Introducción
La infancia en relación con la calle se ha investigado con una mirada protectora y solo desde hace relativamente pocos años se ha visto con una perspectiva de derechos. Una observación actual sobre las maneras en que los niños2 hoy en día se relacionan, viven, experimentan y le dan sentido a la calle, evidencian unas dinámicas trasformadoras del espacio derivadas de políticas gubernamentales3 que velan por el cumplimiento y garantía de estos derechos de los niños por medio de la creación de planes de desarrollo urbanístico, programas de recuperación del espacio público, construcciones arquitectónicas y disposiciones del espacio público y privado para la infancia, de manera que establecen nuevas formas de habitar la calle mediante espacios creados y acondicionados específicamente para que tanto niños como adultos dispongan de ellos.
Pero ello exige una reconfiguración del día a día de los niños que los aleja de la posibilidad de explorar el espacio por su cuenta. Las calles de la ciudad no se ven pobladas por niños jugando; hoy es poco común ver grupos de niños estableciendo relaciones cercanas en la calle frente a su casa o en un parque próximo y mucho menos si no se encuentran en compañía de un adulto. Cada vez se ven menos niños solos o grupos de niños jugando en la calle; pese a que la ciudad cuenta con espacios públicos vastos y zonas verdes de gran extensión a lo largo de la urbe, estos son institucionalizados y, por ende, restringidos para determinada población.
Los niños son obligados por los adultos a aprender qué es lo que hay que hacer, en qué espacios deben estar y cómo se deben comportar, escenificando las maneras de actuar en el mundo para que el niño las repita. La intención de fondo que se puede vislumbrar es la necesidad de perpetuar los grupos sociales en pro del cumplimiento de la ley, además de pretender formar sujetos socialmente correctos y así lograr una “mejor” sociedad. Pero el desarrollo social del niño no solo puede estar referido a su existencia y permanencia dentro de un grupo social; el hecho de vivir en sociedad no lo convierte en un actor social.
Con fundamento en lo anterior, compilo algunos modos en que los mismos niños perciben y configuran la calle a través de sus prácticas cotidianas, y algunas de las formas a las que recurren para acercarse y relacionarse con ella con el objetivo de conocer, mediante un ejercicio narrativo, los sentidos que estos le dan a la calle, además de caracterizarla basándome en sus propias experiencias y relatos.
Particularmente, en el presente artículo hago referencia a los niños como constructores de la calle, distanciándolos de cualquier condición vulnerable en relación con esta, pero atendiendo a sus roles como actores sociales en la configuración de la misma a partir de sus recorridos usuales y apropiaciones habituales del espacio fuera de casa; ubicándome en la pregunta acerca de ¿Cómo los niños configuran y significan la calle si su contacto con ella es limitado?
La idea es ofrecer a los profesionales en el área de la educación una perspectiva más amplia de los campos de acción en donde tiene cabida la atención a la infancia, centrada en algunas concepciones de la calle, en la forma en que logramos acceder a la información en la investigación con niños, en las estrategias de adaptación metodológica exigidas por el tipo de población investigada, en el sinnúmero de realidades y situaciones apremiantes durante el trabajo en la calle y la forma en que estas configuran la formación de los profesionales en educación.
Hacia una comprensión de la calle
La calle está cargada de connotaciones de peligro y riesgo, por lo que se trata de un espacio que hay que evitar a toda costa. Como consecuencia, la calle entonces se denota como un espacio exclusivo para los habitantes de calle o en situación de calle, como si pertenecieran a este espacio; es decir, niños que viven en la calle, sin conexión alguna con familiares, y por tanto se encuentran necesitados de protección debido a los riesgos que corren en su integridad y salud tanto física como mental; esto, en parte como efecto del constante consumo de sustancias psicoactivas y de alcohol, además de las enfermedades de trasmisión sexual y condiciones de violencia a las que se ven sometidos los niños que viven en la calle (Forcelledo, 2001; Roggenbuck (s.f); Gutiérrez, 1972; Gaitán, 2006; Bardy, 1993; Valencia, 2014; Domínguez, 2000; Sánchez, 2003; Hidalgo, 2000).
Asimismo, los niños que habitan en la calle, es decir los niños del común, pese a que no se encuentran en condiciones tan vulnerables, sí experimentan una relación limitada con el espacio, determinada por actividades deportivas, sociales, recreativas y culturales que condicionan sus vivencias en lugares específicos.
En consecuencia, la calle, como uno de los espacios escogidos por los adultos para el disfrute infantil, se encuentra cada vez más reducida a lugares privados, aislados e institucionalizados que limitan las prácticas de los niños a determinadas acciones para desarrollar unas conductas específicas -estas con fines protectores y pedagogizadores-,4 restringiendo así la calle a un tipo de población con características específicas, lo que me lleva a preguntar: ¿No somos todos habitantes de la calle? ¿Serán los niños los habitantes de calle más potentes? ¿Construimos la calle que habitamos al habitarla, o habitamos una calle ya construida y solo dispuesta? En conclusión ¿cómo significamos la calle?
Los niños pasan de lugares con un límite físico establecido a otro igualmente limitado y controlado que convierte la vivencia de los niños en la calle en una situación prototipo, donde el adentro y el afuera logra volverse difuso y, pese a que “el adentro y el afuera son en esencia campos móviles que no tienen por qué corresponderse con escenarios físicos concretos” (Delgado, 2007, p. 32), para muchos niños la calle se encuentra en recintos cerrados que representan un afuera por estar lejos de casa, pero que siguen aislando a los niños de vivencias propiamente en la calle.
Asimismo, pese a que los lugares de la ciudad forman parte de dispositivos y estrategias de localización, separación e institucionalización de la infancia contemporánea, algunos otros niños configuran la calle misma en función de sus propios intereses y posibilidades de exploración; así, lo que evidencia este grupo de niños acerca de lo que está presente en la calle es una multiplicidad de maneras de ser y vivir el mundo (Hincapié, 2005), de múltiples intereses personales y colectivos que confluyen para dar sentido a ese espacio fuera del hogar.
De esta manera, y a pesar de la inquietud por las prácticas relacionales y las acciones realizadas por los niños en el espacio calle, debo aclarar que mi foco de interés está dirigido no solo a la calle en sí misma, ni a las relaciones sociales que se entretejen en ella, sino a los sentidos y significados que los sujetos infantes le adjudican al mundo que habitan, específicamente a los sentidos que los niños y niñas le otorgan a la calle a partir de los modos en que se relacionan con ella, en el sentido de una calle narrada desde la cotidianidad infantil.
En esta línea, el interés por la narrativa “expresa el deseo de volver a las experiencias significativas que encontramos en la vida diaria, no como un rechazo de la ciencia, sino más bien como método que puede tratar las preocupaciones que normalmente quedan excluidas de la ciencia normal” (Bolívar, 2002, p. 6; van Manen, 1994, p. 159), reivindicando de alguna manera el relato5 de los niños como constructo de conocimiento, como posibilidad de encuentro y como evidencia de una relación directa con la calle. Y, ¿cómo lograr esos relatos?
La propuesta
Propuse para la indagación un trabajo de análisis empírico con un diseño cualitativo6 (Galeano, 2004; Martínez, 2006) caracterizado por que “su objetivo es la captación y construcción de significados, capta la información de manera flexible y desestructurada y su procedimiento es más inductivo que deductivo” (Ruiz, 2012, p. 23). Inscrito dentro del paradigma hermenéutico-interpretativo (Soeffner, 2004), con un enfoque etnográfico -hablando desde una etnografía focalizada7- por medio de un ejercicio biográfico-narrativo (Bruner, 1997).
Diseñé algunas técnicas8 e instrumentos basados en la observación para generar datos: las entrevistas semiestructuradas, el registro fotográfico,9 el dibujo, videografías, ejercicios con grupos focales y cartografías10 urbanas, además de lo relatado y experimentado durante el encuentro con los niños en la calle a través del juego. Técnicas que si bien por sí mismas representaron una posibilidad de lectura debido a su manera amplia de expresar los propios puntos de vista de manera oral o simbólica, de expresar abiertamente experiencias, representaciones, sentires, pensamientos y opiniones espontáneas, se pueden presentar ilusoriamente como estrategias de recolección de información sin mayor dificultad; también, en el momento de estar en la interacción con los niños requirieron ser reconfiguradas desde el inicio mismo del encuentro cara a cara con ellos.
Comencé la búsqueda de un grupo de niños con el cual pudiera encontrarme periódicamente y acompañarlos durante sus recorridos en la calle; estos niños fueron cercanos a mis conocidos y cumplieron con los siguientes criterios: mayores de 8 años; niños a los que pudiera, en compañía de los cuidadores, acompañar en sus recorridos por la calle; niños con los cuales pudiera interactuar, conversar, compartir un rato en la calle y establecer un diálogo directo; niños cuyos cuidadores les permitieran disfrutar la calle solos o sin compañía de adultos.
Los niños con quienes dimos vida a esta propuesta, en total 23 habitantes del sector -solo de 11 pudimos obtener el consentimiento informado firmado por los adultos responsables, debido a su ausencia-, en la ciudad de Medellín11 y en su mayoría del municipio de Bello; estos últimos habitantes de barrios aledaños al parque principal de Bello, quienes desde diferentes sectores se desplazan para agruparse en el barrio Cóngolo (estrato 3 en nivel socioeconómico) en la calle de una cuadra específica, al lado de la parroquia llamada Santa Catalina Labouré (imagen 1).
La comunidad habitante de la cuadra decidió poner una reja entre las casas y la iglesia, como también levantar un muro12 al final de la cuadra para delimitar el espacio (véanse imágenes 2 y 3) pues el sector muestra evidencias de altos índices de expendio y consumo de sustancias psicoactivas.
Por sus condiciones físicas, este espacio permite el agrupamiento de los niños debido a que es un callejón, es decir una calle que solo tiene una entrada y una salida -pues el muro del fondo no permite la circulación de peatones extraños a los habituales conocidos o miembros de la comunidad habitante del lugar, como tampoco de autos-, por lo que de alguna manera se torna un lugar seguro para que los niños puedan estar. Las casas están ubicadas en hilera, una al lado de la otra, todas cuentan con antejardín, algunas de ellas lo tienen cercado y otras abierto, aunque algunos de los habitantes del lugar se molestan cuando los niños juegan frente a sus casas.
El encuentro
Para el primer momento se planeó una entrevista semiestructurada con el propósito de que, por medio de algunas preguntas, los niños pudieran dar cuenta de sus formas o modos de habitar la calle -las cuales ellos cortésmente respondieron- y que al mismo tiempo posibilitaran la reflexión frente a aquello que tiene que ver con el uso, el diseño y formulación de las preguntas que conforman esas entrevistas, pues a preguntas como ¿qué es la calle? o ¿adónde vas cuando vas a la calle?, sin la introducción en un ambiente de conversación o sin establecer una relación previa con el niño entrevistado, se pueden obtener respuestas como: “la calle”, o “aquí”,13 situación que interfería en el fluir de las narraciones y opacaba la conversación; por ello hubo que permitir el contar de los niños como premisa, y formular preguntas que hicieran énfasis sobre todo en lo dicho por ellos, para desde allí profundizar. Con esto no quiero decir que la formulación de preguntas no sea vista como válida en el encuentro con los niños, sino que es necesario que estas se inmiscuyan en el relato del niño, y no que el relato sea determinado por estas.
De manera complementaria, se utilizó la cartografía como el medio para expresar y narrar los recorridos que los niños realizaban en la calle; para alentar el ejercicio, les narré cómo había sido mi recorrido desde la Universidad de Antioquia hasta el lugar donde ellos estaban, relatando cada detalle de lo que recordaba. El uso de esta técnica tuvo un papel relevante en la comunicación sobre lo que significaba y representaba la calle para ellos, pues por medio de estas representaciones gráficas del espacio los niños pudieron expresar las acciones que realizaban en diferentes lugares, los lugares cercanos por los que circulan, la periodicidad con la que salían de sus casas, los medios de los que se valieron para realizar los recorridos, el tiempo que pasaban en la calle, los desplazamientos más habituales, las características de los espacios transitados y las emociones que evocaban estos desplazamientos (imágenes 4, 5 y 6).
[...] Vea, esta es mi casa, entonces salgo, llego al colegio, después salgo voy pa’l parque… compro cosas… acá está la iglesia, entonces sigo derecho, ¿Usted conoce el Éxito vecino?, ¿Del parque? Entonces voy allá, ta ta, llego a Puerta del Norte y después otra vez me devuelvo pa´ la casa y después salgo y juego futbol.14
La cartografía logró ampliar el horizonte de la calle en relación a la infancia, aunque las narraciones de los niños seguían obedeciendo a referencias de lugares concretos fuera de casa, es decir, sitios determinados como iglesias, colegios, tiendas de barrio y centros comerciales a los que asistían con regularidad.15 Razón por la que las modificaciones de la propuesta inicial continuaban. De allí que, como estrategia para la recolección de información, decidí encontrarme con ellos cada semana en el mismo lugar, para disponerme a pasar una tarde juntos. En menos de lo que pensé estaba jugando con ellos “chucha cogida”, “boy”, “pañuelito”, haciendo “minisiguis” para ofrecer y vender, y practicando gimnasia, bailando, jugando futbol, montando en “gusanito”, haciendo faroles, además de lo que había planeado: charlar y vivir con los niños en la calle.
Esta situación trajo consigo mayores desafíos en la puesta en marcha de la investigación, sobre todo en lo que tuvo que ver con los asuntos metodológicos y éticos que se presentaron a la hora de llevar a cabo una investigación donde lo que decían los niños fue primordial.16 En algunos momentos me creí desorientada metodológicamente porque no estaba siguiendo los parámetros que en principio consideré ideales y precisos, pues luego de desistir de algunas técnicas de recolección de datos como la entrevista estructurada y hasta la cartografía, me sentí en un constante cuestionamiento acerca de si mis acciones con los niños eran adecuadas o estaban permitidas.
En ninguno de los referentes metodológicos encontrados se planteaba la posibilidad de la venta callejera o del paseo en “gusano” como medio para integrarme, conocer y relacionarme con los niños. Me cuestioné acerca de cómo ser lo menos estorbosa posible para ellos, y con ello permitirme conocerlos mejor, lo que llevó a preguntarme ¿qué espero de mi acto político-pedagógico-investigativo? y ¿desde dónde respondo en la interacción con los niños?
Cada vez que yo estaba presente me preguntaban “¿Qué vamos a jugar?”, lo cual me hacía sentir varias cosas: por un lado, que los niños están adaptados a recibir todo ya propuesto por el adulto, se encuentran en espera de que el adulto decida cómo se va a proceder; y por otro, también me sentí muchas veces como la inexperta en el campo del trato con niños en una práctica fuera de la escuela pues la dinámica del espacio propicia otros procesos distintos a los planeados, los recursos afuera implican otra disposición de lo que es una práctica educativa al no existir esa cierta certeza a la que nos habituamos en la cotidianidad de una práctica formal, desde las planeaciones y el olvido de materiales, hasta el conocimiento mismo del espacio, de los recorridos entre lugares, de la organización de la ciudad misma, que además es habitada también y especialmente por los niños, pero poco conocida, poco indagada por nosotros los que deseamos ser maestros.
De manera que invito a comprender el reconocimiento de la infancia y la niñez desde una perspectiva que no solo la aborde desde la protección, desde la dependencia, desde la sumisión del niño, desde su “incapacidad”, sino desde el reconocimiento de su propio ser, pensar y sentir. Para ello se hace necesario pensar a los niños no como inocentes, vulnerables, ni salvajes dañinos que requieren control (Ennew, 1993), sino como seres humanos capaces de actuar en el campo de lo personal, lo social y de lo público. El problema radica en si el adulto está dispuesto a escuchar la voz del niño y comprender su perspectiva como base de trasformación.
Resultados
El juego
De las narraciones de los niños, y apoyada en las observaciones realizadas en los primeros encuentros, pude percibir que las calles habilitadas para el acceso y juego de los niños son muy limitadas: pocas cuadras cerradas se disponen y en su mayoría solo hay andenes directos de las casas a las avenidas, los cuales no superan los dos metros de ancho, y por allí muchos sujetos caminan, improvisan puestos de venta ambulante o extensiones de mesas de algunos locales comerciales, estacionan motos y automóviles en general, duermen, ingieren alcohol y demás sustancias, y en medio de todo esto los niños intentan jugar.
Así, salir a la calle es más que una frase naturalizada. Previo al acto de salir, los niños han previsto muchas situaciones y realizado toda una gestión, y en muchos casos la construcción de un plan a seguir, por ejemplo, como ritual cuando los niños quieren jugar en la calle, se comienza por los gritos generalmente de uno o dos niños convocando a todos aquellos quienes puedan salir: “Saalgaan!”. Desde la ventana o el balcón los que están adentro dan aviso de si saldrán o no; quienes no salen es porque están castigados, está lloviendo o les da pereza.
Una vez que estamos reunidos frente a alguna casa, comenzamos a pensar en todas las actividades a realizar y cada quien hace su propuesta, entre las que se escuchan: “Juguemos futbol”, “Juguemos chucha cogida”, “Vamos al poli a montar bici”; así comienzan las discusiones y toma de decisiones: “A mí no me dejan ir”, “Mi hermanito no me deja jugar”, “Yo no puedo ir hasta allá”, “Yo no tengo bici”. Una vez puestos de acuerdo, comienza el juego, si en este juego se necesita escoger a alguno para que quede cogiendo, entonces un niño cualquiera, generalmente el mismo, canta.17 Así comenzamos a escoger a alguien a quién salvar, de uno en uno: “Yo salvo a…” y la última persona que se quedó sin salvar es la que coge, entonces a correr y no dejarse coger.18
Es casi el mismo protocolo para todas las actividades de juego en la calle: se convoca, se reúnen, se discute, se decide, se acciona. Aunque es preciso aclarar que no todas las prácticas de los niños en la calle están referidas al juego. En el caso de jugar algún deporte, se reúnen los niños hombres y con solo la propuesta llegan a la acción: “¿Saco el balón?” involucrándose después las niñas que quieran y cuyos cuidadores mayores les hayan permitido jugar. En todos los casos, cuando alguien llega a jugar en el momento o después de cantar la canción, se debe cantar de nuevo incluyendo al que llegó; si no se llega a un acuerdo como grupo acerca de qué se va a jugar, los que no están de acuerdo o no pueden, simplemente se alejan y de los que quedan alguien pregunta “¿Quién va a jugar?”; si el juego ya ha comenzado y el que llega es pequeño (menor de 8 años), generalmente pregunta: “Quién es el dueño del juego”, que indica pedir consentimiento para jugar; pero cuando el que llega es grande (mayor de 8 años) pregunta: “¿Qué juegan?”, completamente seguro de que puede y va a jugar.
El escenario anterior deja ver varias situaciones de fondo. Por un lado, se evidencia cómo ciertas actividades de juego son permitidas solamente a los niños, pues los adultos tienen una consideración muy fuerte de que las mujeres no son capaces de realizar ciertas actividades, que su debilidad no les permite llevar a cabo acciones que los hombres hacen con facilidad como, por ejemplo, jugar futbol, correr o saltar. Además, no solo por su supuesta debilidad sino porque socialmente no está bien visto que las niñas vestidas con falda y sandalias actúen igual que los niños: “Las niñas tienen que ser delicadas”. De modo que las prácticas sociales que surgen de esta concepción están cargadas de una violencia simbólica frente al género femenino en relación a la calle, que habilita solo ciertas actividades dispuestas y permitidas según cada género.
De este modo, la interacción en la que se ven involucrados los niños les permite realizar procesos socializadores distintos de acuerdo al género. Por su lado, las niñas realizan actividades de tipo artesanal, un poco más pasivas (elaboración de artículos para la venta, coreografías de baile, charlas donde se comparten información sacada de Internet, y toma de fotografías -selfìes-) mientras que los niños se sientan en cualquier lugar, visten de cualquier modo -siempre y cuando no sea un modo femenino- y están habilitados y hasta comprometidos por su mismo género a realizar con valentía cualquier actividad, por tanto, inconscientemente los adultos disponemos el mundo a los niños de determinada manera de acuerdo al género con que nazca el sujeto, y no de acuerdo al conocimiento y entendimiento de sus propios descubrimientos, intereses y experiencias.
El espacio
Asimismo, cuando el mismo grupo de niños quiere jugar futbol y no pueden hacerlo frente a su casa porque los vecinos se molestan y desean ir a un lugar diseñado para eso, deben seguir un protocolo: primero se debe alquilar una cancha de “futbol 5”, que es la cancha con dimensiones más pequeñas disponible, para lo que requiere contar con un mínimo de 10 compañeros de juego (con menos personas no alquilan el espacio). Debe reservar la cancha (véase imagen 7) con varios días de anticipación, vía telefónica al polideportivo del sector -o sea, no puede ser espontaneo el deseo de jugar-. Debe consignar 70,000 pesos colombianos a una cuenta destinada, para así permitir el alquiler del espacio (consignación que además solo puede hacer un adulto), y si logra realizar todo el proceso, puede acceder a jugar en la cancha por espacio de una hora.
Si el juego es reconocido desde un enfoque de derechos y estipulado en el Artículo 31 de la Convención Internacional19 sobre los Derechos de los Niños -que invita a los Estados Partes a “reconocer el derecho del niño al descanso y al esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes”20 y a velar por garantizar las condiciones necesarias para no vulnerar este derecho al niño-, entonces, ¿cuáles son las condiciones que permiten velar por el cumplimiento del derecho al juego? ¿puede el niño ser partícipe en el cumplimiento de sus derechos? ¿se está viendo la calle como un espacio para el desarrollo integral de los niños, para la formación de sujetos autónomos, democráticos y sociales? La realidad muestra un condicionamiento en el uso del espacio público, en el cual el niño “no puede jugar donde es posible jugar, sino en los sitios donde se debe jugar” (Tonucci, 2003, p. 56), coaccionándolo para hacer efectivo su derecho.
Debido a este tipo de situaciones, muchos niños no tienen contacto directo con la calle pues su acceso a ella se ve mediado por el ingreso a espacios cerrados y delimitados, por tanto, la significación de la misma varía dependiendo del lugar que el niño frecuente (casa de un amigo, antejardín de la casa, centro comercial); en consecuencia, muchos de los imaginarios que el niño teje alrededor de diferentes espacios son influenciados por vivencias y experiencias de terceros (padres y adultos en general) que condicionan las narraciones que los niños hacen de la calle.
Ahora bien, cuando el niño no logra vincularse con el lugar determinado bajo las normas que este le exige, piensa rápidamente iniciativas para dar solución a los inconvenientes que pueda traer este percance acudiendo a sus propias maneras de relacionarse con el espacio para proponer alternativas. Así, el juego para los niños no debería determinarse o limitase por el espacio condicionado para ello, sino por los intereses y deseos de jugar que tengan. Bien podemos observar cómo los niños juegan en cualquier espacio aunque este no esté dispuesto para ello. Esto se debe a que los niños son vistos como una minoría dentro del grupo de habitantes del sector, y como esta concepción delimita el espacio y lo habilita solo en ciertas condiciones para que los niños jueguen, se genera un efecto de alteración emocional en los niños pues en muchas ocasiones se ven impedidos por los adultos a hacer uso del único espacio que pueden tener para jugar o para relacionarse con sus amigos o realizar actividades varias. Pero también a que los espacios no se encuentran distribuidos teniendo en cuenta las necesidades de los niños sino las necesidades de estacionamiento, consumo y disfrute de los adultos. Por tanto, este que debería ser un espacio para el desarrollo de procesos socializadores por medio de relaciones interpersonales, toma de decisiones colectivas y autónomas, y construcción de ciudadanía,21 es un espacio diseñado, propuesto y ejecutado para suplir las necesidades de los adultos y no de los niños que lo habitan.
Las prácticas
La calle confiere y exige al niño la posibilidad de ser creador, no solo de acceder a los espacios condicionados para ellos o habilitados por nosotros para su tránsito en virtud del juego libre, sino que en conformidad con lo que presenta la calle. Para apropiarse de ella el niño reacomoda sus condiciones para el disfrute en la misma, por lo que desarrollan estrategias para poder jugar y otras maniobras para realizar prácticas además del juego (imagen 8).
Ya que el espacio se crea por acción y construcción constante del sujeto sobre su entorno, el niño significa este espacio en la medida que se relaciona con él y con todo lo allí presente, con lo que le ofrece o le impide, reinventando todo el tiempo el espacio mismo.
En muchos casos, las emociones de satisfacción que expresaban los niños frente a lo que hacen mientras juegan en la calle, tales como “Muy divertida para hacer la vuelta estrella… uno corre mucho por acá”,22 se pueden trasformar rápidamente en sentimientos de ira, de un momento a otro pasan de generar goce a ser causa de agresión e irrespeto. Las actitudes que para algunos de ellos pudieran generar empatía, como jugar a la “golosa” o montar bicicleta, fácilmente se convierten en motivo de falta para otro, lo que desencadena en muchas ocasiones que niños sean destinatarios de algún golpe de niñas, y molestias de los niños a las niñas con motivo de llamar su atención.
Los niños configuran sus prácticas en función de las trasformaciones espaciales presentes en su contexto, así, la relación entre la demanda del niño hacia el espacio está directamente relacionada con la configuración del espacio dispuesto para el niño. De esta manera se hace evidente cómo los espacios públicos, que se supone están en función de lo colectivo, se ven significados individualmente por el niño a medida que lo va explorando y realiza actividades en él, y este le permite relacionarse con otras personas por medio del juego, las conversaciones, los deportes, la recreación, las ventas, los desplazamientos y en general, de la cotidianidad del niño en la calle.
Este contexto muestra cómo el juego entre niños va más allá de una actividad o ronda tradicional y conocida por todos, como por ejemplo “la chucha” o la “golosa”, sino que el juego es una constante vivencia de situaciones contradictorias de exploración de emociones y sentimientos en relación con el espacio y de autocontrol sobre ellos. “Se trata, pues, de un juego continuo entre autonomía y reconocimiento, aprobación y gratificación” (Tonucci, 2003, p. 56) donde los niños reflexionan frente a la situación, exploran sus sentimientos, controlan o no sus emociones, generan hipótesis de posibles soluciones, discuten, se escuchan, expresan, deciden constantemente y reinterpretan situaciones para lograr disfrutar del lugar.
De igual manera, al configurarse en el orden de lo mercantil, la calle representa para los niños un espacio donde se desarrollan prácticas de consumo propias del lugar, es decir, por ser la calle, debe haber allí dónde comprar cosas. Es el caso de uno de los niños cuando comenta lo que hace en la calle: “Pues comprar… Todo tipo de cosas pa´ comprar como cebollas, hay yogures, papitas, hay de todo”;23 en este caso en particular, de acuerdo a la experiencia y acercamiento del niño con la calle, este le confiere el sentido de proporcionar cosas qué comprar, pues el objetivo de salir a la calle es ir a la tienda a adquirir alimentos, objetos o prendas.
De esta manera, ellos pueden ser los beneficiarios de los productos que allí se encuentran,24 al igual que algunos niños han venido construyendo la idea de producción para obtener ganancia. Desde sus propios intereses, con el objetivo de tener ganancia de esta acción y contar con algo de dinero, ellos han construido una representación de la calle como un lugar que permite prácticas mercantiles; ellos mismos ejemplifican una de las tantas transacciones económicas que se dan en la calle, específicamente en establecimientos comerciales, para producir, ofrecer, negociar y vender, en donde establecen reflexiones de índole economicista en las que analizan la ley de la demanda de los productos que ellos negocian. Situación que se da sin la necesidad de que la venta sea para cubrir necesidades urgentes, sino por el mero placer que produce el tener ganancia de una venta, además del sentimiento de independencia y superioridad frente al grupo.
Estas experiencias parecen ser necesarias para delimitar roles que determinan jerarquía y poder dentro del grupo: aquel que tenga dinero y pueda acceder sin problema a ciertos antojos es el más destacado dentro del grupo, a quien más respetan, y más autónomo es. Al parecer estas acciones se realizan con objetivos personales: de un lado, quien vende pareciera necesitar un reconocimiento o una identificación por parte del grupo con el que comparte, además de la confirmación de su identidad como líder; y por otro, existe una necesidad de disponer de dinero para la celebración de “fechas comercialmente importantes” que lleva a los niños a posicionarse en esa dinámica de comprador y vendedor, y crear estrategias para autónomamente adquirir dinero.
Esta realidad deja en evidencia que para lograr conocer el significado que el niño otorga a su experiencia en el espacio, resulta fundamental escucharlo, conocer sus perspectivas, analizar las representaciones construidas, entender los sentidos, además de las pautas o patrones sociales de las que se valió para pensar lo que pensó y actuar como actúo. Escucharlo siempre intentando actuar desde una postura observadora y crítica, relacionando lo que evidenció el niño en su relación con el entorno social y lo que relató de cómo él se relaciona con el espacio en que vive. Concebir el espacio como las construcciones urbanísticas ya determinadas “pero también los escenarios de encuentro colectivo y representación social, los espacios de las interrelaciones, las representaciones y las identidades” (Cardona, 2008, p. 40).
A modo de conclusión
En un análisis de los relatos, actividades y reflexiones de los niños frente a la calle, por medio de lo vivenciado que se volvió común entre los niños, lo dicho sobre la calle y lo hecho en ella, se puede concluir que:
La forma en que los niños construyeron significados y la manera en que estos son la base de las estructuras sociales, no son más que significados compartidos y, como tales, componen la estructura que afecta al individuo.
Los niños configuran, significan y se apropian de la calle teniendo en cuenta las máximas allí presentes, pero ajustándolas a sus necesidades, por cuanto sus narraciones dan cuenta de las observaciones, situaciones, sentimientos, actividades y prácticas que ellos realizan en la calle, evidenciando una especie de subcultura infantil determinada por actos de los propios niños en un determinado espacio. Así se convierten los niños en parte de una microsociedad que necesita traducción -aunque no debería- para ser comprendida por los adultos, pues parece que los adultos sufrieran de una cierta sordera que les impide enterarse de lo que piensan sus niños.
Las ideas de los niños no son puro reflejo de las de los adultos, sino que cada niño realiza una reconstrucción propia con los distintos elementos que encuentra a su alrededor para configurar el mundo desde sus intereses propios; prueba de ello es la interacción cotidiana del niño con el espacio, con la calle, donde responde por sí mismo y por sus actos frente a una sociedad que se resiste a escucharlo.
Pese a las trasformaciones y esfuerzos gubernamentales por disponer espacios para los niños, a baja escala sigue existiendo un problema de infraestructura de las calles, cuadras, parques pequeños y demás espacios diseñados para los niños.
La calle también puede representar una institución, pues modela, condiciona y regula con un imaginario de deber ser en el espacio público. Por ello, pensar la calle con los niños es un ejercicio de ciudadanía y participación que permite apreciar las maneras de habitar el espacio, pero también los ideales que se ponen en juego en relación con lo que se quisiera que fuera la calle y a lo que se espera que fuera un niño que la habita, asunto de vital importancia, pero que requiere llevar a cabo estrategias alternativas de aprendizaje que reivindiquen este espacio como válido y posibilitador de formación de los niños.
En tanto la calle se presenta como lugar de exploración y acercamiento directo de la infancia con el mundo y con la realidad circundante, esta misma es un espacio de cooperación y configuración colectiva, es decir un co-laboratorio25 donde pueden intervenir muchos actores de la sociedad. Lo cual posibilita ampliar la mirada profesional, el campo de acción del maestro y, en consecuencia, el rol del pedagogo infantil. Por tanto considero pertinente para la formación de maestros en la facultad de educación, ampliar los espacios de práctica pedagógica ofrecidos a espacios alternativos no institucionalizados.
Existen tantas maneras de trasformar los modos de educar, como reflexiones frente a la realidad.
Para finalizar, con este artículo pretendo abrir la discusión frente a los sentidos que los niños le otorgan a la calle, ya que esta posibilita el encuentro del sujeto con la sociedad en general, formando parte estructural de la configuración de la misma, por tanto, como maestros es importante ampliar la mirada frente a los diversos espacios donde están presentes los niños, así como nuestro campo de acción, de modo que podamos resignificar nuestras prácticas docentes fuera del aula.