisis las creencias básicas. Pero aun entonces Sócrates muere por obedecer las leyes de la polis, en las que cree sin resquicio alguno.

Llegados a este punto, hemos de advertir que la creencia religiosa por sí sola, si bien encuentra un asidero antropológico nítido e inesquivable, como he tratado de exponer, no presenta, en cambio, por el lado objetivo un carácter unívoco y fidedigno. De aquí la pluralidad de formas en que se ha disgregado históricamente: como mitologías politeístas, como adoración de los astros y las fuerzas del universo, como experiencias mistéricas en unos cuantos iniciados, como negación de todo deseo y de toda personalidad en el Nirvana, como identificación extática con el Todo... Y como todas estas modalidades de creencia responden a un mismo anhelo de Absoluto, no ofrecen por sí mismas criterios de discriminación entre ellas, ni tampoco de progreso en el paso de unas a otras. En todo caso, estos criterios habrían de venir de factores no propiamente religiosos, sino éticos, por un lado (como, por ejemplo, la prohibición de sacrificios humanos o la depuración de ciertos rasgos antropomórficos en las divinidades, como puedan ser los celos), y, por otro lado, de motivos procedentes de la crítica ilustrada, que hará de la religión una virtud natural referida al Origen, como es la eusebeia entre los griegos (a la que Platón dedicó el diálogo Eutrifón) o la pietas romana, en coexistencia, sí, con las otras virtudes, pero poseyendo un rango de primer orden, ya que las otras virtudes requieren para su completud del acompañamiento de la religiosidad, como al acudir a los penates protectores de la familia en la vida privada o a propósito de la Justicia en la vida pública, personificada en una diosa con los ojos vendados, o en el compromiso matrimonial, que había de contraerse ante la divinidad. Zubiri denomina a lo religioso, en este sentido fundante y en tanto que dotado de un poder (como se refleja en que el hombre no pueda sustraerse a la opción ante ello), la deidad, a la que el hombre estaría constitutivamente religado.2

Pero queda un nuevo interrogante, que nos va a abrir paso al siguiente apartado: ¿cómo se introduce en religión el monoteísmo judeocristiano? ¿Es acaso una religión más? ¿O se trata de una creencia pasada por el tamiz de la razón crítica y de la ética? Adelanto que trataré de mostrar que no son suficientes estos dos motivos, aún formando parte suya, para dar con lo distintivo de la creencia monoteísta.

 

II. Apertura antropológica a la fe desde la creencia

A diferencia de la creencia -sea o no de índole religiosa-, tal como se ha tomado en cuenta hasta ahora, la fe no es un mero estado mental, sino que añade la actitud de entregamiento a aquel en quien se cree.3 Esto excluye que el factor creencia dependa en la fe íntegramente de evidencias naturales o adquiridas, o bien que la creencia asumida en la fe fuera el sólo resultado de la búsqueda humana. El lugar de las evidencias lo ocupan en la fe los signos de credibilidad, y lo que en otros casos es actividad de búsqueda, en la fe viene reemplazado por la disposición interior receptiva a ella. Asimismo, la entrega pone de relieve en la fe de modo más patente que en las otras creencias su voluntariedad, al estar implicada en ella toda la persona que cree. Pero una entrega incondicionada solamente es posible si se la refiere a un ser único. Lo cual la asocia de entrada a la creencia monoteísta.

El monoteísmo se puede decir que es relativamente tardío en la historia, si prescindimos de la cultura hebrea. Incluso en la Biblia no consta de un modo expreso y con alcance universal hasta el Éxodo del pueblo hebreo en el siglo XV a.C., cuando Yahvé entrega a Moisés las Tablas de la Ley, en las que se dice explícita y reiteradamente que "el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra, no hay otro" (Dt. 4, 39).4 Ya aquí cambia radicalmente la perspectiva respecto de las otras formas de creencia religiosa. No es el hombre el que por tanteos y partiendo de una experiencia de lo sagrado descubre a Dios y le adjudica una u otra figura, sino que es Dios el que llama al hombre y se le revela gradualmente: "Yo soy el Dios de Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 3, 6). Por eso, se dice textualmente en el Génesis que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1, 26): lo contrario de lo que ocurría en los mitos, en los que los dioses eran fantaseados a imagen del hombre. La respuesta a Dios, que es la creencia de la fe, sólo tiene sentido desde una llamada previa, como es la dirigida a Abraham para que abandone su tierra y vaya a Canaan, donde se le dará una inmensa descendencia (credere en este sentido tiene que ver etimológicamente con incordere, responder con el corazón). Veamos un tercer ejemplo bíblico: en el libro de Job es Dios quien tiene la iniciativa suprema y permite al diablo tentar al justo Job, exigiendo de éste el abandono confiado en el Señor cuando pierde todo lo que poseía y acabando, tras la prueba, por ser restablecido en sus bienes y posesiones.

Que la actitud de entrega completa está operante en la fe se pone de manifiesto en sus tres elementos constitutivos, que faltan en las meras creencias: a) la respuesta al Ser supremo, tal que es Él quien primariamente condesciende ante el hombre; b) la seguridad esperanzada en Él; c) la exclusión de todos los demás dioses como formas de idolatría. Estos rasgos aparecen reflejados en la definición que de la fe da el autor de la Carta a los Hebreos: "la fe es la garantía o sustancia (hypóstasis) de lo que se espera y la prueba o argumento (élenchos) de lo que no se ve" (Heb, 11, 1). Al glosarlos, descubrimos que a) si es prueba o argumento, es porque lo ofrece Dios mismo, no porque la razón humana llegue por sus solos medios a encontrarlo; b) y si es garantía de lo que se espera, es porque trae consigo una seguridad que no es meramente humana; c) además, como garantía total o sustante, es excluyente de las demás. Puede añadirse que la entrega inherente a la fe también es respuesta a la entrega que me hace quien me la transmite y en último término a la entrega de Dios mediante la Revelación. Por ello, en la medida en que la fe no descansa en evidencias ni inferencias de la mente, no pueden hacer cuña en su certeza incondicionada los temores o cautelas ante un posible error, como es el caso en la historicidad fenomenológica de las evidencias basadas en las percepciones externa o interna.

Bien lejos de la fe desesperada en Dios con ribetes existencialistas de Kierkegaard y Unamuno, el abandono confiado que caracteriza a la fe bíblica viene derivado de que el Dios en quien se deposita la confianza es ya antes "el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y observan sus preceptos, por mil generaciones" (Dt 7,9). E, igualmente, antes de que la asamblea de los fieles proclame "amen", Dios "es el Dios del amen" (Is 65,16), término que denota seguridad, confianza.

Pero, a modo de reverso de lo anterior, la prueba sólo se puede dar a quien tiene necesidad de ella para entender y argumentar; en cuanto a la garantía, lo es para una esperanza que existe ya de modo natural en el hombre, y para que no sea iluso en sus actos de esperar; y la unicidad de esta garantía adquiere su significado para quien busca lo Absoluto, en tanto que no relativizable a otro Absoluto. Incluso podríamos decir que la fidelidad de Dios cobra sentido para el hombre porque en él representa también un valor supremo, aun cuando no siempre pueda decirse que su comportamiento esté a su altura. Pero todo ello supone que la fe -cuando es viva- está provista de una estructura que contiene implícitas la ratio credendi, la esperanza y la charitas.

Por eso, la definición anterior de la fe ha de ser completada con las afirmaciones paulinas de que la fe es un obsequio razonable (Rom 12, 1), de que Dios no defrauda nuestras esperanzas (Rom 5, 5) y con el "no temáis" insistente del Evangelio, incompatible con otros poderes que pudieran aparecer como competidores con el poder divino (en palabras del Antiguo Testamento, Dios es un Dios celoso [Ex. 34, 14] y, en expresión del Nuevo Testamento, "el amor perfecto expulsa el temor" [Jo I, 4, 18]). Es la misma estructura que refleja San Agustín en su tríada: credere Deum (creer en Dios), credere Deo (creer a Dios) y credere in Deum (creer tendiendo a Dios) (Agustín de Hipona, Sermón 144, 2), sostenidas respectivamente por el asentimiento del entendimiento, por la confianza en Dios precisa para creerle y por el deseo natural de lo divino en el hombre o por el ser capax Dei, en palabras de Santo Tomás de Aquino;5 es lo que se ha llamado posteriormente potentia obedientialis anterior a la fe (obedecer significa aquí ob-audire, oír prestando el obsequio de la fe, obsequio que es aceptado por Dios). Vamos a fijarnos de momento en el primer miembro de la serie, que coincide con el aludido en el credere Deum. El segundo y tercer miembros se refieren, de un modo que tendremos ocasión de examinar, a la esperanza y al amor, respectivamente.

Creer en tanto que asentimiento racional (García Morente, 1986: pp.159-179) trae consigo la consecuencia de que en el principio de todas las cosas, antes de que comenzaran a existir, está el Lógos o Verbo divino. En el principio no es la acción, como dice Goethe, sino la palabra, a la vez pensada y proferida o dicha (son los dos sentidos que tiene el lógos, endiathetós y proferikós, tal como está presente en los estoicos). Ratzinger lo expone así: "cuando decimos 'creo que Dios existe' afirmamos también que el lógos, es decir, la idea, la libertad y el amor no sólo están al final, sino también al principio; que él es poder que abarca y da origen a todo ser" (Benedicto XVI, 2005: p.129). Dios dio nombre a las criaturas antes de ponerlas en la existencia,6 según el Génesis. Dijo "Hágase la luz" y la luz fue hecha (Gen 1, 3). Pero esta afirmación ha de completarse con aquella otra de que Dios presentó a Adán las bestias y los pájaros para que les pusiera nombre (Gen 2,19). Parece como que en el lenguaje que precede a la creación del universo se le pide al hombre que tenga parte, como si Dios quisiera que el acto creador quedara incompleto sin él, por más que Dios sea el único creador. En ello se puede ver una prefiguración de la Encarnación: Dios pudo tomar carne humana porque ya desde el principio había asociado al hombre a su tarea creadora mediante el lógos que estaba impreso en él (en cambio, sería absurdo que Dios se hubiera encarnado en un animal cualquiera) (Ladaria, 2012), lo cual se hace más explícito al decir Yahvé: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, poniendo a su servicio el universo creado.

El lema agustiniano fides quaerens intellectum adquiere un sentido preciso desde estos supuestos, pues la fe cristiana implica que existe una Razón presente en el universo creado, algo así como una gramática de la creación, en palabras de Benedicto XVI7 y, por tanto, la inquisición racional puede venir estimulada desde la fe. Entre la palabra y el acontecimiento hay una correspondencia que no es meramente externa, sino que obedece a una compenetración originaria, no sólo porque los acontecimientos salvíficos de nuestra fe habían sido anunciados en la Escritura desde siglos atrás, sino más aún porque la Palabra eterna es el principio y el fin, como se dice en el Apocalipsis (Ap 1, 8): es la primera y última palabra, en la que se contienen y se cumplen o consuman todos los hechos de la creación y de la historia. Con palabras del Concilio Vaticano II: "Este plan de la revelación se realiza con palabras y signos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (Dei Verbum, n.2). Incluso el pecado cometido por el hombre y todos los males que acarrea no se sustraen a esa palabra definitiva, que se revela en última instancia más fuerte que todo descarrío. Esta convicción está presente, por ejemplo, en los clásicos hispanos, como en Calderón de la Barca en El gran teatro del mundo, cuando el coro repite, como colofón a cada uno de los personajes: "Recuerda que Dios es Dios".

Pero del fides quaerens intellectum también se extrae otra implicación. La fe en su sentido objetivo no es sólo una serie de afirmaciones dogmáticas sino que también es entregada a la meditación para que sea contrastada y comprendida cada vez de nuevo a la luz de la propia vida, ya que ésta no acontece al margen del querer divino; de este modo, desde la fe los sucesos personales y colectivos se esclarecen definitivamente o, para decirlo en términos fenomenológicos, encuentran su cumplimiento. He aquí cómo lo describe la fenomenóloga Edith Stein: "la fe es un don que ha de ser aceptado. En ella la libertad divina y la libertad humana se salen al encuentro. Pero es también un don que invita a ir adelante; como conocimiento oscuro y no evidente provoca la búsqueda de la claridad no velada, como encuentro mediato despierta el deseo del encuentro inmediato con Dios".8 Santo Tomás llama cogitatio a la inquietud de la razón por una mayor penetración que nace de la fe. Luego me referiré de nuevo a ello. Son varios los pasajes evangélicos en los que se menciona esta maduración de la fe al socaire de la experiencia vivida: "después de la resurrección se acordaron los discípulos de lo que había dicho (aludiendo a que el templo sería reconstruido por Él en tres días) y dieron fe a las Escrituras y a las palabras de Jesús" (Jo 2, 22) o, en otro lugar, dice el propio Jesús a Pedro: "eso no lo puedes entender ahora, lo entenderás más tarde" (Jo 13, 7). Juan Pablo II lo expresa a su modo al decir que "una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida" (Juan Pablo II, 1982). Hacerse cultura la fe es tanto como madurarla y darle expresión con los medios humanos al alcance. En el contexto más amplio de la historia de la salvación son los hechos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor los que traen consigo la comprensión adecuada de la Escritura, como les ocurre a los discípulos de Emaús (Benedicto XVI, 2011: p.238).

 

III. De la componente racional de la fe a su estructura completa incluyente de la persona

La mencionada componente racional de la fe está estructuralmente enlazada con la esperanza y la caridad, mencionadas antes a modo de conjunto trimembre. Si se la aísla, se está en el caso de aquellos hombres de ciencia que, a partir de la razón matemática en que está escrito el universo, han llegado a poner en la Razón -con mayúscula- el origen del Universo, como ya hicieron los pitagóricos. Así le ocurrió también a Einstein o, más recientemente, al converso A. Flew, desde su inicial ateísmo militante (Flew, 2012).9 Ambos dieron un paso importante, pero les ha faltado dar el segundo paso al Dios personal desde el lógos, tal como lo presenta San Juan. Por ello, vamos a atender seguidamente a cómo esta razón originaria implícita en la fe no es una razón abstracta o técnico-funcional, sino que trae consigo el primado de la persona sobre las cosas. Un modo de llegar a ello es desde un análisis del nombre de Dios al que se invoca en los textos sagrados. En contraste con el Dios griego, Theos, de tízemi, establecer o fundar, al que no se puede implorar, Dios en el Antiguo Testamento es llamado El, Elohim y Yahvé. ¿Qué se encierra en estos nombres divinos?

El término El significa un Alguien que se descubre en su divinidad ante los hombres. En este sentido Cristo es el Emmanuel o Dios con nosotros. Está presente, por ejemplo, como sufijo en el término Isra-el, con el significado de "fuerte con Dios", después de haber entablado Jacob una misteriosa pelea con un ser enigmático que resultó ser Dios. También los nombres de los arcángeles Gabri-el (enviado por Dios), Migu-el (quién como Dios) y Rafa-el (Dios cura) están vinculados a El en su terminación. A diferencia de las divinidades de las demás religiones, que estaban vinculadas a un origen local, el Dios revelado es el Ser que interpela al hombre personalmente, dondequiera que se encuentre. Es más: no posee un nombre con el que se lo pueda conjurar ni mucho menos dominar (en el sentido en que Adán puso nombre a las cosas creadas), sino que se reserva en su ser cuando Moisés le pregunta cuál es su nombre. Moisés le mencionará ante el Faraón como "el que es". Como comenta Ratzinger: "A Dios se le concibe en el plano del yo-tú, no en el del lugar" (Benedicto XVI, 2005: p.105). Lo propio de la persona es manifestarse ante las demás aconteciendo desde sí misma, no como un en-sí enquistado o solidificado en unas determinaciones lógicas. No es tampoco un individuo que se agote en ser ejemplar de una especie. Su unicidad no lo contrapone a otros individuos, pero tampoco lo asocia con ellos, al modo como cuando se trata de los miembros de un conjunto lógico o matemático.

Es lo que sugiere el segundo nombre, Elohim, alusivo a su riqueza interior, no confundida ni con lo inmensamente grande a una escala cósmica, ni con el extenderse conjuntivamente a todas las cosas, ni con una extrapolación de cualquiera de las categorías humanas, como unidad, pluralidad, totalidad, diferencia, poderoso, rey... Es único e infinitamente superior a todo lo creado en su Trascendencia inconmensurable, por lo que puede ser Dios de todas las cosas y de todos los hombres, no sólo de una tribu como la estirpe de Abraham, ni de un pueblo, como lo era el que Moisés condujo a la tierra prometida. Por ello, paradójicamente, su omnipotencia se revela en su palabra inerme, su grandiosidad en los límites manifiestos en la indefensión de un niño recién nacido, su realeza en el anonadamiento como siervo sufriente, su concentración de lo plural heterogéneo en su unidad simplicísima... Diríamos que sus atributos se muestran, antes que en su exhibición ante otros a modo de espectáculo, en su mismo ser, sólo comprensible por El mismo. Elohim designa la pluralidad compatible con la singularidad de quien es El o suyo en el primer sentido.

El tercer nombre, Yahvé, alude a la permanencia frente a lo que sólo es pasajero y variable. Por ser permanente, es fiel consigo mismo, es lo eterno y lo verdadero (el término verdad en hebreo connota solidez, firmeza, como se refleja cuando decimos amén, y la expresión griega para la creencia, en este sentido de la fe, no es la doxa examinada antes como forma inferior de conocimiento, ni la aletheia o verdad en sentido griego como desocultamiento, sino la pistis o creencia confiada, segura). Como dice Isaías: "se seca la hierba, se marchita la flor, pero permanece para siempre la palabra de nuestro Dios" (Is 40, 8); "desde siempre yo soy Dios; no hay otro Dios, ni hay nadie como yo" (Is 46, 9). Para nosotros lo permanente se figura como algo pedregoso, monolítico, inconmovible ante los embates externos, pero en Dios sólo cabe entenderlo desde la relación constitutiva o intrapersonal, que no está tendida entre dos extremos fijos. La permanencia no significa, pues, en Dios la resistencia a la división ni forma una unidad dialéctica con su contrario al modo de Hegel, sino que como actividad viviente suprema no es respectiva a su no-ser, sino que reposa en plenitud sobre sí. Así se entiende que Isaías diga: "no se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Fortalece a quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto" (Is 40, 28-29). En el Nuevo Testamento Yahvé va a ser traducido por kyrios, el Señor o el Rey de todo el cosmos y de la historia.

En conclusión, comprender la fe trae consigo expresarla en palabras o confesarla y estas palabras a su vez pueden ser vertidas a los hechos en los que Dios se ha manifestado. No hay un discurso separado en sí mismo de los acontecimientos. Dice San Lucas que Jesús coepit facere et docere (Hech 1, 1), empezó a hacer y a enseñar. Su hacer se traduce en palabras y sus palabras están respaldadas por su hacer. Es claro que no me estoy refiriendo a la mera comprensión hermenéutica, según la cual los acontecimientos históricos componen entre sí un texto inteligible, teniendo asignada dentro de él lo que Gadamer llama Wirkungsgeschichte o productividad histórica. Aquí se trata más bien de un lógos personal que se revela en palabras y hechos simultáneamente, no de hechos que se encadenaran de un modo solamente exterior integrando un texto o conjunto dotado de significado. Con palabras de Ratzinger: "la fe no consiste en aceptar un sistema, sino en aceptar a una persona que es su palabra. La fe es aceptar la palabra como persona y la persona como palabra" (Benedicto XVI, 2005: p.174).

El concepto de persona tal como hoy lo entendemos tiene su principal matriz en el Cristianismo y, sin embargo, es un término que no aparece expresamente en la Biblia, sino en la reflexión teológica posterior a partir de las categorías griegas y latinas de ousía (essentia), physis (natura) e hypóstasis (sujeto sustante). Si los atributos de Dios del Antiguo Testamento sólo son posibles en un ser personal -del que la persona humana creada por Él es a su imagen y semejanza-, el NT lo hace plenamente manifiesto al revelar a Dios como Padre de todos los hombres en Jesucristo, su Hijo Unigénito, del que deriva toda paternidad humana. El término bíblico que más se le aproxima es leb, corazón, que se aplica igualmente a Dios y a los hombres; así, se dice de Dios: "suscitaré un sacerdote fiel, que obre según mi corazón y mi deseo" (1Sam 2, 35), y en numerosos pasajes se dice del hombre en alusión a su intimidad: "el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón" (1Sam 16, 7). En la plenitud de la revelación aparece que el modo como el hombre es hecho hijo en tanto que persona -no ya en tanto que ejemplar de una especie viviente- es incorporándose al Cuerpo del que Cristo es la cabeza: es el nuevo nacimiento que se cumple en el Bautismo. Justamente la permanencia de Cristo en el Padre es la prenda y el resello del destino eterno de la persona humana. A este propósito, Ratzinger extrae las consecuencias escatológicas de este ser persona incorporada como hijo al cuerpo de Cristo: "si nosotros mismos nos transformamos en miembros del cuerpo de Cristo, entonces nuestras almas están sujetas a ese cuerpo, que se convierte en cuerpo de ellas, y así están a la espera de la resurrección definitiva, en la que Dios será todo en todos" (Benedicto XVI, 2003: p.165).

Con todo, queda sin despejar el interrogante acerca de lo que quiere decir que detrás de las palabras en que se nos revela está Dios si, por otro lado, la misma palabra está ya en Dios y es Dios, su Hijo unigénito y, como dice San Juan de la Cruz, no tiene otra (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2, 2, 3-5). Parece que nos colocamos en el dilema de que, o bien hay un ser anterior a la Palabra y que es el que propiamente sería Dios, o bien Dios sería la Palabra subsistente, en cuyo caso no procedería de Dios como Padre. Ambas alternativas son insostenibles para la fe cristiana, que confiesa que el Padre y el Hijo son un único Dios. Estamos ante el misterio central de nuestra fe y, aunque no se lo pueda hacer evidente, sí es posible mostrar que no estamos ante algo ininteligible, como acaso pudiera parecer. ¿Cómo salir, entonces, del atolladero?

En el primer término del dilema -que Dios fuera primero y luego hablara- se está incurriendo en la objetivación categorial por separado de la palabra y de su portador, así como en la de la filiación y de quien es hijo, de modo que hubieran de contraponerse como la sustancia y el accidente, o como el sujeto y el predicado. Es decir, para calificar a A como hijo tendríamos que objetivar previamente a A y luego aplicarle la filiación, o bien tendríamos que ver en él primero una sustancia, a la que modificara accidentalmente el ser hijo de B, donde B a su vez estaría supuesto como algo previo a su ser padre. Lo mismo habría que decir sobre la relación entre A que habla y la palabra que profiere. Pero, ¿y si el ser de A incluyera constitutivamente la filiación y el ser de B incluyera la paternidad antes de toda objetivación mental?

En cuanto a la sustantivación de la palabra como relación en el segundo término del dilema, ello se hace al precio de que se diluyan las personas que son sus soportes y resulten indiferentes o sustituibles por cualesquiera magnitudes. Una vez más estaríamos objetivando la relación, al pensarla como algo que fuera de suyo y que fijara funcionalmente a sus términos (la relación en el sentido de la función algebraica, por ejemplo). Pero a ello cabe oponer: ¿y si fuera que la relación es constitutiva del ser ya antes de que la objetivemos como relación entre A y B?, ¿no resultaría que entonces es tan primaria como sus términos? Enlazando este interrogante con el anterior sobre la unión entre el ser que habla y la palabra o entre el ser padre o hijo y la paternidad o la filiación, la cuestión que se plantea seguidamente es la de unir dinámicamente en el ser el "alguien" y la "relacionalidad", sin distinguirlos realmente, siquiera fuese de un modo categorial. La relación no es algo adventicio a la persona, como si se tratara de un accidente, sino que sin ella es incomprensible el ser personal. Ratzinger lo expone como el ser-de (es decir, el venir de) y el ser-a (es decir, el dirigirse a), que atraviesan al ser alguien: "La palabra no es algo encerrado en sí mismo, sino que procede de alguien y se dirige a alguien que ha de escucharla. La palabra consiste en la unión del "de" y del "a". Y repetimos ahora que "hijo" indica una parecida duplicidad del "de" y del "para". Todas estas cosas podemos resumirlas así: la fe cristiana no se refiere a ideas, sino a una persona, a un yo que es palabra e hijo, que es apertura total" (Benedicto XVI, 2005: p.178).

Me he detenido en la dimensión de la comprensión -ciertamente sin pretender ni de lejos agotarla- que constituye al acto de fe, pues desde ella es posible transitar a las otras dimensiones. Al penetrar en la intelección de la fe como respuesta de persona a persona, se nos ha mostrado como palabra a la escucha de la palabra originaria. Por ello, dice San Pablo que fides ex auditu (Rom 10, 17). Pero la palabra no subsiste como un en-sí, sino que proviene de y se dirige a, según acabamos de ver. Provenir-de la refiere al ser que se expresa en la palabra y dirigirse-a remite a un destinatario. El hombre ciertamente puede objetivar o poner fuera de sí sus palabras, y hasta es necesario que lo haga para que cumplan su función de comunicarnos con los otros a través de una emisión oral o de un mensaje escrito. Pero en un ser que no conociera objetivando, la palabra mediante la que conoce quedaría en él y el querer que pone en ella tampoco se materializaría en un obsequio o donación, al que tenga que dar nombre al entregarlo al destinatario. Con ello podemos entender en alguna medida que Dios no fije en palabras pronunciadas lo que conoce porque Él mismo es Palabra viva (Persona del Hijo) y que no haga una donación externa porque Él mismo es Don (Persona del Espíritu Santo).

La fe y la esperanza son necesarias cuando el que las ejercita tiene que remitirse del signo al ser que está detrás y lo hace inteligible, pero, una vez que se haya revelado Dios tal como es en plenitud, cara a cara -lo que acontece en la sobreelevación gratuita por el lumen gloriae-, lo que ha de poner en ejercicio el hombre es sólo el amor, como dice San Pablo, porque la fe y la esperanza han sido sustituidas por la visión. Es el amor-caridad lo que está en el inicio y en el final de la fe y lo que alienta en ella a lo largo de su itinerario. La fe es inseparable de una inquietud o cogitatio por conocer más y mejor -el credere in Deum- que solo puede ser colmada por el amor pleno. A este respecto dice Santo Tomás: "El conocimiento de fe no aquieta el deseo: al contrario, lo hace más vivo, ya que cada uno desea ver lo que cree".10 Nos vuelve a aparecer el credere in Deum, sólo posible por el amor.Y en cuanto a la esperanza, dice San Pablo que "el amor espera siempre" (1Cor 13, 7), lo que se podría expresar también como que "no hay esperanza sin amor".

De lo anterior se concluye que fe y esperanza se relacionan en virtud del amor. En efecto, que la fe esté asociada a la esperanza puesta en el Ser en quien creo, es posible porque este Ser personal es Amor, en palabras de San Juan (1Jo 4, 16). Y la imagen y semejanza del hombre con Dios se advierten, en el hombre, en "que no puede vivir sin amor", como dice Juan Pablo II (Redemptor hominis, n.10a), o en que "amor meus, pondus meum", según expresión de San Agustín.11

Pero ahora nos queda por destacar que no sólo se implican fe y esperanza, sino que también hay un discernimiento mutuo, lo cual se hace posible, según entiendo, por la componente intelectiva que ambas poseen. Pues si se confiesa lo que se cree, es porque la fe no es sólo fiducial o un puro fiarse sin razones que expongan lo que se cree y den cuenta de ello (al modo protestante-luterano), sino que la fe es también creencia o dogma -en su sentido etimológico (de doxa)-, por tanto algo a lo que se asiente con el entendimiento, discernible del acto de esperar en ello confiadamente (Sayés, 2004: pp.37ss.). Así, fe y esperanza, como distintas que son, pueden sostenerse mutuamente. Antropológicamente hablando, el dogma es aquello en lo que se depone con la garantía suficiente -proporcionada por la Iglesia asistida por el Espíritu Santo- la doxa o creencia, ineludible para el hombre, como vimos al comienzo; por tanto, no sería adecuado entender el dogma como un enunciado suelto, por así decir, o aislado de todo el cuerpo dogmático y sin relación con la actitud credencial distintiva del hombre. A fin de cuentas, esto se debe a que lo que se cree en el dogma no es el enunciado como tal o en términos meramente lógico-lingüísticos, sino la cosa misma enunciada,12 que es la Verdad salvadora que late en todas las verdades de fe y que se resume en que Cristo nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos.

 

IV. A modo de apéndice: consecuencias de la índole racional y personal del acto de fe

En este apartado conclusivo se van a extraer dos implicaciones próximas que resultan del carácter racional y personal de la fe cristiana, tal como ha podido apreciarse en los desarrollos anteriores. Por lo que hace a lo primero, es significativo que la conservación y expansión de los saberes en la Edad Media e inicios de la Moderna haya corrido por cuenta de los monasterios y universidades cristianas (París, Bolonia, Salamanca, Alcalá...). En efecto, conforme a su sentido fundacional la Universidad tiene a su cargo integrar en los principios unitarios del saber las parcelas de conocimiento cada vez más especializadas que han ido apareciendo; sin ellos es inevitable que se disocien estas últimas y al cabo proliferen convertidas en exigencias administrativas, insertas en un mercado cultural que es ajeno al deseo de saber: se llega a la pluriversidad. Pero, a la vez, en esta unidad filosófica confluyen creencias y supuestos previos que ella misma no tematiza porque tienen su entronque de modo transversal en la teología (piénsese, a modo de ejemplos, en las nociones de creación, providencia divina, historia, amor, persona, fin último., empleadas por la mente sin la depuración precisa cuando se prescinde de la teología), bien entendido que, si se marginan tales supuestos, toman el relevo unas creencias de signo ateo, que acaso ni siquiera llegan a hacerse conscientes (MacIntyre, 2012). De este modo, la síntesis entre razón y fe viene reclamada por la dinámica propia de ambas instancias, como se muestra del modo más logrado en Tomás de Aquino y, ya en nuestra época, entre otros, en Maréchal, Rosmini, Neumann, Guardini, Maritain o Edith Stein, procedentes de diversas tradiciones dentro del pensamiento católico.13 La encíclica de Juan Pablo II Fides et ratio (1998) es la propuesta magisterial de la Iglesia más próxima en el tiempo sobre la armonía intrínseca entre fe y razón, en oposición tanto a un fideísmo voluntarista como a un cultivo de la razón cercenado en sus más altas posibilidades.

En cuanto al carácter personal de la fe, interviene en la vida pública como un dique para la regulación totalizante por las leyes civiles y, de un modo positivo, como principio de relativización en los poderes y objetivos políticos. El reconocimiento de un espacio propio para la vida de fe no es inocuo o sin consecuencias políticas, al actuar como resorte que impide la absolutización del poder humano, y no faltan ejemplos en la historia del cristianismo y en las propias sociedades de nuestro tiempo que así lo acreditan. Es algo semejante a lo que puede decirse del recinto de la conciencia moral, que ya fue fuente de conflictos en el mundo griego por su insobornabilidad (es tópico acudir al ejemplo de la Antígona de Sófocles). La instauración de una comunidad bajo el trono de Cristo desde la cruz da contenido a una realeza de signo distinto a la del poder temporal, sin que ello merme en lo más mínimo la efectividad de tal reinado; es más: el reinado temporal depende, para su legitimidad, del reino de Dios. "No tendrías ninguna autoridad sobre Mí si no te lo hubieran dado de lo alto" (Io 19, 11), repone Jesús a Pilato cuando reivindica la autoridad para soltarle o crucificarle. Comenta Ratzinger: "Sólo mediante la fe en el crucificado, en Aquél que es desposeído de todo poder terrenal, y por eso enaltecido, aparece también la nueva comunidad, el modo nuevo en que Dios domina el mundo" (Bendicto XVI, 2011: p.201).

No entramos aquí en el tema de las intrincadas relaciones entre la potestas civil y la potestas espiritual (el poder de las llaves conferido a Pedro por Cristo) (Rhonheimer, 2009). Sólo se trataba de mostrar, por una parte, que el delineamiento de la noción de persona que subyace a la fe cristiana, con un origen y un destino trascendentes, permite delimitar esencialmente una y otra competencia, como aparece ya en San Agustín al reivindicar como distintas la ciudad terrena y la ciudad de Dios, y cómo el Concilio Vaticano II lo ha proclamado en nuestro tiempo frente a las ingerencias de distintos signos que se han sucedido a lo largo de la historia14; pero, por otra parte, así como cada persona es única pese a la multiplicidad de relaciones que convergen en ella, de modo derivado los ámbitos espiritual y civil han de ser armónicos en su respectivo despliegue, bien lejos tanto de un tutelaje externo del primero sobre el segundo como de una falta de límites en las competencias del segundo. Según entiendo, el concepto de laicidad positiva incluye que desde la perspectiva civil o laica se reconozca el primado de los ciudadanos como personas -con su dimensión trascendente- sobre las instituciones públicas, ordenadas a su servicio integral.

 

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Notas

1 Lo que Husserl llama modalidades de la creencia son sus formas derivadas, como la duda, opinión..., todas las cuales contienen alguna creencia primitiva.

2 "A ese poder último, posibilitante, impelente, le llamo deidad. Deidad no es Dios. Le llamo deidad por dos razones: porque será justamente la vía que nos conduzca a Dios, y además porque en última instancia el hombre ha sentido siempre como un poder de deidad ese carácter universal y dominante que la realidad en cuanto tal tiene sobre él y sobre todas las cosas que son reales" (Zubiri, 1993: pp.43-44).

3 "A ese poder último, posibilitante, impelente, le llamo deidad. Deidad no es Dios. Le llamo deidad por dos razones: porque será justamente la vía que nos conduzca a Dios, y además porque en última instancia el hombre ha sentido siempre como un poder de deidad ese carácter universal y dominante que la realidad en cuanto tal tiene sobre él y sobre todas las cosas que son reales" (Zubiri, 1993: pp.43-44).Prefiero el término "entregamiento'; o "entrega" simplemente, al vocablo "compromiso"; por estar más ligado el segundo a la actuación. La entrega se toma en el sentido existencial de abandono en aquél en quien se cree, aun cuando no medie una actuación comprometida. Es lo que objetaría semánticamente al planteamiento de Schwinburne, al diferenciar la fe de la creencia: "la fe en Dios no es lo mismo que la creencia de que hay un solo Dios; la fe puede implicar un compromiso total, mientras que la creencia está lejos de ser completamente segura" (Schwinburne, 2012: p.129).

4 "A ese poder último, posibilitante, impelente, le llamo deidad. Deidad no es Dios. Le llamo deidad por dos razones: porque será justamente la vía que nos conduzca a Dios, y además porque en última instancia el hombre ha sentido siempre como un poder de deidad ese carácter universal y dominante que la realidad en cuanto tal tiene sobre él y sobre todas las cosas que son reales" (Zubiri, 1993: pp.43-44).No obstante, la fe de Abraham e incluso la obediencia incondicionada que Dios pide a Adán y Eva son incompatibles con que hubiera otros dioses, aunque no se diga explícitamente, sino que se menciona a Dios sólo como el que hace pactos con el pueblo elegido. Sobre el despliegue histórico del monoteísmo en la Revelación (Zubiri, 1993: pp.211ss.).

5 "Naturaliter anima est gratiae capax; eo enim ipso quod facta est ad imaginem Dei, capax est Dei per gratiam, ut Augustinus dicit" (De Trinitate, XIV, c. 8) (Tomás de Aquino, S. Th: I-II, q. 113, a. 10).

6 Es patente que en Dios no puede tratarse de un antes temporal, sino un modo de expresar ad hominem la prioridad de la razón divina sobre las obras de la creación.

7 "El ambiente natural no es sólo una materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una 'gramática' que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario" (Caritas in veritate, n.48).

8 Der Glaube ist eine Gabe, die angenommen werden muß. Góttliche und menschliche Freiheit begegnen einander darin. Aber es ist eine Gabe, die auffordert, mehr zu verlangen: als dunkle und uneinsichtige Erkenntnis erweckt er die Sehnsucht nach unverhüllter Klarheit, als vermittelte Begegnung das Verlangen nach unmittelbarer Begegnung mit Got" (Stein, 1993: p.103).

9 En este caso el código inteligente que remite a una Inteligencia Suprema es el que se encuentra en los organismos vivientes.

10 "Cognitio autem fidei non quietat desiderium, sed magis ipsum accendit: quia unusquisque desiderat videre quod credit" (Tomás de Aquino, Summa contra gentiles: III, 40). En el mismo sentido, "in fides est assensus et cogitatio quasi ex aequo" (Tomás de Aquino, De Veritate: q. 14, a. 1).

11 "Pondus meum amor meus; eo feror, quocumque feror" (Agustín de Hipona, Confesiones: XIII, 9).

12 La fe no termina en el enunciado, sino en la realidad: "Actus enim credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem: non enim formamus enuntiabilia nisi ut per ea de rebus cognitionem habeamus, sicutin scientia ita et in fide" (Tomás de Aquín: S.Th.: I-II, q.i, a.2, ad 2).

13 Véase, por ejemplo, cómo sitúa Guardini la misión de la Universidad en la tematización de la verdad: "El núcleo de la antigua universidad era la pregunta por la verdad. Pese a toda crítica, relativización, etc. ella constituía el núcleo último, la motivación última, la legitimación última... Se trata aquí de algo esencial, de algo siempre válido... Se trata de la cuestión de si la universidad en el antiguo sentido -digo más correctamente, en sentido absoluto- ha de continuar, aunque en formas nuevas. Se trata de la decisión de si la existencia humana debe estar definitivamente dominada por la voluntad de poder o por la voluntad de verdad" (Guardini, 2012: pp.78-79).

14 Sí está implícita esta distinción, entre otros lugares, al señalar la diferencia entre progreso temporal y crecimiento del reino de Dios (Gaudium et Spes, n.39).

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