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En-claves del pensamiento

On-line version ISSN 2594-1100Print version ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.14 n.28 México Jul./Dec. 2020  Epub Nov 12, 2020

https://doi.org/10.46530/ecdp.v0i28.395 

Artículos

América Latina a principios del siglo XXI: entre distopías y utopías

Latin America at the Beginning of 21st Century: Between Dystopias and Utopias

Esteban Krotz* 

*Universidad Autónoma de Yucatán, México / Universidad Autónoma Metropolitana, México. Correo electrónico: krotz@correo.uady.mx; krotz@xanum.uam.mx


Resumen

El artículo aboga por una relectura de la historia del pensamiento filosófico político-social latinoamericano en clave utópica. Para ello propone primero, con referencia a las obras de Tomás Moro y de Ernst Bloch, una concepción de la utopía como forma de conocimiento sociocultural. En la segunda parte usa dicha concepción para analizar tres destellos utópicos ejemplares y sintomáticos de la historia política del subcontinente. Finalmente, aborda el potencial y la necesidad de este enfoque en el contexto planetario actual de pensamiento y estructura social marcado por la distopía.

Palabras clave: Utopía de Tomás Moro; utopía, como análisis social; elementos utópicos en la historia latinoamericana; descolonización de las ciencias sociales y humanas

Abstract

This article champions a new analysis of the sociopolitical philosophical thinking in Latin America from the point of view of utopia. First proposes with reference to the works of Thomas More and Ernst Bloch a conception of utopia as type of sociocultural knowledge. In the second part, the article uses this conception in order to analyze three utopian glimmers which can be understood as exemplary and symptomatic in the political history of the subcontinent. Finally, the potential and the necessity of this approach are emphasized in the actual world-wide context, where dystopia is marking thinking and social life.

Keywords: Thomas More´s Utopia; utopia as social analysis; utopian elements in Latin American history; decolonization of social science and humanities

La oposición entre la América rica y las Américas pobres va

adquiriendo […] una nueva dimensión, al obligarlas a vivir

dramáticamente sus funciones de alternos en el ámbito de un

proceso civilizatorio que activa, en todo el mundo, tanto a los

pueblos subdesarrollados como a las minorías oprimidas de las

naciones prósperas. […] Ambas polarizadas como representación

de dos actitudes históricas: la que quiere retener el pasado y la

que necesita construir el futuro.

Darcy Ribeiro, El dilema de América Latina

La utopía* y la antiutopía, temas usualmente poco presentes en la vida política actual, se han asomado en los últimos años varias veces en los medios de difusión masiva. Una de estas raras ocasiones fue la noticia del repentino incremento de ventas de una de las antiutopías más famosas del siglo XX a los pocos días de haber asumido el poder el actual presidente estadounidense, electo al final de una contienda poco representativa de la idea clásica de democracia política.1 Curiosamente, esto sucedió precisamente al año siguiente del quingentésimo aniversario de la primera edición de uno de los libros más memorables de la civilización occidental, a saber, Utopía, de Tomás Moro, un libro publicado por primera vez en 1516, en Lovaina, por un inglés, en lengua latina, y claramente influenciado por los primeros reportes etnográficos de Américo Vespucio -y, tal vez, también de Pedro Mártir de Anglería-, sobre las asombrosas formas de vivir americanas. Pero lo sucedido durante los tres años más recientes en América, marcados por la celebración de la memoria de la dictadura militar por el actual presidente del país latinoamericano más grande, y por los violentos y angustiantes espasmos sociopolíticos en Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Argentina, Chile y Bolivia parecen motivar más la lectura de Orwell que la de Moro.

Es en este contexto que se quiere enfocar las memorias y las culturas nacionales latinoamericanas desde la perspectiva de una tradición de pensamiento y acción que a partir de mediados del siglo XIX se encuentra cada vez más distanciada de, si no incluso fuertemente reñida, con la idea de ciencia en general, y con la de las ciencias sociales en particular: la utopía.

En la primera parte, se explica con referencia a la obra mencionada de Moro, el concepto de utopía tal y como se usa en todo el trabajo.2 Posteriormente, se rastrean tres huellas utópicas ejemplares y sintomáticas en la historia de América Latina y México, que podrían ser puntos de partida para otras relecturas de esta historia e incluso impulsos para la acción política en la situación actual de crisis planetaria.3 Esto servirá finalmente para, frente a la distopía que permea hoy día pensamiento y vida social, plantear la posibilidad y la necesidad de seguir soñando utópicamente, no de modo abstracto, sino a partir de la realidad cotidiana, es decir, de plantear la conveniencia y la urgencia del esfuerzo utópico en tanto teoría para pensar desde el Sur la realidad social de manera diferente, como en tanto intento práctico de organizarla de otro modo, de modo más humano.

Este estudio, que sigue la idea de “La utopía como dimensión necesaria de la filosofía de la cultura”,4 se basa en la revisión de aportes de las ciencias sociales, incluyendo la historia y la historia de las ideas. Sin embargo, el papel central se otorga aquí a la antropología sociocultural, porque en la primera historia de la antropología que se escribe en América Latina, el catalán-mexicano Ángel Palerm califica la famosa obra de Moro como “de lectura obligada para la formación del pensamiento”,5 e incluye a su autor como precursor del pensamiento antropológico científico moderno.6

Sobre el concepto de utopía a partir de Tomás Moro

Personas que no conocen la obra moreana citada, sino que solamente han escuchado algo acerca de novelas fantasiosas ubicadas en lugares imaginados y escritas en la llamada época del Renacimiento europeo,7 suelen sorprenderse al abrir el libro, pues se dan cuenta en seguida que consta de dos volúmenes, y que el primero de ellos no trata de una sociedad imaginada en una isla de los Mares del Sur, sino de Inglaterra.8

La biografía de su autor, Tomás Moro (1478-1535), no corresponde para nada a la ampliamente compartida concepción del soñador utópico alejado de las realidades cotidianas. Todo lo contrario: Moro conocía muy bien su sociedad y su tiempo, pues había estudiado derecho, había ejercido su profesión como abogado, juez y docente, había sido funcionario de la ciudad de Londres y miembro del Parlamento inglés, así como secretario y diplomático al servicio de Enrique VIII. Éste lo nombró Lord Canciller en 1529, el cargo más alto por nombramiento en el reino. Pero en 1535 decidió su muerte por alta traición, porque Moro se opuso a la erección del Rey en la autoridad eclesiástica suprema de Inglaterra, lo que hubiera implicado su separación de la Iglesia católico-romana. Además de la profesional y la política, Moro tenía una intensa vida familiar (en cuyo marco dedicó especial atención a la formación intelectual y artística de las mujeres); mantenía relaciones epistolares con varios de los llamados ‘humanistas’ más influyentes de su tiempo; dedicaba mucho tiempo al estudio de los autores clásicos griegos y latinos, y había obtenido rápidamente fama en el mundo intelectual europeo por sus traducciones, su poesía y luego también su obra histórica, a lo que se agregaron durante un tiempo agudas refutaciones de voceros de la reforma luterana y, especialmente, hacia el final de su vida, también algunos textos espirituales.9

Una de las críticas más agudas de la Inglaterra de principios del siglo XVI, que se hallan en el libro -y que, por cierto, coincide asombrosamente con la situación actual de México y otras partes de América Latina- es el reproche del ostentoso y derrochador estilo de vida de los nobles y los ricos, y de su indiferencia frente a la gran cantidad de campesinos desplazados por los cambios en el uso del suelo para la producción de lana de oveja (que desembocarán más adelante en la llamada acumulación originaria) y frente al número creciente de pobres y miserables en las ciudades.10

Otra crítica fundamental se ocupa del sistema judicial inglés de la época, que castigaba el robo con la pena de muerte, acerca de la cual Moro considera que es una pena “demasiado cruel para castigar los robos, pero no suficiente para reprimirlos, pues ni un simple hurto es tan gran crimen que deba pagarse con la vida ni existe castigo bastante eficaz para apartar del latrocinio a los que no tienen otro medio de procurarse el sustento”.11 ¿No se aprecia aquí, en vez de las usuales condenaciones morales de delincuentes o de referencias hasta hoy corrientes de tipo biologicista y psicologicista, un claro análisis precientífico de causas sociales cuando se propone que sería “mucho mejor proporcionar a cada cual medios de vida y que nadie se viese en la cruel necesidad, primero, de robar, y luego, en consecuencia, de perecer”?12 ¿No se advierte aquí incluso un antecedente de la denuncia reciente de las “vidas precarias” y el “juvenicidio”13 en América Latina?

Para cualquier inglés de la época, e incluso para no pocos europeos ilustrados de entonces, no debió ser muy difícil darse cuenta de que lo que se describe en el segundo tomo de Utopía, o sea, las características físicas de la isla Utopía y la organización económica y social y las costumbres reinantes en esa isla, constituían en realidad una imagen cifrada de Inglaterra: el número de ciudades de la primera es igual al número de entidades administrativas de la segunda, el nombre de su capital, Amauroto, puede traducirse como “Ciudad de la Neblina”; esta última se halla en la ribera de un gran río, a sesenta millas de su desembocadura al mar y cuenta con un impresionante puente, etcétera.

También queda claro que las y los utopienses pertenecen a la misma especie humana que los ingleses, que no cuentan con facultades intelectuales o morales superiores que aquellos ni habían recibido una iluminación sobrenatural especial. Simple y solamente usan correctamente la razón para eliminar de su sociedad las causas que hacen injusta e intolerable la vida en Inglaterra, ante todo, el dinero y la propiedad privada, fuentes de la avaricia que envenena todas las relaciones humanas. Todo esto no en forma de un tratado sistemático, sino como testimonio etnográfico de un supuesto ex acompañante de Vespucio, quien cuenta y explica lo que observó durante los más de cinco años de estancia en la isla Utopía, a la que había llegado por casualidad.

Un ejemplo estelar de lo anterior es el tema del oro, ya que en aquella época podía diagnosticárseles un auténtico ‘mal de oro’ a los aventureros europeos en América, quienes “estaban todos enfermos del Oro, inficionados del Oro”, según Alejo Carpentier, lo que hace que el Gran Almirante, “ya rondado por la muerte” tenga que confesar que “me causa grima, remordimiento, vergüenza, ver la palabra ORO tantas veces” en el borrador de su relación de su primer viaje, donde “es como si un maleficio, un hálito infernal hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría…”.14 Hay que darse cuenta que la sociedad de las y los utopienses no es una sociedad enteramente armónica, pues también allí hay delincuentes, hay preparación para la guerra defensiva y la igualdad no es completa, pues hay esclavos y diferencias de estatus basadas en la edad y el género. Pero es una sociedad en la que la totalidad de las y los habitantes tienen garantizado comida, vestido, techo y educación; donde nadie teme por su seguridad ni por el desamparo a causa de enfermedad o vejez, y donde el trabajo, estrictamente reglamentado y sabiamente organizado, no ocupa más de seis horas al día, quedando el resto del tiempo para el descanso, el juego, la comida festiva, el disfrute de la ciencia, la vida espiritual, el viaje. Y, naturalmente, hay oro también en Utopía, pero nadie lo acumula ni mata por él, pues se usa ante todo para hacer esposas, anillos y aretes para señalar a los delincuentes condenados y para fabricar bacinicas, mientras que para la manufactura artística de los utensilios diarios se usan materiales tales como el barro y el vidrio.15

Es decir, se pone de manifiesto que los valores o principios que rigen la convivencia social nunca son algo preexistente, natural e inmutable, sino siempre resultado de una opción colectiva y, por tanto, modificables (y las y los utopienses concuerdan en tener otros valores y principios de organización que las inglesas y los ingleses de su tiempo. Página tras página, se revela así que Utopía no es una especie de Inglaterra encantada, sino que Inglaterra está de cabeza, mientras que Utopía es la sociedad humana propiamente dicha y que, por consiguiente, su descripción indica hacia dónde debería y -como se constata con ciertas reservas-16podría cambiar Inglaterra y, en general, toda la Europa del siglo XVI.

Siguiendo en buena medida a Ernst Bloch,17 el gran filósofo de la utopía del siglo pasado, puede decirse que, en las novelas, las cuales desde Moro son llamadas ‘utópicas’, encontramos una forma de análisis social que puede considerarse como una precursora de la ciencia social. Desde luego, no procede ni se expresa de acuerdo con los cánones de la ciencia moderna, pero constituye un pensamiento racional avanzado en lo esencial de la ciencia en el sentido moderno. Hay que recordar aquí frente a ciertos cuestionamientos posmodernos de las ciencias sociales, que éstas, incluyendo la antropología sociocultural, son realmente ciencias, es decir, son formas de conocimiento que buscan aclarar las relaciones causa-efecto en un sentido sustantivo.18 Quiere decir que no se contentan con describir la realidad, y mucho menos proyectan ideológicamente los condicionamientos individuales y colectivos sobre la realidad observable, sino que preguntan por qué las cosas son como son, para poder intervenir en la situación, para cambiar la situación: solamente si se sabe con certeza, cuál es la causa de determinado fenómeno, se puede proceder a modificarlo.19

En este sentido, Moro -al igual que, por ejemplo, sus contemporáneos Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Francisco de Vitoria (1483-1546)- sería un precursor de las ciencias sociales propiamente dichas, que se consolidan como tales hasta tres siglos después, como resultado de un largo proceso de distinción de los distintos órdenes de la realidad sensible (o, si así se quiere, de las diferentes clases de materia), y de las diferencias entre concomitancia y causa, síntoma y origen, causa y efecto. En este enorme esfuerzo a través de muchas generaciones, entrecruzado conflictivamente con tradiciones doctrinarias de varios tipos y con la lucha contra la ideología, empero, se impone finalmente, para expresarlo en términos blochianos, el favorecimiento excluyente de la ‘corriente fría’, o sea, las operaciones descriptivas, sistematizadoras, tipificadoras, comparativas, analíticas. Es la corriente que identifica las relaciones causa-efecto; que trata de explicar y, en la medida de que esto se pueda, hacer con respecto a fenómenos sociales, predecir. Lo que se perdió tanto en la ciencia social ‘positiva’ burguesa como en su vertiente marxista devenida pronto ‘dogmática’ -‘talmúdica’, la llamaba Ángel Palerm-20 es su vinculación con la ‘corriente cálida’.21 Ella dirige la investigación social a partir de la indignación con la situación inhumana existente hacia la crítica teórica de esta última, y hacia su superación político-práctica. No es el descontento que nace de la insatisfacción personal con circunstancias individuales o con la condición humana como tal. Es la indignación que surge del reconocimiento -por decirlo otra vez en palabras de Bloch- de que la sociedad humana propiamente dicha aún no existe en ninguna parte. Tomás Moro exclama al final de su obra que hasta ahora únicamente en Utopía se ha creado “una república a la par felicísima y por siempre duradera”, basada en “la vida y el sustento en común”.22 Ernst Bloch ha profundizado esta idea, señalando una y otra vez que “hay que mirar el mundo como una tarea, como un modelo, como un intento para el que no hay ejemplos conocidos que seguir”,23 por lo que nos hace falta “una fenomenología de la transformación y de lo transformable [que] viaja más bien por el mundo para encontrar en ello la huella del mundo todavía no existente y para promoverlo”.24 Esto vale también, y ante todo, para la sociedad humana propiamente dicha, pues todavía estamos construyendo lo que alguna vez podrá llamarse sociedad humana, o sea, sociedad de y para todos los seres humanos -y para esa búsqueda teórico-práctica tienen que mantenerse unidas la ‘corriente fría’ y la ‘corriente cálida’-. Si Ernst Bloch viviera hoy y conociera las ciencias sociales latinoamericanas, ¿acaso no hablaría de la urgencia de descolonizar las ciencias sociales y de la necesidad de recuperar el sentipensar en el análisis, porque la ‘corriente cálida’ no significa el abandono de la racionalidad, sino que enraíza la ‘corriente fría’ en el impulso hacia el apoyo mutuo y la solidaridad entre los seres humanos a escala planetaria?

Bloch también nos recuerda que esta tradición utópica -a la que Moro solamente le dio nombre con el título de su obra- existió mucho antes que él (el mismo Moro hace, por ejemplo, referencia explícita e implícita a Platón, cuya República suele contarse entre los primeros textos utópicos de la civilización occidental), sino que está presente en muchos otros fenómenos socioculturales. Uno de ellos son una amplia gama de movimientos rebeldes, en su mayoría fracasados y, en caso de haber sido exitosos, sólo de corta duración, que en todos los tiempos han tratado de volver propiamente humana a la sociedad inhumana. Pero aquí el fracaso y la larga secuencia de fracasos no desaniman, sino que se vuelven incentivos vigorosos para hacerlo mejor la siguiente vez. Como se ha hecho cantar a los campesinos alemanes de la época de la utopía moreana: “Derrotados regresamos a casa, pero nuestros nietos librarán mejor la batalla”.25 Así que la memoria también puede trazar el camino hacia la sociedad humana incluso a través de los fracasos, porque en estos intentos se revela la tendencia hacia la sociedad propiamente humana, cuyo modelo aún no está claro.26

Otro lugar de la manifestación del conocimiento utópico lo constituyen, siempre siguiendo a Bloch, los sueños diurnos, diametralmente opuestos a las pesadillas nocturnas. Como cualquier otra de las manifestaciones utópicas, también la ensoñación puede convertirse en obstrucción ideológica del conocimiento utópico. Pero es importante reparar en el hecho de que en estos sueños diurnos, que han inspirado y que han sido inspirados por muchas tradiciones populares, expresiones artísticas y concepciones religiosas y en los que se imagina cómo sería la vida feliz y auténticamente humana de una misma o uno mismo; se pone de manifiesto que la vida feliz de una persona puede ser feliz solamente si es feliz la vida de todos los seres humanos, y que no puede haber vida feliz de unos a costa de los demás.

Destellos utópicos en nuestra historia

Tiene que bastar esta breve presentación de la utopía como una forma de conocimiento de la sociedad y la cultura que, si bien jugó un papel importante en el inicio de las ciencias sociales modernas bajo el nombre de socialismo utópico (probablemente, sería mejor llamarlo utopismo socialista), fue abandonada casi simultáneamente por el positivismo empiricista y por el marxismo doctrinario.27

En lo que sigue, se esboza algunos momentos que podrían llamarse -hasta encontrar un nombre mejor-, “destellos utópicos”28 en la historia de América Latina. Son solamente tres, a modo de ejemplo. La hipótesis es que hay muchas más situaciones de este tipo, rescatables bajo los escombros producidos por la historiografía oficial, la ideología política hegemónica y las ciencias sociales planamente positivistas. Revisarlas y releerlas desde esta perspectiva puede ayudar a recombinar de manera renovada las corrientes fría y cálida en el examen de los procesos socioculturales, reconstruir de modo descolonizado una tradición de ciencia social anclada en el Sur, algo especialmente apremiante en medio de la actual transformación del sistema de ciencia, tecnología y educación superior en nuestro continente. Además, al revisar de este modo dichas situaciones, no solamente se estaría tratando de fenómenos y procesos propios de América Latina, sino también se aportará desde ellos a la utopía planetaria que se está gestando en el nivel del pensamiento y también en el nivel de los intentos de construir una sociedad diferente.

Primeras reflexiones sobre poder y derechos humanos

El primer destello utópico se ubica en el siglo XVI, en la misma época en la que Moro escribió el libro citado y que suele ser vista simultáneamente como el final de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna. Estamos acostumbrados a ver esa época como una época predominantemente negativa: la invasión militar europea, el holocausto de la población caribeña y mesoamericana, la mutilación de las raíces culturales propias, el inicio de tres siglos de régimen colonial. Todo esto es, desde luego, cierto, y más recientemente Walter Mignolo29 y Enrique Dussel30 han llamado la atención sobre el lado oscuro del habitualmente tan celebrado inicio de la modernidad, que seguimos cargando hasta la actualidad como hipoteca, a menudo incluso de modo inconsciente, tanto en América Latina como en el resto del mundo, pero especialmente en el Sur. De igual forma, hay que recordar, como ya se mencionó, que ésa es igualmente la época de los antecedentes o primeros retoños de lo que serían posteriormente las ciencias sociales. Son autores como Maquiavelo -y no como Tomás Moro- los que suelen aparecer en los libros de historia de las ciencias sociales, aunque ambos pensadores representan de modo semejante los inicios de la reflexión sistemática sobre el poder político como un fenómeno social (o sea, como un fenómeno ya no ligado intrínsecamente a características de determinados individuos) y cada vez más claramente perceptible y analíticamente separable de otros fenómenos sociales. Tales inicios se dieron precisamente en el marco de la decadencia del régimen feudal y la emergencia del absolutismo, una de cuyas prefiguraciones más evidentes se producía en las ciudades-estado noritalianas, hogares de muchos de los llamados “humanistas”.31

Pero, ¿no constituyó el primer siglo de presencia europea en América otro marco para una reflexión semejante, aunque con una dirección un tanto diferente? ¿No se basó el debate generado en y sobre las Indias Occidentales igualmente en el esfuerzo cognitivo destinado a desnudar el poder político de sus encubrimientos teológicos y filosóficos legitimadores tradicionales? Por ello, la famosa disputación de Valladolid derivó en una legislación orientada por ciertas ideas sobre los derechos de los americanos y sobre las consiguientes obligaciones de la Corona española para con sus nuevos súbditos -situación que contrasta enormemente con la situación de tres siglos después cuando las potencias noratlánticas terminaron por completar su dominio colonial abierto y encubierto del Sur-. Los escritos del dominico Francisco de Vitoria y del jesuita Juan de Mariana, que no hubieran sido posibles sin las experiencias vitales y los testimonios documentados por Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas y Vasco de Quiroga,32 reflejaron, y en parte incluso guiaron, este proceso político-cognitivo. Los del primero suelen ser mencionados como pioneros en la creación del derecho de gentes; los del segundo, menos conocidos, llegaron a cuestionar severamente la sacralidad de las dinastías principescas y fundamentaron el derecho -entonces inaudito- del pueblo a matar en situación extrema de opresión y expoliación, al príncipe vuelto tirano. En ambas obras teóricas no solamente emerge la dimensión social en general y el poder político en particular como una realidad distinguible de otras y de características propias, sino también un inicio particular de la reflexión sobre los derechos humanos, aunque no centrada en el individuo, sino en las colectividades y, así, en el ser humano visto esencial y originariamente miembro de una colectividad.

Sin embargo, casi nada de todo esto se halla en las historias corrientes de las ciencias sociales,33 ni siquiera las escritas en el Sur, y tampoco en las de los derechos humanos,34 cuyos orígenes suelen ser limitados a sucesos -sin duda, estelares y dignos de ser reconocidos para siempre- ocurridos en Inglaterra y Francia. ¿No aparece aquí, justamente a partir de la reflexión utópico-crítica y notoriamente indignada por la situación creada por la invasión española y la resistencia americana, un pensamiento social y político propio largamente olvidado y un inicio igualmente propio e igualmente olvidado de la idea moderna de los derechos humanos? ¿No convendría rescatarse e incluso rastrearse sistemáticamente este inicio a lo largo de los siglos siguientes y también examinarse con respecto a un posible aporte a debates pendientes sobre el futuro de la democracia y de los derechos humanos en el mundo de hoy?

Las raíces antiesclavistas de la independencia latinoamericana

Un aspecto llamativo de la historiografía latinoamericana del siglo XIX es la inestabilidad social y cultural -hoy frecuentemente llamada ingobernabilidad- constatada para la región entera (por más que su contrastación con la situación supuestamente más pacífica y ordenada de la Colonia suele minimizar la larga historia de rebeliones en América, especialmente las de los pueblos originarios y de los esclavos africanos). En la imaginación popular de aquí y de allá, dicha inestabilidad, que se prolonga de diferentes maneras durante el siglo XX, se explica a menudo por la incapacidad latinoamericana casi congénita de aplicar adecuadamente los modelos democráticos y de desarrollo recibidos desde el exterior, particularmente de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero no solamente desde el escritor peruano José Carlos Mariátegui35 hasta el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla36 se ha demostrado la discrepancia entre dichos modelos y las realidades sociopolíticas del llamado ‘subcontinente’. Igualmente, hay que recordar que su uso siempre ha estado entreverado con complejas constelaciones de clase, poder y colonialismo internos. ¿No será que la historia se sigue escribiendo y enseñando ampliamente como lo que criticó ya hace tres cuartos de siglo el arqueólogo y teórico de la evolución sociocultural australiano-británico Vere Gordon Childe, “como historia política -como un registro de las intrigas de reyes, gobernantes, soldados y preceptores religiosos, de las guerras y persecuciones, y del desarrollo de las instituciones políticas y los sistemas eclesiásticos”?37 En esta perspectiva, los siglos XIX y XX efectivamente aparentan ser una historia interminable de incapacidad y de fracasos, a pesar de las visiones y las biografías heroicas de Bolívar, San Martín, Hidalgo y Morelos.

Sin querer disminuir los méritos de personajes como los que se acaban de nombrar, no puede evitarse aquí la pregunta por las causas de la invisibilización habitual del inicio negro del movimiento independentista latinoamericano.

¿No aparece en el furor antiesclavista haitiano primero y en muchas constituciones continentales posteriores un motivo que no se preocupa tanto por aspectos formales del modelo republicano como votos y separación de poderes, sino más bien por lo sustantivo de los derechos iguales de ciudadanos iguales? Aunque es sabido que precisamente esta preocupación contribuyó posteriormente al surgimiento de nuevas formas de discriminación, despojo y explotación de la población indígena y de los descendientes de la inmigración africana forzada, cabe la pregunta sobre si no estamos aquí nuevamente ante un impulso latinoamericano peculiar para la edificación de un orden democrático, cuya originalidad y potencial no han sido reconocidos a cabalidad. No se trata de justificar, claro está, la parcialidad e insuficiencia de este enfoque, pero, ¿no comparte estas deficiencias con las limitaciones de los modelos norteños siempre considerados mejores o más auténticamente democráticos? ¿Y no es justamente ahora, cuando se ha hecho patente sin ambages la crisis de la democracia en todas partes del globo, que se tiene que articular las diferentes versiones del Norte y del Sur, de Oriente y Occidente para poder avanzar en la realización del -en palabras de Ernst Bloch- “gran grito tricolor”,38 cuyos componentes libertad, igualdad y fraternidad-sororidad han estado cargados, desde el inicio, de ambigüedades no resueltas?

La tríada liberacionista y sus continuaciones

No en todas partes de América Latina se reconoce hoy día esta tríada como el primer gran logro del pensamiento socio-científico y filosófico-político latinoamericano original propio y como una contribución significativa al pensamiento socio-científico universal. Para apreciar su relevancia hay que recordar que en los años sesenta y setenta del siglo pasado no solamente en el Norte se estaba convencido de que en el Sur, incluyendo a América Latina, no existía pensamiento filosófico y científico propio de ninguna clase.39 La irrupción de la teoría de la dependencia, de la teología (y luego también la filosofía) de la liberación y de la pedagogía popular concientizadora no negaba sus filiaciones disciplinarias norteñas, pero cuestionaba “verdades sustentadas hasta ese momento, verdades que de alguna manera estaban orientando la toma de decisiones políticas en la región así como ciertos parámetros analíticos de la reflexión histórica y sociológica en los años iniciales del decenio de los sesenta”.40 Específicamente, la teoría de la dependencia no se propuso corregir las teorías académicas establecidas sobre el desarrollo socioeconómico y puestas en práctica a escala mundial a través de los programas de Naciones Unidas y la Alianza para el Progreso, sino de sustituirla por una alternativa generada a partir de una explicación bien diferente del supuesto retraso del Sur. Esta última, a su vez, fue usada por parte de la teología y la filosofía de la liberación en su búsqueda de explicaciones de la tan precaria y muchas veces solamente retórica fraternidad-sororidad y de la tan marcada desigualdad resultantes de medio milenio de catolicismo hegemónico en América Latina; en respuesta, surgió la defensa de lo que parece un eco de la famosa consigna del socialista utópico Étienne Cabet: “Primer derecho: vivir”, pero en el sentido de vida humana plena en convivencia, no de simple sobrevivencia individual.41 Vinculadas con ambas innovaciones del pensamiento analítico y de la propuesta práctica, la pedagogía del oprimido de Paulo Freire y los estudios mordaces de Iván Illich develaron la función domesticadora e ideologizante del sistema educativo y experimentaron con formas alternativas de enseñanza-aprendizaje basadas en una concepción más digna del ser humano como forjador de su propio destino en vez de simple recipiente de contenidos culturales procedentes de otras partes y tiempos o, como hasta el día de hoy se pregona explícitamente en no pocas instituciones pedagógicas, de materia prima inerte destinada a ser formada.

En el debate actual sobre el ‘buen vivir’ o ‘buen convivir’ andino o sobre la comunalidad mesoamericana confluyen estas tres corrientes de pensamiento latinoamericano, que durante las últimas décadas han sido enriquecidas con perspectivas interculturales, de género y medioambientales, con propuestas generadas con diferentes nombres en el seno de diversos pueblos indígenas del subcontinente. Evidentemente, las transformaciones del sistema capitalista a nivel global, el mapa mundial, primero sólo un poco cambiado -después de la extinción de la Unión Soviética-, pero después cada vez más: por el creciente peso demográfico, económico, político y militar de China; la conversión de la democracia en mercadeo de votos; el aumento imparable de los movimientos migratorios sur-norte, y los cambios drásticos en producción y comunicación por la digitalización y la difusión vertiginosa de los dispositivos móviles exigirán nuevos esfuerzos teóricos y prácticos a esta tríada y sus descendientes para mantener combinadas la mencionada ‘corriente fría’ del análisis con la ‘corriente cálida’ de búsqueda indignada frente a la, como ha sido citado Bartolomé de las Casas muchas veces, “muerte injusta y antes de tiempo” de tantos seres humanos.

Utopías necesarias en vista de la proliferación de distopías

Las distopías -también llamadas utopías negativas, utopías negras, contrautopías o antiutopías- son, al parecer, tan antiguas como las utopías.42 En algunas ocasiones, han sido elaboradas precisamente con el fin de desautorizar la utopía e incriminar a sus soñadores; en otras, se ha recurrido a la ridiculización de estos últimos, como ha sucedido con respecto a las utopías populares del tipo de “Arcadia” y el “País de Jauja”, cuyas imaginaciones se transmitían y se recreaban durante la Edad Media, no mediante escritos, sino a través de leyendas y cuentos de hadas, canciones y poemas, refranes e íconos diversos y que conocemos también a través de dibujos y pinturas como las de Pieter Brueghel el Viejo y Hieronymus Bosch, el Bosco. Pero, ¿no se entiende en seguida los anhelos de una naturaleza amena y benigna o de un lugar donde comida y bebida están siempre a la mano, por la vida fatigosa del labrador y del pastor, cuyos esfuerzos cotidianos siempre están en peligro de malograrse a causa de los vaivenes del temporal y de las plagas y cuyos frutos forzosamente tienen que ser compartidos con los señores nobles y otros depredadores? La burla sobre tales sueños se nutre, al igual que siglos después su condena por parte de la burguesía urbana, de una concepción del pobre como principal o único responsable de su situación, a causa de su flojera y carencia de valores, y quien en vez de superarse mediante más y más trabajo, prefiere perder el tiempo alucinando el paraíso terrenal con abundancia de todo tipo de placeres.

La Primera Guerra Mundial con su exhibición monstruosa del lado destructivo de las llamadas fuerzas productivas del progreso, basado en la industrialización y considerado hasta entonces garantizado para siempre, inició una etapa de escepticismo duradero en la civilización noratlántica43 que se veía confirmado poco después por la consolidación de los autoritarismos soviético y fascista, la Segunda Guerra Mundial y la violencia del fin de la era colonial. Por ello, en esa época se escriben las conocidas novelas -todas llevadas exitosamente a la pantalla grande y reproducidas después en la televisión- que a veces son llamadas utópicas, pero que son exactamente su contrario: Un mundo feliz, 1984 y Fahrenheit 451, constituyendo Nosotros de Yevgueni Zamiatin un inicio temprano y El cuento de la criada de Margaret Atwood una prolongación algo después. Independientemente de las intenciones de sus autores, las angustiosas imágenes del futuro que abundan en dichas distopías se basan de una manera tan convincente en las peores características del presente, que provocan una especie de inmovilización prudente: si tal monstruosidad nos espera, será mejor ¡mantener a toda costa la situación actual por insatisfactoria que sea para muchos, pues lo que vendría, sería, a todas luces, mucho peor! También en las antiutopías se asoma la corriente fría diagnosticada por Bloch, pues hay análisis de causas de la situación, pero la corriente cálida ha sido sustituida por la inducción de la parálisis horrorizada.

Actualmente, no hace falta leer este tipo de textos para paralizarse. Por una parte, bastan las noticias diarias difundidas por la prensa, la televisión y las llamadas redes sociales digitales sobre horrorosos hechos sangrientos en todo el orbe que son tan numerosos que es imposible no entenderlos como signo del funcionamiento normal del sistema social vigente. Por otra parte, en América Latina parece crecer la conciencia de que muchos problemas, que se habían estudiado, comentado y tratado de solucionar durante mucho tiempo como típicos problemas locales o regionales, no lo son, sino que son solamente expresiones sureñas particulares de problemas planetarios. Por ejemplo, con respecto a la migración sur-norte, los desplazamientos humanos masivos recientes del llamado Oriente Cercano y del Norte y Centro de África hacia Europa han mostrado, al igual que la cuantiosa presencia actual de transmigrantes caribeños y africanos en México, que se trata de un problema mundial, sistémico, no de un problema sureño, marginal y pasajero. Al mismo tiempo revela que la movilidad humana y la supuesta desterritorialización celebradas por apologetas de la llamada globalización tiene dos lados bien distintos a causa de la brecha norte-sur (que también atraviesa a los países ubicados en el Norte y en el Sur): mientras que unos, en el Norte y en el sur, han adquirido el hábito y acumulado los medios para desplazarse temporal y voluntariamente para disfrutar de todo tipo de consumo barato en ambientes exóticos, para los más el viaje parece inevitable y definitivo, porque es la huida desesperada de circunstancias sociales, económicas y políticas, a veces también religiosas y étnico-culturales que amenazan su sobrevivencia y la de sus parejas, hijas e hijos. Algo semejante podría decirse sobre el desarrollo estancado y hasta regresivo de la democracia, que no se limita a los magros resultados de la siempre amenazada recuperación de las instituciones republicanas en América Latina después de las dictaduras en los años ochenta del siglo pasado, sino que ha sido puesto de relieve también por las igualmente lastimosas condiciones de los sucesores de la Unión Soviética, de la Unión Europea, de la Organización de las Naciones Unidas y, a partir de 2016, especialmente también de los Estados Unidos de Norteamérica.

¿No es la propuesta de la revisión histórica un camino para “otorgarle la debida importancia a nuestros puntos de vista desde el Sur para que SUReándonos desnaturalicemos la habitual correspondencia directa entre las antinomias Norte/Sur y arriba/abajo”?44 ¿No hay que proceder “resu(r)miendo” y darse cuenta que el Sur “como un espacio colonial o colonizado […] se constituyó en plataforma ‘al servicio’ del Norte”? Porque “el Sur no fue reconocido ni amado en su ser propio y profundo -desde sus particularidades, rostros y necesidades- sino como lugar de verificación de la utopía del Norte”.45 ¿No tiene razón Fernando Ainsa cuando afirma que “el estudio de los diferentes modelos e intenciones utópicas subyacentes en la historia de América nos permite descubrir con una perspectiva ‘enciclopédica’ todo lo iniciado y no consumado en el pensamiento, la política y la cultura americana?”, y ¿no coincide con lo arriba explicado cuando sigue diciendo que “este rico panorama permite entender el vigor que ha tenido la función utópica en los diferentes modos de expresión en que se ha traducido: desde la filosofía a las artes, de las plataformas políticas a las experiencias alternativas llevadas a cabo en su territorio”?46 Estas ideas concuerdan con el planteamiento de Horacio Cerutti en el sentido de que “parte del ejercicio propio de la racionalidad es la demanda por el derecho a nuestra utopía. No más ‘topos’ para utopías ajenas y sí asumir el riesgo a equivocarnos, pero a partir de propuestas surgidas de las entrañas de nuestras tradiciones”.47

Comentario final

Frente a las antiutopías noveladas y las informaciones periodísticas que nos muestran día con día que los angustiosos presentimientos de los primeros sí podrían convertirse en realidad, debemos, como lo ha formulado hace ya un lustro el manifiesto Por una nueva imaginación social y política en América Latina:

confluir y enredarnos con todos aquellos que desde las movilizaciones sociales y las organizaciones políticas, las instituciones universitarias48 y las diversas formas de producción de conocimiento, trabajan cotidianamente para desestabilizar las certezas de lo inevitable, del cinismo paralizante, en aras de ampliar las fronteras de lo pensable, de lo decible, de lo que es dado hacer y transformar. Multiplicar y potenciar esas capacidades y esas vinculaciones para la construcción de un poder que despliegue una imaginación instituyente, que potencie nuestro sur con otros sures apuntalando las construcciones cotidianas e institucionales de mayor igualdad, democracia sustantiva y justicia social.49

La relectura de nuestras experiencias históricas en búsqueda de los destellos utópicos, combinaciones históricas originales de las corrientes fría y cálida -incluyendo “la crónica ‘silenciada’ de la disidencia y del pensamiento heterodoxo, los sueños y los proyectos sobre lo ‘posible lateral’”-50 puede llevarnos a analizar, recuperar y potenciar las utopías latinoamericanas como fuentes de unas ciencias sociales y una filosofía descolonizadas y de una política realmente encaminada a construir la sociedad humana.

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*Nota del autor: se usa ‘utopía’ cuando se refiere a un tipo de pensamiento y acción; ‘Utopía’ cuando se refiere a la isla del mismo nombre; ‘Utopía’ cuando se hace referencia a la obra de Moro; ‘utópico’ cuando se refiere a un tipo de pensamiento y acción, y ‘utopiense(s)’ cuando se refiere a habitantes e instituciones en la isla Utopía.

1“Repuntan ventas de ‘1984’ en la era de Trump”, La Jornada, 26 de enero, 2017. http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2017/01/26/repunta-popularidad-de-la-distopia-201819842019-en-la-era-de-trump.

2El presente texto amplía la ponencia presentada el 29 de septiembre de 2016 en el Seminario “Fronteras, conflictos e imaginarios latinoamericanos”, llevado al cabo en El Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, y está dedicado a la memoria del hispano-urugayo Fernando Ainsa (1937-2019), incansable buscador de la presencia de la utopía en América Latina.

3Cuando el presente texto fue terminado, todavía no había iniciado la crisis del llamado coronavirus, por tanto, la expresión ‘crisis planetaria’ no se refiere a la pandemia mundial respectiva. Sin embargo, dicha pandemia pone de manifiesto las estructuras y las situaciones a las que se hace referencia con la expresión citada y que se observan tanto en las relaciones Norte-Sur como al interior de todos los países: la fragilidad de la idea y de la realidad de los derechos humanos, las enormes desigualdades sociales y los grandes segmentos poblacionales que no cuentan, la involución de las alguna vez prometedoras concepciones de ciudadanía y de democracia, la mercantilización inmisericorde de cada vez más ámbitos vitales, incluyendo la atención a la salud, la educación, la ciencia y el arte, las migraciones forzadas por la pobreza, los avances escalofriantes de los sistemas de control social, político, cultural y mental, la incapacidad de respuesta al calentamiento climático antropogénico, la impunidad de la especulación financiera.

4En Dora Elvira García (Coord.), Filosofía de la cultura: reflexiones contemporáneas (México: Porrúa / Cátedra Unesco en Derechos Humanos y Ética, 2011), 123.

5Ángel Palerm, Historia de la antropología, vol. I: los precursores (México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2010), 254.

6Puede verse para la demostración de la calidad socio-científica avant la lettre de la obra moreana y la peculiar cercanía de la antropología como ciencia social especializada en el inventario y el análisis de otras sociedades y culturas con la búsqueda de la sociedad propiamente humana a partir de la crítica radical de la propia realmente existente en Esteban Krotz, Utopía, 2ª ed. corr. y ampl. (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 1988), 47-63; del mismo autor, La otredad cultural entre utopía y ciencia (México: Fondo de Cultura Económica / Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2013).

7Las citas de obra de Moro provienen de la edición clásica preparada y prologada por Eugenio Ímaz, Utopías del Renacimiento: Moro-Campanella-Bacon (México: Fondo de Cultura Económica, 1984), 37-140.

8Hay que advertir que se pueden encontrar ediciones -tanto impresas como en formato digital difundido en internet-, que, sin indicarlo, contienen únicamente el segundo volumen del libro en el cual se describe la fundación y las características de la sociedad en la isla Utopía.

9Para información básica sobre autor y obra pueden consultarse el estudio de Anthony Kenny, Tomás Moro, 3ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 2014); el apartado correspondiente de Arthur Leslie Morton, Las utopías socialistas (México: Martínez Roca, 1970), 35-59; Dominic Baker-Smith, “Thomas More” (publicado el 19 de marzo, 2014), en The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Edward N. Zalta (Ed. General) (edición 2019).

10Conviene recordar en este contexto que el Informe Regional sobre Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe 2010 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo inicia con la sentencia “América Latina es la región más desigual del mundo” (San José de Costa Rica: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2010), 16.

11Tomás Moro, “Utopía”, en Eugenio Ímaz (Ed.), Utopías del Renacimiento, 7ª reimpr. (México: Fondo de Cultura Económica, 1984), 50.

12Ibid.

13Así el título de José Manuel Valenzuela (Coord.), Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina y España (Barcelona/Guadalajara/Tijuana: NED/ITESO/El Colegio de la Frontera Norte, 2015).

14Alejo Carpentier, El arpa y la sombra, 6ª ed. (México: Siglo XXI, 1980), 125.

15Moro, Utopía, 93.

16Ibid., 138.

17Sucintas presentaciones de su biografía y obra se hallan en Esteban Krotz, “Introducción a Ernst Bloch (a 125 años de su nacimiento), EN-Claves de Pensamiento V, núm. 10 (2011) :55-73; y en Araceli Mondragón González, “Ernst Bloch: el peregrino de la esperanza”, Estudios Políticos, octava época, núm. 4 (2005): 43-77.

18Afirmar la vigencia de las ideas de causalidad y de la explicación causal, no implica, desde luego, desconocer las diferencias de los órdenes de la realidad empírica o sostener la concepción comtiana de la ciencia social como “física social”. Pero la existencia de diferentes grados de complejidad de la materia no anula la idea general de la inteligibilidad y del conocimiento científico, sino solamente exige precisar las diferentes clases de ciencia con diferentes tipos de “leyes”.

19En el capítulo 36 de su obra magna, El principio esperanza, vol. II (Madrid: Trotta, 2006), titulado “Libertad y orden, bosquejo de las utopías sociales”, Ernst Bloch dedica varios apartados al análisis de “la utopía de la libertad social” moreana. Hace particular énfasis en su demostración de los efectos socials y culturales de la propiedad privada de medios de producción y caracteriza el texto de Moro como una “construcción desiderativa, racional, en la que no hay ninguna certeza quiliástica; una construcción, sin embargo, que se postula a sí misma como producida por nuestra propia fuerza, sin apoyo o intervención transcendentes [...como...] algo proyectado en la tendencia humana a la libertad: un mínimo en trabajo y Estado, un máximo en alegría”. Ernst Bloch, “Libertad y orden, bosquejo de las utopías sociales”, en El principio esperanza, vol. II (Madrid: Trotta, 2006), 78, 87.

20Ángel Palerm, Antropología y marxismo (México: Nueva Imagen, 1980), 166.

21Véase para uana sucinta explicación de las dos “corrientes”, Krotz, “Introducción a Ernst Bloch...”, 66-67.

22Moro, Utopía, 138.

23Ernst Bloch, “Fragmentos sobre la utopía”, en Esteban Krotz, Utopía (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 1988), 259.

24Ibid., 269.

25Una breve reseña del citado movimiento y de su catastrófico final se halla en Norman S. Cohn, En pos del milenio (Barcelona: Barral, 1972), 255-271. Para América Latina, Helio Gallardo ha recalcado “la permanente reiteración de signos-símbolos concisos pero que determinan la intensidad del dolor y del enfrentamiento, como en el escueto ‘Zapata vive’ en el que insisten los mexicanos pobres, a sabiendas de que el antiguo jefe guerrero, guerrillero, fue asesinado. Como Guevara. Como Sandino. Como Farabundo Martí. Como Manuel Rodríguez. Pero, para el pueblo, viven” (Actores y procesos políticos latinoamericanos, San José de Costa Rica: DEI, 1989), 18.

26Sobre esto dice Bloch -en Experimentum Mundi (Fráncfort: Suhrkamp, 1975), 173- que “aun cuando no se sabe todavía lo que es el ser humano, sí se sabe qué es lo que es inhumano, incluso sin poder saber todavía con exactitud lo que sería humano”. Por su parte, Arnhelm Neusüss -en “Dificultades de una sociología del pensamiento utópico”, en Arnhelm Neusüss, Utopía, Barcelona: Barral, 1971, 25- indica en el mismo sentido que “la intención utópica se concreta con mayor precisión no en la determinación positiva de lo que quiere, sino en la negación de lo que no quiere. Si la realidad existente es la negación de una realidad posible mejor, la utopía entonces es la negación de la negación”.

27En el capítulo arriba señalado sobre la utopía social europea, Bloch describe cómo durante los siglos XVII y XVIII, “el derecho natural ilustrado” ocupa el “lugar de utopías sociales”, por lo que “entre Campanella y Owen, [...] se extiende un espacio casi vacío de utopías sociales originales, respondiendo así a las exigencias de la emancipación burguesa. Mucho más próxima a estas exigencias se hallaba el derecho natural; mucho más próximo también en el campo de la ideología, aunque no coincidente con ella”. Bloch, El principio esperanza, 108 y 113.

28La idea proviene de la referencia blochiana al “destello fulgurante de un estado final utópico”. Bloch, Experimentum Mundi, 258.

29Walter Mignolo, La idea de América Latina: la herida colonial y la opción decolonial (Barcelona: Gedisa, 2007).

30Enrique Dussel, “Europa, modernidad y eurocentrismo”, en Edgar Lander (Comp.), La colonialidad del saber: euroentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 2000).

31Es con referencia evidente a este contexto social y cultural que surge la obra de Maquiavelo acerca de la cual se dice con razón que “después de El príncipe, la política ya no se definirá de acuerdo con una concepción religiosa ni filosófica. Lo político se independiza entonces de Dios y del ‘deber ser’ para explicarse como algo que ‘es en sí’, que tiene esencia propia”. Luis Leandro Schenoni, “El concepto de lo político en Nicolás Maquiavelo”, en Andamios 4, núm. 7 (2007): 209; Carlos Fuentes comenta, refiriéndose a la introducción de Eugenio Ímaz a las tres utopías renacentistas más famosas que “Moro fue martirizado y su martirio consistió en ser testigo de la Utopía ante la Topía, de la razón ante la razón de Estado; Maquiavelo vence a Moro, acaparando la racionalidad como proyecto pragmático del Estado”. Carlos Fuentes, Tiempo Mexicano (México: Joaquín Mortiz, 1973), 30.

32“Acaso Vasco de Quiroga sea el único utopiano verdadero -escribe Carlos Fuentes-. Sabiéndose en la ‘edad de hierro’ de la Conquista española, intenta restaurar una mínima comunidad humana entre seres concretos: los indios del reino purépecha sojuzgado”. Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo (México: Fondo de Cultura Económica, 1990), 134. Y el recientemente fallecido Fernando Ainsa encuentra semejanzas entre el proceder del Tata Vasco y el intento utópico de Bartolomé de las Casas de construir el “Reyno que llaman de la Verapaz”. Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado: génesis del discurso utópico americano (México: Fondo de Cultura Económica, 1992), 155-156.

33Palerm los incluye a Vitoria y Mariana, junto con Las Casas y Vasco de Quiroga, en la sección “Utópicos y rebeldes de la era de las revoluciones” de su historia de la antropología mencionada.

34Ver, como ejemplos recientes de tal visión norteña limitada, dos estudios importantes sobre los derechos humanos, la “nueva genealogía de los derechos humanos”, de Hans Joas, The Sacredness of the Person: A New Genealogy of Human Rights (Washington: Georgetown University, 2013); y, Seyla Benhabib, Dignity in Adversity: Human Rights in Troubled Times (Malden: Polity Press, 2011). No puede dejarse de mencionar en este contexto el impulso decisivo dado a la generación más reciente de derechos humanos precisamente por ciudadanos y movimientos sociales latinoamericanos, que por ahora quedó plasmada en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas de 2007, todavía de alcances reducidos.

35José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, 3ª ed. corr. y aument. (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2007 [1928]).

36Guillermo Bonfil Batalla, México Profundo: una civilización negada (México: Grijalbo, 1990).

37Véase G. Childe, Los orígenes de la civilización (México: Fondo de Cultura Económica, 1977), 14.

38Ernst Bloch, Naturrecht und menschliche Würde, 2ª ed. (Fráncfort: Suhrkamp, 1975), 176.

39Que esta apreciación siguió manteniéndose durante mucho tiempo, lo demuestra la propuesta denegada en una universidad estadounidense a un filósofo colombiano en los años noventa de elaborar su tesis doctoral sobre la filosofía latinoamericana, con el argumento de que no se podía hacer una tesis académica sobre algo inexistente.

40Francisco Zapata, “Las ‘Siete tesis’: treinta años después”, Estudios Sociológicos XIII, núm. 37 (1995), 181.

41Puede considerarse la Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión (Madrid: Trotta, 1998) de Enrique Dussel, un compendio sistematizado de estas ideas, las cuales Leonardo Boff resume programáticamente como “ética de la justicia, en cuanto recupera el reconocimiento que se ha negado a las grandes mayorías [...] en función de lo cual jerarquiza las prioridades: primero, salvar la vida de los pobres; después, garantizar los medios de vida para todos [...] a continuación, garantizar la sustentabilidad de la casa común”. Leonardo Boff, Ética planetaria desde el Gran Sur (Madrid: Trotta, 2001), 61.

42Presentaciones esquemáticas de esta contraposición se hallan en Esteban Krotz, “Invitación a la utopía: en torno a utoñías y anti-utopías”, en Nueva Antropología XI, núm. 37 (1990):129-134; Esteban Krotz, “Utopía y anti-utopía al fin del milenio”, en Juan Manuel Valenzuela (Coord.), Procesos culturales de fin de milenio (Tijuana: Centro Cultural Tijuana, 1998), 36-40.

43Precisamente en estas circunstancias sombrías se publicó la primera gran obra de Ernst Bloch; véase Esteban Krotz, “El inicio centenario del filosofar utópico de Ernst Bloch”, Devenires, XX, núm. 39 (2019): 9-42.

44Marcio D’Olne Campos, “SURear, NORTear y ORIENTar: puntos de vista desde los hemisferios, la hegemonía y los indígenas”, en Xochitl Leyva Solano y otros (Eds.), Prácticas otras de conocimiento(s): entre crisis, entre guerras, tomo II (San Cristóbal de las Casas: Retos, 2015), 433.

45Maximiliano Salinas Campos, “El bicentenario: ¿El fin de la utopía del norte? Una mirada desde el sur del mundo”, en Eduardo E. Parrilla Sotomayor, coord., La utopía posible: reflexiones y acercamientos, vol. III (Monterrey: Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, 2013), 364.

46Fernando Ainsa, “Nuevas bases para una utopía ‘desde’ y ‘para’ América Latina”, en Parrilla Sotomayor, La utopía posible, 24.

47Horacio Cerruti, “Utopía y América Latina”, en Horacio Cerruti y otros, La utopía en América (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1991), 33.

48¿Qué hacer para que las instituciones académicas, especialmente aquellas en las que se enseñan ciencias sociales, puedan ser algo así como talleres de utopías, talleres de búsqueda de alternativas a la situación existente que amenaza con prolongarse y que está transformando el sistema de ciencia, tecnología y educación superior en dirección hacia la “nueva universidad” denunciada hace ya tiempo por Pablo González Casanova, “La nueva universidad”, Foro de la Educación Superior: Revista Electrónica del Programa de Estudios Universitarios Comparados 1, núm. 1, (2009).

49Varios autores, “Por una nueva imaginación social y política en América Latina [manifiesto]”, Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano, segunda época, núm. 11 (2014), 4.

50Ainsa, “Nuevas bases...”, 24.

Recibido: 17 de Diciembre de 2019; Aprobado: 20 de Junio de 2020

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