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Diálogos sobre educación. Temas actuales en investigación educativa

versión On-line ISSN 2007-2171

Diálogos sobre educ. Temas actuales en investig. educ. vol.12 no.23 Zapopan jul./dic. 2021  Epub 06-Dic-2021

https://doi.org/10.32870/dse.v0i23.702 

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Ontología universitaria: de las funciones a la esencia

University ontology: from functions to essence

Ricardo Lindquist-Sánchez* 

Rodolfo García-Galván** 

*Maestrante en Ciencias Educativas. Líneas de investigación: Filosofía de las universidades, colaboración universidad-tercer sector, epistemología. Universidad Autónoma de Baja California, México. rlindquist@uabc.edu.mx

**Doctor en Ciencias Económicas. Líneas de investigación: Cooperación de las instituciones de educación superior con su entorno regional (empresas, sociedad y gobierno). Economía y política del conocimiento, y de la educación superior. Cátedra Conacyt asignado a la Universidad Autónoma de Baja California, México. rodocec@yahoo.com.mx


Resumen

La tesis de este ensayo sostiene que las universidades han sido históricamente instituciones inerciales, sujetas a una figura hegemónica de poder, y que una de las formas para combatir dicha inercialidad radica en el robustecimiento de la esencia universitaria. Con el propósito de fortalecer esta tesis, se realizó un amplio análisis histórico que retrata la relación de dependencia entre la universidad y sus figuras hegemónicas de poder. Posteriormente, se llevó a cabo una distinción filosófica entre las nociones de función, fin y esencia, demostrando que no son conceptos homólogos y que la esencia representa el principal desafío para las universidades de nuestro tiempo. Finalmente, se esbozan algunas recomendaciones para convertir la crisis en una coyuntura para la creación de utopías y transformaciones.

Palabras clave: universidades; educación superior; ontología; filosofía de la educación

Abstract

The thesis behind this essay maintains that universities have historically been inertial institutions subjected to a hegemonic figure of power, and that one of the ways to combat this inertia lies in the strengthening of the university’s essence. In order to strengthen our thesis, we carried out a broad historical analysis that shows the relationship of dependence between the university and its hegemonic power figures. Subsequently, a philosophical distinction was made between the notions of function, purpose and essence, showing that they are not homologous concepts and that essence represents the main challenge for the universities of our time. Finally, some recommendations are outlined to turn the crisis into an opportunity for the creation of utopias and transformations.

Keywords: universities; higher education; ontology; education philosophy

Introducción

La llegada del nuevo milenio propició el surgimiento de incontables agendas y recetas para una universidad a la altura del siglo XXI (Gover, Huray, 1998; Corrales, 2007; Tunnermann 1998; Reimers, 1995). Dos décadas han pasado desde entonces, y aunque hemos sido testigos de avances en el rubro administrativo y tecnológico, no contemplamos una universidad moderna y activa, sino una cada vez más sedentaria y aislada.

No son pocos los autores que hablan de una crisis intelectual (García-Herrera, 2015; De Sousa Santos, 2007), política (Rama 2006), social (Vallaeys, 2014; Olarte-Mejía, Ríos-Osorio, 2015; García, Lindquist, 2020) y ontológica (Vélez, Ruiz, 2019) de la universidad. Pero, ¿cuáles son las condiciones político-sociales, económicas y culturales que han propiciado esta crisis en la universidad moderna? En el presente ensayo partimos de la premisa de que las crisis multidimensionales no son sino expresiones de una crisis de mayor arraigo: la crisis ontológica. Así, el objetivo de esta discusión es identificar y analizar los componentes históricos, epistémicos y ontológicos involucrados en el devenir de la crisis universitaria. Sin embargo, no aspiramos a realizar una descripción simple sobre las trayectorias genealógicas, sino a reflexionar sobre los riesgos que podría implicar la intensificación de la crisis misma.

Con el propósito de fundamentar nuestra postura, hemos estructurado el ensayo en cuatro secciones. En la primera se realiza una revisión histórica sobre la ontología universitaria a partir de sus relaciones de poder con tres agentes: la Iglesia, el Estado y el mercado; en la segunda sección, se analiza la connotación de “función” y su posible transición hacia la esfera filosófica de los fines educativos; en la tercera, se discute la necesidad de revitalizar el concepto de “esencia” y de aplicarlo en el ámbito ontológico universitario; finalmente, en la cuarta sección, presentamos algunas ideas conclusivas.

La universidad inercial

La era del clero (los orígenes formales de la universidad)

Al final del siglo XI, en el marco de un recrudecido conflicto con los normandos, Italia vio nacer la Universitas Scholarium Bononiensis: la primera universidad del mundo moderno. La de Bolonia, fue una universidad fundada en el año 1088 por un grupo de estudiantes que migraron desde otras provincias italianas para formarse en Leyes. Existe una acepción arraigada que asocia el nombre “universidad” con el carácter universal de la formación superior, pero lo cierto es que universitas fue el término latino más cercano a colectivo o “universo”. De esta forma, la universidad surgió como una Universitas Scholarium (colectivo de estudiantes) y fueron los propios educandos quienes se encargaron de la contratación de docentes y otras actividades de corte administrativo (Kerr, 1983; Rashdal, 1987; Dmitrishin, 2013).

En palabras de Jaspers, la universidad nació como una “realización corporativa de la necesidad básica del hombre por saber” (1959: 3). Con esto, alude a una visión filosófica sobre las raíces del espacio universitario, pero deja de lado las implicaciones políticas del fenómeno. Es cierto, la universidad nació como una realización corporativa en donde el hombre buscaba el saber, pero se convirtió pronto en un marco institucional para la transmisión sistemática de aquello que las sociedades consideraban que sus miembros debían saber.

Prueba de ello, fue la rápida incursión del imperio en los esquemas de poder universitario. Apenas llegó al trono, Federico I Barbarroja, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, sostuvo una reunión con los estudiantes de la Universidad de Bolonia. El encuentro se dio en 1155 y fue el marco de una serie de peticiones estudiantiles. Entre otras demandas, los jóvenes solicitaban: 1) prohibir la incautación de bienes a los estudiantes extranjeros que tuvieran deudas, y 2) garantizar el libre tránsito, de forma que se les permitiera viajar con fines académicos a otras regiones.1 El emperador aceptó y, como prueba de su compromiso, promulgó la Authentica Habita, un documento que dotó a los estudiantes de beneficios clericales (Perkin, 2007). A cambio de vivienda, alimentación y el derecho a ser juzgados por otros miembros de la propia universidad en caso de faltas, los estudiantes aceptaron la figura de los docentes como intermediarios ante el emperador, y adoptaron el estilo de vida monástico, incluyendo sus normas de convivencia y vestimenta.

Aunque a largo plazo, la promulgación de la Authentica Habita retribuyó políticamente al emperador. Primero, al excluir del esquema de beneficios a los estudiantes seculares, provocó su inserción al sistema universitario clerical, y garantizó a su vez el control de posibles disidentes. Por otro lado, al cooptar a las universidades, edificó centros intelectuales para el estudio teológico y fortaleció así su legitimidad como monarca respaldado por lo divino (Oliveira, 2009). Un par de años más tarde, Federico I se vio orillado a postergar sus intereses universitarios, para concentrarse en combatir a la Liga Lombarda que se oponía a su intención de apoderarse del norte de Italia. Bolonia formaba parte de la Liga, por lo que los lazos con el Sacro Imperio se debilitaron y los sostenidos con el clero se fortalecieron. En 1159, el cardenal Rolando Bandinelli fue elegido papa -asumiendo el nombre de Alejandro III- y se consolidó como el líder de la facción italiana por la conquista del dominio mundi (Nardi, 1992).

En el plano político, el papa Alejandro III desarticuló el esquema meritocrático y propició que las universidades aceptaran estudiantes que no provenían de familias con linaje. Sin embargo, como lo apuntan Rashdal (1987) y Nardi (1992), el primer registro histórico de una orden clerical impuesta a la universidad se remonta a 1176, cuando el obispo Guglielmus prohibió a los profesores competir de forma desleal con otros colegas para hacerse de tierras en dónde construir residencias estudiantiles.

Con la llegada del siglo XIII, y el avance de las fuerzas clericales, la universidad medieval vivió un segundo auge. En Francia, la Universidad de París se consolidó como la principal casa de estudios en las áreas de Teología y Filosofía. En buena medida, este proceso de consolidación se desarrolló bajo la sombra de Inocencio III, el nuevo papa, quien tenía formación académica como jurista, teólogo y político. Poco después, en 1215, el cardenal Robert de Courson estableció el equivalente más próximo a un plan de estudios. En este, Courson definió mecanismos de contratación docente, reglas para las residencias estudiantiles e incluso lineamientos sobre la impartición de clases (Rashdal, 1987).

Cientos de páginas podrían escribirse sobre las primeras luchas intestinas entre la iglesia y los imperios para hacerse del control de las universidades. Sin embargo, no está al alcance de este trabajo realizar una revisión exhaustiva sobre dicho proceso histórico. Por esta razón, nos remitiremos a señalar que durante los siglos posteriores la Iglesia obtuvo un triunfo compartido. Decimos compartido, en tanto que la dinámica política se reconfiguró con el paso del tiempo. A la rivalidad inicial, sobrevino una alianza que aún prevalece en algunas latitudes del mundo. Surgó así un poder bicéfalo iglesia-imperio, en donde las fuerzas eclesiásticas fungieron como instancias de legitimación simbólica -mediante la retórica del origen divino de las monarquías- y los imperios como entes que gobernaban la dimensión político-económica del pueblo.

Esta alianza vivió una nueva época dorada durante los casi tres siglos de etapa colonial. Nos referimos en concreto, al caso de la Corona española y a su misión de edificar la Nueva España. Se trata, en palabras de Gonzalbo (2010), de una nueva faceta de la iglesia docente, de la que emergerán -un par de décadas después- las universidades novohispanas.

Como señala Escalante (2010), los primeros esfuerzos educativos serios de la Colonia se desarrollaron a partir de 1524, con la llegada de los doce primeros frailes franciscanos al nuevo continente. Después de un lustro, en donde la única instrucción evangelizadora se concentraba en obligar a los nativos mexicas a gesticular frente a imágenes de cristos sangrantes y vírgenes inmaculadas, los religiosos españoles sentaron algunas de las bases escolares que actualmente conocemos. Las clases de catecismo en los atrios de las iglesias, las lecciones elementales de español y latín en el interior de los conventos y los talleres de artes y oficios, en donde los indígenas esculpían ajuares que la iglesia requería, son tan solo algunos de los mecanismos formativos implementados por los frailes (Escalante, 2010). No obstante, pronto surgió el interés de sofisticar el nivel formativo y garantizar el establecimiento de una sociedad “a la europea”.

La Universidad de Salamanca fue el referente operativo para la fundación de universidades en la Nueva España. Mismas que, ratificando el pacto iglesia-imperio, se erigieron como Reales y Pontificias. Es el caso de las fundadas en México y Lima (s. XVI); Mérida y Bolivia (s. XVII); y Oaxaca (s. XVIII). Con su establecimiento, no solo se buscaba establecer un nuevo estilo de formar ciudadanos, sino erradicar los esfuerzos pedagógicos realizados por los pueblos prehispánicos. En México, por ejemplo, la universidad soterró al Calmécac y el Telpochcalli, escuelas aztecas dedicadas a la formación de sacerdotes y militares, respectivamente (López-Austin, 1985).

Si bien las universidades novohispanas estaban cuatro siglos retrasadas en relación con sus pares europeas, el siglo XVI homologó el propósito universitario en ambos continentes: la expansión y consolidación del cristianismo. Distinguimos dos tareas vinculadas con este objetivo. La primera, a la que llamaremos formativa, consistió en instruir a criollos y cortesanos españoles en las ramas del Derecho, la Medicina y la Teología; la segunda, a la que denominamos extensionista, buscaba dar soporte a los miembros del clero abocados a la cristianización -vía bautizo y catecismo- de los indígenas nativos. Esta etapa, como apunta Bourner (2008), es quizá la única en la historia universitaria en donde la extensión estuvo por encima de la docencia.

Aun cuando la evangelización tuvo un éxito relativo durante las primeras décadas de vida colonial, el ancestral politeísmo de los indígenas conservó su arraigo. Así, la escuela-universidad cumplió parcialmente su objetivo de sentar las bases de la sociedad novohispana, pero no logró consolidarse como un ente disciplinador en la dinámica del poder.

Ante la pasividad de algunos frailes dedicados a la conversión cristiana, las autoridades coloniales habilitaron una institución de mayor crudeza: la Inquisición. La fase episcopal de la Inquisición novohispana dio inicio en 1524 y se caracterizó por un control local de los procesos acusatorios. No obstante, su etapa más drástica comenzaría en 1571, al erigirse el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, bajo las órdenes directas de la sede española. Como su par en Europa, abocada al exterminio de los herejes judíos, la Inquisición novohispana centró sus esfuerzos en perseguir la blasfemia y la herejía entre los indígenas que se resistían a aceptar la “verdadera religión” (Soberanes 1998).

Diagnósticos conservadores, como el de Maquívar (2012), señalan que solo existe registro de 43 sentenciados a muerte durante los trescientos años de Inquisición novohispana. En contraste, estudios como el de Pérez (2005) apuntan que las víctimas mortales fueron al menos mil, por no hablar de los asesinatos ocurridos al margen de la institución.

En balance, los abusos cometidos por la Inquisición, la lejana y desgastada comunicación con la Corona española, la restrictiva delimitación de castas, y el viento nuevo de la Ilustración, fueron algunos de los factores que pusieron fin a un largo periodo de dominio clerical.

La era del Estado

El 25 de junio de 1767, una facción de soldados de la corte irrumpió de forma simultánea en las decenas de escuelas jesuitas establecidas en las ciudades virreinales. Seiscientos religiosos fueron detenidos y expulsados del territorio por órdenes directas del rey de España. En la miseria, ya que sus bienes se confiscaron, el contingente jesuita se refugió en Italia y la orden no volvió a México hasta 1816, cuando fueron llamados para conformar un contrapeso ideológico del bando insurgente (Tanck, 2010; Zermeño, 2015).

La expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús ocasionó la descapitalización educativa de la Nueva España. Las órdenes dominicas, agustinas y franciscanas apenas lograron reabrir la mitad de los colegios administrados por los jesuitas; además, la venta de las propiedades de los frailes expulsados fue reclamada, casi en su totalidad, por la Corona de España. Este sería el primer golpe al predominio católico de la educación colonial.

El segundo golpe, con seguridad el más letal, se remite al estallido de la Revolución francesa. En La representación sobre la inmunidad personal del clero (1799), escrito por don Manuel Abad y Queipo -bajo las órdenes del obispo de Michoacán- y dirigido a las autoridades virreinales, se pone de manifiesto: 1) el desgaste de la constitución monárquica, 2) la necesidad de establecer una constitución de carácter popular, 3) la apatía del pueblo hacia la iglesia, ensimismada en su papel de brazo moralizador, y 4) la influencia de la Revolución francesa en los aspectos anteriores (Lira, 1989). Pero, ¿qué sucedía con las universidades en Francia durante el movimiento revolucionario?

El golpe de Estado de Napoleón, en 1799, puso fin a diez años de revueltas e incertidumbre política provocadas por la violenta disolución del imperio francés. En el ámbito educativo, Napoleón se concentró en clausurar las universidades del Antiguo Régimen; disminuir de forma drástica las facultades pedagógicas de la iglesia; extender la educación secundaria en ciudades periféricas; eliminar las barreras de ingreso al esquema universitario, antes reservado para los nobles; y promover una formación liberal, con apertura a la ciencia y la discusión política (Musselin, 2013).

No es un secreto, sin embargo, que el sello napoleónico universitario fue el de un control estatal riguroso. Las carreras ofrecidas obedecían a los intereses políticos del Estado, como la instrucción de soldados para la Gran Armé, de burócratas que legitimaran la labor del gobierno, de médicos que sanaran a los soldados heridos y de profesores que preservaran este esquema formativo. De ahí que autores como Tünnermann (1999) señalen que las republicanas no fueron sino universidades de cepa imperial sometidas a un nuevo ente regulador.

Mientras la universidad napoleónica se afianzaba como bastión bélico-instruccional, otros países repensaban la naturaleza del ejercicio universitario. Este fue el caso de Alemania, en donde Wilhelm Von Humboldt, con el respaldo de intelectuales de la talla de Schiller y Hegel, desarrolló toda una teoría en torno al papel de la educación superior. Humboldt, que conocía de primera mano el régimen personalista ejercido por Napoleón, creía indispensable que la universidad no se rigiera a través de un poder totalitario, sino del espíritu científico y el conocimiento de frontera (Kerr, 1983).

En 1810, tras persuadir a un debilitado rey de Prusia, Humboldt logró fundar la Universidad de Berlín. Entre otros atributos que disentían radicalmente del modelo napoleónico, el que más sobresalió en la universidad humboldtiana fue el de aprovechar el talento universitario para producir -y no solo transmitir- conocimiento. De esta manera, ya es posible observar dos rasgos que aún prevalecen en la universidad moderna: 1) su papel público y dependiente del marco político de un Estado, y 2) su carácter productor de ciencia.

Mientras Humboldt fundaba la universidad berlinesa y Napoleón conquistaba territorios alemanes y holandeses, México inició su gesta insurgente. Durante este periodo, el proyecto educativo se deterioró de forma severa. Las universidades fueron ocupadas por las tropas virreinales, y otras instituciones superiores, como el Colegio de San Nicolás de Michoacán, el Jardín Botánico y la Academia de San Carlos, cerraron sus puertas por falta de financiamiento (Staples, 2010). La consumación de la Independencia, en septiembre de 1821, no produjo un cambio significativo en la crisis educativa del momento. Quizá, como también apunta Staples (2010), el factor político determinante fue contar con un actor antagónico del cual desmarcarse para construir identidad nacional.

El Reglamento General de Instrucción Pública de 1821, entrado en vigor en las cortes de España fue crucial en el ámbito escolar. Entre otros componentes, le debemos a este documento el carácter público y uniforme de la educación; la apertura de una escuela por cada pueblo que tuviera, cuando menos, 100 habitantes; y la disposición de jardines, laboratorios y bibliotecas en las universidades (Staples, 2010). De nueva cuenta, y en aras de respetar el objeto de este trabajo, nos es imposible presentar un registro minucioso sobre lo ocurrido durante las siguientes décadas de vida independiente. En su lugar, nos limitaremos a esbozar los eventos ocurridos en dos años determinantes para la educación mexicana: 1910 y 1921.

Comencemos por 1910, el año en que se fundó la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con seguridad, el personaje clave de este proceso fue Justo Sierra, que desde 1881, siendo entonces diputado, propuso un proyecto para agrupar las escuelas y colegios superiores de la ciudad de México en una sola institución de carácter nacional. La propuesta de Sierra fue ignorada en dos ocasiones (1881 y 1902), hasta que el otrora diputado fue designado como subsecretario de la Secretaría de Instrucción Pública en 1907. Ese mismo año, recibió el visto bueno del presidente Díaz para fundar la Universidad (Marsiske, 2006; Dumas, 1986).

En 1907, la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes comisionó a Ezequiel Chávez, jurista aguascalentense, en un viaje a Estados Unidos y Europa para que cotejara referentes internacionales que fueran útiles para la nueva universidad. Finalmente, la Universidad Nacional de México fue fundada en septiembre de 1910, en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria. El discurso inaugural fue dictado por el propio Sierra, quien definió, a más de un siglo de distancia, exhortos que aún pueden hacerse a nuestras universidades:

No, no se concibe en los tiempos nuestros que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo que lo uniera a las entrañas maternas para formar parte de una patria ideal de almas sin patria; no, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice (Sierra, 1910: 1).

El segundo año que consideramos determinante para la educación mexicana fue 1921, con la fundación de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Como lo advierte Díaz (2021), el establecimiento de un organismo gubernamental que rigiera, sistematizara y homologara los procesos educativos en el país representó el primer paso hacia la reconstrucción y la institucionalización nacional. Sin embargo, sería incauto señalar que la fundación de la SEP fue solo un proyecto educativo, ya que también tenía un fuerte propósito civilizatorio.

En 1921, 70% de la población mexicana vivía en zonas rurales, sin ningún tipo de acceso a escolarización (Tuirán, Quintanilla, 2012). Dicha situación detonó que el gobierno de Obregón, de la mano de José Vasconcelos, fundador y primer Secretario de la SEP, activara campañas masivas de escolarización centradas en tres componentes: las escuelas, las bibliotecas y las bellas artes (Díaz, 2021). Los resultados, como reporta Loyo (1994), fueron positivos: en una década se consiguió aminorar entre cinco y siete puntos porcentuales el analfabetismo.

En el caso de la universidad, entre las décadas de 1930 a 1960 se consolidó la fundación de la mayor parte de las universidades públicas estatales. Mismas que, entre 1950 y 1960, lograron definirse como instituciones autónomas. En ese mismo periodo, se fundó el organismo que hasta el momento, en colaboración con la Subsecretaría de Educación Superior, ha fungido como un ente regulador entre la federación y las universidades estatales: la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES).

En sincronía con lo ocurrido en otros niveles educativos, la educación superior enfrentó desafíos notorios en la segunda mitad del siglo XX. En un esfuerzo de síntesis, estos podrían resumirse en los siguientes rubros: la descentralización (Martínez-Rizo, 2002); la diversificación y renovación curricular (Taborga, 2003; Rodríguez-Gómez, Casanova, 2005); la masificación (Rama, 2009), la internacionalización (Gacel-Ávila, 2005) y la comercialización (Aboites, 2010).

Es en este último desafío, el de la comercialización, en el que deseamos detenernos. Más allá de la indudable expansión de las universidades privadas (Gil-Antón, 2005; Gómez-Rodríguez, Jiménez, 2012), la comercialización de la educación superior ha orillado a las universidades a reconocerse como actores económicos que deben convencer a sus usuarios de que son una mejor opción que sus competidores (González-Cardona, 2016; Brunner et al., 2019). Entre los potenciales usuarios podemos reconocer a los estudiantes, pero también empresas y actores gubernamentales que desean establecer relaciones de colaboración. De esta manera, parecería que las universidades han dejado de estar dominadas por la iglesia y el imperio, para supeditarse a las dinámicas impuestas por un nuevo actor: el mercado.

La era del mercado

Valiéndonos del sentido metafórico, podríamos resumir la historia de la universidad en una obra de tres actos. En el primero, un obispo aparece en escena haciendo hablar a un muñeco de ventrílocuo que carga sobre el regazo. En el segundo acto, un militar irrumpe y desaloja violentamente al obispo, apoderándose de la marioneta. Poco después, un hombre, haciendo gala de grandilocuentes discursos, coloca una silla junto al militar y controla al muñeco en su compañía. En el tercer y último acto, un magnate aparece en escena, luciendo ropas finas, y recibe las cuerdas de la marioneta que el militar y el político le entregan voluntariamente. Cuando el público se cansa de verlo, el magnate solicita a alguno de los antiguos portadores que interceda para calmar los ánimos.

Como puede observarse, los portadores comparten la intención de gobernar la universidad, pero no todos tuvieron que recurrir a la violencia para conseguirlo. De la grotesca escena del pueblo francés jugando con las cabezas de Luis XVI y María Antonieta -y de réplicas tardías como el asesinato de Maximiliano en 1867 y de los Romanov en 1917- pasamos a una transición suave, de reuniones a puerta cerrada, cumbres, asambleas y congresos.

El mercado, como la iglesia en su periodo climático, irrumpió en la universidad a través de la vinculación. En Latinoamérica, este proceso se gestó a partir de la década de 1980, al cuadruplicarse la deuda que países como Brasil, México y Argentina sostenían con acreedores internacionales. De forma paralela, en Estados Unidos, se promulgaban iniciativas como la Bayh-Dole Act, en donde se abría el paso a que las universidades comercializaran conocimiento aún en su carácter de instancias públicas.

Ante el adelgazamiento del Estado y su respectiva fragilidad financiera, las universidades latinoamericanas se apropiaron del discurso anglosajón de la economía del conocimiento (Bell, 1976; Foray, 2004; Etzkowitz, 2002) y priorizaron la vinculación con actores del entorno que estuvieran dispuestos a consumir su conocimiento. Esta tendencia, sin embargo, no solo cooptó la tercera función -originalmente pensada para llevar la ciencia a los sectores sociales menos favorecidos- sino a la investigación, en tanto que los proyectos académicos comenzaron a estar regidos por las necesidades del mercado (González-Cardona, 2016).

En un segundo momento, enraizado en la instauración del Plan de Bolonia en 1999, el mercado siguió la ruta napoleónica y cooptó también la enseñanza universitaria, buscando así el dominio de las tres fases de dicho proceso: la planeación, la ejecución y la evaluación. El control de la planeación se obtuvo por la vía del diseño curricular y la apertura/adecuación de programas educativos a partir de su pertinencia comercial -y en detrimento de su pertinencia social-. El control de la evaluación, en cambio, se logró con la aceptación de estándares de “calidad” que derivan en lo que Vera (2018) concibe como la cuantofrenia; esto es, la persecución de indicadores (rankings, productividad académica, acreditación de programas) que priorizan la cantidad sobre la calidad y conducen, de forma inevitable, a la simulación académica.

Entre ambos extremos, encontramos a la enseñanza y su diluido ejercicio de la libre cátedra. Decimos diluido en tanto que el docente universitario posee la libertad de elegir la ruta óptima para cumplir las competencias de su curso, pero debe hacerlo en el contexto de evaluaciones punitivas, de materias poco pertinentes y del centralismo burocrático que ejercen los administradores de la universidad (Madrid, 2013).

Los aspectos hasta ahora mencionados son tan solo algunos de los que integran el capitalismo académico. Fenómeno que orilla a que las universidades se encuentren subsumidas al mercado y tomen decisiones “académicas” a partir de motivaciones económicas, perdiendo con ello su autonomía (Slaughter, Leslie, 1997).

A continuación, incorporamos una serie de síntomas adicionales que permiten corroborar el predominio del capital en el ámbito universitario:

  • universidades dedicadas a promover su marca para propiciar la competencia con otras, como en el rubro empresarial;

  • desaparición paulatina de la imagen del profesor como funcionario público, para ser concebido como un empleado con esquemas laborales precarios;

  • la docencia, la investigación y la colaboración con el entorno son puestas al servicio de la eficiencia, por encima de la pertinencia;

  • modelos educativos débiles, reemplazados por planes de desarrollo (cual modelos de negocio) limitados a programar las acciones de la administración universitaria en turno;

  • conformación de subgrupos académicos, cuya supervivencia depende del nivel de afinidad/alineación con las esferas de poder;

  • esloganización de valores, convertidos en simples figuras retóricas para fortalecer la “identidad” universitaria;

  • escasa colaboración social y deformación de los esquemas creados con dicho propósito (servicio social, prácticas profesionales, investigación subcontratada, investigaciónacción).

Siguiendo a De Sousa Santos (2007), coincidimos en que son dos los atributos esenciales que ha perdido la universidad a partir del capitalismo académico. Primero, la hegemonía en la producción de conocimiento; hecho que, en cierta medida, contribuye a la transversalidad y a que actores menos protagónicos (como el tercer sector) sean considerados como portadores de conocimiento empírico sobre las problemáticas sociales. En segunda instancia, como se muestra en la Tabla 1, la universidad ha perdido legitimidad, en tanto que su autonomía se diluyó entre las imposiciones del capitalismo académico.

Tabla 1 Rasgos distintivos de los grandes periodos universitarios 

Gran periodo Rasgos distintivos
Era del clero (1088-1767 aproximadamente)

  • La universidad forma teólogos para que estos formen profesionistas.

  • Se parte de una filosofía teológica estricta, en la que Dios es la medida (y

  • causa) de todos los fenómenos.

  • El hábito monástico es una credencial para la movilidad universitaria en el

  • continente europeo.

Era del Estado (1767-1980 aproximadamente)

  • La Iglesia se convierte, de forma progresiva, en una figura legitimadora de la universidad, y no en su responsable directa.

  • La estructura universitaria se vuelve también más flexible, en tanto que depende de las tendencias políticas que asimila el Estado.

  • La universidad ya no aspira a formar hombres para Dios, sino ciudadanos.

Era del mercado (1980-hasta nuestros días)

  • Iglesia y Estado dejan paulatinamente el poder, para convertirse en agentes que legitiman y agilizan el predominio del mercado.

  • La universidad forma, en el discurso, ciudadanos útiles para la sociedad, siempre que estos estudien en programas educativos económicamente útiles [vía discurso de factibilidad].

  • Irrupción definitiva del discurso administrativo-empresarial en el espacio universitario: se transita del alumno, al usuario; del profesor-funcionario al profesor-empleado; de la pertinencia a la calidad.

  • Predominio del discurso cuantificador de los rankings, las acreditaciones y la buena imagen en el mercado.

Algunas interrogantes quedan ahora en el tintero: ¿qué cambios se necesitan?, ¿es la reafirmación de la ontología universitaria una solución factible?, ¿se trata de un asunto de identidad?

De las funciones a los fines

En Filosofía, sobre todo en las corrientes posestructuralistas, se advierte que la comprensión de la realidad no comienza al romantizar lo que no sabemos, sino al deconstruir lo que damos por sentado (Gough, Price, 2004). Desde la trinchera literaria, Chesterton (2015: 25) agregaría que “un autor se convierte en clásico cuando se le puede alabar sin haberlo leído”. Nosotros, en un sentido menos elogioso, sostenemos que el ámbito educativo también posee sus conceptos clásicos, esto es: aquellos que se legitiman sin haberlos teorizado.

Ejemplo de ello son las tres funciones sustantivas del ejercicio universitario. Tendencias pedagógicas surgen y se desvanecen, pero la idea de que la universidad debe hacer docencia, investigación y vinculación2 se ha vuelto prácticamente inapelable. Quizá lo más interesante es que se trata de un tópico que no emana de un autor o documento fundacional, como el de las competencias (Perrenoud, 1998) o los cuatro pilares (Delors, 1994).

Autores como Castells (2017) atribuyen la solidez de las funciones a que estas han sido impuestas por la sociedad, a través del poder político y la influencia económica. Nosotros, a diferencia de Castells, consideramos que se trata, más bien, de una imposición del poder político-económico, legitimada con la retórica de la “sociedad”. De lo contrario, y asumiendo la postura del origen social de las funciones, ¿cómo se explica que la universidad esté en crisis y que sea la propia sociedad quien le exija que se reforme?

Como lo mencionábamos en párrafos anteriores, el principal conflicto es que algunos conceptos pasen primero por la imprenta que por el juicio de los académicos universitarios. Por ejemplo, ¿qué es una función?, ¿quién la establece?, ¿cómo se evalúa su cumplimiento?, ¿qué la distingue de una misión o de una visión?

El término función tiene sus raíces en la corriente sociológica del funcionalismo. La idea de función, en este sentido, se comprende en el marco de un modelo social organicista, en el que permite “explicar las relaciones entre un todo (organismo) y sus partes diferenciadas (órganos)” (Cadenas, 2016: 201).

El primer conflicto teórico que identificamos radica en la confusión entre función y tarea. En palabras de Bertalanffy (citado en Merton, 1968), una función puede entenderse como un “proceso vital que contribuye al mantenimiento del organismo” (1968: 75). De este modo, para saber cuál es la función de la universidad, primero es importante conocer su aporte al todo o, según Durkheim (2001), la relación que guarda con el fin social.

Si pensamos en la función de un médico, por ejemplo, podríamos aventurarnos a afirmar que consiste en mantener o restablecer la salud de sus pacientes; y si aplicamos la pregunta al caso de un policía, podríamos advertir que consiste en garantizar la seguridad de los ciudadanos. No diríamos, en cambio, que la función de un médico es pesar, medir, diagnosticar, orientar o intervenir quirúrgicamente a sus pacientes, o que la de un policía es patrullar determinada colonia, ya que estas no son sus funciones, sino las tareas que ambos realizan para lograrlas.

Siguiendo esta lógica, podemos afirmar que la docencia, la investigación y la vinculación no son funciones de la universidad, sino sus tareas principales. Esta distinción semántica nos parece relevante en tanto que las llamadas funciones sustantivas se han convertido en una respuesta fácil ante las preguntas sobre la ontología universitaria, olvidando que no enuncian el qué sino los cómos.

Esto nos llevaría, de forma secuencial, a una nueva pregunta: ¿cuál es entonces la función de la universidad? Antes de intentar construir una respuesta, consideramos necesario identificar un segundo problema teórico: el de la confusión entre la función y el fin.

Al enunciar la función del médico -de mantener o restablecer la salud de las pacientes- aludimos a un qué y no al para qué. Este último se encontraría ligado, en una escala macrosociológica, a la noción de fin. Así, con el propósito de preservar el orden social (fin/para qué), el médico restablece la salud de los ciudadanos (función/qué), interviniéndolos clínicamente (tarea/cómo).

Desde la perspectiva sociológica se nos podría señalar, no sin cierta razón, de combinar términos incompatibles en el discurso, como el de función y fin. El propio Durkheim apuntaría lo siguiente en este sentido: “Utilizamos la palabra función de preferencia a la de fin o meta, precisamente porque los fenómenos sociales no existen por lo general en vista de los resultados útiles que producen (2001: 147).

La raíz de este desfase radica en que -aun sin negar la existencia de sistemas inmateriales- el funcionalismo guarda una mayor afinidad con el materialismo. De esta manera, se desmarca de la noción de fin, de cepa metafísica-teleológica, y adopta términos más contingentes como el de finalidad, enmarcados en las características contextuales de una sociedad y no en los atributos esenciales del ser. Ahora bien, si volvemos a la pregunta que nos hacíamos en párrafos anteriores sobre el fin (o la finalidad) de la universidad, podríamos trazarla buscando un punto común entre sus tareas.

En tanto que sus principales actividades son articuladas por el factor cognitivo, la finalidad universitaria se enraíza en la gestión del conocimiento y no en la formación de profesionistas. Con la docencia,3 la universidad transmite el conocimiento, con la investigación lo produce, y con la vinculación lo divulga o, en el mejor de los casos, lo aplica. Concebir a la universidad como principal gestora -aunque no exclusiva- del conocimiento científico es comprensible en paradigmas como el de la sociedad y la economía basadas en el conocimiento, pero podría ser reduccionista en esquemas teóricos como el humanista.

En la Tabla 2 se sintetizan las principales implicaciones de las dualidades discutidas en estas líneas (se aclaran las diferencias entre función y tareas, por un lado, y entre fines y finalidades por el otro).

Tabla 2 Función-tareas versus fines-finalidad 

Función y tareas La función ha sido una categoría utilizada para explicar las relaciones que guardan las diferentes partes con el todo. También puede verse como el proceso vital que contribuye al mantenimiento del organismo (el todo [la universidad]). Claramente hay confusión, las supuestas funciones universitarias (docencia, investigación, vinculación o extensión), en realidad terminan siendo tareas universitarias. En todo caso, la función primaria de la universidad sería contribuir a la civilización humana.
Fines y finalidad Decir incluso que la universidad tiene fines es problemático, debido a que la gestión del conocimiento está cambiando y recombinándose de manera continua. La teleología de la investigación científica, en realidad es un proceso y no un producto (final). Entonces, la universidad concebida como gestora del conocimiento no tiene fines explícitos sino finalidades. Más todavía, la universidad es una institución (social), y los fenómenos sociales están en un cambio perpetuo.

Fuente: síntesis elaborada con base en Cadenas (2016), Durkheim (2001) y Merton (1968).

Con lo anterior, no pretendemos hacer una crítica al pragmatismo económico que rige a la ciencia moderna, sino a la facilidad con la que el espacio universitario latinoamericano se apropia de discursos extranjeros: a su nula capacidad de resistir tendencias. La universidad, como máxima instancia intelectual, no puede convertirse en una recicladora de los discursos que desechan los países desarrollados. No puede en tanto que, durante ese lapso, forma a miles de futuros ciudadanos y absorbe el presupuesto de una sociedad a la que, momentáneamente, no retribuye.

Desde nuestra perspectiva, las raíces -y prevalencia- de la universidad inercial, cuyo devenir histórico se delimitó en el primer apartado, obedece a un vacío epistemológico: el de cimentar los robustos estudios de la universidad como institución sobre una débil fundamentación de la universidad como idea.

De los fines a la esencia

Contrario a eufemismos como “área de oportunidad”, “fase de crecimiento” o “periodo de reestructuración”, nosotros sostenemos que la universidad está en crisis. Mejor aún: que lo ha estado desde su nacimiento y que es parte de su esencia (Derrida, 2002). Sin embargo, también creemos que hay momentos históricos en los que la universidad le ha hecho frente de mejor manera a la crisis: sobre todo, cuando se ha preocupado por hacer más pertinentes sus fines, en lugar de volver más eficientes sus tareas.

Aceptar que la universidad está en crisis nos ayuda a comprender que la angustia no es solo un síntoma frente a los tiempos adversos, sino un permanente estado pre-ontológico (Pulido, 2018). Y a dimensionar que, como apunta Bauman, “solo pensamos en la identidad cuando no estamos seguros del lugar al que pertenecemos.” (1996: 41).

Sobre el origen de la crisis universitaria han emergido dos principales hipótesis: una relacionada con el poder y la otra con la ausencia de una identidad filosófica. El predominio del poder -religioso, político y financiero- sobre la universidad inercial ya fue detallado en la primera sección de este trabajo. Se trata, además, de un tema clásico de la sociología neomarxista en el que se constata cómo los actores con el poder económico usan los medios intelectuales para ejercer un poder simbólico y perpetuar así su hegemonía (Althusser, 1970; Bourdieu, Passeron, 2001).

La segunda hipótesis, sostenida por diversos autores (Arias, 2013; Capello, 2015; Marín, 2015), propone que la inercialidad universitaria se genera debido a la ausencia de una identidad filosófica. Y que, en este sentido, podría resolverse creando un cuerpo teórico que frene la adopción inmediata de tendencias. Aunque legítima, consideramos que la respuesta de la identidad no es sino una prótesis teórica, una solución elusiva.

El término identidad es otro de los muchos que se emplean sin un análisis teórico previo riguroso. De entrada, sabemos que su raíz etimológica proviene del latín identitas y este a su vez de la voz idem (igual). De ahí que para los romanos la identidad se entendiera como ese atributo que se mantiene “igual” a pesar de los cambios del entorno. La popularización del término, sin embargo, se detonó en la década de los cincuenta, con los aportes de Erikson (1959) en el campo de la psicología del desarrollo.

Para Navarrete (2015), la identidad es un término aporético “en tanto que es necesario, pero a la vez imposible de una representación precisa y definitiva” (2015: 462). Diferimos de esta postura por dos razones: 1) porque asocia la irresolubilidad de la aporía con la subjetividad y no con la paradoja, como originalmente se concibe en el discurso filosófico, y 2) porque mistifica la noción de identidad. Siguiendo esta lógica, todas las palabras tendrían un carácter aporético, en tanto que una representación definitiva es imposible. Este rasgo sobre el dinamismo semántico ya fue ampliamente estudiado por Wittgenstein (1953), quien señala que el significado de una palabra dependerá siempre de su rol contingente en los juegos del lenguaje.

En perspectiva, autores como Bauman (1996: 43) señalan que la identidad nació como problema, siendo precisamente este atributo lo que le brinda su emblema de tarea, y continúa en este sentido: “Si bien la palabra [identidad] es de manera notoria un sustantivo, se comporta como un verbo, pero un verbo extraño, sin lugar a dudas: sólo aparece en futuro [...] la identidad es una proyección crítica de lo que se demanda o se busca con respecto a lo que se es.

Pero ¿cómo hablar de una identidad fija y permanente en una institución que, como otras, está constantemente expuesta al cambio? En aras de resolver la anterior paradoja se ha importado el término identificación, proveniente del discurso psicoanalítico. En su seminario titulado la Transferencia, Lacan (2003: 1960) enuncia que la “identificación es la relación del sujeto con el significante.” De esta forma, satisface la conversión de la identidad en verbo y facilita su análisis en un contexto de cambio.

Desde nuestra perspectiva, el principal error al atribuir la inercialidad universitaria a la falta de identidad filosófica es el de concebir a la universidad como una mente en blanco -siempre a la espera de una identidad- y no como una institución-idea con identificaciones arraigadas. Incluso, sería posible argüir que ambas hipótesis son en realidad una misma: la inercialidad se debe a la histórica identificación de la universidad con el poder hegemónico en turno.

En este sentido, el atributo más notable de la identificación es materializar el nebuloso concepto de la identidad y vincularlo con una acepción próxima a nuestra hipótesis: el de la identidad como un conjunto de rasgos transitorios. En donde los rasgos no se definen, en tanto que no se llega al estado definitivo, sino que se ajustan por las características contextuales y vivenciales del sujeto/institución.

Si nos hemos detenido en la noción de identidad es porque consideramos que refleja a detalle lo que sucede con la comprensión de los fines educativos. Al mismo tiempo, evidencia dos posturas fundadas en el viejo dilema del idealismo contra el materialismo: 1) la de las funciones, que asume a la universidad como una institución que debe remitirse a satisfacer las demandas históricas/políticas, y 2) la postura de los fines, que entiende a la universidad como idea y que busca, en consecuencia, una esencia metafísica definitiva. Aunque disímiles en sus modalidades, ambas posturas fomentan la dependencia de la universidad hacia un ente externo.

Atender la inercialidad universitaria enfocándose únicamente en la postura de las funciones, o en la de los fines, resultaría estéril, ya que aun con su “autonomía”, la universidad no será nunca un ensase (latín, “ser por sí mismo”) con independencia total ante su contexto.

Con la intención de proponer un punto medio, consideramos pertinente retomar la noción de esencia. Al hablar de esencia, no nos adherimos a la corriente platónica, que se entiende como aquello que permanece de forma eterna. Sino a la postura heideggeriana, en la que se concibe como “el modo histórico en el que una entidad se revela ontológicamente” (Thomson, 2001). Hablamos así de una ontología intramundana (Hartmann, citado en Cuéllar, 1991), o si se quiere, de una intencionalidad permanente.

Pero, ¿en qué consiste dicha esencia? A grandes rasgos, en buscar y hacer el bien. De hecho, la búsqueda del bien podría fundarse como el eje articulador de las tareas sustantivas, ya que en estas se busca siempre avanzar de un punto “a” hacia un punto “b”, en donde el segundo genera mayor bienestar que el primero. Al enseñar, por ejemplo, se pretende que el estudiante transite hacia una zona de desarrollo potencial (Vygotsky, 2013: 1954); al investigar se busca, aunque sea de forma mínima, avanzar hacia la comprensión de un objeto de estudio; y al vincular, se procura que -convirtiéndose en usuarios del conocimiento- los ciudadanos mejoren sus condiciones de vida.

Si aludimos al “bien” en lugar de la Ética, es debido a que esta última puede ser cooptada por los filósofos del sistema, mismos que, haciendo uso de un lenguaje intencionalmente incomprensible -o fácilmente esloganizable-, legitiman los actos del poder creando una ética a la carta. El bien, en cambio, difícilmente avanza en dirección opuesta al sentido común. Dando pie a que los propios ciudadanos sean capaces de juzgar si la universidad conserva o no su esencia, sin que medien discursos o simulaciones.

A modo de cierre

Dos afirmaciones suelen ser contundentes al hablar de la universidad: 1) que ha sido una institución indispensable para el desarrollo de la sociedad que hoy conocemos, y 2) que en las próximas décadas puede hacer un trabajo aún más contundente si implementa las mejoras necesarias. En cuanto a los rubros que precisan una atención inmediata, las opiniones son diversas: se habla de reformas pedagógicas, políticas administrativas, económicas y filosóficas, entre otras.

En este ensayo hemos dado cuenta de la condición inercial que ha caracterizado a la universidad desde su nacimiento. De cómo, tras casi un milenio de existencia, ha construido toda una lógica sobre su funcionamiento como institución; pero también de cómo sigue rindiendo cuentas a los nuevos reyes o emperadores que han surgido en el camino.

Es en este sentido que, a manera de conclusión, hemos esbozado tres sentencias sintetizadoras. La primera de ellas advierte que, si la universidad está genuinamente comprometida con el progreso y la resolución de conflictos sociales, también debe mirar hacia adentro. Comprender que para formar parte de la solución tiene que admitir primero que forma parte del problema (Vallaeys, 2014).

La segunda sentencia apunta a la necesidad de vislumbrar que el estudio sobre las problemáticas universitarias no puede cimentarse sobre la constante postergación de las soluciones. Esto implica que los diagnósticos trasciendan la esfera discursiva para tener un impacto certero en las políticas universitarias. Desde nuestra perspectiva, hay dos caminos para ello: 1) que la universidad deje de estar en manos de elementos con un perfil estrictamente administrativo, garantizando que la producción y aplicación del conocimiento sean requisitos clave para asumir puestos directivos, y 2) que se consolide la figura de agentes de enlace capaces de llevar a cabo la polinización del conocimiento.

La última sentencia hace referencia a la importancia de la unión, más allá de las posturas teóricas. Consideramos crucial que el diagnóstico de la crisis universitaria (o la fundamentación sobre la inexistencia de dicha crisis) se fundamente en una visión multidisciplinaria, pero también nos parece urgente trascender la necesidad de tener la razón.

Por último, y aunque no forma parte de las sentencias, resaltamos la necesidad de identificar las diferencias entre la universidad europea y la universidad latinoamericana. La primera, ha existido por mil años y puede darse el lujo de teorizar desde un clima de bonanza social y económica. Nuestras universidades, en cambio, han tenido que actuar desde la periferia (Altbach 2007), asumiendo la responsabilidad de hacer cada vez más con cada vez menos. Por esta razón, no es congruente pensar que las medidas funcionales en naciones desarrolladas, serán exitosas en contextos tan particulares como el mexicano y el latinoamericano. Sin embargo, son precisamente nuestras coyunturas y marginalidades las que nos dotan de utopías posibles, del horizonte de convertir o reconfigurar la crisis en una herramienta transformadora.

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1Este mismo argumento fungió como referente simbólico para la consolidación del Plan de Bolonia en 1999. Un proceso multilateral para favorecer el intercambio estudiantil entre los países de la Unión Europea.

2Utilizamos el término vinculación en tanto que es el más consensuado, pero sabemos que hay un intenso debate sobre el nombre de esta tarea: divulgación, difusión, extensión, cooperación, colaboración, etc.

3Consideramos que es el verbo más propicio en el marco de la corriente teórica de la sociedad basada en el conocimiento, pero tenemos claro que la transmisión del conocimiento representa un reduccionismo en el campo pedagógico.

Recibido: 02 de Febrero de 2020; Aprobado: 08 de Junio de 2021

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