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Revista mexicana de trastornos alimentarios

versión On-line ISSN 2007-1523

Rev. Mex. de trastor. aliment vol.10 no.2 Tlalnepantla jul./dic. 2019  Epub 14-Mar-2022

https://doi.org/10.22201/fesi.20071523e.2019.2.559 

Revisión

Situación actual de la alimentación e intervención social en México: una revisión crítica

Current situation of feeding and social intervention in Mexico: A critical review

Azucena Ojeda Sáncheza  b 

Caridad Rangel Yepezb 

Cecilia Mecalco Herrerab 

a Carrera de Médico Cirujano, Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México

b Programa Universidad Saludable, Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México


Resumen

Dado que las condiciones socioeconómicas y políticas influyen en el comportamiento alimentario, ha incrementado el número de estudios e intervenciones desarrolladas en México, en donde existe una larga historia de implementación de políticas y programas institucionales dirigidos a la malnutrición. Bajo este contexto, el propósito del presente estudio documental fue analizar la situación actual de las intervenciones alimentarias implementadas en México, con énfasis en las acciones de las instituciones universitarias. La búsqueda se realizó en las bases SciELO, Elsevier y Latindex, enfocándose en la producción editorial de la última década. Resultó notorio que las políticas y estrategias intersectoriales para atender la malnutrición están distantes de las intervenciones locales, y sin evaluación de su impacto. Los abordajes biomédicos tienden a ser individualistas y prescriptivos-normativos; mientras que los sociales, que parten de “educar en salud”, supone estrategias esencialmente informativas. En cuanto a los estudios enfocados en jóvenes estudiantes universitarios, predominan las aproximaciones exploratorias y descriptivas, quedando de lado los abordajes de promoción de la salud. En general, los esfuerzos realizados se han operado de manera aislada, con predominio del enfoque curativo-informativo más que preventivo y de promoción de la salud. Por tanto, en vistas de enriquecer la comprensión del fenómeno alimentario, resulta apremiante retomar los enfoques socioculturales.

Palabras clave: Intervención; Prevención; Educación para la salud; Seguridad alimentaria; Subjetividad

Abstract

Adequate feeding is essential in maintaining a population healthy and with a quality of life. Social and economic conditions, as well as government policies, have an effect on eating habits worldwide. Mexico has a long history of implementing policies, as well as institutional programs, aimed at fighting hunger. Therefore, there has been an increase in the number of studies and interventions in Mexico. This paper describes current conditions of feeding interventions carried out in Mexico, specifically by universities. A systematic review of scientific articles was carried out in electronic platforms Scielo, Elsevier and Latindex with emphasis on 10 most recent years. Intersectoral policies and strategies focused on solving malnutrition are distant from local interventions and without an evaluation of its effects. Biomedical projects tend to focus on the individual and are prescriptive-normative. Social projects are informative with the objective on educating about health. On the other hand, Mexican universities mainly carry out exploratory and descriptive research and are limited in the promotion of healthy. Different sectors have carried out isolated efforts. A curative approach predominates over prevention and health promotion. Sociocultural approaches can enrich complexity and focalization.

Keywords: Intervention; Prevention; Health Education; Food safety; Subjectivity

Introducción

La alimentación es una aliada imprescindible para mejorar la calidad de vida y, ante los patrones actuales de morbilidad y mortalidad en el mundo, foco de un creciente interés para la salud pública (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación [FAO, por sus siglas en inglés], 2014). Dado el panorama epidemiológico de los países en desarrollo, con una alta prevalencia de enfermedades crónicas no transmisibles, se han emitido recomendaciones internacionales para diseñar estrategias eficaces de intervención (Galicia, López, Harding, De-Regil y Grajeda, 2016; Rivera 2007). Interés que está atravesado por un riesgo económico por los gastos que genera la atención de dichas enfermedades, así la alimentación saludable es rentable. Las recientes crisis alimentarias y financieras han llevado a los gobiernos a reconocer a la seguridad alimentaria y nutricional como elemento central de la estabilidad política y desarrollo socioeconómico, pues el hambre y la malnutrición reflejan el nivel de injusticia y de desigualdad de un país. Organismos internacionales, como el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial y la Asociación Mundial de Salud Pública y Nutrición, han promovido políticas e iniciativas a gran escala orientadas a la reducción de la malnutrición (FAO, 2011); ¿Pero son éstas efectivas a nivel local?

La alimentación es un fenómeno sociocultural complejo, al que Mauss (1950) definió como un hecho social total, de modo que las prácticas alimentarias (qué, cómo, cuándo y con quiénes comer) son reflejo de las condiciones históricas que caracterizan a las sociedades modernas, a las que les subyace una trama compleja de relaciones y simbolizaciones (Bertran, 2015; Franco, 2010), en donde la inmediatez, la saturación y el hedonismo marcan las formas de vida (Appadurai, 2001; Bauman, 2007; Lipovetzky, 2007; Mennell, Murcott y Otterloo, 1992). Por tanto, la alimentación no es un mero hecho biológico, sino también un asunto biopolítico. Bajo este contexto, Agamben (1998) advierte que la cultura alimentaria capitalista es ejemplo de “los modos concretos en los que el poder llega a penetrar en los cuerpos y formas de vida de los sujetos” (p. 5).

Desde los años noventa, en América Latina se han venido reconociendo tres factores determinantes de los problemas de malnutrición: 1) la seguridad alimentaria, que implica la disponibilidad y el acceso a los alimentos; 2) el control-prevención de enfermedades a partir de la disponibilidad y la accesibilidad de los servicios de salud; y 3) el cuidado adecuado, que implica que la población adquiera control sobre su salud y cuide de sí (Muñoz, 2009). En consonancia con ello, Sánchez-Griñán (1998) menciona que las recomendaciones internacionales apuntaron a cuatro estrategias sociales: a) promover la información, la educación y la comunicación; b) incentivar la participación social; c) gestionar la movilización de los recursos locales; y d) fortalecer los sistemas de análisis, evaluación e investigación. Han pasado casi tres décadas y se esperaría que la articulación de estas estrategias hubiera impactado a las poblaciones.

En México, la Norma Oficial Mexicana NOM-043-SSA2-2012 brinda una definición más integral de la alimentación, como: “…el conjunto de procesos biológicos, psicológicos y sociológicos relacionados con la ingestión de alimentos, mediante el cual el organismo obtiene del medio los nutrimentos que necesita, así como las satisfacciones intelectuales, emocionales, estéticas y socioculturales que son indispensables para la vida humana plena” (Secretaría de Gobernación, 2013). Definición que rebasa la noción de la alimentación como un acto mecánico, sino más aún, constituye un derecho que se respalda en la soberanía alimentaria, y contempla el “no padecer hambre”. Por tanto, la alimentación se ve atravesada por un marco jurídico internacional que guía las políticas públicas y las estrategias nacionales. No obstante, como advierten Rivera, López, Alfaro y González (2015), dicho marco también debiera contemplar el no padecer sobrepeso u obesidad.

Bajo este contexto, cabe interrogar ¿Cómo se ha pensado y qué se ha hecho en el campo de la alimentación? ¿Cómo se ha intervenido en México y mediante qué estrategias? y, por último, ¿Qué propuestas se han generado desde las universidades? Dado que México, al igual que otros países en desarrollo, atraviesa por una transición alimentaria que implica no solo cambios alimentarios, sino también procesos multifactoriales que afectan los comportamientos colectivos, cuya tendencia es la industrialización y el consumismo (López y Carmona, 2005; Ibarra, 2016), es urgente realizar investigación-intervención hacia acciones transformadoras. Así, esta revisión narrativa pretende brindar un panorama general de las respuestas desde distintos actores sociales, aunque con especial interés en aquéllas dirigidas a la población juvenil universitaria.

Para el fin, se realizó una revisión de la literatura científica en materia de alimentación, salud e intervenciones sociales en México. Con énfasis en los últimos 10 años (2008-2018), la búsqueda de las fuentes documentales se llevó a cabo en las bases electrónicas SciELO, Elsevier y Latindex, Elegidas éstas porque el interés de este estudio estaba en el conocimiento desarrollado en México y, por ende, era pertinente considerar bases de datos que potenciaran la visibilidad de los estudios gestados en países en desarrollo, a partir de políticas editoriales de acceso abierto al conocimiento. Fueron identificados 66 artículos que respondían a las preguntas de investigación planteadas, mismos que fueron sometidos al análisis de su contenido.

En apego a lo sugerido por Ramos, Ramos y Romero (2003), para sistematizar el análisis primero se elaboró un resumen de cada artículo, después se les agrupó según contenidos, para posteriormente proceder a identificar los enfoques, los aspectos relevantes, así como las controversias y las aproximaciones metodológicas. De esta forma, el presente trabajo desarrolla cuatro perspectivas: Políticas públicas y programas nacionales, donde se plantea la alimentación como un asunto de Estado, y da cuenta de los cambios en la producción y la distribución de alimentos; Estudios antropológicos sobre alimentación, centrados en la formación de hábitos y de costumbres alimentarias específicas a la cultura mexicana; Intervenciones alimentarias biomédicas y psicosociales, que muestran los abordajes dominantes realizados en poblaciones mexicanas; y Modelos predominantes de investigación-intervención social en universidades, porque si bien no parece ser un sector prioritario para las políticas en salud, es clave para las condiciones de transformación hacia una vida colectiva más saludable.

Políticas públicas y programas nacionales

Desde la segunda década del siglo XX a la fecha, en México se han desarrollado distintas políticas y programas nacionales dirigidos a disminuir la desnutrición por razones económicas. Barquera, Rivera y Gasca (2001) indican que tales estrategias iniciaron como asistenciales, hasta llegar a programas integrales de coordinación intersectorial. Dirigidos a poblaciones vulnerables (e.g., ámbito rural, indígenas, niños, mujeres embarazadas, adultos mayores), principalmente a través de la transferencia de ingreso (dotación de alimentos) y, en algunos casos, incluyendo un componente educativo. Los programas más importantes han sido implementados por parte de la Secretaría de Salud (Vigilancia de la nutrición y crecimiento del niño, Alimentación y Actividad Física) y del Instituto Mexicano del Seguro Social (e.g., IMSS-Coplamar, IMSS-Solidaridad, IMSS-Progresa), cuyo propósito era mejorar la salud y proteger a grupos vulnerables, a partir de monitoreo y vigilancia de la salud, orientación y educación en alimentación.

En la historia reciente, el Gobierno de México ha desarrollado un gran número de políticas y programas de nutrición para contribuir al mejoramiento nutricional en el país. Esto ha incluido políticas de precios de alimentos, subsidios a la producción y al consumo de alimentos, venta al menudeo de alimentos básicos subsidiados, así como programas de distribución de desayunos escolares, despensas y canastas de alimentos. La ayuda alimentaria directa ha tenido como principal objetivo complementar la dieta o mejorar la nutrición de ciertos grupos, generalmente dirigido a mujeres embarazadas y niños pequeños. Tal contribución cada vez proviene menos de organismos internacionales, pero con frecuencia los programas son ajenos a la cultura alimentaria del país (Rivera, 2007).

La implementación más reciente fue el Programa Nacional México Sin Hambre 2014-2018 (Secretaría de Gobernación, 2014). Sin embargo, según resultados del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL, 2016), en sus distintas etapas y procesos, dicho programa ha mostrado ser ineficaz. Adicionalmente, de acuerdo con un estudio dado a conocer por la Organización de las Naciones Unidas (citado en Xinhua, 2018), la malnutrición en México está costando cada año 28,800 millones de dólares, lo que representa una pérdida neta del 2.3% del producto interno bruto anual. Indicador económico que evidencia la inconsistencia de dicho programa.

De hecho, como refieren Calderón et al. (2017), se han fundamentado inconsistencias en estos programas. Se ha mencionado que su impacto no ha sido suficientemente documentado, aunado a que presentan diversos inconvenientes, como son: confusión de objetivos, problemas en el diseño, falta de focalización, mala planeación y ejecución, lo que, según algunos autores, diluye las políticas en procesos inacabados y poco sistemáticos, con multiplicidad y superposición de programas (Barquera et al., 2001; Rivera, 2007). Y, como consecuencia, la economía del país se ve afectada por este tipo de programas mal diseñados (De la Cruz, 2013). Por tanto, destaca la necesidad de diseñar y planificar programas que incrementen su efectividad en la implementación (Rivera, Cuevas, González, Shamah y García, 2013), pues se ha comprobado que no alcanzan los resultados esperados. En la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2012 (ENSANUT) se reportó una disminución de la desnutrición infantil (Gutiérrez, Rivera, Shamah, Oropeza y Hernández, 2012); sin embargo, García-Parra et al. (2015) señalan que, a nivel regional, el Programa de Desarrollo Humano Oportunidades logró un impacto muy limitado en tal disminución.

Dado que el establecimiento de reglas claras es indispensable para diseñar e implementar políticas públicas orientadas a la solución de los problemas alimentarios, en la legislación mexicana son necesarios diversos ajustes que definan claramente una política alimentaria, pues el Estado no tiene dependencias ni programas exclusivos, sino programas aislados en diversas dependencias que, a su vez, deben atender otros problemas públicos, como son vivienda, educación, fomento de actividades agropecuarias y pesqueras, como es en el caso de la Secretaría de Desarrollo Social. Sin embargo, como López y Gallardo (2014) advirtieron, ello impide focalizar los esfuerzos en los asuntos de seguridad y soberanía alimentaria del país.

Con respecto a los resultados de dichas políticas alimentarias, en las que se contempla “un componente educativo”, ha prevalecido un enfoque simplista y reduccionista de los procesos pedagógicos. Incluso es de destacar que en los artículos revisados no se definen ni describen los métodos implementados para “educar” a poblaciones vulnerables. Al parecer, dicha acción se ha centrado en informar sobre riesgos, y hacer recomendaciones sobre alimentos/productos y porciones. No obstante, la educación implica desarrollar en las personas facultades que les permitan, en un marco de información confiable, tomar decisiones y ejercer su autonomía para asumir el poder sobre su salud y su vida. Al respecto, desde la organización de la sociedad civil, en México se ha venido dando un fenómeno denominado Alianza por la Salud Alimentaria (https://alianzasalud.org.mx), conformada por asociaciones civiles y profesionistas preocupados por la epidemia de sobrepeso y obesidad, a través del cual se busca incidir en políticas integrales y justas, al promover acciones colectivas transformadoras.

Estudios antropológicos sobre alimentación

En el lado anverso de las políticas públicas están las formas culturales y sociales que subyacen a la alimentación. De ahí que la antropología haya entrado a la discusión de un dominio que se consideraba inminentemente biológico, como es la nutrición, para mostrar que los procesos sociales y culturales juegan un papel determinante en las prácticas del comer (Fausto, Valdez, Aldrete y López, 2006; Tobar, Vásquez, y Bautista, 2008). La primera ruptura epistemológica se suscitó al reconocer la limitada concepción que se tenía del concepto hábitos alimentarios, pues éste no puede acotarse a la mera repetición de actos, sino que debe abarcar tanto los usos, las cualidades y los significados que caracterizan al sistema alimentario de un determinado grupo social (Contreras y Gracia, 2005; Meléndez , Cañez de la Fuente, y Frías, 2010), como también a las formas de consumo, pues éstas, por ejemplo, pueden hacer alusión a la diferenciación social (De Garine, 1987; Castellanos y Gordillo, 2010 ) y, por ende, constituir un hecho de conciencia y de poder en relación con otros.

El interés de la antropología en este campo no es reciente. De hecho, existen distintas líneas de investigación basadas en la antropología médica, la cual busca identificar los saberes tradicionales frente a las prácticas terapéuticas, en donde confluye la alimentación como eje central de los procesos de salud-enfermedad (Castro, 2007; Coria, 2014); en la antropología de la alimentación, que profundiza en las significaciones de la comida y otros procesos locales/globales (Bertran, 2010; Cárdenas, 2014), la relación entre el género y los procesos simbólicos en las prácticas alimentarias (Pérez y Díez-Urdanivia, 2007), en el vínculo entre cuerpo, imagen corporal y saberes alimentarios (Pérez-Gil, Paz y Romero, 2011), en el reconocimiento del espacio público y la comida (García, 2011), en la transnacionalidad, la globalización y el regionalismo de la gastronomía (Ayora, 2017; Bertran, 2017); y, de manera más reciente, con la antropología de los sentidos (Howes, 2014), cuyo objeto de estudio apunta a la sensibilidad sensorial (e.g., oído, olfato, tacto, gusto, vista) ligada a las construcciones culturales y simbólicas que determinan las formas colectivas de alimentación (Mazzetto, 2017), por solo mencionar algunas perspectivas.

En México, la antropología ha estudiado a la alimentación desde principios del siglo XX. De acuerdo con la revisión histórica realizada por Bertran (2010), fue Manuel Gamio quien realizó el primer estudio sobre alimentación en indígenas, el cual visibilizó las condiciones en que se alimentaban y su relación con la pobreza. Posteriormente, en los años cuarenta y cincuenta, la alimentación estaba enmarcada en el paradigma del desarrollo; en los sesenta se planteaba que la dieta indígena estaba determinada por la estructura económica, y aparecen las primeras nociones acerca del “valor simbólico” de los alimentos, mismas que se fortalecieron en las dos décadas siguientes. Esto posibilitó que en la Universidad Nacional Autónoma de México se creara el seminario interdisciplinario La Alimentación del Futuro, en donde se fundamentó la importancia cultural de la comida. Finalmente, en los últimos veinte años del siglo, se llevaron a cabo algunas tesis de grado sobre diferentes vertientes de la alimentación, como: salud, consumo, migración, rituales, festividades, etc.

Desde el ámbito de la salud, enfermedades crónicas como la diabetes mellitus han obligado a la búsqueda de explicaciones sobre las dificultades en el comportamiento alimentario de los pacientes. Un estudios realizado en Nuevo León mostró la paradoja de seguir la dieta, pues al tiempo que reconocen la labor de nutriólogos, resulta casi imposible apegarse a las prescripciones y prohibiciones de ciertas porciones, por lo que la dieta se sigue como una imposición corporal, familiar y económica (Castro, 2007), mientras que otro estudio realizado en Jalisco refiere las discrepancias en las representaciones sociales sobre el padecimiento entre el personal de salud y los enfermos, si bien los pacientes reconocen la labor de médicos les hacen caso más a nutriólogos por el tipo de vínculo que generan y las formas de intervenir como pláticas o club nutricionales aunque no se traduzca en cambios alimentarios (Torres-López, Sandoval-Díaz y Pando-Moreno, 2005). Ambos estudios coinciden en que se requiere una comprensión más integral sobre el padecimiento que rebase la visión biomédica, dado que el cambio alimentario implica una ruptura cultural y un proceso de reapropiación simbólica.

En este sentido, el estudio del vínculo entre cuerpo, imagen corporal y saberes alimentarios de niños oaxaqueños, realizado por Pérez-Gil et al. (2011), representa una importante contribución para entender el papel determinante de las representaciones sociales y simbólicas en la conformación de la autopercepción corporal. También en cuanto a la comprensión de las formas en cómo las comunidades rurales, específicamente niñas y niños, asimilan y resisten a la interiorización de los ideales estéticos y los estereotipos de género dictados por los medios de comunicación, lo que sobrepasa las acciones hegemónicas de la nutriología clínica. En la Ciudad de México, Théodore, Bonvecchio, Blanco y Carreto (2011) efectuaron otro estudio, también con niños y niñas, con el propósito de indagar sobre las representaciones sociales de la alimentación en la escuela, e identificaron tres principales concepciones: 1) comida chatarra vs comida casera, 2) valoración de la fruta, y 3) función placentera de la comida escolar. Los resultados mostraron el papel de los “distintos saberes” y de la “negociación” de los significados en la producción de posibles cambios en los niños para mejorar su alimentación escolar.

Pero además de procesos simbólicos, aparecen otros fenómenos que confluyen en las decisiones personales y colectivas acerca de los alimentos. Tal es el caso del “taco callejero” (el que se comercializa y consume en la vía púbica) que, en tanto emblema cultural e identitario del país, condensa distintos procesos históricos, económicos y socio-espaciales. Su venta puede entenderse históricamente como una actividad que “llena los huecos” de la distribución alimentaria y, siguiendo a García (2011), además constituye un dispositivo social que refleja el desarraigo familiar, una estrategia de supervivencia a la economía precaria y una práctica de subalimentación que, aunque sea fragmentada, representa un gesto de la unidad familiar. Así, la “etnografía del taco” revela desigualdades sociales y evidencia la compleja articulación entre lo macro y microsocial, en donde los protagonistas son la comida, el hambre-antojo y el espacio público.

Aunque en México los estudios antropológicos se vienen incrementando, existen vertientes de la alimentación poco estudiadas a considerar en líneas futuras de investigación. Pérez y Díez-Urdanivia (2007) han abordado una perspectiva central y, sin embargo, poco estudiada: el género. Perspectiva que fue hasta mediados de los años ochenta que se incorporó a la comprensión de las prácticas, las costumbres y los significados alimentarios. Desde el ámbito antropológico, el uso de la categoría de análisis género implica el introducir la pregunta del acto del comer en el proceso alimentario familiar (e.g., decisión, provisión, adquisición, preparación y distribución de los alimentos). En éste la experiencia de las mujeres es fundamental, dado su lugar culturalmente asignado como “cuidadora de otros”, e inicia, por ejemplo, desde la decisión diferenciada de dar más leche materna a los hijos varones que a las hijas mujeres, suceso que se extiende a las formas de producir y distribuir los alimentos. Sin embargo, pese a su relevancia, en la presente realizada no se identificaron otras líneas de investigación sobre alimentación y género, de ahí la imperiosa necesidad de ampliar su análisis.

Hasta este punto se han mencionado algunas aproximaciones antropológicas que, para el caso de la alimentación, fundamentan la vinculación entre lo local y lo global, entre la tradición y la modernidad, y entre el “patrimonio gastronómico” y la “nueva colonialidad”. No obstante, en México el enfoque predominante sobre alimentación se ha centrado en su dimensión biológica y de prevención de enfermedades.

Intervenciones alimentarias biomédicas y psicosociales

Las ciencias biomédicas constituyen el campo dominante en materia de conocimientos sobre la alimentación más valorados por la sociedad. La medicina, con una larga trayectoria de incidencia sobre la salud pública, y la nutrición, como una ciencia más joven que se sustenta en la epidemiología nutricional, ambas disciplinas han centrado sus esfuerzos en realizar estudios, emitir recomendaciones y proponer programas. Tradicionalmente, la fuente de información más importante acerca del estado nutricional y alimentario de la población son las encuestas, las cuales se enmarcan en evaluaciones periódicas de muestras representativas de un municipio, ciudad, estado, región o del país. Por lo general se registran algunos datos socioeconómicos, de alimentación familiar e indicadores del estado nutricional, esto último principalmente en cuanto a los grupos definidos como más vulnerables (e.g., niños preescolares). En México, la gran mayoría de las encuestas nacionales las ha realizado el Instituto Nacional de Nutrición “Salvador Zubirán” ([INNSZ]; Rivera, 2007).

La guía alimentaria es otra herramienta ampliamente utilizada por los profesionales de la salud (e.g., médicos/as, enfermeras/os, nutricionistas). Desde hace más de 40 años, México cuenta con recomendaciones nutrimentales específicas para su población, las cuales han sido diseñadas −y revisadas periódicamente− por el INNSZ y otras instituciones. En general, las recomendaciones mexicanas definen que la “dieta correcta” se caracteriza por ser completa, equilibrada, inocua, suficiente, variada y adecuada; en tanto que el Plato del Bien Comer constituye la base de las recomendaciones, por ser la más clara en su interpretación y plasmar criterios generales de orientación (Casanueva, Kaufer, Pérez y Arroyo, 2008). Esta guía ilustra con imágenes los tres grupos generales de alimentos, así como su deseable combinación en la dieta: 1. Verduras y frutas, 2. Cereales, y 3. Leguminosas y alimentos de origen animal (Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera, 2019). No obstante, la tendencia actual dicta incluir otros aspectos relativos al estilo de vida, como son la realización de actividad física y el consumo de líquidos con bajo contenido de azúcar (Altamirano, Cordero, Moreno, Arias y Macedo, 2017). Otras recomendaciones son la convivencia familiar, el moderado consumo de sal, la importancia de la lactancia materna y control en el consumo de alcohol (Altamirano, Cordero, Macedo, Márquez y Vizmanos, 2015).

Ahora bien, entre las limitaciones generales de las guías alimentarias mexicanas, se señala que están descontextualizadas de las regiones, la cultura alimentaria y la economía familiar (Bertran, 2015; Altamirano, Cordero, Moreno, Arias, y Macedo, 2017). Y, sin duda, para garantizar la salud son principios esenciales garantizar no solo la disponibilidad y la accesibilidad de los productos, sino también de los servicios de atención primaria que brinden orientación a la población. Por ende, en sí misma una guía no garantiza la alimentación saludable.

Por otro lado, las intervenciones clínicas parten del supuesto básico de la adherencia terapéutica. Ésta puede definirse como la medida en que el paciente asume y adopta las normas o las recomendaciones del profesional sanitario, tanto en el caso de los hábitos de vida, como del tratamiento farmacológico prescrito (Altamirano et al., 2015). El abordaje clínico que realizan los profesionales sanitarios, especialmente de las áreas médica y nutricional, que supone lograr objetivos terapéuticos y evitar o aminorar las complicaciones asociadas a la enfermedad, están inevitablemente supeditados a la adherencia terapéutica de cada paciente. Situación que ha representado distintos retos, si se toma en cuenta que la falta de adherencia se sitúa entre 30-51% en los pacientes con diabetes mellitus tipo 2 que toman antidiabéticos orales, y de cerca del 25% en los pacientes insulinizados (Orozco-Beltrán et al., 2016).

Estas intervenciones biomédicas actúan cuando ya apareció un problema de salud, por lo que su énfasis es biologicista e individualista. Parten del supuesto de que el sobrepeso, la obesidad e inactividad física son fundamentalmente problemas conductuales y, para combatirlos, deben inducirse cambios específicos en los hábitos alimentarios y la actividad física. Por tanto, entre las estrategias de intervención más comunes está el informar de los beneficios de una alimentación sana, se instruye a partir de la relación causa-efecto, que se usa diariamente en la ejecución automática de tareas y, en este caso, el resultado ha sido pobre (Schnel, 2014).

En el plano de las intervenciones clínicas destacan las conductuales. Su abordaje implica la valoración de conductas, establecimiento de metas, aumento de concienciación, superación de barreras, gestión del estrés, reestructuración cognitiva, prevención de recaídas y provisión de apoyo a través de la entrevista motivacional Córdoba et al, 2012). Sin embargo, la United States Preventive Services Task Force declaró la inexistencia de evidencia suficiente para hacer una recomendación, a favor o en contra, de que las intervenciones conductuales promuevan la adopción de una alimentación saludable, por lo que su efecto en la atención primaria resulta aún incierto (USPSTF, 2003). Al respecto, una de las principales críticas a estos abordajes clínicos es la presuposición de que trabajan con un sujeto “racional” que analiza, toma decisiones y actúa de manera perfectible Chapela, 2010). Es innegable que estos esfuerzos son importantes, no obstante, las principales limitaciones es que operan bajo supuestos racionales y mecanicistas. Cuando en realidad también participan procesos racionales, emotivos, inconscientes, volitivos, motivacionales, ideológicos y reflexivos en la vida de las personas, en su calidad de vida, y en la relación dada entre cuerpo y entorno social.

Por otro lado, dado que la elevada morbilidad y mortalidad relacionada con las enfermedades crónico-degenerativas demanda acciones curativas costosas, actualmente muchos países han replanteado sus políticas de salud, con miras a dar mayor prioridad a las acciones preventivas y de salud colectiva (Chapela, 2010; Casallas, 2017). No obstante, para que el cambio en las políticas muestre efectos, se requiere apostar por la atención primaria, dando mayor impulso a la medicina preventiva, a través del reforzamiento de acciones al primer nivel de atención (Rivera, 2007; Martínez, Astiasarán y Madrigal, 2012). Y una de las principales herramientas de la prevención es la educación para la salud. La educación tiene un ámbito diverso, abarca aspectos como la promoción de una alimentación sana y equilibrada, una vivienda higiénica y funcional, fomento de la actividad física, acceso a fuentes de recreación, práctica del descanso reparador, así como ampliación de cultura sobre la salud (Rivera, 2007). Si bien la Organización Mundial de la Salud OMS, 2003) establece la recomendación sobre cantidades de energía y nutrientes diarios, de acuerdo a grupos de edad, sexo y actividad física, Rivera (2007) advierte que la educación para una correcta alimentación es algo más que la consecución del equilibrio nutritivo y, por tanto, ha de contemplar también los aspectos sociales y culturales que forman parte de ella.

Es importante destacar que la educación nutricional tiene dos aproximaciones. Por un lado, la educación sobre la nutrición (tradicionalmente basada en la transmisión de información) y la educación en la nutrición (orientada a la acción), entendiéndola como “actividades de aprendizaje cuyo objeto es facilitar la adopción voluntaria de comportamientos alimentarios y de otro tipo relacionados con la nutrición que fomentan la salud y el bienestar” (FAO, 2011). Este enfoque se centra en las personas, en su contexto social y en sus estilos de vida. Parte de una metodología basada en la acción y, entre sus estrategias, están el marketing social, la comunicación para el cambio de comportamiento, la nutrición comunitaria y la promoción de la salud.

De acuerdo a la revisión se encontró que, en tanto intervenciones sociales, la nutrición comunitaria ha cobrado fuerza. Ésta se define como el conjunto de actividades vinculadas a la salud pública que, dentro del marco de la nutrición aplicada, se desarrollan con un enfoque participativo de la comunidad para potenciar y mejorar su estado nutricional (Organización Panamericana de la Salud [OPS], 2002). Entre sus funciones están: 1) Identificar y evaluar problemas nutricionales de la población, con énfasis en grupos de riesgo; 2) Asesorar en nutrición desde las políticas de salud pública; 3) Diseñar, desarrollar y evaluar programas en nutrición hacia actividades comunitarias; 4) Realizar programas de educación nutricional en escuelas y población general; 5) Elaborar material educativo y de apoyo a actividades de promoción de la salud; 6) Contribuir a iniciativas de medios de comunicación sobre dieta y salud; 7) Negociar cambios en la industria alimentaria; 8) Facilitar información a profesionales de salud; y 9) Asesorar y colaborar con instituciones que lleven actividades de alimentación y nutrición colectivas

Sin embargo, en México predomina la educación en nutrición informativa, más que la orientada a la acción. A partir de estos hallazgos, se han propuesto recomendaciones para implementar políticas alimentarias en México (Rivera, 2007), cuyas principales bases sean: 1) Que los conceptos permitan mejorar la alimentación de la población, por lo que deben ser claros, simples y prácticos; 2) Los mensajes deben ser reiterados, cuidadosos y únicos, para que no incurran en contradicciones y confusiones, por lo que deben ser adaptados a cada zona y estación del año, pues la disponibilidad de alimentos difiere según la región y la época; 3) La temática debe centrarse en la alimentación y sus aspectos cotidianos; 4) Es preciso cambiar algunos hábitos, pero otros deben reforzarse; 5) Es fundamental reglamentar la publicidad mentirosa o exagerada, que puede representar un enemigo de la sociedad; 6) Es necesario que las demandas alimentarias creadas se sustenten en el abastecimiento oportuno de los productos y de su acceso; y 7) Debe propiciarse la participación activa de la comunidad en la planificación de programas alimentarios, para evitar esquemas pasivos que consideran al público solo como receptor.

Modelos predominantes de investigación-intervención social en universidades mexicanas

Como ya se mencionó, en México las políticas públicas han priorizado en sus programas y acciones a las poblaciones vulnerables, como son los escolares de nivel básico. El Programa de Acción Específico 2007-2012 Escuela y Salud, de la Secretaría de Salud (2009), incidió en entornos escolares para fortalecer e integrar acciones de promoción de la salud, prevención y control de enfermedades, como el sobrepeso y la obesidad en niños, a través de un abordaje de alimentación saludable. En este sentido, diversos estudios se han centrado en niños, analizando la asociación del desayuno escolar con el sobrepeso (Ramírez, Grijalva, Valencia, Ponce y Artelejo, 2005), los procedimientos para proporcionar desayunos escolares (Ayala, Sánchez, Venancio, Velarde y Aramburu, 2008; Santos-Ramos, Córdova-Hernández, Guzmán-Priego y Muñoz-Cano 2017), los contenidos sobre nutrición en la escuela (Salazar, Shamah, Escalante y Jiménez, 2012), el consumo en el espacio escolar (Piaggio, Concilio, Rolón, Macedra y Dupraz, 2011), o identificar los factores de riesgos de trastornos de conducta alimentaria (Gayou-Esteva y Ribeiro-Toral, 2014), mostrando una tendencia de profundización en población infantil y adolescente. No obstante, los jóvenes mexicanos han sido olvidados por las políticas públicas (Prieto, 2012), por lo que se identifica un vacío de estudios e intervenciones enfocados a este sector poblacional. Esto es particularmente problemático, porque parte de la vulnerabilidad de la población joven radica en que generalmente no se percibe −ni se le percibe− en riesgo de contraer enfermedades y, paradójicamente, sus prácticas culturales implican vivir experiencias extremas y constante exposición. Además, dirigir el interés a la población juvenil universitaria es importante, porque será el sector que aporte conocimientos especializados a la sociedad y factibles agentes de salud.

Hoy día, ante lógicas capitalistas y precariedad social, las universidades desempeñan un papel clave en la generación de nuevos sujetos. Por ello, bajo el marco de Universidades Saludables, diferentes países han asumido el compromiso de promover espacios saludables en las universidades (Alayo et al., 2013). Movimiento político-social que se desprende de la Carta de Ottawa para la Promoción de la Salud (OMS, 1986) y la Carta de Edmonton para Universidades Promotoras de Salud (OPS, 2005), teniendo como uno de los ejes de acción el favorecer estilos de vida saludables, en los que la buena alimentación es esencial.

De acuerdo a la revisión, en las intervenciones realizadas en universidades mexicanas, destaca el tema de estilos de vida saludables, los que incluyen la alimentación (Barragán-Ledesma et al., 2015; Contreras et al., 2013; Lorenzini, Betancur-Ancona, Chel-Guerrero, Segura-Campos y Castellanos-Ruelas, 2015). Empero, existe escasa información acerca de su abordaje, probablemente como consecuencia de que todavía están implementándose, por lo que aún no se documentan ni difunden en revistas científicas. Aunque existe la conformación de una Red de Universidades Mexicanas de Promoción de la Salud, son pocas las sistematizaciones y las evidencias de las intervenciones, y el panorama muestra que el problema se ha enfrentado de forma fragmentada.

Las aproximaciones han sido de tipo exploratorio y descriptivo, predominando un abordaje cuantitativo mediante encuestas. Uno de los estudios comprendió un diagnóstico del estado nutricio y antropométrico de estudiantes de la Universidad Autónoma de Yucatán, encontrando que el sobrepeso y la obesidad han aumentado considerablemente (Lorenzini et al., 2015); otro estudio, realizado con estudiantes de la Universidad Juárez del Estado de Durango, evaluó seis dimensiones del estilo de vida: nutrición, ejercicio, responsabilidad en salud, manejo del estrés, soporte interpersonal y auto-actualización. La mayoría (66.4%) tuvo un estilo de vida regular, 17.8% un mayor riesgo y solo en 15.8% fue bueno (Barragán-Ledesma et al, 2015). Por otro lado, Lara, Saldaña, Fernández y Delgadillo (2015) exploraron la percepción sobre salud y calidad de vida relacionada con la satisfacción en el medio universitario. Si bien este estudio no se centró en la alimentación, muestra la pertinencia de diseñar intervenciones específicas para jóvenes, pues en los entornos escolares existen condiciones sociales y subjetivas que favorecen o no su calidad de vida. Por último, a través de un estudio descriptivo, López et al., 2017) examinaron los conocimientos nutricionales de estudiantes del área de la salud (enfermería, medicina y nutriología), encontrando que eran insuficientes, lo que comprometía su calidad de vida.

Mención aparte merece otro estudio que indagó sobre los hábitos alimentarios en estudiantes de la Universidad Autónoma del Estado de México, por medio de entrevistas semiestructuradas. Entre sus hallazgos sitúan al habitus en tanto categoría sociológica que describe cómo los comportamientos se conforman en un sistema simbólico, de disposiciones sociales y subjetivas, (Contreras et al, 2013).

Alimentación e intervención, ¿cultura de hiper-responsabilización? Reflexiones finales

Esta revisión permite ubicar algunas tensiones en el campo de la alimentación. Por un lado, se está ante distintos procesos que constriñen las capacidades activas de las personas, entre otros factores, por la “colonización de la comida”, que implica que el consumo de productos locales y regionales ha sido trastocado, moldeado y mercantilizado para impactar las prácticas alimentarias de distintos grupos poblacionales.

Sin ser exhaustiva la revisión realizada, resulta evidente que en México la construcción de saberes y prácticas en salud se han abordado bajo un modelo médico hegemónico (Castro, 2014; Menéndez, 1988), que tiende a ser prescriptivo, paternalista y reduccionista, impactando al campo de la alimentación, pues no se identificó un modelo de intervención integral. Las ciencias de la salud, como la medicina y la nutrición, desde sus prácticas tienden a mantenerse distantes de las condiciones de vida de las personas, pese a la insistencia de distintos actores sociales (academia, sociedad civil, poblaciones afectadas) de atender desde otros enfoques que respondan a las realidades locales. Así, existe una brecha entre los discursos emancipadores y las prácticas normativas en salud, pues estamos ante un campo medicalizado que se ha visto reducido a emitir recomendaciones para una alimentación correcta (Gracia, 2007), a partir de la insistencia en el “Plato del bien comer”, aunado a que hoy se presencia una “fetichización de las estadísticas” (Bertran, 2015), enfocada en riesgos y procesos globales.

Las intervenciones revisadas apuntan a proyectos y programas de salud distintos que no dialogan entre sí para mejorar las condiciones de grupos específicos, y es ahí donde se ubica una interfaz problemática. Porque al no contemplarse los factores socioculturales y subjetivos que intervienen en los procesos alimentarios, se desvía la atención del compromiso de políticas públicas y educativas factibles de abordar localmente las necesidades. Además, cuando la salud se construye como un hecho solo de responsabilidad individual, produce experiencias de culpa, al tiempo que despolitiza el compromiso comunitario y las acciones del Estado. Bajo este contexto, la educación nutricional en México ha carecido de una visión integral, pues se ha privilegiado la transmisión de conocimientos sobre aspectos biológicos, así como de riesgos y restricciones de ciertos alimentos, sin una cultura de prevención o de cuidado de sí.

Por último, es también importante poner a debate el lugar del cuerpo en estas intervenciones, dado que puede ser un “punto ciego” para la salud pública, e incluso para las prácticas en la promoción de la salud. Se observan distintas paradojas entre la intervención y la experiencia o, mejor dicho, en los discursos institucionales existe una ajenidad a los cuerpos en su dimensión más profunda, más allá del soma, lo que obstaculiza reconocer las maneras de construir y de vivir la salud y el bienestar. Como ya antes se advirtió, no es una práctica mecánica ni espontánea, por lo que hay que insistir en repensar cómo desde la experiencia corporal (sensaciones, emociones, creencias, resistencias, habitus) se abren caminos hacia el cuidado de sí, o se cierran las fronteras de comunicación y diálogo por parte de las personas y grupos con quienes se pretende intervenir, para generar reflexión-acción y poder construir la salud colectiva y el buen vivir. Porque el principal riesgo de esta invisibilización es que el no ver, ni escuchar al cuerpo impide la posibilidad de gestionar la condición de salud.

La alimentación es una relación con la vida y el entorno, por lo que se inscribe dentro de una enorme diversidad de circunstancias sociales y simbólicas. Responde a realidades concretas que exigen un cambio de paradigma en la salud, hacia formas incluyentes y solidarias, reconociendo que son distintos actores los que coadyuvan a la producción de la salud y su fortalecimiento. Este cambio epistemológico implica moverse de un modelo individual, lineal y biomédico, a un modelo colectivo, dinámico, procesual y colaborativo. Esta revisión crítica intentó mostrar la complejidad de la alimentación, que ha pasado de ser una experiencia corporal, subjetiva y colectiva, a un tema de salud con base a una medicalización y colonización de la comida.

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Financiamiento: Otorgado por UNAM-DGAPA-PAPIIT (IA304417).

Agradecimientos: Agradecemos el apoyo otorgado a la DGAPA para la realización de este studio.

Recibido: 30 de Abril de 2018; Revisado: 27 de Junio de 2018; Aprobado: 03 de Febrero de 2019

Autora de correspondencia: azucenaojedasan@yahoo.com.mx (A. Ojeda)

Conflicto de intereses:

Las autoras declaran no tener conflicto de intereses.

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